La arquitectura mo derna ha desmontado en elementos, abordándola de nuevo, la casa, ese aditamento a la naturaleza posibilitador de seres humanos41; la ciudad, que antes
disponía
el mundo en un círculo a su alrededor, se ha movido del centro, transformándose en un emplazamiento dentro de una red de flujos y rayos.
Sloterdijk - Esferas - v3
La integración de un grupo, su estabilidad modélica, su reproductividad simbólica depende de su capacidad de colo car a sus miembros bajo una presión repetitiva, posibilitadora de cultura.
La generación de sobrepresión específicamente grupal, o sea, de una ten-
362
Axel Thallemer para Festo Corporate Design, Airquarium, 2000 (32 ni de diámetro, 8 m de altura). Se estabiliza mediante un depósito de lastre alrededor.
sión de arrastre que una a los miembros del grupo unos con otros y los comprometa en tareas tipificadas, se consigue, en primer término, me diante expectativas preformuladas de todos con respecto a todos y de in dividuo a individuo. Cuya forma lingüística sea la intimación, así como la escalada hacia la amenaza en caso de conflicto y decepción. Por eso, no se han descrito adecuadamente los colectivos mientras no se muestre por qué canales fluyen los ríos de órdenes en su interior. A su estructura mo ral pertenece un acuerdo sobre quién ordena a quién, y quién y cuándo está autorizado a amenazar a quiénes. Soberano es quien detenta el dere cho de amenazar. Una amenaza se define científico-estratégicamente co mo un «consejo armado»*8*; sociológicamente se describiría como una re comendación reforzada por la sanción.
Desde el punto de vista de la nueva lógica de formas de Buckminster Fu- 11er -o, mejor, desde la perspectiva que se puede ganar por sus analogías morales-, las «sociedades», tanto las primitivas como las desarrolladas, son tensegridades de expectativas, es decir, multiplicidades de condiciones de vivienda y acciones reguladas, que se consolidan por medio de intimacio nes y amenazas. En ese contexto llama la atención que el modo de hablar extendido de «presión de la expectativa» se basa en un préstamo tomado de una estática sobrepasada, porque las expectativas de grupo normaliza das no manifiestan carácter de presión alguno, sino que actúan por trac-
363
Yutaka Muraka, Pneumatics in Pneumatics, Exposición Universal en Japón, 1970.
ción*, en tanto que la llamada de la ambición y estima propia, así como la tentación mimética, pueden adscribirse a ese modo de transmisión de fuer za. Sólo ante la amenaza manifiesta entran enjuego análogos de la presión, que, por eso, se reservan para el estado de excepción. La cultura es, en principio y la mayoría de las veces, el no-dejar-libre de las tensiones que crea el esfuerzo de tracción, por las que los miembros de un colectivo se li gan a regularidades propias del grupo. La vigencia del derecho y las cos tumbres dentro del grupo ejercen un permanente estímulo autoestresante sobre los miembros y coloca al colectivo en una vibración simbólica, que con lo mejor que se podría comparar es con la temperatura corporal, en dógenamente estabilizada, de un ser vivo de sangre caliente. Lo que en los organismos aporta la calidez de la sangre lo producen en las unidades so ciales los temas estresantes. Dado que los grupos siempre proyectan algo, sean trabajos o fiestas, guerras o elecciones, y que continuamente se sien ten provocados por algo, sean catástrofes naturales, acciones enemigas, de litos o escándalos, subvierten constantemente el material temático que uti lizan, para ponerse de acuerdo sobre su coyuntura o, mejor dicho, sobre su
' Zug arrastre, tirón, incluso atracción. (N. del T. )
364
situación de inmunidad o su estatus de estrés. Con ayuda de sus temas ac tuales el grupo se mide a sí mismo la fiebre; por su fiebre recompone su unidad operativa como contexto de provocación, endógenamente cerrado.
Los colectivos se agitan en una excitación continua, generada interna mente, que hace del estrés normativo su tono normal. Pertenece a «lo oculto de la salud»389en los grupos el hecho de que éstos, la mayoría de las veces, no noten y apenas tematicen su tensión de fondo nomotópica: sólo en sus márgenes anárquicos se habla, a veces, con precaria expresividad, de la revocación de la obediencia a las normas y de la voluntad de rendi miento390. Incluso la antigua China no constituía excepción alguna a esa regla, a pesar de que desde el punto de vista de observadores externos pa recía doblegada ante un despotismo sin par de las costumbres; a la moda lidad china del ser-en-el-mundo pertenecía un entrenamiento para consi derar la tensión disciplinar propia como lo más normal del mundo. Entre los siglos XVI y XX, visitantes occidentales percibieron algo parecido en el implacable formalismo de las costumbres japonesas. La represión de los estresores normativos a lo subliminal se produce porque el grupo incrusta en rutinas sus expectativas de acción.
Una rutina es la forma del esfuerzo esperado, vaciada dentro por re petición y hecha, así, imperceptible. En su teoría fundamental antropoló gica, Arnold Gehlen ha mostrado la importancia sobresaliente de las ex pectativas normalizadas de esfuerzo, compendiándolas en el concepto de instituciones: entendiendo por institución el compromiso permanente lo grado entre cargas y descargas; la institución es el prototipo de una «ten sión estabilizada»391. Este concepto de instituciones se puede interpretar como un alegato en favor de mantener inconsciente el orden, en el que entra enjuego una concepción de inconsciente dirigida a lo latente, no a lo reprimido. (Pero así como el inconsciente personal sabe de un retomo de lo reprimido, así lo latente, de un retomo de lo paradójico. ) Es verdad que, de acuerdo con este modo de concebir las cosas, los individuos han de dedicar toda su existencia a los ordenamientos en los que viven, pero, a la vez, esos ordenamientos evitan a los individuos el esfuerzo de decidir se expresamente tanto por ellos como por una opción personal. En tanto que cargan, descargan. En tanto descargan, liberan energías para un nue vo compromiso en tareas o muñeracomunes. Aquí sale a la luz, de nuevo, la importancia fundamental del concepto de regla, porque es la objetivi dad de la regla la que libera tanto a los individuos como a los grupos de la
365
R. Buckminster Fuller, The Neckless Dome, 1950.
miseria de la falta de forma, así como de la exigencia de originalidad cons tante.
Pero, por más que el teorema de las instituciones de Gehlen, como po tencias de orden efectivas en el trasfondo, corresponda a un estado de áni mo extendido en el siglo XX, que prefiere representarse los ordenamien tos como infraestructuras discretas y a los guardianes del orden como funcionarios, que como mejor cumplen su función es sirviendo y callando, sólo permite una percepción tuerta de las relaciones fundamentales no- motópicas. Esto es, el nomotopo también posee la mayoría de las veces un lado visible, contrario a la propensión al ocultamiento del poder y el do minio en rutinas sordas. Como una magnitud autoimpresionante, autoin- timidante, el grupo, insuflado por las normas, vive de la fuerza performa- tiva de los rituales y de su impulso a manifestarse. En este impulso está la fuente de la majestuosidad política. Es, sobre todo, el sistemajurídico el que despliega desde los días de los romanos una teatralidad peculiar. Así como el poder no se las arregla sin sus epifanías, sean festividades, jura mentos de cargos, paradas militares, símbolos de soberanía o protocolos embarazosos, tampoco el derecho sin una escenificación precisa de su ce-
366
remonial; sobre todo en el caso de lajurisdicción, que en sus reglas dejue go procesuales constituye un compromiso entre instrucción de una causa y teatro. Ambos sirven para que se haga visible la autoridad, creadora de orden, que, desde siempre, no se contenta con dar a los individuos un em pujón motivacional por la espalda, inconscientemente, por decirlo así. To da cultura tiene su roca tarpeyana. En la época en que en Europa el poder legislativo, el poder que da las leyes o que las escenifica, puso de mani fiesto con mayor claridad sus potenciales dogmáticos, en el siglo XVII, ha blaba sin reservas del derecho como de un «teatro de la verdad y lajusti cia». De su dogmatismo derivaba una capacidad de rigor y severidad que pretendía que la vieran todos; y que tras las implosiones del superyó en la segunda mitad del siglo XX sólo puede percibirse ya como un escándalo in comprensible o como un vestigio petulante de la época del régimen per sonalista. Sólo algunos teólogos doctrinarios antiguo-europeos conservan un sentido para «majestad»392. Tendrían que ser los primeros en com prender por qué el Estado majestuoso, en sus épocas de esplendor, mostró tantos rasgos de gloria como rasgos de horror393. También los reyes son ad mirables cuando renuncian graciosamente a destruimos. A partir de los productos de decadencia del horror de la majestad se desarrolló desde el Romanticismo la estética política del riesgo de vida, que fue mistificada por la filosofía de la burguesía, después de Burke y Kant, como la capaci dad del ánimo humano de juzgar sobre objetos sublimes o estremecedo- res. No obstante, la alusión al lado habitualizado y casi inconsciente de la estancia en el espacio de normas tiene un buen fundamento objetivo. La objetividad y carácter de trasfondo de la regla evita el malentendido de que las «costumbres» o leyes tuvieran que servir a la autoexpresión de los individuos. Lo que modernamente se llama expresión sólo se hizo posible desde el trasfondo de instituciones simbólicas, devenidas obvias (por eso también incomprensibles) y automatismos culturales: sea porque los asi mila (consigue algo para poseerlo), sea porque estimula la rebelde dife renciación a la contra. Para el mundo de la expresión vale la regla de que los individuos han de discrepar de modo original de la regla. Cuando Me- fistófeles explica: «se siguen heredando leyes yjurisprudencias como una enfermedad eterna», ya habla como un expresivista burgués, que piensa que la forma es algo que crece de dentro hacia fuera (y que nos importu na como caso de «enajenación» cuando quiere valer como un hecho au tónomo). En el conflicto crónico entre la obediencia a la regla y la mani-
367
R. Buckminster Fuller
con una maqueta de tensegridad
en la Southern Illinois University, 1958.
festación de inclinaciones propias, Mefistófeles, de acuerdo con el nuevo espíritu del tiempo, se adhiere a la segunda opción.
Si uno se atiene a las informaciones del demonio de Goethe, él no di simula que se incluye totalmente en la Modernidad -en una empresa cul tural que ha emprendido la aventura de la renovación permanente de la
368
regla-, poco impresionado por los recursos románticos y católicos a lo fi jado establemente. Lo que se intenta aquí es nada menos que la supera ción de la tradición del mantenimiento por la tradición del aprendizaje.
En ello se oculta la idea, monstruosa para todos los conservadores hasta Gehlen, de que costumbres, instituciones, leyes, sintaxis y formas de vida son algo que se puede cambiar tan pronto como se pueda hacer mejor; presuponiendo que se entienda también la regla transformada como una regla que tiene vigencia. Precisamente esta concepción pragmática de ley es de lo que el miedo conservador a la subversión no quiso darse cuenta por nada del mundo hasta ayer mismo: le parecía que toda divergencia consciente de lo tradicional, de la norma y de la instalación fija (Nietzsche dice: de la «edad», «santidad» e «indiscutibilidad de la costumbre»394) in cluía ya el rechazo del orden en general, y que ahí se anunciaba lo peor: la huelga general contra la forma, el rechazo del ritmo, del tono, del fun damento institucional del mundo. De una «sociedad abierta de los intér pretes de la constitución» no se espera nada bueno en los círculos socia les. En consecuencia, los auténticos conservadores lamentan la pérdida del Estado fuerte o, en forma más decente, del orden del padre, del hijo y del significante.
Pero por ese recelo y por esa añoranza de lo majestuoso se malentien- de la esencia de los establecimientos de reglas en el nomotopo moderno: la vida bajo las reglas vigentes de una comunidad, precisamente cuando pretende ser moderna, quiere ser otra cosa que una mera «demora ilimi tada en el ámbito de validez de la ley»395; ya no piensa dejarse consumir por las circunstancias existentes sólo porque son circunstancias. Si no reza al dios del status quo, ni se arrodilla a priori ante lo establecido y estatal, no por ello cae en la anarquía del management que camina en el vacío. La vi da moderna quiere que la «regla de orden», que ella sigue, se entienda co mo expresión de un proceso de optimización, en el que ella misma parti cipa: de ahí el ánimo fundamental revisionista de los nuevos tiempos; de ahí también la nueva interpretación de esa regla en expresiones como «ca pital social» acumulado y «radios de confianza» a ampliar activamente396. Con todo esto, los ciudadanos del presente siguen interesados también en seguridades formales en las que se pueda vivir como nunca lo estuvo épo ca alguna que creyera en el ordo. Al contrario, más que cualquier civiliza ción pasada, plantean preguntas por la seguridad a todos los niveles y de sarrollan sus inmunidades del modo más articulado posible. Por muy largo
369
que haya sido el camino del absolutismo de las costumbres y formas a su liquidación en expresiones funcionales y creaciones espontáneas de re glas: los partidarios activos de la sociedad civil moderna, conscientes de los costes, lo recorren entero, a pesar de ellos, como si se tratara del curricu lum humanitatis en general.
En la Modernidad desarrollada los hechos nomotópicos se presentan como una cantidad de propuestas dietéticas políticas y privadas, que de muestran su eficacia como hipótesis de trabajo para la coexistencia del colectivo. Se podría utilizar para esto la expresión tardesiana «moda-mo ral» (morale-mode), suponiendo que por moda se entienda también la imi tación epidémica de lo razonable y práctico. La Modernidad no quiere ya saber nada de un fundamento numinoso del derecho (de la autoexalta- ción mística de las administraciones imperiales durante los dos últimos milenios). Tampoco le contradice el hecho de que entre nosotros aque llas hipótesis estén consignadas en la dicción cuasi-majestuosa de una constitución. Si se contemplan de cerca las circunstancias, puede obser varse que también las constituciones, en su núcleo, son inventos y com posiciones ocasionales397.
El carácter de tensegridad de la convivencia humana en el campo no- motópico de las asociaciones ya no estáticas y ya no estatizadas se pone de manifiesto sobre todo en la complejidad de la división del trabajo. Sin el esfuerzo de tracción proveniente de la lejanía, cuya efectividad se muestra en el derecho y la costumbre, no puede entenderse cómo es posible que los seres humanos resistan a la tentación de autoabastecerse en unidades pequeñas y se comprometan con una profesión en un colectivo de división de trabajo, que, como es sabido, sólo se sustenta a sí mismo cuando otros muchos hacen otras cosas complementarias en medida suficiente, hasta que de las relaciones diferenciales de las actividades en tensión divergen te surge el efecto mercado y, con él, la sociedad de intercambio. Lo que se llama mercado es una construcción de expectativas, que se ensamblan unas en otras, integrada por teletensiones. El «sistema de las necesida des»398adquiere sus cualidades mecánicas por la complementariedad de las producciones concretas, que se acoplan unas a otras desde lejos. Como si se tratara de una construcción moral de entramado, la tensegridad-in- tercambio crea nuevas demandas al ethos de quienes participan en el mer cado: no sólo exigiendo de ellos garantías de la cualidad del producto y se guridad de pago, incluido el uso leal de las monedas, sino, más aún,
370
Escalador de fachadas en tensegridad espumosa.
elevando el cálculo de las necesidades de otros seres lejanos a forma de pensar y de vida*9.
Probablemente, la capacidad de los seres humanos de existir en uni dades sociales más amplias no podría explicarse sin el efecto civilizador de las tensegridades-intercambio: ejercitarse en el interés por el interés de otros produce la circunstancia, antropológicamente altamente impro bable, de la solicitud por lo lejano, a la que maestros de moral posterio res añadirán la recomendación, más improbable aún, del amor al próji mo. Cuando ha de consumarse el paso de lo concreto a lo abstracto, de la existencia en grupos pequeños al formato imperial, siempre actúan, además de las metáforas del parentesco y de la morada40, las técnicas éti co-comerciales de tele-arriostramiento, con el fin de posibilitar una pri mera forma de « etilos universal». Entre los antiguos, fue Aristóteles quien trató más explícitamente de tales conexiones; presuponiendo que se pue da presentar nuestra teoría de las teletensiones morales dentro de la polis y del espacio-intex-polis como una nueva descripción del análisis aristoté
371
lico de la reputación ciudadana de los hombres y del poder regulador del prestigio.
Desde la solicitud burguesa por lo lejano, como interés crónico en el interés de otros, se desarrolla en la época del Idealismo alemán el llama do imperativo categórico: una intimación o advertencia formal, que, más allá de toda información más cercana sobre el contenido de su deber, im prime la siguiente regla a sus destinatarios: sólo has de querer la cosas de las que puedas querer que otros también las quieran; y ello para satisfacer el motivo universalista: todos los demás, y para corresponder al manda miento racionalista: todos los demás que son capaces de aceptar la razón, y están dispuestos a ello. Después de Kant, el ser humano responsable de sus acciones es el funcionario de su propia capacidad de juicio y, como tal, súbdito de la obligación de pensar correctamente. Inteligencia es obe diencia a los mandamientos inherentes a las capacidades, o, en el lengua
je del siglo XVIII, a las facultades del ánimo. Las madres solícitas de la épo ca burguesa expresaron esto en palabras de sentido semejante: ¡un talento también obliga a algo! Por eso depositaron su ímpetu creyente en su cria tura como una misión; con el resultado de que la afluencia de niños dota dos catapultó hacia delante el proceso civilizatorio. Desde que estas inver siones se han vuelto esporádicas, o ya no aparecen, el nomotopo moderno está superpoblado de deprimidos y mimados, abandonados por el deber y decepcionados del querer: hay en el paisaje un estado de ánimo de amor fismo colectivo, una falta de forma, a la que le encanta explicarse como de sencanto político (y que los moralistas carentes de medios teóricos gustan de interpretar como «nihilismo»). En tanto que Kant concibió legalifor- memente el deber, sancionó formalmente al individuo como el ciudadano universal o como el sujeto moral de la globalización, más exactamente: co mo el participante en el mercado mundial, para quien el interés en el in terés de los otros, en un nomotopo des-limitado, se hubiera convertido en segunda naturaleza. El imperativo kantiano ofrece la formalización extrema de la creencia en la productividad moral de teletensiones por división del trabajo. Expresa, a la vez, el supuesto de que el individuo razonable sería el ser humano total imaginario, que representara a la especie en su propia persona y acatara la misión que le encomienda de realizarse a sí mismo.
Tras la transformación del Idealismo alemán en la Teoría de Sistemas alemana, el imperativo categórico aparece reducido a la proposición: obra en todo momento de modo que otros puedan adherirse a los resultados de
372
ese obrar. En versión negativa, eso da por resultado el precepto: no has de no necesitar a los otros. De otro modo: has de considerar a los seres hu manos siempre también como medios y nunca sólo como fines401. La prohi bición de bastarse a sí mismo sirve para trasladar el acento de la división del trabajo a la comunicación, para lo que hay que entender la última expresión fríamente, hasta cierto punto, como un entrar-en-relación-unos- con-otros (y no como convenir-unos-con-otros). Es evidente que este con cepto de comunicación es mucho más sensato que el de los consenso-idea- listas; se reconoce que posee una dimensión irónica cuando se piensa que también el hecho de que el comisario dé o entre en relación o tome con tacto con las huellas del malhechor supone un caso de comunicación; asi mismo el que el ladrón de tumbas dé o entre en relación o tome contacto con las ofrendas que aliviaban a un faraón el viaje a través del reino de los muertos. Aquí emerge un concepto de comunicación más cercano al mo delo del parasitismo que a la comprensión entre gentes con igualdad de oportunidades. Aunque, dado que, como ha mostrado Michel Serres, el huésped no invitado, por su parte, ha de soportar regularmente visitantes o comunicadores que se invitan ellos mismos pero a costa de él, y éstos, a su vez, que coman a sus expensas parásitos de tercer orden, y así sucesiva mente, el campo social puede entenderse también como una red de tomas de contacto, autoserviciales, con las aportaciones y formas de vida de otros402. Quizá lo que con los modernos biólogos se llama entorno o medio ambiente no es otra cosa que la lista de las direcciones parasitables desde un determinado emplazamiento (o la lista de los parásitos, ante cuya visi ta uno debería estar preparado).
Junto al «sistema de las necesidades», bien descrito ya desde Adam Smith y Hegel, que se integra por el intercambio de aportaciones comple mentarias debidas a la división del trabajo, hay que tener en cuenta un sis tema, hasta ahora poco considerado, de parasitaciones, conectadas unas tras otras, que sirven para la consolidación del conjunto de «tensiones es tabilizadas», llamado status quo. A su base observamos el anidamiento de embriones en sus madres: ellas son los hospederos más complacientes; en el amplio centro se desarrolla el llamado mundo del trabajo, como parási to integral de la biosfera, que lleva adelante el ataque unilateral de los mundos humanos productivos a los recursos de la vida vegetal y animal, que Marx, en un giro dominguero, había calificado como «metabolismo del ser humano con la naturaleza»; en su cima está el sistema fiscal -el
373
grandioso parasitismo con el que el moderno Estado de la redistribución se convida a sí mismo al banquete de la sociedad-, como el invitado que decide por ley que él recibe la porción más grande. El comunicador inte gral sabe cómo tomar contacto con cualquier transferencia de sueldo, con cualquier cigarrillo, con cualquier prestación de servicio entre los ciuda danos. Conclusión del sistémico: sin los efectos de tensegridad de las «ne cesidades comunicantes» y de los parasitismos parasitados, ninguna dife renciación de los subsistemas.
Resumen
El aire de la isla hace libre: con la emergencia de las antroposferas de la sabana surgen unidades autoenmarcadoras, que adquieren significado ontológico como invernaderos de seres humanos. A esos invernaderos se atrae a seres vivos con la característica incomparable de apertura al mun do403. Se les podría calificar de plantaciones en las que se cultivan y pro graman cerebros y manos del tipo-sapiens. Hasta no hace mucho se sabía tan poco de la climatización y mantenimiento de tales invernaderos como de las operating instructions de la nave espacial Tierra. Las impertinencias clásicas y las vaguedades, que se han transmitido con el nombre de políti ca y de moral, respectivamente, sólo proporcionan orientaciones provisio nales para una cibernética efectiva de los grandes invernaderos. Dado que sólo está abierto aún el camino civilizatorio, hay que confiarse hoy a la ex- plicitación de las condiciones de funcionamiento de la antroposfera, suje tas a intuiciones y metáforas.
En una mirada retrospectiva sinóptica a los tres tipos de islas produci dos, de los que se ha hablado en este capítulo, reconocemos que los dos citados en primer lugar, las islas absolutas o estaciones espaciales y la islas relativas o invernaderos, no son otra cosa que autorrepresentaciones del ti po ontológico de isla en modelos amplificados. Las estaciones espaciales son informativas porque presuponen el caso crítico de la inversión del me dio ambiente: como implantaciones en el vacío de espacios de vida pro yectan el secreto del lugar de la humanidad al universo. Son los lugares ex teriores más significativos de la isla antropógena, ya que demuestran, en el caso crítico cósmico, que los seres humanos, se encuentren donde se en cuentren, han de gozar de un privilegio de espacio interior. Quien quiere
374
Aurora matutina sobre los estados norteamericanos del Este fotografiada por el transbordador espacial Columbio. Abajo a la izquierda Indianápolis. Cincinnati, Dayton y Columbus se encuentran en el centro.
seguir siendo un ser humano está obligado al confort, incluso en el uni verso. Lo que vale de los cosmonautas es aún más verdadero para los ha bitantes de la «caja baja» flusseriana404sobre el suelo de la Tierra.
Así como la irrupción de la estación espacial, también la construcción de invernaderos señala una cesura en las ideas sobre la relación entre los seres humanos y la llamada naturaleza exterior: con ellos se manifestó, por fin, la naturaleza como la no-exterior, como convecina en la república de los seres, aunque, en principio, exclusivamente en forma de «cooperativas vegetales»405. Finalmente, el siglo XX, por la asociación de astronáutica y ecología -véase Biosfera 2 o Noah's Ark Number TwtíW6—, hizo imaginable la entrada del ser humano en el ensemble-invernadero, de modo que las pre misas para una antropo-topología adecuada ya están dadas: si se suman la estación tripulada y el invernadero habitado se obtiene el lugar que expli ca a sus habitantes: la isla humana. El lugar de los seres humanos hay que imaginarlo de modo que aparezca, por una parte, como el implante de un «mundo de la vida» en un no-mundo-de-la-vida, y, por otra, como un bio- topo en el que coexistan, como compañeros de invernadero, simbiontes humanos y no-humanos. Una de las faltas de lógica más antiguas de los an- tropotopianos es que no pudieran dejar de concebir la naturaleza como un
375
poder externo: en realidad, la naturaleza relevante ya había sido introduci da con ellos, desde siempre, en el interior del invernadero antrópico407. Ya que al concepto de isla va unido el desplazamiento de un elemento del entorno, hay que responder aún a la pregunta de cuál es el entorno a cuya costa se eleva la isla ontológica. La indicación repetida de que los gru
pos de homínidos, en el camino a hacerse humanos, se movían sobre el trasfondo de la sabana y desde allí se pusieron en marcha a la secesión en su dominio de nueve dimensiones, sólo puede tomarse como una infor mación provisional, porque la expresión «sabana» pertenece a otro orden que el de la isla antropógena. Por eso no es informativa topológico-huma- namente. De hecho, el desplazamiento, represión o eliminación de un ele mento del entorno que realizan los grupos que van deviniendo humanos no se refiere a su hábitat natural, la sabana africana, sino a su propio y tra dicional modo y manera animal de ser-en en el medio natural.
Si los tipos-sapiens emergen de su propio entorno es porque crean, pri mero, un mundo interior de mayor desconcierto en su propia empresa. Se entretejen a sí mismos en un mundo mágico, urdido de símbolos, de ten siones y significados internos. El desplazamiento produce una transposi ción creciente de relevancias del entorno (como fuentes de alimentación y enemigos naturales) a relevancias del mundo propio: a trabajos, signos, celos, a competencias de estatus, confort, tareas comunes, a preguntas por la verdad, necesidades de expresión e imperativos numinosos. Mientras más avanza la emergencia de la isla humana, con mayor fuerza retrocede el desconcierto animal en un espacio de relevancias innato o adquirido, cada vez se dispone de mayor capacidad de libre alerta para la percepción de las circunstancias globales.
Esto es lo que quería decir la filosofía idealista en su época heroica al hablar de que la naturaleza misma abre los ojos en el ser humano. Se podría decir, paradójicamente, que el elemento del entorno, perturba ción, es desplazado por la aparición de la isla de la alerta y la verdad: la is la humana se climatiza a sí misma por excedentes de vigilancia y por las percepciones de gran alcance que generan. La atención de sus habitantes la provocan infinitamente más diferenciaciones e incidentes en su propio ámbito que los acontecimientos en el entorno exterior. Mientras que la vi da animal y vegetal que la rodea se compone de inteligencia constreñida, en la isla ontológica surge un tipo de inteligencia que podría caracterizar se como libre o extática. Para que la paradoja sea perfecta: el éxtasis an-
376
trópico es el desplazamiento o represión de la constricción animal. Por eso las islas humanas son mundos, es decir: puntos de concentración del ser o depósitos de éxitos. En ellos se confirma la liaison inmemorial entre alerta y verdad; o entre inteligencia y éxito. Las islas ontológicas son lugares en los que lo abierto desplaza a lo constreñido. En lenguaje fenomenológico esto significa que aquí el espíritu en alerta emerge de un elemento de des concierto.
La esfera humana remonta en tanto hace retroceder sus propias pre misas animales. Ser humano significa la incapacidad innata de seguir sien do animal. En expresión metafísica, esto arroja la tesis de que nos encon tramos tn la isla de la idea, que, en virtud de su infinitud, empuja al trasfondo la finitud de los entornos empíricos. Según ello, lo infinito sería un enclave dentro de las circunstancias finitas. Se abriría como un abismo hacia arriba, como una interrupción de una vida que ha de mantener una perspectiva de algo más-que-vida. Que lo entienda quien pueda. Se expre se como se exprese, las islas del espacio de los seres humanos son puestos de avanzada frente a lo abierto.
Con estas declaraciones sobre insulamientos, que posibilitan seres hu manos, hemos pagado tributo al demonio de lo explícito en la medida en que resulta imprescindible para una teoría contemporánea del hecho hu mano. Si se trata de describir la climatización del espacio habitado, no puede evitarse presentar el clima antropógeno con impertinencia temáti ca y determinar sus componentes con suficiente pormenor analítico. Al hacerlo, se muestra que ni los factores climáticos morales ni los físicos pue den ser aceptados nunca simplemente como dados, sino que sólo sirven para uso humano tras una modificación y ajuste especial; esto se entiende por sí mismo en el caso de los aditamentos culturales a lo elemental; en el caso de los naturales, aún queda por mostrar cómo también ellos sólo en tran en nuestro radio de acción después de una «asimilación» específica. Hegel llegó a decir, incluso, del aire común que tal como se encuentra no es directamente utilizable por los seres humanos; en su Filosofía del Derecho anota, de pasada, con su típica reserva frente a lo inmediato: «Incluso el aire hay que conseguírselo, en tanto que hay que calentarlo»408. La lacóni ca anotación hay que retenerla como núcleo de cristalización de una filo sofía de la cultura como producción de atmósferas.
Añadamos que la producción de lo atmosférico no significa sólo la ree
377
laboración de diseño de modelos existentes o una actividad curadora se cundaria: es la producción originaria, por la que los hechos humanos son llamados a la existencia. En el lenguaje del siglo XIX se diría: el clima an- tropógeno es la base sobre la que el ser humano aparece como efecto su- perestructural. Nuestras exposiciones han demostrado implicite por qué, en relación con nuestros objetos, ya no tiene sentido diferenciar entre ba se y superestructura, como sí les parecía conveniente hacer tanto a los ma terialismos primitivos como a los sutiles de ayer. Ahora sabemos que, en la causalidad circular, el epifenómeno de una de las dimensiones es, en cada caso, la base de la otra, y viceversa; sólo la voluntad de ataque, es decir, de simplificación práctica, genera el impulso a establecer fundamentos, de los que se pudieran deducir consecuencias aparentes. En realidad, las con secuencias son más fundamentales que los fundamentos.
Hemos intentado mostrar cómo se aclimatizó tras paredes de distancia el efecto invernadero, gracias al cual los seres humanos se convirtieron en «pupilos del aire»; de un aire en el que ahora hay algo más que el peligro y la costumbre de la vida animal de la sabana. Según la presentación he cha, el invernadero de seres humanos es la estructura de nueve dimensio nes, que se despliega a lo largo de las cosas fundamentales del espacio de acción humano. De ella hay que suponer que describe la complejidad mí nima, sin la que no puede comprenderse adecuadamente la pertenencia a la antroposfera. Lo propio de esa teoría de la esfera humana -a la que Hus- serl había apuntado con el concepto inapropiado de «mundo de la vida»- se muestra en el hecho de que mediante ella la relación entre lo implícito y lo explícito es accesible a la explicación. Está, por ello, en un movimien to, del que Hegel tomó nota por primera vez en su teoría de la reflexión y que precisó Luhmann en su teoría de la latencia propia del sistema. Des de entonces lo implícito aparece bsyo un doble aspecto: como algo, por un lado, que es capaz de explicación, y que encarna, por otro, un valor pro pio, que no puede medirse sólo por la norma de explicitación. Incluso allí donde la explicación pudiera darse, sigue siendo sólo una posibilidad re gional; ni puede, ni debe, hacerse efectiva por todas partes.
Con la mirada puesta en las nueve dimensiones, resulta comprensible que, desde el punto de vista cognitivo, la «sociedad» constituya un campo de lugares con tensiones de explicación desiguales. Donde alcanzan valo res altos, pueden articularse teorías que expresen las formas de compro miso entre conciencia aguda de peligro y especialización lujuriante: una
378
caracterización que vale para todas las teorías avanzadas del presente. In teligencias que operan en lugares del mismo nivel de explicitud pueden describirse por su situación en isóbaras cognitivas; se podría decir que están emplazadas ante las mismas tareas u «obras» en el avance del entra mado intelectual, a cuyo efecto las expresiones obra y tarea como mejor se esclarecen es por la exigencia de explicación. Innecesario decir que con ello está acabado todo concepto idílico de ilustración que no tome buena nota de la resistencia a la explicación procesual. Presuponer, como regla general, una convergencia de conocimiento e interés sólo es aún posible para la ingenuidad. La creciente improbabilidad de la teoría avanzada co rresponde al desafecto en ascenso que produce la explicación progresiva. Se comprende que lo que Freud llamó represión constituye un pequeño segmento del campo de las articulaciones improbables y no gratas.
Para la reformulación de la teoría de la sociedad en el lenguaje de las multiplicidades-espacio o espumas tiene una importancia de gran alcance la descripción topológica de la isla antropógena: pues toda célula indivi dual en la espuma ha de ser entendida ahora como micro-insulamiento, que lleva en sí mismo el modelo completo de las nueve dimensiones, es trechamente plegadas. Este análisis celular se manifiesta como una tarea que no desmerece en nada en complejidad frente a los retos de la inves tigación de los grandes cuerpos compuestos. La sociología celular multi- dimensional repite, a su manera, el axioma de Gabriel Tarde: chaqué cho- se est une société, considerando que las expresiones chose y société no sólo designan la composición de la «cosa» de unidades más pequeñas, en toda formación individual hay que añadir ahora la tensionalidad divergente dentro de la pluridimensionalidad. Como células o celdas en la espuma, todo hogar, toda pareja, todo grupo de resonancia, constituye ya una mi niatura del antropotopo entero. Por lo demás, toda célula y todo consor cio de células, alias cultura, están imbricados en una multiplicidad fluc- tuante de imitaciones unilaterales y recíprocas, de cruzamientos y mezclas, en la que no puede identificarse una forma homogénea funda mental. (No sólo toda «cultura» es un híbrido409, ya lo es cada una de sus células. ) Igual que Elias Canetti, en su laudatoria a Hermann Broch410, había reclamado que se entendiera a los individuos como caminantes en tre espacios respiratorios, así el análisis atmosférico ha de describir las cé lulas de la espuma dinámica en sus incesantes oscilaciones sobre los ejes de las nueve dimensiones.
379
Por este modo de ver las cosas surge una nueva comprensión de las aportaciones del saber implícito. Hemos apuntado que todos los seres humanos son sociólogos latentemente, pero que, por regla general, no ven motivo alguno para serlo manifiestamente. Entretanto ya puede com prenderse por qué el paso a lo manifiesto es normalmente superfluo. La estancia en la isla antropógena incluye una capacidad, más o menos de sarrollada, de navegar en la dimensión de los nueve topoi, que hace ya tiempo está implicite en boca de todos bajo los rótulos de «experiencia», «realidad» o «mundo». Así como la mayoría de los niños crecen imper ceptiblemente dentro de las complejidades de la sintaxis de su lengua materna, todo isleño medio, por su mera participación en los juegos de vida del grupo primario, adquiere la competencia de moverse con sufi ciente seguridad en cada una de las dimensiones antropotópicas. Ser-ahí significa comprender la sintaxis entera del antropotopo: comprender esa comprensión es otro asunto. Lo que Heidegger en Ser y tiempo había de clarado respecto del quirotopo o del mundo a mano: que, a causa de su familiaridad cotidiana, muestra, con claridad no-discursiva, el rasgo fun damental de la apertura, puede reclamarse mutatis mutandis de las demás dimensiones. El habitante adulto de la isla antropógena percibe con una sola mirada su disposición y tensionalidad interna. Lo más improbable se ha convertido para él en lo evidente; para los habitantes de la isla on- tológica las implicaciones de la situación básica están plegadas, al princi pio, en una compacidad intachable. El útil a la mano, el espacio sonoro, el mundo maternal generalizado, la esfera de confort, el ámbito de los deseos y anhelos, las cooperaciones con los demás, el requerimiento por la verdad, la afectación por los dioses y la tensión por las exigencias de la ley: todo el plegado del hipercomplejo, en el que se mueven con tran quilidad, orientándose fácilmente, se les presenta casi como una superfi cie lisa, sobre la que, en principio, no parece necesario malgastar una pa labra. Cuando se ha logrado la institucionalización de lo monstruoso en la complicidad cognitiva diaria, la mayoría de los seres humanos se co forman con los puntos de vista más acostumbrados: ¿quién puede re prochárselo? Recelan del hablar explícito sobre las cosas de la vida por motivos comprensibles. En todas las culturas, fuera de los laboratorios de brujas de la teoría, uno se pone en guardia ante el raciocinar innecesa rio; porque con lo explícito viene la tormenta. A la vista de los logros del esprit de finesse resultaría natural afirmar que es imposible para los seres
380
humanos no ser sabios. Goethe: «La cultura no tiene núcleo ni cáscara / lo es todo a la vez».
Que los seres humanos, sin embargo, como individuos o epidémica mente, malogren el nivel sapiens exige una teoría de la autodepreciación. Una teoría así proporcionaría el suplemento de la historia de las ideas anotada.
381
Capítulo 2 Indoors
Arquitecturas de la espuma
Sócrates: Había en mí un arquitecto cuyo desarrollo no consumaron las circunstancias. Fedro: ¿Cómo lo sabes?
Sócrates: Por una propensión íntima a construir que desasosiega oscuramente mis pen
samientos.
Paul Valéry, Eupalinos o el arquitecto
A. Donde vivimos, nos movemos y somos
De la arquitectura moderna como
explicitación de la estancia
Si hubiera que explicar de forma brevísima qué modificaciones ha pro ducido el siglo XX en el ser-en-el-mundo humano, la información rezaría: ha desplegado arquitectónica, estética, jurídicamente la existencia como estancia*; o más simple: ha hecho explícito el habitar**.
La arquitectura mo derna ha desmontado en elementos, abordándola de nuevo, la casa, ese aditamento a la naturaleza posibilitador de seres humanos41; la ciudad, que antes disponía el mundo en un círculo a su alrededor, se ha movido del centro, transformándose en un emplazamiento dentro de una red de flujos y rayos. La «revolución» analítica, que constituye el sistema nervioso central de la Modernidad, ha hecho extensivo esto también a las envoltu ras arquitectónicas de la esfera humana, produciendo, por la disposición de un alfabeto de formas, un nuevo arte de la síntesis, una moderna gramática de la creación de espacio y una situación transformada del exis tir en el medio artificial412.
La expresión «revolución del espacio», que Cari Schmitt utilizó para las consecuencias políticas del tránsito a la era del dominio del aire413, habría
*Aufenthalt: estancia, residencia, permanencia o demora en un lugar. (N. del T. ) ** Wohnen. (TV. del T. )
383
que reservarla objetivamente para ese suceso, si no hubiéramos reclamado que se renuncie al concepto de revolución, porque constituye una descrip ción fallida, cinéticamente descaminada y políticamente desorientadora, de procesos de explicación. Lo que Schmitt tenía a la vista pertenece a un complejo de fenómenos que hemos descrito como explicación del espacio aéreo por el terror de gas, el arma aérea, el air design y el air conditioning4H; tal complejo constituye el compendio de procedimientos (aerotécnicos, ar tilleros, aviónicos, pirotécnicos, fotográficos, cartográficos), cuya suma pro duce lo que se denomina soberanía aérea o dominio del espacio en la ter cera dimensión. Su prosecución en la técnica electrónica lleva al control sobre telecomunicaciones, alias «dominio del éter», con la consecuencia, comentada a menudo, de que el espacio pasa a un segundo plano, provi sionalmente, en favor de un primado del tiempo. Pero sólo puede aferrar se a la idea de que «pensar el espacio», en general, sea algo superado des de entonces, quien se deje impresionar demasiado por las declamaciones que, en ese sentido, circulan desde los años veinte del siglo pasado. Ya en 1928, el narrador inglés E. M. Forster ponía en boca de un personaje de su narración posthistórica de ciencia ficción, La máquina se para, esta frase: «Sabes que hemos perdido la sensación del espacio. Decimos “el espacio está borrado”, pero no hemos borrado el espacio, sino la sensación de él»415. La tesis del primado del tiempo es una de las formas retóricas de las que se reviste la intimidación por la Modernidad. Quien se rinde a ella se arriesga a perder un acontecimiento clave del pensamiento contemporáneo, que se discute b¿yo el título de «retomo del espacio»416. Michel Foucault: «Quizá la época actual vaya a ser, ante todo, una época del espacio. . . ».
La auténtica «revolución del espacio» del siglo XXes la explicación de la estancia o de la demora humana en un interior por la máquina para ha bitar, el diseño del clima, la planificación del medio ambiente (hasta lle gar a las grandes formas, que llamamos colectores), así como la exploración de la vecindad con las dos estructuras espaciales inhumanas, antepuestas y asociadas a la humana, la cósmica (macro ymicro) yla virtual. De hecho, para hacer explicable la estancia de personas en lugares habitados, fue ne cesaria nada menos que una inversión de la relación entre primer plano y trasfondo en lo que se refiere a las condiciones del alojamiento humano. Dicho bajo la perspectiva yen el tono de Heidegger: el ser-en-algo-absolu- to hubo de ser dislocado antes de que pudiera tematizarse expresamente como habitar-en-el-mundo. Mientras que tradicionalmente los habitáculos
384
constituían el trasfondo sustentador de procesos vitales, en el aire cortan te de la Modernidad la inversión del mundo417también alcanza a la exis tencia «mundano-vital». Las obviedades del habitar ya no consiguen man tenerse en el trasfondo. Aunque no siempre proyectemos casas y viviendas al vacío: habrán de formularse en el futuro tan explícitamente como si fue ran los parientes más próximos de la cápsula espacial.
De aquí se sigue la definición de la arquitectura de la Modernidad: es el medio en el que se articula procesualmente la explicación de la estan cia humana en interiores construidos por el ser humano. Según ello, la ar quitectura representa desde el siglo XIX algo que en el decenio previo a la revolución de Marzo de 1848 se hubiera denominado una «realización de la filosofía». Por hablar de nuevo con Heidegger: la arquitectura consuma la localización [Er-Orterung] del ser-ahí. No se contenta con ser el peón, más o menos preocupado por el arte, de la construcción humana de ha bitáculos, cuyas huellas pueden seguirse hasta los arrangements arcaicos de lugares de acampada, cuevas y chozas. Reformula los «lugares» en los que puede tener lugar algo así como el habitar, quedarse y estar-consigo, bajo condiciones de alta auto-referencia, alta mediación de dinero, alta legali- formidad, alta interconexión y alta movilización. De esos lugares sabemos ahora que ya no pueden pensarse durante más tiempo sólo como el aquí y allí en un «mundo de la vida». Bajo las condiciones vigentes, un lugar es: una porción de aire cercada y acondicionada, un local de atmósfera trans mitida y actualizada, un nudo de relaciones de hospedaje, un cruce en una red de flujos de datos, una dirección para iniciativas empresariales, un ni cho para auto-relaciones, un campamento base para expediciones al en torno de trabajo y vivencias, un emplazamiento para negocios, una zona regenerativa, un garante de la noche subjetiva. Cuanto más avanza la ex plicación, tanto más se parece la edificación de viviendas a la instalación de estaciones espaciales. El habitar mismo y la producción de sus recep táculos se convierte en un deletreo de todas las dimensiones o compo nentes que se han ensamblado en la isla antropógena, creciendo juntos originariamente; en ello, la descomposición de condiciones de vida com pletamente aglutinadas, y su remodelación racional, puede llevarse hasta el valor límite de la repetición de la isla-mundo humana, en general, en un apartamento para un único habitante.
Es, sobre todo, la movilidad moderna del tráfico de personas y mer cancías la que ha creado condiciones de percepción y diseño radicalmen
385
te distintas para todo lo que se refiere al habitáculo humano. Sólo desde que parte de la humanidad, a la que afectó primero la Revolución Indus trial, se ha abierto camino laboral en Europa y en Estados Unidos, libe rándose de su condición agraria, y se ha convertido a un modus vivendi se- mi-nómada, multilocal, puede apreciarse qué lleno de condicionamientos estaba el antiguo modo de habitar en los pueblos y dominios de la época agraria. Todo el saber que llevamos en nosotros sobre viviendas y costum bres, procedente del antiguo inventario, refleja un hábito de habitantes en patrias natales, patrias políticas y regiones, que fue perfilándose durante el reino de diez mil años del sedentarismo, y cuyos sedimentos formales y ma teriales se presentan en forma de arquitecturas de casa, pueblo y ciudad, transmitidas históricamente. Este universo pertenece a una vida detenida, que, a causa de su encogimiento en estrechas delimitaciones de campo y ritmos cansinos, no fue capaz de dar cuenta adecuada de los motivos y con diciones de su comportamiento habitacional. Nunca tuvo una razón sufi ciente para ello, por no hablar de la falta de medios.
En este asunto la época actual no sólo posee la ventaja de la explicitud; el ángulo de la reflexión ha cambiado lo bastante como para provocar una atención crónica, analíticamente productiva, a cuestiones de estancia y de hábito. Hoy se puede decir tranquilamente que la vida en el sedentarismo sucedía demasiado despacio, demasiado encorvada sobre sí misma y de masiado orientada al modelo de las plantas, como para poder manifestar se en sus formas de habitar con la desterritorialidad imprescindible para el conocimiento teórico. Mientras se mantuvo en el poder la condición se dentaria de mundo, el dicho de Varrón, que el campo era de origen divi no y la ciudad, por el contrario, un aditamento de mano humana, cir cunscribía todo el horizonte: ello quería decir que sólo pueden saber qué significa estar en casa aquellos habitantes de ciudades que consideran sus residencias ciudadanas como segunda vivienda, mientras honran como hogar patrio sus villas en el campo. El ser humano de ciudad tiene que creer de sí que en realidad es sólo una planta trasladada de sitio; y las plan tas no habitan en ninguna parte, echan raíces (y plantas con raíces dupli cadas resultan, en verdad, un tanto híbridas). Sólo desde la aparición de las modernas condiciones de tráfico -entendiendo tráfico como explica ción de movilidad y telemovilidad- surgieron alternativas reales arquitec tónicas, técnico-transportistas y existenciales al hábito post-neolítico de ha bitar, alternativas que consiguieron, por fin, traer luz al eterno claroscuro
386
del sedentarismo. Ahora se puede positivar el escepticismo frente a todo lo adherido al suelo; el concepto de desarraigo adquiere sonoridad y pue de ser presentado como una exigencia. Desde ese corte histórico es ex- presable que el habitar tradicional en los así llamados hogares patrios no representa en absoluto la norma y protofigura universalmente válida del demorarse en un lugar, como, incluso en estos tiempos, enseñan ciertos pietistas del habitar. Ese demorarse es el modo tenaz, pero superable, de estancia en un lugar de seres humanos a los que retiene algo.
1El estar-retenido; lugar de parada y almacén
Desde que la Modernidad ha elaborado formas arquitectónicas espe ciales para asistir a seres humanos en situaciones en las que están reteni dos, puede decirse en un lenguaje frío qué son esencialmente los habitácu los. Pertenece a los característicos gestos confortantes de la Modernidad el que fuera capaz de crear, para viajeros sin enlace inmediato, las formas ar quitectónicas, nunca vistas, de lugares de parada protegidos y salas de es pera climatizadas, como si le importara admitir que a los seres humanos les resulta la espera demasiado ingrata como para no aventurarse al in tento de aminorar sus apuros con un mínimo de confort. Con suficiente libertad de abstracción puede reconocerse que, en principio y la mayoría de las veces, también las casas son lugares de parada; con mayor exactitud: salas de espera, en las que se pasa el tiempo hasta la llegada de un acon tecimiento exactamente previsto.
No es ningún enigma irresoluble saber de qué se trata en el caso de los esperantes más antiguos: la casa del ser humano neolítico es una sala de espera en la que permanecen sus moradores hasta que en los campos al la do del pueblo llega el momento por el que uno se ha tomado la molestia de la espera: el instante en el que los frutos plantados son aptos ya para consumir, almacenar y volver a sembrar. Por lo que sabemos, ha sido Vilém Flusser quien contextualizó topológicamente y escribió formalmen te esta constatación aparentemente trivial, pero nunca antes formulada ex- presis verbis. Las casas son salas de espera en lugares de parada. No fue ca sual que esto ocurriera en el marco de una especulación sobre las metamorfosis del espacio de vida, producidas por los descubrimientos del espacio cósmico más distante y del espacio virtual.
387
Parada de autobús en Aquisgrán, «La garra», diseñada por Eisenman Architects, realizada por JC Decaux. Foto: Christian Richters.
Las casas son lugares de parada para vida retenida, y ofrecen un sitio a la irrupción del tiempo en el espacio: esta expresión es la figura expli cativa de la más recóndita obviedad con respecto a la estancia del ser hu mano en habitáculos. Puesto que regresa desde la reserva más honda, constituye la penetración o comprensión más profunda en la historia de la reflexión sobre el construir, el habitar y la vida alojada. Desde el pun to de vista de la filosofía de la cultura, resulta útil porque define la casa desde el servicio de alojamiento que presta a los sedentarios; es antro pológicamente fecunda, porque interpreta el sedentarismo como un exis- tencial de la espera al producto agrario (lo que, pace Heidegger, no sig nifica ni el trato cuidadoso con el útil, ni la marcha adelante hacia la muerte). Además de esto, la tesis de Flusser contiene perspectivas tera péuticas, porque une el diagnóstico sobre el ánimo fundamental de la vi da retenida con una esperanza de cambio de ánimo por nuevas ofertas de movimiento. Hasta ahora habitar significaba esencialmente: no-poderse- ir-fuera. ¿Cuánto no puede devenir todavía el ser humano, un ser que ha
388
bita, cuando experimenta que habitar significa poder-ser-aquí-y-en-cual- quier-otra-parte?
Cuando se habita more rustico en casas se desarrolla un clima interior tal como corresponde a una vida retenida, señalada por una resignación uni forme y una confianza impuesta. En esta situación, el aburrimiento es la to nalidad en la que el ser interpreta sus piezas. Como sucede con toda músi ca popular, hay que haber nacido en ella para encontrarla soportable. Que, desde el punto de vista de la profundidad, tiene que estar en orden lo que de todos modos no podría cambiarse aunque se quisiera: esa postura fren te a la totalidad de los hechos que significan el mundo constituye la carac terística de la vida en culturas que edifican terrenos. Quien, desde el pun to de vista de la historia de la civilización, busque la fuente del «primado del objeto» puede cerciorarse aquí de ella. Mientras se esté en casa en una forma de mundo, en la que summa summarum no se pueda cambiar nada de todo lo que es el caso, las cosas reales y sus entrelazamientos, que constitu yen las circunstancias dadas, tienen prioridad absoluta frente a los meros objetos de deseo. Esto constituye, psicológicamente, la matriz de la depre sión maníaca o del abatimiento iluminado por pequeñas esperanzas. En es ta situación, el saber que cuenta siempre va teñido de sumisión a lo que irremisiblemente existe así-y-no-de-otro-modo. En ese ámbito de disposi ción de ánimo se ha movido la vida sedentaria durante toda una era. Efec tivamente, quien cultiva algo ha de saber esperar; a quien le sale mal lo pre visto ha de estar dispuesto una y otra vez a comenzar de nuevo.
El año de los campesinos es un adviento agrario. Su resultado psíquico es la vivencia religiosa del tiempo: por el pensar en conceptos de siembra y cosecha adquiere carta de naturaleza la unión de venida y complacencia por ello, con la que enlaza todo pensar tipológico con su dual de prome sa y cumplimiento. Sea lo que sea lo que crezca en los campos del devenir: siempre se preguntará, con razón, de qué siembras proceden las cosechas. Por sus frutos conoceréis la siembra. En el antiguo mundo sedentario, pensar o ser sabio en contextos amplios no significa otra cosa, en princi pio, que prestar atención al conjunto de los hechos concernientes a la ma duración cuidada.
Aquí hay que recordar que la palabra del antiguo alto alemán bur no significa sólo la casa, el cuarto o la celda, sino también lajaula en la que se mantiene la volatería; en sueco significa arresto. En la palabrajaula puede comprobarse lo que posiblemente sucede a los arrestados por el creci
389
miento de las plantas. Quien acepta esperar a la planta tiene que instalar se en unajaula en la que domina la lentitud. Por eso la primera casa es una máquina para habitar un tiempo que se hace largo. Como centro de de tención para el cuidado de los ciclos de maduración, la casa de labor crea el inconfundible apego de los habitantes a los terrenos edificados. De ahí surge, como su primera plusvalía metafísica, la confianza mundana en la naturaleza como repetición. En ese régimen se sabe en cada momento pa ra qué se está ahí; el acontecimiento, a causa del cual se soporta la situa ción general, seguirá siendo siempre el mismo. Uno pasa el año para ce lebrar el sacramento de la physis, esta vez igual a todas.
Así pues, habitar significa, al principio, existir pendiente de la cosecha en una estación de cereales. Una vez al año pasa el tren del grano y para ante nosotros. Si hasta ahora hemos permanecido en vida, es porque con tamos con el privilegio de la estación y quedamos en el ámbito de un tra yecto fértil. Una vez introducido el cargamento comienza un nuevo ciclo de espera, asegurado por las reservas de la última cosecha. Si alguna vez fa lla el tren, a causa de una mala cosecha o de disturbios políticos, domina la escasez y arroja a la miseria a quienes no saben más que esperar. En cuanto se perturba la conexión de habitar y esperar, como tradicional mente sucede en períodos de crisis militar y sistemáticamente desde la Re volución Industrial con sus consecuencias de des-agralización de la vida, puede suceder que los existentes pierdan su orientación en el decisivo ins tante placentero de la cosecha. ¿Qué sucede si llega el verano y en los cam pos ya no queda nada que recolectar? En su analítica del aburrimiento*, Heidegger describió evocativamente esa amenazante posibilidad:
Ese hacerse largo del momento manifiesta el momento del ser-ahí en su indeter minación absoluta, jamás determinable. Esta indeterminación apresa al ser-ahí, pe ro de manera que éste, en todo ese momento largo y alargado, no puede concebir más que está retenido en él y a él. [. . . ] El hacerse largo significa una desaparición de la brevedad del momento? ,8.
Lo que aquí tematiza Heidegger es el terror al paro, que se muestra co mo no-tener-nada-que-hacer. La brevedad [o entretenimiento] del mo-
* Langeweile, literalmente: instante o momento o lapso de tiempo largo, que se hace lar go. (N. del T. )
390
mentó sólo tiene una oportunidad de enseñorearse de nuestra vivencia del tiempo cuando nos vemos implicados en ese instante fértil, que nos dice por sí mismo lo que hay que hacer ahora. El imperativo categórico de la ontología agraria: ¡interésate por la cosecha! sólo puede seguirse mientras exista una tensión razonable entre previsión y cumplimiento.
Según eso, la casa de los primeros campesinos sería un reloj habitado. Es el lugar de nacimiento de dos tipos de temporalidad: del tiempo que va al encuentro del acontecimiento, y del tiempo que, como si anduviera en círculo, sirve al eterno retorno de lo mismo. Las casas se diferencian de las cabañas, con las que durante mucho tiempo siguen estrechamente empa rentadas, y a menudo tan semejantes que se las confunde, por su perte nencia al primer proyecto: la conexión de siembra y cosecha. Es verdad que la casa contiene la cabaña primitiva y la supera en tanto que adopta sus funciones: cobijo del sueño, protección del tiempo e insectos, disposi ción de una esfera de retirada para lo sexual y de una esfera de confort pa ra situaciones de digestión pesada. Al contrario, la cabaña no puede con tener nunca la casa porque no tiene proyecto alguno de cosecha y se agota en proporcionar abrigo día a día. (De ahí la atracción de la existencia en la cabaña para civilizados, agotados en proyectos, que se enjambran du rante sus vacaciones en tiendas de camping y caravanas, retirados en con- tainers, que no obligan a sus habitantes a la espera de un producto, y en los que pueden hacerse parrilladas, ver la televisión, copular y olvidar el pro ducto nacional bruto. ) Por lo que respecta a las famosas excursiones de Heidegger a la cabaña de Todtnauberg, llamar así a ésta es falso, porque en realidad se trataba de un granero dedicado al aporte de cosechas pro venientes de lo insólito. De la cabaña sobre ruedas resulta en el siglo XX la caravana, a la que Flusser ha saludado como indicio de que habríamos lle gado al final de la nueva edad de piedra: un bellaco quien haya de poner aquí algún reparo estético41'.
El tiempo ligado a las casas se divide en tiempo de espera y tiempo de maduración, previsión y presente real, de donde épocas posteriores dedu cen la dualidad de lo crónico y de lo cairótico, incluidas semanas amargas, fiestas alegres. Así como en la casa, como tal, el tiempo se divide en dos modalidades, el régimen doméstico lo hace según su tipo de edificación: al lado de la casa para la espera, en la que los seres humanos residen, la mayoría de las veces en estado de pobreza relativa, se construye el alma cén, la casa de la abundancia, donde se guarda el valor comestible, la po-
391
Prominencias de toba preparadas para viviendas
en Capadocia. Aquí, junto a las viviendas, se encuentran palomares, graneros, cavidades-despensa y tumbas.
sibilidad de futuro, la liberación colectiva del hambre y de la necesidad. Este campo de fuerza, en el que las provisiones, los dioses y el poder, jun to con su máquina de guerra, se mezclan, configurará en la época de los imperios ciudadanos el centro energético de la ciudad.
Ambas formas de edificación corresponden, cada una a su modo, a las estructuras temporales del ser-ahí domesticado. La casa de las provisiones es un reloj de grano, que funciona durante todo un año y transmite al co lectivo de usuarios una promesa de supervivencia de esa misma duración; mientras que las casas de vivienda cumplen, sobre todo, con su condición de máquinas de espera. Al bicameralismo de las casas del tiempo corres
392
ponde una bipartición de los caminos y movimientos que pertenecen al primer habitar doméstico: por un lado, caminos que conducen de los cam pos a la casa de las provisiones y que sirven para la cosecha, para la reco lección, el almacenaje; por otro, caminos de retorno de las provisiones a la casa, que se utilizan para el reparto, la dispersión, la consumición. En los primeros se produce lo público y común: razón por la cual hasta hoy día la publicación va unida al gesto esencialmente bello del incremento de la propiedad común; en los segundos, lo doméstico y privado: razón por la cual la traída a casa de objetos que se han procurado fuera cuenta entre los gestos originarios de la vuelta enriquecida a lo propio420. (A ello se aña den terceros caminos, que conducen de las casas a los campos y de los cam pos a las casas; se trata de aquellos que después serán los que conduzcan al lugar de trabajo y traigan de vuelta, caminos ingratos que sirven, con otros medios, a la prosecución de la espera de los ingresos. )
A quien tiene acceso privilegiado a las provisiones le resulta más fácil pensar que habitar tiene que significar más que esperar a la próxima co secha. El almacén lleno inspira el ánimo desbordante de señores filobáti- cos, eruptivos, amigos de iniciar campañas, que pueden mantener bagaje y séquito asilvestrado. Hacen expediciones para aumentar sus radios de ac ción y manifestar su excéntrica energía, mientras que los campesinos, los de barro, con la mirada puesta siempre en el futuro de grano, no pueden hacer otra cosa que seguir su condición de espera y sedentarismo. Desde que existe la plusvalía agraria y su santificado reparto desigual, las «socie dades» se dividen entre los tranquilos, que están quietos y sirven, y los in tranquilos, de miras más amplias, que montan historias. Los últimos son quienes elaboran primero proyectos más allá del año. Frente a la ligazón al lugar de aquellos que desarrollan su trabajo en el campo, a nivel ali menticio y en estado de espera, está la movilidad de señores bien abaste cidos, que se apoyan en provisiones suficientes como para vivir expresiva y agresivamente. En su caso, la espera a la madurez del grano se amplía a la espera de la madurez de la victoria, más allá de estación y año. En cir cunstancias de mundo posteriores, la espera a los resultados y cifras en ge neral se concibe de forma nueva como tiempo de proyecto y espacio de tiempo de negocio.
El mundo campesino sólo conoce el adviento, no el proyecto; su razón surge de la meditación sobre la planta útil y sus analogías cósmicas. Sólo por el hecho de que tiene lugar la sementera, ya se prefigura también en
393
el universo campesino el proceder inversor, con el que toma forma en el tiempo la introducción de la idea de ganancia; aunque esa idea de ganan cia permanezca aún discreta y en el trasfondo. Para el mundo agrario, hoy casi hundido, y en principio sólo para él, puede valer la observación de Heidegger: que la precaución o la economía [das Schonen] constituye el «rasgo fundamental del habitar»421. Así habla al final de la era sedentaria pasada el último profeta del ser-como-las-plantas. Por una mirada retros pectiva a su gigantesca obra se entiende que él fuera el proto-ontólogo, transferido al final de su época, del abrirse y dejar crecer vegetativo. En me dio de producciones, inversiones y bombardeos sin número, el pensador más grande de la antigua Europa, dudando en el límite entre mundo de crecimiento y mundo de proyecto, sigue concibiendo la aparición nada es pectacular de la madurez como el arquetipo del acontecimiento decisivo.
El ser-ahí, entendido desde el modo de alojamiento campesino, evoca el estado de ánimo fundamental de la paciencia endeudada, de acuerdo con la cual tanto los individuos como las familias y los pueblos han de en tenderse como seres-a-la-espera. En la espera se imprime su ethos en la vi da retenida en ella: que haya que dejar de utilizarse por algo que tiene mayor contenido ontológico y mayor poder temporal que ella misma. En este régimen, la vida individual, como calmo consumidor de su propio tiempo, se convierte en consumido por parte de una magnitud superior, da igual que lleve el nombre de familias, pueblos, dioses o artes. Con ello queda perfilada la situación fundamental del sentir metafísico tradicio nal: quien espera que las cosas maduren piensa irremisiblemente en una cosecha de tipo superior, en la que él mismo es esperado como un grano maduro. La sabiduría del homo metaphysicus está en el lema: «cosechar y dejarse cosechar».
2 Receptores, instalaciones de habituación
Con la explicación de la estancia como espera a lo maduro, ha entrado en su primer estadio el trabajo de reconstrucción técnica del elemento en el que los seres humanos viven, se mueven y son. Desde éste se desarrolla un segundo estadio, cuya señal característica aparece en cuanto la espera a lo que madura se amplía a signos que anuncian lo que se acerca y suce de junto a nosotros. La Modernidad ha proyectado la espera receptiva de
394
Tatsumi Orimoto, ¡ti the Box, 2002.
signos en artificios técnicos, tales como aparatos de radio y teléfonos, cuya existencia permite decir retrospectivamente lo que las casas humanas han sido siempre desde otro punto de vista, a saber: estaciones receptoras de misivas desde lo insólito. Heidegger, a quien más sigue debiendo la feno menología del habitar (junto con sus sucesores Bollnow y Schmitz), ha de finido la conexión entre el habitar y la espera a signos de lo desacostum brado como matriz de la receptividad religiosa o contemplativa:
Los mortales habitan en tanto esperan a los divinos como los divinos. Esperan zados, Ies achacan lo inesperado. Esperan la señal de su llegada y no ignoran los signos de su falta. . . En la desgracia aún esperan la gracia substraída42.
Traducido a expresiones más profanas (y prescindiendo de que se tra ta de paráfrasis de la teología poética de Hólderlin), de ello resulta el enunciado: que los seres humanos habitan instalados en una trivialidad tal que sólo ella les permite diferenciar lo no-trivial. Esta diferenciación no se hace por un juicio teórico, sino mediante la buena voluntad y capacidad de la vida estructurada por costumbres para emprender algo con lo desa
395
costumbrado, aunque nada más fuera extrañarse y hablar de ello. En una primera lectura esto significa que los seres humanos, encerrados en sus ha bitáculos, están buscando liberarse de la trivialidad. Este universal escéni co alcanza hasta la vida moderna de apartamento, donde el estar sentado allí, en lo propio, va unido a la espera de que alguien llame. Esta sospecha, manifestada a menudo, tiene un núcleo de verdad: la caída del primer hombre por el pecado original es idéntica al modo de vida sedentario. Los afectados entienden que llevan otra vida que aquella para la que han sido creados. Sin embargo, casi nadie puede acordarse ya de qué «sería otra co sa». Dios y los nómadas todavía pueden hacer lo que quieren, son totaliter aliterpara los sedentarios.
Una carga de la vida doméstica es que sigue entregada a la pobreza de estímulos. Cuando genera excedentes de sentido y expresión fluyen al oráculo, al adorno, en imágenes interiores y exteriores. En sus momentos fecundos la vida detenida produjo frescos en el techo con caídas al infier no y cascadas de mujeres desnudas. En otros tiempos la vida a la espera se especializó en la construcción de catedrales, lugares de parada o estacio nes monstruosas, que obligan al cielo a aceptar pasajeros humanos. La ins titución de la hospitalidad, codificada en muchas culturas religiosamente, se remonta a la posibilidad de recibir al huésped en la propia casa como signo de lo desacostumbrado, cuando no directamente ya como «mensa
jero-señal de la divinidad»423. ¿No ha habido algún momento en que un re cién llegado anodino se convirtiera realmente en el salvador anunciado? Pero, dado que el apetito de señales a través de huéspedes no puede satis facerse solo, innumerables sistemas mánticos ofrecen sus servicios para do tar a la vida del necesario plus de signos. Mientras menos vivencias tienen los sedentarios, más les sirve lo extraordinario como alimento básico. No sólo de pan vive el ser humano, sino de cualquier indicio de que algo su cede también en cualquier parte. Cuando llega un día en que las señales procedentes del más allá ya no resultan aceptables, se las sustituye por no ticias de periódico, novedades editoriales y signos del tiempo.
En una segunda mirada se muestra que hay que explicitar las viviendas en un sentido mucho más radical aún que como receptores. La función de los receptores es clasificar lo que llega en significativo y no significativo, e impedir, así, la implosión anímica que aparece cuando todo o nada es in formativo. En ese sentido, las viviendas son estaciones terapéuticas ontoló- gicas para seres que pueden enfermar de insuficiencia de sentido: filtros
396
frente al nihilismo, sanatorios para el tratamiento de trastornos del aparato significativo. Desde el punto de vista de esta comprensión onto-sanatorial del habitar coinciden Heidegger y Vilém Flusser, que, como pioneros de una hermenéutica de la falta de patria, tomaron, por lo demás, caminos di ferentes. Mientras que Heidegger creyó ver en la falta de patria un sino epo- cal del «ser humano moderno», sino que uno no puede percibir sin lamen tarlo o, en todo caso, sin una nota de meditación heroica, en caso de darle un giro positivo, Flusser, en sus reflexiones sobre su propio destino de emi grantejudío, optó por la desmitificación de la patria o del suelo patrio, más aún: por un concepto agresivo de existencia en la falta de suelo, en general. Esta elección se apoya en un argumento de la filosofía de la información:
Se considera la patria como el lugar relativamente permanente, la vivienda co mo el mudable, trasladable. Lo contrario es lo correcto: se puede cambiar de pa tria o no tener ninguna, pero siempre hay que vivir en no importa qué parte. Los clochards parisinos viven bajo puentes. . . y, por muy terrible que pueda sonar, se vivía en Auschwitz.
Me construí una casa en Robion para vivir allí. En el núcleo de esa casa está mi escritorio acostumbrado con el acostumbrado aparente desorden de mis libros y papeles. Alrededor de mi casa está el pueblo, al que me he acostumbrado, con su acostumbrada oficina de correos y su tiempo acostumbrado. Alrededor de ese en torno cada vez resulta todo más desacostumbrado: la Provenza, Francia, Europa, la Tierra, el Universo. . . Estoy sumergido en lo acostumbrado, para recoger ahí cosas desacostumbradas y para poder hacer cosas desacostumbradas. Estoy sumergido en la redundancia para recibir ruidos como informaciones y para poder producir in formaciones4'1.
Robion, el pueblo provenzal de Flusser, tiene buenas perspectivas de entrar en la historia de las ideas como contrapunto a Todtnauberg, por que ha cobrado merecido honor como pueblo modélico en la explicación de la estancia por la nueva lógica de la intimidad del hogar. Así como an tes hablamos de inversión del mundo en el contexto de una reflexión to- pológica sobre ecología y cosmonáutica425, a la vista del efecto-Robion habría que hablar ahora de una inversión de la vivienda: según la cual el habitar ya no puede valer como función de la patria; el ser-en-la-patria es, más bien -se entiende tarde-, un efecto secundario, tan comprensible co mo problemático, del habitar.
397
it (Stanislas Zimmermann/Valérie Jomini), living unit, it design, www. it-happens. ch, 2000.
A la luz del análisis semio-ontológico, la vivienda aparece como gene rador de redundancia o como máquina de hábito, cuya tarea es dividir en familiares o no-familiares la masa de las señales que llegan «del mundo», candidatas a ser significativas. En este sentido, la vivienda es una agencia para la determinación de señales utilizables. No se puede estar en casa an tes de que se forme una unidad casi inconsciente con las cuatro paredes propias y con todo lo que las amuebla.
362
Axel Thallemer para Festo Corporate Design, Airquarium, 2000 (32 ni de diámetro, 8 m de altura). Se estabiliza mediante un depósito de lastre alrededor.
sión de arrastre que una a los miembros del grupo unos con otros y los comprometa en tareas tipificadas, se consigue, en primer término, me diante expectativas preformuladas de todos con respecto a todos y de in dividuo a individuo. Cuya forma lingüística sea la intimación, así como la escalada hacia la amenaza en caso de conflicto y decepción. Por eso, no se han descrito adecuadamente los colectivos mientras no se muestre por qué canales fluyen los ríos de órdenes en su interior. A su estructura mo ral pertenece un acuerdo sobre quién ordena a quién, y quién y cuándo está autorizado a amenazar a quiénes. Soberano es quien detenta el dere cho de amenazar. Una amenaza se define científico-estratégicamente co mo un «consejo armado»*8*; sociológicamente se describiría como una re comendación reforzada por la sanción.
Desde el punto de vista de la nueva lógica de formas de Buckminster Fu- 11er -o, mejor, desde la perspectiva que se puede ganar por sus analogías morales-, las «sociedades», tanto las primitivas como las desarrolladas, son tensegridades de expectativas, es decir, multiplicidades de condiciones de vivienda y acciones reguladas, que se consolidan por medio de intimacio nes y amenazas. En ese contexto llama la atención que el modo de hablar extendido de «presión de la expectativa» se basa en un préstamo tomado de una estática sobrepasada, porque las expectativas de grupo normaliza das no manifiestan carácter de presión alguno, sino que actúan por trac-
363
Yutaka Muraka, Pneumatics in Pneumatics, Exposición Universal en Japón, 1970.
ción*, en tanto que la llamada de la ambición y estima propia, así como la tentación mimética, pueden adscribirse a ese modo de transmisión de fuer za. Sólo ante la amenaza manifiesta entran enjuego análogos de la presión, que, por eso, se reservan para el estado de excepción. La cultura es, en principio y la mayoría de las veces, el no-dejar-libre de las tensiones que crea el esfuerzo de tracción, por las que los miembros de un colectivo se li gan a regularidades propias del grupo. La vigencia del derecho y las cos tumbres dentro del grupo ejercen un permanente estímulo autoestresante sobre los miembros y coloca al colectivo en una vibración simbólica, que con lo mejor que se podría comparar es con la temperatura corporal, en dógenamente estabilizada, de un ser vivo de sangre caliente. Lo que en los organismos aporta la calidez de la sangre lo producen en las unidades so ciales los temas estresantes. Dado que los grupos siempre proyectan algo, sean trabajos o fiestas, guerras o elecciones, y que continuamente se sien ten provocados por algo, sean catástrofes naturales, acciones enemigas, de litos o escándalos, subvierten constantemente el material temático que uti lizan, para ponerse de acuerdo sobre su coyuntura o, mejor dicho, sobre su
' Zug arrastre, tirón, incluso atracción. (N. del T. )
364
situación de inmunidad o su estatus de estrés. Con ayuda de sus temas ac tuales el grupo se mide a sí mismo la fiebre; por su fiebre recompone su unidad operativa como contexto de provocación, endógenamente cerrado.
Los colectivos se agitan en una excitación continua, generada interna mente, que hace del estrés normativo su tono normal. Pertenece a «lo oculto de la salud»389en los grupos el hecho de que éstos, la mayoría de las veces, no noten y apenas tematicen su tensión de fondo nomotópica: sólo en sus márgenes anárquicos se habla, a veces, con precaria expresividad, de la revocación de la obediencia a las normas y de la voluntad de rendi miento390. Incluso la antigua China no constituía excepción alguna a esa regla, a pesar de que desde el punto de vista de observadores externos pa recía doblegada ante un despotismo sin par de las costumbres; a la moda lidad china del ser-en-el-mundo pertenecía un entrenamiento para consi derar la tensión disciplinar propia como lo más normal del mundo. Entre los siglos XVI y XX, visitantes occidentales percibieron algo parecido en el implacable formalismo de las costumbres japonesas. La represión de los estresores normativos a lo subliminal se produce porque el grupo incrusta en rutinas sus expectativas de acción.
Una rutina es la forma del esfuerzo esperado, vaciada dentro por re petición y hecha, así, imperceptible. En su teoría fundamental antropoló gica, Arnold Gehlen ha mostrado la importancia sobresaliente de las ex pectativas normalizadas de esfuerzo, compendiándolas en el concepto de instituciones: entendiendo por institución el compromiso permanente lo grado entre cargas y descargas; la institución es el prototipo de una «ten sión estabilizada»391. Este concepto de instituciones se puede interpretar como un alegato en favor de mantener inconsciente el orden, en el que entra enjuego una concepción de inconsciente dirigida a lo latente, no a lo reprimido. (Pero así como el inconsciente personal sabe de un retomo de lo reprimido, así lo latente, de un retomo de lo paradójico. ) Es verdad que, de acuerdo con este modo de concebir las cosas, los individuos han de dedicar toda su existencia a los ordenamientos en los que viven, pero, a la vez, esos ordenamientos evitan a los individuos el esfuerzo de decidir se expresamente tanto por ellos como por una opción personal. En tanto que cargan, descargan. En tanto descargan, liberan energías para un nue vo compromiso en tareas o muñeracomunes. Aquí sale a la luz, de nuevo, la importancia fundamental del concepto de regla, porque es la objetivi dad de la regla la que libera tanto a los individuos como a los grupos de la
365
R. Buckminster Fuller, The Neckless Dome, 1950.
miseria de la falta de forma, así como de la exigencia de originalidad cons tante.
Pero, por más que el teorema de las instituciones de Gehlen, como po tencias de orden efectivas en el trasfondo, corresponda a un estado de áni mo extendido en el siglo XX, que prefiere representarse los ordenamien tos como infraestructuras discretas y a los guardianes del orden como funcionarios, que como mejor cumplen su función es sirviendo y callando, sólo permite una percepción tuerta de las relaciones fundamentales no- motópicas. Esto es, el nomotopo también posee la mayoría de las veces un lado visible, contrario a la propensión al ocultamiento del poder y el do minio en rutinas sordas. Como una magnitud autoimpresionante, autoin- timidante, el grupo, insuflado por las normas, vive de la fuerza performa- tiva de los rituales y de su impulso a manifestarse. En este impulso está la fuente de la majestuosidad política. Es, sobre todo, el sistemajurídico el que despliega desde los días de los romanos una teatralidad peculiar. Así como el poder no se las arregla sin sus epifanías, sean festividades, jura mentos de cargos, paradas militares, símbolos de soberanía o protocolos embarazosos, tampoco el derecho sin una escenificación precisa de su ce-
366
remonial; sobre todo en el caso de lajurisdicción, que en sus reglas dejue go procesuales constituye un compromiso entre instrucción de una causa y teatro. Ambos sirven para que se haga visible la autoridad, creadora de orden, que, desde siempre, no se contenta con dar a los individuos un em pujón motivacional por la espalda, inconscientemente, por decirlo así. To da cultura tiene su roca tarpeyana. En la época en que en Europa el poder legislativo, el poder que da las leyes o que las escenifica, puso de mani fiesto con mayor claridad sus potenciales dogmáticos, en el siglo XVII, ha blaba sin reservas del derecho como de un «teatro de la verdad y lajusti cia». De su dogmatismo derivaba una capacidad de rigor y severidad que pretendía que la vieran todos; y que tras las implosiones del superyó en la segunda mitad del siglo XX sólo puede percibirse ya como un escándalo in comprensible o como un vestigio petulante de la época del régimen per sonalista. Sólo algunos teólogos doctrinarios antiguo-europeos conservan un sentido para «majestad»392. Tendrían que ser los primeros en com prender por qué el Estado majestuoso, en sus épocas de esplendor, mostró tantos rasgos de gloria como rasgos de horror393. También los reyes son ad mirables cuando renuncian graciosamente a destruimos. A partir de los productos de decadencia del horror de la majestad se desarrolló desde el Romanticismo la estética política del riesgo de vida, que fue mistificada por la filosofía de la burguesía, después de Burke y Kant, como la capaci dad del ánimo humano de juzgar sobre objetos sublimes o estremecedo- res. No obstante, la alusión al lado habitualizado y casi inconsciente de la estancia en el espacio de normas tiene un buen fundamento objetivo. La objetividad y carácter de trasfondo de la regla evita el malentendido de que las «costumbres» o leyes tuvieran que servir a la autoexpresión de los individuos. Lo que modernamente se llama expresión sólo se hizo posible desde el trasfondo de instituciones simbólicas, devenidas obvias (por eso también incomprensibles) y automatismos culturales: sea porque los asi mila (consigue algo para poseerlo), sea porque estimula la rebelde dife renciación a la contra. Para el mundo de la expresión vale la regla de que los individuos han de discrepar de modo original de la regla. Cuando Me- fistófeles explica: «se siguen heredando leyes yjurisprudencias como una enfermedad eterna», ya habla como un expresivista burgués, que piensa que la forma es algo que crece de dentro hacia fuera (y que nos importu na como caso de «enajenación» cuando quiere valer como un hecho au tónomo). En el conflicto crónico entre la obediencia a la regla y la mani-
367
R. Buckminster Fuller
con una maqueta de tensegridad
en la Southern Illinois University, 1958.
festación de inclinaciones propias, Mefistófeles, de acuerdo con el nuevo espíritu del tiempo, se adhiere a la segunda opción.
Si uno se atiene a las informaciones del demonio de Goethe, él no di simula que se incluye totalmente en la Modernidad -en una empresa cul tural que ha emprendido la aventura de la renovación permanente de la
368
regla-, poco impresionado por los recursos románticos y católicos a lo fi jado establemente. Lo que se intenta aquí es nada menos que la supera ción de la tradición del mantenimiento por la tradición del aprendizaje.
En ello se oculta la idea, monstruosa para todos los conservadores hasta Gehlen, de que costumbres, instituciones, leyes, sintaxis y formas de vida son algo que se puede cambiar tan pronto como se pueda hacer mejor; presuponiendo que se entienda también la regla transformada como una regla que tiene vigencia. Precisamente esta concepción pragmática de ley es de lo que el miedo conservador a la subversión no quiso darse cuenta por nada del mundo hasta ayer mismo: le parecía que toda divergencia consciente de lo tradicional, de la norma y de la instalación fija (Nietzsche dice: de la «edad», «santidad» e «indiscutibilidad de la costumbre»394) in cluía ya el rechazo del orden en general, y que ahí se anunciaba lo peor: la huelga general contra la forma, el rechazo del ritmo, del tono, del fun damento institucional del mundo. De una «sociedad abierta de los intér pretes de la constitución» no se espera nada bueno en los círculos socia les. En consecuencia, los auténticos conservadores lamentan la pérdida del Estado fuerte o, en forma más decente, del orden del padre, del hijo y del significante.
Pero por ese recelo y por esa añoranza de lo majestuoso se malentien- de la esencia de los establecimientos de reglas en el nomotopo moderno: la vida bajo las reglas vigentes de una comunidad, precisamente cuando pretende ser moderna, quiere ser otra cosa que una mera «demora ilimi tada en el ámbito de validez de la ley»395; ya no piensa dejarse consumir por las circunstancias existentes sólo porque son circunstancias. Si no reza al dios del status quo, ni se arrodilla a priori ante lo establecido y estatal, no por ello cae en la anarquía del management que camina en el vacío. La vi da moderna quiere que la «regla de orden», que ella sigue, se entienda co mo expresión de un proceso de optimización, en el que ella misma parti cipa: de ahí el ánimo fundamental revisionista de los nuevos tiempos; de ahí también la nueva interpretación de esa regla en expresiones como «ca pital social» acumulado y «radios de confianza» a ampliar activamente396. Con todo esto, los ciudadanos del presente siguen interesados también en seguridades formales en las que se pueda vivir como nunca lo estuvo épo ca alguna que creyera en el ordo. Al contrario, más que cualquier civiliza ción pasada, plantean preguntas por la seguridad a todos los niveles y de sarrollan sus inmunidades del modo más articulado posible. Por muy largo
369
que haya sido el camino del absolutismo de las costumbres y formas a su liquidación en expresiones funcionales y creaciones espontáneas de re glas: los partidarios activos de la sociedad civil moderna, conscientes de los costes, lo recorren entero, a pesar de ellos, como si se tratara del curricu lum humanitatis en general.
En la Modernidad desarrollada los hechos nomotópicos se presentan como una cantidad de propuestas dietéticas políticas y privadas, que de muestran su eficacia como hipótesis de trabajo para la coexistencia del colectivo. Se podría utilizar para esto la expresión tardesiana «moda-mo ral» (morale-mode), suponiendo que por moda se entienda también la imi tación epidémica de lo razonable y práctico. La Modernidad no quiere ya saber nada de un fundamento numinoso del derecho (de la autoexalta- ción mística de las administraciones imperiales durante los dos últimos milenios). Tampoco le contradice el hecho de que entre nosotros aque llas hipótesis estén consignadas en la dicción cuasi-majestuosa de una constitución. Si se contemplan de cerca las circunstancias, puede obser varse que también las constituciones, en su núcleo, son inventos y com posiciones ocasionales397.
El carácter de tensegridad de la convivencia humana en el campo no- motópico de las asociaciones ya no estáticas y ya no estatizadas se pone de manifiesto sobre todo en la complejidad de la división del trabajo. Sin el esfuerzo de tracción proveniente de la lejanía, cuya efectividad se muestra en el derecho y la costumbre, no puede entenderse cómo es posible que los seres humanos resistan a la tentación de autoabastecerse en unidades pequeñas y se comprometan con una profesión en un colectivo de división de trabajo, que, como es sabido, sólo se sustenta a sí mismo cuando otros muchos hacen otras cosas complementarias en medida suficiente, hasta que de las relaciones diferenciales de las actividades en tensión divergen te surge el efecto mercado y, con él, la sociedad de intercambio. Lo que se llama mercado es una construcción de expectativas, que se ensamblan unas en otras, integrada por teletensiones. El «sistema de las necesida des»398adquiere sus cualidades mecánicas por la complementariedad de las producciones concretas, que se acoplan unas a otras desde lejos. Como si se tratara de una construcción moral de entramado, la tensegridad-in- tercambio crea nuevas demandas al ethos de quienes participan en el mer cado: no sólo exigiendo de ellos garantías de la cualidad del producto y se guridad de pago, incluido el uso leal de las monedas, sino, más aún,
370
Escalador de fachadas en tensegridad espumosa.
elevando el cálculo de las necesidades de otros seres lejanos a forma de pensar y de vida*9.
Probablemente, la capacidad de los seres humanos de existir en uni dades sociales más amplias no podría explicarse sin el efecto civilizador de las tensegridades-intercambio: ejercitarse en el interés por el interés de otros produce la circunstancia, antropológicamente altamente impro bable, de la solicitud por lo lejano, a la que maestros de moral posterio res añadirán la recomendación, más improbable aún, del amor al próji mo. Cuando ha de consumarse el paso de lo concreto a lo abstracto, de la existencia en grupos pequeños al formato imperial, siempre actúan, además de las metáforas del parentesco y de la morada40, las técnicas éti co-comerciales de tele-arriostramiento, con el fin de posibilitar una pri mera forma de « etilos universal». Entre los antiguos, fue Aristóteles quien trató más explícitamente de tales conexiones; presuponiendo que se pue da presentar nuestra teoría de las teletensiones morales dentro de la polis y del espacio-intex-polis como una nueva descripción del análisis aristoté
371
lico de la reputación ciudadana de los hombres y del poder regulador del prestigio.
Desde la solicitud burguesa por lo lejano, como interés crónico en el interés de otros, se desarrolla en la época del Idealismo alemán el llama do imperativo categórico: una intimación o advertencia formal, que, más allá de toda información más cercana sobre el contenido de su deber, im prime la siguiente regla a sus destinatarios: sólo has de querer la cosas de las que puedas querer que otros también las quieran; y ello para satisfacer el motivo universalista: todos los demás, y para corresponder al manda miento racionalista: todos los demás que son capaces de aceptar la razón, y están dispuestos a ello. Después de Kant, el ser humano responsable de sus acciones es el funcionario de su propia capacidad de juicio y, como tal, súbdito de la obligación de pensar correctamente. Inteligencia es obe diencia a los mandamientos inherentes a las capacidades, o, en el lengua
je del siglo XVIII, a las facultades del ánimo. Las madres solícitas de la épo ca burguesa expresaron esto en palabras de sentido semejante: ¡un talento también obliga a algo! Por eso depositaron su ímpetu creyente en su cria tura como una misión; con el resultado de que la afluencia de niños dota dos catapultó hacia delante el proceso civilizatorio. Desde que estas inver siones se han vuelto esporádicas, o ya no aparecen, el nomotopo moderno está superpoblado de deprimidos y mimados, abandonados por el deber y decepcionados del querer: hay en el paisaje un estado de ánimo de amor fismo colectivo, una falta de forma, a la que le encanta explicarse como de sencanto político (y que los moralistas carentes de medios teóricos gustan de interpretar como «nihilismo»). En tanto que Kant concibió legalifor- memente el deber, sancionó formalmente al individuo como el ciudadano universal o como el sujeto moral de la globalización, más exactamente: co mo el participante en el mercado mundial, para quien el interés en el in terés de los otros, en un nomotopo des-limitado, se hubiera convertido en segunda naturaleza. El imperativo kantiano ofrece la formalización extrema de la creencia en la productividad moral de teletensiones por división del trabajo. Expresa, a la vez, el supuesto de que el individuo razonable sería el ser humano total imaginario, que representara a la especie en su propia persona y acatara la misión que le encomienda de realizarse a sí mismo.
Tras la transformación del Idealismo alemán en la Teoría de Sistemas alemana, el imperativo categórico aparece reducido a la proposición: obra en todo momento de modo que otros puedan adherirse a los resultados de
372
ese obrar. En versión negativa, eso da por resultado el precepto: no has de no necesitar a los otros. De otro modo: has de considerar a los seres hu manos siempre también como medios y nunca sólo como fines401. La prohi bición de bastarse a sí mismo sirve para trasladar el acento de la división del trabajo a la comunicación, para lo que hay que entender la última expresión fríamente, hasta cierto punto, como un entrar-en-relación-unos- con-otros (y no como convenir-unos-con-otros). Es evidente que este con cepto de comunicación es mucho más sensato que el de los consenso-idea- listas; se reconoce que posee una dimensión irónica cuando se piensa que también el hecho de que el comisario dé o entre en relación o tome con tacto con las huellas del malhechor supone un caso de comunicación; asi mismo el que el ladrón de tumbas dé o entre en relación o tome contacto con las ofrendas que aliviaban a un faraón el viaje a través del reino de los muertos. Aquí emerge un concepto de comunicación más cercano al mo delo del parasitismo que a la comprensión entre gentes con igualdad de oportunidades. Aunque, dado que, como ha mostrado Michel Serres, el huésped no invitado, por su parte, ha de soportar regularmente visitantes o comunicadores que se invitan ellos mismos pero a costa de él, y éstos, a su vez, que coman a sus expensas parásitos de tercer orden, y así sucesiva mente, el campo social puede entenderse también como una red de tomas de contacto, autoserviciales, con las aportaciones y formas de vida de otros402. Quizá lo que con los modernos biólogos se llama entorno o medio ambiente no es otra cosa que la lista de las direcciones parasitables desde un determinado emplazamiento (o la lista de los parásitos, ante cuya visi ta uno debería estar preparado).
Junto al «sistema de las necesidades», bien descrito ya desde Adam Smith y Hegel, que se integra por el intercambio de aportaciones comple mentarias debidas a la división del trabajo, hay que tener en cuenta un sis tema, hasta ahora poco considerado, de parasitaciones, conectadas unas tras otras, que sirven para la consolidación del conjunto de «tensiones es tabilizadas», llamado status quo. A su base observamos el anidamiento de embriones en sus madres: ellas son los hospederos más complacientes; en el amplio centro se desarrolla el llamado mundo del trabajo, como parási to integral de la biosfera, que lleva adelante el ataque unilateral de los mundos humanos productivos a los recursos de la vida vegetal y animal, que Marx, en un giro dominguero, había calificado como «metabolismo del ser humano con la naturaleza»; en su cima está el sistema fiscal -el
373
grandioso parasitismo con el que el moderno Estado de la redistribución se convida a sí mismo al banquete de la sociedad-, como el invitado que decide por ley que él recibe la porción más grande. El comunicador inte gral sabe cómo tomar contacto con cualquier transferencia de sueldo, con cualquier cigarrillo, con cualquier prestación de servicio entre los ciuda danos. Conclusión del sistémico: sin los efectos de tensegridad de las «ne cesidades comunicantes» y de los parasitismos parasitados, ninguna dife renciación de los subsistemas.
Resumen
El aire de la isla hace libre: con la emergencia de las antroposferas de la sabana surgen unidades autoenmarcadoras, que adquieren significado ontológico como invernaderos de seres humanos. A esos invernaderos se atrae a seres vivos con la característica incomparable de apertura al mun do403. Se les podría calificar de plantaciones en las que se cultivan y pro graman cerebros y manos del tipo-sapiens. Hasta no hace mucho se sabía tan poco de la climatización y mantenimiento de tales invernaderos como de las operating instructions de la nave espacial Tierra. Las impertinencias clásicas y las vaguedades, que se han transmitido con el nombre de políti ca y de moral, respectivamente, sólo proporcionan orientaciones provisio nales para una cibernética efectiva de los grandes invernaderos. Dado que sólo está abierto aún el camino civilizatorio, hay que confiarse hoy a la ex- plicitación de las condiciones de funcionamiento de la antroposfera, suje tas a intuiciones y metáforas.
En una mirada retrospectiva sinóptica a los tres tipos de islas produci dos, de los que se ha hablado en este capítulo, reconocemos que los dos citados en primer lugar, las islas absolutas o estaciones espaciales y la islas relativas o invernaderos, no son otra cosa que autorrepresentaciones del ti po ontológico de isla en modelos amplificados. Las estaciones espaciales son informativas porque presuponen el caso crítico de la inversión del me dio ambiente: como implantaciones en el vacío de espacios de vida pro yectan el secreto del lugar de la humanidad al universo. Son los lugares ex teriores más significativos de la isla antropógena, ya que demuestran, en el caso crítico cósmico, que los seres humanos, se encuentren donde se en cuentren, han de gozar de un privilegio de espacio interior. Quien quiere
374
Aurora matutina sobre los estados norteamericanos del Este fotografiada por el transbordador espacial Columbio. Abajo a la izquierda Indianápolis. Cincinnati, Dayton y Columbus se encuentran en el centro.
seguir siendo un ser humano está obligado al confort, incluso en el uni verso. Lo que vale de los cosmonautas es aún más verdadero para los ha bitantes de la «caja baja» flusseriana404sobre el suelo de la Tierra.
Así como la irrupción de la estación espacial, también la construcción de invernaderos señala una cesura en las ideas sobre la relación entre los seres humanos y la llamada naturaleza exterior: con ellos se manifestó, por fin, la naturaleza como la no-exterior, como convecina en la república de los seres, aunque, en principio, exclusivamente en forma de «cooperativas vegetales»405. Finalmente, el siglo XX, por la asociación de astronáutica y ecología -véase Biosfera 2 o Noah's Ark Number TwtíW6—, hizo imaginable la entrada del ser humano en el ensemble-invernadero, de modo que las pre misas para una antropo-topología adecuada ya están dadas: si se suman la estación tripulada y el invernadero habitado se obtiene el lugar que expli ca a sus habitantes: la isla humana. El lugar de los seres humanos hay que imaginarlo de modo que aparezca, por una parte, como el implante de un «mundo de la vida» en un no-mundo-de-la-vida, y, por otra, como un bio- topo en el que coexistan, como compañeros de invernadero, simbiontes humanos y no-humanos. Una de las faltas de lógica más antiguas de los an- tropotopianos es que no pudieran dejar de concebir la naturaleza como un
375
poder externo: en realidad, la naturaleza relevante ya había sido introduci da con ellos, desde siempre, en el interior del invernadero antrópico407. Ya que al concepto de isla va unido el desplazamiento de un elemento del entorno, hay que responder aún a la pregunta de cuál es el entorno a cuya costa se eleva la isla ontológica. La indicación repetida de que los gru
pos de homínidos, en el camino a hacerse humanos, se movían sobre el trasfondo de la sabana y desde allí se pusieron en marcha a la secesión en su dominio de nueve dimensiones, sólo puede tomarse como una infor mación provisional, porque la expresión «sabana» pertenece a otro orden que el de la isla antropógena. Por eso no es informativa topológico-huma- namente. De hecho, el desplazamiento, represión o eliminación de un ele mento del entorno que realizan los grupos que van deviniendo humanos no se refiere a su hábitat natural, la sabana africana, sino a su propio y tra dicional modo y manera animal de ser-en en el medio natural.
Si los tipos-sapiens emergen de su propio entorno es porque crean, pri mero, un mundo interior de mayor desconcierto en su propia empresa. Se entretejen a sí mismos en un mundo mágico, urdido de símbolos, de ten siones y significados internos. El desplazamiento produce una transposi ción creciente de relevancias del entorno (como fuentes de alimentación y enemigos naturales) a relevancias del mundo propio: a trabajos, signos, celos, a competencias de estatus, confort, tareas comunes, a preguntas por la verdad, necesidades de expresión e imperativos numinosos. Mientras más avanza la emergencia de la isla humana, con mayor fuerza retrocede el desconcierto animal en un espacio de relevancias innato o adquirido, cada vez se dispone de mayor capacidad de libre alerta para la percepción de las circunstancias globales.
Esto es lo que quería decir la filosofía idealista en su época heroica al hablar de que la naturaleza misma abre los ojos en el ser humano. Se podría decir, paradójicamente, que el elemento del entorno, perturba ción, es desplazado por la aparición de la isla de la alerta y la verdad: la is la humana se climatiza a sí misma por excedentes de vigilancia y por las percepciones de gran alcance que generan. La atención de sus habitantes la provocan infinitamente más diferenciaciones e incidentes en su propio ámbito que los acontecimientos en el entorno exterior. Mientras que la vi da animal y vegetal que la rodea se compone de inteligencia constreñida, en la isla ontológica surge un tipo de inteligencia que podría caracterizar se como libre o extática. Para que la paradoja sea perfecta: el éxtasis an-
376
trópico es el desplazamiento o represión de la constricción animal. Por eso las islas humanas son mundos, es decir: puntos de concentración del ser o depósitos de éxitos. En ellos se confirma la liaison inmemorial entre alerta y verdad; o entre inteligencia y éxito. Las islas ontológicas son lugares en los que lo abierto desplaza a lo constreñido. En lenguaje fenomenológico esto significa que aquí el espíritu en alerta emerge de un elemento de des concierto.
La esfera humana remonta en tanto hace retroceder sus propias pre misas animales. Ser humano significa la incapacidad innata de seguir sien do animal. En expresión metafísica, esto arroja la tesis de que nos encon tramos tn la isla de la idea, que, en virtud de su infinitud, empuja al trasfondo la finitud de los entornos empíricos. Según ello, lo infinito sería un enclave dentro de las circunstancias finitas. Se abriría como un abismo hacia arriba, como una interrupción de una vida que ha de mantener una perspectiva de algo más-que-vida. Que lo entienda quien pueda. Se expre se como se exprese, las islas del espacio de los seres humanos son puestos de avanzada frente a lo abierto.
Con estas declaraciones sobre insulamientos, que posibilitan seres hu manos, hemos pagado tributo al demonio de lo explícito en la medida en que resulta imprescindible para una teoría contemporánea del hecho hu mano. Si se trata de describir la climatización del espacio habitado, no puede evitarse presentar el clima antropógeno con impertinencia temáti ca y determinar sus componentes con suficiente pormenor analítico. Al hacerlo, se muestra que ni los factores climáticos morales ni los físicos pue den ser aceptados nunca simplemente como dados, sino que sólo sirven para uso humano tras una modificación y ajuste especial; esto se entiende por sí mismo en el caso de los aditamentos culturales a lo elemental; en el caso de los naturales, aún queda por mostrar cómo también ellos sólo en tran en nuestro radio de acción después de una «asimilación» específica. Hegel llegó a decir, incluso, del aire común que tal como se encuentra no es directamente utilizable por los seres humanos; en su Filosofía del Derecho anota, de pasada, con su típica reserva frente a lo inmediato: «Incluso el aire hay que conseguírselo, en tanto que hay que calentarlo»408. La lacóni ca anotación hay que retenerla como núcleo de cristalización de una filo sofía de la cultura como producción de atmósferas.
Añadamos que la producción de lo atmosférico no significa sólo la ree
377
laboración de diseño de modelos existentes o una actividad curadora se cundaria: es la producción originaria, por la que los hechos humanos son llamados a la existencia. En el lenguaje del siglo XIX se diría: el clima an- tropógeno es la base sobre la que el ser humano aparece como efecto su- perestructural. Nuestras exposiciones han demostrado implicite por qué, en relación con nuestros objetos, ya no tiene sentido diferenciar entre ba se y superestructura, como sí les parecía conveniente hacer tanto a los ma terialismos primitivos como a los sutiles de ayer. Ahora sabemos que, en la causalidad circular, el epifenómeno de una de las dimensiones es, en cada caso, la base de la otra, y viceversa; sólo la voluntad de ataque, es decir, de simplificación práctica, genera el impulso a establecer fundamentos, de los que se pudieran deducir consecuencias aparentes. En realidad, las con secuencias son más fundamentales que los fundamentos.
Hemos intentado mostrar cómo se aclimatizó tras paredes de distancia el efecto invernadero, gracias al cual los seres humanos se convirtieron en «pupilos del aire»; de un aire en el que ahora hay algo más que el peligro y la costumbre de la vida animal de la sabana. Según la presentación he cha, el invernadero de seres humanos es la estructura de nueve dimensio nes, que se despliega a lo largo de las cosas fundamentales del espacio de acción humano. De ella hay que suponer que describe la complejidad mí nima, sin la que no puede comprenderse adecuadamente la pertenencia a la antroposfera. Lo propio de esa teoría de la esfera humana -a la que Hus- serl había apuntado con el concepto inapropiado de «mundo de la vida»- se muestra en el hecho de que mediante ella la relación entre lo implícito y lo explícito es accesible a la explicación. Está, por ello, en un movimien to, del que Hegel tomó nota por primera vez en su teoría de la reflexión y que precisó Luhmann en su teoría de la latencia propia del sistema. Des de entonces lo implícito aparece bsyo un doble aspecto: como algo, por un lado, que es capaz de explicación, y que encarna, por otro, un valor pro pio, que no puede medirse sólo por la norma de explicitación. Incluso allí donde la explicación pudiera darse, sigue siendo sólo una posibilidad re gional; ni puede, ni debe, hacerse efectiva por todas partes.
Con la mirada puesta en las nueve dimensiones, resulta comprensible que, desde el punto de vista cognitivo, la «sociedad» constituya un campo de lugares con tensiones de explicación desiguales. Donde alcanzan valo res altos, pueden articularse teorías que expresen las formas de compro miso entre conciencia aguda de peligro y especialización lujuriante: una
378
caracterización que vale para todas las teorías avanzadas del presente. In teligencias que operan en lugares del mismo nivel de explicitud pueden describirse por su situación en isóbaras cognitivas; se podría decir que están emplazadas ante las mismas tareas u «obras» en el avance del entra mado intelectual, a cuyo efecto las expresiones obra y tarea como mejor se esclarecen es por la exigencia de explicación. Innecesario decir que con ello está acabado todo concepto idílico de ilustración que no tome buena nota de la resistencia a la explicación procesual. Presuponer, como regla general, una convergencia de conocimiento e interés sólo es aún posible para la ingenuidad. La creciente improbabilidad de la teoría avanzada co rresponde al desafecto en ascenso que produce la explicación progresiva. Se comprende que lo que Freud llamó represión constituye un pequeño segmento del campo de las articulaciones improbables y no gratas.
Para la reformulación de la teoría de la sociedad en el lenguaje de las multiplicidades-espacio o espumas tiene una importancia de gran alcance la descripción topológica de la isla antropógena: pues toda célula indivi dual en la espuma ha de ser entendida ahora como micro-insulamiento, que lleva en sí mismo el modelo completo de las nueve dimensiones, es trechamente plegadas. Este análisis celular se manifiesta como una tarea que no desmerece en nada en complejidad frente a los retos de la inves tigación de los grandes cuerpos compuestos. La sociología celular multi- dimensional repite, a su manera, el axioma de Gabriel Tarde: chaqué cho- se est une société, considerando que las expresiones chose y société no sólo designan la composición de la «cosa» de unidades más pequeñas, en toda formación individual hay que añadir ahora la tensionalidad divergente dentro de la pluridimensionalidad. Como células o celdas en la espuma, todo hogar, toda pareja, todo grupo de resonancia, constituye ya una mi niatura del antropotopo entero. Por lo demás, toda célula y todo consor cio de células, alias cultura, están imbricados en una multiplicidad fluc- tuante de imitaciones unilaterales y recíprocas, de cruzamientos y mezclas, en la que no puede identificarse una forma homogénea funda mental. (No sólo toda «cultura» es un híbrido409, ya lo es cada una de sus células. ) Igual que Elias Canetti, en su laudatoria a Hermann Broch410, había reclamado que se entendiera a los individuos como caminantes en tre espacios respiratorios, así el análisis atmosférico ha de describir las cé lulas de la espuma dinámica en sus incesantes oscilaciones sobre los ejes de las nueve dimensiones.
379
Por este modo de ver las cosas surge una nueva comprensión de las aportaciones del saber implícito. Hemos apuntado que todos los seres humanos son sociólogos latentemente, pero que, por regla general, no ven motivo alguno para serlo manifiestamente. Entretanto ya puede com prenderse por qué el paso a lo manifiesto es normalmente superfluo. La estancia en la isla antropógena incluye una capacidad, más o menos de sarrollada, de navegar en la dimensión de los nueve topoi, que hace ya tiempo está implicite en boca de todos bajo los rótulos de «experiencia», «realidad» o «mundo». Así como la mayoría de los niños crecen imper ceptiblemente dentro de las complejidades de la sintaxis de su lengua materna, todo isleño medio, por su mera participación en los juegos de vida del grupo primario, adquiere la competencia de moverse con sufi ciente seguridad en cada una de las dimensiones antropotópicas. Ser-ahí significa comprender la sintaxis entera del antropotopo: comprender esa comprensión es otro asunto. Lo que Heidegger en Ser y tiempo había de clarado respecto del quirotopo o del mundo a mano: que, a causa de su familiaridad cotidiana, muestra, con claridad no-discursiva, el rasgo fun damental de la apertura, puede reclamarse mutatis mutandis de las demás dimensiones. El habitante adulto de la isla antropógena percibe con una sola mirada su disposición y tensionalidad interna. Lo más improbable se ha convertido para él en lo evidente; para los habitantes de la isla on- tológica las implicaciones de la situación básica están plegadas, al princi pio, en una compacidad intachable. El útil a la mano, el espacio sonoro, el mundo maternal generalizado, la esfera de confort, el ámbito de los deseos y anhelos, las cooperaciones con los demás, el requerimiento por la verdad, la afectación por los dioses y la tensión por las exigencias de la ley: todo el plegado del hipercomplejo, en el que se mueven con tran quilidad, orientándose fácilmente, se les presenta casi como una superfi cie lisa, sobre la que, en principio, no parece necesario malgastar una pa labra. Cuando se ha logrado la institucionalización de lo monstruoso en la complicidad cognitiva diaria, la mayoría de los seres humanos se co forman con los puntos de vista más acostumbrados: ¿quién puede re prochárselo? Recelan del hablar explícito sobre las cosas de la vida por motivos comprensibles. En todas las culturas, fuera de los laboratorios de brujas de la teoría, uno se pone en guardia ante el raciocinar innecesa rio; porque con lo explícito viene la tormenta. A la vista de los logros del esprit de finesse resultaría natural afirmar que es imposible para los seres
380
humanos no ser sabios. Goethe: «La cultura no tiene núcleo ni cáscara / lo es todo a la vez».
Que los seres humanos, sin embargo, como individuos o epidémica mente, malogren el nivel sapiens exige una teoría de la autodepreciación. Una teoría así proporcionaría el suplemento de la historia de las ideas anotada.
381
Capítulo 2 Indoors
Arquitecturas de la espuma
Sócrates: Había en mí un arquitecto cuyo desarrollo no consumaron las circunstancias. Fedro: ¿Cómo lo sabes?
Sócrates: Por una propensión íntima a construir que desasosiega oscuramente mis pen
samientos.
Paul Valéry, Eupalinos o el arquitecto
A. Donde vivimos, nos movemos y somos
De la arquitectura moderna como
explicitación de la estancia
Si hubiera que explicar de forma brevísima qué modificaciones ha pro ducido el siglo XX en el ser-en-el-mundo humano, la información rezaría: ha desplegado arquitectónica, estética, jurídicamente la existencia como estancia*; o más simple: ha hecho explícito el habitar**.
La arquitectura mo derna ha desmontado en elementos, abordándola de nuevo, la casa, ese aditamento a la naturaleza posibilitador de seres humanos41; la ciudad, que antes disponía el mundo en un círculo a su alrededor, se ha movido del centro, transformándose en un emplazamiento dentro de una red de flujos y rayos. La «revolución» analítica, que constituye el sistema nervioso central de la Modernidad, ha hecho extensivo esto también a las envoltu ras arquitectónicas de la esfera humana, produciendo, por la disposición de un alfabeto de formas, un nuevo arte de la síntesis, una moderna gramática de la creación de espacio y una situación transformada del exis tir en el medio artificial412.
La expresión «revolución del espacio», que Cari Schmitt utilizó para las consecuencias políticas del tránsito a la era del dominio del aire413, habría
*Aufenthalt: estancia, residencia, permanencia o demora en un lugar. (N. del T. ) ** Wohnen. (TV. del T. )
383
que reservarla objetivamente para ese suceso, si no hubiéramos reclamado que se renuncie al concepto de revolución, porque constituye una descrip ción fallida, cinéticamente descaminada y políticamente desorientadora, de procesos de explicación. Lo que Schmitt tenía a la vista pertenece a un complejo de fenómenos que hemos descrito como explicación del espacio aéreo por el terror de gas, el arma aérea, el air design y el air conditioning4H; tal complejo constituye el compendio de procedimientos (aerotécnicos, ar tilleros, aviónicos, pirotécnicos, fotográficos, cartográficos), cuya suma pro duce lo que se denomina soberanía aérea o dominio del espacio en la ter cera dimensión. Su prosecución en la técnica electrónica lleva al control sobre telecomunicaciones, alias «dominio del éter», con la consecuencia, comentada a menudo, de que el espacio pasa a un segundo plano, provi sionalmente, en favor de un primado del tiempo. Pero sólo puede aferrar se a la idea de que «pensar el espacio», en general, sea algo superado des de entonces, quien se deje impresionar demasiado por las declamaciones que, en ese sentido, circulan desde los años veinte del siglo pasado. Ya en 1928, el narrador inglés E. M. Forster ponía en boca de un personaje de su narración posthistórica de ciencia ficción, La máquina se para, esta frase: «Sabes que hemos perdido la sensación del espacio. Decimos “el espacio está borrado”, pero no hemos borrado el espacio, sino la sensación de él»415. La tesis del primado del tiempo es una de las formas retóricas de las que se reviste la intimidación por la Modernidad. Quien se rinde a ella se arriesga a perder un acontecimiento clave del pensamiento contemporáneo, que se discute b¿yo el título de «retomo del espacio»416. Michel Foucault: «Quizá la época actual vaya a ser, ante todo, una época del espacio. . . ».
La auténtica «revolución del espacio» del siglo XXes la explicación de la estancia o de la demora humana en un interior por la máquina para ha bitar, el diseño del clima, la planificación del medio ambiente (hasta lle gar a las grandes formas, que llamamos colectores), así como la exploración de la vecindad con las dos estructuras espaciales inhumanas, antepuestas y asociadas a la humana, la cósmica (macro ymicro) yla virtual. De hecho, para hacer explicable la estancia de personas en lugares habitados, fue ne cesaria nada menos que una inversión de la relación entre primer plano y trasfondo en lo que se refiere a las condiciones del alojamiento humano. Dicho bajo la perspectiva yen el tono de Heidegger: el ser-en-algo-absolu- to hubo de ser dislocado antes de que pudiera tematizarse expresamente como habitar-en-el-mundo. Mientras que tradicionalmente los habitáculos
384
constituían el trasfondo sustentador de procesos vitales, en el aire cortan te de la Modernidad la inversión del mundo417también alcanza a la exis tencia «mundano-vital». Las obviedades del habitar ya no consiguen man tenerse en el trasfondo. Aunque no siempre proyectemos casas y viviendas al vacío: habrán de formularse en el futuro tan explícitamente como si fue ran los parientes más próximos de la cápsula espacial.
De aquí se sigue la definición de la arquitectura de la Modernidad: es el medio en el que se articula procesualmente la explicación de la estan cia humana en interiores construidos por el ser humano. Según ello, la ar quitectura representa desde el siglo XIX algo que en el decenio previo a la revolución de Marzo de 1848 se hubiera denominado una «realización de la filosofía». Por hablar de nuevo con Heidegger: la arquitectura consuma la localización [Er-Orterung] del ser-ahí. No se contenta con ser el peón, más o menos preocupado por el arte, de la construcción humana de ha bitáculos, cuyas huellas pueden seguirse hasta los arrangements arcaicos de lugares de acampada, cuevas y chozas. Reformula los «lugares» en los que puede tener lugar algo así como el habitar, quedarse y estar-consigo, bajo condiciones de alta auto-referencia, alta mediación de dinero, alta legali- formidad, alta interconexión y alta movilización. De esos lugares sabemos ahora que ya no pueden pensarse durante más tiempo sólo como el aquí y allí en un «mundo de la vida». Bajo las condiciones vigentes, un lugar es: una porción de aire cercada y acondicionada, un local de atmósfera trans mitida y actualizada, un nudo de relaciones de hospedaje, un cruce en una red de flujos de datos, una dirección para iniciativas empresariales, un ni cho para auto-relaciones, un campamento base para expediciones al en torno de trabajo y vivencias, un emplazamiento para negocios, una zona regenerativa, un garante de la noche subjetiva. Cuanto más avanza la ex plicación, tanto más se parece la edificación de viviendas a la instalación de estaciones espaciales. El habitar mismo y la producción de sus recep táculos se convierte en un deletreo de todas las dimensiones o compo nentes que se han ensamblado en la isla antropógena, creciendo juntos originariamente; en ello, la descomposición de condiciones de vida com pletamente aglutinadas, y su remodelación racional, puede llevarse hasta el valor límite de la repetición de la isla-mundo humana, en general, en un apartamento para un único habitante.
Es, sobre todo, la movilidad moderna del tráfico de personas y mer cancías la que ha creado condiciones de percepción y diseño radicalmen
385
te distintas para todo lo que se refiere al habitáculo humano. Sólo desde que parte de la humanidad, a la que afectó primero la Revolución Indus trial, se ha abierto camino laboral en Europa y en Estados Unidos, libe rándose de su condición agraria, y se ha convertido a un modus vivendi se- mi-nómada, multilocal, puede apreciarse qué lleno de condicionamientos estaba el antiguo modo de habitar en los pueblos y dominios de la época agraria. Todo el saber que llevamos en nosotros sobre viviendas y costum bres, procedente del antiguo inventario, refleja un hábito de habitantes en patrias natales, patrias políticas y regiones, que fue perfilándose durante el reino de diez mil años del sedentarismo, y cuyos sedimentos formales y ma teriales se presentan en forma de arquitecturas de casa, pueblo y ciudad, transmitidas históricamente. Este universo pertenece a una vida detenida, que, a causa de su encogimiento en estrechas delimitaciones de campo y ritmos cansinos, no fue capaz de dar cuenta adecuada de los motivos y con diciones de su comportamiento habitacional. Nunca tuvo una razón sufi ciente para ello, por no hablar de la falta de medios.
En este asunto la época actual no sólo posee la ventaja de la explicitud; el ángulo de la reflexión ha cambiado lo bastante como para provocar una atención crónica, analíticamente productiva, a cuestiones de estancia y de hábito. Hoy se puede decir tranquilamente que la vida en el sedentarismo sucedía demasiado despacio, demasiado encorvada sobre sí misma y de masiado orientada al modelo de las plantas, como para poder manifestar se en sus formas de habitar con la desterritorialidad imprescindible para el conocimiento teórico. Mientras se mantuvo en el poder la condición se dentaria de mundo, el dicho de Varrón, que el campo era de origen divi no y la ciudad, por el contrario, un aditamento de mano humana, cir cunscribía todo el horizonte: ello quería decir que sólo pueden saber qué significa estar en casa aquellos habitantes de ciudades que consideran sus residencias ciudadanas como segunda vivienda, mientras honran como hogar patrio sus villas en el campo. El ser humano de ciudad tiene que creer de sí que en realidad es sólo una planta trasladada de sitio; y las plan tas no habitan en ninguna parte, echan raíces (y plantas con raíces dupli cadas resultan, en verdad, un tanto híbridas). Sólo desde la aparición de las modernas condiciones de tráfico -entendiendo tráfico como explica ción de movilidad y telemovilidad- surgieron alternativas reales arquitec tónicas, técnico-transportistas y existenciales al hábito post-neolítico de ha bitar, alternativas que consiguieron, por fin, traer luz al eterno claroscuro
386
del sedentarismo. Ahora se puede positivar el escepticismo frente a todo lo adherido al suelo; el concepto de desarraigo adquiere sonoridad y pue de ser presentado como una exigencia. Desde ese corte histórico es ex- presable que el habitar tradicional en los así llamados hogares patrios no representa en absoluto la norma y protofigura universalmente válida del demorarse en un lugar, como, incluso en estos tiempos, enseñan ciertos pietistas del habitar. Ese demorarse es el modo tenaz, pero superable, de estancia en un lugar de seres humanos a los que retiene algo.
1El estar-retenido; lugar de parada y almacén
Desde que la Modernidad ha elaborado formas arquitectónicas espe ciales para asistir a seres humanos en situaciones en las que están reteni dos, puede decirse en un lenguaje frío qué son esencialmente los habitácu los. Pertenece a los característicos gestos confortantes de la Modernidad el que fuera capaz de crear, para viajeros sin enlace inmediato, las formas ar quitectónicas, nunca vistas, de lugares de parada protegidos y salas de es pera climatizadas, como si le importara admitir que a los seres humanos les resulta la espera demasiado ingrata como para no aventurarse al in tento de aminorar sus apuros con un mínimo de confort. Con suficiente libertad de abstracción puede reconocerse que, en principio y la mayoría de las veces, también las casas son lugares de parada; con mayor exactitud: salas de espera, en las que se pasa el tiempo hasta la llegada de un acon tecimiento exactamente previsto.
No es ningún enigma irresoluble saber de qué se trata en el caso de los esperantes más antiguos: la casa del ser humano neolítico es una sala de espera en la que permanecen sus moradores hasta que en los campos al la do del pueblo llega el momento por el que uno se ha tomado la molestia de la espera: el instante en el que los frutos plantados son aptos ya para consumir, almacenar y volver a sembrar. Por lo que sabemos, ha sido Vilém Flusser quien contextualizó topológicamente y escribió formalmen te esta constatación aparentemente trivial, pero nunca antes formulada ex- presis verbis. Las casas son salas de espera en lugares de parada. No fue ca sual que esto ocurriera en el marco de una especulación sobre las metamorfosis del espacio de vida, producidas por los descubrimientos del espacio cósmico más distante y del espacio virtual.
387
Parada de autobús en Aquisgrán, «La garra», diseñada por Eisenman Architects, realizada por JC Decaux. Foto: Christian Richters.
Las casas son lugares de parada para vida retenida, y ofrecen un sitio a la irrupción del tiempo en el espacio: esta expresión es la figura expli cativa de la más recóndita obviedad con respecto a la estancia del ser hu mano en habitáculos. Puesto que regresa desde la reserva más honda, constituye la penetración o comprensión más profunda en la historia de la reflexión sobre el construir, el habitar y la vida alojada. Desde el pun to de vista de la filosofía de la cultura, resulta útil porque define la casa desde el servicio de alojamiento que presta a los sedentarios; es antro pológicamente fecunda, porque interpreta el sedentarismo como un exis- tencial de la espera al producto agrario (lo que, pace Heidegger, no sig nifica ni el trato cuidadoso con el útil, ni la marcha adelante hacia la muerte). Además de esto, la tesis de Flusser contiene perspectivas tera péuticas, porque une el diagnóstico sobre el ánimo fundamental de la vi da retenida con una esperanza de cambio de ánimo por nuevas ofertas de movimiento. Hasta ahora habitar significaba esencialmente: no-poderse- ir-fuera. ¿Cuánto no puede devenir todavía el ser humano, un ser que ha
388
bita, cuando experimenta que habitar significa poder-ser-aquí-y-en-cual- quier-otra-parte?
Cuando se habita more rustico en casas se desarrolla un clima interior tal como corresponde a una vida retenida, señalada por una resignación uni forme y una confianza impuesta. En esta situación, el aburrimiento es la to nalidad en la que el ser interpreta sus piezas. Como sucede con toda músi ca popular, hay que haber nacido en ella para encontrarla soportable. Que, desde el punto de vista de la profundidad, tiene que estar en orden lo que de todos modos no podría cambiarse aunque se quisiera: esa postura fren te a la totalidad de los hechos que significan el mundo constituye la carac terística de la vida en culturas que edifican terrenos. Quien, desde el pun to de vista de la historia de la civilización, busque la fuente del «primado del objeto» puede cerciorarse aquí de ella. Mientras se esté en casa en una forma de mundo, en la que summa summarum no se pueda cambiar nada de todo lo que es el caso, las cosas reales y sus entrelazamientos, que constitu yen las circunstancias dadas, tienen prioridad absoluta frente a los meros objetos de deseo. Esto constituye, psicológicamente, la matriz de la depre sión maníaca o del abatimiento iluminado por pequeñas esperanzas. En es ta situación, el saber que cuenta siempre va teñido de sumisión a lo que irremisiblemente existe así-y-no-de-otro-modo. En ese ámbito de disposi ción de ánimo se ha movido la vida sedentaria durante toda una era. Efec tivamente, quien cultiva algo ha de saber esperar; a quien le sale mal lo pre visto ha de estar dispuesto una y otra vez a comenzar de nuevo.
El año de los campesinos es un adviento agrario. Su resultado psíquico es la vivencia religiosa del tiempo: por el pensar en conceptos de siembra y cosecha adquiere carta de naturaleza la unión de venida y complacencia por ello, con la que enlaza todo pensar tipológico con su dual de prome sa y cumplimiento. Sea lo que sea lo que crezca en los campos del devenir: siempre se preguntará, con razón, de qué siembras proceden las cosechas. Por sus frutos conoceréis la siembra. En el antiguo mundo sedentario, pensar o ser sabio en contextos amplios no significa otra cosa, en princi pio, que prestar atención al conjunto de los hechos concernientes a la ma duración cuidada.
Aquí hay que recordar que la palabra del antiguo alto alemán bur no significa sólo la casa, el cuarto o la celda, sino también lajaula en la que se mantiene la volatería; en sueco significa arresto. En la palabrajaula puede comprobarse lo que posiblemente sucede a los arrestados por el creci
389
miento de las plantas. Quien acepta esperar a la planta tiene que instalar se en unajaula en la que domina la lentitud. Por eso la primera casa es una máquina para habitar un tiempo que se hace largo. Como centro de de tención para el cuidado de los ciclos de maduración, la casa de labor crea el inconfundible apego de los habitantes a los terrenos edificados. De ahí surge, como su primera plusvalía metafísica, la confianza mundana en la naturaleza como repetición. En ese régimen se sabe en cada momento pa ra qué se está ahí; el acontecimiento, a causa del cual se soporta la situa ción general, seguirá siendo siempre el mismo. Uno pasa el año para ce lebrar el sacramento de la physis, esta vez igual a todas.
Así pues, habitar significa, al principio, existir pendiente de la cosecha en una estación de cereales. Una vez al año pasa el tren del grano y para ante nosotros. Si hasta ahora hemos permanecido en vida, es porque con tamos con el privilegio de la estación y quedamos en el ámbito de un tra yecto fértil. Una vez introducido el cargamento comienza un nuevo ciclo de espera, asegurado por las reservas de la última cosecha. Si alguna vez fa lla el tren, a causa de una mala cosecha o de disturbios políticos, domina la escasez y arroja a la miseria a quienes no saben más que esperar. En cuanto se perturba la conexión de habitar y esperar, como tradicional mente sucede en períodos de crisis militar y sistemáticamente desde la Re volución Industrial con sus consecuencias de des-agralización de la vida, puede suceder que los existentes pierdan su orientación en el decisivo ins tante placentero de la cosecha. ¿Qué sucede si llega el verano y en los cam pos ya no queda nada que recolectar? En su analítica del aburrimiento*, Heidegger describió evocativamente esa amenazante posibilidad:
Ese hacerse largo del momento manifiesta el momento del ser-ahí en su indeter minación absoluta, jamás determinable. Esta indeterminación apresa al ser-ahí, pe ro de manera que éste, en todo ese momento largo y alargado, no puede concebir más que está retenido en él y a él. [. . . ] El hacerse largo significa una desaparición de la brevedad del momento? ,8.
Lo que aquí tematiza Heidegger es el terror al paro, que se muestra co mo no-tener-nada-que-hacer. La brevedad [o entretenimiento] del mo-
* Langeweile, literalmente: instante o momento o lapso de tiempo largo, que se hace lar go. (N. del T. )
390
mentó sólo tiene una oportunidad de enseñorearse de nuestra vivencia del tiempo cuando nos vemos implicados en ese instante fértil, que nos dice por sí mismo lo que hay que hacer ahora. El imperativo categórico de la ontología agraria: ¡interésate por la cosecha! sólo puede seguirse mientras exista una tensión razonable entre previsión y cumplimiento.
Según eso, la casa de los primeros campesinos sería un reloj habitado. Es el lugar de nacimiento de dos tipos de temporalidad: del tiempo que va al encuentro del acontecimiento, y del tiempo que, como si anduviera en círculo, sirve al eterno retorno de lo mismo. Las casas se diferencian de las cabañas, con las que durante mucho tiempo siguen estrechamente empa rentadas, y a menudo tan semejantes que se las confunde, por su perte nencia al primer proyecto: la conexión de siembra y cosecha. Es verdad que la casa contiene la cabaña primitiva y la supera en tanto que adopta sus funciones: cobijo del sueño, protección del tiempo e insectos, disposi ción de una esfera de retirada para lo sexual y de una esfera de confort pa ra situaciones de digestión pesada. Al contrario, la cabaña no puede con tener nunca la casa porque no tiene proyecto alguno de cosecha y se agota en proporcionar abrigo día a día. (De ahí la atracción de la existencia en la cabaña para civilizados, agotados en proyectos, que se enjambran du rante sus vacaciones en tiendas de camping y caravanas, retirados en con- tainers, que no obligan a sus habitantes a la espera de un producto, y en los que pueden hacerse parrilladas, ver la televisión, copular y olvidar el pro ducto nacional bruto. ) Por lo que respecta a las famosas excursiones de Heidegger a la cabaña de Todtnauberg, llamar así a ésta es falso, porque en realidad se trataba de un granero dedicado al aporte de cosechas pro venientes de lo insólito. De la cabaña sobre ruedas resulta en el siglo XX la caravana, a la que Flusser ha saludado como indicio de que habríamos lle gado al final de la nueva edad de piedra: un bellaco quien haya de poner aquí algún reparo estético41'.
El tiempo ligado a las casas se divide en tiempo de espera y tiempo de maduración, previsión y presente real, de donde épocas posteriores dedu cen la dualidad de lo crónico y de lo cairótico, incluidas semanas amargas, fiestas alegres. Así como en la casa, como tal, el tiempo se divide en dos modalidades, el régimen doméstico lo hace según su tipo de edificación: al lado de la casa para la espera, en la que los seres humanos residen, la mayoría de las veces en estado de pobreza relativa, se construye el alma cén, la casa de la abundancia, donde se guarda el valor comestible, la po-
391
Prominencias de toba preparadas para viviendas
en Capadocia. Aquí, junto a las viviendas, se encuentran palomares, graneros, cavidades-despensa y tumbas.
sibilidad de futuro, la liberación colectiva del hambre y de la necesidad. Este campo de fuerza, en el que las provisiones, los dioses y el poder, jun to con su máquina de guerra, se mezclan, configurará en la época de los imperios ciudadanos el centro energético de la ciudad.
Ambas formas de edificación corresponden, cada una a su modo, a las estructuras temporales del ser-ahí domesticado. La casa de las provisiones es un reloj de grano, que funciona durante todo un año y transmite al co lectivo de usuarios una promesa de supervivencia de esa misma duración; mientras que las casas de vivienda cumplen, sobre todo, con su condición de máquinas de espera. Al bicameralismo de las casas del tiempo corres
392
ponde una bipartición de los caminos y movimientos que pertenecen al primer habitar doméstico: por un lado, caminos que conducen de los cam pos a la casa de las provisiones y que sirven para la cosecha, para la reco lección, el almacenaje; por otro, caminos de retorno de las provisiones a la casa, que se utilizan para el reparto, la dispersión, la consumición. En los primeros se produce lo público y común: razón por la cual hasta hoy día la publicación va unida al gesto esencialmente bello del incremento de la propiedad común; en los segundos, lo doméstico y privado: razón por la cual la traída a casa de objetos que se han procurado fuera cuenta entre los gestos originarios de la vuelta enriquecida a lo propio420. (A ello se aña den terceros caminos, que conducen de las casas a los campos y de los cam pos a las casas; se trata de aquellos que después serán los que conduzcan al lugar de trabajo y traigan de vuelta, caminos ingratos que sirven, con otros medios, a la prosecución de la espera de los ingresos. )
A quien tiene acceso privilegiado a las provisiones le resulta más fácil pensar que habitar tiene que significar más que esperar a la próxima co secha. El almacén lleno inspira el ánimo desbordante de señores filobáti- cos, eruptivos, amigos de iniciar campañas, que pueden mantener bagaje y séquito asilvestrado. Hacen expediciones para aumentar sus radios de ac ción y manifestar su excéntrica energía, mientras que los campesinos, los de barro, con la mirada puesta siempre en el futuro de grano, no pueden hacer otra cosa que seguir su condición de espera y sedentarismo. Desde que existe la plusvalía agraria y su santificado reparto desigual, las «socie dades» se dividen entre los tranquilos, que están quietos y sirven, y los in tranquilos, de miras más amplias, que montan historias. Los últimos son quienes elaboran primero proyectos más allá del año. Frente a la ligazón al lugar de aquellos que desarrollan su trabajo en el campo, a nivel ali menticio y en estado de espera, está la movilidad de señores bien abaste cidos, que se apoyan en provisiones suficientes como para vivir expresiva y agresivamente. En su caso, la espera a la madurez del grano se amplía a la espera de la madurez de la victoria, más allá de estación y año. En cir cunstancias de mundo posteriores, la espera a los resultados y cifras en ge neral se concibe de forma nueva como tiempo de proyecto y espacio de tiempo de negocio.
El mundo campesino sólo conoce el adviento, no el proyecto; su razón surge de la meditación sobre la planta útil y sus analogías cósmicas. Sólo por el hecho de que tiene lugar la sementera, ya se prefigura también en
393
el universo campesino el proceder inversor, con el que toma forma en el tiempo la introducción de la idea de ganancia; aunque esa idea de ganan cia permanezca aún discreta y en el trasfondo. Para el mundo agrario, hoy casi hundido, y en principio sólo para él, puede valer la observación de Heidegger: que la precaución o la economía [das Schonen] constituye el «rasgo fundamental del habitar»421. Así habla al final de la era sedentaria pasada el último profeta del ser-como-las-plantas. Por una mirada retros pectiva a su gigantesca obra se entiende que él fuera el proto-ontólogo, transferido al final de su época, del abrirse y dejar crecer vegetativo. En me dio de producciones, inversiones y bombardeos sin número, el pensador más grande de la antigua Europa, dudando en el límite entre mundo de crecimiento y mundo de proyecto, sigue concibiendo la aparición nada es pectacular de la madurez como el arquetipo del acontecimiento decisivo.
El ser-ahí, entendido desde el modo de alojamiento campesino, evoca el estado de ánimo fundamental de la paciencia endeudada, de acuerdo con la cual tanto los individuos como las familias y los pueblos han de en tenderse como seres-a-la-espera. En la espera se imprime su ethos en la vi da retenida en ella: que haya que dejar de utilizarse por algo que tiene mayor contenido ontológico y mayor poder temporal que ella misma. En este régimen, la vida individual, como calmo consumidor de su propio tiempo, se convierte en consumido por parte de una magnitud superior, da igual que lleve el nombre de familias, pueblos, dioses o artes. Con ello queda perfilada la situación fundamental del sentir metafísico tradicio nal: quien espera que las cosas maduren piensa irremisiblemente en una cosecha de tipo superior, en la que él mismo es esperado como un grano maduro. La sabiduría del homo metaphysicus está en el lema: «cosechar y dejarse cosechar».
2 Receptores, instalaciones de habituación
Con la explicación de la estancia como espera a lo maduro, ha entrado en su primer estadio el trabajo de reconstrucción técnica del elemento en el que los seres humanos viven, se mueven y son. Desde éste se desarrolla un segundo estadio, cuya señal característica aparece en cuanto la espera a lo que madura se amplía a signos que anuncian lo que se acerca y suce de junto a nosotros. La Modernidad ha proyectado la espera receptiva de
394
Tatsumi Orimoto, ¡ti the Box, 2002.
signos en artificios técnicos, tales como aparatos de radio y teléfonos, cuya existencia permite decir retrospectivamente lo que las casas humanas han sido siempre desde otro punto de vista, a saber: estaciones receptoras de misivas desde lo insólito. Heidegger, a quien más sigue debiendo la feno menología del habitar (junto con sus sucesores Bollnow y Schmitz), ha de finido la conexión entre el habitar y la espera a signos de lo desacostum brado como matriz de la receptividad religiosa o contemplativa:
Los mortales habitan en tanto esperan a los divinos como los divinos. Esperan zados, Ies achacan lo inesperado. Esperan la señal de su llegada y no ignoran los signos de su falta. . . En la desgracia aún esperan la gracia substraída42.
Traducido a expresiones más profanas (y prescindiendo de que se tra ta de paráfrasis de la teología poética de Hólderlin), de ello resulta el enunciado: que los seres humanos habitan instalados en una trivialidad tal que sólo ella les permite diferenciar lo no-trivial. Esta diferenciación no se hace por un juicio teórico, sino mediante la buena voluntad y capacidad de la vida estructurada por costumbres para emprender algo con lo desa
395
costumbrado, aunque nada más fuera extrañarse y hablar de ello. En una primera lectura esto significa que los seres humanos, encerrados en sus ha bitáculos, están buscando liberarse de la trivialidad. Este universal escéni co alcanza hasta la vida moderna de apartamento, donde el estar sentado allí, en lo propio, va unido a la espera de que alguien llame. Esta sospecha, manifestada a menudo, tiene un núcleo de verdad: la caída del primer hombre por el pecado original es idéntica al modo de vida sedentario. Los afectados entienden que llevan otra vida que aquella para la que han sido creados. Sin embargo, casi nadie puede acordarse ya de qué «sería otra co sa». Dios y los nómadas todavía pueden hacer lo que quieren, son totaliter aliterpara los sedentarios.
Una carga de la vida doméstica es que sigue entregada a la pobreza de estímulos. Cuando genera excedentes de sentido y expresión fluyen al oráculo, al adorno, en imágenes interiores y exteriores. En sus momentos fecundos la vida detenida produjo frescos en el techo con caídas al infier no y cascadas de mujeres desnudas. En otros tiempos la vida a la espera se especializó en la construcción de catedrales, lugares de parada o estacio nes monstruosas, que obligan al cielo a aceptar pasajeros humanos. La ins titución de la hospitalidad, codificada en muchas culturas religiosamente, se remonta a la posibilidad de recibir al huésped en la propia casa como signo de lo desacostumbrado, cuando no directamente ya como «mensa
jero-señal de la divinidad»423. ¿No ha habido algún momento en que un re cién llegado anodino se convirtiera realmente en el salvador anunciado? Pero, dado que el apetito de señales a través de huéspedes no puede satis facerse solo, innumerables sistemas mánticos ofrecen sus servicios para do tar a la vida del necesario plus de signos. Mientras menos vivencias tienen los sedentarios, más les sirve lo extraordinario como alimento básico. No sólo de pan vive el ser humano, sino de cualquier indicio de que algo su cede también en cualquier parte. Cuando llega un día en que las señales procedentes del más allá ya no resultan aceptables, se las sustituye por no ticias de periódico, novedades editoriales y signos del tiempo.
En una segunda mirada se muestra que hay que explicitar las viviendas en un sentido mucho más radical aún que como receptores. La función de los receptores es clasificar lo que llega en significativo y no significativo, e impedir, así, la implosión anímica que aparece cuando todo o nada es in formativo. En ese sentido, las viviendas son estaciones terapéuticas ontoló- gicas para seres que pueden enfermar de insuficiencia de sentido: filtros
396
frente al nihilismo, sanatorios para el tratamiento de trastornos del aparato significativo. Desde el punto de vista de esta comprensión onto-sanatorial del habitar coinciden Heidegger y Vilém Flusser, que, como pioneros de una hermenéutica de la falta de patria, tomaron, por lo demás, caminos di ferentes. Mientras que Heidegger creyó ver en la falta de patria un sino epo- cal del «ser humano moderno», sino que uno no puede percibir sin lamen tarlo o, en todo caso, sin una nota de meditación heroica, en caso de darle un giro positivo, Flusser, en sus reflexiones sobre su propio destino de emi grantejudío, optó por la desmitificación de la patria o del suelo patrio, más aún: por un concepto agresivo de existencia en la falta de suelo, en general. Esta elección se apoya en un argumento de la filosofía de la información:
Se considera la patria como el lugar relativamente permanente, la vivienda co mo el mudable, trasladable. Lo contrario es lo correcto: se puede cambiar de pa tria o no tener ninguna, pero siempre hay que vivir en no importa qué parte. Los clochards parisinos viven bajo puentes. . . y, por muy terrible que pueda sonar, se vivía en Auschwitz.
Me construí una casa en Robion para vivir allí. En el núcleo de esa casa está mi escritorio acostumbrado con el acostumbrado aparente desorden de mis libros y papeles. Alrededor de mi casa está el pueblo, al que me he acostumbrado, con su acostumbrada oficina de correos y su tiempo acostumbrado. Alrededor de ese en torno cada vez resulta todo más desacostumbrado: la Provenza, Francia, Europa, la Tierra, el Universo. . . Estoy sumergido en lo acostumbrado, para recoger ahí cosas desacostumbradas y para poder hacer cosas desacostumbradas. Estoy sumergido en la redundancia para recibir ruidos como informaciones y para poder producir in formaciones4'1.
Robion, el pueblo provenzal de Flusser, tiene buenas perspectivas de entrar en la historia de las ideas como contrapunto a Todtnauberg, por que ha cobrado merecido honor como pueblo modélico en la explicación de la estancia por la nueva lógica de la intimidad del hogar. Así como an tes hablamos de inversión del mundo en el contexto de una reflexión to- pológica sobre ecología y cosmonáutica425, a la vista del efecto-Robion habría que hablar ahora de una inversión de la vivienda: según la cual el habitar ya no puede valer como función de la patria; el ser-en-la-patria es, más bien -se entiende tarde-, un efecto secundario, tan comprensible co mo problemático, del habitar.
397
it (Stanislas Zimmermann/Valérie Jomini), living unit, it design, www. it-happens. ch, 2000.
A la luz del análisis semio-ontológico, la vivienda aparece como gene rador de redundancia o como máquina de hábito, cuya tarea es dividir en familiares o no-familiares la masa de las señales que llegan «del mundo», candidatas a ser significativas. En este sentido, la vivienda es una agencia para la determinación de señales utilizables. No se puede estar en casa an tes de que se forme una unidad casi inconsciente con las cuatro paredes propias y con todo lo que las amuebla.
