s entre la
voluntad
de escribir en forma densa y adecuada a la profundidad del obje- to, la tentacio?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
lo la condicio?
n psicolo?
gica, sino tambie?
n la condicio?
n material de la humanidad como utopia.
49
Moral y orden temporal. - La literatura, que ha tratado todas las formas psicolo? gicas de los conflictos ero? ticos, ha desatendido el ma? s elemental de los conflictos externos por su obviedad. Se trata del feno? meno del <<estar ocupado>>: que una persona amada nos rechace no por inhibiciones o antagonismos internos, por ex- cesiva frialdad o excesivo ardor reprimido, sino por existir ya una relacio? n que excluye otra nueva. El orden temporal abstracto. jue- ga en verdad el papel que quisie? ramos atribuir a una jerarqufa de los sentimientos. Hay en el estar ocupado, fuera de la libertad de eleccio? n y decisio? n, algo totalmente accidental que parece con-
tradecir de forma rotunda la pretensio? n de la libertad. En una sociedad curada de la anarqui? a de la produccio? n de mercanci? as, difi? cilmente habri? a reglas que cuidasen el orden en que se han de conocer las personas. De otro modo, tal reglamentacio? n cqui- valdria a una intolerable intervencio? n en la libertad. De ahi? que la prioridad de lo accidental tenga tambie? n poderosas razones de su parte: si se prefiere a una nueva persona, la anterior sufre el dan? o de ver anulado un pasado de vida en comu? n y en cierto modo borrada la experiencia misma. La irreversibilidad del tiem- po proporciona un criterio moral objetivo. Pero tal criterio esta?
hermanado con el mito igual que el tiempo abstracto mismo. La exclusividad que hay en e? l se despliega por su propio concepto en el dominio exclusivo de grupos herme? ticamente cerrados y, finalmente, de la gran industria. Nada ma? s pate? tico que el temor de los amantes a que los nuevos puedan absorber amor y ternura - la mujer de sus posesiones, precisamente porque no se dejan poseer-e, y justamente a causa de aquella novedad creada por el privilegio de lo ma? s viejo. Pero en este motivo pate? tico, con el cual se desvanece todo calor y todo amparo, comienza una trayec-
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Lagunas. -La exhortacio? n al ejercicio de la honradez intelec- tual, la mayori? a de las veces termina en el sabotaje de las ideas.
? ? ? Su sentido esta? en acostumbrar al escritor a detallar de modo ex- pli? cito todos los pasos que le han llevado a una afirmaci6n suya para asi? hacer a cada lector capaz de repetir el mismo proceso y, si es posible - en la actividad acade? mica-c-, duplicarlo. Ello no s610 opera con la ficcio? n liberal de la comunicabilidad libre y uni- versal de cada pensamiento impidiendo su concreta y adecuada expresi o? n, sino que tambie? n resulta falso como principio para su exposicio? n misma. Porque el valor de un pensamiento se mide por su distancia del continuo de lo conocido. Objetivamente pierde con la disminucio? n de esa distancia; cuanto ma? s se aproxima al standard preestablecido, mayor merma sufre su funcio? n antite? tica, y s6lo en ella, en la relacio? n expli? cita con su anti? tesis, y no en su existencia aislada, se funda su pretensio? n. Los textos que escru- pulosamente se empen? an en reproducir sin omisiones cada paso, Irremediablemente caen en la banalidad y en una tediosidad que no so? lo afecta a la tensio? n de la lectura, sino tambie? n a su propia sustancia. Los escritos de Simmel, por ejemplo, adolecen en su conjunto de una incompatibilidad entre su objeto particular y el
tratamiento escrupulosamente dia? fano del mismo. Ostentan lo par- ticular como el verdadero complemento de aquel te? rmino medio en el que Simmel equivocadamente vei? a el secreto de Goethe. Pero por encima de todo esto, la exigencia de honradez intelectual carece ella misma de honradez. Si se accediera por una vez a seguir el dudoso precepto de que la exposicio? n debe reproducir el pro- ceso del pensamiento, este proceso seri? a tan poco el de un pro- greso discursivo peldan? o a peldan? o como, a la inversa, un venirle al conocedor del cielo sus ideas. El conocimiento se da antes bien en un entramado de prejuicios, intuiciones, inervaciones, autoco- rrecciones, anticipaciones y exageraciones; en suma, en la expe- riencia intensa y fundada, mas en modo alguno transparente en todas sus direcciones. De ella da la regla cartesiana que recomien- da dirigirse simplemente a los objetos, <<para cuyo conocimiento claro e indubitable parece bastar nuestro espi? ritu>>, junto con el orden y la disposici6n a que hace referencia, un concepto tan falso como la doctrina opuesta, pero en el fondo afi? n, de la intuicio? n esencial. Si e? sta niega el derecho de la lo? gica, que pese a todo se impone en todo pensamiento, aque? lla lo toma en su inmediatez, referido a cada acto intelectual individual y no mediado por la corriente de la vida consciente del que conoce. Pero de ahi? surge tambie? n el reconocimiento de la ma? s radical insuficiencia. Pues si los pensamientos honestos acaban irremediablemente en la mera repeticio? n, ya sea de 10 descubierto, ya de las formas cetegoriales,
el pensamiento que renuncia a la total transparencia de su ge? nesis lo? gica en intere? s de la relacio? n con su objeto se hace siempre un tanto culpable. Rompe la promesa que pone en la forma misma del juicio. Esta insuficiencia se asemeja a la de la linea dc la vida, que corre torcida, desviada, desengan? a? ndose de sus premisas, y que sin embargo so? lo siguiendo ese curso, siendo siempre menos de lo que podri? a ser, es capaz de representar, bajo las condiciones dadas a la existencia, una li? nea no reglamentada. Si la vida reali. rase de modo recto su destino, 10 malograri? a. Quien pudiera morir viejo y con la conciencia de haber llegado a una plenitud exenta de culpa, seri? a como un muchacho modelo que , con una cartera in- visible a la espalda, aprobase sin lagunas todos los cursos. Pero en todo pensamiento que no sea ocioso queda grabada como una marca la imposibilidad de su completa legitimacio? n, igual que en. tre suen? os sabemos que hay unas horas matema? ticas que por pasar una feliz noche en la cama desperdiciamos, y que nunca se podra? n recuperar. El pensamiento espera que un buen di? a el recuerdo de lo desperdiciado lo despierte, transforma? ndolo en doctrina.
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? ? ? MINIMA MORALIA
Segunda parte
1945
Where everything is bad it mus! be good
l o knoflJ the wor st .
F. H . BRADLEY
? ? ? ? 51
Tras el espe;o. - Primera medida precautoria del escritor: ob- servar en cada texto, en cada pasaje, en cada pa? rrafo si el motivo central aparece suficientemente claro. El que quiere expresar algo se halla tan embargado por el motivo que se deja llevar sin refle- xionar sobre e? l. Se esta? <<con el pensamiento>> demasiado cerca de la intencio? n y se olvida decir lo que se quiere decir.
Ninguna correccio? n es tan pequen? a o baladi? como para no rea- lizarla. Entre cien cambios, cada uno aisladamente podra? parecer pueril o pedante, pero juntos pueden determinar un nuevo nivel del texto.
Nun ca se ha de ser mezquino con las tachaduras. La extensi6n es indiferente, y el temor de que lo escrito no sea bastante, pueril. Por eso nada debe tenerse por valioso por el hecho de estar ahi? , escrito sobre el papel. Cuando muchas frases parecen variaciones de la misma idea, a menudo simplemente significan diferentes tentativas de plasmar algo de lo que el autor au? n no es duen? o, En cuyo caso debe eligirse la mejor formulacio? n y con ella seguir trabajando. Una de las te? cnicas del escritor es saber renunciar incluso a ideas fecundas cuando la construccio? n 10 requiere, y a cuya fuerza y plenitud precisamente contribuyen las ideas supri-
midas. Igual que en la mesa no se debe comer hasta el u? ltimo bocado ni beber la copa hasta el fondo. Seri? a sospechoso de po- breza.
83
? ? ? ? ? Quien desee evitar los cliche? s no debe limitarse a las palabras, si no quiere incurrir en vulgar coqueteri? a. La gran prosa francesa del siglo XIX era en esto particularmente susceptible. La palabra aislada raramente resulta banal: tambie? n en la mu? sica el sonido aislado resiste al abuso. Los cliche? s ma? s odiosos son ma? s bien uniones de palabras del tipo de las que Karl Kraus puso en la picota: perfectamente construidas y discurridas, como queriendo valer para todos los tiempos. Porque en ellas rumorea el inerte
flujo de un lenguaje cansino, lo que sucede cuando el escritor no opone mediante la precisio? n de la palabra la resistencia debida donde el lenguaje tiende a destacarse. Pero esto no vale so? lo para las uniones de palabras, sino hasta para la construccio? n de formas enteras. Si un diale? ctico, pongamos por caso, procediera a remar- car los pasos del pensamiento en su avance comenzando tras cada cesura con un pero, el esquema literario desmentirla el propo? sito eesquern e? rico del razonamiento.
El fa? rrago no es ningu? n bosque sagrado. Siempre es un deber eliminar las dificultades, que so? lo surgen de la comodidad en la autocomprensio? n. No basta distinguir sin ma?
s entre la voluntad de escribir en forma densa y adecuada a la profundidad del obje- to, la tentacio? n de lo particular y la pretenciosa despreocupacio? n: la insistencia de la desconfianza siempre es saludable. Quien no quiera precisamente hacer ninguna concesio? n a la estupidez del sano sentido comu? n, debe evitar adornar estili? sticamente ideas que de por si tiran a la banalidad. Las trivialidades de Locke no
justifican el modo cri? ptico de Hamann.
Aun no teniendo ma? s que reparos mfnimos contra un trabajo concluido sin importar su extensio? n, hay que tomarlos en serio como pocas cosas, y ello independientemente de toda atencio? n a la relevancia que puedan tener . La carga afectiva del texto y la vanidad tienden a minimizar todo reproche. Lo que se deja pasar como un escru? pulo menor puede denotar el escaso valor objetivo de la totalidad.
La procesio? n de Echternach . . . no es la marcha del espi? rit u del mundo, ni la limitacio? n y la retraccio? n los medios para represen- tar la diale? ctica. Esta se mueve antes bien entre los extremos, y
. . . Procesio? n del martes de Pentecoste? s en la localidad luxemburguesa de Echternach, que avanza dando tres pasos adelante ji dos saltos atra? s.
[N. dd T. ]
mediante consecuencias extremas impulsa al pensamiento a lo opuesto en lugar de cualificarlo. La prudencia que prohi? be ir de- masiado lejos en una sentencia, casi siempre es un agente del control de la sociedad, y, por tanto, del entontecimiento general.
Escepticismo ante la objecio? n predilecta de que un texto o una expresio? n son <<demasiado bellos>>. El respeto por el tema, y aun por el sufrimiento, con frecuencia no hace ma? s que racionalizar el rencor contra aquel a quien le resulta insoportable encontrar en la forma cosificada del lenguaje la huella de lo que los hom- bres padecen, la huella de la indignidad. El suen? o de una exis- tencia sin ignominia que se afirma en el lenguaje apasionado, cuando se le impide perfilarse en un contenido, debe ser disimu- ladamente ahogado. El escritor no puede aceptar la distincio? n entre expresio? n bella y expresio? n exacta. Ni debe creerla en el receloso cri? tico ni tolerarla en si? mismo. Si consigue decir lo que piensa, en ello hay ya belleza. En la expresio? n, la belleza por la belleza nunca es <<demasiado bella>>, sino ornamental, artificial, odiosa. Peto quien con el pretexto de estar absorto en el tema renuncia a la pureza de la expresio? n, lo que hace es traicionarlo.
Los textos decorosamente elaborados son como las telaran? as: consistentes, conce? ntricos, transparentes, bien trabados y bien fija. dos. Capturan todo cuanto por ahi? vuela. Las meta? foras que fugi-
tivamente pasan por ellos se convierten en nutritiva presa. Hacia ellos acuden todos los materiales. La solidez de una concepcio? n puede juzgarse observando si recurre en demasi? a a las citas. Cuan- do el pensamiento ha abierto un compartimiento de la realidad, debe penetrar sin violencia del sujeto en el contiguo. Su relacio? n con el objeto se confirma en cuanto otros objetos van cristalizando en torno suyo. Con la luz que enfoca hada su objeto particular empiezan a brillar otros ma? s.
El escritor se organiza en su texto como lo hace en su propia casa. Igual que con sus papeles, libros, la? pices, carpetas, que lleva de un cuarto a otro produciendo cierto desorden, de ese mismo modo se conduce en sus pensamientos . Para e? l vienen a ser como muebles en los que se acomoda, a gusto o a disgusto. Los acaricia con delicadeza, se sirve de ellos, los revuelve, los cambia de sitio, los deshace. Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia. Y en e? l inevitablemente produce, como en su tiempo la familia, desechos y amontonamientos. Pero ya no dis.
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? ? ? ? ? pone de desva? n y le es sobremanera difi? cil desprenderse de la escoria. De modo que al tener que estar quita? ndosela de delante corre el riesgo de acabar llenando sus pa? ginas de ella. La obliga- ci6n de resistir a la compasio? n de si? mismo incluye la exigencia te? cnica de hacer frente con extrema alerta al relajamiento de la tensio? n intelectual y de eliminar todo cuanto tiende a fijarse como una costra en el trabajo, todo cuanto discurre en el vaci? o y todo lo que quiza? en un estadio anterior se desarrollaba, crea? ndola, en la ca? lida atmo? sfera de una charla, pero que ahora queda atra? s como jdgo mustio e insi? pido. Al final el escritor no podra? ya ni habitar en sus escritos.
52
De do? nde traelacigu? en? aa los nin? os. -Cada ser humano tiene un prototipo en los cuentos; no hay ma? s que ponerse a buscarlo. Ahi? esta? la bella que pregunta al espejo si es la ma? s bella de ro- das, como la reina de Blancanievcs. Es ansiosa y descontentadiza hasta la muerte; fue creada a imagen de la cabra que repite una y' otra vez: <<Estoy harta, no quiero una hoja ma? s, meeh. >> Ah! esta? el hombre lleno de preocupaciones, pero incansable, parecido a la vieja y arrugada mujer del len? ador, que encuentra al buen Dios sin saberlo y es bendecida junto con todos los suyos por haberle ayudado. Otro es el hombre que de moro recorre el mun- do en busca de fortuna, vence a muchos gigantes, pero acaba sus di? as en Nueva York. Una se interna en la jungla de la ciudad cual Caperucita lleva? ndole a la abuela un pedazo de pastel y una
botella de vino, y no es otra la que se desnuda para el amor con la misma infantil inocencia que la nin? a de los ta? leros de plata. El pillo descubre su poderosa alma salvaje, no puede perderse con los amigos, forma el grupo de mu? sicos de Bremen, lo conduce a la cueva de los ladrones, gana en astucia a los maleantes, pero ter- mina volviendo a casa. Con ojos anhelosos contempla el rey rana, un snob incurable, a la princesa y no puede renunciar a la espe- ranza de que lo libere.
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Proezas. - L os ha? bitos idioma? ticos de Schiller recuerdan al jo-
ven de origen humilde que ti? midamente empieza a hacerse oi? r en 86
la buena sociedad para adquirir notoriedad: modestos e insolen, r tes. La verbosidad y la senrenci? osi? dad alemanas son imitaciones de los franceses, pero practicadas en la mesa de tertulias. El pe-
quen? o burg~e? s que se identifica con el poder que no tiene y a base de arrogancia lo agranda hasta el espfritu absoluto y el absoluto horror, se hace destacar mediante exigencias infinitas e inflexibles. Entre lo humanamente grandioso y sublime, que tienen en comu? n todos los idealistas, que siempre quieren pisotear inhumanamente lo pequen? o como mera existencia, y la ruda ostentacio? n de los po- tentados burgueses existe el ma? s intimo acuerdo. Es propio de la categori? a de los gigantes del espi? ritu el rei? r estruendosamente el explotar, el destrozar. Cuando hablan de creaci o? n se refieren a la voluntad convulsiva de la que se hinchan para forzar las cues-
tiones: del primado de la rezo? n pra? ctica al odio a la teori? a no ha habido ~unca. ma? s que un paso. Esta dina? mica es propia de toda marcha idealista del pensamiento: hasta el esfuerzo inmenso de Hegel de detenerla por medio de si? misma sucumbio? a ella. Pre- tender deducir el mundo en palabras a partir de un principio es la forma de comportamiento propia del que quiere usurpar el po- der en lugar de oponerle resistencia. Los usurpadores dietan fre. cuente ocupacio? n a Schiller. En la glorificacio? n clasicista de la sobe. ranla sobre la naturaleza se refleja lo vulgar e inferior por medie de la sistema? tica aplicacio? n de la negacio? n. Inmediatamente
detra? s del ideal esta? la vida. Los aromas de las rosas del Eli? seo demasiado beatificados para atribuirlos a la experiencia de una u? ni- ca rosa, h. uelen a tabaco de oficina, y el mi? stico requisito lunar se ~reo? a Imagen de la la? mpara de aceite a cuya exigua luz el es- rudiante suda preparando su examen. La debilidad ya utilizo? su fuerza para denunciar como i? deologja las concepciones de la bur- guesi? a supuestamente ascendente en los tiempos en que tronaba contra la tirani? a . En el ma? s i? ntimo recinto del humanismo, en lo que es su verdadera alma, se agita prisionera la fiera humana que
con el fascismo convertira? el mundo en prisio? n.
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Los bandidoJ. - EI kantiano Schiller es en igual medida menos sensual y m~s sensual que Goethe: tan abstracto como el que cae en la sexualidad . Esta, como deseo inmediato, convierte a todo en objeto de su accio? n, y de esa manera lo hace igual <<Ameli? a para la bandas-e, ante 10 cual Luisa se pone alimonada.
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Moral y orden temporal. - La literatura, que ha tratado todas las formas psicolo? gicas de los conflictos ero? ticos, ha desatendido el ma? s elemental de los conflictos externos por su obviedad. Se trata del feno? meno del <<estar ocupado>>: que una persona amada nos rechace no por inhibiciones o antagonismos internos, por ex- cesiva frialdad o excesivo ardor reprimido, sino por existir ya una relacio? n que excluye otra nueva. El orden temporal abstracto. jue- ga en verdad el papel que quisie? ramos atribuir a una jerarqufa de los sentimientos. Hay en el estar ocupado, fuera de la libertad de eleccio? n y decisio? n, algo totalmente accidental que parece con-
tradecir de forma rotunda la pretensio? n de la libertad. En una sociedad curada de la anarqui? a de la produccio? n de mercanci? as, difi? cilmente habri? a reglas que cuidasen el orden en que se han de conocer las personas. De otro modo, tal reglamentacio? n cqui- valdria a una intolerable intervencio? n en la libertad. De ahi? que la prioridad de lo accidental tenga tambie? n poderosas razones de su parte: si se prefiere a una nueva persona, la anterior sufre el dan? o de ver anulado un pasado de vida en comu? n y en cierto modo borrada la experiencia misma. La irreversibilidad del tiem- po proporciona un criterio moral objetivo. Pero tal criterio esta?
hermanado con el mito igual que el tiempo abstracto mismo. La exclusividad que hay en e? l se despliega por su propio concepto en el dominio exclusivo de grupos herme? ticamente cerrados y, finalmente, de la gran industria. Nada ma? s pate? tico que el temor de los amantes a que los nuevos puedan absorber amor y ternura - la mujer de sus posesiones, precisamente porque no se dejan poseer-e, y justamente a causa de aquella novedad creada por el privilegio de lo ma? s viejo. Pero en este motivo pate? tico, con el cual se desvanece todo calor y todo amparo, comienza una trayec-
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Lagunas. -La exhortacio? n al ejercicio de la honradez intelec- tual, la mayori? a de las veces termina en el sabotaje de las ideas.
? ? ? Su sentido esta? en acostumbrar al escritor a detallar de modo ex- pli? cito todos los pasos que le han llevado a una afirmaci6n suya para asi? hacer a cada lector capaz de repetir el mismo proceso y, si es posible - en la actividad acade? mica-c-, duplicarlo. Ello no s610 opera con la ficcio? n liberal de la comunicabilidad libre y uni- versal de cada pensamiento impidiendo su concreta y adecuada expresi o? n, sino que tambie? n resulta falso como principio para su exposicio? n misma. Porque el valor de un pensamiento se mide por su distancia del continuo de lo conocido. Objetivamente pierde con la disminucio? n de esa distancia; cuanto ma? s se aproxima al standard preestablecido, mayor merma sufre su funcio? n antite? tica, y s6lo en ella, en la relacio? n expli? cita con su anti? tesis, y no en su existencia aislada, se funda su pretensio? n. Los textos que escru- pulosamente se empen? an en reproducir sin omisiones cada paso, Irremediablemente caen en la banalidad y en una tediosidad que no so? lo afecta a la tensio? n de la lectura, sino tambie? n a su propia sustancia. Los escritos de Simmel, por ejemplo, adolecen en su conjunto de una incompatibilidad entre su objeto particular y el
tratamiento escrupulosamente dia? fano del mismo. Ostentan lo par- ticular como el verdadero complemento de aquel te? rmino medio en el que Simmel equivocadamente vei? a el secreto de Goethe. Pero por encima de todo esto, la exigencia de honradez intelectual carece ella misma de honradez. Si se accediera por una vez a seguir el dudoso precepto de que la exposicio? n debe reproducir el pro- ceso del pensamiento, este proceso seri? a tan poco el de un pro- greso discursivo peldan? o a peldan? o como, a la inversa, un venirle al conocedor del cielo sus ideas. El conocimiento se da antes bien en un entramado de prejuicios, intuiciones, inervaciones, autoco- rrecciones, anticipaciones y exageraciones; en suma, en la expe- riencia intensa y fundada, mas en modo alguno transparente en todas sus direcciones. De ella da la regla cartesiana que recomien- da dirigirse simplemente a los objetos, <<para cuyo conocimiento claro e indubitable parece bastar nuestro espi? ritu>>, junto con el orden y la disposici6n a que hace referencia, un concepto tan falso como la doctrina opuesta, pero en el fondo afi? n, de la intuicio? n esencial. Si e? sta niega el derecho de la lo? gica, que pese a todo se impone en todo pensamiento, aque? lla lo toma en su inmediatez, referido a cada acto intelectual individual y no mediado por la corriente de la vida consciente del que conoce. Pero de ahi? surge tambie? n el reconocimiento de la ma? s radical insuficiencia. Pues si los pensamientos honestos acaban irremediablemente en la mera repeticio? n, ya sea de 10 descubierto, ya de las formas cetegoriales,
el pensamiento que renuncia a la total transparencia de su ge? nesis lo? gica en intere? s de la relacio? n con su objeto se hace siempre un tanto culpable. Rompe la promesa que pone en la forma misma del juicio. Esta insuficiencia se asemeja a la de la linea dc la vida, que corre torcida, desviada, desengan? a? ndose de sus premisas, y que sin embargo so? lo siguiendo ese curso, siendo siempre menos de lo que podri? a ser, es capaz de representar, bajo las condiciones dadas a la existencia, una li? nea no reglamentada. Si la vida reali. rase de modo recto su destino, 10 malograri? a. Quien pudiera morir viejo y con la conciencia de haber llegado a una plenitud exenta de culpa, seri? a como un muchacho modelo que , con una cartera in- visible a la espalda, aprobase sin lagunas todos los cursos. Pero en todo pensamiento que no sea ocioso queda grabada como una marca la imposibilidad de su completa legitimacio? n, igual que en. tre suen? os sabemos que hay unas horas matema? ticas que por pasar una feliz noche en la cama desperdiciamos, y que nunca se podra? n recuperar. El pensamiento espera que un buen di? a el recuerdo de lo desperdiciado lo despierte, transforma? ndolo en doctrina.
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Segunda parte
1945
Where everything is bad it mus! be good
l o knoflJ the wor st .
F. H . BRADLEY
? ? ? ? 51
Tras el espe;o. - Primera medida precautoria del escritor: ob- servar en cada texto, en cada pasaje, en cada pa? rrafo si el motivo central aparece suficientemente claro. El que quiere expresar algo se halla tan embargado por el motivo que se deja llevar sin refle- xionar sobre e? l. Se esta? <<con el pensamiento>> demasiado cerca de la intencio? n y se olvida decir lo que se quiere decir.
Ninguna correccio? n es tan pequen? a o baladi? como para no rea- lizarla. Entre cien cambios, cada uno aisladamente podra? parecer pueril o pedante, pero juntos pueden determinar un nuevo nivel del texto.
Nun ca se ha de ser mezquino con las tachaduras. La extensi6n es indiferente, y el temor de que lo escrito no sea bastante, pueril. Por eso nada debe tenerse por valioso por el hecho de estar ahi? , escrito sobre el papel. Cuando muchas frases parecen variaciones de la misma idea, a menudo simplemente significan diferentes tentativas de plasmar algo de lo que el autor au? n no es duen? o, En cuyo caso debe eligirse la mejor formulacio? n y con ella seguir trabajando. Una de las te? cnicas del escritor es saber renunciar incluso a ideas fecundas cuando la construccio? n 10 requiere, y a cuya fuerza y plenitud precisamente contribuyen las ideas supri-
midas. Igual que en la mesa no se debe comer hasta el u? ltimo bocado ni beber la copa hasta el fondo. Seri? a sospechoso de po- breza.
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? ? ? ? ? Quien desee evitar los cliche? s no debe limitarse a las palabras, si no quiere incurrir en vulgar coqueteri? a. La gran prosa francesa del siglo XIX era en esto particularmente susceptible. La palabra aislada raramente resulta banal: tambie? n en la mu? sica el sonido aislado resiste al abuso. Los cliche? s ma? s odiosos son ma? s bien uniones de palabras del tipo de las que Karl Kraus puso en la picota: perfectamente construidas y discurridas, como queriendo valer para todos los tiempos. Porque en ellas rumorea el inerte
flujo de un lenguaje cansino, lo que sucede cuando el escritor no opone mediante la precisio? n de la palabra la resistencia debida donde el lenguaje tiende a destacarse. Pero esto no vale so? lo para las uniones de palabras, sino hasta para la construccio? n de formas enteras. Si un diale? ctico, pongamos por caso, procediera a remar- car los pasos del pensamiento en su avance comenzando tras cada cesura con un pero, el esquema literario desmentirla el propo? sito eesquern e? rico del razonamiento.
El fa? rrago no es ningu? n bosque sagrado. Siempre es un deber eliminar las dificultades, que so? lo surgen de la comodidad en la autocomprensio? n. No basta distinguir sin ma?
s entre la voluntad de escribir en forma densa y adecuada a la profundidad del obje- to, la tentacio? n de lo particular y la pretenciosa despreocupacio? n: la insistencia de la desconfianza siempre es saludable. Quien no quiera precisamente hacer ninguna concesio? n a la estupidez del sano sentido comu? n, debe evitar adornar estili? sticamente ideas que de por si tiran a la banalidad. Las trivialidades de Locke no
justifican el modo cri? ptico de Hamann.
Aun no teniendo ma? s que reparos mfnimos contra un trabajo concluido sin importar su extensio? n, hay que tomarlos en serio como pocas cosas, y ello independientemente de toda atencio? n a la relevancia que puedan tener . La carga afectiva del texto y la vanidad tienden a minimizar todo reproche. Lo que se deja pasar como un escru? pulo menor puede denotar el escaso valor objetivo de la totalidad.
La procesio? n de Echternach . . . no es la marcha del espi? rit u del mundo, ni la limitacio? n y la retraccio? n los medios para represen- tar la diale? ctica. Esta se mueve antes bien entre los extremos, y
. . . Procesio? n del martes de Pentecoste? s en la localidad luxemburguesa de Echternach, que avanza dando tres pasos adelante ji dos saltos atra? s.
[N. dd T. ]
mediante consecuencias extremas impulsa al pensamiento a lo opuesto en lugar de cualificarlo. La prudencia que prohi? be ir de- masiado lejos en una sentencia, casi siempre es un agente del control de la sociedad, y, por tanto, del entontecimiento general.
Escepticismo ante la objecio? n predilecta de que un texto o una expresio? n son <<demasiado bellos>>. El respeto por el tema, y aun por el sufrimiento, con frecuencia no hace ma? s que racionalizar el rencor contra aquel a quien le resulta insoportable encontrar en la forma cosificada del lenguaje la huella de lo que los hom- bres padecen, la huella de la indignidad. El suen? o de una exis- tencia sin ignominia que se afirma en el lenguaje apasionado, cuando se le impide perfilarse en un contenido, debe ser disimu- ladamente ahogado. El escritor no puede aceptar la distincio? n entre expresio? n bella y expresio? n exacta. Ni debe creerla en el receloso cri? tico ni tolerarla en si? mismo. Si consigue decir lo que piensa, en ello hay ya belleza. En la expresio? n, la belleza por la belleza nunca es <<demasiado bella>>, sino ornamental, artificial, odiosa. Peto quien con el pretexto de estar absorto en el tema renuncia a la pureza de la expresio? n, lo que hace es traicionarlo.
Los textos decorosamente elaborados son como las telaran? as: consistentes, conce? ntricos, transparentes, bien trabados y bien fija. dos. Capturan todo cuanto por ahi? vuela. Las meta? foras que fugi-
tivamente pasan por ellos se convierten en nutritiva presa. Hacia ellos acuden todos los materiales. La solidez de una concepcio? n puede juzgarse observando si recurre en demasi? a a las citas. Cuan- do el pensamiento ha abierto un compartimiento de la realidad, debe penetrar sin violencia del sujeto en el contiguo. Su relacio? n con el objeto se confirma en cuanto otros objetos van cristalizando en torno suyo. Con la luz que enfoca hada su objeto particular empiezan a brillar otros ma? s.
El escritor se organiza en su texto como lo hace en su propia casa. Igual que con sus papeles, libros, la? pices, carpetas, que lleva de un cuarto a otro produciendo cierto desorden, de ese mismo modo se conduce en sus pensamientos . Para e? l vienen a ser como muebles en los que se acomoda, a gusto o a disgusto. Los acaricia con delicadeza, se sirve de ellos, los revuelve, los cambia de sitio, los deshace. Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia. Y en e? l inevitablemente produce, como en su tiempo la familia, desechos y amontonamientos. Pero ya no dis.
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? ? ? ? ? pone de desva? n y le es sobremanera difi? cil desprenderse de la escoria. De modo que al tener que estar quita? ndosela de delante corre el riesgo de acabar llenando sus pa? ginas de ella. La obliga- ci6n de resistir a la compasio? n de si? mismo incluye la exigencia te? cnica de hacer frente con extrema alerta al relajamiento de la tensio? n intelectual y de eliminar todo cuanto tiende a fijarse como una costra en el trabajo, todo cuanto discurre en el vaci? o y todo lo que quiza? en un estadio anterior se desarrollaba, crea? ndola, en la ca? lida atmo? sfera de una charla, pero que ahora queda atra? s como jdgo mustio e insi? pido. Al final el escritor no podra? ya ni habitar en sus escritos.
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De do? nde traelacigu? en? aa los nin? os. -Cada ser humano tiene un prototipo en los cuentos; no hay ma? s que ponerse a buscarlo. Ahi? esta? la bella que pregunta al espejo si es la ma? s bella de ro- das, como la reina de Blancanievcs. Es ansiosa y descontentadiza hasta la muerte; fue creada a imagen de la cabra que repite una y' otra vez: <<Estoy harta, no quiero una hoja ma? s, meeh. >> Ah! esta? el hombre lleno de preocupaciones, pero incansable, parecido a la vieja y arrugada mujer del len? ador, que encuentra al buen Dios sin saberlo y es bendecida junto con todos los suyos por haberle ayudado. Otro es el hombre que de moro recorre el mun- do en busca de fortuna, vence a muchos gigantes, pero acaba sus di? as en Nueva York. Una se interna en la jungla de la ciudad cual Caperucita lleva? ndole a la abuela un pedazo de pastel y una
botella de vino, y no es otra la que se desnuda para el amor con la misma infantil inocencia que la nin? a de los ta? leros de plata. El pillo descubre su poderosa alma salvaje, no puede perderse con los amigos, forma el grupo de mu? sicos de Bremen, lo conduce a la cueva de los ladrones, gana en astucia a los maleantes, pero ter- mina volviendo a casa. Con ojos anhelosos contempla el rey rana, un snob incurable, a la princesa y no puede renunciar a la espe- ranza de que lo libere.
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Proezas. - L os ha? bitos idioma? ticos de Schiller recuerdan al jo-
ven de origen humilde que ti? midamente empieza a hacerse oi? r en 86
la buena sociedad para adquirir notoriedad: modestos e insolen, r tes. La verbosidad y la senrenci? osi? dad alemanas son imitaciones de los franceses, pero practicadas en la mesa de tertulias. El pe-
quen? o burg~e? s que se identifica con el poder que no tiene y a base de arrogancia lo agranda hasta el espfritu absoluto y el absoluto horror, se hace destacar mediante exigencias infinitas e inflexibles. Entre lo humanamente grandioso y sublime, que tienen en comu? n todos los idealistas, que siempre quieren pisotear inhumanamente lo pequen? o como mera existencia, y la ruda ostentacio? n de los po- tentados burgueses existe el ma? s intimo acuerdo. Es propio de la categori? a de los gigantes del espi? ritu el rei? r estruendosamente el explotar, el destrozar. Cuando hablan de creaci o? n se refieren a la voluntad convulsiva de la que se hinchan para forzar las cues-
tiones: del primado de la rezo? n pra? ctica al odio a la teori? a no ha habido ~unca. ma? s que un paso. Esta dina? mica es propia de toda marcha idealista del pensamiento: hasta el esfuerzo inmenso de Hegel de detenerla por medio de si? misma sucumbio? a ella. Pre- tender deducir el mundo en palabras a partir de un principio es la forma de comportamiento propia del que quiere usurpar el po- der en lugar de oponerle resistencia. Los usurpadores dietan fre. cuente ocupacio? n a Schiller. En la glorificacio? n clasicista de la sobe. ranla sobre la naturaleza se refleja lo vulgar e inferior por medie de la sistema? tica aplicacio? n de la negacio? n. Inmediatamente
detra? s del ideal esta? la vida. Los aromas de las rosas del Eli? seo demasiado beatificados para atribuirlos a la experiencia de una u? ni- ca rosa, h. uelen a tabaco de oficina, y el mi? stico requisito lunar se ~reo? a Imagen de la la? mpara de aceite a cuya exigua luz el es- rudiante suda preparando su examen. La debilidad ya utilizo? su fuerza para denunciar como i? deologja las concepciones de la bur- guesi? a supuestamente ascendente en los tiempos en que tronaba contra la tirani? a . En el ma? s i? ntimo recinto del humanismo, en lo que es su verdadera alma, se agita prisionera la fiera humana que
con el fascismo convertira? el mundo en prisio? n.
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Los bandidoJ. - EI kantiano Schiller es en igual medida menos sensual y m~s sensual que Goethe: tan abstracto como el que cae en la sexualidad . Esta, como deseo inmediato, convierte a todo en objeto de su accio? n, y de esa manera lo hace igual <<Ameli? a para la bandas-e, ante 10 cual Luisa se pone alimonada.