Esto desembocará un día en la afirmación de que para
el Dios omnisciente no hay nada oculto.
el Dios omnisciente no hay nada oculto.
Sloterdijk - Esferas - v2
Por eso es una necedad ar queológica buscar en las laderas del monte Ararat o en cualquier otra parte los restos del arca real de Noé: como si un principio for mal se pudiera recoger con una pala.
Quien quiera encontrar el ar ca tiene que saber leer; hay que darse cuenta de cómo los pueblos reinterpretan sus catástrofes transformándolas en pruebas y de có mo los teólogos envuelven las suyas en ritos e historias.
Traducido con cierta libertad, las arcas son flotadores autopoiéticos, autoim- permeabilizantes, en los cuales los aliado?
enfrentados a entornos inhabitables aprovechan su privilegio de inmunidad.
La narración del destino posdiluviano de Israel se convierte en la novela de los viajes del arca monoteísta a través de las vicisitudes de los tiempos.
Trata imperturbablemente de la relación triangular, celeste-infer-
223
El Arca de Noé,
miniatura del siglo XIV, Flandes.
nal, entre Yahvé, Israel y los demás. Se desarrolla como la gran na
rrativa de las siniestras aventuras del pueblo elegido en su camino a
través de una era en la que los imperios siempre son los de los de
más. En esa era, serjudío significa sufrir bajo imperios, merodear
entre imperios o buscar la protección de imperios, sin poder ni
querer nunca erigir un imperio propio, de igual condición. El arca
de madera de Noé, ampliada mediante la primera alianza que corro
bora el arco iris, puede haber ido a parar tras el diluvio a cualquier
parte, de haber existido, y puede haber sido abandonada después
224
por su tripulación, como un instrumento que ya no se necesita; pe
ro como idea formal etnopoiética, como principio de inmunidad,
fruto de una alianza teológica, el arca nunca abandonó eljudaismo.
Salir de a bordo de una embarcación de salvamento así sería equi
valente a la autodestrucción.
El vehículo de Noé tiene, pues, que seguir su viaje de salvación:
primero como arca de Abrahán, para la que se estableció una alian
za electiva entre Dios y los pueblos circuncisos; en la época posterior
a Egipto reinicia su camino como arca de Moisés, ahora exclusiva
mente tripulada por el pueblo del éxodo, Israel, que había abando
nado la camaradería con los demás pueblos y flotaba a través de los
tiempos en el velo imaginario de su conciencia de pueblo elegido:
a bordo de esa arca se habían convertido en signos determinantes
de alianza, además de la circuncisión, la rigurosa observación del
shabat y de la Ley. Tras la crisis apocalíptica del judaismo se re
construyó como arca de Cristo, y como tal se entendió a sí misma la
antigua Iglesia católica: reconocible ante el mundo por la hostia y la
cruz. Con esa nueva armadura eclesial la nave de Dios, embriagada
de entusiasmo, pareció iniciar un viaje triunfal como segunda for
ma de potencia mundial, por decirlo así, al lado del monstruo im
perial, apenas domesticable todavía. Por lo que respecta a la comu
nidad judía, recopiló sus astillas en una caja talmúdica o en un
arca-escritura, de cuya excelencia uno se hace idea en cuanto repa
ra en que ha perdurado durante casi dos mil años en la confianza
de que no existe nada fuera del texto y de su comentario hasta el in
finito.
En todas estas versiones se impone con éxito el motivo de la ca
sa absoluta -se podría decir también: del texto, que es su propio
pretexto y contexto—frente a «milieus» diferentes en cada caso y
siempre diferentemente adversos. En la medida en que se consiga
contar la historia del mundo como informe sobre un visye singular,
caótico y, sin embargo, continuado del arca, ésta se puede presen
tar como historia de salvación e historia de perdición de un pueblo
singular, tanto expuesto al peligro como protegido. Por ello, la teo
logía de la historia de ese recorte en ella ha de desembocar en teolo
gía de la supervivencia, o dicho con mayor dureza: en teología de la
225
San Pedro pilota la nave de la Iglesia.
Miniatura lombarda, ca. 1480.
Boat People, prófugos vietnamitas
en el Mar de la China, 1975.
selección. Desde la época de la primera parte del libro de Isaías el
nombre judío de Dios es título del privilegio de majestad de pre
sentarse, sin justificación alguna, ante los suyos como Salvador y an
te los demás como Terminator. Consecuentemente, las teologías de
la alianza, es decir, los discursos de fundamentación a bordo del ar
ca, es difícil que puedan tener como tema algo diferente que la pu
ra supervivencia. Cuando los teólogos hablan de «ley» se trata de
instrucciones para la supervivenciajunto a Dios: prescripciones de
comportamiento en la caja de salvación Escritura-e-Iglesia. Y, efecti
vamente, en entornos no-favorables la supervivencia sólo puede
ejercitarse en ayas autocontextualizantes. Las arcas sólo se produ
cen y navegan con éxito cuando el supremo principio de alianza, el
polo absoluto, también viaja a bordo.
Pero tampoco los suyos son capaces nunca de esclarecer plena
mente con razones por qué precisamente el Dios único13va en es
te caso a bordo. Los arcanos de Dios son impenetrables, en princi
227
pió, y lo siguen siendo hasta el final; cierto es sólo que los designios
de Dios se manifiestan en sus arcas-milagros en cada caso y en las co
rrespondientes alianzas. Con cada uno de esos milagros, con cada
alianza, Dios repite y renueva su ayuda para rescatar a los suyos de
las aguas. Secreta por principio en esto es la selectividad divina, que,
según reglas inescrutables, elige a unos y pasa por alto a los otros.
Ese mysterium iniquitatis interviene en todos los periplos de arcas;
pues todo autocobijo en una forma fuerte, es decir, toda instalación
de una comunidad en una envoltura cerrada endógenamente -o di
cho al modo del Génesis (6, 14): calafateada con pez por dentro y
por fuera-, no sólo afirma absolutamente la pared de a bordo y nie
ga ya la validez de cualquier exterior real, sino que tampoco disi
mula la situación de que sólo encontrará salvación quien haya po
dido conseguir uno de los pocos billetes de embarque para el
vehículo elegido. En todos los fantasmas-arca se afirma como una
imperiosidad sagrada la selección de los pocos; muchos son los lla
mados, pocos los que se embarcan.
Para quienes resulta una necesidad moral y lógica imaginarse los
caminos de salvación universalistamente, esto se manifiesta como
una restricción difícilmente soportable, que tiene que ser remedia
da por reformulaciones inclusivistas del Evangelio; intereses de Igle
sia obligan. Pero parece que es una ley de juegos de lenguaje uni
versalistas que, en sistemas de inclusión universal, el exclusivismo
sólo pueda ser superado por negación o, si ésta falla, mediante ri
tuales contestatarios; por eso, con el universalismo crece la coacción
a la hipocresía y a la demanda irresponsable: una regla, cuyo caso
de aplicación más importante lo representa la religión cristiana,
junto con su secuela de mentalidades salvíficas halagüeñas. La pro
pia nave del Dios único, además de que no había de llenarse, sólo
tenía un número de plazas limitado: muchas menos que seres hu
manos salvables.
No obstante: el arca cristiana viajó a todas partes haciendo pro-
selitismo a través de las épocas, transida por su misión inclusivista;
no ceja en dirigirse a la humanidad como si quisiera recoger a bor
do a todos los náufragos de todos los siglos y de todas las regiones
del mundo. Pero sólo porque la mayoría no pueden o no quieren
228
El Arca de Noé sobre el Ararat
como máquina de fuegos artificiales;
decorado festivo romano para la celebración
triunfal de Inocencio X, 1664.
aceptar la invitación a ser rescatados sigue habiendo sitio para re
cién llegados en la nave que promete salvación en cualquier rumbo.
Sólo si no entran todos, entran todos; pero si entran todos, no en
tran todos. (Un viejísimo chiste de curas, la primera aproximación
de la teoría de sistemas a la teoría de conjuntos. ) Con su exclusivis
mo, adornado universalistamente, el arca de los rescatados -como
embarcación de las especies, como pueblo elegido y como ecclesia-
representa a la vez el primer modelo de eso que hoy se llama una
subcultura diferenciada. La Iglesia cristiana primitiva fue el ensemble
supraétnico prototípico, cuya demanda de inclusividad general se
abrió paso, a la vez, como exclusivismo implacable: la historia de la
Iglesia, con sus peleas despiadadas en tomo a la formulación del
dogma, ofrece un espectáculo cuajado de paradojas sistémicas. Só
lo la sociedad moderna llegó a generalizar y normalizar esas para
dojas. Las diversas subculturas de los sistemas sociales modernos -se
trate de organizaciones o de esferas privadas- conforman flotas va
riopintas de arcas de todo orden de magnitud, que navegan auto-
rreferentemente en la inundación, que ya no mengua, de la com
plejidad del mundo-entorno. Pero hoy ya no se envían palomas
desde la escena propia para que, con una rama verde en el pico, se
ñalen que las cosas vuelven a ser sencillas ahí fuera. La posmoder
nidad ha abandonado el sueño de aterrizar tras la inundación. La
inundación es ahora la tierra firme. Donde ya sólo hay casas abso
lutas, cada una en su propia corriente, se ha hecho imposible el re
tomo a lo que un día se llamó tierra firme14.
Aunque el concepto de arca siga siendo el modelo más sugestivo
de la renuncia humana a la aparente primacía del mundo-entorno
y la metáfora más concluyente del autocobijo de un grupo en su
propia cápsula, radicalmente artificial, no es el arca, sino la ciudad,
la que se ha convertido en el prototipo de gestos de autonomía
constructivistas. La ciudad es, en cierto modo, el arca que ha aterri
zado: representa una embarcación de supervivencia, que ya no bus
ca su suerte en corrientes libres sobre aguas catastróficas, sino que
se amarra obstinadamente a la superficie terrestre15. Se podrían de
finir las ciudades como conformaciones de compromiso entre el
230
surrealismo de la autorreferencia que flota libremente y el pragma
tismo de la fijación al suelo. Por la fusión de esos dos motivos opues
tos, las ciudades y los Estados desarrollaron su improbabilidad
triunfal; por su ensamblaje fructífero en una maquinaria de fuerza
morfológica consiguieron su poder hacedor de historia. Cobijarse
en concentraciones mágicas tras muros propios como sobre un bar
co ebrio de obstinación, y satisfacer, a la vez, el imperativo territo
rial y sacar fuerza de los templos, muros, depósitos: en esta fórmula
espacial se oculta el secreto esferológico del éxito de la forma ar
quitectónica histórico-universal «ciudad». La ciudad antigua tiene
que concentrarse hacia dentro como un arca de Dios, que señala a
los suyos con el signo de la preferencia; hacia fuera, ha de afirmar
se mediante murallas triunfales y torres dominantes, para desvane
cer cualquier duda respecto a su derecho de estar instalada donde
está y de extender su influjo en la distancia desde este lugar emi
nente. Cuando se satisface la fórmula
cluyentes las tesis de Oswald Spengler
cultura ciudadana y de la gran cultura:
Es un hecho completamente decisivo y
portancia el que todas las grandes culturas
de las esferas resultan con
sobre la convergencia de la
nunca apreciado en toda su im
sean culturas de ciudad. El ser
humano superior de la segunda era [es decir, en la serie de las grandes cul
turas, P. SI. ] es un animalconstructordeciudades. Este es el auténtico criterio
de la «historia universal» que se desprende con toda claridad de la historia
humana en general: lahistoriauniversaleslahistoriadelserhumanodedudad.
Pueblos, Estados, política y religión, todas las artes, todas las ciencias des
cansan sobre unprotofenómeno de la existencia humana: la ciudad. Dado
que todos los pensadores de todas las culturas viven en ciudades -aunque
físicamente se encuentren en el campo- no saben en absoluto qué cosa tan
extraña es la ciudad. Hemos de colocamos plenamente en el asombro de
un ser humano primitivo que en medio del campo divisa por primera vez
esa masa de piedra y madera, con sus calles rodeadas de piedras y sus pla
zas llenas de piedras, un habitáculo de forma extraña1,6.
La invitación de Spengler a los pensadores para que contemplen
el extraño habitáculo como por primera vez implica el requeri
231
miento a la inteligencia para que se coloque en un lugar fuera del
bienestar, comodidad y mimo ciudadanos. Justamente eso es lo que
han descuidado hacer casi por completo hasta ahora los urbanistas
e historiadores de las ciudades, obnubilados por las costumbres ur
banas y por el confort civilizador de su objeto. Lo que las ciudades
son y pretenden originariamente sólo puede entenderse, según
Spengler, si los urbanitas par exceüence, los filósofos, se colocan fue
ra de los muros y meditan el fenómeno de la ciudad como si no par
ticipasen en absoluto de su poder cobijante y de su seducción. Así
pues, pensar la ciudad significa en primer lugar: hacer abstracción
del mimo y confort de ésta y sustraerse al deslumbramiento que pro
ducen sus autointerpretaciones. Precisamente porque la poderosa
ciudad es siempre una forma de organización de la pérdida de rea
lidad o de la pérdida de la capacidad de disposición sobre materiales
y signos, los habitantes de ciudad, que no quieren ser sino habitan
tes de ciudad, no pueden entender
de su propia posibilidad y realidad.
Un historiador de las formas de
ple la ciudad como un fenómeno
bría de ser un fenomenólogo que
suficientemente las condiciones
tipo spengleriano, que contem
básicamente sorprendente, ha
cargara desde fuera con la an-
232
Hans H ollein, Portaaviones en el paisaje, 1964,
MoMA, Nueva York.
gustia inspirada de un pensador: Spengler es, en esto, el predecesor
inmediato de historiadores de estructuras revolucionarios como
Foucault, Deleuze y Guattari. Cuando Spengler propone volverse a
situar en el asombro del ser humano primitivo, que ve elevarse en
el horizonte ese inconcebible habitáculo gigantesco con sus mura
llas y torres, sigue la intuición de que la verdad sobre todo lo que
aparece en el espacio exterior sólo puede ser experimentada por
una angustia espacial iniciática. Esa angustia tiende el puente entre
el mundo arcaico y la Modernidad porque testimonia el excedente,
no absorbióle en ninguna época, del éxtasis que produce la sensa-
233
ción de seguridad y cobijo. Cuando ese excedente se hace fructífe
ro para la teoría queda abierto el campo del pensamiento genuina-
mente moderno. En la medida en que Spengler piensa desde ese
excedente o desde ese éxtasis -se podría decir también, más lisa y
llanamente: desde esa inseguridad-, su pertenencia a la aventura
del pensamiento esencialmente contemporáneo resulta indiscuti
ble. La potencia visual que manifiesta en su fenomenología de las
culturas proviene de la experiencia del existir que ha devenido in
seguro en un mundo sobredimensionado, ya no transfigurable como
patria en cuanto todo. La morfología spengleriana de la historia
universal tiene su momento filosófico en una teoría de la angustia
espacial creadora, que brinda a los seres humanos de las grandes
culturas una revelación de la tercera dimensión como «profundi
dad», es decir, como espacio de procedencia de lo inevitable117. El
frío morfólogo y su sombra, que quiere asemejarse al ser humano
primitivo sobresaltado, han de aunarse en un asombro, que en rea
lidad es un no-poder-creer-del-todo, un estremecimiento. ¿Qué se
ría, efectivamente, una ciudad del tipo de las metrópolis-Dios-rey
mesopotámicas, contemplada con los ojos de un ser humano pri
mitivo, sino una plasmación de la tesis de que en las grandes cultu
ras lo inmenso, enorme o monstruoso aparece como obra humana?
Y¿qué son esos habitáculos de forma extraña, observados desde fue
ra, sino maquinarias de salvación, con cuya fatigosa construcción los
seres humanos han ido pagando el miedo o angustia que les pro
duce el mundo, elevando monumentos monstruosos a su voluntad
de no-ser-fuera o no-estar-fuera?
El paso atrás de Spengler ante la ciudad no tiene nada que ver,
pues, con la crítica moderna a la civilización, ni tampoco con el re
sentimiento antibabilónico de losjudíos, copiado por los cristianos
y, desde la marginación del cristianismo, omnipresente fantasmal
mente, como fermento anónimo, en la fatiga de nivel de las cultu
ras del presente. Significa, más bien, un acto de epojé, posibilitadora
de teoría, con respecto a un milieu del que apenas puede uno dis
tanciarse ya, y sirve para la toma de distancia del pensador frente a
las ofuscaciones que produce la vida, vivida siempre ciudadana
mente, junto con sus demandas no tematizadas de autopromoción,
234
superación del miedo al espacio, distensión y abastecimiento de es
tímulos. La teoría de la ciudad sólo puede comenzar con el desa-
costumbramiento a las comodidades que sólo la ciudad ha hecho
posibles. Pensar la ciudad significa, pues, reflexionar sobre la vida
confortable en ella, imaginando que se pudiera estar en casa en otra
parte que en ella sí, que se pudiera poner entre paréntesis, en ge
neral, el afán entero de echar raíces en alguna parte. Vivir en ella
como si no se viviera en ella. Vivir como si no se tuviera a la espalda
ni casa ni ciudad. Pensar como en caída libre.
¿Qué es lo primero que a un fenomenólogo, que hubiera muer
to a sus propias costumbres visuales y quisiera reproducir el asom
bro del ser humano primitivo ante la primera aparición de una ciu
dad en el horizonte, se le hubiera ocurrido pensar a la vista de una
antigua ciudad, potencia de primer orden, como Uruk, Kish, Babi
lonia o Nínive? Ante todo habría de asombrarse de que la aparición
en el horizonte resista una segunda mirada y se afirme como algo
que no pretende ser en absoluto un engaño de los sentidos. La mi
rada, alejada del confort, a la ciudad es hecha prisionera por la per
sistencia de esa silueta sobresaliendo del horizonte; se ve confron
tada con una voluntad insistente de apariencia. Con ello surge de
repente en el mundo una altura cuyo poderío no han suscitado
fuerzas prehumanas. Todo en la gran ciudad, tanto en la antigua co
mo en la moderna, es voluntad de dominio y obra humana. A par
tir de la segunda mirada, el propio dato o hecho de la ciudad habla
de que ella, de por sí, está hecha precisamente para ofrecer tales vis
tas. En ella todo es premeditación y efecto; todo está predispuesto
para los apetitos de los ojos abiertos. Cuando Dostoievski, en sus
Apuntes del subsuelo, calificaba San Petersburgo como la «ciudad con
mayor premeditación y más abstracta de todo el globo terráqueo»,
sólo olvidó añadir que cada una de las grandes ciudades antiguas
fue alguna vez la más abstracta y con mayor premeditación. Incluso
cuando los libros del Antiguo Testamento no se cansan de escarne
cer a la ciudad de Babilonia llamándola la gran ramera, con ese ape
lativo, si prescindimos de su tono moralista indignado, captan con
precisión el carácter del objeto. Las prostitutas y las capitales tienen
en común que están abiertas y disponibles, y dedicadas a que las
235
vean; están colocadas en su lugar y viven de llamar la atención. Si al
guien quiere acercarse a ellas, de buena o mala gana ha de pagar un
precio. Ya quien no arrastra consigo celos, ardores o indignaciones
propios y se obceca en ellos, de modo que incluso dentro de los mu
ros (como Lutero, por ejemplo, en la Roma papista) no pisa real
mente el pavimento ciudadano, a ése le divierten la mayoría de las
veces las ofertas de la vida urbana.
Las ciudades antiguas están ahí para encandilar miradas, elevar
miradas, humillar miradas. Su desmedido afán de notoriedad de
clara la guerra al ojo ingenuo y le exige sumisión ante ese brillo, in
solencia y permansión del espectáculo. El ser humano primitivo fe-
nomenólogo, que quiso repetir su primera y segunda mirada a las
torres y muros de Jericó o de Babilonia, hubo de tomar conciencia
al instante de que esa ciudad, por su estar-ahí sin reservas, había in
validado todo su modo de ver hasta entonces. Sólo quien hubiera
visto una ciudad como ésa podría decir de sí que sabe qué es una
aparición. En la ciudad -y sólo en ella- puede comprobarse lo que
significa que una figura apueste sin reservas por lo contrario de per
manecer oculta y se coloque en el centro de lo visible y notorio. Des
de que hay ciudades, aparición significa: exposición, presentación,
revelación permanente. Dicho al estilo de Heidegger: la construc
ción de ciudades es un modo de desocultamiento.
Es cierto que con el hacerse visible de lo que la mayoría de las
veces es invisible también el hombre primitivo hizo acopio ya de ex
periencias que marcaron su vida; sabe lo que supone la tensión del
ojo sorprendido ante la aparición de un animal de rapiña, de un sal
vaje o de un extranjero; igualmente le resultan inolvidables los ins
tantes en que le aterran fenómenos inusuales en el cielo: eclipses,
cometas, lluvia de estrellas; desde siempre se tendió a comprender
como signos del ser los prodigios horribles que aparecen ahí de re
pente, como engendros deformes en seres humanos y animales, llu
via de sangre, terremotos, incendios. Pero sólo aquí, en el contraste
con la monstruosidad o enormidad persistente en su permanencia
ahí, insolente e imponente, de la ciudad, visible por todos lados, se
le hace consciente al ser humano primitivo que las miradas anterio
res a presencias de ese tipo sólo han sido ejercicios previos para esa
236
experiencia ilustrativa epocal, revolucionaria, inagotable de la apa
rición persistente del grandor de una ciudad.
La ciudad está ahí como una reivindicación edificada de verdad,
validez, duración; quiere encamar un ser inconmovible, que, en cal
ma magnificencia, se mantenga visible también para una segunda,
tercera mirada; quiere valer incluso para la última mirada. Este ras
go pasa de Mesopotamia a los fantasmas de ciudad de la vieja Euro
pa: a la ciudad escatológica de Jerusalén igual que a la Ciudad Eter
na de Roma. La ciudad no resplandece como un meteoro que el ojo
intente retener en vano. Es verdad que al modo de estar ahí de la
ciudad, como de una pieza, pertenece un cierto flamear, una inme
diatez sublime, pero de este rayo visual proveniente de abajo devie
ne una imagen enhiesta, estable, una presencia duradera, y por mu
cho tiempo que el ojo pretenda fijarse en esa masa arrogante, no
apreciará en ella oscilación alguna, concesión alguna a la consun
ción. Nada en ese ser-ahí magnífico, triunfal, de las murallas hace
suponer tendencia alguna a la desaparición. Lo que aquí aparece y
persiste en la aparición es el rechazo mismo de la transitoriedad, del
carácter efímero. Ese aparecer está repleto de fuerza de permanen
cia, y en esa voluntad de permanencia el hombre primitivo, feno-
menológicamente esclarecido, experimenta por primera vez algo
relativo a una nueva especie de dioses.
El dios-ciudad revela su ser en las magníficas e imponentes to
rres y murallas, en tanto en ellas se aúna la presencia continua de
una fuerza con una permanencia duradera en la visibilidad. La fuer
za de los muros y torres es pura y firme instantaneidad. Quien ha vis
to las torres de Uruk y, antes, las murallas de Jericó, se ha converti
do en testigo ocular de una revolución teológica. Con las ciudades
regias mesopotámicas se ha abierto un nuevo capítulo de la historia
de la revelación. Pues aquí Dios se ha convertido en muralla, y ha
bita entre nosotros en la medida en que nosotros habitamos dentro
de ella. Quien vive en una ciudad así habita una hipótesis de eter
nidad.
Precisamente para el observador externo de la aparición-ciudad
está claro de antemano: quien vive tras esos muros no sólo ha de es
tar protegido y cobijado, sino también abrumado y poseído por
237
Aparición mural, muralla de Nínive,
reconstrucción llevada a cabo por el
Departamento de la Antigüedad iraquí.
ellos: tiene que haber ofrendado su vida a esos muros, primero, pa
ra levantarlos, segundo, para querer su subsistencia, y, finalmente,
para satisfacer su demanda de gloria y preeminencia. Parece como
si por mera observación atenta de las murallas pudiera entenderse
que en la religión sumeria los seres humanos fueran de hecho los
siervos o esclavos del dios de la ciudad118. El dios convertido en mu
ralla mantiene a los suyos dentro de su contorno, y espera, a través
de ellos, desde la lejanía, enemigos que humillar, visitantes que des
lumbrar y reservas incesantes de esclavos trabajadores que utilizar.
Toda ciudad del tipo primitivo, colosal, monstruoso, espera algo
238
que venga de lejos y lleve lejos, y en su fuerza para esperar lo lejano
y desafiar lo lejano se basa el principio de su permanencia.
Al mirar al «habitáculo de forma extraña» el observador intuye
que a esa orgullosa cubierta de fuerza y poder pertenece una vida
interior que sólo puede entenderse con relación a esa envoltura. Si
la ciudad desea sobresalir de modo tan soberano es, y no en último
término, porque está vivo en ella el pensamiento de otras ciudades
y porque un dios en ella, con ayuda de sus diligentes medios, los re
yes y sacerdotes, exige elevarse por encima de otros dioses. Las al
mas de las ciudades viven, como las teologías, de escaladas. Por eso
toda ciudad reprime a otra ciudad; todo ser-aquí urbano está tenso
hacia una lejanía poderosa a la que los propios muros remiten, de
safían, humillan. Si no existiera esta relación con una lejanía y dis
tancia rivales, estas murallas no serían tan altas ni estas torres tan
amenazantes. Quien, con asombro de ser humano primitivo, tuvie
ra realmente ante sí la prominencia de una vieja ciudad-divina-regia
vería también mediatamente la competencia entre ciudades y, ade
más, dado que las ciudades son fenómenos de tensiones de una vo
luntad creadora de pueblos, la comparación y rivalidad de los dio
ses étnicos, urbanos, imperiales. En la heroica construcción de
ciudades del país de los dos ríos se reveló a los seres humanos la fit
ness de los dioses: pues ¿qué son revelaciones sino demostraciones
de fitness de las causas supremas? Si el dios es el último fundamen
to de fitness terrena, los sacerdotes, reyes y generales son los atléti
cos participantes en misas o ferias de muestras de fuerza de poderes
trascendentes.
La ciudad es, pues, un fenómeno-habitáculo que quiere obligar a
los observadores a confiar en sus ojos, de modo que crean lo que tam
poco ven ahora realmente: el rayo teológico-imperial que ha caído
en el centro de la ciudad mental. No se olvide: con la altura de sus
edificios más eminentes la ciudad quiere mostrar qué es lo que se
propone en horizontal. En cuanto aparece una voluntad de poder, se
caracteriza inmediatamente por representaciones de formato. Con la
ciudad primitiva comienza un reformateo, lleno de pretensiones, del
imaginario: política, ética, geográfica, cosmológicamente. Aquí se
inicia la historia del apogeo de las grandes formas anímicas, que se
239
Maqueta parcial del estado de la ciudad de
Babilonia a finales del siglo vil a. C. , escala 1:500,
Bible Lands Museum, Jerusalén, 1996.
convierten un día en los cabalismos y filosofías supremas, y se metas-
tatizan en nuestro tiempo en problemas de globalización. Lo colosal
y monstruoso de la ciudad regia de la antigua Mesopotamia se ma
nifiesta en su confianza absoluta en poder edificar todo el espacio
reformado como un único espacio interior animado, y mantenerlo
en forma. Aquí comienza técnicamente el experimento del alma del
mundo.
Así pues, si la ciudad ha de ser el mundo, para una empresa de
240
esas pretensiones el propio Dios tiene que convertirse en muralla.
Los dioses mesopotámicos son los prototipos de una nueva sobera
nía ontológica de propietarios constructores, en la que el poder di
vino se manifieste como la capacidad de disponer una conforma
ción política del tamaño de una ciudad cerrada y de un imperio
circundado como un sistema coherente de inmunidad. A partir de
ahí, política, arquitectura y teología se aúnan en un proyecto co
mún macroinmunológico. El macrocuerpo político aparece como
el constructor de un espacio interior de mundo. Aún en el siglo XVI de nuestra era formulará Martín Lutero su canto bélico reformador, Nuestro Dios es un firme castillo, sin duda en términos de la tradición de fantasmas murales de inmunidad del antiguo Oriente y de la an tigua Europa. Desde este punto de vista pueden entenderse los com plejos arquitectónicos de las ciudades mesopotámicas -junto con los diseños de los templos egipcios- como los laboratorios más im portantes de la psicología y teología imperiales nacientes: como en ninguna otra parte del mundo se experimentó aquí durante mile nios, siempre con nuevas combinaciones y siempre desde nuevos centros, con la creación de grandes espacios interioresjunto con sus correspondientes formas arquitectónicas, formas de imagen de mun do, formas anímicas y estructuras de inmunidad.
De lo que se trataba en todas esas tentativas era de disolver la pa
radoja psicopolítica de la ciudad: buscar el autoaseguramiento más
resuelto de la existencia precisamente en la forma de vida más visi
ble, más expuesta, más provocativa. ¿Cómo hay que construir si el
edificio más expuesto ha de convertirse en castillofirme? ¿Mediante
qué hábitos de vida podrán acostumbrarse a tales casas imperiales sus
habitantes? Estas preguntas reaccionan a la contradicción funda
mental de los antiguos gobiernos carismáticos de las ciudades, pues
todos ellos abandonaron la protección de la vida en lo discreto y di
simulado, para buscarla de nuevo en lo más llamativo y ostentoso. No
llamar la atención sólo será ya para los tiempos históricos venideros
una posibilidad de la pequeña gente, una opción de los nómadas, de
los merodeadores marginales, de la gente privada, para quienes sigue
siendoverdadocasionalmentequevivirbienyvivirocultoconvergen.
Para los grandes vale que han de exponerse y llamar la atención.
241
El ámbito de esa peligrosa ostentación se llamará un día historia:
no en vano la primera historiografía no trata apenas de otra cosa
que de las vicisitudes de las ciudades ostentosas, demasiado osten-
tosas, y de los territorios dependientes de ellas y unidos a su destino
imperial. En los colosos políticos aprende la inteligencia de los pue
blos lo que supone la figura más sugestiva de la reflexión naciente,
que primero aparecerá como cultura sapiencial de máximas o sen
tencias y más tarde como filosofía: el estricto y melancólico esque
ma de la ascensión y ocaso de las grandes potencias, rise and decline,
pues sólo lo que aparece puede desaparecer, sólo lo que llama la
atención puede dejar de llamarla. Donde vienen y van hegemonías,
arrogancias, ostentaciones, hay siempre una cosecha posterior de ci
nismo y resentimiento y de su destilado más suave, la sabiduría. De
la conciencia de que el pasado está lleno de desmoronamientos de
lo aparentemente indestructible surge un pensamiento reflexivo,
que se emancipa de las dependencias sacerdotales porque remite
más allá de la sanción de las potencias actuales; su intuición direc
triz es fervor por la superpotencia del tiempo que supera toda ma
nifestación local de poder divino de señores constructores. De ahí
surge el romanticismo de las ruinas del poder saturado, así como el
sarcasmo ante ellas de los supervivientes enlutados. Entonces, en las
culturas siguientes, puede ocurrírseles a los narradores afirmar que
el pozo del pasado es profundo y que, a causa de su profundidad,
en la que fluye lo veniderojunto con lo pasado, es importante para
cualquier presente sacar siempre agua de él renovadamente.
Así pues, todo en la historia es efímero; la inscripción de su templo re
za: futilidad y putrefacción [. . . ]. Como sombras pasaron delante de noso
tros Egipto, Persia, Grecia, Roma. . . (J. G. Herder).
Pero la esencia de las metrópolis primitivas permanece cerrada
a la retrospección reflexiva, porque la impresión maravillosa de los
primeros promontorios ciudadanos y amurallamientos de espacio
interior no se puede actualizar con una consideración retrospecti
va, sea melancólica, sea maliciosa. Quien quiera comprender la ciu
dad antigua in actu no tiene que hurgar en sus ruinas, sino que ha
242
de ponerse en una situación como si de lo que se tratara fuera de
volver a profetizarlas de nuevo. No es la ciudad desanimada y arrui
nada la que da que pensar, sino la que hay que construir, organizar
y consolidar: la ciudad en tanto imposibilidad que está a punto de
devenir realidad. Sólo en ella aparece a la luz el desafío macrosfe-
rológico, sin el que nunca se hubiera llegado a construcciones efec
tivas de ciudades. Quien desee comprender el ánimo primitivo
constructor y el impulso utópico que condujeron a los excesos ar
quitectónicos mesopotámicos ha de intentar entender ante todo có
mo a los primeros señores de la ciudad se les ocurrieron esas ideas
arquitectónicas y qué lugar en el mundo proyectaron para ellos
mismos cuando concibieron la idea de que en tales promontorios
ciudadanos podrían algo así como apostarse para la eternidad. ¿Có
mo fue posible que creyeran poder encontrar su cobijo en la expo
sición más extrema? ¿Bajo qué imperativos formales, fantasmas rec
tores, hubieron de actuar para ser presa de la sublime ilusión de
buscar su morada segura en formaciones de artificiosidad y ostenta
ción sin par? ¿Cuál es el lazo mágico con el que los primeros seño
res de la ciudad atrajeron a sus colaboradores para involucrarlos en
el proyecto de un delirio espacial y mayestático común?
La respuesta a ello puede conseguirse a partir de una triple con
sideración; la primera de ellas tiene que ver con las consecuciones
fenomenológico-religiosas de la ciudad: ante todo, su efecto crea
dor de espacio interior y su papel en la nueva ordenación de las re
laciones entre inmanencia y trascendencia; la segunda se refiere a
su monumentalismo y su diseño inmunológico como Estado mági
co y ampliación uterotécnica; la tercera trata de aclarar la cuestión
de cómo habría que imaginar la complementación íntima de cada
una de las almas individuales de los ciudadanos mediante genios co
munes de la ciudad19.
La primera clave con respecto al fenómeno ciudad la encontra
mos gracias a una reflexión sobre la nueva relación entre poder ciu
dadano y estructura religiosa urbana. Lo que en las ciudades meso-
potámicas parece haber surgido como preludio histórico-universal
de un continuum de la voluntad de poder se funda en la experiencia
243
revolucionaria de la capacidad de establecer, por medio de cons
trucciones propias de márgenes, una forma de mundo en la que el
espacio interior creció enérgica, violentamente en sentido literal.
No son ensoñaciones vacuas y desprovistas de medios aquellas que
impulsaron a los señores constructores de Uruk, Nínive, Babilonia
a impartir las órdenes para realizar sus construcciones públicas de
torres y fortalezas. Ya cuentan con la experiencia práctica de unos
conocimientos capaces de transformar el mundo radicalmente. Sa
borean el delirio arquitectónico que lleva a aprovechar la técnica
del ladrillo para erigir el mundo interior imperial, la caverna seño
rial. La ciudad surge como el proyecto de construir, con ayuda de
los conocimientos de un arquitecto, el asiento de un dios avecinda
do: no sólo como un trono aislado, sino añadiendo a éste el único
mundo-«entomo» que corresponde: al palacio, el cosmos; al rey-
dios, el imperio. Con la instalación de un templo, un palacio y los
correspondientes barrios de artesanos, trabajadores y esclavos, den
tro y fuera de las murallas, lo que se hace realidad es nada menos
que un espacio de mundo interior para el dios presente, una ma-
crosfera en la que puede hacerse real la re-clamación regio-divina:
ser-o-estar-siempre-dentro-de-sí, aunque imparta órdenes que no
puedan ser cumplidas a menos de cuarenta y cinco días de viaje120.
Para que el dios de la ciudad pueda hacerse hombre tiene que de
finirse por su muralla y revelarse en ella, tanto hacia dentro como
hacia fuera. Su soberano residir en la ciudad tiene como contra
prestación su capacidad de recorrer y atravesar los territorios en tor
no libremente, libre de establecerse donde quiera. Además de los
reyes-dioses mesopotámicos, dicho sea de paso, también los prínci
pes egipcios se presentan como murallas vivientes en tomo a sus
súbditos: en el siglo XIV a. C. un vasallo se dirige hímnicamente así a un faraón: «Tú eres un sol que se levanta sobre mí,/ y una mura lla de bronce erigida para mí». Al mismo tiempo, Akenatón, el rey hereje, alaba a Atón, proclamado como único dios, como una «mu ralla de millones de varas»121. Parece que en los imperios antiguos hubiera sonado la hora de las teologías murales.
La revelación del rey-dios a través de la muralla evoca una nueva
reflexión: hace que los observadores se den cuenta de que ha apa
244
recido una inteligencia que, penetrando por todo él, conoce este
mundo en su contorno. Y es que la idea de transparencia, en gene
ral, tiene su origen en la salida a escena del espíritu creador de mu
ros. Pues, sin duda: quien desde una muralla o desde una torre de
culto contempla el entorno del mundo construido, no sólo goza
de su propia vista panorámica, sino que indica al mundo circun
dante y a las circunstancias que lo rodean que son vistos penetran
temente. Todo poder de ciudad tiene ante todo que hacer ver que
mira en tomo a sí; tiene que asegurarse de que todos saben que sa
be todo. Por eso sería una equivocación pretender entender como
meras «torres de observación» los zigurats mesopotámicos, por los
que el babilonio dio que hablar de sí de modo especial: son, más
bien, parte de una manifestación del poder ante sí mismo. Revela
ción o manifestación significa aquí una demostración de atención
penetrante.
Esto desembocará un día en la afirmación de que para
el Dios omnisciente no hay nada oculto. Pero primero vale: la mu
ralla te mira, la torre te contempla desde arriba (esto es algo que
Napoleón intentó encarecer a sus tropas antes de la batalla de las Pi
rámides, con resultado infructuoso, como se sabe, seguramente
porque los siglos que miraban al ejército napoleónico desde la altu
ra de la cúspide de las pirámides significan el tiempo del lado con
trario). Y para todos los siglos que siguen, ningún poderoso puede
sustraerse ya a la obligación de hacer ver su propia capacidad de ver.
Hasta el siglo XX, las torres y rascacielos funcionan como señales ca racterísticas de poder y de hipermetropía.
Pero en la medida en que el Dios clarividente se muestra en las
murallas, se recluye también tras ellas. Con los muros revelados sur
ge a la vez el secreto del poder, que parece ser algo interiormente
encerrado y difícilmente accesible, como un tesoro enterrado. Co
mienza a florecer un mundo interior de templos y palacios, distan
ciado mediante paredes y puertas, sobre el que sueñan los creyentes
en los vestíbulos. Los muros se multiplican, y quien ha atravesado
una puerta no por ello está ni mucho menos en la meta. Otros mu
ros, puertas adicionales, guardias reforzadas, distancian el interior y
dificultan la aproximación, no sólo para el enemigo. Herodoto in
forma en sus Historias de cómo en el siglo Vil a. C. la fortaleza en la 245
montaña Ecbatana (hoy Hamadán), que servía como residencia de
verano a los grandes reyes de Susa, se había amurallado hasta con
vertirse en un insolente sistema de fortificación:
Las murallas están construidas de modo que rodean la ciudad siete mu
rallas una tras otra y que un anillo de muralla siempre sobrepasa al otro só
lo en la altura de las almenas [. . . ]. En total son siete anillos y en el último
se levantan el castillo del rey y la cámara del tesoro. El perímetro de la mu
ralla exterior es tan grande como la ciudad de Atenas. Las almenas de la
primera muralla son blancas, las de la segunda negras, las de la tercera ro
jo púrpura, las de la cuarta azules, las de la quinta rojo claro, las de la sex
ta plateadas y las de la última todas doradas (Historias I, 98).
Este capricho, cuya única motivación militar es aparentar, que
sueña en la profundidad inaccesible de un incestuoso espacio inte
rior, ilustra plenamente la paradoja epocal fenomenológica en la
que hicimos fundar las ciudades: seguridad dentro de la apariencia
más espectacular. Los constructores de ese complejo habían descu
bierto, a todas luces, la figura de la fortaleza como fuerza ofensiva
estética, pero consideraron, además, las posibilidades que la simple
apariencia tenía más allá de su función militar como un estímulo a
cultivar; la hybrisdel modo de construcción crea una protección adi
cional de inmunidad para el interior arquitectónico, que se peralta,
se profundiza en el complejo y cuyo acceso se difiere y complica12.
Esto hace comprensible la razón de por qué tanto generales como
buscadores de Dios pudieron estar dominados por la idea fija de
perseguir su felicidad penetrando en ciudadelas casi inexpugna
bles, dotadas de varios cercos de murallas. Saqueadores y místicos
sueñan no pocas veces en la misma dirección; donde hay oro, ahí es
tá Dios. Yaunque Dios, como afirman incansablemente sus íntimos
en el futuro, fuera el No-Lejano, y aunque todo estuviera lleno de
él, siempre quedan aún muchos pasos fatigosos hacia él para los que
le buscan; en los tiempos del monacato, cuando la meditación se
concibe en procesos, los místicos escribirán itinerarios que sólo tra
tan de series de pasos, a través, hacia arriba, hacia dentro: a través
de tres, siete, nueve, quince, veinticinco o quién sabe cuántas esta
246
ciones, peldaños, resistencias. Todavía en el siglo XVI, santa Teresa de Avila expondrá la tesis tardopersa de que la unión más alta posi ble en vida del alma con Dios sólo es alcanzable en la séptima y úl tima cámara del castillo interior.
Ningún religioso del primer peldaño puede comprender qué es
lo que constituye el hecho originario de toda religión como cripto-
arquitectura y criptogramática: sólo el amurallamiento de Dios crea
un secreto específico; sólo la codificación de lo divino lo aleja del
conocimiento público; sólo a través de la competencia entre las cá
maras por la situación interior más profunda surge lo que afirma ser
una cercanía superior a Dios. Así pues, hay que buscar la cripta tan
to en lo horizontal como en lo vertical, dado que «profundidad» no
es una dimensión ontológica definida con exactitud, sino un ámbi
to de medida para codificaciones y amurallamientos. Ir al interior
significa penetrar en lo que queda a mayor profundidad: todos los
psicólogos y teólogos de los milenios premodemos elaboran este
comparativo. Para ellos significa eo ipso estar dentro, estar más aden
tro de lo que cualquier otro hombre de mundo y ser superficial pue
de imaginar en principio. Sólo se admitirá a audiencia en la celia de
la ciudad de Dios a quien esté dispuesto a atravesar muchas antesa
las. Quien quiera entrar más adentro tiene que colocarse fuera;
quien busca la verdad tiene que romper códigos y muros; pues la
verdad habita en el «hombre interior», dado que el profano reside,
naturalmente, más afuera en el yo escalonado en profundidad. Por
eso la persona mundana normal no puede acceder al secreto pro
pio de sí misma, dado que su psique, como se comprende ahora, es
tá construida como una Ecbatana interior, como una serie de fosos
y muros en tomo a un nunc stans inaccesible, que es un Nosotros
enhiesto: el alma interiorizada y su Dios aliado.
Sólo la Modernidad rompedora de códigos, que ha llegado de
trás de todo, que todo lo desentierra, todo lo descifra, descompone
el espacio metafísico de profundidad y allana sus ocultos pliegues
de sentido, coloca en el mismo plano, en la misma apertura públi
ca, lo en otro tiempo interior y exterior, postula para todo lo que es
el mismo grado de asequibilidad. San Agustín, por el contrario, a
quien todavía no afectan los modernos allanamientos de espacio,
247
J. Valentín Andreae,
Rei publicae Christianopolitanae descriptio,
Estrasburgo, 1619, frontispicio.
puede decir sobre su Dios, en coherencia con el modelo de la inte
rioridad escalonada, que le es más cercano que él mismo: interiorin
timo meo\ es imposible pasar por alto en este contexto el sentido
comparativo de interior. Pues cuando la subjetividad (dicho tradi
cionalmente: el alma humana) es un edificio complejo, o una ins
talación palaciega intrincada, en cuyo interior más profundo reside
un Dios-Alto-Profundo apartado, entonces se comprende también
por qué el individuo, por regla general, sólo habita en un vestíbulo
de su interior más profundo y sólo en situaciones excepcionales de
su existencia consigue audiencia consigo mismo.
Podría llegar a afirmarse que lo que la tradición religiosa mono
248
teísta ha llamado creencia describe un efecto psicológico colateral
de la arquitectura mesopotámica de murallas (y también, segura
mente, de la arquitectura egipcia de templos). La fe o creencia tí
pica de las grandes culturas surge, a la vez, con lo oculto-incons
ciente, y esto sólo puede ser, por naturaleza, un lugar tras una
barrera opaca. Desde los días de las ciudades-imperios entre el Éu-
frates y el Tigris creer significa estar convencido de que las prodi
giosas murallas, por mucho que muestren ya en sí mismas, ocultan
a la vez algo más esencial todavía: aunque en un primer examen eso
fuera sólo la muralla próxima, que, a su vez, manifiesta que oculta
algo grandioso. Antes de que la fe mueva montañas se piensa a sí
misma a través de murallas y, llevada por el presentimiento, se fu
siona con la sabiduría resplandeciente, que, desde su cámara invisi
ble más íntima, ha sabido erigir estos testimonios de su poder. Por
eso la muralla misma es ya una epifanía; es la visión construida, el
lado de exhibición de un interior emanante. Quien es receptivo a la
aparición de lo sagrado sentirá espontáneamente su espectáculo co
mo algo numinoso, estremecedor, como algo que obliga a arrodi
llarse. Si la causa se ha podido deducir alguna vez de un efecto, nun
ca mejor que en este caso puede deducirse de la muralla erguida el
poder de erigirla. Quien está a favor de la idea de que Dios sea algo
que se digna mostrarse a veces como principio de una presencia sa
be qué se siente ante muros monumentales. En tanto realidad pre
sente, la muralla no permite duda alguna respecto a la realidad del
poder que la construyó: ésta es, por lo demás, una experiencia que
todavía en el siglo XIX fascinaba a los historiadores del arte y a los arqueólogos europeos, pues también para ellos cualquier autoría, y no en último término la de las ciudades enterradas en escombros, implica un encuentro con lo sublime constructor.
En virtud de la construcción de murallas mesopotámica comien
za un régimen religioso y psicológico que remite a una participa
ción nueva, con forma de fe, en Jo oculto y a la vez desoculto divi
no: presencia mural, trascendencia transmural. Presencia de Dios
en signos murales, trascendencia de Dios en un espacio interior pa
laciego, sobrenaturalmente distanciado. (La forma correspondien
te de la Ilustración consiste en esto: demostrar que no hay nada de
249
trás, por muy respetable y macizo que se quiera presentar el muro;
en caso necesario, abrir un boquete y aportar la prueba de que hay
exactamente lo mismo delante y detrás del muro, y ridiculizar como
infundadas las pretensiones jerárquicas de validez al otro lado del
muro. )
No por eso, sin embargo, deja de ser para el observador normal
la demostración de la existencia de Dios el hecho de que el muro
esté donde está y mientras lo haga. Esto tiene consecuencias para el
incremento del factor racional en las imágenes de mundo posterio
res, ya que Dios, desde entonces, puede ser representado como cons
tructor de constructores y como artesano de artesanos. Un lúcido
Dios constructor y artesano así ofrece a los seres humanos una opor
tunidad de entenderse en una nueva luz a sí mismos. Tiene que im
ponérseles la idea de que un ingeniero regio o un ceramista divino
los ha producido también a ellos mismos. De modo íntimo, pueden
considerar también a sus madres como un productor así. Se fami
liarizan con la idea de que, en definitiva, no provienen tanto de una
caverna materna como de un taller o una fábrica.
Quizá esté aquí el origen tecnognóstico de las religiones de sal
vación del Oriente Próximo: quien es capaz de producir seres hu
manos sabe seguramente también repararlos. (Las madres tan sólo
pueden, en todo caso, volver a tragar a sus hijos, cosa que no con
vence a la larga como reparación. Si, por el contrario, la gnosis de
la tardoantigüedad distingue tan apasionadamente al Dios Creador
del Salvador, con ello sólo muestra que el ser humano, como clien
te inteligente, no encargará sus reparaciones al chapucero original,
por quien está hecho el mundo en su parte física, sino sólo allí don
de poder y querer son todavía una y la misma cosa: al Dios absolu
tamente trascendente, al que no compromete la creación malogra
da. ) Los creyentes en Dios y en constructores descubren en el
ámbito de experiencia del construir y conformar con arcilla el con
fort cognitivo irresistible de sentirse comprendidos por su produc
tor, y sólo por ese confort se hace posible el distanciamiento de los
dioses astrales irracionales, oscuros, sedientos de ofrendas de san
gre; los claros dioses-ingenieros adquieren preeminencia frente a
Molocs opacos: éste es el logro histórico-universal de los imperios
250
Heinrich Schliemann con su señora y colaboradores
en la puerta de los leones de Micenas.
constructores mesopotámicos. (Junto con Adán, el golemes la gran
figura ideal de la antropología técnica, ya que interpreta al ser hu
mano mismo, en su totalidad, como artificio; es el emblema de una
voluntad de saber-y-poder-hacer, que se extiende por la historia de
251
la relación del ser humano con las circunstancias encontradas123. )
Pero anterior al ser humano de barro es la muralla de la ciudad,
construida de ladrillo, que podría decir a su constructor: «Sólo tú,
Señor, me comprendes del todo, porque tú me has hecho; gracias a
tu savoir-faire me entiendes a mí mejor que yo misma». La idea de
creación implícita en la muralla de la ciudad y la devoción de crea-
tura inherente a ella es la lección que el judaismo, no constructor
de ciudades, aprende de sus odiados tiranos, los babilonios cons
tructores de ciudades, «llorando ante los ríos de Babilonia» duran
te su esclavitud entre los años 586 y 537 a. C. , y generaliza en aquel
tiempo en el que se da el «primer paso de la religión tribal a la re
ligión universal»124, mejor, a la religión de pretensiones universales.
Por ella se hace plausible la convergencia entre hacer y compren
der, también con relación a mundos totales. Sólo la experiencia de
la construcción de murallas y ciudades abre el camino a la teología
de un Dios que todo lo sabe porque todo lo ha hecho, y que todo lo
ha hecho para aventajar ontológicamente a otros pretendientes-fa
bricantes. Sólo así llegó a ser eficiente en la religión de Oriente Pró
ximo, más tarde occidental, el impulso a la devoción por el Dios que
todo lo puede y todo lo hace. Es esta idea de capacidad o compe
tencia para hacer algo, fundada en la rivalidad o emulación entre
los dioses imperiales, la que en la época babilónica, o inmediata
mente después, gobierna la redacción de la leyenda judía del Gé
nesis. Ya había sido la substancia de la construcción mesopotámica
de ciudades ese monoteísmo de la competencia, cuyo lugar diná
mico es la rivalidad entre competencias y que es descubierto y ge
neralizadoenlareflexiónjudíasuperadora125. Esemonoteísmoesla
creencia en un sabio hacedor, cuya acción manifiesta es esa ciudad
o, si no se cuenta con ciudad alguna, el mundo entero.
Por lo que respecta a la muralla que está ahí: ella reivindica, así,
la verdad en la forma de una demostración convincente. Quien
construye murallas de veintisiete metros de espesor y doce de altu
ra en tomo a su capital, ése tiene razón. Pero la teología superado
ra yahvística no se detiene aquí: quien ha de tener la última palabra
es ese Dios que ha llamado al mundo en general a la existencia.
Apostando implacablemente por la amplificación, los autores del
252
Génesis hacen que sus señores vayan construyendo día a día la obra
de la creación; ¿cómo? : poniendo orden mediante mandatos e in
terviniendo sólo ocasionalmente; para que queden claras las rela
ciones de poder con respecto a los señores babilonios, constructores
de torres y ciudades. No hay ninguna duda, hacer teología significa
amplificar, participar en escalaciones. Sobre todo en Oriente Pró
ximo, donde los imperios y sus dioses se asimilan unos a otros, todo
hablar de Dios es un hablar a porfía, el Dios de cada uno es el me
jor126. La teología es, necesariamente, una ciencia concurrente, ya
que pretende ser la determinación de lo supremo que aventaje a to
das las demás determinaciones de lo supremo (todo ello en caso de
que lo supremo fuera algo determinable: una restricción que per
tenece, a su vez, a otra escalada, que se conocería como teología ne
gativa). Quien lee el Génesis judío llega inevitablemente a la im
presión de que ese Dios tiene que haber ganado: quien ha creado
así tiene que aventajar a todos. El mero hecho de que el Dios de los
judíos necesite para su creación del universo una semana babilóni
ca de tiempo implica algo malicioso, ya que pone en evidencia que,
efectivamente, se ha empeñado con éxito en producir su propio
universojunto con todas las criaturas, pero que se ha sometido en
ello al ritmo de trabsyo de los falsos dioses odiados: crea su mundo
según el omnipotente esquema del calendario babilónico. La sema
na es el monopolio babilónico contra el que se han estrellado las
pretensiones de primacía de los monoteísmos superadores poste
riores. Desde el punto de vista cultual, por su utilización de la se
mana, judíos y cristianos no dejan de ser septemteístas orientales.
En definitiva, creen más en el siete que en el uno y -aburridos, pe
ro totalmente convencidos- peregrinan cuatro veces al mes por la
avenida de los dioses de cada día de la semana para quitarse el som
brero finalmente ante su Dios dominguero.
Los arquitectos y maestros constructores son, en consecuencia,
los creadores espirituales del Estado-ciudad arcaico -pues con
ellos, por primera vez, la magia se transforma completamente en
competencia y capacidad técnica-, del mismo modo que entre los
generales babilonios el éxito en la guerra no se espera ya tanto de
los rituales perfectamente llevados a cabo cuanto de una técnica
253
Cornelis Anthonisz, 1547, aguafuerte.
bélica utilizada profesionalmente. El milagro de arrogancia con el
que se erigen ante los ojos de nuestro hipotético ser humano pri
mitivo las antiguas ciudades de Babilonia, heroicamente amuralla
das, se debe, pues, si se consideran las cosas más de cerca, a algo
contrario a una simple arrogancia. Gracias a una técnica de cons
trucción con ladrillo, desarrollada durante milenios, en la antigua
nación de los dos ríos también la construcción de los complejos
más grandes se convirtió en algo completamente rutinario, frío, vir
tuoso. Quien puede construir así es capaz, obviamente, de prescin
dir de la magia para conseguir grandes efectos y confiar para ello
en el oficio.
Entretanto, esa tranquilidad que da la competencia profesional
254
desencadena una exaltación del deseo hasta entonces desconocida;
la competencia de los constructores sigue soñando y despierta en
sobretensiones teológicas. Por eso la narración bíblica de la hybrisde
los constructores de torres babilonios, a pesar de su tendencia fuer
temente antibabilónica, puede considerarse objetivamente certera,
dado que refleja con bastante exactitud el meollo teológico del de
seo o voluntad de construcción en gran formato del enemigo odia
do. Es verdad que en la construcción mesopotámica de torres y mu
rallas se manifiesta una teotécnica llena de consecuencias, que da
testimonio de la idea de que los humanos capaces y competentes
participan en la capacidad y voluntad de su Dios. Más exactamente:
lo que sus dioses quieren y son capaces de hacer lo quieren y son ca
paces de hacerlo a través de los seres humanos que dependen de
ellos y son vasallos suyos. Ese «a través de» es el pensamiento decisi
vo de toda teología imperial como entrenamiento autógeno del po
der; los señores constructores, los señores de la guerra y los prínci
pes explicarán sus éxitos durante la era metafísica entera mediante
este esquema: no actúo yo, es Dios quien actúa a través de mí; lo que
irremisiblemente significa, a la vez: él se proporciona representa
ción a través de mí127. (En Europa habrá que esperar hasta el siglo
XVpara que la idea de las acciones de Dios a través de los seres hu
manos encuentre su formulación más precisa en Nicolás de Cusa.
Con ello, el mediumnismo arcaico, en el que el entrelazamiento
con Dios afecta y consume al ser humano entero, recibe una clarifi
cación sutil y ennoblece al sujeto: de la posesión por el Dios que re
parte poder ha de resultar una libertad motivada en lo absoluto128. )
Por lo que respecta a las circunstancias mesopotámicas, basta echar
una ojeada a los grandes complejos ciudadanos para comprender
que los nuevos señores constructores se toman completamente en
serio su técnica y no menos en serio la teología correspondiente a
ella. Quien construye así ayuda a los dioses a manifestarse.
Por naturaleza, el complejo de arquitectura, celebración divina
y autoexaltación tiene que aparecer a todos aquellos que observan
el acontecimiento desde fuera como prototipo de toda arrogancia,
como lo insoportable mismo: tal como sucede siempre, la compe
tencia avanzada de los muy competentes aparece ante los ojos de los
255
que no están en situación de rivalizar como hybris repulsiva. El com
plejo babilónico del antiguo judaismo se escorió por roce con una
humillación indeleble: que el Dios de Israel, de Abrahán y de Jacob
no estaba a la altura de aquel tiempo (tampoco después lo estuvo
nunca) como constructor de ciudades y torres. Y si había de afir
marse de él, no obstante, que era el único y todopoderoso, había
que encontrar un método para superar las demostraciones babiló
nicas con medios que no tuvieran que ver con la construcción de
ciudades. El Diosjudío se especializa a continuación en predecir y
esperar el ocaso de las ciudades extranjeras soberanas, ya sea que és
tas perezcan por conquista externa o por fallos de construcción o
por catástrofes ecológicas. Yahvé concede que las murallas proce
den de infieles, que al construir tenían falsos dioses ante los ojos,
pero da a entender inequívocamente que la fragilidad de las mura
llas proviene de él. De ahí puede desarrollarse un nuevo modo de
decir la verdad: la manifestación profética de grietas en los muros
de los otros. Este es el rasgo fundamental de la teología antibabiló
nica deljudaismo: deconstructioperennis. Se comporta como profecía
de la grieta en la muralla, como pre-visión del final ineludible de to
do poder totalitario, pero falible, por intuición de sus fallos de cons
trucción y de sus autocontradicciones. El Dios de los judíos, al que
hay que reconocer su soberanía trascendente frente a los soberanos
empíricos, se comporta ante las construcciones de los demás como
un observador que, por distancia crítica (o escatológica), renuncia
a construcciones propias; con una única excepción: el segundo tem
plo de Jerusalén, en el que temporalmente se encarnó un senti
miento judío de tener también competencia. (Al que corresponde
en el Estado moderno de Israel la existencia de un arma atómica
propia, semisecreta. ) Para afirmarse como señor de señores más allá
de las potencias mundiales, Dios no debe tomar parte en la auto-
glorificación de las ciudades por medio de su furia constructora y
sus historiografías. Él permanece para siempre trascendente a la
ciudad afectada, al imperio afectado, a la afectada narración de
grandezas. A cambio de esa abstinencia puede hacer que trabajen
para él los riesgos de derrumbamiento que existen latentes en todos
los grandes constructos. Cuando se levantan torres a los falsos dio-
256
La demostración de Athanasius
Kircher de la tesis de que, a causa de las
circunstancias gravitatorias, la torre de Babel
no puede haber llegado hasta el cielo (lunar);
en TurrisBabelsiveArchontologia,1679.
Mark Tansey, Doubting Thomas.
ses, el verdadero Dios aparece en sus grietas; esto adquirirá otra vez
peso en la así llamada de«con»strucción de los edificios centrales
del saber absoluto.
Nota marginal: en la historia del monoteísmo existe una pugna
entre la posición sádica (activa) y la masoquista (observadora) por
el acceso privilegiado a la verdad. Está fuera de toda duda que el
cristianismo, siguiendo el modelo judío, hizo que prevaleciera, re
tórica y pedagógicamente, el masoquismo de los incompetentes
frente al sadismo de los competentes; en consecuencia, la humil
dad, aun sin obras, se ganó la reputación de conducir más cerca de
Dios que el orgullo, aunque éste brillara con obras bien recibidas
por Dios. Esta es la razón de por qué no puede esperarse del lado
258
cristiano yjudío contribución alguna a una teoría positiva de la ciu
dad de poder, porque no está abierto el acceso de posiciones de re
sentimiento a afirmaciones mánicas de competencia constructora
de torres y muros. Así pues, los imperialismos cristianizados de la
antigua Europa han bebido siempre de fuentes no cristianas, esen
cialmente romanas; los señores cristianos hubieron de tomar de Vir
gilio lo que no se podía encontrar en san Pablo, y tomar prestado
de la novela de Alejandro lo que los Hechos de los Apóstoles no po
dían ofrecer. Fue san Agustín quien, en su doctrina de la civitas te
rrena>dio su forma decisiva, aunque no definitiva, a la reserva cris
tiana frente a la ciudad narcisista: precisamente la ciudad terrena
siempre ha de referirse sólo a sí misma; pero lo que se antepone a
sí mismo ama al margen de Dios. Lo que se menta a sí mismo gasta
su libido de modo maldito. Al mismo tiempo, el obispo de Hipona
fundamentó otra vez histórico-filosóficamente la diferencia entre el
arca y la ciudad, y mostró por qué los partidarios de la religión ver
dadera podían encontrar refugio en la seguridad de Dios, en tal ca
so sobre arcas, pero nunca en ciudades; y esto, otra vez, sólo por me
diación de la gracia divina y no por la propia competencia mágica o
técnica. Así y todo, san Agustín ha de admitir que las arcas son cons-
tructos tan falibles como las ciudades; por eso la fragilidad de la ciu
dad terrena le infunde menos sentimientos de triunfo que compa
sión creatural; reconoce que sólo hay una diferencia de grado entre
la clara falta de posibilidad de salvación en la ciudad secular y la in
seguridad piadosa sobre la salvación a bordo del arca. ¿No se con
virtió la misma señora de todas las ciudades, Roma, después del sa
queo de los visigodos en el año 410, en una simple balsa en la que
se apelotonaban los náufragos de este mundo? Y ¿no se han hecho
notar también a bordodel arca eclesial figuras sospechosas, de cuya
salvación es permisible dudar? ¿No experimentó incluso el propio
san Agustín en sí mismo, hasta sus últimas circunstancias mortales,
que del lado humano sólo puede haber solicitudes o aspiraciones a
la salvación, pero no seguridad de ella?
Una observación más atenta de las antiguas murallas mesopotá- micas desde el punto de vista de su formato o de su volumen depa-
259
ntsrsí^avLim
Vista de Jerusalén, en la Crónica del mundo,
de Hartmann Schedel, 1493.
ra la segunda clave de comprensión de la paradoja ciudadana: bus
car la máxima seguridad en la ostentación más grande. Encontra
mos aquí, en este altivo monumentalismo, que resultaba tan escan
daloso para los observadores judíos y tan digno de imitación para
los rivales mesopotámicos, el impulso a lo desmesurado, sin el cual
desde entonces es difícil concebir la historia de las potencias mun
diales constructoras. En sus comienzos, el monumentalismo proce
de de un gesto teotécnico: los señores constructores creen tener la
obligación consigo mismos y con su Dios de apilar lo más alto posi
ble con su propia mano lo sublime; o, lo que es lo mismo, conseguir
que se les emplee en la autorrealización de lo divino.
Los primeros expertos en ese gesto fueron, como hemos dicho,
260
los constructores de las monstruosas murallas que habrían de dar se
guridad en la exposición a las nuevas ciudades y a sus habitantes. Por
la teotécnica mural surgieron los primeros grandes espacios interio
res «políticos». La ciudad de Uruk, en el sur de Babilonia, fue rodea
da ya en tomo al año 2700 a. C. con un doble anillo de murallas, de
nueve kilómetros de longitud y dotado de 900 torres de defensa; se
trataría, quizá, de la obra del rey Gilgamés, el héroe épico. Esta «pri
mera gran ciudad de la historia universal»,junto con las dos ciuda
des-templo dedicadas a las divinidades Inana (señora de las provi
siones) y Anu -complejos de medidas monumentales y de
profundidad espacial hermética e intrincada-, ofrecía un espacio
habitable a más de 50. 000, quizá incluso a más de 100. 000, personas.
La teología del monumentalismo testimonió aquí por primera vez
su alianza con la idea del absoluto autocobijo de los seres humanos
en grandes constructos inexpugnables. El hecho de que precisa
mente un rey de esa ciudad, Gilgamés, se convirtiera en héroe de
una gran epopeya del fracaso del ser humano en la búsqueda de la
inmortalidad puede interpretarse como variante urukesa del poste
rior motivo europeo «ilustración a través del mito». El comentario al
esfuerzo inútil de Gilgamés parece haberlo dado, a una distancia de
más de dos mil años, el filósofo Epicuro cuando hizo notar que los
seres humanos pueden defenderse contra la mayoría de las cosas,
pero que frente a la muerte todos viven en una ciudad sin murallas.
No obstante: el motivo-forma de la vida tras muros sagrados inex
pugnables se impuso irresistiblemente en todo Oriente Próximo,
como si la ciudad amurallada hubiera sido en aquella época y en
aquella región la idea más avanzada de aquello que filosofías poste
riores llamaron espíritu del mundo y espíritu del tiempo. En tomo
al a ñ o
2500 a .
C. , la c i u d a d
regia c a n a n e a
H a t z o r
(hoy Tel Wakkas)
se rodeó de una muralla de ladrillo de siete metros y medio de es
pesor, edificada sobre cimientos de piedra. Más de mil años des
pués, cuando los espías de Moisés se adelantaron penetrando en la
tierra de Canaán con el fin de explorar el terreno en busca de po
sibilidades de asentamiento para los caminantes israelitas, encon
traron allí ciudades «grandes y fortificadas hasta el cielo» (Deutero-
nomio I, 28).
261
Desde comienzos del tercer milenio las murallas de solidez mo
numental pertenecen al vocabulario elemental de las formas de vi
da en la zona mesopotámica y colindantes. Cuando en tomo al año
700 a. C. los asirios levantaron su suntuosa ciudad de Nínive a orillas
del Tigris, les pareció obligado colocar una muralla de diez metros
de espesor y treinta metros de altura. También el motivo del múlti
ple amurallamiento se expandió en todo el ámbito de las culturas
andguas constructoras de ciudades y fortalezas: desde Tirinto, en el
Peloponeso, pasando por Troya, hasta Susa y Persépolis. Su culmen
lo alcanzó -junto al caso de la citada fortaleza persa de Ecbatana-
en las instalaciones defensivas de Babilonia, construidas en tomo al
año 600 a. C. Nabucodonosor hizo rodear la gigantesca ciudad cua
drada de un quíntupie cinturón de protección; según el testimonio
de Herodoto, la línea extrema habría consistido en una muralla co
losal de cuatro veces 22 kilómetros de longitud; el núcleo numino-
so de la ciudad formaba un doble anillo de murallas monumental
-la muralla exterior de siete metros de grosor, la interior de ocho-,
en el que se levantaban 600 torres. Si se considera que el amplio es
pacio de doce metros entre ambas murallas probablemente estaba
relleno de tierra apisonada, el grosor del amurallamiento del gran
complejo de 2,6 por 1,5 kilómetros, que sólo rodeaba el casco anti
guo de la ciudad con sus templos, alcanzaría no menos de veintisie
te metros; ello se corresponde con bastante exactitud con las
indicaciones de Herodoto, cuyos datos sobre las dimensiones de Ba
bilonia fueron considerados como fabulación hasta el descubri
miento de los restos de la ciudad por arqueólogos de principios del
siglo XX.
La mayoría de las veces se interpreta la excesiva robustez de los muros de las fortalezas, palacios y ciudades de la era urbana prime ra como expresión de una hipertrofiada necesidad de seguridad: como si esas orgías de amurallamiento tuvieran ante todo un senti do militar, explicable por las fricciones crónicas, típicas de la época, entre nómadas agresivos y pueblos sedentarios de ciudad y distrito, a la defensiva. Si se admitiera esta explicación, habría que hacer comprensible mediante una explicación adicional por qué en tan tos casos las instalaciones defensivas superaban con mucho lo razo
262
nable, militarmente hablando. Sencillas consideraciones muestran
que la seguridad de los habitantes de una ciudad no crece propor
cionalmente al grosor de sus fortificaciones; también las obras de
fortificación están sujetas al efecto de utilidad marginal, y más allá
de un cierto grosor de paredes, relativamente modesto, medidas
mayores ya no son productivas en vistas a la seguridad. Dondequie
ra que se levantaran murallas de ciudad en la época monumental de
la antigua Mesopotamia, aparecen en su volumen enormes excesos
expresivos con respecto a lo necesario, militarmente hablando. Es
tá claro que los primeros habitantes de ciudades consiguieron lo
gros arquitectónicos frenéticos que superaban toda utilidad prag
mática y toda consideración de costes materiales y humanos.
Tampoco las peculiaridades de la arquitectura de ladrillo, que acon
sejaba grandes espesores de muros debido al peligro de hundi
miento de las vigas de cubierta, proporcionan ninguna razón total
mente suficiente para el delirio de edificación y formato de los reyes
antiguos129.
En la historiografía se atribuyen estos excesos, la mayoría de las
veces, al delirio de grandeza temprano-imperial, y se considera que
éste es motivo suficientemente claro para explicar esos gestos des
proporcionados. Uniendo una idea exagerada de seguridad a un
anhelo hipertrofiado de prestigio y autoridad, habría de salir de la
suma de esos dos valores, exactamente, la paranoia protopolítica
que parece convincente a la posteridad como razón suficiente del
impulso monumental de las culturas ciudadanas de la antigua Me
sopotamia y de la antigua Persia. A la mayoría de los historiadores
que argumentan así se les escapa el hecho de que la explicación es
demasiado fácil como para poder ser verdadera. Introduce moder
nos conceptos psiquiátricos inmediatamente en la protohistoria y
hace que nociones como megalomanía y paranoia, sin un análisis
más detenido, desempeñen el papel de motivos decisivos de com
portamiento. Pero ¿de dónde habría de surgir de pronto, sin más,
el delirio de grandeza paranoide de los antiguos constructores de
ciudades, y de dónde habrían recibido los antiguos posesos de las
murallas ese decisivo excedente de miedo y ese provocador plus de
afán de reconocimiento, que parece imprescindible para la motiva
263
ción de sus monstruosas acciones arquitectónicas? Aunque conside ráramos como un hecho la paranoia de los soberanos de ciudad de la antigua Mesopotamia, seguiría pendiente la tarea psicohistórica de examinar con atención, expresamente, la génesis de esa razón ilusa. ¿Qué fue lo que llevó a los primeros señores de las ciudades a tomar esas rutas paranoógenas? ¿Qué aditamento de error y des mesura ofuscó sus empeños, conduciéndolos al plano resbaladizo de exageraciones insostenibles? ¿Qué motivos para su comporta miento tenían ellos mismos presentes, y qué imperativos divinos les proporcionaron la seguridad de hacer lo correcto en inmediatez con su situación?
Antes hemos sugerido una explicación de los fenómenos de la protoarquitectura monumental en la línea de consideraciones ma- crosferológicas y político-inmunológicas. Los muros gigantescos de la antigua Mesopotamia testimonian un cambio de formato de la imaginación, que se articuló tanto en la teología como en la cons trucción de ciudades, así como en la estructura demográfica de los protorreinos de Dios. El gigantismo mural es, según eso, un sínto ma ontológico de crisis: la característica, por decirlo así, de una pu bertad morfológica de sociedades en el umbral entre modos de ser de pequeño y de gran formato. Representa una primera reacción, inmunológicamente significante, de la imaginación espacial a la va cuna de lo grande. No es que el desenfreno de ideas privadas de me galomanía anteceda al proyecto monumental constructor; más bien sucede que la experiencia de que lo grande real se eleva en el hori zonte, y exige una respuesta, fuerza al reajuste de las almas y de sus lugares de asentamiento a medidas desacostumbradas: con el riesgo siempre presente de excesos megalomaníacos130. Por primera vez el exterior-grande real infecta la burbuja familiar del mundo, en la que hasta entonces los seres humanos, sin excepción, sabían desa rrollar su existencia, y provoca en ella una reacción de inmunidad, por la que lo hasta ahora exterior es incorporado dimensionalmen te a lo interior.
Las primeras ciudades serían, según eso, formas procesuales de una psicosis de formato: agonías amuralladas de un espacio interior de mundo, tribal, mágicamente hermetizado, en el que el existente
264
humano, desde tiempos inmemoriales, estaba acostumbrado a co bijarse. Las ciudades se amurallan de pronto con tanta solidez, no porque sus habitantes sintieran de repente mucho más miedo ante los enemigos reales e imaginarios en la lejanía, sino porque el exte rior ha entrado en ellos mismos como gran formaticidad, como pá nico divino, y exige en ellos dimensión y representación; las mura llas son respuestas psicopolíticas a la provocación dimensional del gran mundo emergente, al que pertenecen también dioses propios crecientes. Se trata de logros y autorrepresentaciones de una am plitud espacial interior reformateada, no de meros dictados del te mor ante el enemigo exterior. La ciudad de sólidas y múltiples mu rallas ayuda a sus habitantes, a los reyes-dioses y a su entorno, que coopera a idear, construir, erigir el reino de Dios, a soportar la in fección causada por el exterior. La gigantesca muralla ayuda a los habitantes de la ciudad en su intento de superar la inflamación aní mica que les ha causado la asimilación interior del gran espacio. El verdadero sentido de las murallas es que muestran constantemente cuál es el estado de las cosas a sus habitantes, obligados ahora a pen sar a lo grande. En tanto miran hacia absyo al interior de la pobla ción, las construcciones monumentales les informan de que, a par tir de ahora, las grandes ideas y peligros son realidades inmediatas. Sirven, a la vez, como ejercicio de memoria desacostumbrado: ya que facilitan a los habitantes la tarea de seguir viviendo interior mente «consigo mismos», a pesar de que ahora, y en adelante, eso sucede en el interior más bien como en un mundo exterior: exóti cas, complejas, inabarcables, polivalentes. Las murallas deparan cla ridad panorámica ante aquello que ya no puede abarcarse tan fácil mente con la vista. Son, en este sentido, las primeras agencias de una globalización relativa. Su cometido es defender la utopía de la comunidad compacta en una forma imperial de mundo; precisa mente en una época en la que los pueblos comienzan a tener expe riencias intranquilizantes con la vulnerabilidad de sus constructos marginadores.
Cuando losjudíos, a comienzos del siglo VI a. C. , fueron llevados prisioneros a Babilonia, se encontraron ante una ciudad en la que, en más de cincuenta templos y cerca de mil trescientos altares, se
265
adoraban dioses extraños; parece que en Babilonia se hablaban vein te lenguas, también en las grandes obras en construcción y sin ma yores complicaciones. El tema de la antigua ciudad gigantesca no era tanto la seguridad frente a enemigos exteriores cuanto la auto- organización en vistas de la complejidad del mundo introyectada. Tenía que impresionarse a sí misma como algo que, por voluntad de los dioses, se edifica para la eternidad, a pesar de que es eviden te que no lo tiene nada fácil con su sustainability.
Lo que a cualquier observador que proceda realmente de con diciones modestas y de miras estrechas le parecen delirios de gran deza no es esencialmente otra cosa que la confrontación de los ha bitantes de ciudades con una tarea real grande. ¿Qué hacer cuando dimensiones realmente grandes, una diversidad real y complejida des provocativas obligan a dibujar de nuevo los mapas interiores? ¿Cómo comportarse cuando precisamente en este lugar nuestro se ha establecido una divinidad clarividente, que sólo se conforma con un mundo completo como residencia? ¿Cómo corresponder a esta exigencia de mundo del Dios, del gemelo interior del rey y de todos los que le siguen, sino mediante la erección con medios arquitectó nicos de un espacio interior de mundo encumbrado y ensanchado? En tanto la inteligencia llega como visión desde arriba, implanta vi siones sobrehumanas en ópticas humanas: los seres humanos parti cipan en la concepción del mundo de sus dioses y comparten con ellos la carga y la euforia de las grandes perspectivas. El formato es la embajada, la dimensión es el Dios. En aquel tiempo, la construc ción de muros es la piedad del pensar. Sin la toma del poder por parte de los grandes dioses en Mesopotamia, los seres humanos de esas culturas (y de sus culturas sucesivas en Israel, Grecia y Europa noroccidental) no habrían entrado jamás por sus propios caminos en la historicidad, ni lógica, ni psicológica, ni técnicamente. El pen sarse dentro de un Dios que porta en sí mismo la mzyestad de lo grande y siente la pasión cósmica hizo de los seres humanos de aquellos primeros tiempos ciudadanos del gran mundo: es decir, in dividuos aptos para la ecúmene, que consiguieron mudarse de ca vernas poco ¿cónicas a macrocosmos de altas bóvedas. No se habría gastado tanto esfuerzo en los grandes trabaos en la periferia si la
266
Uriel Birnbaum,
La aparición de la ciudad celeste, 1921-1922.
participación en el centro y en su proyecto de mundo no hubiera
cautivado y absorbido hasta el extremo a los seres humanos.
223
El Arca de Noé,
miniatura del siglo XIV, Flandes.
nal, entre Yahvé, Israel y los demás. Se desarrolla como la gran na
rrativa de las siniestras aventuras del pueblo elegido en su camino a
través de una era en la que los imperios siempre son los de los de
más. En esa era, serjudío significa sufrir bajo imperios, merodear
entre imperios o buscar la protección de imperios, sin poder ni
querer nunca erigir un imperio propio, de igual condición. El arca
de madera de Noé, ampliada mediante la primera alianza que corro
bora el arco iris, puede haber ido a parar tras el diluvio a cualquier
parte, de haber existido, y puede haber sido abandonada después
224
por su tripulación, como un instrumento que ya no se necesita; pe
ro como idea formal etnopoiética, como principio de inmunidad,
fruto de una alianza teológica, el arca nunca abandonó eljudaismo.
Salir de a bordo de una embarcación de salvamento así sería equi
valente a la autodestrucción.
El vehículo de Noé tiene, pues, que seguir su viaje de salvación:
primero como arca de Abrahán, para la que se estableció una alian
za electiva entre Dios y los pueblos circuncisos; en la época posterior
a Egipto reinicia su camino como arca de Moisés, ahora exclusiva
mente tripulada por el pueblo del éxodo, Israel, que había abando
nado la camaradería con los demás pueblos y flotaba a través de los
tiempos en el velo imaginario de su conciencia de pueblo elegido:
a bordo de esa arca se habían convertido en signos determinantes
de alianza, además de la circuncisión, la rigurosa observación del
shabat y de la Ley. Tras la crisis apocalíptica del judaismo se re
construyó como arca de Cristo, y como tal se entendió a sí misma la
antigua Iglesia católica: reconocible ante el mundo por la hostia y la
cruz. Con esa nueva armadura eclesial la nave de Dios, embriagada
de entusiasmo, pareció iniciar un viaje triunfal como segunda for
ma de potencia mundial, por decirlo así, al lado del monstruo im
perial, apenas domesticable todavía. Por lo que respecta a la comu
nidad judía, recopiló sus astillas en una caja talmúdica o en un
arca-escritura, de cuya excelencia uno se hace idea en cuanto repa
ra en que ha perdurado durante casi dos mil años en la confianza
de que no existe nada fuera del texto y de su comentario hasta el in
finito.
En todas estas versiones se impone con éxito el motivo de la ca
sa absoluta -se podría decir también: del texto, que es su propio
pretexto y contexto—frente a «milieus» diferentes en cada caso y
siempre diferentemente adversos. En la medida en que se consiga
contar la historia del mundo como informe sobre un visye singular,
caótico y, sin embargo, continuado del arca, ésta se puede presen
tar como historia de salvación e historia de perdición de un pueblo
singular, tanto expuesto al peligro como protegido. Por ello, la teo
logía de la historia de ese recorte en ella ha de desembocar en teolo
gía de la supervivencia, o dicho con mayor dureza: en teología de la
225
San Pedro pilota la nave de la Iglesia.
Miniatura lombarda, ca. 1480.
Boat People, prófugos vietnamitas
en el Mar de la China, 1975.
selección. Desde la época de la primera parte del libro de Isaías el
nombre judío de Dios es título del privilegio de majestad de pre
sentarse, sin justificación alguna, ante los suyos como Salvador y an
te los demás como Terminator. Consecuentemente, las teologías de
la alianza, es decir, los discursos de fundamentación a bordo del ar
ca, es difícil que puedan tener como tema algo diferente que la pu
ra supervivencia. Cuando los teólogos hablan de «ley» se trata de
instrucciones para la supervivenciajunto a Dios: prescripciones de
comportamiento en la caja de salvación Escritura-e-Iglesia. Y, efecti
vamente, en entornos no-favorables la supervivencia sólo puede
ejercitarse en ayas autocontextualizantes. Las arcas sólo se produ
cen y navegan con éxito cuando el supremo principio de alianza, el
polo absoluto, también viaja a bordo.
Pero tampoco los suyos son capaces nunca de esclarecer plena
mente con razones por qué precisamente el Dios único13va en es
te caso a bordo. Los arcanos de Dios son impenetrables, en princi
227
pió, y lo siguen siendo hasta el final; cierto es sólo que los designios
de Dios se manifiestan en sus arcas-milagros en cada caso y en las co
rrespondientes alianzas. Con cada uno de esos milagros, con cada
alianza, Dios repite y renueva su ayuda para rescatar a los suyos de
las aguas. Secreta por principio en esto es la selectividad divina, que,
según reglas inescrutables, elige a unos y pasa por alto a los otros.
Ese mysterium iniquitatis interviene en todos los periplos de arcas;
pues todo autocobijo en una forma fuerte, es decir, toda instalación
de una comunidad en una envoltura cerrada endógenamente -o di
cho al modo del Génesis (6, 14): calafateada con pez por dentro y
por fuera-, no sólo afirma absolutamente la pared de a bordo y nie
ga ya la validez de cualquier exterior real, sino que tampoco disi
mula la situación de que sólo encontrará salvación quien haya po
dido conseguir uno de los pocos billetes de embarque para el
vehículo elegido. En todos los fantasmas-arca se afirma como una
imperiosidad sagrada la selección de los pocos; muchos son los lla
mados, pocos los que se embarcan.
Para quienes resulta una necesidad moral y lógica imaginarse los
caminos de salvación universalistamente, esto se manifiesta como
una restricción difícilmente soportable, que tiene que ser remedia
da por reformulaciones inclusivistas del Evangelio; intereses de Igle
sia obligan. Pero parece que es una ley de juegos de lenguaje uni
versalistas que, en sistemas de inclusión universal, el exclusivismo
sólo pueda ser superado por negación o, si ésta falla, mediante ri
tuales contestatarios; por eso, con el universalismo crece la coacción
a la hipocresía y a la demanda irresponsable: una regla, cuyo caso
de aplicación más importante lo representa la religión cristiana,
junto con su secuela de mentalidades salvíficas halagüeñas. La pro
pia nave del Dios único, además de que no había de llenarse, sólo
tenía un número de plazas limitado: muchas menos que seres hu
manos salvables.
No obstante: el arca cristiana viajó a todas partes haciendo pro-
selitismo a través de las épocas, transida por su misión inclusivista;
no ceja en dirigirse a la humanidad como si quisiera recoger a bor
do a todos los náufragos de todos los siglos y de todas las regiones
del mundo. Pero sólo porque la mayoría no pueden o no quieren
228
El Arca de Noé sobre el Ararat
como máquina de fuegos artificiales;
decorado festivo romano para la celebración
triunfal de Inocencio X, 1664.
aceptar la invitación a ser rescatados sigue habiendo sitio para re
cién llegados en la nave que promete salvación en cualquier rumbo.
Sólo si no entran todos, entran todos; pero si entran todos, no en
tran todos. (Un viejísimo chiste de curas, la primera aproximación
de la teoría de sistemas a la teoría de conjuntos. ) Con su exclusivis
mo, adornado universalistamente, el arca de los rescatados -como
embarcación de las especies, como pueblo elegido y como ecclesia-
representa a la vez el primer modelo de eso que hoy se llama una
subcultura diferenciada. La Iglesia cristiana primitiva fue el ensemble
supraétnico prototípico, cuya demanda de inclusividad general se
abrió paso, a la vez, como exclusivismo implacable: la historia de la
Iglesia, con sus peleas despiadadas en tomo a la formulación del
dogma, ofrece un espectáculo cuajado de paradojas sistémicas. Só
lo la sociedad moderna llegó a generalizar y normalizar esas para
dojas. Las diversas subculturas de los sistemas sociales modernos -se
trate de organizaciones o de esferas privadas- conforman flotas va
riopintas de arcas de todo orden de magnitud, que navegan auto-
rreferentemente en la inundación, que ya no mengua, de la com
plejidad del mundo-entorno. Pero hoy ya no se envían palomas
desde la escena propia para que, con una rama verde en el pico, se
ñalen que las cosas vuelven a ser sencillas ahí fuera. La posmoder
nidad ha abandonado el sueño de aterrizar tras la inundación. La
inundación es ahora la tierra firme. Donde ya sólo hay casas abso
lutas, cada una en su propia corriente, se ha hecho imposible el re
tomo a lo que un día se llamó tierra firme14.
Aunque el concepto de arca siga siendo el modelo más sugestivo
de la renuncia humana a la aparente primacía del mundo-entorno
y la metáfora más concluyente del autocobijo de un grupo en su
propia cápsula, radicalmente artificial, no es el arca, sino la ciudad,
la que se ha convertido en el prototipo de gestos de autonomía
constructivistas. La ciudad es, en cierto modo, el arca que ha aterri
zado: representa una embarcación de supervivencia, que ya no bus
ca su suerte en corrientes libres sobre aguas catastróficas, sino que
se amarra obstinadamente a la superficie terrestre15. Se podrían de
finir las ciudades como conformaciones de compromiso entre el
230
surrealismo de la autorreferencia que flota libremente y el pragma
tismo de la fijación al suelo. Por la fusión de esos dos motivos opues
tos, las ciudades y los Estados desarrollaron su improbabilidad
triunfal; por su ensamblaje fructífero en una maquinaria de fuerza
morfológica consiguieron su poder hacedor de historia. Cobijarse
en concentraciones mágicas tras muros propios como sobre un bar
co ebrio de obstinación, y satisfacer, a la vez, el imperativo territo
rial y sacar fuerza de los templos, muros, depósitos: en esta fórmula
espacial se oculta el secreto esferológico del éxito de la forma ar
quitectónica histórico-universal «ciudad». La ciudad antigua tiene
que concentrarse hacia dentro como un arca de Dios, que señala a
los suyos con el signo de la preferencia; hacia fuera, ha de afirmar
se mediante murallas triunfales y torres dominantes, para desvane
cer cualquier duda respecto a su derecho de estar instalada donde
está y de extender su influjo en la distancia desde este lugar emi
nente. Cuando se satisface la fórmula
cluyentes las tesis de Oswald Spengler
cultura ciudadana y de la gran cultura:
Es un hecho completamente decisivo y
portancia el que todas las grandes culturas
de las esferas resultan con
sobre la convergencia de la
nunca apreciado en toda su im
sean culturas de ciudad. El ser
humano superior de la segunda era [es decir, en la serie de las grandes cul
turas, P. SI. ] es un animalconstructordeciudades. Este es el auténtico criterio
de la «historia universal» que se desprende con toda claridad de la historia
humana en general: lahistoriauniversaleslahistoriadelserhumanodedudad.
Pueblos, Estados, política y religión, todas las artes, todas las ciencias des
cansan sobre unprotofenómeno de la existencia humana: la ciudad. Dado
que todos los pensadores de todas las culturas viven en ciudades -aunque
físicamente se encuentren en el campo- no saben en absoluto qué cosa tan
extraña es la ciudad. Hemos de colocamos plenamente en el asombro de
un ser humano primitivo que en medio del campo divisa por primera vez
esa masa de piedra y madera, con sus calles rodeadas de piedras y sus pla
zas llenas de piedras, un habitáculo de forma extraña1,6.
La invitación de Spengler a los pensadores para que contemplen
el extraño habitáculo como por primera vez implica el requeri
231
miento a la inteligencia para que se coloque en un lugar fuera del
bienestar, comodidad y mimo ciudadanos. Justamente eso es lo que
han descuidado hacer casi por completo hasta ahora los urbanistas
e historiadores de las ciudades, obnubilados por las costumbres ur
banas y por el confort civilizador de su objeto. Lo que las ciudades
son y pretenden originariamente sólo puede entenderse, según
Spengler, si los urbanitas par exceüence, los filósofos, se colocan fue
ra de los muros y meditan el fenómeno de la ciudad como si no par
ticipasen en absoluto de su poder cobijante y de su seducción. Así
pues, pensar la ciudad significa en primer lugar: hacer abstracción
del mimo y confort de ésta y sustraerse al deslumbramiento que pro
ducen sus autointerpretaciones. Precisamente porque la poderosa
ciudad es siempre una forma de organización de la pérdida de rea
lidad o de la pérdida de la capacidad de disposición sobre materiales
y signos, los habitantes de ciudad, que no quieren ser sino habitan
tes de ciudad, no pueden entender
de su propia posibilidad y realidad.
Un historiador de las formas de
ple la ciudad como un fenómeno
bría de ser un fenomenólogo que
suficientemente las condiciones
tipo spengleriano, que contem
básicamente sorprendente, ha
cargara desde fuera con la an-
232
Hans H ollein, Portaaviones en el paisaje, 1964,
MoMA, Nueva York.
gustia inspirada de un pensador: Spengler es, en esto, el predecesor
inmediato de historiadores de estructuras revolucionarios como
Foucault, Deleuze y Guattari. Cuando Spengler propone volverse a
situar en el asombro del ser humano primitivo, que ve elevarse en
el horizonte ese inconcebible habitáculo gigantesco con sus mura
llas y torres, sigue la intuición de que la verdad sobre todo lo que
aparece en el espacio exterior sólo puede ser experimentada por
una angustia espacial iniciática. Esa angustia tiende el puente entre
el mundo arcaico y la Modernidad porque testimonia el excedente,
no absorbióle en ninguna época, del éxtasis que produce la sensa-
233
ción de seguridad y cobijo. Cuando ese excedente se hace fructífe
ro para la teoría queda abierto el campo del pensamiento genuina-
mente moderno. En la medida en que Spengler piensa desde ese
excedente o desde ese éxtasis -se podría decir también, más lisa y
llanamente: desde esa inseguridad-, su pertenencia a la aventura
del pensamiento esencialmente contemporáneo resulta indiscuti
ble. La potencia visual que manifiesta en su fenomenología de las
culturas proviene de la experiencia del existir que ha devenido in
seguro en un mundo sobredimensionado, ya no transfigurable como
patria en cuanto todo. La morfología spengleriana de la historia
universal tiene su momento filosófico en una teoría de la angustia
espacial creadora, que brinda a los seres humanos de las grandes
culturas una revelación de la tercera dimensión como «profundi
dad», es decir, como espacio de procedencia de lo inevitable117. El
frío morfólogo y su sombra, que quiere asemejarse al ser humano
primitivo sobresaltado, han de aunarse en un asombro, que en rea
lidad es un no-poder-creer-del-todo, un estremecimiento. ¿Qué se
ría, efectivamente, una ciudad del tipo de las metrópolis-Dios-rey
mesopotámicas, contemplada con los ojos de un ser humano pri
mitivo, sino una plasmación de la tesis de que en las grandes cultu
ras lo inmenso, enorme o monstruoso aparece como obra humana?
Y¿qué son esos habitáculos de forma extraña, observados desde fue
ra, sino maquinarias de salvación, con cuya fatigosa construcción los
seres humanos han ido pagando el miedo o angustia que les pro
duce el mundo, elevando monumentos monstruosos a su voluntad
de no-ser-fuera o no-estar-fuera?
El paso atrás de Spengler ante la ciudad no tiene nada que ver,
pues, con la crítica moderna a la civilización, ni tampoco con el re
sentimiento antibabilónico de losjudíos, copiado por los cristianos
y, desde la marginación del cristianismo, omnipresente fantasmal
mente, como fermento anónimo, en la fatiga de nivel de las cultu
ras del presente. Significa, más bien, un acto de epojé, posibilitadora
de teoría, con respecto a un milieu del que apenas puede uno dis
tanciarse ya, y sirve para la toma de distancia del pensador frente a
las ofuscaciones que produce la vida, vivida siempre ciudadana
mente, junto con sus demandas no tematizadas de autopromoción,
234
superación del miedo al espacio, distensión y abastecimiento de es
tímulos. La teoría de la ciudad sólo puede comenzar con el desa-
costumbramiento a las comodidades que sólo la ciudad ha hecho
posibles. Pensar la ciudad significa, pues, reflexionar sobre la vida
confortable en ella, imaginando que se pudiera estar en casa en otra
parte que en ella sí, que se pudiera poner entre paréntesis, en ge
neral, el afán entero de echar raíces en alguna parte. Vivir en ella
como si no se viviera en ella. Vivir como si no se tuviera a la espalda
ni casa ni ciudad. Pensar como en caída libre.
¿Qué es lo primero que a un fenomenólogo, que hubiera muer
to a sus propias costumbres visuales y quisiera reproducir el asom
bro del ser humano primitivo ante la primera aparición de una ciu
dad en el horizonte, se le hubiera ocurrido pensar a la vista de una
antigua ciudad, potencia de primer orden, como Uruk, Kish, Babi
lonia o Nínive? Ante todo habría de asombrarse de que la aparición
en el horizonte resista una segunda mirada y se afirme como algo
que no pretende ser en absoluto un engaño de los sentidos. La mi
rada, alejada del confort, a la ciudad es hecha prisionera por la per
sistencia de esa silueta sobresaliendo del horizonte; se ve confron
tada con una voluntad insistente de apariencia. Con ello surge de
repente en el mundo una altura cuyo poderío no han suscitado
fuerzas prehumanas. Todo en la gran ciudad, tanto en la antigua co
mo en la moderna, es voluntad de dominio y obra humana. A par
tir de la segunda mirada, el propio dato o hecho de la ciudad habla
de que ella, de por sí, está hecha precisamente para ofrecer tales vis
tas. En ella todo es premeditación y efecto; todo está predispuesto
para los apetitos de los ojos abiertos. Cuando Dostoievski, en sus
Apuntes del subsuelo, calificaba San Petersburgo como la «ciudad con
mayor premeditación y más abstracta de todo el globo terráqueo»,
sólo olvidó añadir que cada una de las grandes ciudades antiguas
fue alguna vez la más abstracta y con mayor premeditación. Incluso
cuando los libros del Antiguo Testamento no se cansan de escarne
cer a la ciudad de Babilonia llamándola la gran ramera, con ese ape
lativo, si prescindimos de su tono moralista indignado, captan con
precisión el carácter del objeto. Las prostitutas y las capitales tienen
en común que están abiertas y disponibles, y dedicadas a que las
235
vean; están colocadas en su lugar y viven de llamar la atención. Si al
guien quiere acercarse a ellas, de buena o mala gana ha de pagar un
precio. Ya quien no arrastra consigo celos, ardores o indignaciones
propios y se obceca en ellos, de modo que incluso dentro de los mu
ros (como Lutero, por ejemplo, en la Roma papista) no pisa real
mente el pavimento ciudadano, a ése le divierten la mayoría de las
veces las ofertas de la vida urbana.
Las ciudades antiguas están ahí para encandilar miradas, elevar
miradas, humillar miradas. Su desmedido afán de notoriedad de
clara la guerra al ojo ingenuo y le exige sumisión ante ese brillo, in
solencia y permansión del espectáculo. El ser humano primitivo fe-
nomenólogo, que quiso repetir su primera y segunda mirada a las
torres y muros de Jericó o de Babilonia, hubo de tomar conciencia
al instante de que esa ciudad, por su estar-ahí sin reservas, había in
validado todo su modo de ver hasta entonces. Sólo quien hubiera
visto una ciudad como ésa podría decir de sí que sabe qué es una
aparición. En la ciudad -y sólo en ella- puede comprobarse lo que
significa que una figura apueste sin reservas por lo contrario de per
manecer oculta y se coloque en el centro de lo visible y notorio. Des
de que hay ciudades, aparición significa: exposición, presentación,
revelación permanente. Dicho al estilo de Heidegger: la construc
ción de ciudades es un modo de desocultamiento.
Es cierto que con el hacerse visible de lo que la mayoría de las
veces es invisible también el hombre primitivo hizo acopio ya de ex
periencias que marcaron su vida; sabe lo que supone la tensión del
ojo sorprendido ante la aparición de un animal de rapiña, de un sal
vaje o de un extranjero; igualmente le resultan inolvidables los ins
tantes en que le aterran fenómenos inusuales en el cielo: eclipses,
cometas, lluvia de estrellas; desde siempre se tendió a comprender
como signos del ser los prodigios horribles que aparecen ahí de re
pente, como engendros deformes en seres humanos y animales, llu
via de sangre, terremotos, incendios. Pero sólo aquí, en el contraste
con la monstruosidad o enormidad persistente en su permanencia
ahí, insolente e imponente, de la ciudad, visible por todos lados, se
le hace consciente al ser humano primitivo que las miradas anterio
res a presencias de ese tipo sólo han sido ejercicios previos para esa
236
experiencia ilustrativa epocal, revolucionaria, inagotable de la apa
rición persistente del grandor de una ciudad.
La ciudad está ahí como una reivindicación edificada de verdad,
validez, duración; quiere encamar un ser inconmovible, que, en cal
ma magnificencia, se mantenga visible también para una segunda,
tercera mirada; quiere valer incluso para la última mirada. Este ras
go pasa de Mesopotamia a los fantasmas de ciudad de la vieja Euro
pa: a la ciudad escatológica de Jerusalén igual que a la Ciudad Eter
na de Roma. La ciudad no resplandece como un meteoro que el ojo
intente retener en vano. Es verdad que al modo de estar ahí de la
ciudad, como de una pieza, pertenece un cierto flamear, una inme
diatez sublime, pero de este rayo visual proveniente de abajo devie
ne una imagen enhiesta, estable, una presencia duradera, y por mu
cho tiempo que el ojo pretenda fijarse en esa masa arrogante, no
apreciará en ella oscilación alguna, concesión alguna a la consun
ción. Nada en ese ser-ahí magnífico, triunfal, de las murallas hace
suponer tendencia alguna a la desaparición. Lo que aquí aparece y
persiste en la aparición es el rechazo mismo de la transitoriedad, del
carácter efímero. Ese aparecer está repleto de fuerza de permanen
cia, y en esa voluntad de permanencia el hombre primitivo, feno-
menológicamente esclarecido, experimenta por primera vez algo
relativo a una nueva especie de dioses.
El dios-ciudad revela su ser en las magníficas e imponentes to
rres y murallas, en tanto en ellas se aúna la presencia continua de
una fuerza con una permanencia duradera en la visibilidad. La fuer
za de los muros y torres es pura y firme instantaneidad. Quien ha vis
to las torres de Uruk y, antes, las murallas de Jericó, se ha converti
do en testigo ocular de una revolución teológica. Con las ciudades
regias mesopotámicas se ha abierto un nuevo capítulo de la historia
de la revelación. Pues aquí Dios se ha convertido en muralla, y ha
bita entre nosotros en la medida en que nosotros habitamos dentro
de ella. Quien vive en una ciudad así habita una hipótesis de eter
nidad.
Precisamente para el observador externo de la aparición-ciudad
está claro de antemano: quien vive tras esos muros no sólo ha de es
tar protegido y cobijado, sino también abrumado y poseído por
237
Aparición mural, muralla de Nínive,
reconstrucción llevada a cabo por el
Departamento de la Antigüedad iraquí.
ellos: tiene que haber ofrendado su vida a esos muros, primero, pa
ra levantarlos, segundo, para querer su subsistencia, y, finalmente,
para satisfacer su demanda de gloria y preeminencia. Parece como
si por mera observación atenta de las murallas pudiera entenderse
que en la religión sumeria los seres humanos fueran de hecho los
siervos o esclavos del dios de la ciudad118. El dios convertido en mu
ralla mantiene a los suyos dentro de su contorno, y espera, a través
de ellos, desde la lejanía, enemigos que humillar, visitantes que des
lumbrar y reservas incesantes de esclavos trabajadores que utilizar.
Toda ciudad del tipo primitivo, colosal, monstruoso, espera algo
238
que venga de lejos y lleve lejos, y en su fuerza para esperar lo lejano
y desafiar lo lejano se basa el principio de su permanencia.
Al mirar al «habitáculo de forma extraña» el observador intuye
que a esa orgullosa cubierta de fuerza y poder pertenece una vida
interior que sólo puede entenderse con relación a esa envoltura. Si
la ciudad desea sobresalir de modo tan soberano es, y no en último
término, porque está vivo en ella el pensamiento de otras ciudades
y porque un dios en ella, con ayuda de sus diligentes medios, los re
yes y sacerdotes, exige elevarse por encima de otros dioses. Las al
mas de las ciudades viven, como las teologías, de escaladas. Por eso
toda ciudad reprime a otra ciudad; todo ser-aquí urbano está tenso
hacia una lejanía poderosa a la que los propios muros remiten, de
safían, humillan. Si no existiera esta relación con una lejanía y dis
tancia rivales, estas murallas no serían tan altas ni estas torres tan
amenazantes. Quien, con asombro de ser humano primitivo, tuvie
ra realmente ante sí la prominencia de una vieja ciudad-divina-regia
vería también mediatamente la competencia entre ciudades y, ade
más, dado que las ciudades son fenómenos de tensiones de una vo
luntad creadora de pueblos, la comparación y rivalidad de los dio
ses étnicos, urbanos, imperiales. En la heroica construcción de
ciudades del país de los dos ríos se reveló a los seres humanos la fit
ness de los dioses: pues ¿qué son revelaciones sino demostraciones
de fitness de las causas supremas? Si el dios es el último fundamen
to de fitness terrena, los sacerdotes, reyes y generales son los atléti
cos participantes en misas o ferias de muestras de fuerza de poderes
trascendentes.
La ciudad es, pues, un fenómeno-habitáculo que quiere obligar a
los observadores a confiar en sus ojos, de modo que crean lo que tam
poco ven ahora realmente: el rayo teológico-imperial que ha caído
en el centro de la ciudad mental. No se olvide: con la altura de sus
edificios más eminentes la ciudad quiere mostrar qué es lo que se
propone en horizontal. En cuanto aparece una voluntad de poder, se
caracteriza inmediatamente por representaciones de formato. Con la
ciudad primitiva comienza un reformateo, lleno de pretensiones, del
imaginario: política, ética, geográfica, cosmológicamente. Aquí se
inicia la historia del apogeo de las grandes formas anímicas, que se
239
Maqueta parcial del estado de la ciudad de
Babilonia a finales del siglo vil a. C. , escala 1:500,
Bible Lands Museum, Jerusalén, 1996.
convierten un día en los cabalismos y filosofías supremas, y se metas-
tatizan en nuestro tiempo en problemas de globalización. Lo colosal
y monstruoso de la ciudad regia de la antigua Mesopotamia se ma
nifiesta en su confianza absoluta en poder edificar todo el espacio
reformado como un único espacio interior animado, y mantenerlo
en forma. Aquí comienza técnicamente el experimento del alma del
mundo.
Así pues, si la ciudad ha de ser el mundo, para una empresa de
240
esas pretensiones el propio Dios tiene que convertirse en muralla.
Los dioses mesopotámicos son los prototipos de una nueva sobera
nía ontológica de propietarios constructores, en la que el poder di
vino se manifieste como la capacidad de disponer una conforma
ción política del tamaño de una ciudad cerrada y de un imperio
circundado como un sistema coherente de inmunidad. A partir de
ahí, política, arquitectura y teología se aúnan en un proyecto co
mún macroinmunológico. El macrocuerpo político aparece como
el constructor de un espacio interior de mundo. Aún en el siglo XVI de nuestra era formulará Martín Lutero su canto bélico reformador, Nuestro Dios es un firme castillo, sin duda en términos de la tradición de fantasmas murales de inmunidad del antiguo Oriente y de la an tigua Europa. Desde este punto de vista pueden entenderse los com plejos arquitectónicos de las ciudades mesopotámicas -junto con los diseños de los templos egipcios- como los laboratorios más im portantes de la psicología y teología imperiales nacientes: como en ninguna otra parte del mundo se experimentó aquí durante mile nios, siempre con nuevas combinaciones y siempre desde nuevos centros, con la creación de grandes espacios interioresjunto con sus correspondientes formas arquitectónicas, formas de imagen de mun do, formas anímicas y estructuras de inmunidad.
De lo que se trataba en todas esas tentativas era de disolver la pa
radoja psicopolítica de la ciudad: buscar el autoaseguramiento más
resuelto de la existencia precisamente en la forma de vida más visi
ble, más expuesta, más provocativa. ¿Cómo hay que construir si el
edificio más expuesto ha de convertirse en castillofirme? ¿Mediante
qué hábitos de vida podrán acostumbrarse a tales casas imperiales sus
habitantes? Estas preguntas reaccionan a la contradicción funda
mental de los antiguos gobiernos carismáticos de las ciudades, pues
todos ellos abandonaron la protección de la vida en lo discreto y di
simulado, para buscarla de nuevo en lo más llamativo y ostentoso. No
llamar la atención sólo será ya para los tiempos históricos venideros
una posibilidad de la pequeña gente, una opción de los nómadas, de
los merodeadores marginales, de la gente privada, para quienes sigue
siendoverdadocasionalmentequevivirbienyvivirocultoconvergen.
Para los grandes vale que han de exponerse y llamar la atención.
241
El ámbito de esa peligrosa ostentación se llamará un día historia:
no en vano la primera historiografía no trata apenas de otra cosa
que de las vicisitudes de las ciudades ostentosas, demasiado osten-
tosas, y de los territorios dependientes de ellas y unidos a su destino
imperial. En los colosos políticos aprende la inteligencia de los pue
blos lo que supone la figura más sugestiva de la reflexión naciente,
que primero aparecerá como cultura sapiencial de máximas o sen
tencias y más tarde como filosofía: el estricto y melancólico esque
ma de la ascensión y ocaso de las grandes potencias, rise and decline,
pues sólo lo que aparece puede desaparecer, sólo lo que llama la
atención puede dejar de llamarla. Donde vienen y van hegemonías,
arrogancias, ostentaciones, hay siempre una cosecha posterior de ci
nismo y resentimiento y de su destilado más suave, la sabiduría. De
la conciencia de que el pasado está lleno de desmoronamientos de
lo aparentemente indestructible surge un pensamiento reflexivo,
que se emancipa de las dependencias sacerdotales porque remite
más allá de la sanción de las potencias actuales; su intuición direc
triz es fervor por la superpotencia del tiempo que supera toda ma
nifestación local de poder divino de señores constructores. De ahí
surge el romanticismo de las ruinas del poder saturado, así como el
sarcasmo ante ellas de los supervivientes enlutados. Entonces, en las
culturas siguientes, puede ocurrírseles a los narradores afirmar que
el pozo del pasado es profundo y que, a causa de su profundidad,
en la que fluye lo veniderojunto con lo pasado, es importante para
cualquier presente sacar siempre agua de él renovadamente.
Así pues, todo en la historia es efímero; la inscripción de su templo re
za: futilidad y putrefacción [. . . ]. Como sombras pasaron delante de noso
tros Egipto, Persia, Grecia, Roma. . . (J. G. Herder).
Pero la esencia de las metrópolis primitivas permanece cerrada
a la retrospección reflexiva, porque la impresión maravillosa de los
primeros promontorios ciudadanos y amurallamientos de espacio
interior no se puede actualizar con una consideración retrospecti
va, sea melancólica, sea maliciosa. Quien quiera comprender la ciu
dad antigua in actu no tiene que hurgar en sus ruinas, sino que ha
242
de ponerse en una situación como si de lo que se tratara fuera de
volver a profetizarlas de nuevo. No es la ciudad desanimada y arrui
nada la que da que pensar, sino la que hay que construir, organizar
y consolidar: la ciudad en tanto imposibilidad que está a punto de
devenir realidad. Sólo en ella aparece a la luz el desafío macrosfe-
rológico, sin el que nunca se hubiera llegado a construcciones efec
tivas de ciudades. Quien desee comprender el ánimo primitivo
constructor y el impulso utópico que condujeron a los excesos ar
quitectónicos mesopotámicos ha de intentar entender ante todo có
mo a los primeros señores de la ciudad se les ocurrieron esas ideas
arquitectónicas y qué lugar en el mundo proyectaron para ellos
mismos cuando concibieron la idea de que en tales promontorios
ciudadanos podrían algo así como apostarse para la eternidad. ¿Có
mo fue posible que creyeran poder encontrar su cobijo en la expo
sición más extrema? ¿Bajo qué imperativos formales, fantasmas rec
tores, hubieron de actuar para ser presa de la sublime ilusión de
buscar su morada segura en formaciones de artificiosidad y ostenta
ción sin par? ¿Cuál es el lazo mágico con el que los primeros seño
res de la ciudad atrajeron a sus colaboradores para involucrarlos en
el proyecto de un delirio espacial y mayestático común?
La respuesta a ello puede conseguirse a partir de una triple con
sideración; la primera de ellas tiene que ver con las consecuciones
fenomenológico-religiosas de la ciudad: ante todo, su efecto crea
dor de espacio interior y su papel en la nueva ordenación de las re
laciones entre inmanencia y trascendencia; la segunda se refiere a
su monumentalismo y su diseño inmunológico como Estado mági
co y ampliación uterotécnica; la tercera trata de aclarar la cuestión
de cómo habría que imaginar la complementación íntima de cada
una de las almas individuales de los ciudadanos mediante genios co
munes de la ciudad19.
La primera clave con respecto al fenómeno ciudad la encontra
mos gracias a una reflexión sobre la nueva relación entre poder ciu
dadano y estructura religiosa urbana. Lo que en las ciudades meso-
potámicas parece haber surgido como preludio histórico-universal
de un continuum de la voluntad de poder se funda en la experiencia
243
revolucionaria de la capacidad de establecer, por medio de cons
trucciones propias de márgenes, una forma de mundo en la que el
espacio interior creció enérgica, violentamente en sentido literal.
No son ensoñaciones vacuas y desprovistas de medios aquellas que
impulsaron a los señores constructores de Uruk, Nínive, Babilonia
a impartir las órdenes para realizar sus construcciones públicas de
torres y fortalezas. Ya cuentan con la experiencia práctica de unos
conocimientos capaces de transformar el mundo radicalmente. Sa
borean el delirio arquitectónico que lleva a aprovechar la técnica
del ladrillo para erigir el mundo interior imperial, la caverna seño
rial. La ciudad surge como el proyecto de construir, con ayuda de
los conocimientos de un arquitecto, el asiento de un dios avecinda
do: no sólo como un trono aislado, sino añadiendo a éste el único
mundo-«entomo» que corresponde: al palacio, el cosmos; al rey-
dios, el imperio. Con la instalación de un templo, un palacio y los
correspondientes barrios de artesanos, trabajadores y esclavos, den
tro y fuera de las murallas, lo que se hace realidad es nada menos
que un espacio de mundo interior para el dios presente, una ma-
crosfera en la que puede hacerse real la re-clamación regio-divina:
ser-o-estar-siempre-dentro-de-sí, aunque imparta órdenes que no
puedan ser cumplidas a menos de cuarenta y cinco días de viaje120.
Para que el dios de la ciudad pueda hacerse hombre tiene que de
finirse por su muralla y revelarse en ella, tanto hacia dentro como
hacia fuera. Su soberano residir en la ciudad tiene como contra
prestación su capacidad de recorrer y atravesar los territorios en tor
no libremente, libre de establecerse donde quiera. Además de los
reyes-dioses mesopotámicos, dicho sea de paso, también los prínci
pes egipcios se presentan como murallas vivientes en tomo a sus
súbditos: en el siglo XIV a. C. un vasallo se dirige hímnicamente así a un faraón: «Tú eres un sol que se levanta sobre mí,/ y una mura lla de bronce erigida para mí». Al mismo tiempo, Akenatón, el rey hereje, alaba a Atón, proclamado como único dios, como una «mu ralla de millones de varas»121. Parece que en los imperios antiguos hubiera sonado la hora de las teologías murales.
La revelación del rey-dios a través de la muralla evoca una nueva
reflexión: hace que los observadores se den cuenta de que ha apa
244
recido una inteligencia que, penetrando por todo él, conoce este
mundo en su contorno. Y es que la idea de transparencia, en gene
ral, tiene su origen en la salida a escena del espíritu creador de mu
ros. Pues, sin duda: quien desde una muralla o desde una torre de
culto contempla el entorno del mundo construido, no sólo goza
de su propia vista panorámica, sino que indica al mundo circun
dante y a las circunstancias que lo rodean que son vistos penetran
temente. Todo poder de ciudad tiene ante todo que hacer ver que
mira en tomo a sí; tiene que asegurarse de que todos saben que sa
be todo. Por eso sería una equivocación pretender entender como
meras «torres de observación» los zigurats mesopotámicos, por los
que el babilonio dio que hablar de sí de modo especial: son, más
bien, parte de una manifestación del poder ante sí mismo. Revela
ción o manifestación significa aquí una demostración de atención
penetrante.
Esto desembocará un día en la afirmación de que para
el Dios omnisciente no hay nada oculto. Pero primero vale: la mu
ralla te mira, la torre te contempla desde arriba (esto es algo que
Napoleón intentó encarecer a sus tropas antes de la batalla de las Pi
rámides, con resultado infructuoso, como se sabe, seguramente
porque los siglos que miraban al ejército napoleónico desde la altu
ra de la cúspide de las pirámides significan el tiempo del lado con
trario). Y para todos los siglos que siguen, ningún poderoso puede
sustraerse ya a la obligación de hacer ver su propia capacidad de ver.
Hasta el siglo XX, las torres y rascacielos funcionan como señales ca racterísticas de poder y de hipermetropía.
Pero en la medida en que el Dios clarividente se muestra en las
murallas, se recluye también tras ellas. Con los muros revelados sur
ge a la vez el secreto del poder, que parece ser algo interiormente
encerrado y difícilmente accesible, como un tesoro enterrado. Co
mienza a florecer un mundo interior de templos y palacios, distan
ciado mediante paredes y puertas, sobre el que sueñan los creyentes
en los vestíbulos. Los muros se multiplican, y quien ha atravesado
una puerta no por ello está ni mucho menos en la meta. Otros mu
ros, puertas adicionales, guardias reforzadas, distancian el interior y
dificultan la aproximación, no sólo para el enemigo. Herodoto in
forma en sus Historias de cómo en el siglo Vil a. C. la fortaleza en la 245
montaña Ecbatana (hoy Hamadán), que servía como residencia de
verano a los grandes reyes de Susa, se había amurallado hasta con
vertirse en un insolente sistema de fortificación:
Las murallas están construidas de modo que rodean la ciudad siete mu
rallas una tras otra y que un anillo de muralla siempre sobrepasa al otro só
lo en la altura de las almenas [. . . ]. En total son siete anillos y en el último
se levantan el castillo del rey y la cámara del tesoro. El perímetro de la mu
ralla exterior es tan grande como la ciudad de Atenas. Las almenas de la
primera muralla son blancas, las de la segunda negras, las de la tercera ro
jo púrpura, las de la cuarta azules, las de la quinta rojo claro, las de la sex
ta plateadas y las de la última todas doradas (Historias I, 98).
Este capricho, cuya única motivación militar es aparentar, que
sueña en la profundidad inaccesible de un incestuoso espacio inte
rior, ilustra plenamente la paradoja epocal fenomenológica en la
que hicimos fundar las ciudades: seguridad dentro de la apariencia
más espectacular. Los constructores de ese complejo habían descu
bierto, a todas luces, la figura de la fortaleza como fuerza ofensiva
estética, pero consideraron, además, las posibilidades que la simple
apariencia tenía más allá de su función militar como un estímulo a
cultivar; la hybrisdel modo de construcción crea una protección adi
cional de inmunidad para el interior arquitectónico, que se peralta,
se profundiza en el complejo y cuyo acceso se difiere y complica12.
Esto hace comprensible la razón de por qué tanto generales como
buscadores de Dios pudieron estar dominados por la idea fija de
perseguir su felicidad penetrando en ciudadelas casi inexpugna
bles, dotadas de varios cercos de murallas. Saqueadores y místicos
sueñan no pocas veces en la misma dirección; donde hay oro, ahí es
tá Dios. Yaunque Dios, como afirman incansablemente sus íntimos
en el futuro, fuera el No-Lejano, y aunque todo estuviera lleno de
él, siempre quedan aún muchos pasos fatigosos hacia él para los que
le buscan; en los tiempos del monacato, cuando la meditación se
concibe en procesos, los místicos escribirán itinerarios que sólo tra
tan de series de pasos, a través, hacia arriba, hacia dentro: a través
de tres, siete, nueve, quince, veinticinco o quién sabe cuántas esta
246
ciones, peldaños, resistencias. Todavía en el siglo XVI, santa Teresa de Avila expondrá la tesis tardopersa de que la unión más alta posi ble en vida del alma con Dios sólo es alcanzable en la séptima y úl tima cámara del castillo interior.
Ningún religioso del primer peldaño puede comprender qué es
lo que constituye el hecho originario de toda religión como cripto-
arquitectura y criptogramática: sólo el amurallamiento de Dios crea
un secreto específico; sólo la codificación de lo divino lo aleja del
conocimiento público; sólo a través de la competencia entre las cá
maras por la situación interior más profunda surge lo que afirma ser
una cercanía superior a Dios. Así pues, hay que buscar la cripta tan
to en lo horizontal como en lo vertical, dado que «profundidad» no
es una dimensión ontológica definida con exactitud, sino un ámbi
to de medida para codificaciones y amurallamientos. Ir al interior
significa penetrar en lo que queda a mayor profundidad: todos los
psicólogos y teólogos de los milenios premodemos elaboran este
comparativo. Para ellos significa eo ipso estar dentro, estar más aden
tro de lo que cualquier otro hombre de mundo y ser superficial pue
de imaginar en principio. Sólo se admitirá a audiencia en la celia de
la ciudad de Dios a quien esté dispuesto a atravesar muchas antesa
las. Quien quiera entrar más adentro tiene que colocarse fuera;
quien busca la verdad tiene que romper códigos y muros; pues la
verdad habita en el «hombre interior», dado que el profano reside,
naturalmente, más afuera en el yo escalonado en profundidad. Por
eso la persona mundana normal no puede acceder al secreto pro
pio de sí misma, dado que su psique, como se comprende ahora, es
tá construida como una Ecbatana interior, como una serie de fosos
y muros en tomo a un nunc stans inaccesible, que es un Nosotros
enhiesto: el alma interiorizada y su Dios aliado.
Sólo la Modernidad rompedora de códigos, que ha llegado de
trás de todo, que todo lo desentierra, todo lo descifra, descompone
el espacio metafísico de profundidad y allana sus ocultos pliegues
de sentido, coloca en el mismo plano, en la misma apertura públi
ca, lo en otro tiempo interior y exterior, postula para todo lo que es
el mismo grado de asequibilidad. San Agustín, por el contrario, a
quien todavía no afectan los modernos allanamientos de espacio,
247
J. Valentín Andreae,
Rei publicae Christianopolitanae descriptio,
Estrasburgo, 1619, frontispicio.
puede decir sobre su Dios, en coherencia con el modelo de la inte
rioridad escalonada, que le es más cercano que él mismo: interiorin
timo meo\ es imposible pasar por alto en este contexto el sentido
comparativo de interior. Pues cuando la subjetividad (dicho tradi
cionalmente: el alma humana) es un edificio complejo, o una ins
talación palaciega intrincada, en cuyo interior más profundo reside
un Dios-Alto-Profundo apartado, entonces se comprende también
por qué el individuo, por regla general, sólo habita en un vestíbulo
de su interior más profundo y sólo en situaciones excepcionales de
su existencia consigue audiencia consigo mismo.
Podría llegar a afirmarse que lo que la tradición religiosa mono
248
teísta ha llamado creencia describe un efecto psicológico colateral
de la arquitectura mesopotámica de murallas (y también, segura
mente, de la arquitectura egipcia de templos). La fe o creencia tí
pica de las grandes culturas surge, a la vez, con lo oculto-incons
ciente, y esto sólo puede ser, por naturaleza, un lugar tras una
barrera opaca. Desde los días de las ciudades-imperios entre el Éu-
frates y el Tigris creer significa estar convencido de que las prodi
giosas murallas, por mucho que muestren ya en sí mismas, ocultan
a la vez algo más esencial todavía: aunque en un primer examen eso
fuera sólo la muralla próxima, que, a su vez, manifiesta que oculta
algo grandioso. Antes de que la fe mueva montañas se piensa a sí
misma a través de murallas y, llevada por el presentimiento, se fu
siona con la sabiduría resplandeciente, que, desde su cámara invisi
ble más íntima, ha sabido erigir estos testimonios de su poder. Por
eso la muralla misma es ya una epifanía; es la visión construida, el
lado de exhibición de un interior emanante. Quien es receptivo a la
aparición de lo sagrado sentirá espontáneamente su espectáculo co
mo algo numinoso, estremecedor, como algo que obliga a arrodi
llarse. Si la causa se ha podido deducir alguna vez de un efecto, nun
ca mejor que en este caso puede deducirse de la muralla erguida el
poder de erigirla. Quien está a favor de la idea de que Dios sea algo
que se digna mostrarse a veces como principio de una presencia sa
be qué se siente ante muros monumentales. En tanto realidad pre
sente, la muralla no permite duda alguna respecto a la realidad del
poder que la construyó: ésta es, por lo demás, una experiencia que
todavía en el siglo XIX fascinaba a los historiadores del arte y a los arqueólogos europeos, pues también para ellos cualquier autoría, y no en último término la de las ciudades enterradas en escombros, implica un encuentro con lo sublime constructor.
En virtud de la construcción de murallas mesopotámica comien
za un régimen religioso y psicológico que remite a una participa
ción nueva, con forma de fe, en Jo oculto y a la vez desoculto divi
no: presencia mural, trascendencia transmural. Presencia de Dios
en signos murales, trascendencia de Dios en un espacio interior pa
laciego, sobrenaturalmente distanciado. (La forma correspondien
te de la Ilustración consiste en esto: demostrar que no hay nada de
249
trás, por muy respetable y macizo que se quiera presentar el muro;
en caso necesario, abrir un boquete y aportar la prueba de que hay
exactamente lo mismo delante y detrás del muro, y ridiculizar como
infundadas las pretensiones jerárquicas de validez al otro lado del
muro. )
No por eso, sin embargo, deja de ser para el observador normal
la demostración de la existencia de Dios el hecho de que el muro
esté donde está y mientras lo haga. Esto tiene consecuencias para el
incremento del factor racional en las imágenes de mundo posterio
res, ya que Dios, desde entonces, puede ser representado como cons
tructor de constructores y como artesano de artesanos. Un lúcido
Dios constructor y artesano así ofrece a los seres humanos una opor
tunidad de entenderse en una nueva luz a sí mismos. Tiene que im
ponérseles la idea de que un ingeniero regio o un ceramista divino
los ha producido también a ellos mismos. De modo íntimo, pueden
considerar también a sus madres como un productor así. Se fami
liarizan con la idea de que, en definitiva, no provienen tanto de una
caverna materna como de un taller o una fábrica.
Quizá esté aquí el origen tecnognóstico de las religiones de sal
vación del Oriente Próximo: quien es capaz de producir seres hu
manos sabe seguramente también repararlos. (Las madres tan sólo
pueden, en todo caso, volver a tragar a sus hijos, cosa que no con
vence a la larga como reparación. Si, por el contrario, la gnosis de
la tardoantigüedad distingue tan apasionadamente al Dios Creador
del Salvador, con ello sólo muestra que el ser humano, como clien
te inteligente, no encargará sus reparaciones al chapucero original,
por quien está hecho el mundo en su parte física, sino sólo allí don
de poder y querer son todavía una y la misma cosa: al Dios absolu
tamente trascendente, al que no compromete la creación malogra
da. ) Los creyentes en Dios y en constructores descubren en el
ámbito de experiencia del construir y conformar con arcilla el con
fort cognitivo irresistible de sentirse comprendidos por su produc
tor, y sólo por ese confort se hace posible el distanciamiento de los
dioses astrales irracionales, oscuros, sedientos de ofrendas de san
gre; los claros dioses-ingenieros adquieren preeminencia frente a
Molocs opacos: éste es el logro histórico-universal de los imperios
250
Heinrich Schliemann con su señora y colaboradores
en la puerta de los leones de Micenas.
constructores mesopotámicos. (Junto con Adán, el golemes la gran
figura ideal de la antropología técnica, ya que interpreta al ser hu
mano mismo, en su totalidad, como artificio; es el emblema de una
voluntad de saber-y-poder-hacer, que se extiende por la historia de
251
la relación del ser humano con las circunstancias encontradas123. )
Pero anterior al ser humano de barro es la muralla de la ciudad,
construida de ladrillo, que podría decir a su constructor: «Sólo tú,
Señor, me comprendes del todo, porque tú me has hecho; gracias a
tu savoir-faire me entiendes a mí mejor que yo misma». La idea de
creación implícita en la muralla de la ciudad y la devoción de crea-
tura inherente a ella es la lección que el judaismo, no constructor
de ciudades, aprende de sus odiados tiranos, los babilonios cons
tructores de ciudades, «llorando ante los ríos de Babilonia» duran
te su esclavitud entre los años 586 y 537 a. C. , y generaliza en aquel
tiempo en el que se da el «primer paso de la religión tribal a la re
ligión universal»124, mejor, a la religión de pretensiones universales.
Por ella se hace plausible la convergencia entre hacer y compren
der, también con relación a mundos totales. Sólo la experiencia de
la construcción de murallas y ciudades abre el camino a la teología
de un Dios que todo lo sabe porque todo lo ha hecho, y que todo lo
ha hecho para aventajar ontológicamente a otros pretendientes-fa
bricantes. Sólo así llegó a ser eficiente en la religión de Oriente Pró
ximo, más tarde occidental, el impulso a la devoción por el Dios que
todo lo puede y todo lo hace. Es esta idea de capacidad o compe
tencia para hacer algo, fundada en la rivalidad o emulación entre
los dioses imperiales, la que en la época babilónica, o inmediata
mente después, gobierna la redacción de la leyenda judía del Gé
nesis. Ya había sido la substancia de la construcción mesopotámica
de ciudades ese monoteísmo de la competencia, cuyo lugar diná
mico es la rivalidad entre competencias y que es descubierto y ge
neralizadoenlareflexiónjudíasuperadora125. Esemonoteísmoesla
creencia en un sabio hacedor, cuya acción manifiesta es esa ciudad
o, si no se cuenta con ciudad alguna, el mundo entero.
Por lo que respecta a la muralla que está ahí: ella reivindica, así,
la verdad en la forma de una demostración convincente. Quien
construye murallas de veintisiete metros de espesor y doce de altu
ra en tomo a su capital, ése tiene razón. Pero la teología superado
ra yahvística no se detiene aquí: quien ha de tener la última palabra
es ese Dios que ha llamado al mundo en general a la existencia.
Apostando implacablemente por la amplificación, los autores del
252
Génesis hacen que sus señores vayan construyendo día a día la obra
de la creación; ¿cómo? : poniendo orden mediante mandatos e in
terviniendo sólo ocasionalmente; para que queden claras las rela
ciones de poder con respecto a los señores babilonios, constructores
de torres y ciudades. No hay ninguna duda, hacer teología significa
amplificar, participar en escalaciones. Sobre todo en Oriente Pró
ximo, donde los imperios y sus dioses se asimilan unos a otros, todo
hablar de Dios es un hablar a porfía, el Dios de cada uno es el me
jor126. La teología es, necesariamente, una ciencia concurrente, ya
que pretende ser la determinación de lo supremo que aventaje a to
das las demás determinaciones de lo supremo (todo ello en caso de
que lo supremo fuera algo determinable: una restricción que per
tenece, a su vez, a otra escalada, que se conocería como teología ne
gativa). Quien lee el Génesis judío llega inevitablemente a la im
presión de que ese Dios tiene que haber ganado: quien ha creado
así tiene que aventajar a todos. El mero hecho de que el Dios de los
judíos necesite para su creación del universo una semana babilóni
ca de tiempo implica algo malicioso, ya que pone en evidencia que,
efectivamente, se ha empeñado con éxito en producir su propio
universojunto con todas las criaturas, pero que se ha sometido en
ello al ritmo de trabsyo de los falsos dioses odiados: crea su mundo
según el omnipotente esquema del calendario babilónico. La sema
na es el monopolio babilónico contra el que se han estrellado las
pretensiones de primacía de los monoteísmos superadores poste
riores. Desde el punto de vista cultual, por su utilización de la se
mana, judíos y cristianos no dejan de ser septemteístas orientales.
En definitiva, creen más en el siete que en el uno y -aburridos, pe
ro totalmente convencidos- peregrinan cuatro veces al mes por la
avenida de los dioses de cada día de la semana para quitarse el som
brero finalmente ante su Dios dominguero.
Los arquitectos y maestros constructores son, en consecuencia,
los creadores espirituales del Estado-ciudad arcaico -pues con
ellos, por primera vez, la magia se transforma completamente en
competencia y capacidad técnica-, del mismo modo que entre los
generales babilonios el éxito en la guerra no se espera ya tanto de
los rituales perfectamente llevados a cabo cuanto de una técnica
253
Cornelis Anthonisz, 1547, aguafuerte.
bélica utilizada profesionalmente. El milagro de arrogancia con el
que se erigen ante los ojos de nuestro hipotético ser humano pri
mitivo las antiguas ciudades de Babilonia, heroicamente amuralla
das, se debe, pues, si se consideran las cosas más de cerca, a algo
contrario a una simple arrogancia. Gracias a una técnica de cons
trucción con ladrillo, desarrollada durante milenios, en la antigua
nación de los dos ríos también la construcción de los complejos
más grandes se convirtió en algo completamente rutinario, frío, vir
tuoso. Quien puede construir así es capaz, obviamente, de prescin
dir de la magia para conseguir grandes efectos y confiar para ello
en el oficio.
Entretanto, esa tranquilidad que da la competencia profesional
254
desencadena una exaltación del deseo hasta entonces desconocida;
la competencia de los constructores sigue soñando y despierta en
sobretensiones teológicas. Por eso la narración bíblica de la hybrisde
los constructores de torres babilonios, a pesar de su tendencia fuer
temente antibabilónica, puede considerarse objetivamente certera,
dado que refleja con bastante exactitud el meollo teológico del de
seo o voluntad de construcción en gran formato del enemigo odia
do. Es verdad que en la construcción mesopotámica de torres y mu
rallas se manifiesta una teotécnica llena de consecuencias, que da
testimonio de la idea de que los humanos capaces y competentes
participan en la capacidad y voluntad de su Dios. Más exactamente:
lo que sus dioses quieren y son capaces de hacer lo quieren y son ca
paces de hacerlo a través de los seres humanos que dependen de
ellos y son vasallos suyos. Ese «a través de» es el pensamiento decisi
vo de toda teología imperial como entrenamiento autógeno del po
der; los señores constructores, los señores de la guerra y los prínci
pes explicarán sus éxitos durante la era metafísica entera mediante
este esquema: no actúo yo, es Dios quien actúa a través de mí; lo que
irremisiblemente significa, a la vez: él se proporciona representa
ción a través de mí127. (En Europa habrá que esperar hasta el siglo
XVpara que la idea de las acciones de Dios a través de los seres hu
manos encuentre su formulación más precisa en Nicolás de Cusa.
Con ello, el mediumnismo arcaico, en el que el entrelazamiento
con Dios afecta y consume al ser humano entero, recibe una clarifi
cación sutil y ennoblece al sujeto: de la posesión por el Dios que re
parte poder ha de resultar una libertad motivada en lo absoluto128. )
Por lo que respecta a las circunstancias mesopotámicas, basta echar
una ojeada a los grandes complejos ciudadanos para comprender
que los nuevos señores constructores se toman completamente en
serio su técnica y no menos en serio la teología correspondiente a
ella. Quien construye así ayuda a los dioses a manifestarse.
Por naturaleza, el complejo de arquitectura, celebración divina
y autoexaltación tiene que aparecer a todos aquellos que observan
el acontecimiento desde fuera como prototipo de toda arrogancia,
como lo insoportable mismo: tal como sucede siempre, la compe
tencia avanzada de los muy competentes aparece ante los ojos de los
255
que no están en situación de rivalizar como hybris repulsiva. El com
plejo babilónico del antiguo judaismo se escorió por roce con una
humillación indeleble: que el Dios de Israel, de Abrahán y de Jacob
no estaba a la altura de aquel tiempo (tampoco después lo estuvo
nunca) como constructor de ciudades y torres. Y si había de afir
marse de él, no obstante, que era el único y todopoderoso, había
que encontrar un método para superar las demostraciones babiló
nicas con medios que no tuvieran que ver con la construcción de
ciudades. El Diosjudío se especializa a continuación en predecir y
esperar el ocaso de las ciudades extranjeras soberanas, ya sea que és
tas perezcan por conquista externa o por fallos de construcción o
por catástrofes ecológicas. Yahvé concede que las murallas proce
den de infieles, que al construir tenían falsos dioses ante los ojos,
pero da a entender inequívocamente que la fragilidad de las mura
llas proviene de él. De ahí puede desarrollarse un nuevo modo de
decir la verdad: la manifestación profética de grietas en los muros
de los otros. Este es el rasgo fundamental de la teología antibabiló
nica deljudaismo: deconstructioperennis. Se comporta como profecía
de la grieta en la muralla, como pre-visión del final ineludible de to
do poder totalitario, pero falible, por intuición de sus fallos de cons
trucción y de sus autocontradicciones. El Dios de los judíos, al que
hay que reconocer su soberanía trascendente frente a los soberanos
empíricos, se comporta ante las construcciones de los demás como
un observador que, por distancia crítica (o escatológica), renuncia
a construcciones propias; con una única excepción: el segundo tem
plo de Jerusalén, en el que temporalmente se encarnó un senti
miento judío de tener también competencia. (Al que corresponde
en el Estado moderno de Israel la existencia de un arma atómica
propia, semisecreta. ) Para afirmarse como señor de señores más allá
de las potencias mundiales, Dios no debe tomar parte en la auto-
glorificación de las ciudades por medio de su furia constructora y
sus historiografías. Él permanece para siempre trascendente a la
ciudad afectada, al imperio afectado, a la afectada narración de
grandezas. A cambio de esa abstinencia puede hacer que trabajen
para él los riesgos de derrumbamiento que existen latentes en todos
los grandes constructos. Cuando se levantan torres a los falsos dio-
256
La demostración de Athanasius
Kircher de la tesis de que, a causa de las
circunstancias gravitatorias, la torre de Babel
no puede haber llegado hasta el cielo (lunar);
en TurrisBabelsiveArchontologia,1679.
Mark Tansey, Doubting Thomas.
ses, el verdadero Dios aparece en sus grietas; esto adquirirá otra vez
peso en la así llamada de«con»strucción de los edificios centrales
del saber absoluto.
Nota marginal: en la historia del monoteísmo existe una pugna
entre la posición sádica (activa) y la masoquista (observadora) por
el acceso privilegiado a la verdad. Está fuera de toda duda que el
cristianismo, siguiendo el modelo judío, hizo que prevaleciera, re
tórica y pedagógicamente, el masoquismo de los incompetentes
frente al sadismo de los competentes; en consecuencia, la humil
dad, aun sin obras, se ganó la reputación de conducir más cerca de
Dios que el orgullo, aunque éste brillara con obras bien recibidas
por Dios. Esta es la razón de por qué no puede esperarse del lado
258
cristiano yjudío contribución alguna a una teoría positiva de la ciu
dad de poder, porque no está abierto el acceso de posiciones de re
sentimiento a afirmaciones mánicas de competencia constructora
de torres y muros. Así pues, los imperialismos cristianizados de la
antigua Europa han bebido siempre de fuentes no cristianas, esen
cialmente romanas; los señores cristianos hubieron de tomar de Vir
gilio lo que no se podía encontrar en san Pablo, y tomar prestado
de la novela de Alejandro lo que los Hechos de los Apóstoles no po
dían ofrecer. Fue san Agustín quien, en su doctrina de la civitas te
rrena>dio su forma decisiva, aunque no definitiva, a la reserva cris
tiana frente a la ciudad narcisista: precisamente la ciudad terrena
siempre ha de referirse sólo a sí misma; pero lo que se antepone a
sí mismo ama al margen de Dios. Lo que se menta a sí mismo gasta
su libido de modo maldito. Al mismo tiempo, el obispo de Hipona
fundamentó otra vez histórico-filosóficamente la diferencia entre el
arca y la ciudad, y mostró por qué los partidarios de la religión ver
dadera podían encontrar refugio en la seguridad de Dios, en tal ca
so sobre arcas, pero nunca en ciudades; y esto, otra vez, sólo por me
diación de la gracia divina y no por la propia competencia mágica o
técnica. Así y todo, san Agustín ha de admitir que las arcas son cons-
tructos tan falibles como las ciudades; por eso la fragilidad de la ciu
dad terrena le infunde menos sentimientos de triunfo que compa
sión creatural; reconoce que sólo hay una diferencia de grado entre
la clara falta de posibilidad de salvación en la ciudad secular y la in
seguridad piadosa sobre la salvación a bordo del arca. ¿No se con
virtió la misma señora de todas las ciudades, Roma, después del sa
queo de los visigodos en el año 410, en una simple balsa en la que
se apelotonaban los náufragos de este mundo? Y ¿no se han hecho
notar también a bordodel arca eclesial figuras sospechosas, de cuya
salvación es permisible dudar? ¿No experimentó incluso el propio
san Agustín en sí mismo, hasta sus últimas circunstancias mortales,
que del lado humano sólo puede haber solicitudes o aspiraciones a
la salvación, pero no seguridad de ella?
Una observación más atenta de las antiguas murallas mesopotá- micas desde el punto de vista de su formato o de su volumen depa-
259
ntsrsí^avLim
Vista de Jerusalén, en la Crónica del mundo,
de Hartmann Schedel, 1493.
ra la segunda clave de comprensión de la paradoja ciudadana: bus
car la máxima seguridad en la ostentación más grande. Encontra
mos aquí, en este altivo monumentalismo, que resultaba tan escan
daloso para los observadores judíos y tan digno de imitación para
los rivales mesopotámicos, el impulso a lo desmesurado, sin el cual
desde entonces es difícil concebir la historia de las potencias mun
diales constructoras. En sus comienzos, el monumentalismo proce
de de un gesto teotécnico: los señores constructores creen tener la
obligación consigo mismos y con su Dios de apilar lo más alto posi
ble con su propia mano lo sublime; o, lo que es lo mismo, conseguir
que se les emplee en la autorrealización de lo divino.
Los primeros expertos en ese gesto fueron, como hemos dicho,
260
los constructores de las monstruosas murallas que habrían de dar se
guridad en la exposición a las nuevas ciudades y a sus habitantes. Por
la teotécnica mural surgieron los primeros grandes espacios interio
res «políticos». La ciudad de Uruk, en el sur de Babilonia, fue rodea
da ya en tomo al año 2700 a. C. con un doble anillo de murallas, de
nueve kilómetros de longitud y dotado de 900 torres de defensa; se
trataría, quizá, de la obra del rey Gilgamés, el héroe épico. Esta «pri
mera gran ciudad de la historia universal»,junto con las dos ciuda
des-templo dedicadas a las divinidades Inana (señora de las provi
siones) y Anu -complejos de medidas monumentales y de
profundidad espacial hermética e intrincada-, ofrecía un espacio
habitable a más de 50. 000, quizá incluso a más de 100. 000, personas.
La teología del monumentalismo testimonió aquí por primera vez
su alianza con la idea del absoluto autocobijo de los seres humanos
en grandes constructos inexpugnables. El hecho de que precisa
mente un rey de esa ciudad, Gilgamés, se convirtiera en héroe de
una gran epopeya del fracaso del ser humano en la búsqueda de la
inmortalidad puede interpretarse como variante urukesa del poste
rior motivo europeo «ilustración a través del mito». El comentario al
esfuerzo inútil de Gilgamés parece haberlo dado, a una distancia de
más de dos mil años, el filósofo Epicuro cuando hizo notar que los
seres humanos pueden defenderse contra la mayoría de las cosas,
pero que frente a la muerte todos viven en una ciudad sin murallas.
No obstante: el motivo-forma de la vida tras muros sagrados inex
pugnables se impuso irresistiblemente en todo Oriente Próximo,
como si la ciudad amurallada hubiera sido en aquella época y en
aquella región la idea más avanzada de aquello que filosofías poste
riores llamaron espíritu del mundo y espíritu del tiempo. En tomo
al a ñ o
2500 a .
C. , la c i u d a d
regia c a n a n e a
H a t z o r
(hoy Tel Wakkas)
se rodeó de una muralla de ladrillo de siete metros y medio de es
pesor, edificada sobre cimientos de piedra. Más de mil años des
pués, cuando los espías de Moisés se adelantaron penetrando en la
tierra de Canaán con el fin de explorar el terreno en busca de po
sibilidades de asentamiento para los caminantes israelitas, encon
traron allí ciudades «grandes y fortificadas hasta el cielo» (Deutero-
nomio I, 28).
261
Desde comienzos del tercer milenio las murallas de solidez mo
numental pertenecen al vocabulario elemental de las formas de vi
da en la zona mesopotámica y colindantes. Cuando en tomo al año
700 a. C. los asirios levantaron su suntuosa ciudad de Nínive a orillas
del Tigris, les pareció obligado colocar una muralla de diez metros
de espesor y treinta metros de altura. También el motivo del múlti
ple amurallamiento se expandió en todo el ámbito de las culturas
andguas constructoras de ciudades y fortalezas: desde Tirinto, en el
Peloponeso, pasando por Troya, hasta Susa y Persépolis. Su culmen
lo alcanzó -junto al caso de la citada fortaleza persa de Ecbatana-
en las instalaciones defensivas de Babilonia, construidas en tomo al
año 600 a. C. Nabucodonosor hizo rodear la gigantesca ciudad cua
drada de un quíntupie cinturón de protección; según el testimonio
de Herodoto, la línea extrema habría consistido en una muralla co
losal de cuatro veces 22 kilómetros de longitud; el núcleo numino-
so de la ciudad formaba un doble anillo de murallas monumental
-la muralla exterior de siete metros de grosor, la interior de ocho-,
en el que se levantaban 600 torres. Si se considera que el amplio es
pacio de doce metros entre ambas murallas probablemente estaba
relleno de tierra apisonada, el grosor del amurallamiento del gran
complejo de 2,6 por 1,5 kilómetros, que sólo rodeaba el casco anti
guo de la ciudad con sus templos, alcanzaría no menos de veintisie
te metros; ello se corresponde con bastante exactitud con las
indicaciones de Herodoto, cuyos datos sobre las dimensiones de Ba
bilonia fueron considerados como fabulación hasta el descubri
miento de los restos de la ciudad por arqueólogos de principios del
siglo XX.
La mayoría de las veces se interpreta la excesiva robustez de los muros de las fortalezas, palacios y ciudades de la era urbana prime ra como expresión de una hipertrofiada necesidad de seguridad: como si esas orgías de amurallamiento tuvieran ante todo un senti do militar, explicable por las fricciones crónicas, típicas de la época, entre nómadas agresivos y pueblos sedentarios de ciudad y distrito, a la defensiva. Si se admitiera esta explicación, habría que hacer comprensible mediante una explicación adicional por qué en tan tos casos las instalaciones defensivas superaban con mucho lo razo
262
nable, militarmente hablando. Sencillas consideraciones muestran
que la seguridad de los habitantes de una ciudad no crece propor
cionalmente al grosor de sus fortificaciones; también las obras de
fortificación están sujetas al efecto de utilidad marginal, y más allá
de un cierto grosor de paredes, relativamente modesto, medidas
mayores ya no son productivas en vistas a la seguridad. Dondequie
ra que se levantaran murallas de ciudad en la época monumental de
la antigua Mesopotamia, aparecen en su volumen enormes excesos
expresivos con respecto a lo necesario, militarmente hablando. Es
tá claro que los primeros habitantes de ciudades consiguieron lo
gros arquitectónicos frenéticos que superaban toda utilidad prag
mática y toda consideración de costes materiales y humanos.
Tampoco las peculiaridades de la arquitectura de ladrillo, que acon
sejaba grandes espesores de muros debido al peligro de hundi
miento de las vigas de cubierta, proporcionan ninguna razón total
mente suficiente para el delirio de edificación y formato de los reyes
antiguos129.
En la historiografía se atribuyen estos excesos, la mayoría de las
veces, al delirio de grandeza temprano-imperial, y se considera que
éste es motivo suficientemente claro para explicar esos gestos des
proporcionados. Uniendo una idea exagerada de seguridad a un
anhelo hipertrofiado de prestigio y autoridad, habría de salir de la
suma de esos dos valores, exactamente, la paranoia protopolítica
que parece convincente a la posteridad como razón suficiente del
impulso monumental de las culturas ciudadanas de la antigua Me
sopotamia y de la antigua Persia. A la mayoría de los historiadores
que argumentan así se les escapa el hecho de que la explicación es
demasiado fácil como para poder ser verdadera. Introduce moder
nos conceptos psiquiátricos inmediatamente en la protohistoria y
hace que nociones como megalomanía y paranoia, sin un análisis
más detenido, desempeñen el papel de motivos decisivos de com
portamiento. Pero ¿de dónde habría de surgir de pronto, sin más,
el delirio de grandeza paranoide de los antiguos constructores de
ciudades, y de dónde habrían recibido los antiguos posesos de las
murallas ese decisivo excedente de miedo y ese provocador plus de
afán de reconocimiento, que parece imprescindible para la motiva
263
ción de sus monstruosas acciones arquitectónicas? Aunque conside ráramos como un hecho la paranoia de los soberanos de ciudad de la antigua Mesopotamia, seguiría pendiente la tarea psicohistórica de examinar con atención, expresamente, la génesis de esa razón ilusa. ¿Qué fue lo que llevó a los primeros señores de las ciudades a tomar esas rutas paranoógenas? ¿Qué aditamento de error y des mesura ofuscó sus empeños, conduciéndolos al plano resbaladizo de exageraciones insostenibles? ¿Qué motivos para su comporta miento tenían ellos mismos presentes, y qué imperativos divinos les proporcionaron la seguridad de hacer lo correcto en inmediatez con su situación?
Antes hemos sugerido una explicación de los fenómenos de la protoarquitectura monumental en la línea de consideraciones ma- crosferológicas y político-inmunológicas. Los muros gigantescos de la antigua Mesopotamia testimonian un cambio de formato de la imaginación, que se articuló tanto en la teología como en la cons trucción de ciudades, así como en la estructura demográfica de los protorreinos de Dios. El gigantismo mural es, según eso, un sínto ma ontológico de crisis: la característica, por decirlo así, de una pu bertad morfológica de sociedades en el umbral entre modos de ser de pequeño y de gran formato. Representa una primera reacción, inmunológicamente significante, de la imaginación espacial a la va cuna de lo grande. No es que el desenfreno de ideas privadas de me galomanía anteceda al proyecto monumental constructor; más bien sucede que la experiencia de que lo grande real se eleva en el hori zonte, y exige una respuesta, fuerza al reajuste de las almas y de sus lugares de asentamiento a medidas desacostumbradas: con el riesgo siempre presente de excesos megalomaníacos130. Por primera vez el exterior-grande real infecta la burbuja familiar del mundo, en la que hasta entonces los seres humanos, sin excepción, sabían desa rrollar su existencia, y provoca en ella una reacción de inmunidad, por la que lo hasta ahora exterior es incorporado dimensionalmen te a lo interior.
Las primeras ciudades serían, según eso, formas procesuales de una psicosis de formato: agonías amuralladas de un espacio interior de mundo, tribal, mágicamente hermetizado, en el que el existente
264
humano, desde tiempos inmemoriales, estaba acostumbrado a co bijarse. Las ciudades se amurallan de pronto con tanta solidez, no porque sus habitantes sintieran de repente mucho más miedo ante los enemigos reales e imaginarios en la lejanía, sino porque el exte rior ha entrado en ellos mismos como gran formaticidad, como pá nico divino, y exige en ellos dimensión y representación; las mura llas son respuestas psicopolíticas a la provocación dimensional del gran mundo emergente, al que pertenecen también dioses propios crecientes. Se trata de logros y autorrepresentaciones de una am plitud espacial interior reformateada, no de meros dictados del te mor ante el enemigo exterior. La ciudad de sólidas y múltiples mu rallas ayuda a sus habitantes, a los reyes-dioses y a su entorno, que coopera a idear, construir, erigir el reino de Dios, a soportar la in fección causada por el exterior. La gigantesca muralla ayuda a los habitantes de la ciudad en su intento de superar la inflamación aní mica que les ha causado la asimilación interior del gran espacio. El verdadero sentido de las murallas es que muestran constantemente cuál es el estado de las cosas a sus habitantes, obligados ahora a pen sar a lo grande. En tanto miran hacia absyo al interior de la pobla ción, las construcciones monumentales les informan de que, a par tir de ahora, las grandes ideas y peligros son realidades inmediatas. Sirven, a la vez, como ejercicio de memoria desacostumbrado: ya que facilitan a los habitantes la tarea de seguir viviendo interior mente «consigo mismos», a pesar de que ahora, y en adelante, eso sucede en el interior más bien como en un mundo exterior: exóti cas, complejas, inabarcables, polivalentes. Las murallas deparan cla ridad panorámica ante aquello que ya no puede abarcarse tan fácil mente con la vista. Son, en este sentido, las primeras agencias de una globalización relativa. Su cometido es defender la utopía de la comunidad compacta en una forma imperial de mundo; precisa mente en una época en la que los pueblos comienzan a tener expe riencias intranquilizantes con la vulnerabilidad de sus constructos marginadores.
Cuando losjudíos, a comienzos del siglo VI a. C. , fueron llevados prisioneros a Babilonia, se encontraron ante una ciudad en la que, en más de cincuenta templos y cerca de mil trescientos altares, se
265
adoraban dioses extraños; parece que en Babilonia se hablaban vein te lenguas, también en las grandes obras en construcción y sin ma yores complicaciones. El tema de la antigua ciudad gigantesca no era tanto la seguridad frente a enemigos exteriores cuanto la auto- organización en vistas de la complejidad del mundo introyectada. Tenía que impresionarse a sí misma como algo que, por voluntad de los dioses, se edifica para la eternidad, a pesar de que es eviden te que no lo tiene nada fácil con su sustainability.
Lo que a cualquier observador que proceda realmente de con diciones modestas y de miras estrechas le parecen delirios de gran deza no es esencialmente otra cosa que la confrontación de los ha bitantes de ciudades con una tarea real grande. ¿Qué hacer cuando dimensiones realmente grandes, una diversidad real y complejida des provocativas obligan a dibujar de nuevo los mapas interiores? ¿Cómo comportarse cuando precisamente en este lugar nuestro se ha establecido una divinidad clarividente, que sólo se conforma con un mundo completo como residencia? ¿Cómo corresponder a esta exigencia de mundo del Dios, del gemelo interior del rey y de todos los que le siguen, sino mediante la erección con medios arquitectó nicos de un espacio interior de mundo encumbrado y ensanchado? En tanto la inteligencia llega como visión desde arriba, implanta vi siones sobrehumanas en ópticas humanas: los seres humanos parti cipan en la concepción del mundo de sus dioses y comparten con ellos la carga y la euforia de las grandes perspectivas. El formato es la embajada, la dimensión es el Dios. En aquel tiempo, la construc ción de muros es la piedad del pensar. Sin la toma del poder por parte de los grandes dioses en Mesopotamia, los seres humanos de esas culturas (y de sus culturas sucesivas en Israel, Grecia y Europa noroccidental) no habrían entrado jamás por sus propios caminos en la historicidad, ni lógica, ni psicológica, ni técnicamente. El pen sarse dentro de un Dios que porta en sí mismo la mzyestad de lo grande y siente la pasión cósmica hizo de los seres humanos de aquellos primeros tiempos ciudadanos del gran mundo: es decir, in dividuos aptos para la ecúmene, que consiguieron mudarse de ca vernas poco ¿cónicas a macrocosmos de altas bóvedas. No se habría gastado tanto esfuerzo en los grandes trabaos en la periferia si la
266
Uriel Birnbaum,
La aparición de la ciudad celeste, 1921-1922.
participación en el centro y en su proyecto de mundo no hubiera
cautivado y absorbido hasta el extremo a los seres humanos.
