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Canetti alaba en Broch la capacidad de captar a cada ser humano ecológicamente, por decirlo así: en cada persona reconoce una existencia singular en su propio aire respiratorio, rodeada de una cubierta climática inequívoca, incluida en un «hogar respiratorio» personal.
Canetti alaba en Broch la capacidad de captar a cada ser humano ecológicamente, por decirlo así: en cada persona reconoce una existencia singular en su propio aire respiratorio, rodeada de una cubierta climática inequívoca, incluida en un «hogar respiratorio» personal.
Sloterdijk - Esferas - v3
En el estrado sólo reinaba ya una lucha salvaje a brazo partido, de la que yo emergía de vez en cuando como un pelele con miembros dislocados, y mi casco de cobre sonaba como un gong.
El público aplaudía ese mimodrama daliniano conseguido, que a sus ojos representaba, sin duda, cómo el consciente intenta apoderarse del inconsciente.
Pero yo por poco habría sucumbido ante ese triunfo.
Cuando por fin se me arrancó el casco estaba tan pálido comoJesús cuando volvió del desierto tras cuarenta días de ayuno1*1.
La escena deja claras dos cosas: que el surrealismo es un diletantismo cuando no utiliza objetos técnicos de acuerdo con sus propias característi cas, sino simbólicamente; y que, a la vez, es una parte del movimiento más explicitista de la Modernidad, en tanto que se presenta inequívocamente como procedimiento rompedor de la latencia y disolutor del trasfondo. El intento de destruir el consenso entre el lado productivo y receptivo en asuntos de arte, con el fin de liberar la radicalidad del valor propio de las exhibiciones-acontecimientos, constituye un importante aspecto de la di solución del trasfondo en el campo cultural. Explícita tanto el carácter ab soluto de la producción como la arbitrariedad de la recepción.
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Dalí en traje de buzo durante su discurso el 1 de julio de 1936 en Londres.
Tales intervenciones poseen valor combativo en tanto ilustraciones an- ti-provindañas y anti-cultural-narcisistas. No en vano los surrealistas, en la fase temprana de su embate agresivo, desarrollaron el arte de escandalizar al burgués como una forma de acción sui generis, por una parte porque es to ayudó a los innovadores a distinguir ingroup de outgroup, por otra, por que la protesta de la opinión pública podía considerarse como signo de éxito en la descomposición del sistema tradicional. Quien escandaliza a los ciudadanos hace profesión de iconoclastia progresiva. Instaura el terror contra símbolos con el fin de hacer que exploten posiciones latentes mis tificadas y que aparezcan ayudadas de técnicas más explícitas. La premisa legítima de la agresión simbólica radica en el supuesto de que las culturas tienen demasiados cadáveres en el armario y que ya es hora de hacer sal tar las conexiones, protegidas latentemente, entre armadura y edificación.
Pero si las primeras vanguardias sucumbieron ante un razonamiento engañoso, fue porque la burguesía que se iba a intimidar siempre apren dió su lección con mayor rapidez de lo que había previsto cualquiera de los terroristas estéticos. Tras pocos intercambios en la partida entre los provocadores y los provocados hubo de aparecer una situación en la que
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Traje de presión Dráger, de 1915, para el tratamiento de enfermedades de descompresión.
la burguesía relajada masivo-culturalmente toma la iniciativa en la explici- tación de arte, cultura y sentido mediante marketing, diseño y autohipno- sis. Los artistas continuaron aterrorizando esforzadamente, sin darse cuenta de que el momento de ese medio ya había pasado. (El terrorismo semán tico se vuelve ineficaz en cuanto el publico comprende sujuego; lo mismo sucedería también, a propósito, con el terror criminal y militar si la pren sa renunciara a su papel de cómplice. ) Otros sucumbieron a un giro neo- rromántico y pactaron de nuevo con la profundidad. Pronto hubo muchos que parece que olvidaron el principio de la filosofía moderna instaurado por Hegel: que la profundidad de un pensamiento sólo puede medirse por su fuerza de detalle; de otro modo, la reivindicación de profundidad queda sólo como un símbolo vacío de latencia no dominada.
Estos diagnósticos pueden comprobarse en la performance fracasada y, precisamente por ello, informativa de Dalí: ella demuestra, por una parte, que la destrucción del consenso entre el artista y el publico no se consigue en cuanto el último entiende la regla, según la cual la ampliación de la obra al entorno de la obra misma hay que entenderla, a su vez, como for ma de la obra. El aplauso entusiasta con que fue obsequiado Dalí en las
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New Burlington Galleries demuestra con cuánta coherencia el público in formado se atuvo a los nuevos pactos de percepción del arte. Por otra, la escena mostraba al artista como un rompedor de latencia, que transmite al pueblo profano un mensaje procedente del reino de lo otro. La función de Dalí en esejuego se distinguía por una ambigüedad que manifiesta al go esencial sobre su fluctuación entre romanticismo y objetividad: por una parte, se presentaba como frío tecnólogo de lo otro, dado que en el texto de su alocución, no transmitido pero fácilmente imaginable por el título: Auténticas fantasías paranoicas, tenía previsto tratar de un método preciso de acceso al «subconsciente»: aquel método crítico-paranoico, con el que Dalí formuló instrucciones para la «conquista de lo irracional»132. Se con fesaba partidario de una especie de fotorrealismo en relación con imáge nes irracionales, que había de objetivar con exactitud proverbial lo que se presentara en sueños, delirios y visiones internas. El artista surrealista es, en cierto modo, el secretario de un más allá privado, bajo cuyo dictado ela bora sus apuntes tan mecánica y precisamente como es posible; en conse cuencia, la obra representa un archivo de las visiones. Como Picasso, Dalí no busca, encuentra, y encontrar significa aquí tanto como archivar la for ma que surge del inconsciente.
Como Bretón y otros antes que él, en esa época Dalí entendía su traba jo como una acción paralela al llamado «descubrimiento del inconsciente por el psicoanálisis»: ese mito científico que en los años veinte y treinta fue recibido de maneras diversas tanto por las vanguardias artísticas como por el público culto (y que Lacan, un admirador y rival de Dalí, volvió a dar prestigio entre los años cincuenta y setenta, al reanimar el lema surrealista
de «vuelta a Freud»). Desde esa perspectiva, el surrealismo se incorpora a las manifestaciones de la «revolución» operativista que sostiene la moder nización continuada. Por otra parte, Dalí se mantuvo decididamente an ticrítico en la concepción romántica del artista-embajador, que deambula entre los no iluminados como delegado de un más allá preñado de senti do. En esa actitud se revela como un amateur altivo, que se abandona a la ilusión de la posibilidad de introducir un pretencioso instrumental técnico para la articulación de acciones-kitsch metafísicas. A este respecto es típica la actitud del usuario, que deja cándidamente el lado técnico de la perfor mance en manos de «especialistas», de cuya competencia uno no está con vencido. El hecho de que la escena no se hubiera ensayado delata, asimis mo, la mala relación literaria del artista con estructuras técnicas.
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La elección de Dalí de su atuendo muestra un aspecto lúcido, no obs tante. Su accidente es profético, y no sólo por lo que se refiere a las reac ciones de los espectadores, que anunciaban ya el aplauso de lo no enten dido como nuevo hábito cultural. Que el artista escogiera para su salida a escena como embajador de la profundidad un traje de buzo diseñado pa ra un abastecimiento artificial de aire, le pone certeramente en conexión con el desarrollo de la conciencia de la atmósfera, que, como intentamos mostrar aquí, está en el centro de la autoexplicación de la cultura en el si glo XX. Aunque el surrealista sólo llegue a una explicación técnica a me dias del trasfondo del mundo y de la cultura como «mar del subconscien te», reclama la competencia de navegar en ese espacio con procedimientos profesionales. Su performance demuestra que una existencia consciente ha de ser vivida como una inmersión explícita en el contexto. Quien en la sociedad-multi-media se aventura a salir del propio acantonamiento ha de estar seguro de su «equipo de inmersión», es decir, de su sistema de in munidad tanto físico como mental, o bien, de su cápsula espacial social. (Marshall McLuhan escribió a comienzos de los años sesenta que el ser humano moderno se ha convertido en un «hombre rana cósmico»: una expresión que puede interpretarse como comentario tanto del surfing cul tural como del viaje espacial1TM. ) El accidente no sólo hay que achacarlo al diletantismo, también pone en evidencia los riesgos sistémicos de la expli cación técnica de atmósferas y de la conquista técnica del acceso a otro elemento, del mismo modo que el riesgo de intoxicación de las propias tropas en la guerra de gas fue inseparable ya de las acciones del atmote- rrorismo militar. Si el relato que hace Dalí del incidente no es exagerado, no faltó mucho para que hubiera entrado en la historia de la cultura de la Modernidad como mártir de las inmersiones en lo simbólico.
En las condiciones dadas, el accidente demostró su eficacia como for ma de producción. Liberó en el artista el pánico que desde siempre era inherente, como estímulo, a su trabajo. En el intento fracasado de pre sentar el «subconsciente» como zona navegable, se abrió brecha hasta el primer plano el miedo a la destrucción, para cuyo dominio y represión se pone en marcha el proceso explicativo. Por hablar generalizando: el ex perimento contrafóbico de la modernización nunca puede emanciparse de su trasfondo de angustia, porque éste sólo sería capaz de aflorar cuan do fuera lícito admitir la angustia misma en la existencia; cosa que, dada la naturaleza de las cosas, representa la hipótesis excluida. La Modernidad
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como explicación del trasfondo queda encerrada en un círculo fóbico; en tanto aspira a superar la angustia mediante una técnica generadora de an gustia, ha de errar su blanco una y otra vez. Tanto la angustia primaria co mo la secundaria proporcionan el empuje incesante para la continuación de este proceso inútil; su apremio justifica en cualquier etapa de la mo dernización el uso de nueva violencia, rompedora de latencia y controla dora del trasfondo; o, según las reglas lingüísticas dominantes: exige in vestigación de los fundamentos e innovación permanente.
La Modernidad estética es un procedimiento de uso de la violencia, no contra personas ni contra cosas, sino contra circunstancias culturales poco claras. Organiza una ola de ataques contra actitudes globales del ti po de la creencia, el amor, la probidad, y contra categorías seudoeviden- tes como forma, contenido, imagen, obra y arte. Su modus operandi es el experimento en vivo con los usuarios de tales conceptos. Consecuente mente, el modernismo agresivo rompe con la reverencia por los clásicos, en la que -como hace notar con gran aversión- se manifiesta la mayoría de las veces un vago holismo, unido a una propensión a seguir apoyán dose en un totum abandonado a su falta de claridad y de despliegue. Por su agudizada voluntad de explicitud el surrealismo declara la guerra a la medianía: reconoce en ella el escondrijo oportuno de inercias antimo dernas, que se oponen al despliegue operativo y a la puesta en evidencia reconstructiva de modelos replegados. Dado que en esta guerra de men talidades la normalidad se considera un crimen, el arte, como medio de lucha contra el crimen, puede apoyarse en órdenes de entrada en acción inusuales. Cuando Isaac Babel declaraba: «la banalidad es la contrarre volución», expresaba con ello, mediatamente, el principio de la revolu ción modernista: la utilización del horror como violencia contra la nor malidad hace estallar tanto la latencia estética como la social, y que afloren a la superficie leyes según las cuales se han de construir las socie dades y las obras de arte. El horror ayuda a la consumación del giro anti naturalista, que hace valer por todas partes el primado de lo artificial. La
«revolución» permanente quiere el horror permanente, puesto que pos tula una sociedad que se manifiesta siempre de nuevo como aterroriza- ble, revisable. En el Segundo manifiesto del surrealismo, de 1930, escribe André Bretón:
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La acción surrealista más simple consiste en salir a la calle empuñando revól veres y disparar a ciegas a la multitud tantas veces como sea posible'*’.
El nuevo arte está imbuido de la excitación por lo más nuevo, dado que se presenta mimético al terror y análogo a la guerra, a menudo sin poder decir, incluso, si declara la guerra a la guerra de las sociedades o si hace la guerra en causa propia. El artista se encuentra siempre ante la decisión de presentarse ante la opinión pública bien como salvador de las diferencias o como señor de la guerra de las innovaciones. También tiene que acla rarse sobre si está de acuerdo con la ley de la imitación de lo superior, so bre la que se basa toda la cultura hasta ahora, o se asocia al hábito neo-bár baro de la Modernidad de convertir en regla la imitación de lo inferior1sr>. A la vista de estas ambivalencias, la llamada posmodemidad no estaba tan equivocada al articularse como reacción contra-explícita, contra-extremis ta y parcialmente anti-bárbara al terrorismo estético y analítico de la Mo dernidad.
Como cualquier terrorismo, también el estético la emprende con el trasfondo imperceptible sobre el que se articulan las obras de arte, y hace que aparezca en el proscenio como fenómeno con valor propio. El proto tipo de pintura moderna de esa tendencia, el Cuadrado negro de Kasimir Malévich, de 1913, debe su interpretabilidad inagotable a la decisión del autor de evacuar el espacio de imagen en favor de la pura superficie oscu ra. Así, su ser-cuadrado mismo se convierte en la figura, a la que está su peditada, como soporte, en otras situaciones figurativas. El escándalo de la obra de arte consiste, entre otras cosas, en que se afirma como pintura por derecho propio y que en absoluto presenta el lienzo vacío como una cosa digna de verse, como sería imaginable en el contexto de acciones dadaís- tas de mofa del arte. Es posible que la imagen pueda ser considerada co mo un icono platónico del cuadrángulo equilátero, un icono mínima mente irregular, que paga tributo por ello a la sensibilidad; pero es a la vez el icono de lo an-icónico, del trasfondo de la imagen, normalmente invisi ble. Por eso el cuadrado negro aparece ante un fondo blanco, que le ro dea casi como un marco; en el Cuadrado blanco, de 1914, casi desaparecerá también esta diferencia. El gesto fundamental de tales representaciones formales es una elevación de lo no temático a la categoría de lo temático. No se rebajan los posibles y diversos contenidos figurativos, que podrían aparecer en el primer plano, colocándolos sobre uno y el mismo trasfon-
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El Lissitzky, Esferas negras, 1921-1922.
do siempre; más bien se extrae con <iiidado el trasfondo como tal j se- le hace-expiíc ito como figura de lo que soporta las figuras. El terroi de la pu rificación en el deseo de- «supremacía de la sensación pura» es inequívo co. La obra exige la capitulación sin condk iones de la percep< ión del ob servador ante su pre sencia real.
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Por muy claro que se dé a conocer el suprematismo, junto con su anti- naturalismo y antifenomenalismo, como un movimiento a la ofensiva en el flanco estético de la explicación, queda obligado al supuesto idealista de que el explicitar significa la remisión de lo sensiblemente presente a lo es piritualmente no presente. Está anclado en modelos de la vieja Europa, en tanto que explica las cosas hacia arriba y simplifica las formas empíricas, haciendo de ellas simples formas primarias. En este punto procede de otro modo el surrealismo, que se solidarizó, más bien, hacia abajo con la expli- citación materialista, sin ir tan lejos como para hacerse llamar sows-realis- mo. Mientras que la tendencia materialista se quedó en coquetería para el movimiento surrealista, su alianza con las psicologías profundas, sobre to do con la orientación psicoanalítica, reveló un rasgo esencial propio. La recepción surrealista del psicoanálisis vienés es uno de los numerosos ca sos que confirman que el freudismo consiguió sus primeros éxitos entre artistas y ciudadanos cultos, no como método terapéutico, sino como una estrategia de interpretación de signos y de manipulación del trasfondo, que ponía a disposición de cada interesado un modo de utilización acor de con sus propias necesidades. ;No es el análisis que no se ha hecho el que más seduce siempre?
El planteamiento de Freud llevó al despliegue de un ámbito de laten- cia de tipo especial, que fue bautizado con una expresión, «el inconscien te», tomada de la filosofía idealista, sobre todo de Schelling, Schubert, Carus, y de las filosofías de la vida del siglo XIX, particularmente de Scho- penhauer y Hartmann. Circunscribió una dimensión subjetiva de no-reve lación, en tanto que verbalizó latencias interiores y condiciones, replega das invisiblemente, de estados individuales. Tras la redacción freudiana, el sentido de la expresión llegó a estrecharse mucho, y a especializarse tanto que se hizo apto para su aplicación al operacionalismo clínico; ahora ya no significaba la reserva de oscuras fuerzas integradoras en una naturaleza an tepuesta a la conciencia, terapéutica y creadora de imágenes, tampoco el subsuelo, compuesto de corrientes volitivas ciegamente autoafirmantes, bajo el «sujeto»: circunscribía un pequeño container interior, lleno de re presiones y colocado bajo presión creadora de neurosis por el impulso de loreprimido1 Elentusiasmodelossurrealistasporelpsicoanálisissefun daba en su confusión del concepto freudiano de inconsciente con el de la metafísica romántica. De una lectura falsa creativa surgieron declaraciones como la de Dalí, en 1939, Declaración de independencia de la fantasía y decla
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ración de los derechos del ser humano a su locura, en la que se encuentran fra ses como ésta:
Un hombre tiene derecho a amar a mujeres con extáticas cabezas de pez. Un hombre dene derecho a que le resulten asquerosos los teléfonos dbios y a exigir teléfonos fríos, verdes y afrodisíacos como el sueño alucinado de las cantáridas'*7.
La referencia surrealista al derecho de estar loco advierte a los indivi duos frente a su inclinación al sometimiento ante terapias normalizantes; quiere hacer de pacientes normalmente infelices monarcas que vuelven del exilio neurótico-racional al reino del delirio personal.
Si la performance de Dalí en julio de 1936 acabó con que sus ayudan tes le posibilitaron, arrancándole el casco de buzo, el regreso a la atmós fera de aire común de la galería londinense, esta solución, oportuna en caso concreto, resulta inutilizable para la situación civilizatoria en su con
junto, dado que el proceso de la explicación de atmósferas no permite vuelta alguna a lo implícitamente previsible hasta ahora. Las relaciones de civilización técnica no consienten ya que, como en el caso del experimen to de Dalí, se olvide lo esencial: seres humanos, que se encuentren mo mentánea o habitualmente en típicas situaciones-mdoors, tienen que ser conectados a un «sistema de abastecimiento de aire» auxiliar. La explica ción avanzada de atmósferas obliga a una continua atención a la respira- bilidad del aire: primero, en sentido físico, pero, después, también, y pro gresivamente, en relación con las dimensiones metafóricas de la respiración en espacios culturales de motivación e inquietud.
Finalizado el siglo XX, la teoría del homo sapiens como pupilo del aire adquiere perfiles pragmáticos. Se comienza a comprender que el ser hu mano no sólo es lo que es, sino lo que respira y aquello en que se sumer ge. Las culturas son estados colectivos de inmersión en aire sonoro y siste mas de signos.
El tema de las ciencias de la cultura en el tránsito del siglo XX al XXI re za, pues: Making the air conditions explicit. Ellas se dedican a la neumatolo- gía desde el punto de vista empírico: la ciencia de la respiración de seres vivos, dependientes de sentido, a través de medios informantes e impera tivos. Por el momento, este programa sólo puede ser elaborado recons tructiva y compilatoriamente, dado que la «cosa misma», el universo de los
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El meteorógrafo Marvin para el Weather Bureau estadounidense en los años noventa del siglo XIX.
climas influidos, de las atmósferas configuradas, de los aires modificados y de los entornos acotados, medidos, legalizados, tras los empujes explicati vos de gran alcance llevados a cabo en el espacio científico-natural, técni co, militar, jurídico-legislativo, arquitectónico y plástico, ha tomado una ventaja, difícilmente salvable, a la formación teórico-cultural de concep tos. Por eso parece lo más razonable que en una primera fase de autocer- cioramiento se oriente a las formas más ampliamente desarrolladas de des cripción científica de atmósferas, a la meteorología y climatología, para dedicarse, en un segundo paso, a fenómenos de aire y clima más cercanos a las personas y más relevantes culturalmente.
Por su forma periodística más exitosa, el llamado informe meteorológico (Wetterbericht, informations météorologiques, weather news), la meteorología mo derna (derivada en el siglo XVII de la palabra griega metéoros: «suspendido en el aire») -la ciencia de las «precipitaciones» y de todos los demás cuer pos relucientes en el cielo o suspendidos en la altura- ha impuesto a las
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poblaciones de modernos Estados nacionales y de comunidades políticas mediáticas una forma de conversación históricamente nueva, que como mejor puede caracterizarse es como «debate climatológico sobre la situa ción». Las sociedades modernas son comunidades que discuten sobre el tiempo, en la medida en que un organismo oficial de información sobre el clima pone en boca de los ciudadanos los temas para su autoentendi- miento sobre las circunstancias meteorológicas dominantes. Por comuni cación meteorológica apoyada en los medios, grandes comunas modernas, que cuentan con muchos millones de miembros, se transforman en vecin dades semejantes a aldeas, en las que se departe sobre si para la época del año en que se está hace demasiado calor, demasiado frío, cae demasiada lluvia o demasiado poca. (Marshall McLuhan afirmaba, incluso, que el me dio «tiempo» constituye el «punto más importante del programa de esa ra dio, que recrea nuestro oído y crea el espacio sonoro o espacio vital»1TM. ) La moderna información meteorológica moldea poblaciones nacionales como espectadores de un teatro climático, estimulando a los receptores a comparar la percepción personal con el informe de la situación y a hacer se una opinión propia sobre los acontecimientos en curso. En tanto que describen el tiempo como una representación escénica de la naturaleza ante la sociedad, los meteorólogos reúnen a los seres humanos convir tiéndolos en un público de expertos bajo un cielo común; hacen de cada individuo un crítico climatológico, que valora la representación actual de la naturaleza según su propio gusto. Hay críticos climáticos más estrictos, que en períodos de mal tiempo vuelan masivamente a regiones, en las que con suficiente probabilidad pueda esperarse una representación más agra dable: por eso las islas Mauricio y Marruecos se inundan de disidentes me teorológicos de Europa entre Nochebuena y Reyes.
Mientras la meteorología salga a escena como ciencia natural, y nada más, puede permitirse obviar la pregunta por un creador del tiempo. Con cebido en un contexto natural, el clima es algo que se hace exclusivamen te a sí mismo y que procesa incesantemente de un estado al siguiente. Bas ta, pues, describir los «factores» climáticos más importantes en su acción dinámica: atmósfera (cubierta gaseosa), hidrosfera (mundo acuático), biosfera (mundo de animales y plantas), criosfera (región de hielo), pe- dosfera (tierra firme) desarrollan bajo el influjo de la radiación solar mo delos de intercambio de energía extremamente complejos, que se pueden representar en disposición puramente científico-natural, sin recurrir a una
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inteligencia originariamente planificadora o interventora a posterior? Mt. Un análisis adecuado de estos procesos se muestra tan complejo que fuerza un nuevo tipo de física que sea capaz de habérselas con turbulencias y co rrientes impredecibles. También esta física meteorológica, teórico-caótica- mente pertrechada, se las arregla sin el recurso de una inteligencia trans cendente; para interpretar sus datos no necesita ni un Hacedor del tiempo universal, de procedencia animista, ni al Relojero universal del deísmo. Está en la tradición del racionalismo occidental, que desde comienzos de la Modernidad retira a cualquier dios todavía posible la competencia en fenómenos meteorológicos y lo eleva a zonas supraclimáticas. Puede que Zeus yjúpiter lanzaran rayos, el dios de los europeos modernos es un deus otious y, eo ipso, climáticamente inactivo. Por eso, el informe meteorológi co moderno puede presentarse como una disciplina ontológico-regional, en la que se hable de causas, pero no de causantes. Habla de aquello que, previo a toda consideración de intereses humanos, sucede como sucede, por sí mismo y según condiciones propias; de aquello que, en todo caso, se «refleja» en un medio subjetivo como dato de rango objetivo.
No obstante, la meteorología moderna viene unida a una progresiva subjetivización del tiempo; además, en múltiples sentidos: por una parte, porque relaciona cada vez más los «datos» climáticos con las opiniones, cálculos y reacciones de las poblaciones, para las que el entorno atmosfé rico se vuelve cada vez menos indiferente en vistas a sus propios proyectos; por otra, porque el clima objetivo, tanto regional como global, ha de ser descrito de modo creciente como efecto de las formas de vida socio-in dustriales. Ambos aspectos de este ajuste del tiempo al ser humano mo derno, como cliente y co-causante meteorológico, se implican objetiva mente uno en otro. Ciertamente, desde el punto de vista de la tradición más antigua, la información meteorológica, tal como la conocemos, tendría que aparecer ya como una forma de tentación a la blasfemia; pues to que incita inequívocamente a los seres humanos a la desvergüenza de tener una opinión sobre algo frente a lo cual, según la ortodoxia metafísi ca, sólo cabría resignarse en muda sumisión. Para los antiguos valía: como el nacimiento y la muerte, el tiempo procede sólo de Dios. Sumisión a Dios y sumisión al tiempo son en la tradición indicios análogos del esfuerzo del sujeto razonable por minimizar sus diferencias, cargadas de hybris, frente al destino.
Con todo, la tendencia moderna a formarse una «opinión» sobre el cli-
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ma no es un mero antojo del sujeto que se aparte de una norma ontológi- ca válida y fuera mejor que no se diera; refleja el hecho de que las cultu ras europeas y európidas, politécnicamente activas, desde el temprano si glo XVIII se han convertido ellas mismas en potencias climáticas. Los seres humanos encuentran en el tiempo desde entonces, como indirectamente siempre, convertidos en algo atmosféricamente objetivo, los detritos de sus propias actividades técnico-químico-industriales, militares, locomotoras y turísticas. En su conjunto, a través de muchos miles de millones de emi siones, no sólo modifican el balance energético de la atmósfera, sino tam bién la composición y el «afinado» de la capa de aire a gran escala. Por eso, el apremio a tener una opinión sobre el clima no es tanto un indicio de la toma arbitraria del poder por parte del ser humano sobre todo lo que es el caso en el entorno. Prepara el cambio de actitud fundamental, por el que los seres humanos, los supuestos «dueños y señores» de la naturaleza, se transforman en diseñadores de atmósferas y guardianes del clima (que no habría que confundir, por cierto, con pastores del ser heideggerianos).
El desafío de la capacidad de juicio climático de los modernos provie ne ante todo, en el macro-ámbito, de un fenómeno que en el debate pú blico ha llegado a conocerse como efecto antropogénico de invernadero. Por él entendemos los efectos acumulados de las emisiones modificadoras del clima, procedentes de actividades humanas culturales y técnicas, como el funcionamiento de centrales de energía eléctrica, complejos industria les, calefacciones privadas, automóviles, aviones y otras innumerables in troducciones de gases de escape y emanaciones en el aire del entorno. Es te efecto invernadero secundario, del que hace apenas doscientos años que tenemos noticia de modo difuso, y tres decenios escasos en formula ción explícita, es un hecho histórico en el que se condensa el estilo de con sumo de energía de la «era industrial»: es la huella climática de un pro yecto civilizatorio, que se basa en el acceso a grandes cantidades de combustibles fósiles facilitado por la minería de carbón y la extracción de petróleo140. El recurso a la energía fósil es el soporte objetivo de la frivoli dad, sin la que no habría sociedad global de consumo, ni automovilismo, ni mercado mundial de carne y moda141. Debido al desarrollo de la de manda masiva de carbonos ricos en energía, el «bosque subterráneo» de la Antigüedad de la Tierra se sube en forma líquida a la superficie terres tre y se transforma mediante máquinas motrices térmicas142. A consecuen cia de ello, el producto de combustión anhídrido carbónico (junto al me-
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taño, monóxido de carbono, hidrocarburo fluorado, diversos óxidos nítri cos, etc. ) desempeña el papel cuantitativamente más importante en el en riquecimiento de la atmósfera con factores de invernadero de segundo or den. Ellos refuerzan -de una manera catastrófica con toda probabilidad- el efecto invernadero primario, respecto al que la ciencia del clima nunca podrá subrayar suficientemente el hecho de que sin él no habría sido po sible vida alguna en nuestro planeta. Si la Tierra, como parásito del Sol, se convirtió en el lugar de nacimiento de la vida -no atrae sobre sí ni una mil- millonésima parte de la energía irradiada por el Sol- fue porque el vapor de agua y los gases de invernadero de la atmósfera terrestre impiden la re verberación de la energía de onda corta absorbida por el Sol en forma de rayos infrarrojos de onda larga, por lo que pudo resultar un calentamien to de la superficie terrestre compatible con la vida, de una temperatura media de más de 15 grados centígrados. Si desapareciera esa trampa para capturar calor, por la que se retiene la energía solar en la atmósfera, la temperatura de la superficie de la Tierra no llegaría más, por término me dio, que hasta -18 grados: «Sin efecto invernadero la tierra sería una ex tensión desértica de hielo»14’. Lo que conocemos como vida viene condicio nado, entre otras cosas, por el hecho de que la superficie terrestre, gracias a su filtro atmosférico, vive 31 grados por encima de sus posibilidades. Si los seres humanos, por citar de nuevo a Herder, son pupilos del aire, las nubes fueron sus tutores. La vida es un efecto colateral del mimo climáti co. El signo característico de la era de la energía fósil lo constituye el he cho de que los mimados se volvieron suficientemente irresponsables como para poner en juego su mimo, corriendo el riesgo de un sobrecalenta miento antropogénico (según cálculos diferentes de otras prognosis, el de un período interglacial)14.
Mucho antes de que puntos de vista macroclimatológicos de este al cance adquirieran forma científica y resonancia pública, la capacidad de juicio climática de modernos participantes en la cultura fue reclamada más bien por fenómenos locales y de ámbito reducido: por la climatiza ción de las casas y viviendas, que sólo por los focos de fuego artificiales se convirtieron en islas de calor convivenciales; por el efecto refrigerante de las bodegas, que permitían el almacenamiento de alimentos y bebidas; por la calidad miasmática del aire de espacios públicos próximos a cemente rios, desolladeros de animales y cloacas145; por el estado atmosférico pre cario de numerosos lugares de trabajo, como tejedurías, minas y canteras,
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Vista parcial de la instalación de aire acondicionado del Museo de la Fundación Beyeler en Rielen, cerca de Basilea, de Renzo Piano, 1997.
en los que el polvo orgánico y mineral provocaba graves enfermedades pulmonares. Desde esos ámbitos originarios de advertencia microclimáti- ca del estado del aire, ámbitos de lo más diverso, se llegó entre el siglo XVIII y el XX a ese «descubrimiento de lo evidente», apoyado por el diseño, que indujo a seres humanos en la era de la explicación a intervenir por segun da vez en aquello que está a la mano. En esos campos se desarrollaron at- motécnicas concretas, sin las que no serian imaginables formas modernas de existencia tanto en contextos urbanos como rurales: la popularización de los antes lujosos y señoriales parasoles y paraguas14(i; la instalación de ca lefacción y ventilación en casas privadas y grandes edificios; la regulación artificial de temperatura y humedad del aire en salas de estar y almacenes; la colocación de neveras en viviendas y la implantación de cámaras fri goríficas fijas o móviles para el transporte y la conservación de alimentos; la política de higiene del aire para entornos laborales en fábricas, minas y edificios de oficinas147y, finalmente, la modificación aromático-técnica de la atmósfera, con la que se cumple el tránsito al air design agresivo.
A ir design es la respuesta técnica a la idea fenomenológica, transmitida con retraso, de que el ser-en-el-mundo humano se presenta siempre y sin
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excepción como modificación del ser-en-el-aire. Ya que siempre hay algo en el aire, en el transcurso de la explicación atmosférica se va imponien do la idea de introducirlo uno mismo, por si acaso. En cuanto la depen dencia del aire de los seres humanos se articula con carácter general, se impone también una emancipación correspondiente, que exige y consi gue la transformación activa del elemento.
Aquí se separa el camino técnico del de los fenomenólogos, que sólo re cientemente se preocupan por los medios del arte radical de la descripción, con el fin de explicitar la residencia humana en condiciones generales at mosféricas. En esa vía, Luce Irigaray ha propuesto, incluso, poner entre parén tesis el concepto heideggeriano de Lichtung [claro, calvero] y sustituirlo por una rememoración del aire: Luftung [aireación] en lugar de Lichtung.
No es la luz la que crea el claro, más bien sucede que la luz llega hasta aquí só lo gracias a la ligereza transparente del aire. Presupone el aire"8.
El aire constituye una condición de existencia, de la que la autora no se cansa de subrayar lo oculta que permanece en lo impensado e inadver tido (aunque, al hacerlo, apenas preste atención al hecho de que la praxis aerotécnica, incluido el atmoterror, hace tiempo ya que ha declarado esa dimensión, supuestamente impensada, como ámbito de aplicación de pro cedimientos sumamente explícitos). Como fenomenóloga, insiste en la ilu sión, devenida ingenua, encantadora, de que una cosa sólo se hace explíci ta cuando es elevada a la categoría de tema por filósofos husserlianamente entrenados. En realidad, los técnicos llevan ya cien años de ventaja, traba
jando por adueñarse en la práctica de lo pretendidamente impensado. Se refuerza la sospecha: un pensamiento que permanece demasiado tiempo fe- nomenológicamente anclado, en los límites del mundo fenoménico se con vierte en acuarelismo interior y termina en meditación atécnica.
Por el contrario, el air design se presenta «frente» al aire en una postu ra de fuerza práctica. Recoge el relevo de la actitud defensiva, higiénica mente motivada, de la preocupación por el «mantenimiento de la pureza del aire», y somete el aire tematizado a un programa positivo, que lo que propone, en cierto modo, es la continuación del uso privado del perfume por medios públicos. El air design apunta inmediatamente a la modifica ción dél estado de ánimo en los usuarios del espacio aéreo; con ello sirve al fin declarado de retener en un lugar a los transeúntes del aire, impo
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niéndoles -inducidos por el olor- ciertas situaciones agradablemente, con el fin de provocar en ellos una mayor asimilación al producto y disposición de compra149. La atmósfera point-of-sale pasa a ocupar el centro de atención como «instrumento autónomo de marketing». El comercio, sobre todo en el ámbito vivencial del shopping, lucha con una indoor-air-quality-policy ac tiva por la ligazón afectiva de los clientes tanto al local de venta como al surtido de géneros. Es discutible la estimación jurídica de tales métodos subliminalmente invasivos de crear una «compulsión psicológica a la com pra». Si la «aromatización compulsiva» de los clientes la interpretan éstos como intento de manipulación, son posibles yjustificables reacciones ad versas; en otros casos, las tonalidades olfativas bien elegidas del entorno de venta se entienden como un aspecto bienvenido de una atención al clien te interpretada extensivamente. Por la configuración de entornos respira torios mediante aire psicoactivo de diseño -especialmente en shopping malls, pero también en clínicas, ferias, centros de conferencias, hoteles, mundos de vivencias, centros de health y wellness, cabinas de pasajeros y lugares se mejantes- el principio arquitectura interior se amplía al entorno de la vi da, al environmení de gas y aroma, que de otro modo permanece inadverti do. Los valores-índice de tales intervenciones se deducen de observaciones empíricas sobre el «bienestar olfativo» de los usuarios del espacio aéreo. Al hacerlo se impone el reconocimiento de que las «ofertas olfativas» com plejas son preferibles a los «monoaromas». El primer mandamiento de la odor-ética emergente reza: aditivos de esencias al espacio no pueden ser utilizados para ocultar tras una máscara olfativa sustancias nocivas u olores negativos presentes. El subtrend hacia la «sociedad-odor-hedonista»150se en cuadra en la tendencia primaria de la sociedad de consumo al desarrollo de mercados de vivencias y «escenas», en los que se ponen a disposición atmósferas, como situaciones generales compuestas de estímulos, signos y oportunidades de contacto151.
No olvidemos que la hoy llamada sociedad de consumo y aconteci miento se inventó en el invernadero, en aquellos pasees con techo de cris tal de comienzos del siglo XIX, en los que una primera generación de clien tes vivenciales aprendió a respirar el aroma embriagador de un mundo interior cerrado de mercancías. Los pasajes representan un primer pel daño de la explicación atmosférico-urbanística: un divertículo objetivo de la disposición «maníacoaditiva hogareña», de la que, en opinión de Walter
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Publicidad de aire acondicionado, 1934, promete control sobre los seis factores climático-espaciales: calentar, enfriar, humedecer, deshumedecer, circular, purificar.
Benjamín, estaba poseído el siglo XIX. Manía hogareña, dice Benjamín, es el impulso irrefrenable a «crearnos una morada» en entornos discrecio nales1’2. Ya en la teoría de Benjamín del interior la necesidad «supratem- poral» <le* la simulación-útero viene expresamente conectada con las formas simbólicas de una situación histórica concreta. El siglo XX, ciertamente, ha mostrad* >en sus grandes edificaciones lo lejos que se impulsó la construc ciónde«moradas ,másalládelasnecesidadesdebúsquedadeuninterior habitable. A los grandes containers y colectores1' del presente, se trate de edificios de oficinas o de shopping malls, estadios o centros de conferencias, se les fue exonerando progresivamente de la tarea de fingir calidad de ho gar; el encuentro episódico entre gran almacén e invernadero, en el que Benjamín, en hipérbole genial, quiso ver el signo característico de la Mo- dernidad. hubo de volver a deshacerse por las diferenciaciones progresi vas de las formas arquitectónicas. Falta todavía un estudio que ofrezca con respecto al siglo XX lo que Passagrn-Wrrk se propuso con respecto al XIX. Después de todo lo que sabemos hoy sobre la época, esa obra debería lle var como título: Air-Condition-Werk.
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100 años de instalaciones de aire acondicionado: 1880-1890
1880: El comedor de un hotel de Nueva York en Staten Island se refri gera haciendo pasar aire sobre hielo.
1889: Alfred R. Wolff, un ingeniero americano, refrigera el Camegie Hall de Nueva York mediante aire insuflado por encima de bloques de hie lo. Sin embargo, este procedimiento no da buenos resultados porque la hu medad del aire es demasiado alta. Se instala un sistema de refrigeración de pipeline en las estaciones de metro de Londres, París, Nueva York, Boston y otras grandes ciudades americanas.
1890: La «penuria de hielo», como consecuencia de un invierno caluro so, induce a la industria del hielo americana a dedicarse a métodos de re frigeración mecánica.
1904: Un público más numeroso puede gozar por primera vez de las ventajas de una instalación de aire acondicionado en el pabellón del Esta do de Missouri en la St. Louis World’sFair.
1905: Stuart Cramer, un ingeniero textil americano, acuña el concepto «air conditioning», mientras la firma Carrier utiliza el eslogan «Tiempo he cho por el ser humano».
1906: Carrier consigue una primera patente de «un aparato para el tra tamiento del aire».
1922: Carrier desarrolla una máquina de refrigeración centrifugadora, el primer método practicable de climatización de grandes espacios.
1928: Carrier produce el primer aparato de aire acondicionado para ca sas privadas, el «hacedor de tiempo».
1950: Después de los aparatos de televisión, los de aire acondicionado registran la segunda tasa de crecimiento más grande de todos los sectores industriales.
1955: El 5 por ciento de todos los hogares americanos disponen de una instalación de aire acondicionado. El gobierno americano fomenta la ins talación de aire acondicionado en edificios estatales.
1979: El presidente Cárter declara el estado de emergencia energético y dispone que en los negocios y edificios estatales la temperatura del aire no puede descender más allá de los 40 grados centígrados.
1980: El 55 por ciento de todos los hogares americanos poseen una ins talación de aire acondicionado.
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El centro comercial construido en 1961 por Víctor Gruen en Camden, New Jersey.
El año 1936 se inscribe en la crónica de la explicación atmosférica esté tica y teórico-cultnral no sólo por el accidente londinense de Salvador Dalí en traje de buzo; el 1 de noviembre del mismo año, el escritor Elias Ca- netti, entonces de 31 años, pronunció en Viena, con ocasión del 50 cum pleaños de Hermann Broch, un discurso solemne, desacostumbrado por su tono y contenido, en el que no sólo dibujaba un retrato profundo del autor homenajeado, sino que fundaba, por decirlo así, un nuevo género de laudatoria. La originalidad del discurso de Canetti reside en el hecho de cuestionarse de un modo desconocido hasta entonces la conexión en tre un autor y su época. Canetti define la estancia del artista en el tiempo como una conexión atmosférica: como un modo especial de inmersión en las circunstancias atmosféricas del presente. Ve en Broch el primer gran maestro de una «poética de lo atmosférico como algo estático»154(hoy se hablaría de un arte de inmersión); constata en él la capacidad de hacer perceptible el «espacio estático respiratorio», en nuestro modo de expre sión: el diseño climático de personas y grupos dentro de sus espacios típicos.
[. . . ] siempre le importa la totalidad del espacio en que se encuentra, una es pecie de unidad atmosférica15.
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Canetti alaba en Broch la capacidad de captar a cada ser humano ecológicamente, por decirlo así: en cada persona reconoce una existencia singular en su propio aire respiratorio, rodeada de una cubierta climática inequívoca, incluida en un «hogar respiratorio» personal. Compara al li terato con un pájaro curioso, que posee la libertad de introducirse a hur tadillas en todas lasjaulas posibles y llevarse de ellas «muestras de aire». Así, dotado de una «memoria respiratoria» y aérea, extrañamente des pierta, sabe qué es sentirse en casa en este o aquel hábitat atmosférico. Da do que Broch se dedica a sus personajes más como creador literario que como filósofo, no los describe como puntos-yo abstractos en un éter gene ral; los retrata como figuras encarnadas, cada una de las cuales vive en su propia envoltura aérea y se mueve entre una multiplicidad de constelacio nes atmosféricas. Sólo en vistas a esas multiplicidades, la pregunta por la posibilidad de una creación literaria, «que da forma a partir de la expe riencia respiratoria», conduce a una información fructífera:
A ello habría que responder, ante todo, que la multiplicidad de nuestro mun do se compone en buena parte también de la multiplicidad de nuestros espacios respiratorios. El espacio en el que ustedes están ahora, en una disposición muy concreta, casi completamente aislados del entorno, el modo en que se mezcla su aliento formando un aire común a todos. . . todo ello es, desde el punto de vista del que respira, una situación. . . absolutamente única. Pero dan unos pasos más allá, y encuentran una situación completamente diferente de otro espacio de respiración diferente. . . La gran ciudad está tan llena de esos espacios de respiración como lo está de individuos aislados; y así como la disgregación de esos individuos, de los que ninguno es igual a otro, cada uno como una especie de callejón sin salida, constituye el atractivo principal y la principal calamidad de la vida, también se podría quejar uno de igual modo de la disgregación de la atmósfera156.
Según esta caracterización, el arte narrativo de Broch se basa en el des cubrimiento de las multiplicidades atmosféricas: gracias a ellas la novela moderna consigue superar la presentación de destinos individuales. Su ob
jeto ya no son los individuos concretos en sus acciones y vivencias sino, más bien, la unidad ampliada de individuo y espacio respiratorio (y el ensam blaje de varios espacios de ésos en agregados semejantes a la espuma). Las acciones ya no se desarrollan entre personas, sino entre hogares respira torios y sus habitantes. Por esta perspectiva ecológica el motivo crítico-ena
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jenante de la Modernidad se coloca sobre fundamentos trastocados: es la separación atmosférica de los seres humanos la que provoca su encierro en el «hogar atmosférico» propio en cada caso; su difícil accesibilidad por gentes de diferentes disposiciones de ánimo, envueltas de otro modo, cli- matizadas de otro modo, se manifiesta más fundada que nunca. El frac cionamiento del mundo social en zonas de diferente índole, inaccesibles unas para otras, es el análogo moral de la «disgregación de la atmósfera» en microclimas (que, a su vez, siguiendo al autor, corresponde a una dis gregación del «mundo de valores»). Dado que Broch, tras su avance por el plano climático-individual y ecológico-personal, había captado cuasi-sisté- micamente la profundidad del aislamiento de los individuos modernos, la pregunta por las condiciones de su unión en un éter común, superando la disgregación de la atmósfera, hubo de planteársele con una claridad y apremio para los que (excepto, quizá, el planteamiento análogo de Ca ñetti mismo en Masa y poder) no existe nada parangonable, ni en su pro pio tiempo ni en un momento posterior de la historia de investigaciones sociológicas sobre el elemento de la cohesión social.
En su discurso de 1936 Canetti reconoce en Hermann Broch al amo- nestador profético frente a una amenaza sin precedentes de la humanidad que se cierne sobre ella, tanto en el sentido metafórico como físico de lo atmosférico:
El mayor de todos los peligros, sin embargo, que ha aparecido en la historia de la humanidad, ha elegido como víctima a nuestra época.
Se trata del desvalimiento de la respiración, del que quiero hablar todavía pa ra finalizar. Es difícil hacerse de él un concepto demasiado grande. A nada está el ser humano tan abierto como al aire. En él se mueve todavía como Adán en el pa raíso. . . El aire es la última propiedad comunal. Les corresponde a todos a la vez. No está repartido con ventajas, incluso el más pobre puede tomar de él. . .
Y este último bien, que nos era común a todos, ha de envenenarnos a todos en común. . .
La obra de Hermann Broch se sitúa entre guerra y guerra, entre guerra de gas y guerra de gas. Podría ser que note aún las partículas tóxicas de la última guerra en alguna parte. . . Pero seguro que él, que sabe respirar mejor que nosotros, ya se asfixia hoy con el gas que a los demás, quién sabe cuándo, nos quitará la respira ción137.
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La patética observación de Canetti muestra cómo la información de la guerra de gas de 1915 a 1918 había sido traducida conceptualmente por los diagnosticadores del tiempo más enérgicos de los años treinta: Broch había comprendido que tras las destrucciones intencionadas de la atmós fera en la guerra química la síntesis social misma comenzó a adoptar, des de cierto punto de vista, el carácter de guerra de gas. La «guerra total», que se anunciaba por partículas químicas e indicios políticos, adoptaría irremisiblemente los rasgos de una guerra del medio ambiente: en ésta la atmósfera misma se convertiría en escenario de la guerra y el aire en un género de arma y un campo de batalla peculiar. Y más aún: desde el aire respirado en común, desde el éter del colectivo, la comunidad, presa del delirio, se hará la guerra de gas a sí misma en el futuro. Cómo vaya a su ceder eso es asunto que ha de aclarar una teoría de los «estados crepus culares», sin duda la parte más original, aunque también la que ha que dado más fragmentaria, de las hipótesis de Broch sobre la psicología de las masas.
Estados crepusculares son aquellos en los que los seres humanos, como seguidores de tendencias, se mueven bajo el trance de lo normal. Dado que la guerra total venidera se desarrollará en principio atmoterrorista y ecológicamente (y, con ello, en un medio de total comunicación de ma sas), intervendrá en la «moral» de la tropa, que apenas podrá diferenciar se ya de la población en general. Por comuniones tóxicas, los combatien tes y no combatientes, los gaseados sincrónicamente y los provocados simultáneamente, se mantendrán juntos en un estado crepuscular colecti vo. Las masas modernizadas se sienten integradas en una unidad comu nista de necesidad, que ha de transmitirles un sentimiento agudo de iden tidad por medio de la amenaza común. Como especialmente peligrosos se muestran entonces los tóxicos climáticos que emanan de los propios afec tados mientras, excitados sin salida alguna, se encuentran bajo campanas de comunicación cerradas: en las patógenas instalaciones climáticas de pú blicos excitados-uniflcados los habitantes respiran siempre, y siempre de nuevo, sus propias exhalaciones. Lo que hay ahí en el aire se pone en él por comunicación totalitaria circular: está lleno de sueños de victoria de masas humilladas y de sus autoexaltaciones delirantes, alejadas de la em pina, a las que sigue como una sombra la exigencia de humillación de sus contrincantes. La vida en el Estado mediático se asemeja a la estancia en un palacio de gas animado por tóxicos vivenciales.
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Los puntos de vista de Broch no se apoyan sólo, a partir de 1936, en la corta espera de una nueva guerra mundial, de la que suponía el autor que iba a ser conducida, sobre todo, como «gaseamiento» universal mutuo1’8; dependen más aún del diagnóstico teórico-social, según el cual las grandes sociedades modernas, integradas massmediáticamente, han entrado en una fase en la que su existencia-día-a-día ha caído atmosférica y política mente bajo el dominio de mecanismos psicológicos de masas. Por ello, la teoría del delirio de masas hubo de aparecer en el centro del diagnóstico del presente; en ella trabajó Broch, desde 1939, durante todo un decenio.
Desde los años veinte del siglo pasado, permanentes comunicaciones a través de la prensa y la radio son portadores y agentes de estas configura ciones delirantes en colectivos modernos. Actúan en su mayor parte como medios de desinhibición, en los que se hacen verdaderas ciertas frases. El autointoxicamiento de la «sociedad» por la comunicación de masas consti tuye un fenómeno, cuya aparición observó perseverantemente un contem poráneo de Broch, mayor que él, Karl Kraus, y contra cuyo desarrollo luchó siempre: sólo en febrero de 1936, con el último número de la FackeL, y cua tro meses antes de su muerte, Kraus abandonó la lucha contra el «aire de Sodoma»lw; no olvidemos que va en el año 1908 se había quejado de las ten siones europeas utilizando la imagen del peor enturbiamiento posible de la atmósfera: «Por todos los rincones penetran los gases procedentes del es tiércol del cerebro del mundo, la cultura ya no puede respirar. . . »16".
De los efectos de tales medios se dice demasiado poco si se los caracte riza con el término teológico-misionero, secularmente desleído, de «pro paganda». Sirven para la inmersión de poblaciones nacionales enteras en climas de lucha estratégicamente producidos; constituyen el análogo in formático del modo químico de hacer la guerra. La intuición teórica de Broch captó el paralelismo entre la guerra de gas -como intento de en volver al adversario en una nube tóxica suficientemente densa para su ani quilación física- y la producción de estados de delirio de masas -como in tento de sumergir a la población en una atmósfera extática, cargada de anhelos de «supersatisfacciones», suficiente para su autodestrucción-. En ambos casos se crean envolturas, que cautivan a sus víctimas o habitantes, fascinándolos, dentro de una situación general de la que no se puede sa lir en la práctica: la atmósfera propagandísticamente nacionalizada actúa temporalmente como «sistema cerrado»; el espacio de aire y de signos se extiende, induciendo al trance, en torno a sus habitantes como zona de
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una obsesión prescrita. Bajo la campana totalitaria de signos los seres hu manos inhalan sus propias mentiras, convertidas en opinión pública, y se mueven, libremente obligados, en una hipnosis oportunista. En el interior de tales atmósferas tóxicas los individuos son reconocibles con mayor én fasis aún como aquello que son también en situaciones más libres: «sonám bulos», que se mueven, como teledirigidos, en el «ensueño diurno so cial»161de sus organizaciones. Sobre los periodistas recae aquí el papel de médicos especialistas en narcóticos, que velan por la estabilidad del tran ce colectivo. Es lícito suponer que en las imágenes de Broch se percibe un eco de las tesis de Gabriel Tarde sobre el sonambulismo social («. . . no es en absoluto un desvarío de la fantasía que yo considere a los seres huma nos sociales como auténticos sonámbulos»162). Los sonámbulos socializa dos, junto con su provisión de ficciones de libertad e ilusiones críticas, se reúnen bajo consignas y banderas como copropietarios en castillos de aire. Canetti ha expresado esto en otro contexto:
Banderas son viento hecho visible. Son como trozos cortados de las nubes. . . Los pueblos, como si fueran capaces de dividir el viento, se sirven del suyo para califi car de propio el aire que hay sobre ellos,fi\
De intuiciones de ese estilo despierta en Broch el primer planteamien to de una nueva ética atmosférica, que en su parte «higiénica» se ocupa de la reconducción de los conmovidos a la racionalidad vivible de un «siste ma abierto», alias democracia o división de poderes de pánicos e histe rias164. Comparadas con las tareas de una ética así de lo atmosférico, las de mocracias de 1939 no sólo vivían en un «mundo de ayer»165; todavía hoy están tan ciegas frente a su aguda tendencia a la formación de atmósferas cerradas y a la exaltación de sistemas de delirios de victoria, como si las lec ciones psicológico-políticas y morales del siglo XX hubieran tenido lugar siempre y sólo frente a clases vacías16.
Marcel Duchamp pasó los días de Navidad de 1919 con su familia en Rouen. La tarde del 27 de diciembre quería ir a Le Havre a bordo del 55 Touraine para viajar a Nueva York. Poco antes de la salida fue a una far macia de la rué Blomet, donde convenció al farmacéutico para que toma ra de los estantes una ampolla de tamaño medio, abriera su sello, derra
mara el líquido contenido en ella y volviera después a cerrar el recipiente
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Marcel Duchamp, Aire de París, 1919.
abombado. Una vez en Nueva York, Duchamp entregó la ampolla vacía, que había llevado en su equipaje, al matrimonio de coleccionistas Walter y Louise Arensberg como regalo de visita, con la argumentación de que, como los acomodados amigos ya poseían de todo, a él se le ocurrió traer les 50 centímetros cúbicos de air de París. Así es como sucedió que un vo lumen de aire costero francés entrara en la lista de los primeros ready-ma- des. Parece que a Duchamp no le preocupaba que su objeto de aire preparado representara una falsificación desde el principio, puesto que no había sido llenado con aire de París, sino con el de una farmacia de Le Havre. El acto de nominación primó sobre su procedencia real. No obs
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tante, el «original» lo guardaba en el corazón; cuando el hijo de un veci no rompió inadvertidamente en 1949 la ampolla del aire parisino de la co lección Arensberg, Duchamp hizo que un amigo solícito le procurara de nuevo en Le Havre la misma ampolla en la misma farmacia167. Diez años más tarde, en el hall de un hotel de Nueva York, Duchamp declaraba a un entrevistador: «El arte fue un sueño que se ha vuelto inútil». «Paso mi tiempo con toda ligereza, pero no sabría decirle lo que hago. . . Soy un res pirador. »1*18
4 El alma del mundo en agonía o:
La emergencia de los sistemas de inmunidad
En la campaña de la Modernidad contra lo sobreentendido, que antes se llamaba naturaleza, el aire, la atmósfera, la cultura, el arte y la vida han caído bajo una presión explicativa, que cambia completamente el modo de ser de esos «datos». Lo que era trasfondo o latencia satisfecha, se ha transferido ahora, con énfasis temático, al lado de lo representado, de lo objetivo, elaborado y producible. En forma de terror, iconoclastia y cien cia han tomado posición tres fuerzas rompedoras de latencia, bajo cuyos efectos se desmoronan los datos e interpretaciones de los antiguos «mun dos de la vida». El terror explicita el entorno bajo el aspecto de su vulne rabilidad; la iconoclastia explicita la cultura desde la experiencia de su pa- rodiabilidad; la ciencia explicita la naturaleza primera bajo los puntos de vista de su sustituibilidad por implementos protésicos y de su integrabili- dad en procedimientos técnicos; las teorías de sistemas explicitan las so ciedades como configuraciones que son videntes para su vista y ciegas pa ra su ceguera.
Relaciones englobantes, que habitualmente podían ser experimenta das al modo de entrega, la participación y la comunión sin reservas, han sido transferidas por la explicación al modo objetivo de darse de las facti bilidades y factos técnicos, sin que los seres humanos pudieran interrum pir, por ello, su estancia en esas «circunstancias» o «medios». Puede que crezca la desconfianza, seguimos inmanentes a lo sospechoso. Estamos condenados al ser-en, aunque los receptáculos y las atmósferas, por los que hemos de dejamos rodear, ya no es lícito presuponerlos como naturalezas buenas169.
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Las totalidades circunstanciadas, que no podemos abandonar, a las que ya no podemos confiarnos tampoco sin más, se llaman desde comienzos del siglo XX entornos o medio ambientes [Umwelten]: una acuñación introdu cida en el discurso de la biología teórica en 1909 por Jakob von Uexküll y que hasta ahora ha seguido un curso equívoco que favorece ocasional mente conceptos pseudoevidentes170. Con la constatación de que vida es ya siempre vida en un entorno -y, con ello, también contra un entorno y en oposición a muchos entornos extraños- comienza la crisis persistente del holismo. La antigua disposición humana a dejarse apresar por las totali dades de proximidad como por los buenos dioses pierde su valor orienta- tivo desde que los alrededores mismos se han convertido en constructos o se han reconocido como tales. El apoyarse cuasi-religioso en lo primario de alrededor-se llame naturaleza, cosmos, creación, situación, cultura, pa tria o como sea- se presentaría en la era de los tóxicos y de las estrategias como una tentación a ponerse uno mismo en peligro. La explicación avan zada obliga a la ingenuidad a un cambio de significado, más aún, la hace aparecer progresivamente más llamativa, incluso escandalosa; ingenuo es ahora lo que invita al sonambulismo en medio del peligro actual.
Tras la toma de conciencia tanto del primero como del segundo efec to invernadero, vivir y respirar bajo cielo abierto no puede ya significar lo mismo que en épocas anteriores. De la inmemorial sensación de patria de los mortales en el aire libre ha surgido algo inquietante, inhabitable, irres pirable. Por la emergencia de la cuestión del medio ambiente el aposen tamiento humano en el medio primario se ha vuelto progresivamente pro blemático. Después de que Pasteur y Koch descubrieran e impusieran científico-publicistamente la existencia de microbios, la existencia huma na tiene que acostumbrarse a habérselas con medidas explícitas para la simbiosis con lo invisible; y, más aún, con la prevención y defensa frente a rivales microbianos, detectables ahora con precisión. Tras los ataques ma sivos con gas de los alemanes como de las réplicas devastadoras de los alia dos, desde 1915, el aire respirable ha perdido su inocencia; desde 1919 pu do regalarse en porciones como ready made, desde 1924 proporcionar la muerte a delincuentes como aire de ejecución. Tras la homogeneización de las prensas nacionales durante la guerra mundial la comunicación civil se ha puesto en ridículo desde su propia base, los signos mismos están co mo embadurnados y comprometidos por su participación en delirios beli cistas y carreras de armamento psicosemántico; gracias a la crítica de la re
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ligión, de la ideología y del lenguaje, amplias partes de los entornos semánticos se acreditan como zonas intelectualmente irrespirables; ya só lo sería responsable desde entonces la estancia en espacios que fueran in suflados, renovados y habilitados para vivienda móvil-crítica por el análisis. También la Mona Lisa sonríe de otro modo después de que Duchamp le acomodara el bigote.
En esta situación los sistemas de inmunidad se convierten en tema. Donde todo podría estar latentemente contaminado y envenenado, don de todo es potencialmente falso o sospechoso, la totalidad y el poder-ser- total no pueden deducirse ya de circunstancias exteriores. Ya no puede pensarse más tiempo la integridad como algo que se consigue por entrega a un envolvente benéfico, sino sólo ya como logro propio de un organis mo que se preocupa activamente de su delimitación con respecto al en torno. Con ello se abre paso la idea de que la vida no está determinada tan to por la apertura y participación en el todo como por la clausura en sí misma y la negación selectiva a participar. Para el organismo, la mayor par te del mundo que le rodea es veneno o trasfondo insignificante; por eso se establece en una zona de señales y cosas estrictamente elegidas, de las que sólo se habla en tanto círculo propio de relevancia, o sea, justamente en tanto medio ambiente. No se dice demasiado poco cuando se califica esto como la idea fundamental de una civilización post-metafísica o metafísica diferente. Su rastro psicosocial se manifiesta en el shock naturalista, por el que la cultura, ilustrada a sí misma biológicamente, aprende a reorientar se de una ética fantasmática de la coexistencia pacífica universal a una éti ca de la salvaguardia antagonista de los intereses de unidades finitas: un proceso de aprendizaje en el que el sistema político había conseguido a fuerza de trabajo un nítido paso adelante desde Maquiavelo.
El tema del siglo emerge de la catástrofe de la cultura tradicional y de su moral holística: making the immun systems explicit. Tendría que estar cla ro que la construcción de inmunidad es un acontecimiento demasiado amplio, demasiado contradictorio como para poder ser descrito sólo con categorías médico-bioquímicas. De acuerdo con su naturaleza compleja, a su desarrollo en lo real contribuyen componentes políticos, militares, jurí dicos, técnico-aseguradores y psicosemánticos, o, mejor dicho, religiosos171. El ocaso de la inmunidad determina las condiciones intelectuales de luz durante el siglo XX. Un aprendizaje de la desconfianza, sin par en la his toria del espíritu, cambia el sentido de todo lo que hasta ahora se deno
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minaba racionalidad. Para la inteligencia que se mueve al frente del desa rrollo comienzan los años de aprendizaje de la no-entrega.
La primera consecuencia, experimentada de muchos modos pero ape nas conceptualizada aún, del primado de la delimitación frente a la parti cipación es la presión creciente del riesgo, que desde comienzos del siglo XX pesa sobre los habitantes y diseñadores de escenarios del mundo ac tuales. Dado que en la era de la explicación del trasfondo los seres huma nos pueden llevar cada vez menos información apriórica intacta sobre su deber-ser-así-cómo-y-dónde, a no ser que hayan nacido entre altas mon tañas y arraigados invulnerablemente en una de las ya escasas culturas tra dicionales, se ven obligados a reconvertir sus orientaciones ancladas implí citamente en el trasfondo en apuestas explícitas. Cuando las obviedades se han vuelto escasas, han de asumir su papel las opciones. Esto inaugura la era de las imágenes electivas del mundo y de las autoimágenes electivas. Se implanta el largo ciclo coyuntural de las llamadas «identidades». Identidad es una prótesis de obviedad en terreno inseguro. Se confecciona según pa trones tanto individualistas como colectivistas172. En el proyecto de cons trucción mental de prótesis se expresan tanto la comprensión como la cir cunstancia de que la producción de supuestos vitales -«hipótesis» directrices de la vida, en el sentido de William James- ya no se deduce pri mariamente de la herencia cultural, sino que se convierte cada vez más en un asunto de invención nueva y de transformación continuada. De ahí sur ge el empuje a la tendencia a la individualización de formas de vida. Si ad mito, mientras vea en ello el hecho sobresaliente de mi vida, que soy cor so, armenio o irlandés protestante, no me afectan modernismos de ese tipo; me considero entonces como un ready made étnico y me dispongo a realizar apariciones en el bazar de la multicultura. Si es necesario, salgo in cluso a la calle para manifestarme en favor de la caza del zorro en Gran Bretaña. Caso de que no me vaya el alineamiento en ese tipo, me debería asegurar de los fundamentos organísmicos concretos en los que quiero permanecer hasta nuevo aviso.
El excesivo interés de los seres humanos modernos por la «salud» sólo se comprende en este contexto: es un fenómeno de tapadera para la de manda de seguridades de trasfondo, que siguen siendo válidas tras la di solución de las latencias naturales y culturales -y tras el empalidecimiento del colorismo regional del carácter17-. ¿Dónde si no al fundamento bioló
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gico, supuestamente interior, ha de dirigirse la búsqueda de lo propio, más aún, del núcleo de lo que me pertenece inalienablemente? ¿No es la existencia del propio cuerpo la prueba definitiva de la evolución como his toria exitosa, y puedo hacer algo más razonable que orientarme a su po der estar saludable? Con todo, esta búsqueda de lo sólido interior no se li bra de la ironía. Precisamente por el interés masivo por la mismidad, anclada biológicamente, los clientes más apasionados del programa iden tidad-mediante-salud caen en una inseguridad paradójica, hasta llegar al reconocimiento de que no puede haber salud en el pleno sentido de la pa labra. Lo que se pierde de vista en el culto a la salud es el papel subversi vo que la investigación médica representa en el acontecer explicativo: de bido a la búsqueda de los últimos fundamentos de la salud como mínima satisfacción biológica de trasfondo de la existencia tendría que llegarse al descubrimiento y problematización de aquellas estructuras lábiles, fina mente ajustadas, que desde hace aproximadamente cien años llamamos «sistemas de inmunidad» en el sentido bioquímico de la palabra. La locali zación forzada de seguridad de trasfondo en la propia base corporal revela un estrato de mecanismos de regulación, tras cuya emergencia aparece a la vista la profunda improbabilidad de integridad biosistémica en general.
Con la tematización de los sistemas de inmunidad propios del cuerpo se transforma radicalmente la relación de los individuos ilustrados con las condiciones orgánicas del propio estar saludable o enfermo. Sólo hay que tener en cuenta que se dan luchas ocultas entre agentes patógenos y «an ticuerpos» en el organismo humano, cuyos resultados se perfilan como responsables de nuestro estado de salud. Muchos biólogos describen el sí mismo somático como un terreno asediado, que es defendido por tropas fronterizas, propias del cuerpo, con éxito cambiante. Frente a los usuarios de esta terminología de halcones hay una fracción biológica de palomas, que dibuja un cuadro un poco menos marcial del acontecer inmunológi- co; según éste, el sí mismo y lo extraño aparecen tan ensamblados a nive les profundos que con estrategias demasiado primitivas de delimitación lo que se provoca, más bien, son efectos contraproducentes. Se manifiesta, además, unjuego intrincado de emisiones endocrinológicas, que actúan en el umbral entre los procesos bioquímicos inconscientes y la superficie vivencial del organismo. No sólo por su complicación los sistemas de in munidad confunden el deseo de seguridad de sus propietarios; irritan más aún por su paradoja inmanente, dado que trastocan sus éxitos, cuando son
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demasiado profundos, en causas de enfermedad de tipo propio: el univer so creciente de las patologías de autoinmunidad ilustra la peligrosa ten dencia de lo propio a vencer hasta la muerte en la lucha con lo otro.
No es casual que en las interpretaciones más recientes del fenómeno inmunidad se manifieste una tendencia a conceder a la presencia de lo ex traño dentro de lo propio un papel mucho más importante de lo que es taba previsto en las concepciones identidarias tradicionales de un sí mis mo organísmico monolíticamente cerrado; casi se podría hablar de un giro postestructuralista en la biología174. La patrulla de los anticuerpos en un organismo aparece menos como una policía, que aplica una política rí gida de extranjeros, que como una compañía de teatro, que parodia a sus invasores y sale a escena como sus travestidos. Pero, resúmase como se re suma la disputa de los biólogos en tomo a la interpretación de la inmuni dad, quien se interesa con suficiente pormenor por el poder-estar-saluda- ble como estrato fundamental de identidad e integridad personal, más tarde o más temprano aprenderá tanto sobre sus condiciones funcionales que la dimensión bioquímica de inmunidad, como tal, saldrá irritante mente de la latencia e irá creciendo hasta convertirse en el más inquie tante de todos los temas de primer plano.
Esto tiene consecuencias para el estatus mental de inmunidad de la «sociedad ilustrada»: ésta no sólo sabe ahora lo que sabe, sino que ha de hacerse, además, una opinión de cómo desea vivir, en cada caso, con los estadios explicativos que ha alcanzado. Se muestra a los modernos con cre ciente fuerza explosiva que el progreso de la capacidad de saber no se con vierte consecuentemente en análogas ventajas de inmunidad. Saber no es precisamente poder, sin más. Cuando, como sucede ahora, se describen o descubren quinientas nuevas enfermedades al año, no por ello crece in mediatamente la seguridad de los habitantes en la orgullosa torre de la ci
vilización. Si se hace balance, a causa de su explicitud creciente (y repri- mibilidad limitada), los conocimientos desarrollados sobre la arquitectura de seguridad de la existencia -desde el campo médico hasta el político, pa sando por el jurídico- actúan a menudo como desestabilizadores. A causa de los efectos contraproducentes de la explicación avanzada se co-explici- ta la latencia, como tal, en sus funciones plausibles. Retroactivamente, a quien llega al saber se le vuelve claro lo que tenía de no-saber. Ahora se muestra que estados pre-ilustrados o pre-explícitos pueden ser relevantes inmunológicamente como tales; al menos en el sentido de que la estancia
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en lo no desplegado permite, de modo temporal y en algunos aspectos, sa car provecho psíquicamente de ciertos efectos protectores del no-saber. Esto lo reconocieron ya autores antiguos como Cicerón, por ejemplo, que explica: «Ciertamente, la ignorancia de los males futuros es más útil que su conocimiento»175. Puede que el descubrimiento de estos contextos esté en conexión directa con la invención de las religiones salvíficas. Sí, quizá lo que la tradición cristiana llamó creencia no fue en principio otra cosa que un cambio de actitud programático, progresivo-regresivo, de un saber debilitante a una ignorancia fortificadora conectada con una ilusión hu manitaria. La vera religio tuvo éxito ante el trasfondo de la ilustración anti gua porque podía ser recomendada como cura sacerdotal-terapéutica de la enfermedad del realismo imperial. Por su forma contrafáctica, la fe ofre ció a sus practicantes la oportunidad de aferrarse a un fantasma portador de salvación, aunque fuera en contra de un mejor saber sobre las circuns tancias funestas, que ahora se llamaban, audazmente, externas.
Mientras que la conciencia ilustrada parte hoy necesariamente de po sibilidades, explícitamente representadas, de fracaso -desde la adverten cia, fundada en cifras, frente a riesgos de accidente, riesgos terroristas, riesgos en los negocios, riesgos de cáncer e infarto y otras dimensiones de probabilidades de percance, cifrables con precisión-, la vida no-alarmada, en tanto simpatiza vagamente con su trasfondo y se deja llevar por tradi ciones, conserva todavía, a veces, un aura de cobijo en la ingenuidad. Co mo ilustrado, uno se mofa de ella, pero se envidia también a sus poseedo res ocasionalmente, cuando uno mismo hace ya demasiado tiempo que vive en alarma permanente. Ilustración sobre la ilustración se convierte en management para daños colaterales del saber. A consecuencia de la ilustra ción de primera etapa todos nosotros estamos -por tomar una expresión de Botho Strauss- «pronósticamente infestados»176.
De todos modos, también se muestra ahora que ninguna conciencia, a causa de la estrechez de su ventana de temas, puede procesar más de uno o dos motivos de alarma al mismo tiempo, de modo que tiene que colocar en el trasfondo la mayoría de los temas de preocupación actualmente explícitos, como si realiter no los hubiera. (En la sociedad de multi-alarmas suenan las 24 horas del día varias docenas de campanas al mismo tiempo, aunque la mayoría de las veces conseguimos filtrar una alarma fundamen tal procesable. ) Del juego no-interrumpible del tematizar y destematizar riesgos surge un sustituto funcional, acreditado en la práctica, de la inge
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nuidad: mientras que el ingenuo primario, a causa de la constitución pre explícita de su conciencia, no podía tener representación adecuada algu na del espacio de riesgos en el que se mueve, navega el moderno en el mis mo espacio con una especie de segunda ingenuidad, porque tampoco y precisamente en una zona preparada analíticamente al riesgo es posible considerar a la vez todo lo que habría de ser considerado. Llamamos a la actitud secundaria-ingenua «re-implicación»; se trata de la función-standby de temas ya explícitos, pero temporalmente desactualizados. La re-impli- cación proporciona la prótesis de la confianza; su utilización presupone que de hecho sucede todo lo que puede suceder, aunque sólo esporádi camente y, por regla general, de tal modo que los perjudicados son otros. El lugar típico de la re-implicación es, por lo que respecta a documentos, el archivo, y por lo que se refiere a la experiencia personal, la memoria a largo plazo en estado de no fatiga; el saber potencial de alarma, almace nado ahí, permite al usuario la despreocupación secundaria. Archivos y memorias a largo plazo, suficientemente ordenados, proporcionan un apoyo formal a la segunda latencia17.
Poco antes de que Emil von Behring y Schibasaburo Kitasato, ayudan tes de Robert Koch en Berlín, en el año 1890, con el descubrimiento y de nominación conjuntos de la «antitoxina», una primera manifestación de los anticuerpos, dieran un empuje decisivo al desarrollo de la inmunología médica (en 1883 Ilya Meschnikow ya había expuesto en Mesina la función de los «fagocitos» en el rechazo de intrusos en el organismo), Nietzsche había caído en la cuenta, en sus investigaciones sobre los fundamentos re ferentes al modo de función de la conciencia humana, de la existencia de un sistema defensivo mental, del que reconoció cómo se coloca eficiente y disimuladamente al servicio de un centro-sí-mismo dominante y de sus necesidades de sentido. Desde este punto de vista puede considerarse a Nietzsche, tras preliminares como los de Mesmer, Fichte, Schelling, Carus y Schopenhauer, el auténtico descubridor del inconsciente operativo. En su obra capital crítico-moral Más allá del bien y del mal. Preludio a una filo sofía delfuturo, que apareció en agosto de 1886, escribe:
La fuerza del espíritu para apropiarse de lo extraño se manifiesta en una fuer te inclinación a asimilar lo nuevo a lo viejo, a simplificar lo diverso, a pasar por al to y rechazar lo totalmente contradictorio. [. . . ] A esa misma voluntad sirve una [. . . ] decisión repentina por la ignorancia, por el cerrojazo arbitrario, un cerrar sus
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ventanas, un decir-no interior a esta cosa o a aquélla, un no-dejar-que-se-aproxi- men, una especie de estado defensivo frente a muchas cosas aprendibles, una sa tisfacción con lo oscuro, con los horizontes que se cierran, un decir-sí y dar por buena a la ignorancia. . . 178
Si es lícito imaginar consideraciones de este tipo bajo el título de una filosofía delfuturo es porque con ellas se consumó la apertura al paradigma inmunológico de la crítica de la razón: a partir de ese umbral opera el pen samiento más allá del «conócete a ti mismo». Según ello parece que hay al go así como supresores de ideas o anticuerpos semánticos, dispuestos a la eliminación de representaciones incompatibles, surgidas del ámbito de la conciencia. Donde había amor a la sabiduría, ha de haber ahora com prensión de las propiedades repelentes y no-integrables de numerosas re presentaciones verdaderas. La teoría del conocimiento se convierte en una filial científico-cognitiva de la alergología179. Con ello tuvo lugar el antici po hasta entonces más amplio de las formas de racionalidad de la ciber nética, que pregunta por las condiciones internas y externas de funciona miento de las conciencias. A la luz de la inteligencia artificial se vuelve más claro lo que realiza la natural. Sólo protetizamos lo que hemos compren
dido con suficiente explicitud; re-evaluamos lo que no se puede protetizar. Alusiones anticipadas a este tránsito se pueden rastrear en el pensa miento de Nietzsche hasta comienzos de los años setenta; entre ellas so bresale el tratado, conocido postumamente, Sobre verdad y mentira en sentí- do extramoral de 1873: un intento temprano de comprender el pensamiento y el habla humanos, de acuerdo con su función primaria, como la erección de una envoltura de metáforas protectora, que ha de quitar de vista a los sujetos culturales las condiciones temibles y sin fondo de la existencia180. Memorable permanece el hecho de que Nietzsche, con el modo inmuno- lógico y alergológico de consideración de procesos racionales, descubrie ra ya, a la vez, su paradoja: cuando el pensamiento se toma completamen te en serio la posibilidad de seguir su propia lógica, se puede incluso emancipar de sus funciones inmunológicas para la vida y tomar partido en contra de los intereses vitales de sus propios portadores. Esto es lo que te nía Nietzsche a la vista en su alegato contra la «metafísica». Un programa fuerte de ilustración debe incluir en el futuro el conocimiento de las pa radojas autoinmunitarias del saber y calcular de nuevo los costes de los im
pulsos idealistas.
La escena deja claras dos cosas: que el surrealismo es un diletantismo cuando no utiliza objetos técnicos de acuerdo con sus propias característi cas, sino simbólicamente; y que, a la vez, es una parte del movimiento más explicitista de la Modernidad, en tanto que se presenta inequívocamente como procedimiento rompedor de la latencia y disolutor del trasfondo. El intento de destruir el consenso entre el lado productivo y receptivo en asuntos de arte, con el fin de liberar la radicalidad del valor propio de las exhibiciones-acontecimientos, constituye un importante aspecto de la di solución del trasfondo en el campo cultural. Explícita tanto el carácter ab soluto de la producción como la arbitrariedad de la recepción.
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Dalí en traje de buzo durante su discurso el 1 de julio de 1936 en Londres.
Tales intervenciones poseen valor combativo en tanto ilustraciones an- ti-provindañas y anti-cultural-narcisistas. No en vano los surrealistas, en la fase temprana de su embate agresivo, desarrollaron el arte de escandalizar al burgués como una forma de acción sui generis, por una parte porque es to ayudó a los innovadores a distinguir ingroup de outgroup, por otra, por que la protesta de la opinión pública podía considerarse como signo de éxito en la descomposición del sistema tradicional. Quien escandaliza a los ciudadanos hace profesión de iconoclastia progresiva. Instaura el terror contra símbolos con el fin de hacer que exploten posiciones latentes mis tificadas y que aparezcan ayudadas de técnicas más explícitas. La premisa legítima de la agresión simbólica radica en el supuesto de que las culturas tienen demasiados cadáveres en el armario y que ya es hora de hacer sal tar las conexiones, protegidas latentemente, entre armadura y edificación.
Pero si las primeras vanguardias sucumbieron ante un razonamiento engañoso, fue porque la burguesía que se iba a intimidar siempre apren dió su lección con mayor rapidez de lo que había previsto cualquiera de los terroristas estéticos. Tras pocos intercambios en la partida entre los provocadores y los provocados hubo de aparecer una situación en la que
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Traje de presión Dráger, de 1915, para el tratamiento de enfermedades de descompresión.
la burguesía relajada masivo-culturalmente toma la iniciativa en la explici- tación de arte, cultura y sentido mediante marketing, diseño y autohipno- sis. Los artistas continuaron aterrorizando esforzadamente, sin darse cuenta de que el momento de ese medio ya había pasado. (El terrorismo semán tico se vuelve ineficaz en cuanto el publico comprende sujuego; lo mismo sucedería también, a propósito, con el terror criminal y militar si la pren sa renunciara a su papel de cómplice. ) Otros sucumbieron a un giro neo- rromántico y pactaron de nuevo con la profundidad. Pronto hubo muchos que parece que olvidaron el principio de la filosofía moderna instaurado por Hegel: que la profundidad de un pensamiento sólo puede medirse por su fuerza de detalle; de otro modo, la reivindicación de profundidad queda sólo como un símbolo vacío de latencia no dominada.
Estos diagnósticos pueden comprobarse en la performance fracasada y, precisamente por ello, informativa de Dalí: ella demuestra, por una parte, que la destrucción del consenso entre el artista y el publico no se consigue en cuanto el último entiende la regla, según la cual la ampliación de la obra al entorno de la obra misma hay que entenderla, a su vez, como for ma de la obra. El aplauso entusiasta con que fue obsequiado Dalí en las
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New Burlington Galleries demuestra con cuánta coherencia el público in formado se atuvo a los nuevos pactos de percepción del arte. Por otra, la escena mostraba al artista como un rompedor de latencia, que transmite al pueblo profano un mensaje procedente del reino de lo otro. La función de Dalí en esejuego se distinguía por una ambigüedad que manifiesta al go esencial sobre su fluctuación entre romanticismo y objetividad: por una parte, se presentaba como frío tecnólogo de lo otro, dado que en el texto de su alocución, no transmitido pero fácilmente imaginable por el título: Auténticas fantasías paranoicas, tenía previsto tratar de un método preciso de acceso al «subconsciente»: aquel método crítico-paranoico, con el que Dalí formuló instrucciones para la «conquista de lo irracional»132. Se con fesaba partidario de una especie de fotorrealismo en relación con imáge nes irracionales, que había de objetivar con exactitud proverbial lo que se presentara en sueños, delirios y visiones internas. El artista surrealista es, en cierto modo, el secretario de un más allá privado, bajo cuyo dictado ela bora sus apuntes tan mecánica y precisamente como es posible; en conse cuencia, la obra representa un archivo de las visiones. Como Picasso, Dalí no busca, encuentra, y encontrar significa aquí tanto como archivar la for ma que surge del inconsciente.
Como Bretón y otros antes que él, en esa época Dalí entendía su traba jo como una acción paralela al llamado «descubrimiento del inconsciente por el psicoanálisis»: ese mito científico que en los años veinte y treinta fue recibido de maneras diversas tanto por las vanguardias artísticas como por el público culto (y que Lacan, un admirador y rival de Dalí, volvió a dar prestigio entre los años cincuenta y setenta, al reanimar el lema surrealista
de «vuelta a Freud»). Desde esa perspectiva, el surrealismo se incorpora a las manifestaciones de la «revolución» operativista que sostiene la moder nización continuada. Por otra parte, Dalí se mantuvo decididamente an ticrítico en la concepción romántica del artista-embajador, que deambula entre los no iluminados como delegado de un más allá preñado de senti do. En esa actitud se revela como un amateur altivo, que se abandona a la ilusión de la posibilidad de introducir un pretencioso instrumental técnico para la articulación de acciones-kitsch metafísicas. A este respecto es típica la actitud del usuario, que deja cándidamente el lado técnico de la perfor mance en manos de «especialistas», de cuya competencia uno no está con vencido. El hecho de que la escena no se hubiera ensayado delata, asimis mo, la mala relación literaria del artista con estructuras técnicas.
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La elección de Dalí de su atuendo muestra un aspecto lúcido, no obs tante. Su accidente es profético, y no sólo por lo que se refiere a las reac ciones de los espectadores, que anunciaban ya el aplauso de lo no enten dido como nuevo hábito cultural. Que el artista escogiera para su salida a escena como embajador de la profundidad un traje de buzo diseñado pa ra un abastecimiento artificial de aire, le pone certeramente en conexión con el desarrollo de la conciencia de la atmósfera, que, como intentamos mostrar aquí, está en el centro de la autoexplicación de la cultura en el si glo XX. Aunque el surrealista sólo llegue a una explicación técnica a me dias del trasfondo del mundo y de la cultura como «mar del subconscien te», reclama la competencia de navegar en ese espacio con procedimientos profesionales. Su performance demuestra que una existencia consciente ha de ser vivida como una inmersión explícita en el contexto. Quien en la sociedad-multi-media se aventura a salir del propio acantonamiento ha de estar seguro de su «equipo de inmersión», es decir, de su sistema de in munidad tanto físico como mental, o bien, de su cápsula espacial social. (Marshall McLuhan escribió a comienzos de los años sesenta que el ser humano moderno se ha convertido en un «hombre rana cósmico»: una expresión que puede interpretarse como comentario tanto del surfing cul tural como del viaje espacial1TM. ) El accidente no sólo hay que achacarlo al diletantismo, también pone en evidencia los riesgos sistémicos de la expli cación técnica de atmósferas y de la conquista técnica del acceso a otro elemento, del mismo modo que el riesgo de intoxicación de las propias tropas en la guerra de gas fue inseparable ya de las acciones del atmote- rrorismo militar. Si el relato que hace Dalí del incidente no es exagerado, no faltó mucho para que hubiera entrado en la historia de la cultura de la Modernidad como mártir de las inmersiones en lo simbólico.
En las condiciones dadas, el accidente demostró su eficacia como for ma de producción. Liberó en el artista el pánico que desde siempre era inherente, como estímulo, a su trabajo. En el intento fracasado de pre sentar el «subconsciente» como zona navegable, se abrió brecha hasta el primer plano el miedo a la destrucción, para cuyo dominio y represión se pone en marcha el proceso explicativo. Por hablar generalizando: el ex perimento contrafóbico de la modernización nunca puede emanciparse de su trasfondo de angustia, porque éste sólo sería capaz de aflorar cuan do fuera lícito admitir la angustia misma en la existencia; cosa que, dada la naturaleza de las cosas, representa la hipótesis excluida. La Modernidad
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como explicación del trasfondo queda encerrada en un círculo fóbico; en tanto aspira a superar la angustia mediante una técnica generadora de an gustia, ha de errar su blanco una y otra vez. Tanto la angustia primaria co mo la secundaria proporcionan el empuje incesante para la continuación de este proceso inútil; su apremio justifica en cualquier etapa de la mo dernización el uso de nueva violencia, rompedora de latencia y controla dora del trasfondo; o, según las reglas lingüísticas dominantes: exige in vestigación de los fundamentos e innovación permanente.
La Modernidad estética es un procedimiento de uso de la violencia, no contra personas ni contra cosas, sino contra circunstancias culturales poco claras. Organiza una ola de ataques contra actitudes globales del ti po de la creencia, el amor, la probidad, y contra categorías seudoeviden- tes como forma, contenido, imagen, obra y arte. Su modus operandi es el experimento en vivo con los usuarios de tales conceptos. Consecuente mente, el modernismo agresivo rompe con la reverencia por los clásicos, en la que -como hace notar con gran aversión- se manifiesta la mayoría de las veces un vago holismo, unido a una propensión a seguir apoyán dose en un totum abandonado a su falta de claridad y de despliegue. Por su agudizada voluntad de explicitud el surrealismo declara la guerra a la medianía: reconoce en ella el escondrijo oportuno de inercias antimo dernas, que se oponen al despliegue operativo y a la puesta en evidencia reconstructiva de modelos replegados. Dado que en esta guerra de men talidades la normalidad se considera un crimen, el arte, como medio de lucha contra el crimen, puede apoyarse en órdenes de entrada en acción inusuales. Cuando Isaac Babel declaraba: «la banalidad es la contrarre volución», expresaba con ello, mediatamente, el principio de la revolu ción modernista: la utilización del horror como violencia contra la nor malidad hace estallar tanto la latencia estética como la social, y que afloren a la superficie leyes según las cuales se han de construir las socie dades y las obras de arte. El horror ayuda a la consumación del giro anti naturalista, que hace valer por todas partes el primado de lo artificial. La
«revolución» permanente quiere el horror permanente, puesto que pos tula una sociedad que se manifiesta siempre de nuevo como aterroriza- ble, revisable. En el Segundo manifiesto del surrealismo, de 1930, escribe André Bretón:
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La acción surrealista más simple consiste en salir a la calle empuñando revól veres y disparar a ciegas a la multitud tantas veces como sea posible'*’.
El nuevo arte está imbuido de la excitación por lo más nuevo, dado que se presenta mimético al terror y análogo a la guerra, a menudo sin poder decir, incluso, si declara la guerra a la guerra de las sociedades o si hace la guerra en causa propia. El artista se encuentra siempre ante la decisión de presentarse ante la opinión pública bien como salvador de las diferencias o como señor de la guerra de las innovaciones. También tiene que acla rarse sobre si está de acuerdo con la ley de la imitación de lo superior, so bre la que se basa toda la cultura hasta ahora, o se asocia al hábito neo-bár baro de la Modernidad de convertir en regla la imitación de lo inferior1sr>. A la vista de estas ambivalencias, la llamada posmodemidad no estaba tan equivocada al articularse como reacción contra-explícita, contra-extremis ta y parcialmente anti-bárbara al terrorismo estético y analítico de la Mo dernidad.
Como cualquier terrorismo, también el estético la emprende con el trasfondo imperceptible sobre el que se articulan las obras de arte, y hace que aparezca en el proscenio como fenómeno con valor propio. El proto tipo de pintura moderna de esa tendencia, el Cuadrado negro de Kasimir Malévich, de 1913, debe su interpretabilidad inagotable a la decisión del autor de evacuar el espacio de imagen en favor de la pura superficie oscu ra. Así, su ser-cuadrado mismo se convierte en la figura, a la que está su peditada, como soporte, en otras situaciones figurativas. El escándalo de la obra de arte consiste, entre otras cosas, en que se afirma como pintura por derecho propio y que en absoluto presenta el lienzo vacío como una cosa digna de verse, como sería imaginable en el contexto de acciones dadaís- tas de mofa del arte. Es posible que la imagen pueda ser considerada co mo un icono platónico del cuadrángulo equilátero, un icono mínima mente irregular, que paga tributo por ello a la sensibilidad; pero es a la vez el icono de lo an-icónico, del trasfondo de la imagen, normalmente invisi ble. Por eso el cuadrado negro aparece ante un fondo blanco, que le ro dea casi como un marco; en el Cuadrado blanco, de 1914, casi desaparecerá también esta diferencia. El gesto fundamental de tales representaciones formales es una elevación de lo no temático a la categoría de lo temático. No se rebajan los posibles y diversos contenidos figurativos, que podrían aparecer en el primer plano, colocándolos sobre uno y el mismo trasfon-
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El Lissitzky, Esferas negras, 1921-1922.
do siempre; más bien se extrae con <iiidado el trasfondo como tal j se- le hace-expiíc ito como figura de lo que soporta las figuras. El terroi de la pu rificación en el deseo de- «supremacía de la sensación pura» es inequívo co. La obra exige la capitulación sin condk iones de la percep< ión del ob servador ante su pre sencia real.
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Por muy claro que se dé a conocer el suprematismo, junto con su anti- naturalismo y antifenomenalismo, como un movimiento a la ofensiva en el flanco estético de la explicación, queda obligado al supuesto idealista de que el explicitar significa la remisión de lo sensiblemente presente a lo es piritualmente no presente. Está anclado en modelos de la vieja Europa, en tanto que explica las cosas hacia arriba y simplifica las formas empíricas, haciendo de ellas simples formas primarias. En este punto procede de otro modo el surrealismo, que se solidarizó, más bien, hacia abajo con la expli- citación materialista, sin ir tan lejos como para hacerse llamar sows-realis- mo. Mientras que la tendencia materialista se quedó en coquetería para el movimiento surrealista, su alianza con las psicologías profundas, sobre to do con la orientación psicoanalítica, reveló un rasgo esencial propio. La recepción surrealista del psicoanálisis vienés es uno de los numerosos ca sos que confirman que el freudismo consiguió sus primeros éxitos entre artistas y ciudadanos cultos, no como método terapéutico, sino como una estrategia de interpretación de signos y de manipulación del trasfondo, que ponía a disposición de cada interesado un modo de utilización acor de con sus propias necesidades. ;No es el análisis que no se ha hecho el que más seduce siempre?
El planteamiento de Freud llevó al despliegue de un ámbito de laten- cia de tipo especial, que fue bautizado con una expresión, «el inconscien te», tomada de la filosofía idealista, sobre todo de Schelling, Schubert, Carus, y de las filosofías de la vida del siglo XIX, particularmente de Scho- penhauer y Hartmann. Circunscribió una dimensión subjetiva de no-reve lación, en tanto que verbalizó latencias interiores y condiciones, replega das invisiblemente, de estados individuales. Tras la redacción freudiana, el sentido de la expresión llegó a estrecharse mucho, y a especializarse tanto que se hizo apto para su aplicación al operacionalismo clínico; ahora ya no significaba la reserva de oscuras fuerzas integradoras en una naturaleza an tepuesta a la conciencia, terapéutica y creadora de imágenes, tampoco el subsuelo, compuesto de corrientes volitivas ciegamente autoafirmantes, bajo el «sujeto»: circunscribía un pequeño container interior, lleno de re presiones y colocado bajo presión creadora de neurosis por el impulso de loreprimido1 Elentusiasmodelossurrealistasporelpsicoanálisissefun daba en su confusión del concepto freudiano de inconsciente con el de la metafísica romántica. De una lectura falsa creativa surgieron declaraciones como la de Dalí, en 1939, Declaración de independencia de la fantasía y decla
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ración de los derechos del ser humano a su locura, en la que se encuentran fra ses como ésta:
Un hombre tiene derecho a amar a mujeres con extáticas cabezas de pez. Un hombre dene derecho a que le resulten asquerosos los teléfonos dbios y a exigir teléfonos fríos, verdes y afrodisíacos como el sueño alucinado de las cantáridas'*7.
La referencia surrealista al derecho de estar loco advierte a los indivi duos frente a su inclinación al sometimiento ante terapias normalizantes; quiere hacer de pacientes normalmente infelices monarcas que vuelven del exilio neurótico-racional al reino del delirio personal.
Si la performance de Dalí en julio de 1936 acabó con que sus ayudan tes le posibilitaron, arrancándole el casco de buzo, el regreso a la atmós fera de aire común de la galería londinense, esta solución, oportuna en caso concreto, resulta inutilizable para la situación civilizatoria en su con
junto, dado que el proceso de la explicación de atmósferas no permite vuelta alguna a lo implícitamente previsible hasta ahora. Las relaciones de civilización técnica no consienten ya que, como en el caso del experimen to de Dalí, se olvide lo esencial: seres humanos, que se encuentren mo mentánea o habitualmente en típicas situaciones-mdoors, tienen que ser conectados a un «sistema de abastecimiento de aire» auxiliar. La explica ción avanzada de atmósferas obliga a una continua atención a la respira- bilidad del aire: primero, en sentido físico, pero, después, también, y pro gresivamente, en relación con las dimensiones metafóricas de la respiración en espacios culturales de motivación e inquietud.
Finalizado el siglo XX, la teoría del homo sapiens como pupilo del aire adquiere perfiles pragmáticos. Se comienza a comprender que el ser hu mano no sólo es lo que es, sino lo que respira y aquello en que se sumer ge. Las culturas son estados colectivos de inmersión en aire sonoro y siste mas de signos.
El tema de las ciencias de la cultura en el tránsito del siglo XX al XXI re za, pues: Making the air conditions explicit. Ellas se dedican a la neumatolo- gía desde el punto de vista empírico: la ciencia de la respiración de seres vivos, dependientes de sentido, a través de medios informantes e impera tivos. Por el momento, este programa sólo puede ser elaborado recons tructiva y compilatoriamente, dado que la «cosa misma», el universo de los
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El meteorógrafo Marvin para el Weather Bureau estadounidense en los años noventa del siglo XIX.
climas influidos, de las atmósferas configuradas, de los aires modificados y de los entornos acotados, medidos, legalizados, tras los empujes explicati vos de gran alcance llevados a cabo en el espacio científico-natural, técni co, militar, jurídico-legislativo, arquitectónico y plástico, ha tomado una ventaja, difícilmente salvable, a la formación teórico-cultural de concep tos. Por eso parece lo más razonable que en una primera fase de autocer- cioramiento se oriente a las formas más ampliamente desarrolladas de des cripción científica de atmósferas, a la meteorología y climatología, para dedicarse, en un segundo paso, a fenómenos de aire y clima más cercanos a las personas y más relevantes culturalmente.
Por su forma periodística más exitosa, el llamado informe meteorológico (Wetterbericht, informations météorologiques, weather news), la meteorología mo derna (derivada en el siglo XVII de la palabra griega metéoros: «suspendido en el aire») -la ciencia de las «precipitaciones» y de todos los demás cuer pos relucientes en el cielo o suspendidos en la altura- ha impuesto a las
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poblaciones de modernos Estados nacionales y de comunidades políticas mediáticas una forma de conversación históricamente nueva, que como mejor puede caracterizarse es como «debate climatológico sobre la situa ción». Las sociedades modernas son comunidades que discuten sobre el tiempo, en la medida en que un organismo oficial de información sobre el clima pone en boca de los ciudadanos los temas para su autoentendi- miento sobre las circunstancias meteorológicas dominantes. Por comuni cación meteorológica apoyada en los medios, grandes comunas modernas, que cuentan con muchos millones de miembros, se transforman en vecin dades semejantes a aldeas, en las que se departe sobre si para la época del año en que se está hace demasiado calor, demasiado frío, cae demasiada lluvia o demasiado poca. (Marshall McLuhan afirmaba, incluso, que el me dio «tiempo» constituye el «punto más importante del programa de esa ra dio, que recrea nuestro oído y crea el espacio sonoro o espacio vital»1TM. ) La moderna información meteorológica moldea poblaciones nacionales como espectadores de un teatro climático, estimulando a los receptores a comparar la percepción personal con el informe de la situación y a hacer se una opinión propia sobre los acontecimientos en curso. En tanto que describen el tiempo como una representación escénica de la naturaleza ante la sociedad, los meteorólogos reúnen a los seres humanos convir tiéndolos en un público de expertos bajo un cielo común; hacen de cada individuo un crítico climatológico, que valora la representación actual de la naturaleza según su propio gusto. Hay críticos climáticos más estrictos, que en períodos de mal tiempo vuelan masivamente a regiones, en las que con suficiente probabilidad pueda esperarse una representación más agra dable: por eso las islas Mauricio y Marruecos se inundan de disidentes me teorológicos de Europa entre Nochebuena y Reyes.
Mientras la meteorología salga a escena como ciencia natural, y nada más, puede permitirse obviar la pregunta por un creador del tiempo. Con cebido en un contexto natural, el clima es algo que se hace exclusivamen te a sí mismo y que procesa incesantemente de un estado al siguiente. Bas ta, pues, describir los «factores» climáticos más importantes en su acción dinámica: atmósfera (cubierta gaseosa), hidrosfera (mundo acuático), biosfera (mundo de animales y plantas), criosfera (región de hielo), pe- dosfera (tierra firme) desarrollan bajo el influjo de la radiación solar mo delos de intercambio de energía extremamente complejos, que se pueden representar en disposición puramente científico-natural, sin recurrir a una
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inteligencia originariamente planificadora o interventora a posterior? Mt. Un análisis adecuado de estos procesos se muestra tan complejo que fuerza un nuevo tipo de física que sea capaz de habérselas con turbulencias y co rrientes impredecibles. También esta física meteorológica, teórico-caótica- mente pertrechada, se las arregla sin el recurso de una inteligencia trans cendente; para interpretar sus datos no necesita ni un Hacedor del tiempo universal, de procedencia animista, ni al Relojero universal del deísmo. Está en la tradición del racionalismo occidental, que desde comienzos de la Modernidad retira a cualquier dios todavía posible la competencia en fenómenos meteorológicos y lo eleva a zonas supraclimáticas. Puede que Zeus yjúpiter lanzaran rayos, el dios de los europeos modernos es un deus otious y, eo ipso, climáticamente inactivo. Por eso, el informe meteorológi co moderno puede presentarse como una disciplina ontológico-regional, en la que se hable de causas, pero no de causantes. Habla de aquello que, previo a toda consideración de intereses humanos, sucede como sucede, por sí mismo y según condiciones propias; de aquello que, en todo caso, se «refleja» en un medio subjetivo como dato de rango objetivo.
No obstante, la meteorología moderna viene unida a una progresiva subjetivización del tiempo; además, en múltiples sentidos: por una parte, porque relaciona cada vez más los «datos» climáticos con las opiniones, cálculos y reacciones de las poblaciones, para las que el entorno atmosfé rico se vuelve cada vez menos indiferente en vistas a sus propios proyectos; por otra, porque el clima objetivo, tanto regional como global, ha de ser descrito de modo creciente como efecto de las formas de vida socio-in dustriales. Ambos aspectos de este ajuste del tiempo al ser humano mo derno, como cliente y co-causante meteorológico, se implican objetiva mente uno en otro. Ciertamente, desde el punto de vista de la tradición más antigua, la información meteorológica, tal como la conocemos, tendría que aparecer ya como una forma de tentación a la blasfemia; pues to que incita inequívocamente a los seres humanos a la desvergüenza de tener una opinión sobre algo frente a lo cual, según la ortodoxia metafísi ca, sólo cabría resignarse en muda sumisión. Para los antiguos valía: como el nacimiento y la muerte, el tiempo procede sólo de Dios. Sumisión a Dios y sumisión al tiempo son en la tradición indicios análogos del esfuerzo del sujeto razonable por minimizar sus diferencias, cargadas de hybris, frente al destino.
Con todo, la tendencia moderna a formarse una «opinión» sobre el cli-
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ma no es un mero antojo del sujeto que se aparte de una norma ontológi- ca válida y fuera mejor que no se diera; refleja el hecho de que las cultu ras europeas y európidas, politécnicamente activas, desde el temprano si glo XVIII se han convertido ellas mismas en potencias climáticas. Los seres humanos encuentran en el tiempo desde entonces, como indirectamente siempre, convertidos en algo atmosféricamente objetivo, los detritos de sus propias actividades técnico-químico-industriales, militares, locomotoras y turísticas. En su conjunto, a través de muchos miles de millones de emi siones, no sólo modifican el balance energético de la atmósfera, sino tam bién la composición y el «afinado» de la capa de aire a gran escala. Por eso, el apremio a tener una opinión sobre el clima no es tanto un indicio de la toma arbitraria del poder por parte del ser humano sobre todo lo que es el caso en el entorno. Prepara el cambio de actitud fundamental, por el que los seres humanos, los supuestos «dueños y señores» de la naturaleza, se transforman en diseñadores de atmósferas y guardianes del clima (que no habría que confundir, por cierto, con pastores del ser heideggerianos).
El desafío de la capacidad de juicio climático de los modernos provie ne ante todo, en el macro-ámbito, de un fenómeno que en el debate pú blico ha llegado a conocerse como efecto antropogénico de invernadero. Por él entendemos los efectos acumulados de las emisiones modificadoras del clima, procedentes de actividades humanas culturales y técnicas, como el funcionamiento de centrales de energía eléctrica, complejos industria les, calefacciones privadas, automóviles, aviones y otras innumerables in troducciones de gases de escape y emanaciones en el aire del entorno. Es te efecto invernadero secundario, del que hace apenas doscientos años que tenemos noticia de modo difuso, y tres decenios escasos en formula ción explícita, es un hecho histórico en el que se condensa el estilo de con sumo de energía de la «era industrial»: es la huella climática de un pro yecto civilizatorio, que se basa en el acceso a grandes cantidades de combustibles fósiles facilitado por la minería de carbón y la extracción de petróleo140. El recurso a la energía fósil es el soporte objetivo de la frivoli dad, sin la que no habría sociedad global de consumo, ni automovilismo, ni mercado mundial de carne y moda141. Debido al desarrollo de la de manda masiva de carbonos ricos en energía, el «bosque subterráneo» de la Antigüedad de la Tierra se sube en forma líquida a la superficie terres tre y se transforma mediante máquinas motrices térmicas142. A consecuen cia de ello, el producto de combustión anhídrido carbónico (junto al me-
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taño, monóxido de carbono, hidrocarburo fluorado, diversos óxidos nítri cos, etc. ) desempeña el papel cuantitativamente más importante en el en riquecimiento de la atmósfera con factores de invernadero de segundo or den. Ellos refuerzan -de una manera catastrófica con toda probabilidad- el efecto invernadero primario, respecto al que la ciencia del clima nunca podrá subrayar suficientemente el hecho de que sin él no habría sido po sible vida alguna en nuestro planeta. Si la Tierra, como parásito del Sol, se convirtió en el lugar de nacimiento de la vida -no atrae sobre sí ni una mil- millonésima parte de la energía irradiada por el Sol- fue porque el vapor de agua y los gases de invernadero de la atmósfera terrestre impiden la re verberación de la energía de onda corta absorbida por el Sol en forma de rayos infrarrojos de onda larga, por lo que pudo resultar un calentamien to de la superficie terrestre compatible con la vida, de una temperatura media de más de 15 grados centígrados. Si desapareciera esa trampa para capturar calor, por la que se retiene la energía solar en la atmósfera, la temperatura de la superficie de la Tierra no llegaría más, por término me dio, que hasta -18 grados: «Sin efecto invernadero la tierra sería una ex tensión desértica de hielo»14’. Lo que conocemos como vida viene condicio nado, entre otras cosas, por el hecho de que la superficie terrestre, gracias a su filtro atmosférico, vive 31 grados por encima de sus posibilidades. Si los seres humanos, por citar de nuevo a Herder, son pupilos del aire, las nubes fueron sus tutores. La vida es un efecto colateral del mimo climáti co. El signo característico de la era de la energía fósil lo constituye el he cho de que los mimados se volvieron suficientemente irresponsables como para poner en juego su mimo, corriendo el riesgo de un sobrecalenta miento antropogénico (según cálculos diferentes de otras prognosis, el de un período interglacial)14.
Mucho antes de que puntos de vista macroclimatológicos de este al cance adquirieran forma científica y resonancia pública, la capacidad de juicio climática de modernos participantes en la cultura fue reclamada más bien por fenómenos locales y de ámbito reducido: por la climatiza ción de las casas y viviendas, que sólo por los focos de fuego artificiales se convirtieron en islas de calor convivenciales; por el efecto refrigerante de las bodegas, que permitían el almacenamiento de alimentos y bebidas; por la calidad miasmática del aire de espacios públicos próximos a cemente rios, desolladeros de animales y cloacas145; por el estado atmosférico pre cario de numerosos lugares de trabajo, como tejedurías, minas y canteras,
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Vista parcial de la instalación de aire acondicionado del Museo de la Fundación Beyeler en Rielen, cerca de Basilea, de Renzo Piano, 1997.
en los que el polvo orgánico y mineral provocaba graves enfermedades pulmonares. Desde esos ámbitos originarios de advertencia microclimáti- ca del estado del aire, ámbitos de lo más diverso, se llegó entre el siglo XVIII y el XX a ese «descubrimiento de lo evidente», apoyado por el diseño, que indujo a seres humanos en la era de la explicación a intervenir por segun da vez en aquello que está a la mano. En esos campos se desarrollaron at- motécnicas concretas, sin las que no serian imaginables formas modernas de existencia tanto en contextos urbanos como rurales: la popularización de los antes lujosos y señoriales parasoles y paraguas14(i; la instalación de ca lefacción y ventilación en casas privadas y grandes edificios; la regulación artificial de temperatura y humedad del aire en salas de estar y almacenes; la colocación de neveras en viviendas y la implantación de cámaras fri goríficas fijas o móviles para el transporte y la conservación de alimentos; la política de higiene del aire para entornos laborales en fábricas, minas y edificios de oficinas147y, finalmente, la modificación aromático-técnica de la atmósfera, con la que se cumple el tránsito al air design agresivo.
A ir design es la respuesta técnica a la idea fenomenológica, transmitida con retraso, de que el ser-en-el-mundo humano se presenta siempre y sin
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excepción como modificación del ser-en-el-aire. Ya que siempre hay algo en el aire, en el transcurso de la explicación atmosférica se va imponien do la idea de introducirlo uno mismo, por si acaso. En cuanto la depen dencia del aire de los seres humanos se articula con carácter general, se impone también una emancipación correspondiente, que exige y consi gue la transformación activa del elemento.
Aquí se separa el camino técnico del de los fenomenólogos, que sólo re cientemente se preocupan por los medios del arte radical de la descripción, con el fin de explicitar la residencia humana en condiciones generales at mosféricas. En esa vía, Luce Irigaray ha propuesto, incluso, poner entre parén tesis el concepto heideggeriano de Lichtung [claro, calvero] y sustituirlo por una rememoración del aire: Luftung [aireación] en lugar de Lichtung.
No es la luz la que crea el claro, más bien sucede que la luz llega hasta aquí só lo gracias a la ligereza transparente del aire. Presupone el aire"8.
El aire constituye una condición de existencia, de la que la autora no se cansa de subrayar lo oculta que permanece en lo impensado e inadver tido (aunque, al hacerlo, apenas preste atención al hecho de que la praxis aerotécnica, incluido el atmoterror, hace tiempo ya que ha declarado esa dimensión, supuestamente impensada, como ámbito de aplicación de pro cedimientos sumamente explícitos). Como fenomenóloga, insiste en la ilu sión, devenida ingenua, encantadora, de que una cosa sólo se hace explíci ta cuando es elevada a la categoría de tema por filósofos husserlianamente entrenados. En realidad, los técnicos llevan ya cien años de ventaja, traba
jando por adueñarse en la práctica de lo pretendidamente impensado. Se refuerza la sospecha: un pensamiento que permanece demasiado tiempo fe- nomenológicamente anclado, en los límites del mundo fenoménico se con vierte en acuarelismo interior y termina en meditación atécnica.
Por el contrario, el air design se presenta «frente» al aire en una postu ra de fuerza práctica. Recoge el relevo de la actitud defensiva, higiénica mente motivada, de la preocupación por el «mantenimiento de la pureza del aire», y somete el aire tematizado a un programa positivo, que lo que propone, en cierto modo, es la continuación del uso privado del perfume por medios públicos. El air design apunta inmediatamente a la modifica ción dél estado de ánimo en los usuarios del espacio aéreo; con ello sirve al fin declarado de retener en un lugar a los transeúntes del aire, impo
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niéndoles -inducidos por el olor- ciertas situaciones agradablemente, con el fin de provocar en ellos una mayor asimilación al producto y disposición de compra149. La atmósfera point-of-sale pasa a ocupar el centro de atención como «instrumento autónomo de marketing». El comercio, sobre todo en el ámbito vivencial del shopping, lucha con una indoor-air-quality-policy ac tiva por la ligazón afectiva de los clientes tanto al local de venta como al surtido de géneros. Es discutible la estimación jurídica de tales métodos subliminalmente invasivos de crear una «compulsión psicológica a la com pra». Si la «aromatización compulsiva» de los clientes la interpretan éstos como intento de manipulación, son posibles yjustificables reacciones ad versas; en otros casos, las tonalidades olfativas bien elegidas del entorno de venta se entienden como un aspecto bienvenido de una atención al clien te interpretada extensivamente. Por la configuración de entornos respira torios mediante aire psicoactivo de diseño -especialmente en shopping malls, pero también en clínicas, ferias, centros de conferencias, hoteles, mundos de vivencias, centros de health y wellness, cabinas de pasajeros y lugares se mejantes- el principio arquitectura interior se amplía al entorno de la vi da, al environmení de gas y aroma, que de otro modo permanece inadverti do. Los valores-índice de tales intervenciones se deducen de observaciones empíricas sobre el «bienestar olfativo» de los usuarios del espacio aéreo. Al hacerlo se impone el reconocimiento de que las «ofertas olfativas» com plejas son preferibles a los «monoaromas». El primer mandamiento de la odor-ética emergente reza: aditivos de esencias al espacio no pueden ser utilizados para ocultar tras una máscara olfativa sustancias nocivas u olores negativos presentes. El subtrend hacia la «sociedad-odor-hedonista»150se en cuadra en la tendencia primaria de la sociedad de consumo al desarrollo de mercados de vivencias y «escenas», en los que se ponen a disposición atmósferas, como situaciones generales compuestas de estímulos, signos y oportunidades de contacto151.
No olvidemos que la hoy llamada sociedad de consumo y aconteci miento se inventó en el invernadero, en aquellos pasees con techo de cris tal de comienzos del siglo XIX, en los que una primera generación de clien tes vivenciales aprendió a respirar el aroma embriagador de un mundo interior cerrado de mercancías. Los pasajes representan un primer pel daño de la explicación atmosférico-urbanística: un divertículo objetivo de la disposición «maníacoaditiva hogareña», de la que, en opinión de Walter
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Publicidad de aire acondicionado, 1934, promete control sobre los seis factores climático-espaciales: calentar, enfriar, humedecer, deshumedecer, circular, purificar.
Benjamín, estaba poseído el siglo XIX. Manía hogareña, dice Benjamín, es el impulso irrefrenable a «crearnos una morada» en entornos discrecio nales1’2. Ya en la teoría de Benjamín del interior la necesidad «supratem- poral» <le* la simulación-útero viene expresamente conectada con las formas simbólicas de una situación histórica concreta. El siglo XX, ciertamente, ha mostrad* >en sus grandes edificaciones lo lejos que se impulsó la construc ciónde«moradas ,másalládelasnecesidadesdebúsquedadeuninterior habitable. A los grandes containers y colectores1' del presente, se trate de edificios de oficinas o de shopping malls, estadios o centros de conferencias, se les fue exonerando progresivamente de la tarea de fingir calidad de ho gar; el encuentro episódico entre gran almacén e invernadero, en el que Benjamín, en hipérbole genial, quiso ver el signo característico de la Mo- dernidad. hubo de volver a deshacerse por las diferenciaciones progresi vas de las formas arquitectónicas. Falta todavía un estudio que ofrezca con respecto al siglo XX lo que Passagrn-Wrrk se propuso con respecto al XIX. Después de todo lo que sabemos hoy sobre la época, esa obra debería lle var como título: Air-Condition-Werk.
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100 años de instalaciones de aire acondicionado: 1880-1890
1880: El comedor de un hotel de Nueva York en Staten Island se refri gera haciendo pasar aire sobre hielo.
1889: Alfred R. Wolff, un ingeniero americano, refrigera el Camegie Hall de Nueva York mediante aire insuflado por encima de bloques de hie lo. Sin embargo, este procedimiento no da buenos resultados porque la hu medad del aire es demasiado alta. Se instala un sistema de refrigeración de pipeline en las estaciones de metro de Londres, París, Nueva York, Boston y otras grandes ciudades americanas.
1890: La «penuria de hielo», como consecuencia de un invierno caluro so, induce a la industria del hielo americana a dedicarse a métodos de re frigeración mecánica.
1904: Un público más numeroso puede gozar por primera vez de las ventajas de una instalación de aire acondicionado en el pabellón del Esta do de Missouri en la St. Louis World’sFair.
1905: Stuart Cramer, un ingeniero textil americano, acuña el concepto «air conditioning», mientras la firma Carrier utiliza el eslogan «Tiempo he cho por el ser humano».
1906: Carrier consigue una primera patente de «un aparato para el tra tamiento del aire».
1922: Carrier desarrolla una máquina de refrigeración centrifugadora, el primer método practicable de climatización de grandes espacios.
1928: Carrier produce el primer aparato de aire acondicionado para ca sas privadas, el «hacedor de tiempo».
1950: Después de los aparatos de televisión, los de aire acondicionado registran la segunda tasa de crecimiento más grande de todos los sectores industriales.
1955: El 5 por ciento de todos los hogares americanos disponen de una instalación de aire acondicionado. El gobierno americano fomenta la ins talación de aire acondicionado en edificios estatales.
1979: El presidente Cárter declara el estado de emergencia energético y dispone que en los negocios y edificios estatales la temperatura del aire no puede descender más allá de los 40 grados centígrados.
1980: El 55 por ciento de todos los hogares americanos poseen una ins talación de aire acondicionado.
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El centro comercial construido en 1961 por Víctor Gruen en Camden, New Jersey.
El año 1936 se inscribe en la crónica de la explicación atmosférica esté tica y teórico-cultnral no sólo por el accidente londinense de Salvador Dalí en traje de buzo; el 1 de noviembre del mismo año, el escritor Elias Ca- netti, entonces de 31 años, pronunció en Viena, con ocasión del 50 cum pleaños de Hermann Broch, un discurso solemne, desacostumbrado por su tono y contenido, en el que no sólo dibujaba un retrato profundo del autor homenajeado, sino que fundaba, por decirlo así, un nuevo género de laudatoria. La originalidad del discurso de Canetti reside en el hecho de cuestionarse de un modo desconocido hasta entonces la conexión en tre un autor y su época. Canetti define la estancia del artista en el tiempo como una conexión atmosférica: como un modo especial de inmersión en las circunstancias atmosféricas del presente. Ve en Broch el primer gran maestro de una «poética de lo atmosférico como algo estático»154(hoy se hablaría de un arte de inmersión); constata en él la capacidad de hacer perceptible el «espacio estático respiratorio», en nuestro modo de expre sión: el diseño climático de personas y grupos dentro de sus espacios típicos.
[. . . ] siempre le importa la totalidad del espacio en que se encuentra, una es pecie de unidad atmosférica15.
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Canetti alaba en Broch la capacidad de captar a cada ser humano ecológicamente, por decirlo así: en cada persona reconoce una existencia singular en su propio aire respiratorio, rodeada de una cubierta climática inequívoca, incluida en un «hogar respiratorio» personal. Compara al li terato con un pájaro curioso, que posee la libertad de introducirse a hur tadillas en todas lasjaulas posibles y llevarse de ellas «muestras de aire». Así, dotado de una «memoria respiratoria» y aérea, extrañamente des pierta, sabe qué es sentirse en casa en este o aquel hábitat atmosférico. Da do que Broch se dedica a sus personajes más como creador literario que como filósofo, no los describe como puntos-yo abstractos en un éter gene ral; los retrata como figuras encarnadas, cada una de las cuales vive en su propia envoltura aérea y se mueve entre una multiplicidad de constelacio nes atmosféricas. Sólo en vistas a esas multiplicidades, la pregunta por la posibilidad de una creación literaria, «que da forma a partir de la expe riencia respiratoria», conduce a una información fructífera:
A ello habría que responder, ante todo, que la multiplicidad de nuestro mun do se compone en buena parte también de la multiplicidad de nuestros espacios respiratorios. El espacio en el que ustedes están ahora, en una disposición muy concreta, casi completamente aislados del entorno, el modo en que se mezcla su aliento formando un aire común a todos. . . todo ello es, desde el punto de vista del que respira, una situación. . . absolutamente única. Pero dan unos pasos más allá, y encuentran una situación completamente diferente de otro espacio de respiración diferente. . . La gran ciudad está tan llena de esos espacios de respiración como lo está de individuos aislados; y así como la disgregación de esos individuos, de los que ninguno es igual a otro, cada uno como una especie de callejón sin salida, constituye el atractivo principal y la principal calamidad de la vida, también se podría quejar uno de igual modo de la disgregación de la atmósfera156.
Según esta caracterización, el arte narrativo de Broch se basa en el des cubrimiento de las multiplicidades atmosféricas: gracias a ellas la novela moderna consigue superar la presentación de destinos individuales. Su ob
jeto ya no son los individuos concretos en sus acciones y vivencias sino, más bien, la unidad ampliada de individuo y espacio respiratorio (y el ensam blaje de varios espacios de ésos en agregados semejantes a la espuma). Las acciones ya no se desarrollan entre personas, sino entre hogares respira torios y sus habitantes. Por esta perspectiva ecológica el motivo crítico-ena
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jenante de la Modernidad se coloca sobre fundamentos trastocados: es la separación atmosférica de los seres humanos la que provoca su encierro en el «hogar atmosférico» propio en cada caso; su difícil accesibilidad por gentes de diferentes disposiciones de ánimo, envueltas de otro modo, cli- matizadas de otro modo, se manifiesta más fundada que nunca. El frac cionamiento del mundo social en zonas de diferente índole, inaccesibles unas para otras, es el análogo moral de la «disgregación de la atmósfera» en microclimas (que, a su vez, siguiendo al autor, corresponde a una dis gregación del «mundo de valores»). Dado que Broch, tras su avance por el plano climático-individual y ecológico-personal, había captado cuasi-sisté- micamente la profundidad del aislamiento de los individuos modernos, la pregunta por las condiciones de su unión en un éter común, superando la disgregación de la atmósfera, hubo de planteársele con una claridad y apremio para los que (excepto, quizá, el planteamiento análogo de Ca ñetti mismo en Masa y poder) no existe nada parangonable, ni en su pro pio tiempo ni en un momento posterior de la historia de investigaciones sociológicas sobre el elemento de la cohesión social.
En su discurso de 1936 Canetti reconoce en Hermann Broch al amo- nestador profético frente a una amenaza sin precedentes de la humanidad que se cierne sobre ella, tanto en el sentido metafórico como físico de lo atmosférico:
El mayor de todos los peligros, sin embargo, que ha aparecido en la historia de la humanidad, ha elegido como víctima a nuestra época.
Se trata del desvalimiento de la respiración, del que quiero hablar todavía pa ra finalizar. Es difícil hacerse de él un concepto demasiado grande. A nada está el ser humano tan abierto como al aire. En él se mueve todavía como Adán en el pa raíso. . . El aire es la última propiedad comunal. Les corresponde a todos a la vez. No está repartido con ventajas, incluso el más pobre puede tomar de él. . .
Y este último bien, que nos era común a todos, ha de envenenarnos a todos en común. . .
La obra de Hermann Broch se sitúa entre guerra y guerra, entre guerra de gas y guerra de gas. Podría ser que note aún las partículas tóxicas de la última guerra en alguna parte. . . Pero seguro que él, que sabe respirar mejor que nosotros, ya se asfixia hoy con el gas que a los demás, quién sabe cuándo, nos quitará la respira ción137.
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La patética observación de Canetti muestra cómo la información de la guerra de gas de 1915 a 1918 había sido traducida conceptualmente por los diagnosticadores del tiempo más enérgicos de los años treinta: Broch había comprendido que tras las destrucciones intencionadas de la atmós fera en la guerra química la síntesis social misma comenzó a adoptar, des de cierto punto de vista, el carácter de guerra de gas. La «guerra total», que se anunciaba por partículas químicas e indicios políticos, adoptaría irremisiblemente los rasgos de una guerra del medio ambiente: en ésta la atmósfera misma se convertiría en escenario de la guerra y el aire en un género de arma y un campo de batalla peculiar. Y más aún: desde el aire respirado en común, desde el éter del colectivo, la comunidad, presa del delirio, se hará la guerra de gas a sí misma en el futuro. Cómo vaya a su ceder eso es asunto que ha de aclarar una teoría de los «estados crepus culares», sin duda la parte más original, aunque también la que ha que dado más fragmentaria, de las hipótesis de Broch sobre la psicología de las masas.
Estados crepusculares son aquellos en los que los seres humanos, como seguidores de tendencias, se mueven bajo el trance de lo normal. Dado que la guerra total venidera se desarrollará en principio atmoterrorista y ecológicamente (y, con ello, en un medio de total comunicación de ma sas), intervendrá en la «moral» de la tropa, que apenas podrá diferenciar se ya de la población en general. Por comuniones tóxicas, los combatien tes y no combatientes, los gaseados sincrónicamente y los provocados simultáneamente, se mantendrán juntos en un estado crepuscular colecti vo. Las masas modernizadas se sienten integradas en una unidad comu nista de necesidad, que ha de transmitirles un sentimiento agudo de iden tidad por medio de la amenaza común. Como especialmente peligrosos se muestran entonces los tóxicos climáticos que emanan de los propios afec tados mientras, excitados sin salida alguna, se encuentran bajo campanas de comunicación cerradas: en las patógenas instalaciones climáticas de pú blicos excitados-uniflcados los habitantes respiran siempre, y siempre de nuevo, sus propias exhalaciones. Lo que hay ahí en el aire se pone en él por comunicación totalitaria circular: está lleno de sueños de victoria de masas humilladas y de sus autoexaltaciones delirantes, alejadas de la em pina, a las que sigue como una sombra la exigencia de humillación de sus contrincantes. La vida en el Estado mediático se asemeja a la estancia en un palacio de gas animado por tóxicos vivenciales.
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Los puntos de vista de Broch no se apoyan sólo, a partir de 1936, en la corta espera de una nueva guerra mundial, de la que suponía el autor que iba a ser conducida, sobre todo, como «gaseamiento» universal mutuo1’8; dependen más aún del diagnóstico teórico-social, según el cual las grandes sociedades modernas, integradas massmediáticamente, han entrado en una fase en la que su existencia-día-a-día ha caído atmosférica y política mente bajo el dominio de mecanismos psicológicos de masas. Por ello, la teoría del delirio de masas hubo de aparecer en el centro del diagnóstico del presente; en ella trabajó Broch, desde 1939, durante todo un decenio.
Desde los años veinte del siglo pasado, permanentes comunicaciones a través de la prensa y la radio son portadores y agentes de estas configura ciones delirantes en colectivos modernos. Actúan en su mayor parte como medios de desinhibición, en los que se hacen verdaderas ciertas frases. El autointoxicamiento de la «sociedad» por la comunicación de masas consti tuye un fenómeno, cuya aparición observó perseverantemente un contem poráneo de Broch, mayor que él, Karl Kraus, y contra cuyo desarrollo luchó siempre: sólo en febrero de 1936, con el último número de la FackeL, y cua tro meses antes de su muerte, Kraus abandonó la lucha contra el «aire de Sodoma»lw; no olvidemos que va en el año 1908 se había quejado de las ten siones europeas utilizando la imagen del peor enturbiamiento posible de la atmósfera: «Por todos los rincones penetran los gases procedentes del es tiércol del cerebro del mundo, la cultura ya no puede respirar. . . »16".
De los efectos de tales medios se dice demasiado poco si se los caracte riza con el término teológico-misionero, secularmente desleído, de «pro paganda». Sirven para la inmersión de poblaciones nacionales enteras en climas de lucha estratégicamente producidos; constituyen el análogo in formático del modo químico de hacer la guerra. La intuición teórica de Broch captó el paralelismo entre la guerra de gas -como intento de en volver al adversario en una nube tóxica suficientemente densa para su ani quilación física- y la producción de estados de delirio de masas -como in tento de sumergir a la población en una atmósfera extática, cargada de anhelos de «supersatisfacciones», suficiente para su autodestrucción-. En ambos casos se crean envolturas, que cautivan a sus víctimas o habitantes, fascinándolos, dentro de una situación general de la que no se puede sa lir en la práctica: la atmósfera propagandísticamente nacionalizada actúa temporalmente como «sistema cerrado»; el espacio de aire y de signos se extiende, induciendo al trance, en torno a sus habitantes como zona de
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una obsesión prescrita. Bajo la campana totalitaria de signos los seres hu manos inhalan sus propias mentiras, convertidas en opinión pública, y se mueven, libremente obligados, en una hipnosis oportunista. En el interior de tales atmósferas tóxicas los individuos son reconocibles con mayor én fasis aún como aquello que son también en situaciones más libres: «sonám bulos», que se mueven, como teledirigidos, en el «ensueño diurno so cial»161de sus organizaciones. Sobre los periodistas recae aquí el papel de médicos especialistas en narcóticos, que velan por la estabilidad del tran ce colectivo. Es lícito suponer que en las imágenes de Broch se percibe un eco de las tesis de Gabriel Tarde sobre el sonambulismo social («. . . no es en absoluto un desvarío de la fantasía que yo considere a los seres huma nos sociales como auténticos sonámbulos»162). Los sonámbulos socializa dos, junto con su provisión de ficciones de libertad e ilusiones críticas, se reúnen bajo consignas y banderas como copropietarios en castillos de aire. Canetti ha expresado esto en otro contexto:
Banderas son viento hecho visible. Son como trozos cortados de las nubes. . . Los pueblos, como si fueran capaces de dividir el viento, se sirven del suyo para califi car de propio el aire que hay sobre ellos,fi\
De intuiciones de ese estilo despierta en Broch el primer planteamien to de una nueva ética atmosférica, que en su parte «higiénica» se ocupa de la reconducción de los conmovidos a la racionalidad vivible de un «siste ma abierto», alias democracia o división de poderes de pánicos e histe rias164. Comparadas con las tareas de una ética así de lo atmosférico, las de mocracias de 1939 no sólo vivían en un «mundo de ayer»165; todavía hoy están tan ciegas frente a su aguda tendencia a la formación de atmósferas cerradas y a la exaltación de sistemas de delirios de victoria, como si las lec ciones psicológico-políticas y morales del siglo XX hubieran tenido lugar siempre y sólo frente a clases vacías16.
Marcel Duchamp pasó los días de Navidad de 1919 con su familia en Rouen. La tarde del 27 de diciembre quería ir a Le Havre a bordo del 55 Touraine para viajar a Nueva York. Poco antes de la salida fue a una far macia de la rué Blomet, donde convenció al farmacéutico para que toma ra de los estantes una ampolla de tamaño medio, abriera su sello, derra
mara el líquido contenido en ella y volviera después a cerrar el recipiente
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Marcel Duchamp, Aire de París, 1919.
abombado. Una vez en Nueva York, Duchamp entregó la ampolla vacía, que había llevado en su equipaje, al matrimonio de coleccionistas Walter y Louise Arensberg como regalo de visita, con la argumentación de que, como los acomodados amigos ya poseían de todo, a él se le ocurrió traer les 50 centímetros cúbicos de air de París. Así es como sucedió que un vo lumen de aire costero francés entrara en la lista de los primeros ready-ma- des. Parece que a Duchamp no le preocupaba que su objeto de aire preparado representara una falsificación desde el principio, puesto que no había sido llenado con aire de París, sino con el de una farmacia de Le Havre. El acto de nominación primó sobre su procedencia real. No obs
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tante, el «original» lo guardaba en el corazón; cuando el hijo de un veci no rompió inadvertidamente en 1949 la ampolla del aire parisino de la co lección Arensberg, Duchamp hizo que un amigo solícito le procurara de nuevo en Le Havre la misma ampolla en la misma farmacia167. Diez años más tarde, en el hall de un hotel de Nueva York, Duchamp declaraba a un entrevistador: «El arte fue un sueño que se ha vuelto inútil». «Paso mi tiempo con toda ligereza, pero no sabría decirle lo que hago. . . Soy un res pirador. »1*18
4 El alma del mundo en agonía o:
La emergencia de los sistemas de inmunidad
En la campaña de la Modernidad contra lo sobreentendido, que antes se llamaba naturaleza, el aire, la atmósfera, la cultura, el arte y la vida han caído bajo una presión explicativa, que cambia completamente el modo de ser de esos «datos». Lo que era trasfondo o latencia satisfecha, se ha transferido ahora, con énfasis temático, al lado de lo representado, de lo objetivo, elaborado y producible. En forma de terror, iconoclastia y cien cia han tomado posición tres fuerzas rompedoras de latencia, bajo cuyos efectos se desmoronan los datos e interpretaciones de los antiguos «mun dos de la vida». El terror explicita el entorno bajo el aspecto de su vulne rabilidad; la iconoclastia explicita la cultura desde la experiencia de su pa- rodiabilidad; la ciencia explicita la naturaleza primera bajo los puntos de vista de su sustituibilidad por implementos protésicos y de su integrabili- dad en procedimientos técnicos; las teorías de sistemas explicitan las so ciedades como configuraciones que son videntes para su vista y ciegas pa ra su ceguera.
Relaciones englobantes, que habitualmente podían ser experimenta das al modo de entrega, la participación y la comunión sin reservas, han sido transferidas por la explicación al modo objetivo de darse de las facti bilidades y factos técnicos, sin que los seres humanos pudieran interrum pir, por ello, su estancia en esas «circunstancias» o «medios». Puede que crezca la desconfianza, seguimos inmanentes a lo sospechoso. Estamos condenados al ser-en, aunque los receptáculos y las atmósferas, por los que hemos de dejamos rodear, ya no es lícito presuponerlos como naturalezas buenas169.
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Las totalidades circunstanciadas, que no podemos abandonar, a las que ya no podemos confiarnos tampoco sin más, se llaman desde comienzos del siglo XX entornos o medio ambientes [Umwelten]: una acuñación introdu cida en el discurso de la biología teórica en 1909 por Jakob von Uexküll y que hasta ahora ha seguido un curso equívoco que favorece ocasional mente conceptos pseudoevidentes170. Con la constatación de que vida es ya siempre vida en un entorno -y, con ello, también contra un entorno y en oposición a muchos entornos extraños- comienza la crisis persistente del holismo. La antigua disposición humana a dejarse apresar por las totali dades de proximidad como por los buenos dioses pierde su valor orienta- tivo desde que los alrededores mismos se han convertido en constructos o se han reconocido como tales. El apoyarse cuasi-religioso en lo primario de alrededor-se llame naturaleza, cosmos, creación, situación, cultura, pa tria o como sea- se presentaría en la era de los tóxicos y de las estrategias como una tentación a ponerse uno mismo en peligro. La explicación avan zada obliga a la ingenuidad a un cambio de significado, más aún, la hace aparecer progresivamente más llamativa, incluso escandalosa; ingenuo es ahora lo que invita al sonambulismo en medio del peligro actual.
Tras la toma de conciencia tanto del primero como del segundo efec to invernadero, vivir y respirar bajo cielo abierto no puede ya significar lo mismo que en épocas anteriores. De la inmemorial sensación de patria de los mortales en el aire libre ha surgido algo inquietante, inhabitable, irres pirable. Por la emergencia de la cuestión del medio ambiente el aposen tamiento humano en el medio primario se ha vuelto progresivamente pro blemático. Después de que Pasteur y Koch descubrieran e impusieran científico-publicistamente la existencia de microbios, la existencia huma na tiene que acostumbrarse a habérselas con medidas explícitas para la simbiosis con lo invisible; y, más aún, con la prevención y defensa frente a rivales microbianos, detectables ahora con precisión. Tras los ataques ma sivos con gas de los alemanes como de las réplicas devastadoras de los alia dos, desde 1915, el aire respirable ha perdido su inocencia; desde 1919 pu do regalarse en porciones como ready made, desde 1924 proporcionar la muerte a delincuentes como aire de ejecución. Tras la homogeneización de las prensas nacionales durante la guerra mundial la comunicación civil se ha puesto en ridículo desde su propia base, los signos mismos están co mo embadurnados y comprometidos por su participación en delirios beli cistas y carreras de armamento psicosemántico; gracias a la crítica de la re
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ligión, de la ideología y del lenguaje, amplias partes de los entornos semánticos se acreditan como zonas intelectualmente irrespirables; ya só lo sería responsable desde entonces la estancia en espacios que fueran in suflados, renovados y habilitados para vivienda móvil-crítica por el análisis. También la Mona Lisa sonríe de otro modo después de que Duchamp le acomodara el bigote.
En esta situación los sistemas de inmunidad se convierten en tema. Donde todo podría estar latentemente contaminado y envenenado, don de todo es potencialmente falso o sospechoso, la totalidad y el poder-ser- total no pueden deducirse ya de circunstancias exteriores. Ya no puede pensarse más tiempo la integridad como algo que se consigue por entrega a un envolvente benéfico, sino sólo ya como logro propio de un organis mo que se preocupa activamente de su delimitación con respecto al en torno. Con ello se abre paso la idea de que la vida no está determinada tan to por la apertura y participación en el todo como por la clausura en sí misma y la negación selectiva a participar. Para el organismo, la mayor par te del mundo que le rodea es veneno o trasfondo insignificante; por eso se establece en una zona de señales y cosas estrictamente elegidas, de las que sólo se habla en tanto círculo propio de relevancia, o sea, justamente en tanto medio ambiente. No se dice demasiado poco cuando se califica esto como la idea fundamental de una civilización post-metafísica o metafísica diferente. Su rastro psicosocial se manifiesta en el shock naturalista, por el que la cultura, ilustrada a sí misma biológicamente, aprende a reorientar se de una ética fantasmática de la coexistencia pacífica universal a una éti ca de la salvaguardia antagonista de los intereses de unidades finitas: un proceso de aprendizaje en el que el sistema político había conseguido a fuerza de trabajo un nítido paso adelante desde Maquiavelo.
El tema del siglo emerge de la catástrofe de la cultura tradicional y de su moral holística: making the immun systems explicit. Tendría que estar cla ro que la construcción de inmunidad es un acontecimiento demasiado amplio, demasiado contradictorio como para poder ser descrito sólo con categorías médico-bioquímicas. De acuerdo con su naturaleza compleja, a su desarrollo en lo real contribuyen componentes políticos, militares, jurí dicos, técnico-aseguradores y psicosemánticos, o, mejor dicho, religiosos171. El ocaso de la inmunidad determina las condiciones intelectuales de luz durante el siglo XX. Un aprendizaje de la desconfianza, sin par en la his toria del espíritu, cambia el sentido de todo lo que hasta ahora se deno
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minaba racionalidad. Para la inteligencia que se mueve al frente del desa rrollo comienzan los años de aprendizaje de la no-entrega.
La primera consecuencia, experimentada de muchos modos pero ape nas conceptualizada aún, del primado de la delimitación frente a la parti cipación es la presión creciente del riesgo, que desde comienzos del siglo XX pesa sobre los habitantes y diseñadores de escenarios del mundo ac tuales. Dado que en la era de la explicación del trasfondo los seres huma nos pueden llevar cada vez menos información apriórica intacta sobre su deber-ser-así-cómo-y-dónde, a no ser que hayan nacido entre altas mon tañas y arraigados invulnerablemente en una de las ya escasas culturas tra dicionales, se ven obligados a reconvertir sus orientaciones ancladas implí citamente en el trasfondo en apuestas explícitas. Cuando las obviedades se han vuelto escasas, han de asumir su papel las opciones. Esto inaugura la era de las imágenes electivas del mundo y de las autoimágenes electivas. Se implanta el largo ciclo coyuntural de las llamadas «identidades». Identidad es una prótesis de obviedad en terreno inseguro. Se confecciona según pa trones tanto individualistas como colectivistas172. En el proyecto de cons trucción mental de prótesis se expresan tanto la comprensión como la cir cunstancia de que la producción de supuestos vitales -«hipótesis» directrices de la vida, en el sentido de William James- ya no se deduce pri mariamente de la herencia cultural, sino que se convierte cada vez más en un asunto de invención nueva y de transformación continuada. De ahí sur ge el empuje a la tendencia a la individualización de formas de vida. Si ad mito, mientras vea en ello el hecho sobresaliente de mi vida, que soy cor so, armenio o irlandés protestante, no me afectan modernismos de ese tipo; me considero entonces como un ready made étnico y me dispongo a realizar apariciones en el bazar de la multicultura. Si es necesario, salgo in cluso a la calle para manifestarme en favor de la caza del zorro en Gran Bretaña. Caso de que no me vaya el alineamiento en ese tipo, me debería asegurar de los fundamentos organísmicos concretos en los que quiero permanecer hasta nuevo aviso.
El excesivo interés de los seres humanos modernos por la «salud» sólo se comprende en este contexto: es un fenómeno de tapadera para la de manda de seguridades de trasfondo, que siguen siendo válidas tras la di solución de las latencias naturales y culturales -y tras el empalidecimiento del colorismo regional del carácter17-. ¿Dónde si no al fundamento bioló
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gico, supuestamente interior, ha de dirigirse la búsqueda de lo propio, más aún, del núcleo de lo que me pertenece inalienablemente? ¿No es la existencia del propio cuerpo la prueba definitiva de la evolución como his toria exitosa, y puedo hacer algo más razonable que orientarme a su po der estar saludable? Con todo, esta búsqueda de lo sólido interior no se li bra de la ironía. Precisamente por el interés masivo por la mismidad, anclada biológicamente, los clientes más apasionados del programa iden tidad-mediante-salud caen en una inseguridad paradójica, hasta llegar al reconocimiento de que no puede haber salud en el pleno sentido de la pa labra. Lo que se pierde de vista en el culto a la salud es el papel subversi vo que la investigación médica representa en el acontecer explicativo: de bido a la búsqueda de los últimos fundamentos de la salud como mínima satisfacción biológica de trasfondo de la existencia tendría que llegarse al descubrimiento y problematización de aquellas estructuras lábiles, fina mente ajustadas, que desde hace aproximadamente cien años llamamos «sistemas de inmunidad» en el sentido bioquímico de la palabra. La locali zación forzada de seguridad de trasfondo en la propia base corporal revela un estrato de mecanismos de regulación, tras cuya emergencia aparece a la vista la profunda improbabilidad de integridad biosistémica en general.
Con la tematización de los sistemas de inmunidad propios del cuerpo se transforma radicalmente la relación de los individuos ilustrados con las condiciones orgánicas del propio estar saludable o enfermo. Sólo hay que tener en cuenta que se dan luchas ocultas entre agentes patógenos y «an ticuerpos» en el organismo humano, cuyos resultados se perfilan como responsables de nuestro estado de salud. Muchos biólogos describen el sí mismo somático como un terreno asediado, que es defendido por tropas fronterizas, propias del cuerpo, con éxito cambiante. Frente a los usuarios de esta terminología de halcones hay una fracción biológica de palomas, que dibuja un cuadro un poco menos marcial del acontecer inmunológi- co; según éste, el sí mismo y lo extraño aparecen tan ensamblados a nive les profundos que con estrategias demasiado primitivas de delimitación lo que se provoca, más bien, son efectos contraproducentes. Se manifiesta, además, unjuego intrincado de emisiones endocrinológicas, que actúan en el umbral entre los procesos bioquímicos inconscientes y la superficie vivencial del organismo. No sólo por su complicación los sistemas de in munidad confunden el deseo de seguridad de sus propietarios; irritan más aún por su paradoja inmanente, dado que trastocan sus éxitos, cuando son
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demasiado profundos, en causas de enfermedad de tipo propio: el univer so creciente de las patologías de autoinmunidad ilustra la peligrosa ten dencia de lo propio a vencer hasta la muerte en la lucha con lo otro.
No es casual que en las interpretaciones más recientes del fenómeno inmunidad se manifieste una tendencia a conceder a la presencia de lo ex traño dentro de lo propio un papel mucho más importante de lo que es taba previsto en las concepciones identidarias tradicionales de un sí mis mo organísmico monolíticamente cerrado; casi se podría hablar de un giro postestructuralista en la biología174. La patrulla de los anticuerpos en un organismo aparece menos como una policía, que aplica una política rí gida de extranjeros, que como una compañía de teatro, que parodia a sus invasores y sale a escena como sus travestidos. Pero, resúmase como se re suma la disputa de los biólogos en tomo a la interpretación de la inmuni dad, quien se interesa con suficiente pormenor por el poder-estar-saluda- ble como estrato fundamental de identidad e integridad personal, más tarde o más temprano aprenderá tanto sobre sus condiciones funcionales que la dimensión bioquímica de inmunidad, como tal, saldrá irritante mente de la latencia e irá creciendo hasta convertirse en el más inquie tante de todos los temas de primer plano.
Esto tiene consecuencias para el estatus mental de inmunidad de la «sociedad ilustrada»: ésta no sólo sabe ahora lo que sabe, sino que ha de hacerse, además, una opinión de cómo desea vivir, en cada caso, con los estadios explicativos que ha alcanzado. Se muestra a los modernos con cre ciente fuerza explosiva que el progreso de la capacidad de saber no se con vierte consecuentemente en análogas ventajas de inmunidad. Saber no es precisamente poder, sin más. Cuando, como sucede ahora, se describen o descubren quinientas nuevas enfermedades al año, no por ello crece in mediatamente la seguridad de los habitantes en la orgullosa torre de la ci
vilización. Si se hace balance, a causa de su explicitud creciente (y repri- mibilidad limitada), los conocimientos desarrollados sobre la arquitectura de seguridad de la existencia -desde el campo médico hasta el político, pa sando por el jurídico- actúan a menudo como desestabilizadores. A causa de los efectos contraproducentes de la explicación avanzada se co-explici- ta la latencia, como tal, en sus funciones plausibles. Retroactivamente, a quien llega al saber se le vuelve claro lo que tenía de no-saber. Ahora se muestra que estados pre-ilustrados o pre-explícitos pueden ser relevantes inmunológicamente como tales; al menos en el sentido de que la estancia
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en lo no desplegado permite, de modo temporal y en algunos aspectos, sa car provecho psíquicamente de ciertos efectos protectores del no-saber. Esto lo reconocieron ya autores antiguos como Cicerón, por ejemplo, que explica: «Ciertamente, la ignorancia de los males futuros es más útil que su conocimiento»175. Puede que el descubrimiento de estos contextos esté en conexión directa con la invención de las religiones salvíficas. Sí, quizá lo que la tradición cristiana llamó creencia no fue en principio otra cosa que un cambio de actitud programático, progresivo-regresivo, de un saber debilitante a una ignorancia fortificadora conectada con una ilusión hu manitaria. La vera religio tuvo éxito ante el trasfondo de la ilustración anti gua porque podía ser recomendada como cura sacerdotal-terapéutica de la enfermedad del realismo imperial. Por su forma contrafáctica, la fe ofre ció a sus practicantes la oportunidad de aferrarse a un fantasma portador de salvación, aunque fuera en contra de un mejor saber sobre las circuns tancias funestas, que ahora se llamaban, audazmente, externas.
Mientras que la conciencia ilustrada parte hoy necesariamente de po sibilidades, explícitamente representadas, de fracaso -desde la adverten cia, fundada en cifras, frente a riesgos de accidente, riesgos terroristas, riesgos en los negocios, riesgos de cáncer e infarto y otras dimensiones de probabilidades de percance, cifrables con precisión-, la vida no-alarmada, en tanto simpatiza vagamente con su trasfondo y se deja llevar por tradi ciones, conserva todavía, a veces, un aura de cobijo en la ingenuidad. Co mo ilustrado, uno se mofa de ella, pero se envidia también a sus poseedo res ocasionalmente, cuando uno mismo hace ya demasiado tiempo que vive en alarma permanente. Ilustración sobre la ilustración se convierte en management para daños colaterales del saber. A consecuencia de la ilustra ción de primera etapa todos nosotros estamos -por tomar una expresión de Botho Strauss- «pronósticamente infestados»176.
De todos modos, también se muestra ahora que ninguna conciencia, a causa de la estrechez de su ventana de temas, puede procesar más de uno o dos motivos de alarma al mismo tiempo, de modo que tiene que colocar en el trasfondo la mayoría de los temas de preocupación actualmente explícitos, como si realiter no los hubiera. (En la sociedad de multi-alarmas suenan las 24 horas del día varias docenas de campanas al mismo tiempo, aunque la mayoría de las veces conseguimos filtrar una alarma fundamen tal procesable. ) Del juego no-interrumpible del tematizar y destematizar riesgos surge un sustituto funcional, acreditado en la práctica, de la inge
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nuidad: mientras que el ingenuo primario, a causa de la constitución pre explícita de su conciencia, no podía tener representación adecuada algu na del espacio de riesgos en el que se mueve, navega el moderno en el mis mo espacio con una especie de segunda ingenuidad, porque tampoco y precisamente en una zona preparada analíticamente al riesgo es posible considerar a la vez todo lo que habría de ser considerado. Llamamos a la actitud secundaria-ingenua «re-implicación»; se trata de la función-standby de temas ya explícitos, pero temporalmente desactualizados. La re-impli- cación proporciona la prótesis de la confianza; su utilización presupone que de hecho sucede todo lo que puede suceder, aunque sólo esporádi camente y, por regla general, de tal modo que los perjudicados son otros. El lugar típico de la re-implicación es, por lo que respecta a documentos, el archivo, y por lo que se refiere a la experiencia personal, la memoria a largo plazo en estado de no fatiga; el saber potencial de alarma, almace nado ahí, permite al usuario la despreocupación secundaria. Archivos y memorias a largo plazo, suficientemente ordenados, proporcionan un apoyo formal a la segunda latencia17.
Poco antes de que Emil von Behring y Schibasaburo Kitasato, ayudan tes de Robert Koch en Berlín, en el año 1890, con el descubrimiento y de nominación conjuntos de la «antitoxina», una primera manifestación de los anticuerpos, dieran un empuje decisivo al desarrollo de la inmunología médica (en 1883 Ilya Meschnikow ya había expuesto en Mesina la función de los «fagocitos» en el rechazo de intrusos en el organismo), Nietzsche había caído en la cuenta, en sus investigaciones sobre los fundamentos re ferentes al modo de función de la conciencia humana, de la existencia de un sistema defensivo mental, del que reconoció cómo se coloca eficiente y disimuladamente al servicio de un centro-sí-mismo dominante y de sus necesidades de sentido. Desde este punto de vista puede considerarse a Nietzsche, tras preliminares como los de Mesmer, Fichte, Schelling, Carus y Schopenhauer, el auténtico descubridor del inconsciente operativo. En su obra capital crítico-moral Más allá del bien y del mal. Preludio a una filo sofía delfuturo, que apareció en agosto de 1886, escribe:
La fuerza del espíritu para apropiarse de lo extraño se manifiesta en una fuer te inclinación a asimilar lo nuevo a lo viejo, a simplificar lo diverso, a pasar por al to y rechazar lo totalmente contradictorio. [. . . ] A esa misma voluntad sirve una [. . . ] decisión repentina por la ignorancia, por el cerrojazo arbitrario, un cerrar sus
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ventanas, un decir-no interior a esta cosa o a aquélla, un no-dejar-que-se-aproxi- men, una especie de estado defensivo frente a muchas cosas aprendibles, una sa tisfacción con lo oscuro, con los horizontes que se cierran, un decir-sí y dar por buena a la ignorancia. . . 178
Si es lícito imaginar consideraciones de este tipo bajo el título de una filosofía delfuturo es porque con ellas se consumó la apertura al paradigma inmunológico de la crítica de la razón: a partir de ese umbral opera el pen samiento más allá del «conócete a ti mismo». Según ello parece que hay al go así como supresores de ideas o anticuerpos semánticos, dispuestos a la eliminación de representaciones incompatibles, surgidas del ámbito de la conciencia. Donde había amor a la sabiduría, ha de haber ahora com prensión de las propiedades repelentes y no-integrables de numerosas re presentaciones verdaderas. La teoría del conocimiento se convierte en una filial científico-cognitiva de la alergología179. Con ello tuvo lugar el antici po hasta entonces más amplio de las formas de racionalidad de la ciber nética, que pregunta por las condiciones internas y externas de funciona miento de las conciencias. A la luz de la inteligencia artificial se vuelve más claro lo que realiza la natural. Sólo protetizamos lo que hemos compren
dido con suficiente explicitud; re-evaluamos lo que no se puede protetizar. Alusiones anticipadas a este tránsito se pueden rastrear en el pensa miento de Nietzsche hasta comienzos de los años setenta; entre ellas so bresale el tratado, conocido postumamente, Sobre verdad y mentira en sentí- do extramoral de 1873: un intento temprano de comprender el pensamiento y el habla humanos, de acuerdo con su función primaria, como la erección de una envoltura de metáforas protectora, que ha de quitar de vista a los sujetos culturales las condiciones temibles y sin fondo de la existencia180. Memorable permanece el hecho de que Nietzsche, con el modo inmuno- lógico y alergológico de consideración de procesos racionales, descubrie ra ya, a la vez, su paradoja: cuando el pensamiento se toma completamen te en serio la posibilidad de seguir su propia lógica, se puede incluso emancipar de sus funciones inmunológicas para la vida y tomar partido en contra de los intereses vitales de sus propios portadores. Esto es lo que te nía Nietzsche a la vista en su alegato contra la «metafísica». Un programa fuerte de ilustración debe incluir en el futuro el conocimiento de las pa radojas autoinmunitarias del saber y calcular de nuevo los costes de los im
pulsos idealistas.
