Lo que en las
palabras
y formas lingu?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
s, dependen de la buena voluntad de los dema?
s y asumen incluso esa dependencia de buen grado.
Lo completa mente med ia- do, el intere?
s abstracto, crea una segunda inmediatez, al tiempo que el au?
n no del todo captado se ve comprometido como persona poco natural.
Para no verse atrapado entre las ruedas debe cere- moniosamente superar al mundo en mundanidad, por lo que fa?
cil.
mente es acusado de los ma?
s torpes excesos.
Forzosamente se le reprochara?
desconfianza, ansia de poder, falta de camaraderi?
a, fal- sedad, vanidad e inconsecuencia.
La magia social indefectiblemente convierte al que no entra en el juego en egoi?
sta, y al que se adecua con pe?
rdida de su ego (Se/bsJ) al principio de realidad se le llama
desinteresado (setbsttos),
139
Inaceptable. - Lus burgueses cultivados suelen exigir a la obra de arte que les de? algo. Ya no se indignan con lo radical, sino que se repliegan en la afirmacio? n impu? dicamente modesta de que no entienden. Esta suprime la oposicio? n, u? ltima relacio? n negativa con la verdad, y el objeto escandaloso es catalogado con una sonrisa entre los objetos ma? s distantes de e? l, como son los bienes de uso, entre los cuales se puede elegir y rechazar sin cargar con ningu? n tipo de responsabilidad. Uno es muy tonto para entender, demasiado anticuado, simplemente no puede con ello, y cuanto ma? s se empequen? ece, ma? s resueltamente participa del poderoso uni? sono de la vox inhumana populi, del poder rector del petrifi- cado espi? ritu del tiempo . 1. . 0 ininteligible, de lo que nadie obt iene nada, se convierte de provocador atentado en locura digna de com- pasio? n. Con el aguijo? n se aleja la tentacio? n. Que a uno se le debe dar algo, el postulado de sustancialidad y plenitud acorde con las apariencias, precisamente impide ambas cosas y empobrece al que da. Aqui? la relacio? n entre los hombres es ana? loga a la relacio? n este? tica. El reproche de que uno no da nada es deplorable. Si la relacio? n ha sido este? ril, hay que disolverla. Pero al que la mano tiene, aunque lamenta? ndose, deja de i? uncionarle el o? rgano de la recepcio? n que es la fantasi? a. Ambas partes deben dar algo: la fell- clded como cosa no precisamente sujeta a intercambio, ni tampoco
demandable; pero este dar es inseparable del tOJIllIJ', Y \I'. U ' 1I~lld" lo que se tiene para el otro no alcanza e? ste a recibid" , Nil II. IY amor que no sea ceo. En los mitos la aceptacio? n de la oi? rcnd. ? " 111 la garanti? a de la gracia, y esa aceptacio? n es lo que pide el ;1111(11, re? plica del acto de la ofrenda, si no ha de verse maldecido. Lu decadencia del regalar se corresponde hoy con la reluctancia 11 tomar. Pero e? sta desemboca en aquella negacio? n de la felicidad misma que, como tal negacio? n, es la que hace que los hombres sigan aferrados a su tipo de felicidad. La muralla se derribada si recibieran del otro aquello que, mordie? ndose los labios, tienen que prohibirse. Pero esto les resulta difi? cil a causa del esfuerzo que el tomar les exige. Sugestionados por la te? cnica, traducen el odio al esfuerzo superfluo de su existencia a un gasTO de energi? a que el placer requiere, hasta en todas sus sublimaciones, como momento de su esencia. A pesar de las numerosas facilidades, su praxis es absurda fatiga. En cambio el derroche de energi? a en la felicidad -el secreto de e? sta- no lo soportan. Por eso tiene que reducirse a las fo? rmulas inglesas del relax y el take it easy, proce- dentes del lengue? c de las enfermeras, no del entusiasmo. La feli- cidad esta? anticuada: es inecone? rolca. Pues su idea, la unio? n se- xual, es lo contrario de lo escindido, es venturoso esfuerzo, asi? como todo trabajo esclavizante es esfuerzo desventurado.
140
Consecutio tempoTum. --Cuando mi primer profesor de com- posicio? n intento? disuadirme de mis devaneos atonales y no lo consegui? a con sus escandalosas historias ero? ticas sobre los atona- listas, penso? que podri? a atraparme por donde suponi? a estaba mi lado de? bil: el deseo de parecer moderno. lo ultramoderno, rezaba su argumento, habi? a dejado de ser moderno; los esti? mulos que yo buscaba habi? an perdido ya su vigor; las formas de expresio? n que me arralan eran sentimentalismo anticuado, y la nueva juventud teni? a, como le gustaba decir, ma? s glo? bulos rojos en la sangre. Sus propias piezas, cuyos temas orientales fueron continua? ndose en la escala croma? tica, mostraban que aquellas mordaces considera- ciones eran la maniobra de un director de conservatorio con mala conciencia. Mas pronto hube de descubrir que la moda que e? l oponi? a a mi modernismo se pareci? a en la capital de los grandes salones a lo que e? l habi? a inventado en provincias. El neoclasicismo,
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? ? ? ese tipo de reaccron que no so? lo no se reconoce como tal, sino que adema? s hace pasar a su propio momento reaccionario por avan- zado, era la punta de lanza de una tendencia masiva que tanto bajo el fascismo como en la cultura de masas ra? pidamente apren- dio? a prescindir del delicado respeto a los todavi? a demasiado sen- sibles artistas y a unificar el espi? ritu de los pintores cortesanos con el del progreso te? cnico. Lo moderno se ha vuelto realmente anticuado. Lo modernidad es una categori? a cualitativa, no crono- lo? gica. Cuanto menos se deja persuadir por la forma abstracta, ma? s necesaria es para ella la renuncia a la composicio? n convcn- cicnal de superficies, a la apariencia de armoni? a y al orden con- firmado en la mera copia. Las ligas fascistas, que gallardamente clamaban contra el futurismo, en su furia habi? an comprendido mejor que los censores de Moscu? , que ponen al cubismo en el i? ndice porque se habi? a quedado en la Indecorosidad privada ajena al espi? ritu de la era colectivista, o que los impertinentes cri? ticos teatrales, que encuentran passe? un drama de Strindberg o de W e- deki? nd, mientras que un reportaje sobre los bajos fondos les pa- rece up to date. La indolente trivialidad expresa, no obstante, una atroz verdad: que respecto a la sociedad total, que trata de imponer su organizacio? n a todas las manifestaciones, lo que se resiste a eso que la mujer de Lindbergh llamaba <<ola del futuro>>, la construccio? n cri? tica de la esencia, queda como rezagado. Lo cual de ningu? n modo se halla proscrito por la opinio? n pu? blica co- rrompida; ocurre ma? s bien que el desatino afecta a la cosa. La pre- potencia de lo existente, que induce al espi? ritu a rivalizar con e? l, es tan avasallante, que hasta una manifestacio? n de protesta no asi- milada toma frente a ella e! cara? cter de algo ru? stico, desorientado y desprevenido, recordando aquel provincianismo en el que antan? o lo moderno profe? ticamente vei? a un atraso. La regresio? n psicolo? gica de los individuos, que existen sin Yo, se corresponde con una re- gresio? n del espi? ritu objetivo en la que el embrutecimiento, el pri- mitivismo y la venalidad imponen lo que histo? ricamente estaba ya en decadencia como la tendencia histo? rica ma? s reciente, suje- tando al veredicto de cosa prete? rita a todo cuanto no se suma incondicionalmente a la marcha de la regresio? n. Semejante quid pro quo de progreso y reaccio? n hace de toda orientacio? n dentro del arte contempora? neo algo casi tan difi? cil como la orientacio? n en la poli? tica, adema? s de entorpecer la produccio? n misma, en [a cual el que alienta intenciones extremas tiene que sentirse como un provinciano, mientras que el conformista ya no se siente ver-
gonzoso en el cenador, sino quc toma el reactor hacia lo pluscuam- perfecto.
141
La nuance/encor'. - La exigencia de quc e! pensamiento o e! informe renuncie a los matices no hay que despacharla sumaria- mente diciendo que se rinde al embrutecimiento predominante, Si el matiz lingu? i? stico no puede pcrcibirse, ello es cosa del matiz mismo y no de su recepcio? n. El lenguaje es, por su propia sustan- cia objetiva, expresio? n social, incluso cuando, como expresio? n indi- vidual, se separa ariscamente de la sociedad. Las alteraciones que sufre en la comunicacio? n alcanzan al material no comunicativo de! escritor.
Lo que en las palabras y formas lingu? i? sticas viene alteo rada por el uso, entra deteriorado en el taller solitario. Mas en e? l no pueden repararse los desperfectos histo? ricos. La historia no roza tangencialmente el lenguaje, sino que acontece en medio de e? l. Lo que en contra de! uso sigue emplea? ndose, aparece como ingenuamente provinciano o co? modamente restaurativo. Todos los matices son convertidos en <<flavor>> y malbaratados a tal grado que hasta las sutilezas literarias de vanguardia nos recuerdan pala- bras en decadencia, como Glast, versonnen, lauschig, wu? rzig << . Las pro clamas contr a el k itsch se tornan ellas mismas cursis, pro? - ximas al arte industrial y con un deje bobamente consolador parejo al de aquel mundo femenino cuyo cara? cter ani? mico se consolido? en Alemania junto al tono de voz y al atuendo. En la cuidada ramploneri? a del nivel con la que alla? los afortunados intelectuales supervivientes concursan a los puestos vacantes de la cultura, lo que ayer se presentaba todavi? a como lenguaje esmerado y anticon- vencional aparece como rancia afectacio? n. El alema? n parece hallarse ante la alternativa de un segundo y horrendo bicdermei? er o la tri- vialidad administra tivo-funcionarial. Sin embargo la simplificacio? n, que no esta? sugerida solamente por el intere? s comercial, sino ade- ma? s por motivos poli? ticos fundados y, en definitiva, por el esta- dio histo? rico del lenguaje mismo, no tanto allana el matiz como promueve tira? nicamente su decadencia. Ella ejecuta el sacrificio a la omnipotencia de la sociedad. Pero la sociedad es, pr ecisamente
. ? , Sus equivalentes aproximados son: <<esplendor>>, <<ensimismado>>, <<pla? . cido>>, <<sazonado>> . [N. del T. ]
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? ? ? por su omnipotencia, tan inconmensurable y ajena al sujeto del conocimiento y la expresio? n como lo fue en e? pocas ma? s mofen- sivas, cuando e? ste evitaba e! lenguaje cotidiano. El hecho de que los hombres sean absorbidos por la totalidad sin ser, como hom- bres, duen? os de la totalidad, hace de las formas idioma? ticas insti- tucionalizadas algo tan nulo como los valores ingenuamente indi- viduales, y en igual medida resulta baldi? o el intento de modificar su funcio? n admitie? ndolas en el medio literario: pose de ingeniero en quien no sabe leer un diagrama. El lenguaje colectivo que atrae al escritor que recela de su aislamiento viendo en e? l un romanti- cismo, no es menos roma? ntico: el escritor usurpa aqui? la voz de aquellos por los que, como uno ma? s entre ellos, no puede directa- mente abogar porque su lenguaje esta? tan separado de ellos por la cosificacio? n como lo esta? n todos unos de otros; porque la figura actual de lo colectivo en si? misma carece de lenguaje. Hoy ningu? n colectivo al que confiar la expresio? n de! sujeto es ya sujeto. El que no se aviene al tono oficial de himno de los festejos de libe. racio? n totalitariamente controlados, sino que se toma en serio esa arid i? t e? que ambiguamente recomienda Rogcr Cai? llols, vive la disciplina objeriva u? nicamente de modo privado, sin lograr acce- der a ningu? n universal concreto. La contradiccio? n entre e! cara? cter abstracto de aquel lenguaje, que desea acabar con lo subjetivo burgue? s, y sus objetos rigurosamente concretos no radica en la incapacidad del escritor, sino en la antinomia histo? rica. Aquel su-
jeto desea hacer cesio? n de si mismo a lo colectivo sin estar supe- rado en tal colectivo. De ahi? que su renuncia a lo privado guarde precisamente un cara? cter privado, quime? rico. Su lenguaje imita por propia cuenta la ri? gida construccio? n de la sociedad y se crea la ilusio? n de hacer hablar al hormigo? n. En castigo, el lenguaje no oficial de la comunidad termina siempre dando un faux pas, imponiendo el realismo a costa de la cosa no de modo diferente de como lo had a el burgue? s cuando declamaba en estilo grand ilo- cuente. La actitud consecuente ante la decadencia del matiz no seri? a entonces la de aferrarse obstinadamente al matiz caduco, ni tampoco la de extirpar todo matiz, sino la de exceder si cabe su condicio? n de tal, la de exagerarlo al punto de convertirlo de infle- xio? n subjetiva en pura determinacio? n especi? fica del objeto. El que escribe debe conjugar el ma? s estricto control porque la palabra refiera la cosa y so? lo ella, sin mirarla de soslayo, con la desarticu- lacio? n de toda actitud de vigilancia de lo que el paciente esfuerzo en su significacio? n lingu? i? stica connota y lo que no. Mas frente al temor de quedar pese a todo a la zaga del espi? ritu de! tiempo y a
ser arrojado al monto? n de barreduras de la subjetividad desechada, es preciso recordar que lo renombradamenre actual y lo que tiene un contenido progresista no son ya la misma cosa. En un orden que liquida lo moderno por atrasado, eso mismo atrasado, despue? s de haberlo enjuiciado, puede ostentar la verdad sobre la que el proceso histo? rico patina. Como no se puede expresar ninguna otra verdad que la que el sujeto es capaz de encarnar, e! anacronismo se convierte en refugio de lo moderno.
142
A do? nde va el verso alema? n. - Artistas como George rechaza- ron e! verso libre por considerarlo contrario a la forma, producto hi? brido de expresio? n contenida y prosa. Pero Goethe y los himnos posteriores de Holderlin lo desmienten. Su visio? n te? cnica toma e! verso libre tal como se ofrece. Hacen oi? dos sordos a la historia, que configura e! verso en su expresio? n. So? lo en la e? poca de su deca- dencia los ritmos libres se reducen a peri? odos de prosa de tonos elevados puestos unos tras otros. Donde e! verso libre aparece como forma con esencia propia, se trata de un verso que se sale de la apretada estrofa y trasciende la subjetividad. Vuelve el patbos del metron contra la pretensio? n misma de e? ste cual estricta negacio? n de lo demasiado estricto, del mismo modo que la prosa musical emancipada de la simetri? a de la octava debe su emancipa.
cio? n a los inexorables principios constructivos que maduraron en la articulacio? n de la regularidad tonal. En los ritmos libres hablan las ruinas de las primorosas estrofas antiguas no sujetas a la rima. Estos parecen a las lenguas nuevas extran? os, y en virtud de esa extran? eza sirven a la expresio? n de todo lo que no se agota en la comunicacio? n. Pero ceden irremediablemente a la marea de las lenguas en los que esta? n compuestos. So? lo de modo fragmentario, en medio del reino de la comunicacio? n y sin que ningu? n albedri? o los separe de e? l, implican distancia y estilizacio? n - de inco? gnito y sin privilegios- hasta en una li? rica como la de Trakl, donde las olas del suen? o anegan los desvalidos versos. No en vano fue la e? poca de los ritmos libres la de la Revolucio? n francesa, la de! em- pate entre la dignidad y la igualdad humanas. ? Pero no se asimila el procedimiento consciente de tales versos a la ley a que obedece el lenguaje en general en su historia inconsciente? ? No es toda prosa elaborada propiamente un sistema de ritmos libres, el in-
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? ? ? rento de llegar a un ajuste entre el ma? gico encantamiento de lo absoluto y la negacio? n de su apariencia, un esfuerzo del espi? ritu dirigido a salvar el poder metafi? sico de la expresio? n procediendo a su secularizacio? n? Si ello es asi? , arrojari? a un rayo de esperanza sobre el trabajo de Si? sifo que todo escritor en prosa toma sobre si? desde que la desmitificacio? n se convirtio? en destruccio? n del len- guaje mismo. El quijotismo literario se ha tornado un imperativo porque todo peri? odo textual contribuye a decidir si el lenguaje como tal estaba desde los tiempos primitivos ambiguamente a mero ced de la explotacio? n y la mentira consagrada que In acompan? aba o si iba preparando el texto sagrado al tiempo que desestimaba el elemento sacral del que vivi? a. El asce? tico enclaustramiento en la prosa frente al verso no es sino la evocacio? n del canto.
desinteresado (setbsttos),
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Inaceptable. - Lus burgueses cultivados suelen exigir a la obra de arte que les de? algo. Ya no se indignan con lo radical, sino que se repliegan en la afirmacio? n impu? dicamente modesta de que no entienden. Esta suprime la oposicio? n, u? ltima relacio? n negativa con la verdad, y el objeto escandaloso es catalogado con una sonrisa entre los objetos ma? s distantes de e? l, como son los bienes de uso, entre los cuales se puede elegir y rechazar sin cargar con ningu? n tipo de responsabilidad. Uno es muy tonto para entender, demasiado anticuado, simplemente no puede con ello, y cuanto ma? s se empequen? ece, ma? s resueltamente participa del poderoso uni? sono de la vox inhumana populi, del poder rector del petrifi- cado espi? ritu del tiempo . 1. . 0 ininteligible, de lo que nadie obt iene nada, se convierte de provocador atentado en locura digna de com- pasio? n. Con el aguijo? n se aleja la tentacio? n. Que a uno se le debe dar algo, el postulado de sustancialidad y plenitud acorde con las apariencias, precisamente impide ambas cosas y empobrece al que da. Aqui? la relacio? n entre los hombres es ana? loga a la relacio? n este? tica. El reproche de que uno no da nada es deplorable. Si la relacio? n ha sido este? ril, hay que disolverla. Pero al que la mano tiene, aunque lamenta? ndose, deja de i? uncionarle el o? rgano de la recepcio? n que es la fantasi? a. Ambas partes deben dar algo: la fell- clded como cosa no precisamente sujeta a intercambio, ni tampoco
demandable; pero este dar es inseparable del tOJIllIJ', Y \I'. U ' 1I~lld" lo que se tiene para el otro no alcanza e? ste a recibid" , Nil II. IY amor que no sea ceo. En los mitos la aceptacio? n de la oi? rcnd. ? " 111 la garanti? a de la gracia, y esa aceptacio? n es lo que pide el ;1111(11, re? plica del acto de la ofrenda, si no ha de verse maldecido. Lu decadencia del regalar se corresponde hoy con la reluctancia 11 tomar. Pero e? sta desemboca en aquella negacio? n de la felicidad misma que, como tal negacio? n, es la que hace que los hombres sigan aferrados a su tipo de felicidad. La muralla se derribada si recibieran del otro aquello que, mordie? ndose los labios, tienen que prohibirse. Pero esto les resulta difi? cil a causa del esfuerzo que el tomar les exige. Sugestionados por la te? cnica, traducen el odio al esfuerzo superfluo de su existencia a un gasTO de energi? a que el placer requiere, hasta en todas sus sublimaciones, como momento de su esencia. A pesar de las numerosas facilidades, su praxis es absurda fatiga. En cambio el derroche de energi? a en la felicidad -el secreto de e? sta- no lo soportan. Por eso tiene que reducirse a las fo? rmulas inglesas del relax y el take it easy, proce- dentes del lengue? c de las enfermeras, no del entusiasmo. La feli- cidad esta? anticuada: es inecone? rolca. Pues su idea, la unio? n se- xual, es lo contrario de lo escindido, es venturoso esfuerzo, asi? como todo trabajo esclavizante es esfuerzo desventurado.
140
Consecutio tempoTum. --Cuando mi primer profesor de com- posicio? n intento? disuadirme de mis devaneos atonales y no lo consegui? a con sus escandalosas historias ero? ticas sobre los atona- listas, penso? que podri? a atraparme por donde suponi? a estaba mi lado de? bil: el deseo de parecer moderno. lo ultramoderno, rezaba su argumento, habi? a dejado de ser moderno; los esti? mulos que yo buscaba habi? an perdido ya su vigor; las formas de expresio? n que me arralan eran sentimentalismo anticuado, y la nueva juventud teni? a, como le gustaba decir, ma? s glo? bulos rojos en la sangre. Sus propias piezas, cuyos temas orientales fueron continua? ndose en la escala croma? tica, mostraban que aquellas mordaces considera- ciones eran la maniobra de un director de conservatorio con mala conciencia. Mas pronto hube de descubrir que la moda que e? l oponi? a a mi modernismo se pareci? a en la capital de los grandes salones a lo que e? l habi? a inventado en provincias. El neoclasicismo,
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? ? ? ese tipo de reaccron que no so? lo no se reconoce como tal, sino que adema? s hace pasar a su propio momento reaccionario por avan- zado, era la punta de lanza de una tendencia masiva que tanto bajo el fascismo como en la cultura de masas ra? pidamente apren- dio? a prescindir del delicado respeto a los todavi? a demasiado sen- sibles artistas y a unificar el espi? ritu de los pintores cortesanos con el del progreso te? cnico. Lo moderno se ha vuelto realmente anticuado. Lo modernidad es una categori? a cualitativa, no crono- lo? gica. Cuanto menos se deja persuadir por la forma abstracta, ma? s necesaria es para ella la renuncia a la composicio? n convcn- cicnal de superficies, a la apariencia de armoni? a y al orden con- firmado en la mera copia. Las ligas fascistas, que gallardamente clamaban contra el futurismo, en su furia habi? an comprendido mejor que los censores de Moscu? , que ponen al cubismo en el i? ndice porque se habi? a quedado en la Indecorosidad privada ajena al espi? ritu de la era colectivista, o que los impertinentes cri? ticos teatrales, que encuentran passe? un drama de Strindberg o de W e- deki? nd, mientras que un reportaje sobre los bajos fondos les pa- rece up to date. La indolente trivialidad expresa, no obstante, una atroz verdad: que respecto a la sociedad total, que trata de imponer su organizacio? n a todas las manifestaciones, lo que se resiste a eso que la mujer de Lindbergh llamaba <<ola del futuro>>, la construccio? n cri? tica de la esencia, queda como rezagado. Lo cual de ningu? n modo se halla proscrito por la opinio? n pu? blica co- rrompida; ocurre ma? s bien que el desatino afecta a la cosa. La pre- potencia de lo existente, que induce al espi? ritu a rivalizar con e? l, es tan avasallante, que hasta una manifestacio? n de protesta no asi- milada toma frente a ella e! cara? cter de algo ru? stico, desorientado y desprevenido, recordando aquel provincianismo en el que antan? o lo moderno profe? ticamente vei? a un atraso. La regresio? n psicolo? gica de los individuos, que existen sin Yo, se corresponde con una re- gresio? n del espi? ritu objetivo en la que el embrutecimiento, el pri- mitivismo y la venalidad imponen lo que histo? ricamente estaba ya en decadencia como la tendencia histo? rica ma? s reciente, suje- tando al veredicto de cosa prete? rita a todo cuanto no se suma incondicionalmente a la marcha de la regresio? n. Semejante quid pro quo de progreso y reaccio? n hace de toda orientacio? n dentro del arte contempora? neo algo casi tan difi? cil como la orientacio? n en la poli? tica, adema? s de entorpecer la produccio? n misma, en [a cual el que alienta intenciones extremas tiene que sentirse como un provinciano, mientras que el conformista ya no se siente ver-
gonzoso en el cenador, sino quc toma el reactor hacia lo pluscuam- perfecto.
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La nuance/encor'. - La exigencia de quc e! pensamiento o e! informe renuncie a los matices no hay que despacharla sumaria- mente diciendo que se rinde al embrutecimiento predominante, Si el matiz lingu? i? stico no puede pcrcibirse, ello es cosa del matiz mismo y no de su recepcio? n. El lenguaje es, por su propia sustan- cia objetiva, expresio? n social, incluso cuando, como expresio? n indi- vidual, se separa ariscamente de la sociedad. Las alteraciones que sufre en la comunicacio? n alcanzan al material no comunicativo de! escritor.
Lo que en las palabras y formas lingu? i? sticas viene alteo rada por el uso, entra deteriorado en el taller solitario. Mas en e? l no pueden repararse los desperfectos histo? ricos. La historia no roza tangencialmente el lenguaje, sino que acontece en medio de e? l. Lo que en contra de! uso sigue emplea? ndose, aparece como ingenuamente provinciano o co? modamente restaurativo. Todos los matices son convertidos en <<flavor>> y malbaratados a tal grado que hasta las sutilezas literarias de vanguardia nos recuerdan pala- bras en decadencia, como Glast, versonnen, lauschig, wu? rzig << . Las pro clamas contr a el k itsch se tornan ellas mismas cursis, pro? - ximas al arte industrial y con un deje bobamente consolador parejo al de aquel mundo femenino cuyo cara? cter ani? mico se consolido? en Alemania junto al tono de voz y al atuendo. En la cuidada ramploneri? a del nivel con la que alla? los afortunados intelectuales supervivientes concursan a los puestos vacantes de la cultura, lo que ayer se presentaba todavi? a como lenguaje esmerado y anticon- vencional aparece como rancia afectacio? n. El alema? n parece hallarse ante la alternativa de un segundo y horrendo bicdermei? er o la tri- vialidad administra tivo-funcionarial. Sin embargo la simplificacio? n, que no esta? sugerida solamente por el intere? s comercial, sino ade- ma? s por motivos poli? ticos fundados y, en definitiva, por el esta- dio histo? rico del lenguaje mismo, no tanto allana el matiz como promueve tira? nicamente su decadencia. Ella ejecuta el sacrificio a la omnipotencia de la sociedad. Pero la sociedad es, pr ecisamente
. ? , Sus equivalentes aproximados son: <<esplendor>>, <<ensimismado>>, <<pla? . cido>>, <<sazonado>> . [N. del T. ]
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? ? ? por su omnipotencia, tan inconmensurable y ajena al sujeto del conocimiento y la expresio? n como lo fue en e? pocas ma? s mofen- sivas, cuando e? ste evitaba e! lenguaje cotidiano. El hecho de que los hombres sean absorbidos por la totalidad sin ser, como hom- bres, duen? os de la totalidad, hace de las formas idioma? ticas insti- tucionalizadas algo tan nulo como los valores ingenuamente indi- viduales, y en igual medida resulta baldi? o el intento de modificar su funcio? n admitie? ndolas en el medio literario: pose de ingeniero en quien no sabe leer un diagrama. El lenguaje colectivo que atrae al escritor que recela de su aislamiento viendo en e? l un romanti- cismo, no es menos roma? ntico: el escritor usurpa aqui? la voz de aquellos por los que, como uno ma? s entre ellos, no puede directa- mente abogar porque su lenguaje esta? tan separado de ellos por la cosificacio? n como lo esta? n todos unos de otros; porque la figura actual de lo colectivo en si? misma carece de lenguaje. Hoy ningu? n colectivo al que confiar la expresio? n de! sujeto es ya sujeto. El que no se aviene al tono oficial de himno de los festejos de libe. racio? n totalitariamente controlados, sino que se toma en serio esa arid i? t e? que ambiguamente recomienda Rogcr Cai? llols, vive la disciplina objeriva u? nicamente de modo privado, sin lograr acce- der a ningu? n universal concreto. La contradiccio? n entre e! cara? cter abstracto de aquel lenguaje, que desea acabar con lo subjetivo burgue? s, y sus objetos rigurosamente concretos no radica en la incapacidad del escritor, sino en la antinomia histo? rica. Aquel su-
jeto desea hacer cesio? n de si mismo a lo colectivo sin estar supe- rado en tal colectivo. De ahi? que su renuncia a lo privado guarde precisamente un cara? cter privado, quime? rico. Su lenguaje imita por propia cuenta la ri? gida construccio? n de la sociedad y se crea la ilusio? n de hacer hablar al hormigo? n. En castigo, el lenguaje no oficial de la comunidad termina siempre dando un faux pas, imponiendo el realismo a costa de la cosa no de modo diferente de como lo had a el burgue? s cuando declamaba en estilo grand ilo- cuente. La actitud consecuente ante la decadencia del matiz no seri? a entonces la de aferrarse obstinadamente al matiz caduco, ni tampoco la de extirpar todo matiz, sino la de exceder si cabe su condicio? n de tal, la de exagerarlo al punto de convertirlo de infle- xio? n subjetiva en pura determinacio? n especi? fica del objeto. El que escribe debe conjugar el ma? s estricto control porque la palabra refiera la cosa y so? lo ella, sin mirarla de soslayo, con la desarticu- lacio? n de toda actitud de vigilancia de lo que el paciente esfuerzo en su significacio? n lingu? i? stica connota y lo que no. Mas frente al temor de quedar pese a todo a la zaga del espi? ritu de! tiempo y a
ser arrojado al monto? n de barreduras de la subjetividad desechada, es preciso recordar que lo renombradamenre actual y lo que tiene un contenido progresista no son ya la misma cosa. En un orden que liquida lo moderno por atrasado, eso mismo atrasado, despue? s de haberlo enjuiciado, puede ostentar la verdad sobre la que el proceso histo? rico patina. Como no se puede expresar ninguna otra verdad que la que el sujeto es capaz de encarnar, e! anacronismo se convierte en refugio de lo moderno.
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A do? nde va el verso alema? n. - Artistas como George rechaza- ron e! verso libre por considerarlo contrario a la forma, producto hi? brido de expresio? n contenida y prosa. Pero Goethe y los himnos posteriores de Holderlin lo desmienten. Su visio? n te? cnica toma e! verso libre tal como se ofrece. Hacen oi? dos sordos a la historia, que configura e! verso en su expresio? n. So? lo en la e? poca de su deca- dencia los ritmos libres se reducen a peri? odos de prosa de tonos elevados puestos unos tras otros. Donde e! verso libre aparece como forma con esencia propia, se trata de un verso que se sale de la apretada estrofa y trasciende la subjetividad. Vuelve el patbos del metron contra la pretensio? n misma de e? ste cual estricta negacio? n de lo demasiado estricto, del mismo modo que la prosa musical emancipada de la simetri? a de la octava debe su emancipa.
cio? n a los inexorables principios constructivos que maduraron en la articulacio? n de la regularidad tonal. En los ritmos libres hablan las ruinas de las primorosas estrofas antiguas no sujetas a la rima. Estos parecen a las lenguas nuevas extran? os, y en virtud de esa extran? eza sirven a la expresio? n de todo lo que no se agota en la comunicacio? n. Pero ceden irremediablemente a la marea de las lenguas en los que esta? n compuestos. So? lo de modo fragmentario, en medio del reino de la comunicacio? n y sin que ningu? n albedri? o los separe de e? l, implican distancia y estilizacio? n - de inco? gnito y sin privilegios- hasta en una li? rica como la de Trakl, donde las olas del suen? o anegan los desvalidos versos. No en vano fue la e? poca de los ritmos libres la de la Revolucio? n francesa, la de! em- pate entre la dignidad y la igualdad humanas. ? Pero no se asimila el procedimiento consciente de tales versos a la ley a que obedece el lenguaje en general en su historia inconsciente? ? No es toda prosa elaborada propiamente un sistema de ritmos libres, el in-
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? ? ? rento de llegar a un ajuste entre el ma? gico encantamiento de lo absoluto y la negacio? n de su apariencia, un esfuerzo del espi? ritu dirigido a salvar el poder metafi? sico de la expresio? n procediendo a su secularizacio? n? Si ello es asi? , arrojari? a un rayo de esperanza sobre el trabajo de Si? sifo que todo escritor en prosa toma sobre si? desde que la desmitificacio? n se convirtio? en destruccio? n del len- guaje mismo. El quijotismo literario se ha tornado un imperativo porque todo peri? odo textual contribuye a decidir si el lenguaje como tal estaba desde los tiempos primitivos ambiguamente a mero ced de la explotacio? n y la mentira consagrada que In acompan? aba o si iba preparando el texto sagrado al tiempo que desestimaba el elemento sacral del que vivi? a. El asce? tico enclaustramiento en la prosa frente al verso no es sino la evocacio? n del canto.
