)
Leída bajo este aspecto, la narración bíblica del Arca de Noé
transmite el primer experimento de desfundamentación.
Leída bajo este aspecto, la narración bíblica del Arca de Noé
transmite el primer experimento de desfundamentación.
Sloterdijk - Esferas - v2
Cuanto más grande se vuelve el riesgo de la vida
exterior, más se ve inclinada la vida en peligro a construir un alma
cén donde se acumulen recuerdos como alimentos para tiempos de
prueba. En el umbral de la gran cultura hubo seres humanos que
definieron lúcida y casi definitivamente lo que es necesario para so
portar malas cosechas y situaciones erróneas en la vida: grano y re
cuerdos de integridad. Para almacenar estos dos bienes resultan in
dispensables edificaciones-receptáculo, depósitos de cereales en el
centro de la ciudad y depósitos de dioses en el centro del espacio
anímico, y dado que cada uno de esos bienes tiene relación con el
principio de vida del grupo, las paredes de los receptáculos (cons
truidos y hablados), que contienen algo tan imprescindible, han de
serguardadasconcuidadosagrado97.
Retengamos: hay un animismo primario de las paredes y una di
visión espacial originaria al servicio de la animación del espacio in
terior. En la medida en que ese principio se hace valer, los muros
de la comunidad, que crean espacio, siguen siendo, a su vez, mag
nitudes vivas, aunque se construyan con material, por así decirlo,
muerto. Mientras todas las paredes esenciales sean experimentadas
como propias, la construcción del muro se produce bsyo la preemi
nencia de lo interior; en este caso, los habitantes, intramurani, pue
den oscilar libremente entre dentro y fuera, y convencerse así repe
tidamente de las ventajas de la vida tras paredes propias. Pero
197
cuando las paredes se hacen extrañas, monumentales, cuando no
sugieren nada, y su coordinación con un espacio interior propio ya
no la consiguen todos, sino unos pocos privilegiados, entonces apa
rece la necesidad de distinguir los muros. Entonces, los muros de
los otros se experimentan como chocantes y repelentes, y provocan
una agresividad históricamente novedosa: el deseo de demostrar al
enemigo que tampoco tras sus muros puede mecerse en seguridad.
Probablemente ésta es la forma originaria histórico-universal del re
sentimiento. Querer procurarse a sí mismo ventajas de seguridad
significa ahora hacer inseguros los muros de los demás. El docu
mento clásico de ello es el informe bíblico sobre la caída de los mu
ros dejericó bsyo el son de las «trompetas» israelitas (Josué 6, 1-21):
documenta el amargo deseo de venganza del pueblo nómada con
tra aquello que experimenta y denuncia como arrogancia de seño
res territoriales sedentarios.
Quedaría por escribir la historia de los pueblos que odian los
muros. Pero en las civilizaciones avanzadas no son sólo los muros
del enemigo los que han de ser experimentados como extrañas y re
pelentes demostraciones de poder. En grandes sociedadesjerarqui
zadas y establecidas aparecen también procesos inevitables de dis-
tanciamiento de las paredes de la cultura propia. En las grandes
casas de vecindad romanas ese distanciamiento se convierte en epi
démico, como registra el millonario-moralista Séneca cuando en sus
desahogos críticos frente a la arquitectura y el lujo hace notar: «Las
casas son hoy (a causa de su peligro de derrumbamiento) una de las
causas fundamentales de nuestro miedo» (Epistulae ad Lucilium, car
ta 90, 43). Yes que lo alto en lo propio resulta más extraño para mu
chos que lo bajo en lo ajeno; por eso en muchas regiones de la tie
rra la gente humilde puede entender mejor a los pobres de pueblos
extranjeros que a sus propios señores, que construyen alto. (Un es
quema de experiencia que ha seguido siendo actual hasta en las
trincheras de la Primera Guerra Mundial y con el que ahora se in
tenta poner en marcha una especie de frente popular mundial de
los perdedores de la globalización. ) Esos distanciamientos de los
muros de los señores y propietarios llevan incluso a la inversión de
la relación entre receptáculo y contenido.
198
Todas las teorías de la alienación o distanciamiento son intentos de comprender la preexistencia de muros que repelen y el sentido de paredes que separan. ¿Qué sucede con la pared de la «cabaña que tú no has construido»? ¿Qué teoría del muro está en la base del le ma: llevar guerra a los palacios y paz a las cabañas? Tales preguntas son reacciones a la agudización de una diferencia arquitectónica en la sociedad corporativa. Sólo en relaciones fuertemente desigualita rias -definidas por la tradición marxista como sociedades de clases- sucede regularmente que la vida de los perdedores se reprime, re fugiándose en una interioridad dominada por el resentimiento. En tonces todo se construye alrededor de ello, de modo que la mayoría se aleja de su entorno-receptáculo. Y comienzan los individuos a no entender ya sus «propias paredes», ni lo comunitario de lo que han sido víctimas: la crisis de la forma de casa como forma de mundo arroja con anticipación sus sombras. Cuando las paredes-envoltura, antes propias, han acabado por desaparecer completamente, la vida encerrada en ellas ya no se experimenta radicalmente consigo mis ma. Ya no se siente cobijada en un ámbito protegido del poder, si no encajonada en una desesperanza tan amplia como el mundo. («Estoy en este samsára como una rana en una fuente cegada». Mai- tranlya Upanisad. ) Entonces surge la metafísica de una inmanencia pánica que sueña con la evasión. Entra en el escenario de la histo ria del espíritu el dualismo de almas encerradas, inmaterial-vivien- tes, y cárceles materiales muertas; y con esa oposición, aguda al me nos desde Platón, se expone un esquema fundamental gnóstico que ha servido durante más de dos mil años a los europeos para la ar ticulación de sus reservas frente al ser-en-el-mundo. Esa reserva frente al mundo ha abandonado en la edad moderna el recinto de las tradiciones religiosas y filosóficas, y se ha extendido por todas partes en innúmeras metamorfosis profanas. Una de las últimas for mulaciones contra el mundanismo incurable de las modernas so ciedades económicas surgió significativamente en el campo de la so ciología, cuando Max Weber se aventuró a hablar del cautiverio de la vida en las «cápsulas duras como el acero» de la formación exce sivamente racionalizada de la sociedad98.
Cuando ya no se consigue la animación matrística del límite ex
199
tremo, como sucede en las grandes estructuras políticas, que se han
vuelto inabarcables, el imaginado todo del mundo se convierte po
tencial y actualmente en una cápsula extraña o en una cárcel. Por
extensión excesiva del espacio, la frontera del mundo se lleva fuera
hasta lo incomprensible e inimaginable. En consecuencia, el todo
pierde su naturaleza de envoltura. La fuerza de animación de espa
cio de las ciudades no alcanza ya a penetrar hasta los bordes extre
mos. Los seres humanos se sienten cercados por un exterior frío,
no-animable, y sólo mediante acrecentados esfuerzos imaginarios
adicionales se podría representar como ventajoso y lleno de sentido
el límite extremo.
Esfuerzo adicional: sólo bajo este punto de vista pueden resul
tar comprensibles económicamente, con respecto a la imagen de
mundo, las antiguas cosmologías europeas de cubiertas, de las que
se hablará pormenorizadamente en lo que sigue. Se trata de in
tentos de defender como estructura doméstica una forma de tota
lidad ya no animable, y a pesar de su trascendencia monstruosa
mente superdistendida. En tanto que interpretamos las esferas
cósmicas como paredes domésticas del ser, mostraremos dónde se
fundamenta la figura pensamental y arquitectónica, preponderan
te en la historia del espíritu, de la casa". La casa fue durante los
dos últimos milenios y medio la idea de espacio más importante de
la humanidad, puesto que representa la figura más eficiente de
tránsito entre el modo de ser originario de los seres humanos en
autocobijos sin paredes y la moderna residencia en cápsulas desa
nimadas. Si la historia de las grandes culturas hubiera de ser irre
misiblemente también la historia de la construcción de casas, sería
porque ninguna gran cultura habría podido solucionar sus pro
blemas de autocobijo sin el semianimismo de la casa. Pues ¿qué
son las grandes culturas sino esfuerzos por forzar la equivalencia
imposible entre casa y cosmos contra la evidencia de la enajena
ción imperial?
En la casa propia ejercitan los seres humanos de épocas de gran
cultura la capacidad de animar paredes hechas de material muerto.
Sin la experiencia fácilmente evocable de la pared animada nunca
podrían formarse ciudades e imperios. Habitantes de ciudades y de
200
Aborígenes: reunión informal en la termosfera.
reinos son los representantes clásicos de un tipo de ser humano que
posee la precaria capacidad psicopolítica de imaginarse unido, tam
bién en lo grande, tras paredes que respiran. Tales representacio
nes de unidad presuponen que el colectivo político puede hacer,
por la representación, que las lejanas vallas fronterizas, los fosos y
las fortificaciones en torno a ellas estén llenas de una vida específi
camente popular, inequívocamente propia. Pero ¿cómo aprenden
los habitantes de las ciudades fortificadas a defender sus murallas
como si se tratara de su propia piel? ¿Cómo se hace políticamente
cosquillosa la piel del Estado?
Las reflexiones que Vitruvio ha dedicado al comienzo de su De
Architectura al origen de la construcción de casas muestran que ya
entre los primeros pensadores de la construcción se manifestaba
una conciencia de la dificultad de concebir el tránsito de las formas
de vida sin casa y sin paredes a aquellas caseras y entre paredes. Vi-
201
truvio afirma, audaz y plausiblemente, que el fuego salvaje estaría al
comienzo de las reuniones humanas y que la protección y conser
vación del fuego habría dado el impulso definitivo a la praxis ar
quitectónica de los seres humanos. En una especulación aventurada
sobre la protohistoria de la humanidad, el mentor de los arquitec
tos de la vieja Europa pone de relieve, en sucesión inmediata, el cui
dado de puntos de fuego, la aparición del lenguaje y la construcción
de chozas.
1. En los tiempos primitivos los seres humanos venían al mundo habi
tualmente en bosques, cuevas (speluncis) y florestas, como los animales sal
vajes [. . . ]. Durante ese tiempo, árboles que por su gran número crecían
muyjuntos, que fustigados de aquí para allá por la tormenta restregaban
unos contra otros sus ramas, ardieron un día, y la llama ardiente del fuego
asustó a quienes estaban cerca de ese lugar, razón por la cual huyeron. Pe
ro después, cuando la situación se había calmado, se acercaron más y, dán
dose cuenta de que el calor del fuego suponía una gran conveniencia (mag
na commoditas) para sus cuerpos, arrojaron leños dentro y lo mantuvieron
así, llamaron a otras gentes para que se acercaran y con un gesto les indi
caron qué provecho sacarían de ello. Cuando en esa reunión (congressu) de
seres humanos, al soplar (spiritu), unas veces de un modo y otras de otro,
pronto se produjeron sonidos (voces), por la costumbre diaria fueron com
poniéndose palabras poco a poco, tal como lo propiciaba la ocasión; dado
que estas gentes fueron nombrando cada vez más objetos al usarlos, co
menzaron finalmente a hablar por casualidad (fari fortuito coeperunt). 2.
Puesto que, como consecuencia del descubrimiento (inventio) del fuego, ha
bía surgido ya entre los seres humanos un encuentro, una asociación y una
convivencia(conventos, concilium, convictos)ysefueronjuntandomásseres
humanos en un lugar [. . . ], comenzaron en esa reunión (in eo coetu), unos a
construir cobertizos (teda) de ramas, otros a excavar cuevas al pie de los
montes; y algunos tomaron como modelo los nidos de las golondrinas y
construyeron asentamientos (loca) de barro y leña menuda para refugiarse
en ellos. Entonces observaron los cobertizos de los demás (aliena teda), aña
dieron innovaciones de propia cosecha y fueron creando día a día tipos me
jores de cabañas (meliora genera casarum) [. . . ]. 7. Y entonces comenzaron
[. . . ], mirando al futuro, a construir en lugar de cabañas casas bien cimen-
202
Teodoro de Bry, el pueblo indio fortificado
Pomeiock, según un apunte de 1585.
tadas (domosfundatas), que tenían paredes de ladrillos, o que estaban cons
truidas de piedra y madera y cubiertas con tejas100.
El punto álgido de la especulación de Vitruvio, obviamente, es
éste: la construcción sigue una fuerza centrípeta que produce, pri
mero, la reunión de los seres humanos, para despertar, después, en
los ya reunidos la necesidad de cobijo. En el corazón de las reunio
203
nes humanas actúa una comodidad o conveniencia, descubierta ca
sualmente pero convertida de inmediato en imprescindible, una
magna commoditas, que exige ser complementada por un segundo
confort: la casa. El fuego mima a los seres humanos y los hace de
pendientes del relax y la holganza: con ello la civilización puede co
menzar como historia de mimos* -y como lucha por el acceso a los
escasos medios de mimo-. Todos los demás pasos adelante, domés
ticos o ciudadanos, en el mimo y el relax se siguen del fuego hoga
reño como primera gran comodidad. El calor del fuego domestica
do reúne a los seres humanos en un lugar de encuentro como si
fuera en tomo a un foco ígneo. Se podrían continuar fácilmente las
ideas lacónicas de Vitruvio convirtiéndolas en una sociología del ho
gar, según la cual los primeros motivos de la formación de grupos
residirían en una comodidad doblemente irresistible: en la propia
irradiación de calor bienhechora y en las charlas agradables de los
seres humanos sobre ese agrado. Vitruvio subraya claramente el
punto que realmente importa: los primeros que disfrutan del calor
llaman a los más próximos y se comunican con ellos mediante ges
tos y palabras primitivas sobre las ventajas de la maravillosa fuerza
central recién descubierta.
Así pues, un socialismo térmico en el comienzo, una reunión ori
ginaria en tomo a un fuego cuidado, un círculo de seres humanos
en tomo a lo que más tarde (cuando lleguen las ollas y pucheros)
se llamará hogar o fogón; y con todo eso: la experiencia paradig
mática de que el calor de la irradiación se difunde regularmente
por todos lados en tomo al fuego central, de modo que los reuni
dos, mientras formen sólo un únicocírculo en tomo al fuego, no van
a tener necesidad de enfrentarse unos a otros a causa de la hermo
sa commoditas. Si la irradiación redunda en provecho de todos, eso
significa solidaridad inmediata. Si se acerca alguien, se le hace sitio
sin más en el único círculo. Si el círculo igualitario se hace tan gran
de que ya a nadie aprovecha, entonces desaparece el embrujo, y to-
En castellano no se puede transcribir la connivencia de las palabras Woh-
nung/Verwóhnung (vivienda, mimo), wohnen/verwóhnen (habitar/mimar), por su se
mejanza formal, a la que quizá quiera aludir aquí el autor. (TV. del T. )
204
Choza de fieltro, en Pallas, Noticias
históricas sobre los pueblos mongoles, 1776.
dos quedan iguales ante la fría desilusión. Pero si hay candidatos al
calor que deben colocarse detrás, entonces surge la sociedad térmi
ca de clases.
La construcción de cabañas, de la que habla Vitruvio, comienza
como segundo cobijo, con el que se complementa el primero: la ex
periencia del común poder-estar-contenidos en la generosa esfera
de calor101. Que este hogareño espacio interior de calor, a su vez,
implique también cualidades miméticas de útero se entiende de
por sí en tanto que el calor congregante introduce a los que están
cerca en una situación interior protectora. En consecuencia, la re
construcción arquitectónica de ese interior no sería más que la eje
cución material de un imperativo térmico-social de cobijo, ya efec
205
tivo. Solidaridad es participación en el mismo fuego; más tarde, es
también: reparto de la comida mientras aún está caliente; y final
mente: socialización de la carne cocida o asada en las grandes fies
tas de redistribución, religiosamente motivadas. Esto se corresponde
con la evidencia etnológica, casi universal, de que en las sociedades
tempranas el reparto de bienes presentes funcionaba como técnica
universal de seguridad frente a la necesidad y penuria (la desolida-
rización sólo aparece con las provisiones). Según Vitruvio, vale para
la sociedad en general lo que, de acuerdo con la concepción griega
y romana, vale para los edificios privados: que el hogar es anterior a
la casa, y que una casa significa, ante todo, una construcción en tor
no a un punto de fuego. En el hogar se cumple uno de los actos más
importantes del devenir ser humano, ya que es en él donde, con la
conexión entre receptáculo y fuego, se desarrolla la protoexperien-
cia de la alquimia alimentaria: el cocinar o guisar los alimentos. En
tomo al hogar forman una rima material los receptáculos de seres
humanos y los receptáculos de alimentos. En otro contexto hemos
mostrado por qué, además, la casa hubo de ser siempre una resi
dencia de espíritus próximos102.
La institución griega del prytaneum, que tenía que servir a la vez
de lugar de guarda del fuego de la ciudad y de centro de reunión
para convites políticos -para fiestas eucarísticas burguesas, en cier
to modo-, da testimonio de hasta qué punto el espacio público de
las ciudades de la antigua Europa hubo de ser proyectado según el
modelo del hogar. Incluso Aristóteles no dejó duda alguna de que
las comidas en común pertenecen a la buena vida de la ciudad (Po
lítica, 1329b-1339b-ss. ); en esos banquetes perviven, bsyo auspicios ur banos, las arcaicas fiestas de redistribución (de proteínas). Sólo en el hogar ciudadano, dedicado a la diosa Hestia, fue posible esceni ficar de modo sensiblemente convincente la conexión primaria, so lidarizante, de vida casera y vida estatal.
La materialización más impresionante de esas relaciones termo-
políticas fundamentales la encontramos, sin embargo, en la figura
del hogar estatal romano que significa elforum romanum: sin duda, el santuario de la diosa del hogar, Vesta, constituía para los roma nos el centro de su res publica. A través del fuego sagrado que se
206
guardaba en el templo de Vesta se aseguró la equivalencia, impres
cindible para los romanos, de casa e imperio. Quien deseaba suerte
para una debía desear prosperidad para el otro, y viceversa; custo
diar el fuego, siempre encendido, significaba inmediatamente cui
dar del alma del Estado. Sin la fuerza de reunión de la commoditas
sagrada, era imposible que se llevara a cabo en el corazón del espa
cio público el coetus político, la asamblea de los muchos en tomo al
centro común.
No en vano el ritual estatal romano colocó el templo de Vesta
geométrica y simbólicamente en el centro de la ciudad, del imperio
y del universo. La custodia del fuego era la función sagrada más im
portante en el sistema de celebraciones romanas en honor de los
dioses. Por eso llegó a convertirse en objeto de interés del Estado la
virginidad de las vestales, a las que estaba asignado el cuidado del
hogar estatal; la costumbre pública se preocupaba de que lasjóve
nes servidoras aristocráticas del fuego sagrado (cuyo número de
seis, según se dice, recuerda la fusión de seis estirpes nobles en la
ciudad originaria) vivieran en el forum romanum, en un decente cuar
tel inmediato al templo, protegidas de tentaciones comprometedo
ras. Las vestales intactas eran las garantes del aura de suprema inte
gridad, sin la que no se podía imaginar ni proteger la reunión de los
ciudadanos en tomo al centro sin mácula del hogar. Las sacerdotisas
de la vida hogareña divina tenían que estar dotadas de extraordina
rios privilegios salvíficos: si un reo condenado a muerte se cruzaba
con una vestal de camino a la ejecución, quedaba libre en el acto.
El milagro de inmunidad atestigua la irradiación totalizadora del
fuego primero. Dado que el imperio depende morfológicamente de
la casa y que, en general, la condición imperial ha de representarse
como continuación de la doméstica con otros medios, es impres
cindible que la fuente de calor de la casa, el hogar, atraviese tam
bién el mundo público entero, hasta sus fronteras, por muy lejos
que éstas queden. Del hogar estatal sale una irradiación cobijante
que, como un fuego político maternal, calienta todo el universo de
alcance romano. Con razón hizo notar Spengler: «A causa de un si-
nodismo gigantesco, el Imperio romano no es otra cosa que la últi
ma y mayor ciudad-república de la Antigüedad»103. El tema o moti-
207
Ruinas del templo
de Vesta en el Foro romano.
im t
vo del sinodismo, de la decisión por la convivencia, significa orien
tación a un fuego central vinculante. Él constituye la primera apro
ximación de la reflexión romana sobre el poder al principio de la
radiocracia104. Incluso cuando bajo Constantino el culto cristiano co
menzó a gozar de la protección pública del emperador, hubiera si
do inimaginable apagar el fuego eterno en el corazón del foro, aun
que fueran llamas paganas las que ardían en él, y sustituirlo por
velas conmemorativas cristianas.
Después de todo lo que hemos insinuado sobre la morfología
política del círculo, es casi una obviedad que el edificio que alojaba
el hogar estatal, la aedes Vestae, hubiera de ser un templo redondo.
El imaginario del imperio exige una inclusividad centralizante que
alcance hasta los límites animados más extremos; como si la técnica
calorífica fuera el centro de la política. En ella ya está contenida to
da la síntesis social: política focal, política de inclusión, política pro
tectora, política de inmunidad, política de forma. Habla en favor de
la conciencia dramatúrgica y cosmológica de los romanos el hecho
de que una vez al año apagaran el hogar estatal durante una noche,
para volver a encenderlo festivamente el día de Año Nuevo. Esta
pausa calorífica religioso-política les permitía experimentar cómo el
imperio y el universo mantenían el aliento en una crisis regenerati
va, cultualmente dominada. Mientras existieran tales regeneracio
nes no desaparecería el imperio.
Por eso es más significativo aún el momento en el que se apagó
definitivamente el fuego sagrado de los romanos: este suceso ini
maginable por antonomasia para los mayores se produjo con las se
cuelas de la rebelión conservadora de Flavio Eugenio, que, tras la
elevación del cristianismo a religión única del imperio y tras la
prohibición de los cultos paganos, se había sublevado en el año 391
contra los dictados bizantinos. Tras su victoria sobre Eugenio en el
año 394, Teodosio I creyó tener motivos para proceder contra los
vestigios del paganismo con una dureza que hasta entonces parecía
imposible, y ordenó la extinción del fuego estatal. Sólo entonces
quedó claro ante todos los ojos lo que significaba político-religiosa
mente la traslación del poder central romano al Este. Aunque la
destrucción simbólica de la vieja Roma por la extinción del hogar
209
Pueblo redondo de los kraho, Brasil central.
estatal sólo fue posible porque el imperio, sobre todo en su nueva
central, la segunda Roma, había encontrado en la religión de Cris
to otro principio de integración y un símbolo alternativo de la sín
tesis social. La luxperpetuacristiana, en efecto, se reveló durante más
de un milenio eminentemente apropiada para sustituir al antiguo
fuego sagrado romano.
Desde este trasfondo hay que entender por qué el nuevo culto
a César, teológicamente arriesgado, que fue lanzado poco después
del asesinato del dictador por algunas facciones del Senado y por
un movimiento «popular» encabezado por Octaviano, en ninguna
otra parte podía establecerse mejor que en el lugar más promi
nente del Foro romano, y por qué, por ello, el templo de César -un
centro cultural de teología imperial de la época imperial- se erigió
inmediatamente enfrente del viejo y venerable templo de Vesta.
Sin cercanía al feu sacréel asunto cesárico no podía desarrollar fuer
za alguna de irradiación. A causa de su función, la diosa del hogar
estatal, Vesta, también era solidaria de los espíritus de las casas pri
vadas, los penates, que, como dioses de las provisiones o de la des
pensa (fjenus), habían de cumplir las funciones de protección sobre
un ámbito de la vida, estrechamente familiar; se les veneraba por
regla general en los puntos de fuego domésticos105. La genialidad
político-religiosa del culto de Vesta puede palparse con las manos:
210
al aliar la fuente de calor, que alcanza para todos, con los espíritus
de las provisiones, que no alcanzan para todos, se consigue poner
un dique, al menos a nivel imaginario, a los efectos necesariamen
te desolidarizantes del pensamiento aprovisionador de la econo
mía doméstica. Sobre el resto han de tender un puente las admi
nistraciones públicas.
Pero, dado que la res publica vale a la vez como casa común del
pueblo romano, los dioses penates colectivos, di penates populi roma
né han de ser covenerados como espíritus protectores de todos los
ciudadanos romanos en el hogar estatal del templo de Vesta. De este
modo, el hogar estatal, que irradia calor, y los espíritus, animadores
de espacio, de las casas individuales reúnen sus potencias confor-
madoras de esferas con el fin de instituir un punto central domi
nante, tanto en lo grande como en lo pequeño.
Que entre los romanos de la época imperial toda política cultu
ral fuera, efectivamente, la exaltación del animismo doméstico con
medios públicos se muestra, no en último término, en el hecho de
que, desde Augusto, los altares de los lares o de los espíritus pro
tectores en los cruces de caminos (compita) fueran utilizados al mis
mo tiempo para el culto al genio del emperador. En la base de esta
idea de culto está la representación de que los espíritus de la casa
acompañan a sus protegidos, más allá de las propias paredes, hasta
las calles y cruces, e incluso por todo el círculo terráqueo habitado,
que, desde ahora, no anima y asegura otro que el propio César. Así
consiguió el cesarismo comunicarse con el imaginario doméstico de
cualquier individuo romano. El culto romano al emperador antici
pa la psicopolítica cristiana posterior; también ésta quería que para
el Dios que había hecho el cielo y la tierra resultara fácil seguir a to
da alma individual tanto en su tranquilo aposento como al viaje más
largo. El secreto del éxito del monoteísmo (y del sumoteísmo, que
colaboraba estrechamente con él) queda así claro: quien quiera go
bernar tiene que ampliar la casa al cosmos y describir el universo co
mo casa residencial. Eso es lo que desde los días del viejo estoicismo
tienen en común los poderosos y los sabios: que aprendieron a com
portarse como si pudieran estar en casa en todas partes, o, al menos,
traer el mundo a casa, a la Roma eterna.
211
Pueblo redondo
camerunés contemporáneo.
Las insinuaciones de Vitruvio sobre el nacimiento de la sociedad
a partir de la reunión en tomo al fuego no permiten entenderse só
lo como observaciones sobre el camino particular romano al gran
Estado, mínimamente solidario. Suponen una intuición válida de la
esencia de los motivos prearquitectónicos de la reunión humana y
de su proyección en las formas construidas. Pero también cuando
falta una relación explícita a una fuente de calor las sociedades pue
den encontrar su cohesión formal por medio de una centralización
cúltica. Claude Lévi-Strauss, en el ejemplo de los bororos brasileños,
212
ha llamado la atención sobre el poder identificador de las formas re
dondas de construcción de pueblos. Los bororos, una tribu de abo
rígenes matrilineal en las zonas llanas cenagosas y boscosas del pan
tanal, vivían en asentamientos con forma de rueda de carro, en cuyo
centro se encontraba la gran casa de los hombres; en ella permane
cían los miembros varones adultos de la tribu, ocupando la mayor
parte de su tiempo en fumar, charlar, dormir, adornarse con plu
mas, recitar cantos sagrados y fabricar instrumentos sacros. A las
mujeres les estaba prohibido terminantemente el acceso a la caba
ña de los hombres, y a las muchachas que se les ocurría acercarse
demasiado a la casa podía fácilmente sucederles que fueran captu
radas y violadas por todo el grupo.
Los misioneros, que intentaron durante mucho tiempo, en va
no, convertir a los bororos, se dieron cuenta de que en esas socie
dades rurales primitivas se ocultaba un secreto morfológico. Con
el tiempo, los monjes salesianos, que habían sido encargados de la
evangelización de los indígenas brasileños, descubrieron una co
nexión entre las instalaciones del pueblo y la resistencia psicológi
ca de los indios a los influjos externos. Las formas redondas de los
pueblos eran, por decirlo así, los sistemas de inmunidad de esa cul
tura, y mientras los bororos pudieron mantener sus formas tradi
cionales de asentamiento, consiguieron protegerse de la sugestión
de los sacerdotes europeos. Sólo después de que se les obligara a
asentarse en pueblos largos se rompió su escudo inmunizante y se
abrieron al influjo cristiano106. Independientemente de la pregun
ta de si la cristianizáción de los indios se considera una necesidad
civilizatoria o una injusticia imperialista, el fenómeno descrito
puede entenderse como un experimento sociológico, en el que se
pusieron a prueba las propiedades inmunizantes de una forma
centrada de asentamiento y significación del mundo. El resultado
del ensayo parece confirmar la suposición de los misioneros de
que la forma redonda del poblado contenía para sus habitantes la
información central sobre su identidad. En nuestra terminología:
la forma redonda del pueblo actualiza el autocobijo colectivo tras
una pared morfológica. La destrucción de esa estructura de inte
gridad basal endógena volvió receptivos a los indios frente a la
213
Reconstrucción del pueblo chino
Banpo, de los primeros tiempos de la cultura
Yang-shao (4800-3600 a. C. )
oferta de una potencia salvífica diferente, anunciada por sacerdo
tes extranjeros. Si el círculo ya no salva, quizá salve el Cristo anun
ciado107.
Parecidas formas redondas de asentamiento, entre otras mu
chas, se han encontrado en los pueblos indios de Florida: en torno
a una larga cabaña central se reparte un tropel de chozas redondas
colocadas en círculo; la endosfera entera del pueblo está encerrada,
a su vez, en un anillo-empalizada de troncos, que muestra sólo en
un lugar una abertura semejante a un corredor. La existencia en
pueblos así hubo de asemejarse a un ejercicio permanente de orien
tación y centralización.
Formas análogas de construcción en América, África, la antigua
Europa y el Oriente Próximo muestran que en la edificación de
pueblos redondos y cabañas redondas actúan ideas elementales
que aparecen espontáneamente y por doquier. En estratos muy
tempranos de la vieja ciudad palestina de Jericó se descubrieron
restos de casas redondas primitivas. En San Giovenale, cerca de Ro
ma, o en la isla eolia Filicudi, por ejemplo, se encuentran aglome
raciones aldeanas de pequeñas cabañas ovales muyjuntas108. Se co-
214
Joseph-Frangois Lafitau, ceremonia
de duelo, ante una tumba redonda,
entre los indios norteamericanos, 1753.
nocen pueblos circulares del Camerún de hoy, cuyo cerco extremo
está formado por chozas redondas, más grandes o más pequeñas,
unas de hombres y otras de mujeres. También en esas construccio
nes aparece una doble realización de la producción esférica de es
pacio. Todo ello, con independencia de sus representaciones espe
cíficamente religiosas, animaría a considerar animistas geométricos
a los habitantes de tales asentamientos. Ciertamente, las cualidades
animistas provienen menos de la estructura geométrica de las for-
215
Ga^ade mujeie* en Ghana.
mas de construcción como tales que del imperativo esferológico al
que obedecen, sin excepción, las estructuras originarias de grupo.
Las artes de la vida de las unidades humanas primarias remiten
todas a la necesidad de conformar el grupo como el receptáculo au
tógeno en el que el contenido se contenga a sí mismo. El fenóme
no solidaridad, como reunión originaria en torno a un beneficio
microclimático que sólo puede experimentarse desde dentro, man
tiene hasta el final su secreto morfológico.
Giacomo Leopardi, en su diálogo Copémico, ha puesto de mani
fiesto que esto, sin embargo, no sólo afecta a las pequeñas unidades
focales, sino a la humanidad en general en tanto está unida en un
216
George Rodger, primera reunión
del Partido Nacional, Nápoles 1943, en Magnum Opus.
latente socialismo solar. El poeta remonta el giro copemicano a una
decisión del sol de retirarse, en vez de girar en torno a un arrogan
te grano de arena llamado Tierra. Con la parada del sol se transfor
man radicalmente las relaciones de solidaridad entre los mortales,
puesto que, ahora más que nunca, éstos tienen que concienciarse
de que estarían condenados a la muerte por frío si no consiguen en
el nuevo régimen un acceso a los excedentes que ha de ofrecer el
sol. El sol, por su parte, no disimula en absoluto que no es huma
nista alguno:
¿Qué me importa eso? ¿Soy la nodriza del género humano o quizá su
cocinero, que ha de prepararle o calentarle la comida? Y ¿qué más me da
que un ridículo montón de criaturas invisibles, millones de millas lejos de
mí, no puedan hacer frente al frío sin ver mi luz? Y, finalmente, si he de ser
vir, en cierto modo, de estufa y hogar a la familia humana, estaría bien que
la familia, en tanto quiera calentarse, venga al hogar y no que el hogar se
217
mueva en tomo a la casa. Si la Tierra, pues, me necesita, que se ponga en
marcha y mire a ver cómo logra atraparme109.
Con ello, se propone a los seres humanos la tarea de preocupar
se ellos mismos de su lugar en el sol. ¿Quién podría negar que en
todas las políticas de la Modernidad se manifiesta la dificultad de
reunir a la humanidad, como familia solar supemumerosa, en tor
no a ese hogar excéntrico?
218
Capítulo 3
Arcas, murallas de ciudad,
fronteras del mundo, sistemas de inmunidad
Para una ontología del espacio cercado
La ciudad es la repetición de la caverna con otros medios.
Hans Blumenberg, Salidas de la caverna
Que la forma que permite a los seres humanos estar entre ellos
conjunta e «interiormente», no sólo en un vago sentido metafórico
aporte inmunidad y cobijo, sino que también desde el punto de vis
ta técnico pueda ser la condición tanto de su salvación como de su
supervivencia: éste es el sentido morfoevangélico de las narraciones
bíblicas y extrabíblicas del diluvio universal y de las fantasías del «ar
ca» que van unidas a ellas. El concepto de arca -del latín arca,, caja;
compárese con arcanus, oculto, secreto- manifiesta la idea de espa
cio esferológicamente más radical que los seres humanos fueron ca
paces de concebir en el umbral de la gran cultura, a saber: que el
mundo interior artificial, impermeabilizado, puede llegar a conver
tirse para sus habitantes, bajo determinadas circunstancias, en el
único medio ambiente posible. Con ello se introduce en el mundo
un proyecto novedoso: la idea de autocobijo y autoencierro de un
grupo frente a un mundo externo que ha devenido imposible.
El arca es la casa autónoma, absoluta, libre de contexto, el edifi
cio sin vecindad; en ella se encarna ejemplarmente la negación del
mundo-entorno por una configuración artificial. Depara al esque
ma espacial surreal «receptáculo autógeno» su primera realización
técnica, aunque sólo se tratara de una técnica del imaginario. El
episodio del Antiguo Testamento del Arca de Noé manifiesta cómo
la construcción de una casa puede llevar a la salvación frente a una
desgracia acuosa. Dado que la casa absoluta, en caso de ser cons-
truible, habría de ser un edificio flotante, tendría que disolver la
atadura de la casa con respecto al suelo y a la vecindad. Un edificio
219
sólo puede ser absoluto cuando se descontextualiza completamen
te y no está apegado ni a paisajes ni a edificaciones adyacentes; ha
bría de poseer sólo el suelo que supone él mismo: no tendría sóta
no, sino quilla, no tendría cimientos, sino sistema de navegación.
(Llama la atención que el arca bíblica, la nave paradigmática de la
historia de la humanidad y de las catástrofes naturales, careciera, al
parecer, de timón, como si las naves que ha ordenado construir
Dios no necesitaran puente de mando; según eso, el Arca de Noé no
sería una nave, sino una balsa sobredimensionada.
)
Leída bajo este aspecto, la narración bíblica del Arca de Noé
transmite el primer experimento de desfundamentación. A su ma
nera, este experimento resultaría insuperable si no fuera por el he
cho de que numerosas culturas extrabíblicas, extraeuropeas, cono
cen asimismo la alianza temática de diluvio y endosferas que flotan
con éxito. La idea de que puede desaparecer el suelo exterior y pue
de sustituírselo por el suelo propio de un mundo interior flotante
ha sido expresada por el género humano en diversidad de formas
mitológicas. Es evidente que la idea de la descimentación y de la re
posición del cimiento en el endo-fundamento es tan vieja como el
diluvio, que representa la huella mnémica común más importante
en las culturas de la humanidad. Con la construcción del arca co
menzó el constructivismo. (Edmund Husserl, obviamente, «puso en
tre paréntesis» al estilo fenomenológico la posibilidad de diluvios,
incluso la navegación regular, cuando formuló su teorema tardío de
la fijación al suelo terráqueo de la actitud natural en el mundo de
la vida como «proto-arché». ) El descubrimiento de la posibilidad
de retirarse a un interior impermeable no es un privilegio europeo.
Como un ejemplo entre muchos citaremos un mito del surgimien
to del mundo, que estaba muy extendido entre los pueblos del gol
fo de Tongking:
Los primeros seres humanos eran seres muy imperfectos. Al correr te
nían los talones vueltos hacia delante y estaban, por lo demás, mal confor
mados. No sabían utilizar el fuego, vivían en cuevas, se alimentaban de
plantas y carne, y se mezclaban unos con otros sin reglamentación alguna.
Pan-ku se apiadó de su mísera situación y pidió al cielo que los aniqui
220
lara. Por mediación de una golondrina Dios le envió una semilla, que Pan-
ku plantó. La planta que surgió de ella produjo el fruto de una calabaza tan
grande como una casa. Apenas se introdujo en ella Pan-ku con su herma
na, durante tres días y tres noches se desencadenó el diluvio, por el que fue
ron aniquilados todos los seres humanos, animales y plantas. Las aguas, que
estaban calientes, volvieron a descender, y la calabaza se posó sobre el mon
te Run-lun. Ya que no pudieron encontrar ningún ser humano en toda la
tierra, superaron sus escrúpulos y se casaron. Después de tres meses la her
mana dio a luz una masa de carne sanguinolenta, que Pan-ku quería partir
en 360 trozos. Pero se confundió al hacerlo y fueron sólo 359. Por eso el úl
timo trozo fue sustituido por una hoja que estaba pegada en la masa de car
ne. De todo ello surgieron seres humanos, los antepasados de las familias
que pueblan la tierra1,0.
En esta narración la calabaza adopta la función de la casa abso luta, aunque con el típico acento de las imágenes de mundo prepa triarcales y pretécnicas, por el cual el interior asentado en y para sí mismo se representa todavía más como planta que como artefacto. El arca-calabaza del sur de China es una clara metamorfosis vegetal del seno materno. La inagotable provocación del mito bíblico del arca, por el contrario, consiste en que por primera vez saca total mente la endosfera de la vieja naturaleza y la presenta como un constructo completamente artificial. El Arca de Noé es ya un útero mecánico, en el que la vida se afirma frente a un mundo-entorno nada maternal. Se podría ver aquí un indicio de que solamente el
judío, único entre los antiguos pueblos, aprendió no sólo moral mente sino sobre todo filosófico-natural, teológica, etnocéntrica- mente del suceso del diluvio (del que tuvo conocimiento, a más tar dar, por sus opresores babilonios, en el siglo VI a. C. ): tras el diluvio, efectivamente, la naturaleza ya no puede valer, sin reparos, como buena madre universal, ni como cielo ni como tierra. La referencia a la inundación del diluvio sirve como cifra del hecho de que no es la naturaleza la que se cuida de todo con relación al ser humano, si no que los seres humanos están condenados a cuidarse en adelante de sí mismos, con la ayuda de Dios. Con ello comienza la historia co mo tiempo tecnológico; el tiempo propio del ser humano no hay
221
que contarlo desde la creación, sino «a partir del retroceso de las aguas».
Con la construcción del arca se cumple claramente la ruptura con el ilusionismo matrístico. Por su causa, el ser humano que sa cara las últimas consecuencias de ese mito se enfrentaría con ma durez ontológica, o como un adulto ontológico, a la naturaleza. En la casa flotante ya no cobija al ser humano, ni siquiera aparente mente, la naturaleza. Más bien es el ser humano quien ha de invitar a su receptáculo salvador a las naturalezas animales para que sobre vivan. En parejas capaces de reproducción, el Arca de Noé da cobi
jo a la plétora del mundo animal, que, tras la destrucción de la na turaleza por la naturaleza, comenzará una segunda cadena de la vida.
Haz que salgan también los animales de toda clase que están contigo:
aves, ganado y reptiles terrestres; que llenen la tierra, crezcan y se multipli
quen sobre ella (Génesis 8, 17)*.
La caja asentada en y para sí misma, el arca, refleja una relación con la naturaleza, según la cual ésta ya no puede comprenderse co mo matrix aproblemática de la vida humana, animal y vegetal. Des pués del diluvio la naturaleza ya sólo le viene dada al ser humano como segunda naturaleza y segundo dato, y la forma de la misma habrá de ser otra que la de la inclusión y custodia acostumbradas del ser humano en conceptos de inmanencia maternal. Tras la cri sis, aniquiladora de todos los continuos, la fiabilidad de la naturale za se coloca sobre un fundamento nuevo, contractual, mediante un acuerdo entre Dios y el ser viviente: una convención sobre la futura exclusión de lo peor:
11. «Esta es mi alianza con vosotros: ninguna carne volverá a ser exter
minada por las aguas del diluvio, ni volverá a haber diluvio que arrase la tie
*Citamos, en esta ocasión y en cualesquiera otras de este libro, por la traducción
de la Casa de la Biblia, Madrid, editada por el Círculo de Lectores con licencia de
Ediciones Giner, Barcelona 1972. (TV. del T. )
222
rra» [. . . ] 12. Yañadió Dios: «Ésta es la señal de la alianza que establezco, por
todas las generaciones futuras, entre mí y vosotros, y todos los seres vivos
que hay con vosotros». 13. «Pongo mi arco iris en las nubes: ésa será la se
ñal de la alianza entre mí y la tierra» (Génesis 9).
Esto puede leerse también como un aviso de despedida: el dere cho de residencia del ser humano en la concesión originaria de la existencia natural se ha perdido para siempre y debe asentarse so bre una base nueva, formal; todo lo que era naturaleza aparece en adelante bajo un signo ético revolucionario, cuya formajurídico-re- ligiosa es la alianza entre Dios y el género humano posterior a Noé. En esa idea de alianza puede reconocerse que incluso la naturaleza aparentemente dada en la evidencia de una visita preliminar sólo ha sido dada realmente como una promesa y no como un mundo pri mitivo autónomo o una matrix autónoma de los procesos vitales. La alianza hecha con Noé constituye la primera versión de un contrat natureln\ es decir, de la inclusión de lo natural en una esferajurí dica humano-divina; sin contrato de exclusión del diluvio no hay monoteísmo alguno112.
La alianza descubre el motivo formal de por qué el principio ar ca ha de perdurar aún después de la salida de Noé junto con su fa milia y el mundo animal del vehículo físico. El arca no es tanto una estructura material cuanto una forma simbólica de cobijo de la vida rescatada, un receptáculo de esperanza. Por eso es una necedad ar queológica buscar en las laderas del monte Ararat o en cualquier otra parte los restos del arca real de Noé: como si un principio for mal se pudiera recoger con una pala. Quien quiera encontrar el ar ca tiene que saber leer; hay que darse cuenta de cómo los pueblos reinterpretan sus catástrofes transformándolas en pruebas y de có mo los teólogos envuelven las suyas en ritos e historias. Traducido con cierta libertad, las arcas son flotadores autopoiéticos, autoim- permeabilizantes, en los cuales los aliado? enfrentados a entornos inhabitables aprovechan su privilegio de inmunidad. La narración del destino posdiluviano de Israel se convierte en la novela de los viajes del arca monoteísta a través de las vicisitudes de los tiempos. Trata imperturbablemente de la relación triangular, celeste-infer-
223
El Arca de Noé,
miniatura del siglo XIV, Flandes.
nal, entre Yahvé, Israel y los demás. Se desarrolla como la gran na
rrativa de las siniestras aventuras del pueblo elegido en su camino a
través de una era en la que los imperios siempre son los de los de
más. En esa era, serjudío significa sufrir bajo imperios, merodear
entre imperios o buscar la protección de imperios, sin poder ni
querer nunca erigir un imperio propio, de igual condición. El arca
de madera de Noé, ampliada mediante la primera alianza que corro
bora el arco iris, puede haber ido a parar tras el diluvio a cualquier
parte, de haber existido, y puede haber sido abandonada después
224
por su tripulación, como un instrumento que ya no se necesita; pe
ro como idea formal etnopoiética, como principio de inmunidad,
fruto de una alianza teológica, el arca nunca abandonó eljudaismo.
Salir de a bordo de una embarcación de salvamento así sería equi
valente a la autodestrucción.
El vehículo de Noé tiene, pues, que seguir su viaje de salvación:
primero como arca de Abrahán, para la que se estableció una alian
za electiva entre Dios y los pueblos circuncisos; en la época posterior
a Egipto reinicia su camino como arca de Moisés, ahora exclusiva
mente tripulada por el pueblo del éxodo, Israel, que había abando
nado la camaradería con los demás pueblos y flotaba a través de los
tiempos en el velo imaginario de su conciencia de pueblo elegido:
a bordo de esa arca se habían convertido en signos determinantes
de alianza, además de la circuncisión, la rigurosa observación del
shabat y de la Ley. Tras la crisis apocalíptica del judaismo se re
construyó como arca de Cristo, y como tal se entendió a sí misma la
antigua Iglesia católica: reconocible ante el mundo por la hostia y la
cruz. Con esa nueva armadura eclesial la nave de Dios, embriagada
de entusiasmo, pareció iniciar un viaje triunfal como segunda for
ma de potencia mundial, por decirlo así, al lado del monstruo im
perial, apenas domesticable todavía. Por lo que respecta a la comu
nidad judía, recopiló sus astillas en una caja talmúdica o en un
arca-escritura, de cuya excelencia uno se hace idea en cuanto repa
ra en que ha perdurado durante casi dos mil años en la confianza
de que no existe nada fuera del texto y de su comentario hasta el in
finito.
En todas estas versiones se impone con éxito el motivo de la ca
sa absoluta -se podría decir también: del texto, que es su propio
pretexto y contexto—frente a «milieus» diferentes en cada caso y
siempre diferentemente adversos. En la medida en que se consiga
contar la historia del mundo como informe sobre un visye singular,
caótico y, sin embargo, continuado del arca, ésta se puede presen
tar como historia de salvación e historia de perdición de un pueblo
singular, tanto expuesto al peligro como protegido. Por ello, la teo
logía de la historia de ese recorte en ella ha de desembocar en teolo
gía de la supervivencia, o dicho con mayor dureza: en teología de la
225
San Pedro pilota la nave de la Iglesia.
Miniatura lombarda, ca. 1480.
Boat People, prófugos vietnamitas
en el Mar de la China, 1975.
selección. Desde la época de la primera parte del libro de Isaías el
nombre judío de Dios es título del privilegio de majestad de pre
sentarse, sin justificación alguna, ante los suyos como Salvador y an
te los demás como Terminator. Consecuentemente, las teologías de
la alianza, es decir, los discursos de fundamentación a bordo del ar
ca, es difícil que puedan tener como tema algo diferente que la pu
ra supervivencia. Cuando los teólogos hablan de «ley» se trata de
instrucciones para la supervivenciajunto a Dios: prescripciones de
comportamiento en la caja de salvación Escritura-e-Iglesia. Y, efecti
vamente, en entornos no-favorables la supervivencia sólo puede
ejercitarse en ayas autocontextualizantes. Las arcas sólo se produ
cen y navegan con éxito cuando el supremo principio de alianza, el
polo absoluto, también viaja a bordo.
Pero tampoco los suyos son capaces nunca de esclarecer plena
mente con razones por qué precisamente el Dios único13va en es
te caso a bordo. Los arcanos de Dios son impenetrables, en princi
227
pió, y lo siguen siendo hasta el final; cierto es sólo que los designios
de Dios se manifiestan en sus arcas-milagros en cada caso y en las co
rrespondientes alianzas. Con cada uno de esos milagros, con cada
alianza, Dios repite y renueva su ayuda para rescatar a los suyos de
las aguas. Secreta por principio en esto es la selectividad divina, que,
según reglas inescrutables, elige a unos y pasa por alto a los otros.
Ese mysterium iniquitatis interviene en todos los periplos de arcas;
pues todo autocobijo en una forma fuerte, es decir, toda instalación
de una comunidad en una envoltura cerrada endógenamente -o di
cho al modo del Génesis (6, 14): calafateada con pez por dentro y
por fuera-, no sólo afirma absolutamente la pared de a bordo y nie
ga ya la validez de cualquier exterior real, sino que tampoco disi
mula la situación de que sólo encontrará salvación quien haya po
dido conseguir uno de los pocos billetes de embarque para el
vehículo elegido. En todos los fantasmas-arca se afirma como una
imperiosidad sagrada la selección de los pocos; muchos son los lla
mados, pocos los que se embarcan.
Para quienes resulta una necesidad moral y lógica imaginarse los
caminos de salvación universalistamente, esto se manifiesta como
una restricción difícilmente soportable, que tiene que ser remedia
da por reformulaciones inclusivistas del Evangelio; intereses de Igle
sia obligan. Pero parece que es una ley de juegos de lenguaje uni
versalistas que, en sistemas de inclusión universal, el exclusivismo
sólo pueda ser superado por negación o, si ésta falla, mediante ri
tuales contestatarios; por eso, con el universalismo crece la coacción
a la hipocresía y a la demanda irresponsable: una regla, cuyo caso
de aplicación más importante lo representa la religión cristiana,
junto con su secuela de mentalidades salvíficas halagüeñas. La pro
pia nave del Dios único, además de que no había de llenarse, sólo
tenía un número de plazas limitado: muchas menos que seres hu
manos salvables.
No obstante: el arca cristiana viajó a todas partes haciendo pro-
selitismo a través de las épocas, transida por su misión inclusivista;
no ceja en dirigirse a la humanidad como si quisiera recoger a bor
do a todos los náufragos de todos los siglos y de todas las regiones
del mundo. Pero sólo porque la mayoría no pueden o no quieren
228
El Arca de Noé sobre el Ararat
como máquina de fuegos artificiales;
decorado festivo romano para la celebración
triunfal de Inocencio X, 1664.
aceptar la invitación a ser rescatados sigue habiendo sitio para re
cién llegados en la nave que promete salvación en cualquier rumbo.
Sólo si no entran todos, entran todos; pero si entran todos, no en
tran todos. (Un viejísimo chiste de curas, la primera aproximación
de la teoría de sistemas a la teoría de conjuntos. ) Con su exclusivis
mo, adornado universalistamente, el arca de los rescatados -como
embarcación de las especies, como pueblo elegido y como ecclesia-
representa a la vez el primer modelo de eso que hoy se llama una
subcultura diferenciada. La Iglesia cristiana primitiva fue el ensemble
supraétnico prototípico, cuya demanda de inclusividad general se
abrió paso, a la vez, como exclusivismo implacable: la historia de la
Iglesia, con sus peleas despiadadas en tomo a la formulación del
dogma, ofrece un espectáculo cuajado de paradojas sistémicas. Só
lo la sociedad moderna llegó a generalizar y normalizar esas para
dojas. Las diversas subculturas de los sistemas sociales modernos -se
trate de organizaciones o de esferas privadas- conforman flotas va
riopintas de arcas de todo orden de magnitud, que navegan auto-
rreferentemente en la inundación, que ya no mengua, de la com
plejidad del mundo-entorno. Pero hoy ya no se envían palomas
desde la escena propia para que, con una rama verde en el pico, se
ñalen que las cosas vuelven a ser sencillas ahí fuera. La posmoder
nidad ha abandonado el sueño de aterrizar tras la inundación. La
inundación es ahora la tierra firme. Donde ya sólo hay casas abso
lutas, cada una en su propia corriente, se ha hecho imposible el re
tomo a lo que un día se llamó tierra firme14.
Aunque el concepto de arca siga siendo el modelo más sugestivo
de la renuncia humana a la aparente primacía del mundo-entorno
y la metáfora más concluyente del autocobijo de un grupo en su
propia cápsula, radicalmente artificial, no es el arca, sino la ciudad,
la que se ha convertido en el prototipo de gestos de autonomía
constructivistas. La ciudad es, en cierto modo, el arca que ha aterri
zado: representa una embarcación de supervivencia, que ya no bus
ca su suerte en corrientes libres sobre aguas catastróficas, sino que
se amarra obstinadamente a la superficie terrestre15. Se podrían de
finir las ciudades como conformaciones de compromiso entre el
230
surrealismo de la autorreferencia que flota libremente y el pragma
tismo de la fijación al suelo. Por la fusión de esos dos motivos opues
tos, las ciudades y los Estados desarrollaron su improbabilidad
triunfal; por su ensamblaje fructífero en una maquinaria de fuerza
morfológica consiguieron su poder hacedor de historia. Cobijarse
en concentraciones mágicas tras muros propios como sobre un bar
co ebrio de obstinación, y satisfacer, a la vez, el imperativo territo
rial y sacar fuerza de los templos, muros, depósitos: en esta fórmula
espacial se oculta el secreto esferológico del éxito de la forma ar
quitectónica histórico-universal «ciudad». La ciudad antigua tiene
que concentrarse hacia dentro como un arca de Dios, que señala a
los suyos con el signo de la preferencia; hacia fuera, ha de afirmar
se mediante murallas triunfales y torres dominantes, para desvane
cer cualquier duda respecto a su derecho de estar instalada donde
está y de extender su influjo en la distancia desde este lugar emi
nente. Cuando se satisface la fórmula
cluyentes las tesis de Oswald Spengler
cultura ciudadana y de la gran cultura:
Es un hecho completamente decisivo y
portancia el que todas las grandes culturas
de las esferas resultan con
sobre la convergencia de la
nunca apreciado en toda su im
sean culturas de ciudad. El ser
humano superior de la segunda era [es decir, en la serie de las grandes cul
turas, P. SI. ] es un animalconstructordeciudades. Este es el auténtico criterio
de la «historia universal» que se desprende con toda claridad de la historia
humana en general: lahistoriauniversaleslahistoriadelserhumanodedudad.
Pueblos, Estados, política y religión, todas las artes, todas las ciencias des
cansan sobre unprotofenómeno de la existencia humana: la ciudad. Dado
que todos los pensadores de todas las culturas viven en ciudades -aunque
físicamente se encuentren en el campo- no saben en absoluto qué cosa tan
extraña es la ciudad. Hemos de colocamos plenamente en el asombro de
un ser humano primitivo que en medio del campo divisa por primera vez
esa masa de piedra y madera, con sus calles rodeadas de piedras y sus pla
zas llenas de piedras, un habitáculo de forma extraña1,6.
La invitación de Spengler a los pensadores para que contemplen
el extraño habitáculo como por primera vez implica el requeri
231
miento a la inteligencia para que se coloque en un lugar fuera del
bienestar, comodidad y mimo ciudadanos. Justamente eso es lo que
han descuidado hacer casi por completo hasta ahora los urbanistas
e historiadores de las ciudades, obnubilados por las costumbres ur
banas y por el confort civilizador de su objeto. Lo que las ciudades
son y pretenden originariamente sólo puede entenderse, según
Spengler, si los urbanitas par exceüence, los filósofos, se colocan fue
ra de los muros y meditan el fenómeno de la ciudad como si no par
ticipasen en absoluto de su poder cobijante y de su seducción. Así
pues, pensar la ciudad significa en primer lugar: hacer abstracción
del mimo y confort de ésta y sustraerse al deslumbramiento que pro
ducen sus autointerpretaciones. Precisamente porque la poderosa
ciudad es siempre una forma de organización de la pérdida de rea
lidad o de la pérdida de la capacidad de disposición sobre materiales
y signos, los habitantes de ciudad, que no quieren ser sino habitan
tes de ciudad, no pueden entender
de su propia posibilidad y realidad.
Un historiador de las formas de
ple la ciudad como un fenómeno
bría de ser un fenomenólogo que
suficientemente las condiciones
tipo spengleriano, que contem
básicamente sorprendente, ha
cargara desde fuera con la an-
232
Hans H ollein, Portaaviones en el paisaje, 1964,
MoMA, Nueva York.
gustia inspirada de un pensador: Spengler es, en esto, el predecesor
inmediato de historiadores de estructuras revolucionarios como
Foucault, Deleuze y Guattari. Cuando Spengler propone volverse a
situar en el asombro del ser humano primitivo, que ve elevarse en
el horizonte ese inconcebible habitáculo gigantesco con sus mura
llas y torres, sigue la intuición de que la verdad sobre todo lo que
aparece en el espacio exterior sólo puede ser experimentada por
una angustia espacial iniciática. Esa angustia tiende el puente entre
el mundo arcaico y la Modernidad porque testimonia el excedente,
no absorbióle en ninguna época, del éxtasis que produce la sensa-
233
ción de seguridad y cobijo. Cuando ese excedente se hace fructífe
ro para la teoría queda abierto el campo del pensamiento genuina-
mente moderno. En la medida en que Spengler piensa desde ese
excedente o desde ese éxtasis -se podría decir también, más lisa y
llanamente: desde esa inseguridad-, su pertenencia a la aventura
del pensamiento esencialmente contemporáneo resulta indiscuti
ble. La potencia visual que manifiesta en su fenomenología de las
culturas proviene de la experiencia del existir que ha devenido in
seguro en un mundo sobredimensionado, ya no transfigurable como
patria en cuanto todo. La morfología spengleriana de la historia
universal tiene su momento filosófico en una teoría de la angustia
espacial creadora, que brinda a los seres humanos de las grandes
culturas una revelación de la tercera dimensión como «profundi
dad», es decir, como espacio de procedencia de lo inevitable117. El
frío morfólogo y su sombra, que quiere asemejarse al ser humano
primitivo sobresaltado, han de aunarse en un asombro, que en rea
lidad es un no-poder-creer-del-todo, un estremecimiento. ¿Qué se
ría, efectivamente, una ciudad del tipo de las metrópolis-Dios-rey
mesopotámicas, contemplada con los ojos de un ser humano pri
mitivo, sino una plasmación de la tesis de que en las grandes cultu
ras lo inmenso, enorme o monstruoso aparece como obra humana?
Y¿qué son esos habitáculos de forma extraña, observados desde fue
ra, sino maquinarias de salvación, con cuya fatigosa construcción los
seres humanos han ido pagando el miedo o angustia que les pro
duce el mundo, elevando monumentos monstruosos a su voluntad
de no-ser-fuera o no-estar-fuera?
El paso atrás de Spengler ante la ciudad no tiene nada que ver,
pues, con la crítica moderna a la civilización, ni tampoco con el re
sentimiento antibabilónico de losjudíos, copiado por los cristianos
y, desde la marginación del cristianismo, omnipresente fantasmal
mente, como fermento anónimo, en la fatiga de nivel de las cultu
ras del presente. Significa, más bien, un acto de epojé, posibilitadora
de teoría, con respecto a un milieu del que apenas puede uno dis
tanciarse ya, y sirve para la toma de distancia del pensador frente a
las ofuscaciones que produce la vida, vivida siempre ciudadana
mente, junto con sus demandas no tematizadas de autopromoción,
234
superación del miedo al espacio, distensión y abastecimiento de es
tímulos. La teoría de la ciudad sólo puede comenzar con el desa-
costumbramiento a las comodidades que sólo la ciudad ha hecho
posibles. Pensar la ciudad significa, pues, reflexionar sobre la vida
confortable en ella, imaginando que se pudiera estar en casa en otra
parte que en ella sí, que se pudiera poner entre paréntesis, en ge
neral, el afán entero de echar raíces en alguna parte. Vivir en ella
como si no se viviera en ella. Vivir como si no se tuviera a la espalda
ni casa ni ciudad. Pensar como en caída libre.
¿Qué es lo primero que a un fenomenólogo, que hubiera muer
to a sus propias costumbres visuales y quisiera reproducir el asom
bro del ser humano primitivo ante la primera aparición de una ciu
dad en el horizonte, se le hubiera ocurrido pensar a la vista de una
antigua ciudad, potencia de primer orden, como Uruk, Kish, Babi
lonia o Nínive? Ante todo habría de asombrarse de que la aparición
en el horizonte resista una segunda mirada y se afirme como algo
que no pretende ser en absoluto un engaño de los sentidos. La mi
rada, alejada del confort, a la ciudad es hecha prisionera por la per
sistencia de esa silueta sobresaliendo del horizonte; se ve confron
tada con una voluntad insistente de apariencia. Con ello surge de
repente en el mundo una altura cuyo poderío no han suscitado
fuerzas prehumanas. Todo en la gran ciudad, tanto en la antigua co
mo en la moderna, es voluntad de dominio y obra humana. A par
tir de la segunda mirada, el propio dato o hecho de la ciudad habla
de que ella, de por sí, está hecha precisamente para ofrecer tales vis
tas. En ella todo es premeditación y efecto; todo está predispuesto
para los apetitos de los ojos abiertos. Cuando Dostoievski, en sus
Apuntes del subsuelo, calificaba San Petersburgo como la «ciudad con
mayor premeditación y más abstracta de todo el globo terráqueo»,
sólo olvidó añadir que cada una de las grandes ciudades antiguas
fue alguna vez la más abstracta y con mayor premeditación. Incluso
cuando los libros del Antiguo Testamento no se cansan de escarne
cer a la ciudad de Babilonia llamándola la gran ramera, con ese ape
lativo, si prescindimos de su tono moralista indignado, captan con
precisión el carácter del objeto. Las prostitutas y las capitales tienen
en común que están abiertas y disponibles, y dedicadas a que las
235
vean; están colocadas en su lugar y viven de llamar la atención. Si al
guien quiere acercarse a ellas, de buena o mala gana ha de pagar un
precio. Ya quien no arrastra consigo celos, ardores o indignaciones
propios y se obceca en ellos, de modo que incluso dentro de los mu
ros (como Lutero, por ejemplo, en la Roma papista) no pisa real
mente el pavimento ciudadano, a ése le divierten la mayoría de las
veces las ofertas de la vida urbana.
Las ciudades antiguas están ahí para encandilar miradas, elevar
miradas, humillar miradas. Su desmedido afán de notoriedad de
clara la guerra al ojo ingenuo y le exige sumisión ante ese brillo, in
solencia y permansión del espectáculo. El ser humano primitivo fe-
nomenólogo, que quiso repetir su primera y segunda mirada a las
torres y muros de Jericó o de Babilonia, hubo de tomar conciencia
al instante de que esa ciudad, por su estar-ahí sin reservas, había in
validado todo su modo de ver hasta entonces. Sólo quien hubiera
visto una ciudad como ésa podría decir de sí que sabe qué es una
aparición. En la ciudad -y sólo en ella- puede comprobarse lo que
significa que una figura apueste sin reservas por lo contrario de per
manecer oculta y se coloque en el centro de lo visible y notorio. Des
de que hay ciudades, aparición significa: exposición, presentación,
revelación permanente. Dicho al estilo de Heidegger: la construc
ción de ciudades es un modo de desocultamiento.
Es cierto que con el hacerse visible de lo que la mayoría de las
veces es invisible también el hombre primitivo hizo acopio ya de ex
periencias que marcaron su vida; sabe lo que supone la tensión del
ojo sorprendido ante la aparición de un animal de rapiña, de un sal
vaje o de un extranjero; igualmente le resultan inolvidables los ins
tantes en que le aterran fenómenos inusuales en el cielo: eclipses,
cometas, lluvia de estrellas; desde siempre se tendió a comprender
como signos del ser los prodigios horribles que aparecen ahí de re
pente, como engendros deformes en seres humanos y animales, llu
via de sangre, terremotos, incendios. Pero sólo aquí, en el contraste
con la monstruosidad o enormidad persistente en su permanencia
ahí, insolente e imponente, de la ciudad, visible por todos lados, se
le hace consciente al ser humano primitivo que las miradas anterio
res a presencias de ese tipo sólo han sido ejercicios previos para esa
236
experiencia ilustrativa epocal, revolucionaria, inagotable de la apa
rición persistente del grandor de una ciudad.
La ciudad está ahí como una reivindicación edificada de verdad,
validez, duración; quiere encamar un ser inconmovible, que, en cal
ma magnificencia, se mantenga visible también para una segunda,
tercera mirada; quiere valer incluso para la última mirada. Este ras
go pasa de Mesopotamia a los fantasmas de ciudad de la vieja Euro
pa: a la ciudad escatológica de Jerusalén igual que a la Ciudad Eter
na de Roma. La ciudad no resplandece como un meteoro que el ojo
intente retener en vano. Es verdad que al modo de estar ahí de la
ciudad, como de una pieza, pertenece un cierto flamear, una inme
diatez sublime, pero de este rayo visual proveniente de abajo devie
ne una imagen enhiesta, estable, una presencia duradera, y por mu
cho tiempo que el ojo pretenda fijarse en esa masa arrogante, no
apreciará en ella oscilación alguna, concesión alguna a la consun
ción. Nada en ese ser-ahí magnífico, triunfal, de las murallas hace
suponer tendencia alguna a la desaparición. Lo que aquí aparece y
persiste en la aparición es el rechazo mismo de la transitoriedad, del
carácter efímero. Ese aparecer está repleto de fuerza de permanen
cia, y en esa voluntad de permanencia el hombre primitivo, feno-
menológicamente esclarecido, experimenta por primera vez algo
relativo a una nueva especie de dioses.
El dios-ciudad revela su ser en las magníficas e imponentes to
rres y murallas, en tanto en ellas se aúna la presencia continua de
una fuerza con una permanencia duradera en la visibilidad. La fuer
za de los muros y torres es pura y firme instantaneidad. Quien ha vis
to las torres de Uruk y, antes, las murallas de Jericó, se ha converti
do en testigo ocular de una revolución teológica. Con las ciudades
regias mesopotámicas se ha abierto un nuevo capítulo de la historia
de la revelación. Pues aquí Dios se ha convertido en muralla, y ha
bita entre nosotros en la medida en que nosotros habitamos dentro
de ella. Quien vive en una ciudad así habita una hipótesis de eter
nidad.
Precisamente para el observador externo de la aparición-ciudad
está claro de antemano: quien vive tras esos muros no sólo ha de es
tar protegido y cobijado, sino también abrumado y poseído por
237
Aparición mural, muralla de Nínive,
reconstrucción llevada a cabo por el
Departamento de la Antigüedad iraquí.
ellos: tiene que haber ofrendado su vida a esos muros, primero, pa
ra levantarlos, segundo, para querer su subsistencia, y, finalmente,
para satisfacer su demanda de gloria y preeminencia. Parece como
si por mera observación atenta de las murallas pudiera entenderse
que en la religión sumeria los seres humanos fueran de hecho los
siervos o esclavos del dios de la ciudad118. El dios convertido en mu
ralla mantiene a los suyos dentro de su contorno, y espera, a través
de ellos, desde la lejanía, enemigos que humillar, visitantes que des
lumbrar y reservas incesantes de esclavos trabajadores que utilizar.
Toda ciudad del tipo primitivo, colosal, monstruoso, espera algo
238
que venga de lejos y lleve lejos, y en su fuerza para esperar lo lejano
y desafiar lo lejano se basa el principio de su permanencia.
Al mirar al «habitáculo de forma extraña» el observador intuye
que a esa orgullosa cubierta de fuerza y poder pertenece una vida
interior que sólo puede entenderse con relación a esa envoltura. Si
la ciudad desea sobresalir de modo tan soberano es, y no en último
término, porque está vivo en ella el pensamiento de otras ciudades
y porque un dios en ella, con ayuda de sus diligentes medios, los re
yes y sacerdotes, exige elevarse por encima de otros dioses. Las al
mas de las ciudades viven, como las teologías, de escaladas. Por eso
toda ciudad reprime a otra ciudad; todo ser-aquí urbano está tenso
hacia una lejanía poderosa a la que los propios muros remiten, de
safían, humillan. Si no existiera esta relación con una lejanía y dis
tancia rivales, estas murallas no serían tan altas ni estas torres tan
amenazantes. Quien, con asombro de ser humano primitivo, tuvie
ra realmente ante sí la prominencia de una vieja ciudad-divina-regia
vería también mediatamente la competencia entre ciudades y, ade
más, dado que las ciudades son fenómenos de tensiones de una vo
luntad creadora de pueblos, la comparación y rivalidad de los dio
ses étnicos, urbanos, imperiales. En la heroica construcción de
ciudades del país de los dos ríos se reveló a los seres humanos la fit
ness de los dioses: pues ¿qué son revelaciones sino demostraciones
de fitness de las causas supremas? Si el dios es el último fundamen
to de fitness terrena, los sacerdotes, reyes y generales son los atléti
cos participantes en misas o ferias de muestras de fuerza de poderes
trascendentes.
La ciudad es, pues, un fenómeno-habitáculo que quiere obligar a
los observadores a confiar en sus ojos, de modo que crean lo que tam
poco ven ahora realmente: el rayo teológico-imperial que ha caído
en el centro de la ciudad mental. No se olvide: con la altura de sus
edificios más eminentes la ciudad quiere mostrar qué es lo que se
propone en horizontal. En cuanto aparece una voluntad de poder, se
caracteriza inmediatamente por representaciones de formato. Con la
ciudad primitiva comienza un reformateo, lleno de pretensiones, del
imaginario: política, ética, geográfica, cosmológicamente. Aquí se
inicia la historia del apogeo de las grandes formas anímicas, que se
239
Maqueta parcial del estado de la ciudad de
Babilonia a finales del siglo vil a. C. , escala 1:500,
Bible Lands Museum, Jerusalén, 1996.
convierten un día en los cabalismos y filosofías supremas, y se metas-
tatizan en nuestro tiempo en problemas de globalización. Lo colosal
y monstruoso de la ciudad regia de la antigua Mesopotamia se ma
nifiesta en su confianza absoluta en poder edificar todo el espacio
reformado como un único espacio interior animado, y mantenerlo
en forma. Aquí comienza técnicamente el experimento del alma del
mundo.
Así pues, si la ciudad ha de ser el mundo, para una empresa de
240
esas pretensiones el propio Dios tiene que convertirse en muralla.
Los dioses mesopotámicos son los prototipos de una nueva sobera
nía ontológica de propietarios constructores, en la que el poder di
vino se manifieste como la capacidad de disponer una conforma
ción política del tamaño de una ciudad cerrada y de un imperio
circundado como un sistema coherente de inmunidad. A partir de
ahí, política, arquitectura y teología se aúnan en un proyecto co
mún macroinmunológico. El macrocuerpo político aparece como
el constructor de un espacio interior de mundo. Aún en el siglo XVI de nuestra era formulará Martín Lutero su canto bélico reformador, Nuestro Dios es un firme castillo, sin duda en términos de la tradición de fantasmas murales de inmunidad del antiguo Oriente y de la an tigua Europa.
exterior, más se ve inclinada la vida en peligro a construir un alma
cén donde se acumulen recuerdos como alimentos para tiempos de
prueba. En el umbral de la gran cultura hubo seres humanos que
definieron lúcida y casi definitivamente lo que es necesario para so
portar malas cosechas y situaciones erróneas en la vida: grano y re
cuerdos de integridad. Para almacenar estos dos bienes resultan in
dispensables edificaciones-receptáculo, depósitos de cereales en el
centro de la ciudad y depósitos de dioses en el centro del espacio
anímico, y dado que cada uno de esos bienes tiene relación con el
principio de vida del grupo, las paredes de los receptáculos (cons
truidos y hablados), que contienen algo tan imprescindible, han de
serguardadasconcuidadosagrado97.
Retengamos: hay un animismo primario de las paredes y una di
visión espacial originaria al servicio de la animación del espacio in
terior. En la medida en que ese principio se hace valer, los muros
de la comunidad, que crean espacio, siguen siendo, a su vez, mag
nitudes vivas, aunque se construyan con material, por así decirlo,
muerto. Mientras todas las paredes esenciales sean experimentadas
como propias, la construcción del muro se produce bsyo la preemi
nencia de lo interior; en este caso, los habitantes, intramurani, pue
den oscilar libremente entre dentro y fuera, y convencerse así repe
tidamente de las ventajas de la vida tras paredes propias. Pero
197
cuando las paredes se hacen extrañas, monumentales, cuando no
sugieren nada, y su coordinación con un espacio interior propio ya
no la consiguen todos, sino unos pocos privilegiados, entonces apa
rece la necesidad de distinguir los muros. Entonces, los muros de
los otros se experimentan como chocantes y repelentes, y provocan
una agresividad históricamente novedosa: el deseo de demostrar al
enemigo que tampoco tras sus muros puede mecerse en seguridad.
Probablemente ésta es la forma originaria histórico-universal del re
sentimiento. Querer procurarse a sí mismo ventajas de seguridad
significa ahora hacer inseguros los muros de los demás. El docu
mento clásico de ello es el informe bíblico sobre la caída de los mu
ros dejericó bsyo el son de las «trompetas» israelitas (Josué 6, 1-21):
documenta el amargo deseo de venganza del pueblo nómada con
tra aquello que experimenta y denuncia como arrogancia de seño
res territoriales sedentarios.
Quedaría por escribir la historia de los pueblos que odian los
muros. Pero en las civilizaciones avanzadas no son sólo los muros
del enemigo los que han de ser experimentados como extrañas y re
pelentes demostraciones de poder. En grandes sociedadesjerarqui
zadas y establecidas aparecen también procesos inevitables de dis-
tanciamiento de las paredes de la cultura propia. En las grandes
casas de vecindad romanas ese distanciamiento se convierte en epi
démico, como registra el millonario-moralista Séneca cuando en sus
desahogos críticos frente a la arquitectura y el lujo hace notar: «Las
casas son hoy (a causa de su peligro de derrumbamiento) una de las
causas fundamentales de nuestro miedo» (Epistulae ad Lucilium, car
ta 90, 43). Yes que lo alto en lo propio resulta más extraño para mu
chos que lo bajo en lo ajeno; por eso en muchas regiones de la tie
rra la gente humilde puede entender mejor a los pobres de pueblos
extranjeros que a sus propios señores, que construyen alto. (Un es
quema de experiencia que ha seguido siendo actual hasta en las
trincheras de la Primera Guerra Mundial y con el que ahora se in
tenta poner en marcha una especie de frente popular mundial de
los perdedores de la globalización. ) Esos distanciamientos de los
muros de los señores y propietarios llevan incluso a la inversión de
la relación entre receptáculo y contenido.
198
Todas las teorías de la alienación o distanciamiento son intentos de comprender la preexistencia de muros que repelen y el sentido de paredes que separan. ¿Qué sucede con la pared de la «cabaña que tú no has construido»? ¿Qué teoría del muro está en la base del le ma: llevar guerra a los palacios y paz a las cabañas? Tales preguntas son reacciones a la agudización de una diferencia arquitectónica en la sociedad corporativa. Sólo en relaciones fuertemente desigualita rias -definidas por la tradición marxista como sociedades de clases- sucede regularmente que la vida de los perdedores se reprime, re fugiándose en una interioridad dominada por el resentimiento. En tonces todo se construye alrededor de ello, de modo que la mayoría se aleja de su entorno-receptáculo. Y comienzan los individuos a no entender ya sus «propias paredes», ni lo comunitario de lo que han sido víctimas: la crisis de la forma de casa como forma de mundo arroja con anticipación sus sombras. Cuando las paredes-envoltura, antes propias, han acabado por desaparecer completamente, la vida encerrada en ellas ya no se experimenta radicalmente consigo mis ma. Ya no se siente cobijada en un ámbito protegido del poder, si no encajonada en una desesperanza tan amplia como el mundo. («Estoy en este samsára como una rana en una fuente cegada». Mai- tranlya Upanisad. ) Entonces surge la metafísica de una inmanencia pánica que sueña con la evasión. Entra en el escenario de la histo ria del espíritu el dualismo de almas encerradas, inmaterial-vivien- tes, y cárceles materiales muertas; y con esa oposición, aguda al me nos desde Platón, se expone un esquema fundamental gnóstico que ha servido durante más de dos mil años a los europeos para la ar ticulación de sus reservas frente al ser-en-el-mundo. Esa reserva frente al mundo ha abandonado en la edad moderna el recinto de las tradiciones religiosas y filosóficas, y se ha extendido por todas partes en innúmeras metamorfosis profanas. Una de las últimas for mulaciones contra el mundanismo incurable de las modernas so ciedades económicas surgió significativamente en el campo de la so ciología, cuando Max Weber se aventuró a hablar del cautiverio de la vida en las «cápsulas duras como el acero» de la formación exce sivamente racionalizada de la sociedad98.
Cuando ya no se consigue la animación matrística del límite ex
199
tremo, como sucede en las grandes estructuras políticas, que se han
vuelto inabarcables, el imaginado todo del mundo se convierte po
tencial y actualmente en una cápsula extraña o en una cárcel. Por
extensión excesiva del espacio, la frontera del mundo se lleva fuera
hasta lo incomprensible e inimaginable. En consecuencia, el todo
pierde su naturaleza de envoltura. La fuerza de animación de espa
cio de las ciudades no alcanza ya a penetrar hasta los bordes extre
mos. Los seres humanos se sienten cercados por un exterior frío,
no-animable, y sólo mediante acrecentados esfuerzos imaginarios
adicionales se podría representar como ventajoso y lleno de sentido
el límite extremo.
Esfuerzo adicional: sólo bajo este punto de vista pueden resul
tar comprensibles económicamente, con respecto a la imagen de
mundo, las antiguas cosmologías europeas de cubiertas, de las que
se hablará pormenorizadamente en lo que sigue. Se trata de in
tentos de defender como estructura doméstica una forma de tota
lidad ya no animable, y a pesar de su trascendencia monstruosa
mente superdistendida. En tanto que interpretamos las esferas
cósmicas como paredes domésticas del ser, mostraremos dónde se
fundamenta la figura pensamental y arquitectónica, preponderan
te en la historia del espíritu, de la casa". La casa fue durante los
dos últimos milenios y medio la idea de espacio más importante de
la humanidad, puesto que representa la figura más eficiente de
tránsito entre el modo de ser originario de los seres humanos en
autocobijos sin paredes y la moderna residencia en cápsulas desa
nimadas. Si la historia de las grandes culturas hubiera de ser irre
misiblemente también la historia de la construcción de casas, sería
porque ninguna gran cultura habría podido solucionar sus pro
blemas de autocobijo sin el semianimismo de la casa. Pues ¿qué
son las grandes culturas sino esfuerzos por forzar la equivalencia
imposible entre casa y cosmos contra la evidencia de la enajena
ción imperial?
En la casa propia ejercitan los seres humanos de épocas de gran
cultura la capacidad de animar paredes hechas de material muerto.
Sin la experiencia fácilmente evocable de la pared animada nunca
podrían formarse ciudades e imperios. Habitantes de ciudades y de
200
Aborígenes: reunión informal en la termosfera.
reinos son los representantes clásicos de un tipo de ser humano que
posee la precaria capacidad psicopolítica de imaginarse unido, tam
bién en lo grande, tras paredes que respiran. Tales representacio
nes de unidad presuponen que el colectivo político puede hacer,
por la representación, que las lejanas vallas fronterizas, los fosos y
las fortificaciones en torno a ellas estén llenas de una vida específi
camente popular, inequívocamente propia. Pero ¿cómo aprenden
los habitantes de las ciudades fortificadas a defender sus murallas
como si se tratara de su propia piel? ¿Cómo se hace políticamente
cosquillosa la piel del Estado?
Las reflexiones que Vitruvio ha dedicado al comienzo de su De
Architectura al origen de la construcción de casas muestran que ya
entre los primeros pensadores de la construcción se manifestaba
una conciencia de la dificultad de concebir el tránsito de las formas
de vida sin casa y sin paredes a aquellas caseras y entre paredes. Vi-
201
truvio afirma, audaz y plausiblemente, que el fuego salvaje estaría al
comienzo de las reuniones humanas y que la protección y conser
vación del fuego habría dado el impulso definitivo a la praxis ar
quitectónica de los seres humanos. En una especulación aventurada
sobre la protohistoria de la humanidad, el mentor de los arquitec
tos de la vieja Europa pone de relieve, en sucesión inmediata, el cui
dado de puntos de fuego, la aparición del lenguaje y la construcción
de chozas.
1. En los tiempos primitivos los seres humanos venían al mundo habi
tualmente en bosques, cuevas (speluncis) y florestas, como los animales sal
vajes [. . . ]. Durante ese tiempo, árboles que por su gran número crecían
muyjuntos, que fustigados de aquí para allá por la tormenta restregaban
unos contra otros sus ramas, ardieron un día, y la llama ardiente del fuego
asustó a quienes estaban cerca de ese lugar, razón por la cual huyeron. Pe
ro después, cuando la situación se había calmado, se acercaron más y, dán
dose cuenta de que el calor del fuego suponía una gran conveniencia (mag
na commoditas) para sus cuerpos, arrojaron leños dentro y lo mantuvieron
así, llamaron a otras gentes para que se acercaran y con un gesto les indi
caron qué provecho sacarían de ello. Cuando en esa reunión (congressu) de
seres humanos, al soplar (spiritu), unas veces de un modo y otras de otro,
pronto se produjeron sonidos (voces), por la costumbre diaria fueron com
poniéndose palabras poco a poco, tal como lo propiciaba la ocasión; dado
que estas gentes fueron nombrando cada vez más objetos al usarlos, co
menzaron finalmente a hablar por casualidad (fari fortuito coeperunt). 2.
Puesto que, como consecuencia del descubrimiento (inventio) del fuego, ha
bía surgido ya entre los seres humanos un encuentro, una asociación y una
convivencia(conventos, concilium, convictos)ysefueronjuntandomásseres
humanos en un lugar [. . . ], comenzaron en esa reunión (in eo coetu), unos a
construir cobertizos (teda) de ramas, otros a excavar cuevas al pie de los
montes; y algunos tomaron como modelo los nidos de las golondrinas y
construyeron asentamientos (loca) de barro y leña menuda para refugiarse
en ellos. Entonces observaron los cobertizos de los demás (aliena teda), aña
dieron innovaciones de propia cosecha y fueron creando día a día tipos me
jores de cabañas (meliora genera casarum) [. . . ]. 7. Y entonces comenzaron
[. . . ], mirando al futuro, a construir en lugar de cabañas casas bien cimen-
202
Teodoro de Bry, el pueblo indio fortificado
Pomeiock, según un apunte de 1585.
tadas (domosfundatas), que tenían paredes de ladrillos, o que estaban cons
truidas de piedra y madera y cubiertas con tejas100.
El punto álgido de la especulación de Vitruvio, obviamente, es
éste: la construcción sigue una fuerza centrípeta que produce, pri
mero, la reunión de los seres humanos, para despertar, después, en
los ya reunidos la necesidad de cobijo. En el corazón de las reunio
203
nes humanas actúa una comodidad o conveniencia, descubierta ca
sualmente pero convertida de inmediato en imprescindible, una
magna commoditas, que exige ser complementada por un segundo
confort: la casa. El fuego mima a los seres humanos y los hace de
pendientes del relax y la holganza: con ello la civilización puede co
menzar como historia de mimos* -y como lucha por el acceso a los
escasos medios de mimo-. Todos los demás pasos adelante, domés
ticos o ciudadanos, en el mimo y el relax se siguen del fuego hoga
reño como primera gran comodidad. El calor del fuego domestica
do reúne a los seres humanos en un lugar de encuentro como si
fuera en tomo a un foco ígneo. Se podrían continuar fácilmente las
ideas lacónicas de Vitruvio convirtiéndolas en una sociología del ho
gar, según la cual los primeros motivos de la formación de grupos
residirían en una comodidad doblemente irresistible: en la propia
irradiación de calor bienhechora y en las charlas agradables de los
seres humanos sobre ese agrado. Vitruvio subraya claramente el
punto que realmente importa: los primeros que disfrutan del calor
llaman a los más próximos y se comunican con ellos mediante ges
tos y palabras primitivas sobre las ventajas de la maravillosa fuerza
central recién descubierta.
Así pues, un socialismo térmico en el comienzo, una reunión ori
ginaria en tomo a un fuego cuidado, un círculo de seres humanos
en tomo a lo que más tarde (cuando lleguen las ollas y pucheros)
se llamará hogar o fogón; y con todo eso: la experiencia paradig
mática de que el calor de la irradiación se difunde regularmente
por todos lados en tomo al fuego central, de modo que los reuni
dos, mientras formen sólo un únicocírculo en tomo al fuego, no van
a tener necesidad de enfrentarse unos a otros a causa de la hermo
sa commoditas. Si la irradiación redunda en provecho de todos, eso
significa solidaridad inmediata. Si se acerca alguien, se le hace sitio
sin más en el único círculo. Si el círculo igualitario se hace tan gran
de que ya a nadie aprovecha, entonces desaparece el embrujo, y to-
En castellano no se puede transcribir la connivencia de las palabras Woh-
nung/Verwóhnung (vivienda, mimo), wohnen/verwóhnen (habitar/mimar), por su se
mejanza formal, a la que quizá quiera aludir aquí el autor. (TV. del T. )
204
Choza de fieltro, en Pallas, Noticias
históricas sobre los pueblos mongoles, 1776.
dos quedan iguales ante la fría desilusión. Pero si hay candidatos al
calor que deben colocarse detrás, entonces surge la sociedad térmi
ca de clases.
La construcción de cabañas, de la que habla Vitruvio, comienza
como segundo cobijo, con el que se complementa el primero: la ex
periencia del común poder-estar-contenidos en la generosa esfera
de calor101. Que este hogareño espacio interior de calor, a su vez,
implique también cualidades miméticas de útero se entiende de
por sí en tanto que el calor congregante introduce a los que están
cerca en una situación interior protectora. En consecuencia, la re
construcción arquitectónica de ese interior no sería más que la eje
cución material de un imperativo térmico-social de cobijo, ya efec
205
tivo. Solidaridad es participación en el mismo fuego; más tarde, es
también: reparto de la comida mientras aún está caliente; y final
mente: socialización de la carne cocida o asada en las grandes fies
tas de redistribución, religiosamente motivadas. Esto se corresponde
con la evidencia etnológica, casi universal, de que en las sociedades
tempranas el reparto de bienes presentes funcionaba como técnica
universal de seguridad frente a la necesidad y penuria (la desolida-
rización sólo aparece con las provisiones). Según Vitruvio, vale para
la sociedad en general lo que, de acuerdo con la concepción griega
y romana, vale para los edificios privados: que el hogar es anterior a
la casa, y que una casa significa, ante todo, una construcción en tor
no a un punto de fuego. En el hogar se cumple uno de los actos más
importantes del devenir ser humano, ya que es en él donde, con la
conexión entre receptáculo y fuego, se desarrolla la protoexperien-
cia de la alquimia alimentaria: el cocinar o guisar los alimentos. En
tomo al hogar forman una rima material los receptáculos de seres
humanos y los receptáculos de alimentos. En otro contexto hemos
mostrado por qué, además, la casa hubo de ser siempre una resi
dencia de espíritus próximos102.
La institución griega del prytaneum, que tenía que servir a la vez
de lugar de guarda del fuego de la ciudad y de centro de reunión
para convites políticos -para fiestas eucarísticas burguesas, en cier
to modo-, da testimonio de hasta qué punto el espacio público de
las ciudades de la antigua Europa hubo de ser proyectado según el
modelo del hogar. Incluso Aristóteles no dejó duda alguna de que
las comidas en común pertenecen a la buena vida de la ciudad (Po
lítica, 1329b-1339b-ss. ); en esos banquetes perviven, bsyo auspicios ur banos, las arcaicas fiestas de redistribución (de proteínas). Sólo en el hogar ciudadano, dedicado a la diosa Hestia, fue posible esceni ficar de modo sensiblemente convincente la conexión primaria, so lidarizante, de vida casera y vida estatal.
La materialización más impresionante de esas relaciones termo-
políticas fundamentales la encontramos, sin embargo, en la figura
del hogar estatal romano que significa elforum romanum: sin duda, el santuario de la diosa del hogar, Vesta, constituía para los roma nos el centro de su res publica. A través del fuego sagrado que se
206
guardaba en el templo de Vesta se aseguró la equivalencia, impres
cindible para los romanos, de casa e imperio. Quien deseaba suerte
para una debía desear prosperidad para el otro, y viceversa; custo
diar el fuego, siempre encendido, significaba inmediatamente cui
dar del alma del Estado. Sin la fuerza de reunión de la commoditas
sagrada, era imposible que se llevara a cabo en el corazón del espa
cio público el coetus político, la asamblea de los muchos en tomo al
centro común.
No en vano el ritual estatal romano colocó el templo de Vesta
geométrica y simbólicamente en el centro de la ciudad, del imperio
y del universo. La custodia del fuego era la función sagrada más im
portante en el sistema de celebraciones romanas en honor de los
dioses. Por eso llegó a convertirse en objeto de interés del Estado la
virginidad de las vestales, a las que estaba asignado el cuidado del
hogar estatal; la costumbre pública se preocupaba de que lasjóve
nes servidoras aristocráticas del fuego sagrado (cuyo número de
seis, según se dice, recuerda la fusión de seis estirpes nobles en la
ciudad originaria) vivieran en el forum romanum, en un decente cuar
tel inmediato al templo, protegidas de tentaciones comprometedo
ras. Las vestales intactas eran las garantes del aura de suprema inte
gridad, sin la que no se podía imaginar ni proteger la reunión de los
ciudadanos en tomo al centro sin mácula del hogar. Las sacerdotisas
de la vida hogareña divina tenían que estar dotadas de extraordina
rios privilegios salvíficos: si un reo condenado a muerte se cruzaba
con una vestal de camino a la ejecución, quedaba libre en el acto.
El milagro de inmunidad atestigua la irradiación totalizadora del
fuego primero. Dado que el imperio depende morfológicamente de
la casa y que, en general, la condición imperial ha de representarse
como continuación de la doméstica con otros medios, es impres
cindible que la fuente de calor de la casa, el hogar, atraviese tam
bién el mundo público entero, hasta sus fronteras, por muy lejos
que éstas queden. Del hogar estatal sale una irradiación cobijante
que, como un fuego político maternal, calienta todo el universo de
alcance romano. Con razón hizo notar Spengler: «A causa de un si-
nodismo gigantesco, el Imperio romano no es otra cosa que la últi
ma y mayor ciudad-república de la Antigüedad»103. El tema o moti-
207
Ruinas del templo
de Vesta en el Foro romano.
im t
vo del sinodismo, de la decisión por la convivencia, significa orien
tación a un fuego central vinculante. Él constituye la primera apro
ximación de la reflexión romana sobre el poder al principio de la
radiocracia104. Incluso cuando bajo Constantino el culto cristiano co
menzó a gozar de la protección pública del emperador, hubiera si
do inimaginable apagar el fuego eterno en el corazón del foro, aun
que fueran llamas paganas las que ardían en él, y sustituirlo por
velas conmemorativas cristianas.
Después de todo lo que hemos insinuado sobre la morfología
política del círculo, es casi una obviedad que el edificio que alojaba
el hogar estatal, la aedes Vestae, hubiera de ser un templo redondo.
El imaginario del imperio exige una inclusividad centralizante que
alcance hasta los límites animados más extremos; como si la técnica
calorífica fuera el centro de la política. En ella ya está contenida to
da la síntesis social: política focal, política de inclusión, política pro
tectora, política de inmunidad, política de forma. Habla en favor de
la conciencia dramatúrgica y cosmológica de los romanos el hecho
de que una vez al año apagaran el hogar estatal durante una noche,
para volver a encenderlo festivamente el día de Año Nuevo. Esta
pausa calorífica religioso-política les permitía experimentar cómo el
imperio y el universo mantenían el aliento en una crisis regenerati
va, cultualmente dominada. Mientras existieran tales regeneracio
nes no desaparecería el imperio.
Por eso es más significativo aún el momento en el que se apagó
definitivamente el fuego sagrado de los romanos: este suceso ini
maginable por antonomasia para los mayores se produjo con las se
cuelas de la rebelión conservadora de Flavio Eugenio, que, tras la
elevación del cristianismo a religión única del imperio y tras la
prohibición de los cultos paganos, se había sublevado en el año 391
contra los dictados bizantinos. Tras su victoria sobre Eugenio en el
año 394, Teodosio I creyó tener motivos para proceder contra los
vestigios del paganismo con una dureza que hasta entonces parecía
imposible, y ordenó la extinción del fuego estatal. Sólo entonces
quedó claro ante todos los ojos lo que significaba político-religiosa
mente la traslación del poder central romano al Este. Aunque la
destrucción simbólica de la vieja Roma por la extinción del hogar
209
Pueblo redondo de los kraho, Brasil central.
estatal sólo fue posible porque el imperio, sobre todo en su nueva
central, la segunda Roma, había encontrado en la religión de Cris
to otro principio de integración y un símbolo alternativo de la sín
tesis social. La luxperpetuacristiana, en efecto, se reveló durante más
de un milenio eminentemente apropiada para sustituir al antiguo
fuego sagrado romano.
Desde este trasfondo hay que entender por qué el nuevo culto
a César, teológicamente arriesgado, que fue lanzado poco después
del asesinato del dictador por algunas facciones del Senado y por
un movimiento «popular» encabezado por Octaviano, en ninguna
otra parte podía establecerse mejor que en el lugar más promi
nente del Foro romano, y por qué, por ello, el templo de César -un
centro cultural de teología imperial de la época imperial- se erigió
inmediatamente enfrente del viejo y venerable templo de Vesta.
Sin cercanía al feu sacréel asunto cesárico no podía desarrollar fuer
za alguna de irradiación. A causa de su función, la diosa del hogar
estatal, Vesta, también era solidaria de los espíritus de las casas pri
vadas, los penates, que, como dioses de las provisiones o de la des
pensa (fjenus), habían de cumplir las funciones de protección sobre
un ámbito de la vida, estrechamente familiar; se les veneraba por
regla general en los puntos de fuego domésticos105. La genialidad
político-religiosa del culto de Vesta puede palparse con las manos:
210
al aliar la fuente de calor, que alcanza para todos, con los espíritus
de las provisiones, que no alcanzan para todos, se consigue poner
un dique, al menos a nivel imaginario, a los efectos necesariamen
te desolidarizantes del pensamiento aprovisionador de la econo
mía doméstica. Sobre el resto han de tender un puente las admi
nistraciones públicas.
Pero, dado que la res publica vale a la vez como casa común del
pueblo romano, los dioses penates colectivos, di penates populi roma
né han de ser covenerados como espíritus protectores de todos los
ciudadanos romanos en el hogar estatal del templo de Vesta. De este
modo, el hogar estatal, que irradia calor, y los espíritus, animadores
de espacio, de las casas individuales reúnen sus potencias confor-
madoras de esferas con el fin de instituir un punto central domi
nante, tanto en lo grande como en lo pequeño.
Que entre los romanos de la época imperial toda política cultu
ral fuera, efectivamente, la exaltación del animismo doméstico con
medios públicos se muestra, no en último término, en el hecho de
que, desde Augusto, los altares de los lares o de los espíritus pro
tectores en los cruces de caminos (compita) fueran utilizados al mis
mo tiempo para el culto al genio del emperador. En la base de esta
idea de culto está la representación de que los espíritus de la casa
acompañan a sus protegidos, más allá de las propias paredes, hasta
las calles y cruces, e incluso por todo el círculo terráqueo habitado,
que, desde ahora, no anima y asegura otro que el propio César. Así
consiguió el cesarismo comunicarse con el imaginario doméstico de
cualquier individuo romano. El culto romano al emperador antici
pa la psicopolítica cristiana posterior; también ésta quería que para
el Dios que había hecho el cielo y la tierra resultara fácil seguir a to
da alma individual tanto en su tranquilo aposento como al viaje más
largo. El secreto del éxito del monoteísmo (y del sumoteísmo, que
colaboraba estrechamente con él) queda así claro: quien quiera go
bernar tiene que ampliar la casa al cosmos y describir el universo co
mo casa residencial. Eso es lo que desde los días del viejo estoicismo
tienen en común los poderosos y los sabios: que aprendieron a com
portarse como si pudieran estar en casa en todas partes, o, al menos,
traer el mundo a casa, a la Roma eterna.
211
Pueblo redondo
camerunés contemporáneo.
Las insinuaciones de Vitruvio sobre el nacimiento de la sociedad
a partir de la reunión en tomo al fuego no permiten entenderse só
lo como observaciones sobre el camino particular romano al gran
Estado, mínimamente solidario. Suponen una intuición válida de la
esencia de los motivos prearquitectónicos de la reunión humana y
de su proyección en las formas construidas. Pero también cuando
falta una relación explícita a una fuente de calor las sociedades pue
den encontrar su cohesión formal por medio de una centralización
cúltica. Claude Lévi-Strauss, en el ejemplo de los bororos brasileños,
212
ha llamado la atención sobre el poder identificador de las formas re
dondas de construcción de pueblos. Los bororos, una tribu de abo
rígenes matrilineal en las zonas llanas cenagosas y boscosas del pan
tanal, vivían en asentamientos con forma de rueda de carro, en cuyo
centro se encontraba la gran casa de los hombres; en ella permane
cían los miembros varones adultos de la tribu, ocupando la mayor
parte de su tiempo en fumar, charlar, dormir, adornarse con plu
mas, recitar cantos sagrados y fabricar instrumentos sacros. A las
mujeres les estaba prohibido terminantemente el acceso a la caba
ña de los hombres, y a las muchachas que se les ocurría acercarse
demasiado a la casa podía fácilmente sucederles que fueran captu
radas y violadas por todo el grupo.
Los misioneros, que intentaron durante mucho tiempo, en va
no, convertir a los bororos, se dieron cuenta de que en esas socie
dades rurales primitivas se ocultaba un secreto morfológico. Con
el tiempo, los monjes salesianos, que habían sido encargados de la
evangelización de los indígenas brasileños, descubrieron una co
nexión entre las instalaciones del pueblo y la resistencia psicológi
ca de los indios a los influjos externos. Las formas redondas de los
pueblos eran, por decirlo así, los sistemas de inmunidad de esa cul
tura, y mientras los bororos pudieron mantener sus formas tradi
cionales de asentamiento, consiguieron protegerse de la sugestión
de los sacerdotes europeos. Sólo después de que se les obligara a
asentarse en pueblos largos se rompió su escudo inmunizante y se
abrieron al influjo cristiano106. Independientemente de la pregun
ta de si la cristianizáción de los indios se considera una necesidad
civilizatoria o una injusticia imperialista, el fenómeno descrito
puede entenderse como un experimento sociológico, en el que se
pusieron a prueba las propiedades inmunizantes de una forma
centrada de asentamiento y significación del mundo. El resultado
del ensayo parece confirmar la suposición de los misioneros de
que la forma redonda del poblado contenía para sus habitantes la
información central sobre su identidad. En nuestra terminología:
la forma redonda del pueblo actualiza el autocobijo colectivo tras
una pared morfológica. La destrucción de esa estructura de inte
gridad basal endógena volvió receptivos a los indios frente a la
213
Reconstrucción del pueblo chino
Banpo, de los primeros tiempos de la cultura
Yang-shao (4800-3600 a. C. )
oferta de una potencia salvífica diferente, anunciada por sacerdo
tes extranjeros. Si el círculo ya no salva, quizá salve el Cristo anun
ciado107.
Parecidas formas redondas de asentamiento, entre otras mu
chas, se han encontrado en los pueblos indios de Florida: en torno
a una larga cabaña central se reparte un tropel de chozas redondas
colocadas en círculo; la endosfera entera del pueblo está encerrada,
a su vez, en un anillo-empalizada de troncos, que muestra sólo en
un lugar una abertura semejante a un corredor. La existencia en
pueblos así hubo de asemejarse a un ejercicio permanente de orien
tación y centralización.
Formas análogas de construcción en América, África, la antigua
Europa y el Oriente Próximo muestran que en la edificación de
pueblos redondos y cabañas redondas actúan ideas elementales
que aparecen espontáneamente y por doquier. En estratos muy
tempranos de la vieja ciudad palestina de Jericó se descubrieron
restos de casas redondas primitivas. En San Giovenale, cerca de Ro
ma, o en la isla eolia Filicudi, por ejemplo, se encuentran aglome
raciones aldeanas de pequeñas cabañas ovales muyjuntas108. Se co-
214
Joseph-Frangois Lafitau, ceremonia
de duelo, ante una tumba redonda,
entre los indios norteamericanos, 1753.
nocen pueblos circulares del Camerún de hoy, cuyo cerco extremo
está formado por chozas redondas, más grandes o más pequeñas,
unas de hombres y otras de mujeres. También en esas construccio
nes aparece una doble realización de la producción esférica de es
pacio. Todo ello, con independencia de sus representaciones espe
cíficamente religiosas, animaría a considerar animistas geométricos
a los habitantes de tales asentamientos. Ciertamente, las cualidades
animistas provienen menos de la estructura geométrica de las for-
215
Ga^ade mujeie* en Ghana.
mas de construcción como tales que del imperativo esferológico al
que obedecen, sin excepción, las estructuras originarias de grupo.
Las artes de la vida de las unidades humanas primarias remiten
todas a la necesidad de conformar el grupo como el receptáculo au
tógeno en el que el contenido se contenga a sí mismo. El fenóme
no solidaridad, como reunión originaria en torno a un beneficio
microclimático que sólo puede experimentarse desde dentro, man
tiene hasta el final su secreto morfológico.
Giacomo Leopardi, en su diálogo Copémico, ha puesto de mani
fiesto que esto, sin embargo, no sólo afecta a las pequeñas unidades
focales, sino a la humanidad en general en tanto está unida en un
216
George Rodger, primera reunión
del Partido Nacional, Nápoles 1943, en Magnum Opus.
latente socialismo solar. El poeta remonta el giro copemicano a una
decisión del sol de retirarse, en vez de girar en torno a un arrogan
te grano de arena llamado Tierra. Con la parada del sol se transfor
man radicalmente las relaciones de solidaridad entre los mortales,
puesto que, ahora más que nunca, éstos tienen que concienciarse
de que estarían condenados a la muerte por frío si no consiguen en
el nuevo régimen un acceso a los excedentes que ha de ofrecer el
sol. El sol, por su parte, no disimula en absoluto que no es huma
nista alguno:
¿Qué me importa eso? ¿Soy la nodriza del género humano o quizá su
cocinero, que ha de prepararle o calentarle la comida? Y ¿qué más me da
que un ridículo montón de criaturas invisibles, millones de millas lejos de
mí, no puedan hacer frente al frío sin ver mi luz? Y, finalmente, si he de ser
vir, en cierto modo, de estufa y hogar a la familia humana, estaría bien que
la familia, en tanto quiera calentarse, venga al hogar y no que el hogar se
217
mueva en tomo a la casa. Si la Tierra, pues, me necesita, que se ponga en
marcha y mire a ver cómo logra atraparme109.
Con ello, se propone a los seres humanos la tarea de preocupar
se ellos mismos de su lugar en el sol. ¿Quién podría negar que en
todas las políticas de la Modernidad se manifiesta la dificultad de
reunir a la humanidad, como familia solar supemumerosa, en tor
no a ese hogar excéntrico?
218
Capítulo 3
Arcas, murallas de ciudad,
fronteras del mundo, sistemas de inmunidad
Para una ontología del espacio cercado
La ciudad es la repetición de la caverna con otros medios.
Hans Blumenberg, Salidas de la caverna
Que la forma que permite a los seres humanos estar entre ellos
conjunta e «interiormente», no sólo en un vago sentido metafórico
aporte inmunidad y cobijo, sino que también desde el punto de vis
ta técnico pueda ser la condición tanto de su salvación como de su
supervivencia: éste es el sentido morfoevangélico de las narraciones
bíblicas y extrabíblicas del diluvio universal y de las fantasías del «ar
ca» que van unidas a ellas. El concepto de arca -del latín arca,, caja;
compárese con arcanus, oculto, secreto- manifiesta la idea de espa
cio esferológicamente más radical que los seres humanos fueron ca
paces de concebir en el umbral de la gran cultura, a saber: que el
mundo interior artificial, impermeabilizado, puede llegar a conver
tirse para sus habitantes, bajo determinadas circunstancias, en el
único medio ambiente posible. Con ello se introduce en el mundo
un proyecto novedoso: la idea de autocobijo y autoencierro de un
grupo frente a un mundo externo que ha devenido imposible.
El arca es la casa autónoma, absoluta, libre de contexto, el edifi
cio sin vecindad; en ella se encarna ejemplarmente la negación del
mundo-entorno por una configuración artificial. Depara al esque
ma espacial surreal «receptáculo autógeno» su primera realización
técnica, aunque sólo se tratara de una técnica del imaginario. El
episodio del Antiguo Testamento del Arca de Noé manifiesta cómo
la construcción de una casa puede llevar a la salvación frente a una
desgracia acuosa. Dado que la casa absoluta, en caso de ser cons-
truible, habría de ser un edificio flotante, tendría que disolver la
atadura de la casa con respecto al suelo y a la vecindad. Un edificio
219
sólo puede ser absoluto cuando se descontextualiza completamen
te y no está apegado ni a paisajes ni a edificaciones adyacentes; ha
bría de poseer sólo el suelo que supone él mismo: no tendría sóta
no, sino quilla, no tendría cimientos, sino sistema de navegación.
(Llama la atención que el arca bíblica, la nave paradigmática de la
historia de la humanidad y de las catástrofes naturales, careciera, al
parecer, de timón, como si las naves que ha ordenado construir
Dios no necesitaran puente de mando; según eso, el Arca de Noé no
sería una nave, sino una balsa sobredimensionada.
)
Leída bajo este aspecto, la narración bíblica del Arca de Noé
transmite el primer experimento de desfundamentación. A su ma
nera, este experimento resultaría insuperable si no fuera por el he
cho de que numerosas culturas extrabíblicas, extraeuropeas, cono
cen asimismo la alianza temática de diluvio y endosferas que flotan
con éxito. La idea de que puede desaparecer el suelo exterior y pue
de sustituírselo por el suelo propio de un mundo interior flotante
ha sido expresada por el género humano en diversidad de formas
mitológicas. Es evidente que la idea de la descimentación y de la re
posición del cimiento en el endo-fundamento es tan vieja como el
diluvio, que representa la huella mnémica común más importante
en las culturas de la humanidad. Con la construcción del arca co
menzó el constructivismo. (Edmund Husserl, obviamente, «puso en
tre paréntesis» al estilo fenomenológico la posibilidad de diluvios,
incluso la navegación regular, cuando formuló su teorema tardío de
la fijación al suelo terráqueo de la actitud natural en el mundo de
la vida como «proto-arché». ) El descubrimiento de la posibilidad
de retirarse a un interior impermeable no es un privilegio europeo.
Como un ejemplo entre muchos citaremos un mito del surgimien
to del mundo, que estaba muy extendido entre los pueblos del gol
fo de Tongking:
Los primeros seres humanos eran seres muy imperfectos. Al correr te
nían los talones vueltos hacia delante y estaban, por lo demás, mal confor
mados. No sabían utilizar el fuego, vivían en cuevas, se alimentaban de
plantas y carne, y se mezclaban unos con otros sin reglamentación alguna.
Pan-ku se apiadó de su mísera situación y pidió al cielo que los aniqui
220
lara. Por mediación de una golondrina Dios le envió una semilla, que Pan-
ku plantó. La planta que surgió de ella produjo el fruto de una calabaza tan
grande como una casa. Apenas se introdujo en ella Pan-ku con su herma
na, durante tres días y tres noches se desencadenó el diluvio, por el que fue
ron aniquilados todos los seres humanos, animales y plantas. Las aguas, que
estaban calientes, volvieron a descender, y la calabaza se posó sobre el mon
te Run-lun. Ya que no pudieron encontrar ningún ser humano en toda la
tierra, superaron sus escrúpulos y se casaron. Después de tres meses la her
mana dio a luz una masa de carne sanguinolenta, que Pan-ku quería partir
en 360 trozos. Pero se confundió al hacerlo y fueron sólo 359. Por eso el úl
timo trozo fue sustituido por una hoja que estaba pegada en la masa de car
ne. De todo ello surgieron seres humanos, los antepasados de las familias
que pueblan la tierra1,0.
En esta narración la calabaza adopta la función de la casa abso luta, aunque con el típico acento de las imágenes de mundo prepa triarcales y pretécnicas, por el cual el interior asentado en y para sí mismo se representa todavía más como planta que como artefacto. El arca-calabaza del sur de China es una clara metamorfosis vegetal del seno materno. La inagotable provocación del mito bíblico del arca, por el contrario, consiste en que por primera vez saca total mente la endosfera de la vieja naturaleza y la presenta como un constructo completamente artificial. El Arca de Noé es ya un útero mecánico, en el que la vida se afirma frente a un mundo-entorno nada maternal. Se podría ver aquí un indicio de que solamente el
judío, único entre los antiguos pueblos, aprendió no sólo moral mente sino sobre todo filosófico-natural, teológica, etnocéntrica- mente del suceso del diluvio (del que tuvo conocimiento, a más tar dar, por sus opresores babilonios, en el siglo VI a. C. ): tras el diluvio, efectivamente, la naturaleza ya no puede valer, sin reparos, como buena madre universal, ni como cielo ni como tierra. La referencia a la inundación del diluvio sirve como cifra del hecho de que no es la naturaleza la que se cuida de todo con relación al ser humano, si no que los seres humanos están condenados a cuidarse en adelante de sí mismos, con la ayuda de Dios. Con ello comienza la historia co mo tiempo tecnológico; el tiempo propio del ser humano no hay
221
que contarlo desde la creación, sino «a partir del retroceso de las aguas».
Con la construcción del arca se cumple claramente la ruptura con el ilusionismo matrístico. Por su causa, el ser humano que sa cara las últimas consecuencias de ese mito se enfrentaría con ma durez ontológica, o como un adulto ontológico, a la naturaleza. En la casa flotante ya no cobija al ser humano, ni siquiera aparente mente, la naturaleza. Más bien es el ser humano quien ha de invitar a su receptáculo salvador a las naturalezas animales para que sobre vivan. En parejas capaces de reproducción, el Arca de Noé da cobi
jo a la plétora del mundo animal, que, tras la destrucción de la na turaleza por la naturaleza, comenzará una segunda cadena de la vida.
Haz que salgan también los animales de toda clase que están contigo:
aves, ganado y reptiles terrestres; que llenen la tierra, crezcan y se multipli
quen sobre ella (Génesis 8, 17)*.
La caja asentada en y para sí misma, el arca, refleja una relación con la naturaleza, según la cual ésta ya no puede comprenderse co mo matrix aproblemática de la vida humana, animal y vegetal. Des pués del diluvio la naturaleza ya sólo le viene dada al ser humano como segunda naturaleza y segundo dato, y la forma de la misma habrá de ser otra que la de la inclusión y custodia acostumbradas del ser humano en conceptos de inmanencia maternal. Tras la cri sis, aniquiladora de todos los continuos, la fiabilidad de la naturale za se coloca sobre un fundamento nuevo, contractual, mediante un acuerdo entre Dios y el ser viviente: una convención sobre la futura exclusión de lo peor:
11. «Esta es mi alianza con vosotros: ninguna carne volverá a ser exter
minada por las aguas del diluvio, ni volverá a haber diluvio que arrase la tie
*Citamos, en esta ocasión y en cualesquiera otras de este libro, por la traducción
de la Casa de la Biblia, Madrid, editada por el Círculo de Lectores con licencia de
Ediciones Giner, Barcelona 1972. (TV. del T. )
222
rra» [. . . ] 12. Yañadió Dios: «Ésta es la señal de la alianza que establezco, por
todas las generaciones futuras, entre mí y vosotros, y todos los seres vivos
que hay con vosotros». 13. «Pongo mi arco iris en las nubes: ésa será la se
ñal de la alianza entre mí y la tierra» (Génesis 9).
Esto puede leerse también como un aviso de despedida: el dere cho de residencia del ser humano en la concesión originaria de la existencia natural se ha perdido para siempre y debe asentarse so bre una base nueva, formal; todo lo que era naturaleza aparece en adelante bajo un signo ético revolucionario, cuya formajurídico-re- ligiosa es la alianza entre Dios y el género humano posterior a Noé. En esa idea de alianza puede reconocerse que incluso la naturaleza aparentemente dada en la evidencia de una visita preliminar sólo ha sido dada realmente como una promesa y no como un mundo pri mitivo autónomo o una matrix autónoma de los procesos vitales. La alianza hecha con Noé constituye la primera versión de un contrat natureln\ es decir, de la inclusión de lo natural en una esferajurí dica humano-divina; sin contrato de exclusión del diluvio no hay monoteísmo alguno112.
La alianza descubre el motivo formal de por qué el principio ar ca ha de perdurar aún después de la salida de Noé junto con su fa milia y el mundo animal del vehículo físico. El arca no es tanto una estructura material cuanto una forma simbólica de cobijo de la vida rescatada, un receptáculo de esperanza. Por eso es una necedad ar queológica buscar en las laderas del monte Ararat o en cualquier otra parte los restos del arca real de Noé: como si un principio for mal se pudiera recoger con una pala. Quien quiera encontrar el ar ca tiene que saber leer; hay que darse cuenta de cómo los pueblos reinterpretan sus catástrofes transformándolas en pruebas y de có mo los teólogos envuelven las suyas en ritos e historias. Traducido con cierta libertad, las arcas son flotadores autopoiéticos, autoim- permeabilizantes, en los cuales los aliado? enfrentados a entornos inhabitables aprovechan su privilegio de inmunidad. La narración del destino posdiluviano de Israel se convierte en la novela de los viajes del arca monoteísta a través de las vicisitudes de los tiempos. Trata imperturbablemente de la relación triangular, celeste-infer-
223
El Arca de Noé,
miniatura del siglo XIV, Flandes.
nal, entre Yahvé, Israel y los demás. Se desarrolla como la gran na
rrativa de las siniestras aventuras del pueblo elegido en su camino a
través de una era en la que los imperios siempre son los de los de
más. En esa era, serjudío significa sufrir bajo imperios, merodear
entre imperios o buscar la protección de imperios, sin poder ni
querer nunca erigir un imperio propio, de igual condición. El arca
de madera de Noé, ampliada mediante la primera alianza que corro
bora el arco iris, puede haber ido a parar tras el diluvio a cualquier
parte, de haber existido, y puede haber sido abandonada después
224
por su tripulación, como un instrumento que ya no se necesita; pe
ro como idea formal etnopoiética, como principio de inmunidad,
fruto de una alianza teológica, el arca nunca abandonó eljudaismo.
Salir de a bordo de una embarcación de salvamento así sería equi
valente a la autodestrucción.
El vehículo de Noé tiene, pues, que seguir su viaje de salvación:
primero como arca de Abrahán, para la que se estableció una alian
za electiva entre Dios y los pueblos circuncisos; en la época posterior
a Egipto reinicia su camino como arca de Moisés, ahora exclusiva
mente tripulada por el pueblo del éxodo, Israel, que había abando
nado la camaradería con los demás pueblos y flotaba a través de los
tiempos en el velo imaginario de su conciencia de pueblo elegido:
a bordo de esa arca se habían convertido en signos determinantes
de alianza, además de la circuncisión, la rigurosa observación del
shabat y de la Ley. Tras la crisis apocalíptica del judaismo se re
construyó como arca de Cristo, y como tal se entendió a sí misma la
antigua Iglesia católica: reconocible ante el mundo por la hostia y la
cruz. Con esa nueva armadura eclesial la nave de Dios, embriagada
de entusiasmo, pareció iniciar un viaje triunfal como segunda for
ma de potencia mundial, por decirlo así, al lado del monstruo im
perial, apenas domesticable todavía. Por lo que respecta a la comu
nidad judía, recopiló sus astillas en una caja talmúdica o en un
arca-escritura, de cuya excelencia uno se hace idea en cuanto repa
ra en que ha perdurado durante casi dos mil años en la confianza
de que no existe nada fuera del texto y de su comentario hasta el in
finito.
En todas estas versiones se impone con éxito el motivo de la ca
sa absoluta -se podría decir también: del texto, que es su propio
pretexto y contexto—frente a «milieus» diferentes en cada caso y
siempre diferentemente adversos. En la medida en que se consiga
contar la historia del mundo como informe sobre un visye singular,
caótico y, sin embargo, continuado del arca, ésta se puede presen
tar como historia de salvación e historia de perdición de un pueblo
singular, tanto expuesto al peligro como protegido. Por ello, la teo
logía de la historia de ese recorte en ella ha de desembocar en teolo
gía de la supervivencia, o dicho con mayor dureza: en teología de la
225
San Pedro pilota la nave de la Iglesia.
Miniatura lombarda, ca. 1480.
Boat People, prófugos vietnamitas
en el Mar de la China, 1975.
selección. Desde la época de la primera parte del libro de Isaías el
nombre judío de Dios es título del privilegio de majestad de pre
sentarse, sin justificación alguna, ante los suyos como Salvador y an
te los demás como Terminator. Consecuentemente, las teologías de
la alianza, es decir, los discursos de fundamentación a bordo del ar
ca, es difícil que puedan tener como tema algo diferente que la pu
ra supervivencia. Cuando los teólogos hablan de «ley» se trata de
instrucciones para la supervivenciajunto a Dios: prescripciones de
comportamiento en la caja de salvación Escritura-e-Iglesia. Y, efecti
vamente, en entornos no-favorables la supervivencia sólo puede
ejercitarse en ayas autocontextualizantes. Las arcas sólo se produ
cen y navegan con éxito cuando el supremo principio de alianza, el
polo absoluto, también viaja a bordo.
Pero tampoco los suyos son capaces nunca de esclarecer plena
mente con razones por qué precisamente el Dios único13va en es
te caso a bordo. Los arcanos de Dios son impenetrables, en princi
227
pió, y lo siguen siendo hasta el final; cierto es sólo que los designios
de Dios se manifiestan en sus arcas-milagros en cada caso y en las co
rrespondientes alianzas. Con cada uno de esos milagros, con cada
alianza, Dios repite y renueva su ayuda para rescatar a los suyos de
las aguas. Secreta por principio en esto es la selectividad divina, que,
según reglas inescrutables, elige a unos y pasa por alto a los otros.
Ese mysterium iniquitatis interviene en todos los periplos de arcas;
pues todo autocobijo en una forma fuerte, es decir, toda instalación
de una comunidad en una envoltura cerrada endógenamente -o di
cho al modo del Génesis (6, 14): calafateada con pez por dentro y
por fuera-, no sólo afirma absolutamente la pared de a bordo y nie
ga ya la validez de cualquier exterior real, sino que tampoco disi
mula la situación de que sólo encontrará salvación quien haya po
dido conseguir uno de los pocos billetes de embarque para el
vehículo elegido. En todos los fantasmas-arca se afirma como una
imperiosidad sagrada la selección de los pocos; muchos son los lla
mados, pocos los que se embarcan.
Para quienes resulta una necesidad moral y lógica imaginarse los
caminos de salvación universalistamente, esto se manifiesta como
una restricción difícilmente soportable, que tiene que ser remedia
da por reformulaciones inclusivistas del Evangelio; intereses de Igle
sia obligan. Pero parece que es una ley de juegos de lenguaje uni
versalistas que, en sistemas de inclusión universal, el exclusivismo
sólo pueda ser superado por negación o, si ésta falla, mediante ri
tuales contestatarios; por eso, con el universalismo crece la coacción
a la hipocresía y a la demanda irresponsable: una regla, cuyo caso
de aplicación más importante lo representa la religión cristiana,
junto con su secuela de mentalidades salvíficas halagüeñas. La pro
pia nave del Dios único, además de que no había de llenarse, sólo
tenía un número de plazas limitado: muchas menos que seres hu
manos salvables.
No obstante: el arca cristiana viajó a todas partes haciendo pro-
selitismo a través de las épocas, transida por su misión inclusivista;
no ceja en dirigirse a la humanidad como si quisiera recoger a bor
do a todos los náufragos de todos los siglos y de todas las regiones
del mundo. Pero sólo porque la mayoría no pueden o no quieren
228
El Arca de Noé sobre el Ararat
como máquina de fuegos artificiales;
decorado festivo romano para la celebración
triunfal de Inocencio X, 1664.
aceptar la invitación a ser rescatados sigue habiendo sitio para re
cién llegados en la nave que promete salvación en cualquier rumbo.
Sólo si no entran todos, entran todos; pero si entran todos, no en
tran todos. (Un viejísimo chiste de curas, la primera aproximación
de la teoría de sistemas a la teoría de conjuntos. ) Con su exclusivis
mo, adornado universalistamente, el arca de los rescatados -como
embarcación de las especies, como pueblo elegido y como ecclesia-
representa a la vez el primer modelo de eso que hoy se llama una
subcultura diferenciada. La Iglesia cristiana primitiva fue el ensemble
supraétnico prototípico, cuya demanda de inclusividad general se
abrió paso, a la vez, como exclusivismo implacable: la historia de la
Iglesia, con sus peleas despiadadas en tomo a la formulación del
dogma, ofrece un espectáculo cuajado de paradojas sistémicas. Só
lo la sociedad moderna llegó a generalizar y normalizar esas para
dojas. Las diversas subculturas de los sistemas sociales modernos -se
trate de organizaciones o de esferas privadas- conforman flotas va
riopintas de arcas de todo orden de magnitud, que navegan auto-
rreferentemente en la inundación, que ya no mengua, de la com
plejidad del mundo-entorno. Pero hoy ya no se envían palomas
desde la escena propia para que, con una rama verde en el pico, se
ñalen que las cosas vuelven a ser sencillas ahí fuera. La posmoder
nidad ha abandonado el sueño de aterrizar tras la inundación. La
inundación es ahora la tierra firme. Donde ya sólo hay casas abso
lutas, cada una en su propia corriente, se ha hecho imposible el re
tomo a lo que un día se llamó tierra firme14.
Aunque el concepto de arca siga siendo el modelo más sugestivo
de la renuncia humana a la aparente primacía del mundo-entorno
y la metáfora más concluyente del autocobijo de un grupo en su
propia cápsula, radicalmente artificial, no es el arca, sino la ciudad,
la que se ha convertido en el prototipo de gestos de autonomía
constructivistas. La ciudad es, en cierto modo, el arca que ha aterri
zado: representa una embarcación de supervivencia, que ya no bus
ca su suerte en corrientes libres sobre aguas catastróficas, sino que
se amarra obstinadamente a la superficie terrestre15. Se podrían de
finir las ciudades como conformaciones de compromiso entre el
230
surrealismo de la autorreferencia que flota libremente y el pragma
tismo de la fijación al suelo. Por la fusión de esos dos motivos opues
tos, las ciudades y los Estados desarrollaron su improbabilidad
triunfal; por su ensamblaje fructífero en una maquinaria de fuerza
morfológica consiguieron su poder hacedor de historia. Cobijarse
en concentraciones mágicas tras muros propios como sobre un bar
co ebrio de obstinación, y satisfacer, a la vez, el imperativo territo
rial y sacar fuerza de los templos, muros, depósitos: en esta fórmula
espacial se oculta el secreto esferológico del éxito de la forma ar
quitectónica histórico-universal «ciudad». La ciudad antigua tiene
que concentrarse hacia dentro como un arca de Dios, que señala a
los suyos con el signo de la preferencia; hacia fuera, ha de afirmar
se mediante murallas triunfales y torres dominantes, para desvane
cer cualquier duda respecto a su derecho de estar instalada donde
está y de extender su influjo en la distancia desde este lugar emi
nente. Cuando se satisface la fórmula
cluyentes las tesis de Oswald Spengler
cultura ciudadana y de la gran cultura:
Es un hecho completamente decisivo y
portancia el que todas las grandes culturas
de las esferas resultan con
sobre la convergencia de la
nunca apreciado en toda su im
sean culturas de ciudad. El ser
humano superior de la segunda era [es decir, en la serie de las grandes cul
turas, P. SI. ] es un animalconstructordeciudades. Este es el auténtico criterio
de la «historia universal» que se desprende con toda claridad de la historia
humana en general: lahistoriauniversaleslahistoriadelserhumanodedudad.
Pueblos, Estados, política y religión, todas las artes, todas las ciencias des
cansan sobre unprotofenómeno de la existencia humana: la ciudad. Dado
que todos los pensadores de todas las culturas viven en ciudades -aunque
físicamente se encuentren en el campo- no saben en absoluto qué cosa tan
extraña es la ciudad. Hemos de colocamos plenamente en el asombro de
un ser humano primitivo que en medio del campo divisa por primera vez
esa masa de piedra y madera, con sus calles rodeadas de piedras y sus pla
zas llenas de piedras, un habitáculo de forma extraña1,6.
La invitación de Spengler a los pensadores para que contemplen
el extraño habitáculo como por primera vez implica el requeri
231
miento a la inteligencia para que se coloque en un lugar fuera del
bienestar, comodidad y mimo ciudadanos. Justamente eso es lo que
han descuidado hacer casi por completo hasta ahora los urbanistas
e historiadores de las ciudades, obnubilados por las costumbres ur
banas y por el confort civilizador de su objeto. Lo que las ciudades
son y pretenden originariamente sólo puede entenderse, según
Spengler, si los urbanitas par exceüence, los filósofos, se colocan fue
ra de los muros y meditan el fenómeno de la ciudad como si no par
ticipasen en absoluto de su poder cobijante y de su seducción. Así
pues, pensar la ciudad significa en primer lugar: hacer abstracción
del mimo y confort de ésta y sustraerse al deslumbramiento que pro
ducen sus autointerpretaciones. Precisamente porque la poderosa
ciudad es siempre una forma de organización de la pérdida de rea
lidad o de la pérdida de la capacidad de disposición sobre materiales
y signos, los habitantes de ciudad, que no quieren ser sino habitan
tes de ciudad, no pueden entender
de su propia posibilidad y realidad.
Un historiador de las formas de
ple la ciudad como un fenómeno
bría de ser un fenomenólogo que
suficientemente las condiciones
tipo spengleriano, que contem
básicamente sorprendente, ha
cargara desde fuera con la an-
232
Hans H ollein, Portaaviones en el paisaje, 1964,
MoMA, Nueva York.
gustia inspirada de un pensador: Spengler es, en esto, el predecesor
inmediato de historiadores de estructuras revolucionarios como
Foucault, Deleuze y Guattari. Cuando Spengler propone volverse a
situar en el asombro del ser humano primitivo, que ve elevarse en
el horizonte ese inconcebible habitáculo gigantesco con sus mura
llas y torres, sigue la intuición de que la verdad sobre todo lo que
aparece en el espacio exterior sólo puede ser experimentada por
una angustia espacial iniciática. Esa angustia tiende el puente entre
el mundo arcaico y la Modernidad porque testimonia el excedente,
no absorbióle en ninguna época, del éxtasis que produce la sensa-
233
ción de seguridad y cobijo. Cuando ese excedente se hace fructífe
ro para la teoría queda abierto el campo del pensamiento genuina-
mente moderno. En la medida en que Spengler piensa desde ese
excedente o desde ese éxtasis -se podría decir también, más lisa y
llanamente: desde esa inseguridad-, su pertenencia a la aventura
del pensamiento esencialmente contemporáneo resulta indiscuti
ble. La potencia visual que manifiesta en su fenomenología de las
culturas proviene de la experiencia del existir que ha devenido in
seguro en un mundo sobredimensionado, ya no transfigurable como
patria en cuanto todo. La morfología spengleriana de la historia
universal tiene su momento filosófico en una teoría de la angustia
espacial creadora, que brinda a los seres humanos de las grandes
culturas una revelación de la tercera dimensión como «profundi
dad», es decir, como espacio de procedencia de lo inevitable117. El
frío morfólogo y su sombra, que quiere asemejarse al ser humano
primitivo sobresaltado, han de aunarse en un asombro, que en rea
lidad es un no-poder-creer-del-todo, un estremecimiento. ¿Qué se
ría, efectivamente, una ciudad del tipo de las metrópolis-Dios-rey
mesopotámicas, contemplada con los ojos de un ser humano pri
mitivo, sino una plasmación de la tesis de que en las grandes cultu
ras lo inmenso, enorme o monstruoso aparece como obra humana?
Y¿qué son esos habitáculos de forma extraña, observados desde fue
ra, sino maquinarias de salvación, con cuya fatigosa construcción los
seres humanos han ido pagando el miedo o angustia que les pro
duce el mundo, elevando monumentos monstruosos a su voluntad
de no-ser-fuera o no-estar-fuera?
El paso atrás de Spengler ante la ciudad no tiene nada que ver,
pues, con la crítica moderna a la civilización, ni tampoco con el re
sentimiento antibabilónico de losjudíos, copiado por los cristianos
y, desde la marginación del cristianismo, omnipresente fantasmal
mente, como fermento anónimo, en la fatiga de nivel de las cultu
ras del presente. Significa, más bien, un acto de epojé, posibilitadora
de teoría, con respecto a un milieu del que apenas puede uno dis
tanciarse ya, y sirve para la toma de distancia del pensador frente a
las ofuscaciones que produce la vida, vivida siempre ciudadana
mente, junto con sus demandas no tematizadas de autopromoción,
234
superación del miedo al espacio, distensión y abastecimiento de es
tímulos. La teoría de la ciudad sólo puede comenzar con el desa-
costumbramiento a las comodidades que sólo la ciudad ha hecho
posibles. Pensar la ciudad significa, pues, reflexionar sobre la vida
confortable en ella, imaginando que se pudiera estar en casa en otra
parte que en ella sí, que se pudiera poner entre paréntesis, en ge
neral, el afán entero de echar raíces en alguna parte. Vivir en ella
como si no se viviera en ella. Vivir como si no se tuviera a la espalda
ni casa ni ciudad. Pensar como en caída libre.
¿Qué es lo primero que a un fenomenólogo, que hubiera muer
to a sus propias costumbres visuales y quisiera reproducir el asom
bro del ser humano primitivo ante la primera aparición de una ciu
dad en el horizonte, se le hubiera ocurrido pensar a la vista de una
antigua ciudad, potencia de primer orden, como Uruk, Kish, Babi
lonia o Nínive? Ante todo habría de asombrarse de que la aparición
en el horizonte resista una segunda mirada y se afirme como algo
que no pretende ser en absoluto un engaño de los sentidos. La mi
rada, alejada del confort, a la ciudad es hecha prisionera por la per
sistencia de esa silueta sobresaliendo del horizonte; se ve confron
tada con una voluntad insistente de apariencia. Con ello surge de
repente en el mundo una altura cuyo poderío no han suscitado
fuerzas prehumanas. Todo en la gran ciudad, tanto en la antigua co
mo en la moderna, es voluntad de dominio y obra humana. A par
tir de la segunda mirada, el propio dato o hecho de la ciudad habla
de que ella, de por sí, está hecha precisamente para ofrecer tales vis
tas. En ella todo es premeditación y efecto; todo está predispuesto
para los apetitos de los ojos abiertos. Cuando Dostoievski, en sus
Apuntes del subsuelo, calificaba San Petersburgo como la «ciudad con
mayor premeditación y más abstracta de todo el globo terráqueo»,
sólo olvidó añadir que cada una de las grandes ciudades antiguas
fue alguna vez la más abstracta y con mayor premeditación. Incluso
cuando los libros del Antiguo Testamento no se cansan de escarne
cer a la ciudad de Babilonia llamándola la gran ramera, con ese ape
lativo, si prescindimos de su tono moralista indignado, captan con
precisión el carácter del objeto. Las prostitutas y las capitales tienen
en común que están abiertas y disponibles, y dedicadas a que las
235
vean; están colocadas en su lugar y viven de llamar la atención. Si al
guien quiere acercarse a ellas, de buena o mala gana ha de pagar un
precio. Ya quien no arrastra consigo celos, ardores o indignaciones
propios y se obceca en ellos, de modo que incluso dentro de los mu
ros (como Lutero, por ejemplo, en la Roma papista) no pisa real
mente el pavimento ciudadano, a ése le divierten la mayoría de las
veces las ofertas de la vida urbana.
Las ciudades antiguas están ahí para encandilar miradas, elevar
miradas, humillar miradas. Su desmedido afán de notoriedad de
clara la guerra al ojo ingenuo y le exige sumisión ante ese brillo, in
solencia y permansión del espectáculo. El ser humano primitivo fe-
nomenólogo, que quiso repetir su primera y segunda mirada a las
torres y muros de Jericó o de Babilonia, hubo de tomar conciencia
al instante de que esa ciudad, por su estar-ahí sin reservas, había in
validado todo su modo de ver hasta entonces. Sólo quien hubiera
visto una ciudad como ésa podría decir de sí que sabe qué es una
aparición. En la ciudad -y sólo en ella- puede comprobarse lo que
significa que una figura apueste sin reservas por lo contrario de per
manecer oculta y se coloque en el centro de lo visible y notorio. Des
de que hay ciudades, aparición significa: exposición, presentación,
revelación permanente. Dicho al estilo de Heidegger: la construc
ción de ciudades es un modo de desocultamiento.
Es cierto que con el hacerse visible de lo que la mayoría de las
veces es invisible también el hombre primitivo hizo acopio ya de ex
periencias que marcaron su vida; sabe lo que supone la tensión del
ojo sorprendido ante la aparición de un animal de rapiña, de un sal
vaje o de un extranjero; igualmente le resultan inolvidables los ins
tantes en que le aterran fenómenos inusuales en el cielo: eclipses,
cometas, lluvia de estrellas; desde siempre se tendió a comprender
como signos del ser los prodigios horribles que aparecen ahí de re
pente, como engendros deformes en seres humanos y animales, llu
via de sangre, terremotos, incendios. Pero sólo aquí, en el contraste
con la monstruosidad o enormidad persistente en su permanencia
ahí, insolente e imponente, de la ciudad, visible por todos lados, se
le hace consciente al ser humano primitivo que las miradas anterio
res a presencias de ese tipo sólo han sido ejercicios previos para esa
236
experiencia ilustrativa epocal, revolucionaria, inagotable de la apa
rición persistente del grandor de una ciudad.
La ciudad está ahí como una reivindicación edificada de verdad,
validez, duración; quiere encamar un ser inconmovible, que, en cal
ma magnificencia, se mantenga visible también para una segunda,
tercera mirada; quiere valer incluso para la última mirada. Este ras
go pasa de Mesopotamia a los fantasmas de ciudad de la vieja Euro
pa: a la ciudad escatológica de Jerusalén igual que a la Ciudad Eter
na de Roma. La ciudad no resplandece como un meteoro que el ojo
intente retener en vano. Es verdad que al modo de estar ahí de la
ciudad, como de una pieza, pertenece un cierto flamear, una inme
diatez sublime, pero de este rayo visual proveniente de abajo devie
ne una imagen enhiesta, estable, una presencia duradera, y por mu
cho tiempo que el ojo pretenda fijarse en esa masa arrogante, no
apreciará en ella oscilación alguna, concesión alguna a la consun
ción. Nada en ese ser-ahí magnífico, triunfal, de las murallas hace
suponer tendencia alguna a la desaparición. Lo que aquí aparece y
persiste en la aparición es el rechazo mismo de la transitoriedad, del
carácter efímero. Ese aparecer está repleto de fuerza de permanen
cia, y en esa voluntad de permanencia el hombre primitivo, feno-
menológicamente esclarecido, experimenta por primera vez algo
relativo a una nueva especie de dioses.
El dios-ciudad revela su ser en las magníficas e imponentes to
rres y murallas, en tanto en ellas se aúna la presencia continua de
una fuerza con una permanencia duradera en la visibilidad. La fuer
za de los muros y torres es pura y firme instantaneidad. Quien ha vis
to las torres de Uruk y, antes, las murallas de Jericó, se ha converti
do en testigo ocular de una revolución teológica. Con las ciudades
regias mesopotámicas se ha abierto un nuevo capítulo de la historia
de la revelación. Pues aquí Dios se ha convertido en muralla, y ha
bita entre nosotros en la medida en que nosotros habitamos dentro
de ella. Quien vive en una ciudad así habita una hipótesis de eter
nidad.
Precisamente para el observador externo de la aparición-ciudad
está claro de antemano: quien vive tras esos muros no sólo ha de es
tar protegido y cobijado, sino también abrumado y poseído por
237
Aparición mural, muralla de Nínive,
reconstrucción llevada a cabo por el
Departamento de la Antigüedad iraquí.
ellos: tiene que haber ofrendado su vida a esos muros, primero, pa
ra levantarlos, segundo, para querer su subsistencia, y, finalmente,
para satisfacer su demanda de gloria y preeminencia. Parece como
si por mera observación atenta de las murallas pudiera entenderse
que en la religión sumeria los seres humanos fueran de hecho los
siervos o esclavos del dios de la ciudad118. El dios convertido en mu
ralla mantiene a los suyos dentro de su contorno, y espera, a través
de ellos, desde la lejanía, enemigos que humillar, visitantes que des
lumbrar y reservas incesantes de esclavos trabajadores que utilizar.
Toda ciudad del tipo primitivo, colosal, monstruoso, espera algo
238
que venga de lejos y lleve lejos, y en su fuerza para esperar lo lejano
y desafiar lo lejano se basa el principio de su permanencia.
Al mirar al «habitáculo de forma extraña» el observador intuye
que a esa orgullosa cubierta de fuerza y poder pertenece una vida
interior que sólo puede entenderse con relación a esa envoltura. Si
la ciudad desea sobresalir de modo tan soberano es, y no en último
término, porque está vivo en ella el pensamiento de otras ciudades
y porque un dios en ella, con ayuda de sus diligentes medios, los re
yes y sacerdotes, exige elevarse por encima de otros dioses. Las al
mas de las ciudades viven, como las teologías, de escaladas. Por eso
toda ciudad reprime a otra ciudad; todo ser-aquí urbano está tenso
hacia una lejanía poderosa a la que los propios muros remiten, de
safían, humillan. Si no existiera esta relación con una lejanía y dis
tancia rivales, estas murallas no serían tan altas ni estas torres tan
amenazantes. Quien, con asombro de ser humano primitivo, tuvie
ra realmente ante sí la prominencia de una vieja ciudad-divina-regia
vería también mediatamente la competencia entre ciudades y, ade
más, dado que las ciudades son fenómenos de tensiones de una vo
luntad creadora de pueblos, la comparación y rivalidad de los dio
ses étnicos, urbanos, imperiales. En la heroica construcción de
ciudades del país de los dos ríos se reveló a los seres humanos la fit
ness de los dioses: pues ¿qué son revelaciones sino demostraciones
de fitness de las causas supremas? Si el dios es el último fundamen
to de fitness terrena, los sacerdotes, reyes y generales son los atléti
cos participantes en misas o ferias de muestras de fuerza de poderes
trascendentes.
La ciudad es, pues, un fenómeno-habitáculo que quiere obligar a
los observadores a confiar en sus ojos, de modo que crean lo que tam
poco ven ahora realmente: el rayo teológico-imperial que ha caído
en el centro de la ciudad mental. No se olvide: con la altura de sus
edificios más eminentes la ciudad quiere mostrar qué es lo que se
propone en horizontal. En cuanto aparece una voluntad de poder, se
caracteriza inmediatamente por representaciones de formato. Con la
ciudad primitiva comienza un reformateo, lleno de pretensiones, del
imaginario: política, ética, geográfica, cosmológicamente. Aquí se
inicia la historia del apogeo de las grandes formas anímicas, que se
239
Maqueta parcial del estado de la ciudad de
Babilonia a finales del siglo vil a. C. , escala 1:500,
Bible Lands Museum, Jerusalén, 1996.
convierten un día en los cabalismos y filosofías supremas, y se metas-
tatizan en nuestro tiempo en problemas de globalización. Lo colosal
y monstruoso de la ciudad regia de la antigua Mesopotamia se ma
nifiesta en su confianza absoluta en poder edificar todo el espacio
reformado como un único espacio interior animado, y mantenerlo
en forma. Aquí comienza técnicamente el experimento del alma del
mundo.
Así pues, si la ciudad ha de ser el mundo, para una empresa de
240
esas pretensiones el propio Dios tiene que convertirse en muralla.
Los dioses mesopotámicos son los prototipos de una nueva sobera
nía ontológica de propietarios constructores, en la que el poder di
vino se manifieste como la capacidad de disponer una conforma
ción política del tamaño de una ciudad cerrada y de un imperio
circundado como un sistema coherente de inmunidad. A partir de
ahí, política, arquitectura y teología se aúnan en un proyecto co
mún macroinmunológico. El macrocuerpo político aparece como
el constructor de un espacio interior de mundo. Aún en el siglo XVI de nuestra era formulará Martín Lutero su canto bélico reformador, Nuestro Dios es un firme castillo, sin duda en términos de la tradición de fantasmas murales de inmunidad del antiguo Oriente y de la an tigua Europa.
