Pero en tanto se estrechan espacialmente las esferas de
la visión, se incrementa la profusión de lo discemible, la plétora de los fe
nómenos físicos [.
la visión, se incrementa la profusión de lo discemible, la plétora de los fe
nómenos físicos [.
Sloterdijk - Esferas - v2
Poco a poco comienzan a comprender
lo que significa que las evidencias europeas, junto con sus regula
ciones filosóficas y antropológicas del lenguaje, sólo poseen validez
regional yno reflejan por principio el commonsensede una hipotéti
ca humanidad global.
Fue sobre todo la literatura europea moderna la que primero se
apartó del sueño filosófico-católico de una verdadera misión unita
ria y de un lenguaje universal definitivo, y la que se puso en camino
hacia un plurilingüismo esencial. Desde el punto de vista de la his
toria de los medios, esta puesta en camino va unida al paso de la
economía de palacio eclesial-estatal de los mensajes a la economía
de mercado literaria y periodística.
La última, desde sus comienzos en el siglo XIV, se presenta bajo
una forma dúplice: por una parte, como mercado de las literaturas
triviales, de las novelas y novedades, en el que los mensajes ya no se
componen centrados en el remitente, sino en el receptor, acomo
dándose a las expectativas de diversión y edificación del público;
por otra, como mercado de la literatura de genio, que es verdad que
permanece centrada en gran medida en el remitente, puesto que el
680
autor oficia como revelación local de una fuente trascendente de
emisión, pero que también señala con ello el tránsito a relaciones
no-monopolizadoras y neopoliteístas. Novalis expresó la idea de que
en el futuro incluso el nombre de Cristo habría de ponerse en plu
ral. La historia del arte trivializó este impulso e hizo desfilar en pro
cesiones cronológicas a los mesías productores. En el mercado del
genio la religión monopolizadora de antaño se disuelve en un pro
ceso de revelación desregulado, en el que salen a la luz tantos dio
ses como grandes artistas. Se podría decir, sin ambages, que el cen
tralismo religioso se fue a pique por la legalización de la genialidad
(así como, desde el punto de vista morfológico, la agonía de Dios
comenzó con la colocación del centro en todas partes y con la des
realización de la periferia*4*). Si se anula, además, la condición de
que el arte ha de ser grande para poder hacerse público, la cultura
de masas moderna queda ya establecida en esbozo. En ella puede
festejarse la permanente revelación de la trivialidad; pero, dado que
ahí no hay nada que festejar realmente, a los participantes no les
queda otra que hacer girar continuamente el molino del autoa-
plauso para lo tampoco-tan-especial.
La opción por la cultura trivial no es ella misma trivial; así como
en la Antigüedad tardía la decisión fue por la primacía del Evange
lio frente a las musas, la Modernidad posmodernizada (si no enga
ña todo) vota por la primacía de la democracia frente al arte y la fi
losofía. Las consecuencias más bien agradables de esto: coexistencia
pacífica de todos los mensajes sin poder y sin contenido; la cultura
de las listas de los mejores como eterno retorno del otro insignifi
cante; autosonografía de las sociedades de medios con la mezcla
siempre igual y siempre nueva de nonsense y no-nonsense; libertad de
elección entre diferentes formas de actuación de la misma deca
dencia; emancipación de los hablantes de la exigencia de tener que
decir algo. Por lo que respecta a las consecuencias más bien desa
gradables, no son aquí nuestro tema.
Kafka, en torno a 1914, evocó en una breve parábola el estado ac
tual del mercado libre de mensajes, que, por lo que se ve, quedará
como su estado final.
681
Fueron puestos ante la elección de ser reyes o correos. Siguiendo su
condición infantil, todos quisieron ser correos, razón por la cual hay tantos
correos. Y, por eso, porque no hay reyes, se persiguen indiscriminadamen
te y se gritan unos a otros sus propios informes, que han perdido ya su sen
tido. Gustosamente pondrían fin a su miserable vida, pero no se atreven a
causa del juramento del cargo.
682
Excurso 6
La descoronación de Europa
Anécdota sobre la tiara
Si algún día se escribiera una historia filosófica de los cubreca-
bezas (lo que parece irremisible, dado que la ocupación con los
contenidos de cabeza está agotada), ésa sería la mejor forma de re
cordar una época pasada en la que los seres humanos llevaban sus
pensamientos fundamentales igualmente sobre la cabeza que den
tro de ella. Los miembros de la humanidad premodema declaraban
por sus sombreros su actitud frente al mundo.
Entre los complementos capitales o ideas capitales más externas,
las coronas y las mitras obispales poseen un rango eminente, y no
sólo porque por su forma redonda cobijen la cabeza humana en
una figura envolvente estrechamente ¿gustada, sino porque por sí
mismas y por su uso ritual indican la presencia de majestad o de
consagración divina en una cabeza. Si, además, consagración y ma
jestad, que normalmente son carismas diferentes, se unieran excep
cionalmente en una y la misma cabeza, de modo que la mitra y la
corona coincidieran, esto confirmaría la hipótesis optimista de que
las cabezas humanas valen también como portadoras, dicho filosó
ficamente como sub-stancias, de los más altos pensamientos tanto
profanos como espirituales. De una idea o pensamiento superior
así, llevado sobre la cabeza (o materializado de cualquier otro mo
do), se trata, ante todo, cuando un individuo humano es distingui
do por un cubrecabezas singular como centro de la humanidad o
principio viviente (principe, prince, príncipe).
Este optimismo coronario es en Europa un hecho histórico, cu
ya historia comienza en el siglo XIV temprano y acaba a mediados
del siglo XX; y que se plantea como historia de la rivalidad entre to
cados de cabeza de papa y tocados de cabeza de emperador: no hay
que ser especialista en historia medieval para saber que, al final, la
cabeza del papa quedó delante, lo que quiere decir que consiguió
683
una ventaja considerable en el coronamiento frente a otras cabezas
cubiertas. Cómo ganó el papa esa ventaja en cada caso no es algo no
discutido incluso entre los conocedores de la materia. Con seguri
dad sólo puede valer el hecho de que la cuestión de la corona su
prema se inició en Roma bajo Bonifacio VIII -cuyo pontificado,
1294-1303, se considera el punto álgido de la plenitud del poder pa
pal-, y, en principio, en dirección a una duplicidad de alturas.
La situación de partida del desarrollo se había incubado en tor
no al cambio del siglo XII al XIII, cuando en las misas de consagra
ción del papa el cardenal diácono colocaba en la cabeza al nuevoje
fe de la Iglesia, después de la mitra, la corona papal, que en ese
tiempo sólo mostraba un único anillo. Para los portadores de ambos
tocados de cabeza su simbolismo parecía evidente por sí mismo:
estaba claro que la mitra, en virtud de la función pontifical (pro sa-
cerdotio), se utilizaba litúrgicamente, en la misa y en cualquier otra
ocasión al arbitrio del portador, y que la corona, por el contrario,
extralitúrgicamente, como signo de poder (pro regno), en solemnes
apariciones públicas, recepciones, traslados y circunstancias seme
jantes349. En la imposición de la corona se utilizaba una fórmula que
resulta apropiada para recordar a los nacidos más tarde el realismo
simbólico del pensamiento medieval, pues la corona papal, como tal,
se llama desde entonces regularmente corona sive regnum, como si
hubiera de acentuarse expresamente que la corona no significa el
poder o la realeza, sino que esel poder o la realeza.
En esta situación entra enjuego Bonifacio y añade el segundo pi
so a la corona papal. Aparentemente, el segundo aro sólo tiene la fi
nalidad de simbolizar el doble poder del papa en asuntos espiritua
les y temporales: la investigación ha querido ver ahí toda suerte de
asuntos piadosos relacionados con la doctrina de los dos reinos, lo
que es absurdo, puesto que la diferencia y configuración de los rei
nos en el dualismo de mitra y corona ya estaba articulada suficien
temente. En realidad, el segundo anillo supone una escalada en la
corona. Esta escalada responde a la provocación proveniente de los
tocados imperiales, puesto que el imperator, por su parte, lleva, como
el papa, tanto una mitra clerical como su diadema imperial, lo que
desde la óptica romana no podía aceptarse sin disgusto.
684
El sentido de superación o sobrepujamiento de la corona papal
bonifácica es evidente: ahora se considera insatisfactoria la yuxta
posición de mitra y corona simple, y se corrige mediante la superpo
sición de dos anillos en la corona temporal. Obviamente, Bonifacio
no ataca al emperador por el lado de la mitra, que no permite gra
dación alguna, sino por el lado de la corona. Con ello, la cabeza del
papa, coronada por el biregnum, se convierte en portadora de una
idea de majestad que supera en un palmo la cabeza del emperador
junto con sus superestructuras, con lo que el fin de la operación es
taba conseguido. De hecho, Bonifacio elevó el regnum sobre su cabeza
la medida de una vara entera, cosa que ya algunos contemporáneos
tildaron de reanudación híbrida del autoculto de los emperadores
paganos. La corona de Bonifacio es, por decirlo así, el sello extrali
túrgico puesto sobre las tesis de la sospechosa bula Unam Sanctam,
cuya frase final dice: «Manifestamos, declaramos y definimos que es
absolutamente necesario para su salvación que toda criatura huma
na obedezca al Obispo romano». Esta obediencia o sometimiento
(subesse) no se reclama tanto para el obispo que lleva la mitra cuan
to para el césar consagrado que se coloca el doble regnum. La coro
na de dos pisos de Bonifacio es la expresión cumplida del culmi
nante papocesarismo romano.
Esta escalada fue comprendida con toda claridad por el conjun
to de los príncipes europeos, muy sensibles a los símbolos, y pagada
espontáneamente con la misma moneda. Pero no fue el emperador
quien contrarrestó el golpe papal, sino el rey de Francia, Felipe IV
el Hermoso, quien con el atentado de Anagni quita de un golpe al
representante de Cristo la peraltada corona de su cabeza. Bonifacio
no sobrevivió mucho tiempo al monstruoso acto de su aprisiona
miento por agentes de un poder temporal; murió en el mismo año
1303 por las repercusiones de ese shock humillante. En el concilio de
Viena, Felipe consiguió obligar al segundo sucesor de Bonifacio,
Clemente V (1305-1314), a la derogación de la bula Unam Sanctam en
lo que se refería a Francia. Con ello, desde Viena, la deposición de
la corona de dos pisos por parte del papa fue un hecho consumado.
Tras un corto período de prueba, el serio intento de elevar hacia el
cielo la cabeza papal fracasó ante la resistencia terrena. De hecho,
685
el papa ya no podría elevar su cabeza coronada sobre la de un rey
nacional.
Cómo, considerando estas circunstancias -después de la puesta
fuera de servicio del biregnum papocesarista-, pudo tomar forma, sin
embargo, bajo el pontificado del mismo Clemente V, la corona pa
pal de tres pisos, que ha devenido clásica, la llamada tiara, es una
cuestión que al historiador de las ideas cubridoras de cabeza le ha
bría de merecer un análisis más detallado. En nuestro contexto bas
te señalar que el papa, que tenía atadas las manos frente al rey de
Francia, apostó, realmente fortalecido, por la rivalidad simbólica con
el emperador alemán. La coronación de Enrique VII (1309-1313) en
junio de 1312 en Roma por un legado papal ofreció la ocasión pro
picia para devolver el primado papal al frente de lucha tradicional
contra el imperio. Es comprensible que, a causa de las humillaciones
sufridas, en Aviñón dominara una sensibilidad exacerbada con res
pecto a la corona. Con tanto más agrado se recibió el hecho de que
los ideólogos alemanes del imperio dieran que hablar con sus exal
tadas teorías sobre la corona, que atribuían al emperador, a causa de
su triple coronamiento, la preeminencia sobre todos los príncipes
del mundo (tal como Cristo habría llevado simbólicamente una tri
ple diadema: las coronas de la clemencia, de lajusticia, de la gloria).
Por lo que respecta al triregnum imperial, se componía de la co
rona alemana de plata de Aquisgrán, de la corona longobarda de
hierro de Milán o de Monza y, finalmente, de la corona de oro del
rey de los romanos, que llegó a la cabeza del emperador de manos
del obispo romano. Por lo que sabemos, del lado imperial no se ha
bía pensado reunir esa trinidad de coronas en una única corona de
pisos. Sólo es interesante para el desarrollo formal posterior la coro
na romana del emperador, que presentaba una figura de compro
miso, compuesta de una mitra y una corona convencional, en la que
la estructura metálica de la corona encerraba en sí una mitra cónica
algo reducida. Ella es el prototipo de las tiaras pontificias peraltadas.
Pero queda abierta la cuestión de cómo llegó el triregnum a la cabe
za de los papas después de que el biregnum hubiera causado un re
chazo tan grande que los sucesores de Bonifacio se vieron obligados
a renunciar a él.
686
En este punto sensible de la historia de los cubrecabezas papales
aparece un hueco significativo. Si pasamos la página nos topamos
con la simple y categórica afirmación de historiadores de la liturgia
de que desde 1350 el triregnum se convirtió en el «cubrecabezas ca
racterístico de los papas». Pero sobre cómo llegó a la cabeza del pa
pa la imitación sobrepasada de la corona imperial, respecto a ello
guarda silencio la cortesía de los liturgólogos. Se entiende por qué,
puesto que, si los documentos de esa cuestión embarazosa fueran
todavía accesibles, habrían tenido que hablar inevitablemente aquí
de que fueron precisamente los débiles papas posbonifácicos quie
nes, en una simbólica huida hacia delante, se adornaron con una
corona superimperial. Lo curioso de la historia reside en la cir
cunstancia de que pudieran hacer eso sin despertar de nuevo los ce
los de los reyes franceses: cosa que delata lo suficiente sobre las re
laciones de poder y sentido de la época y sobre su interpretación
por los protagonistas de la escena europea.
Para lo que sigue, esto contiene la información decisiva: fue du
rante el pontificado de los papas de Aviñón, marionetas teológicas
de los reyes franceses, cuando adquirió perfiles definidos el hábito de
llevar coronas de tres pisos entre los sucesores de Pedro. Con su
irónica tolerancia, pues, los franceses y sus reyes impusieron fácti-
camente una nueva semántica de la corona, según la cual ella no es
ya el regnum, sino que sólo significa el regnum. Pero el significado,
como se sabe, es un campo amplio. Por primera vez, sobre la cabe
za de los papas franceses, el nominalismo se trasladó con éxito a la
praxis. Una corona es una corona; el poder, por otra parte, es el po
der. Así pues, puesto que en la lógica misma se abrió una grieta pro
funda entre palabras y cosas, entre imágenes y poder, los reyes fran
ceses no necesitaron ya sentirse provocados por una corona superior,
que ostensiblemente ante todos tenía el sentido de resarcir simbóli
camente a un papado humillado frente a un imperio espectral. Ba
jo la sonrisa de los franceses los papas de Aviñón podían abando
narse a los fantasmas de una sombrerería especial.
Durante los dos siglos siguientes la cobertura de cabeza de los
papas deja de contar entre los objetos más altos de reflexión de la
razón de la vieja Europa; sólo con la Reforma se produce una nue-
687
Ego sum Papa, grabado francés del siglo xvi
Tiara coronada por un globo
sobre la estatua de Gregorio el Grande,
dejohann Michael Feichtmayr, 1766,
iglesia del convento de Ottobeuren, escayola.
va disputa en torno a la corona papal, disputa que se anuncia en un
flujo de afirmaciones sobre el sentido múltiple de la tiara. Marcus
Antonius Mazzaronius, en su escrito De tribus coronis Pontificis Maxi-
mi (Roma 1587), hizo desfilar docenas de posibles y reales significa
dos, insinuando con ello el tránsito a una teoría del sentido inago
table de la corona350. Los tres pisos de la corona papal significan
prácticamente todo lo que puede traerse a colación con respecto al
689
número tres, de las personas de la Trinidad al grupo de las virtudes
teologales fe, esperanza y caridad. Más interesantes que estos ejer
cicios de verbositas barroca de teólogos son los desarrollos iconográ
ficos que añaden aún en la punta de la triple corona un globo co
ronado por una cruz: con mayor prominencia, en una tiara que se
coloca ocasionalmente en la estatua de san Pedro, representado en
ornamentos papales, de la iglesia de San Pedro de Roma; de modo
semejante, aunque instalada fijamente, en una estatua de Gregorio
el Grande en la iglesia de los teatinos de Munich y en Ottobeuren351.
Que papas reales del siglo XVI llevaran tiaras adornadas con globos
es algo incierto, aunque muy probable; el motivo estaba en el am
biente y corresponde al título de rector orbis, con el que se hacían
abordar los papas en la coronación según informa el Misal Romano
del siglo XVI; deJacto, ciertamente, como ha de mostrarse, los papas
eran menos los rectores que los notarios de la globalización*52. En el
añadido del globo del mundo en la cúspide de la tiara puede reco
nocerse el último paso de una escalada simbólica, con la que eljefe
de la Iglesia contrarreformista pretendía hacer valer una vez más sus
reivindicaciones de suprema coronación terrena en la era de la in
cipiente globalización terrestre.
El resto de la historia se pierde en lo convencional. Sólo una vez
más atrae una tiara una cierta atención: cuando Pío VI, tras la paz
de Tolentino, en febrero de 1797, hubo de vender la tiara de gala de
plata deJulio II para pagar contribuciones de guerra aljoven gene
ral Napoleón. (Napoleón mismo, por cierto, tras su espectacular au-
tocoronación en París en el año 1804, en cuyo transcurso ofendió el
amor propio del papa presente, ya no volvió a utilizar la corona pa
ra ocasiones representativas, sino, como primer monarca desde la
Antigüedad, la corona de laurel de oro otra vez. ) Sólo después de
otros ciento sesenta años, el 13 de noviembre del año 1964, hubo
movimiento por última vez -pero ¿quién puede decir tal cosa con
seguridad en tales asuntos? - en la cuestión del cubrecabezas papal
apropiado, cuando Pablo VI, hacia el final del Concilio Vaticano II,
en una acción solemne, emocionante para los testigos oculares, de
positó su tiara personal en la sala del concilio, ofreciéndola como
regalo a los pobres. Nunca más volvió a ponerse una tiara. No está
690
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appreciateyour comments. Eimail: shrineCa)jcris,com
Homepage de la Basilica of the National Shrine
of the Immaculate Conception, Washington 1996.
claro que ello hubiera de comprometer también a sus sucesores. El
Vaticano y la liturgología oficiosa prefieren que en este caso reine
la vaguedad. Según el estado de las cosas no parece descaminado
entender la deposición de la corona por parte de Pablo VI como
una confesión de la que ya no pueden volver atrás los papas poste
riores. De hecho, los dos sucesores de Pablo VI,Juan Pablo I yJuan
Pablo II, se han asimilado al nuevo estándar; ambos renunciaron a
la coronación y a llevar la tiara. Puede suponerse con seguridad que
la tiara de Pablo VI se puso a la venta aún durante su pontificado;
según rumores, parece que la editorial Time Life de Nueva York se
hizo con ella por una suma desconocida, lo que entraría perfecta
mente en la imagen de la deposición de la corona por parte de Pa
blo VI, pues sin el cambio de la tiara por una suma de dólares por
lo menos de siete cifras el gesto de una dedicación a los pobres hu
biera quedado vacío353. Seguro es el hecho de que, pocos años des
pués de su autodescoronación, Pablo VI descubrió su amor especial
por la Iglesia católica de los Estados Unidos y quiso manifestarlo ce
diendo el 6 de febrero de 1968 su tiara personal a la Basifica of the
National Shrine of the Immaculate Conception para su exposición
permanente. Puede que irrite un poco a europeos sensibles a los
signos que la última tiara «activa» se encuentre hoy en Washington
D. C. , aunque reducida a un objeto de exposición. Ver en esto el
símbolo de una transmisión del imperio a los americanos sería una
interpretación exagerada, sobre todo porque la tiara no es un obje
to único, de modo que incluso la venta de una tiara a no-europeos
ysu conservación por católicos norteamericanos no impediría perse
la vuelta a ese hábito de cubrirse la cabeza.
Pueden imaginarse en el futuro próximo situaciones en la
Unión Europea en las que la corona papal pudiera volver ajugar un
papel como ressourcesimbólico de autoafirmaciones europeas. Pero
si las tiaras desaparecieran en general de las cabezas papales (aun
que no lo hicieran de los encabezamientos postales, membretes, va
ticanos), ese no-uniforme habría que entenderlo como una idea
que se manifiesta sobre la cabeza de un no-portador, suponiendo
que se pueda reconocer el signo cero como tal. Que los nunca-co-
ronados no lleven corona alguna es un hecho que no encierra in
692
formación alguna que interese al público; pero cuando un poten
cial coronado, supremamente coronado, aparece en público sin co
rona, entonces la ausencia de corona en su cabeza adquiere el ca
rácter de un enunciado. La opción de no-tiara es un dictamen sobre
la condición de coronabilidad de los obispos romanos. Quizá sea
tiempo de constatar que, con relación al cubrecabezas extralitúrgi
co de los papas, desde 1964 la última instancia imperiomorfa del
Viejo Mundo ha ratificado el descentramiento de Europa. Por el gi
ro de la globalización hacia lo terrestre, la crisis de las ideas que se
llevan sobre la cabeza se une a la de las ideas en las cabezas.
693
Capítulo 8
La última esfera
Para una historia filosófica
de la globalización terrestre
Oh, género humano, cuántas tempestades, cuántas pérdidas, cuántos nau
fragios tienes que sufrir; te has convertido en un monstruo de muchas cabe
zas, que aspira a muchas cosas.
Dante Alighieri, Monarquía 1, XVI, 3
. . . y así va flotando el globo de los piratas, inestable, en el éter tempes
tuoso.
Henri Michaux, En otros lugares
1 La estrella errante
Cuando los geómetras y filósofos griegos comenzaron hace dos mil quinientos años con la globalización del universo, les dirigía una intuición formal irresistible: su interés por el todo se inflamó debido a su perfección redonda y a su constructibilidad geométrica. Para ellos lo más simple era a la vez lo más íntegro, más completo, más bello. Por eso, los cosmólogos racionales de la Antigüedad, tras su aparición exitosa en la Antigua Academia, pasan por ser los más distinguidos entre los estetas. Quien no era entonces geómetra u ontólogo no valía tampoco como conocedor de cosas bellas. ¿Qué era lo más bello, el cielo, sino la materialización de lo óptimo en volvente, que es el todo? «¿Sabéis su nombre? , ¿el nombre de lo que es el Uno y el Todo? Su nombre es belleza» (Friedrich Hólderlin, Hiperión).
A esa aurora o despliegue de la forma en general sobre la mate ria en general sólo podía contribuir una estética de la perfección. Si tanto el todo sutil como el compacto habían de integrarse algún día en una única intuición, sólo podía ser bajo la forma de representa
695
ción de la esfera perfecta. Estaba en la naturaleza de ese sublime hi-
perobjeto que permaneciera irreconocible para ojos normales. Pero
desde que la filosofía comenzó su guerra contra las opiniones popu
lares, sensiblemente atrapadas, la invisibilidad pasa siempre por ser
la característica fuerte del todo real*54. Da igual si más acá o más allá
de la apariencia: ningún objeto volvió a conseguir satisfacer tanto y
humillar tanto a sus contempladores como la esfera-todo, que bsyo
su doble nombre de cosmos y uranós todavía brilla desde lejos, inclu
so tras su hundimiento en el archivo de las ideas acabadas, que ya
han cumplido su misión.
Cuando, por el contrario, de lo que se trató fue de llevar a con
cepto e imagen la globalización terrestre, fue la estética de lo feo la
que hizo valer su competencia. Lo decisivo en este proceso no es
que se hubiera reconocido definitivamente la forma esférica de la
tierra y que se pudiera hablar públicamente, incluso en presencia
de eclesiásticos, de las curvaturas de la tierra, sino que las particula
ridades de la forma de la tierra, los ángulos y aristas, por decirlo así,
hubieran de aparecer en primer plano. Pues sólo lo no-perfecto
-dado que no se puede construir geométricamente- posibilita y exi
ge investigación empírica; lo bello puro puede dejarse tranquila
mente en manos de los idealistas, lo bello a medias y lo feo da que
hacer a los empiristas. Mientras que las perfecciones redondas pue
den ser concebidas sin recurso a la experiencia, los hechos e im
perfecciones hay que determinarlos inductivamente. Por eso la glo
balización urania o cósmica había sido, en lo esencial, asunto de
filósofos y geómetras; la globalización terrestre, por el contrario, se
rá asunto de cartógrafos y aventura de marineros, más tarde tam
bién preocupación de los climatólogos, de los políticos de la eco
nomía, de los ecólogos y de otros expertos en lo irregular y confuso.
Es fácil de aclarar por qué no podía ser de otro modo: en la era
metafísica el cuerpo de la tierra no podía presentarse con mayor dis
tinción de lo que permitía su situación en el cosmos, y en el plan
aristotélico-católico de esferas la tierra poseía el estatus más humil
de, más alejado del firmamento envolvente. Por muy paradójico
que suene, su colocación en el centro del todo implicaba una posi
ción en el extremo inferior de la jerarquía cósmica. Su envoltura
696
Antes de Copérnico la tierra sólo
podía ser el centro del universo.
Andreas Cellarius, Harmonía macrocosmica
seu atlas universalis el novus, 1708.
por un sistema de cubiertas de éter le procuraba cobijo en una to
talidad compacta, pero le bloqueaba el acceso a las regiones supe
riores de la completud y la perfección. Por eso, desde el principio,
el objeto del discurso metafísico de lo «terreno» es lo no-perfecto
aquí abajo, aparte y fuera del cielo. Lo que vive bajo la luna tiene
que estar marcado por el malogro y la decadencia; aquí dominan
los movimientos lineales, finitos, fatigables, en los que la Antigüe
dad no consigue percibir corrección alguna. También a través de
cada conciencia individual humana discurren las líneas de rotura de
viejos seísmos separadores. El desposeimiento de la perfección ha
697
dejado tras de sí desgarros, cicatrices, irregularidades en cualquier
objeto sublunar. Con todo, lo que contribuyó al atractivo del régi
men metafísico fue la circunstancia de que en él estaban claramen
te separados el arriba y el abajo. Mientras que lo de abajo no en
contraba el camino hacia arriba por fuerza propia, era privilegio de
lo superior penetrar a voluntad lo de absyo. Los versos de Eichen-
dorff: «Era como si el cielo hubiera/ besado quedamente a la tie
rra» se leen como el canto de cisne a un esquema que durante toda
una era había conformado el hábito del ser-en-el-mundo de los eu
ropeos. Pero también el poeta vivía ya en un tiempo en el que el cie
lo sólo tenía besos-como-si para la tierra, y en el que el alma volaba
por una región tranquila, como si todavía fuera posible encontrar el
camino a casa en una hermosa lejanía. En realidad, el supramundo
desencantado hacía ya mucho tiempo que no utilizaba su derecho
de pernada con la tierra. Habían pasado siglos desde que la nueva
física hubiera descubierto el espacio vacío y hecho desaparecer el
majestuoso cielo envolvente. No a todos les fue fácil prescindir del
complemento de arriba. Hasta Heidegger mismo resuena el duelo
por una tierra sin cielo: una tierra de la que se dice que «histórico-
ontológicamente es la estrella errante». Recuérdese que esta pala
bra, que hoy suena refinada y sombría, no se refiere a un planeta
cualquiera, sino exclusivamente a uno en el que surgió la pregunta
por la verdad del todo. La errancia en la que se mueve la tierra de
Heidegger es la última huella de la posibilidad sustraída de ser be
sada por un cielo.
Pero también cuando la tierra residía aún dentro de las cubier
tas, antes de su circunnavegación y de su desmantelamiento cósmi
co, se presentaba como la estrella en la que se muere a sabiendas.
Su redondez no era ninguna barrera de inmunidad que repeliera la
muerte. Cercaba el escenario en el que había sucedido la caída en
el tiempo, por la cual todo lo que nace adeuda una muerte a sus orí
genes. Por eso acaba sobre la tierra, sin excepción, todo lo que fue
realizado; aquí se paran los relojes, irreversiblemente, aquí se apa
gan las mechas en sus puntos de encendido (lo que resulta de im
portancia para la conciencia histórica, en cuanto se entiende que la
figura teórica del [bigjbang pertenece más a los finales que a los co
698
mienzos). Quien entiende su situación sobre la tierra ha de meditar que no sale vivo de este globo. Sobre esta superficie sombría hay que ejercitar lo que en lajerga de la filosofía reciente se llama el avance hacia la muerte: porque hoy los seres humanos no merecen ya, como en la Antigüedad, que se les llame los mortales, sino los provisionales. Si, desde un fin virtual de la historia, un historiador hubiera de decir, en una panorámica general, lo que los seres hu manos en sus colectivos han hecho con sus tiempos, podría respon der que han organizado carreras populares hacia la muerte en for ma de procesiones disimuladas, batidas dionisíacas, proyectos de progreso, pruebas eliminatorias cínico-naturalistas, ejercicios ecoló gicos de reconciliación. La superficie de un cuerpo en el universo, donde los seres humanos pasan sus días en preparativos frente a lo ineludible, no puede ser, ciertamente, una superficie regular, uni forme. Lo liso perfecto sólo es posible en la idealización geométri ca. Pero lo rugoso y lo real coinciden.
Quizá no sea casual que en la primera manifestación sistemática
sobre una estética de lo feo -en el libro de 1853 del mismo nombre
del discípulo de Hegel, Karl Rosenkranz-, ya al comienzo, se hable
de la tierra real como una superficie irregular. En esa nueva, no-
idealista, teoría de la percepción, la patria del ser humano gozaba
del privilegio de servir como ejemplo introductor a una doctrina de
lo feo natural.
En tanto sólo se conduce por la ley de la gravedad, la simple y tosca ma
sa nos ofrece estéticamente, por decirlo así, un estado neutro. No es nece
sariamente bella, pero tampoco necesariamente fea; es casual. Tomemos,
por ejemplo, nuestra tierra: tendría que ser una esfera perfecta para ser be
lla como masa. Pero no lo es. Está achatada en los polos y henchida en el
ecuador, amén de la máxima irregularidad de su superficie debida a la ele
vación del terreno. Un perfil de la corteza terrestre nos muestra, desde el
punto de vista puramente estereométrico, el revuelto más azaroso de eleva
ciones y profundidades en los contornos más imprevisibles35.
Si se sacan las consecuencias de esta consideración, puede for mularse el principio fundamental de una estética postidealista de la
699
El delta del Sittang, Birmania, fotografía tomada
desde el transbordador espacial Discovery.
tierra: como cuerpo real, el globo circundado no es bello, sino in
teresante. A la vista de sus irregularidades aparece de nuevo la de
sazón de siempre por la conditio humana y por la existencia en la
humillación sublunar. Las modernas estéticas de lo feo y de lo inte
resante asesoran no sólo a la investigación empírica que per se ha de
habérselas con lo irregular, rugoso, singular, casualmente conglo
merado (concrete)', proporcionan, también, las premisas para una
estética de la decepción o del desengaño. A quien interioriza las
desventajas debidas al lugar de la existencia en la superficie de la tie-
700
Turbulencia en un flujo de nubes detrás de la isla Guadalupe,
fotografía tomada desde el transbordador espacial Discovery.
rra se le quita toda inhibición para mostrar su cólera frente al todo.
Por eso en la Modernidad se libera la indignación y la rebeldía co
mo actitud fundamental: on a raison de se révolter. Ahora que pierden
rápidamente su sostén en un supramundo cosas muy aconsejables
en el régimen metafísico, como prescindir de lo casual, abstraer de
lo gravoso yjustificar lo desagradable, se trata de permanecer tam
bién en lo no-bello y resistir en lo grotesco, amorfo, inferior, adver
so, cuya representación vuelve lo representado contra sí mismo.
Una nueva estética fría admite desgarros, turbulencias, irregulari
701
dades en la imagen, sí, rivaliza con lo real por efectos más chocantes.
Desde el punto de vista estético, la globalización terrestre es la
victoria de lo interesante sobre lo ideal. Su resultado, la tierra dada
a conocer, es la esfera no lisa, que decepciona como forma, pero
atrae nuestra atención como cuerpo interesante. Esperar todo de él
-y de cuerpos sobre ese cuerpo-: esto constituirá la sabiduría de
nuestra era. Por lo que respecta a la historia de la estética, la expe
riencia moderna del arte va unida al intento de abrir a los estímu
los perceptivos de lo irregular el ojo demasiado tiempo obnubilado
por simplificaciones geométricas.
2 Regreso a la tierra
Consecuentemente, en la Modernidad ya no recae en los meta-
flsicos, sino en los geógrafos y en los marinos, la tarea de ofrecer
una imagen determinante del mundo: su misión es representar en
imagen la última esfera. De todos los grandes cuerpos redondos, a
la humanidad sin cubiertas sólo puede importarle algo todavía su
propio planeta. Los navegantes que dan la vuelta al mundo, los car
tógrafos, los conquistadores, los comerciantes que recorren el mun
do, incluso los misioneros cristianos, y su retaguardia de voluntarios
en países en vías de desarrollo y de turistas que gastan dinero en ex
periencias en escenarios lejanos: todos ellos, vistos en su conjunto,
se comportan como si hubieran comprendido que es la tierra mis
ma la que tras la destrucción del cielo tenía que asumir su función
como última gran redondez. Había que abarcar y dar la vuelta al to
do de la tierra físicamente real, como cuerpo irregularmente abom
bado, caprichosamente accidentado, caóticamente plegado y lleno
de arrecifes. Por eso, la nueva imagen de la tierra, el globo terres
tre, hubo de convertirse en el icono rector de la cosmovisión mo
derna. Desde el globo Behaim de Nuremberg de 1492 -el ejemplar
más antiguo de su tipo conservado- hasta los más actuales fotogra-
mas-NASA de la tierra, el proceso cosmológico de la Modernidad
está marcado por los cambios formales y precisiones en la imagen
de la tierra que posibilitan sus diversos medios técnicos. Pero en
702
Simulación por ordenador de la Antártida
que hace visibles las líneas de la corriente circumpolar.
ningún momento -ni siquiera en la era espacial- la empresa de vi
sualizar la tierra circundada pudo disimular su calidad semimetafí-
sica. Quien tras el hundimiento del cielo quería hacer un retrato
completo de la tierra estaba, sabiéndolo o no, en la tradición de la
antigua cosmografía metafísica de Occidente.
Es sintomático en este caso que todavía Alexander von Hum-
boldt pudiera atreverse a poner el título de Kosmos, claramente ana
crónico, a su opus magnum, aparecido en 1845 y 1862 en cinco volú
menes (los últimos de ellos postumos), que se convirtió en el best-seller
científico más prominente de su siglo. Considerándolo retrospecti
vamente, se ve que la oportunidad histórica de esa monumental y
holística «descripción física del mundo» fue la de compensar con
los medios de la formación o instrucción los efectos que la pérdida
del firmamento y de la clóture cósmica habían producido en los eu
ropeos modernos. Humboldt aceptó el reto de presentar la pérdida
metafísica como ganancia cultural, y parece que tuvo éxito en ello,
al menos entre el público de su tiempo. En su cuadro panorámico
de la naturaleza, la intuición estética del todo sin centro sustituía al
perdido cobijo dentro del todo de cubiertas. La bella física hizo
prescindible el marco de los círculos sagrados. Es significativo tam
bién que Humboldt, al que quizá con razón se ha llamado el último
cosmógrafo, en su fresco del mundo no partiera ya de la tierra para
mirar desde ella a la amplitud del espacio. Más bien lo que hace, en
consonancia con el espíritu de su y nuestro tiempo, es elegir un em
plazamiento discrecional en el espacio exterior, para acercarse des
de allí a la tierra, como si se tratara de un visitante de una estrella
lejana.
Comenzamos con las profundidades del universo y de la región de las
más alejadas manchas de niebla, descendiendo progresivamente a través de
la capa de estrellas, a la que pertenece nuestro sistema solar, hasta el esfe
roide tierra, rodeado de aire y mar, hasta su configuración, temperatura y
tensión magnética, hasta la plétora de vida que, estimulada por la luz, se des
pliega en su superficie [. . . ]. Aquí no se parte ya del emplazamiento subjeti
vo, de los intereses humanos. Lo terreno sólo puede aparecer como una par
te del todo, subordinada a él. La visión de la naturaleza ha de ser general,
704
ha de ser grande y libre, no constreñida por motivos de cercanía, de cómo
da familiaridad con ella [. . . ]. Por ello, una descripción física del mundo, un
cuadro del mundo, no comienza con lo telúrico, comienza con lo que llena
los espacios celestes.
Pero en tanto se estrechan espacialmente las esferas de
la visión, se incrementa la profusión de lo discemible, la plétora de los fe
nómenos físicos [. . . ]. De las regiones en las que reconocemos el dominio de
las leyes de la gravitación descendemos después a nuestro planeta*56.
Lo que aquí cuenta es el movimiento descendente; desde él apa
rece claro que el conocedor del mundo, Alexander von Humboldt,
a pesar de su hábito totalizador-consolador, toma partido por la Mo
dernidad en el punto decisivo y se decide en contra del estado de
seguridad y cobijo que proporcionaban a los habitantes de la tierra
las envolturas de ilusión y su sensación de proximidad. Como todos
los constructores de globos y cosmógrafos desde Behaim, Schóner,
Waldseemüller, Apiano y Mercator sénior yjúnior357, exige de ellos
una visión de su planeta desde fuera y se niega a aceptar que los es
pacios exteriores sólo sean desarrollos de una imaginación regio
nalmente instalada, hogareño-doméstica, uterino-social. Esa apertura
a lo infinito exacerba el riesgo de descolocaciones y desorientacio
nes modernas. Los seres humanos saben, ahora, que están situados
o, lo que significa lo mismo, que están perdidos en alguna parte
dentro de lo ilimitado; comprenden con el tiempo que a nada pue
den confiarse tanto como a la homogénea indiferencia del espacio
infinito. En éste desaparece la «cómoda familiaridad». El exterior se
extiende en sí mismo, pasando por delante del emplazamiento de
los seres humanos, como una magnitud extraña de derecho propio;
parece que su primer y único principio es no tener nada que ver
con los seres humanos. Las fantasías de los mortales de tener que
buscar algo fuera -piénsese en las ideologías de los viajes espaciales
de los americanos y los rusos- siguen siendo necesariamente muy lá
biles, desmoralizabas, esencialmente proyectos autohipnóticos so
bre el trasfondo del absurdo. En cualquier caso, el espacio enajena
do es el dato primordial de las ciencias modernas de la naturaleza;
pero también a las ciencias del ser humano le proporciona su axio
ma el principio de la preeminencia del exterior.
705
Desde ahí se desarrolla un sentido radicalmente diferente de la
localización humana. La tierra se convierte ahora en el planeta al
que se vuelve; el exterior es el desde-donde general de todos los po
sibles regresos. Fue en el campo cosmológico donde por primera
vez el pensamiento de lo exterior se elevó a norma358. Sin embargo,
el espacio desde el que se produce el nuevo e irremediable en
cuentro desde-fuera con la tierra ya no es el ingenuo cielo de cu
biertas de la época de Thomas Digges y Giordano Bruno. Es el es
pacio eternamente silencioso de la infinitud de los físicos, del que
Pascal había dicho que aterrorizaba su ánimo. Si Dante, en su viaje
por las esferas del paraíso, al mirar desde el cielo de las estrellas fi
jas hacia abajo, a la tierra, hubo de sonreír involuntariamente por
su insignificante figura, vil semblante, esta emoción es de otro tipo
completamente diferente que el asombro que acompaña el descen
so de Humboldt desde los desnudos espacios exteriores hasta la tie
rra rebosante de vida. La edad moderna gana la vertical de otra ma
nera del todo diferente que la era metafísica. La mirada desde fuera
no se consigue por una trascendencia del alma a lo exterior y supe
rior a la tierra, sino por el despliegue de la imaginación físico-téc
nica, aero- y astronáutica (cuyas manifestaciones literarias y carto
gráficas, por lo demás, precedieron con mucho a las técnicas). Las
representaciones modernas del vuelo sustituyen a las antiguas y me
dievales del «ascenso»; la tierra de aeropuertos (en la que se despe
ga y aterriza) ha tomado el lugar de la tierra de ascensiones al cielo
(de la que uno se desprende, para no volver nunca).
Naturalmente, cuando aparece el Kosmos de Humboldt hace ya
siglos que no se habla de las cubiertas de los planetas, ni del cielo
omnienvolvente de las estrellas fijas. En los últimos años de Hum
boldt ya estaba también fuera de uso, desde hacía una generación,
el viejo instrumento de la uranología edificante, el globo uranio
-entre Alcuino y Hegel un medio escolar de uso corriente-, y la mi
rada a las estrellas se había convertido desde hacía tiempo en una
disciplina propia y autónoma dentro del espectro de las ciencias na
turales triunfantes. Con la consolidación de la astrofísica, de la cien
cia de los espacios extremos, decayó rápidamente el saber de las
706
Según las Nuevas hipótesis sobre
el universo, 1750, del físico inglés Thomas Wright,
el espacio infinito está lleno de universos
jerarquizados e intrincados mutuamente,
con estructura en forma de burbujas.
Lago volcánico de Guatavita, cerca de Bogotá,
donde se desarrolla la leyenda de Eldorado, del hombre
dorado y sus tesoros sumergidos; el dibujo de Alexander
von Humboldt muestra todavía el conducto de desagüe
excavado con cuya ayuda el buscador de tesoros
Sepúlveda intentó desecar el lago en 1581.
constelaciones míticas que desde la Antigüedad habían hecho legi
bles puntualmente las regiones siderales. Quien quisiera dedicarse
en adelante a la astronomía tendría que hacerlo con la conciencia
de mirar hacia una infinitud sin firmamento, hacia un espacio an-
tropófugo, en el que se pierden las esperanzas y las proyecciones sin
eco alguno.
Yasí como la tierra quedó caracterizada como la estrella a la que
se vuelve, la «humanidad» europea -precisamente tras sus ilustra
ciones cosmológicas, etnológicas y psicológicas- mantuvo su distin
tivo de célula inteligente en el universo, a la que habría que volver
bajo cualquier circunstancia. A Alexander von Humboldt le había
tocado la misión de formular ejemplarmente el regreso desde la ex
terioridad cósmica a la esencia humana autorreflexiva. Immanuel
Kant había caracterizado como sentido para lo sublime la capacidad
de regresar a sí mismo desde lo más exterior y extraño: dado que su
708
blime es la resistencia de la conciencia humana de la dignidad pro
pia a la tentación de abandonarse a lo imponente y avasallador359. Y
en tanto que el cuadro del mundo de Humboldt lleva a cabo con
edificante minuciosidad el regreso de la tremenda vastedad de la
naturaleza, de las dimensiones oceánicas y astrales, a los salones cul
tos, proporcionó a los contemporáneos una última iniciación en lo
sublime cosmológico. La cosmovisión al máximo se convierte aquí
en el caso crítico de la vida estética360; esto, de nuevo, es la prosecu
ción de la vita contemplativa con medios burgueses, y eso quiere de
cir en último término: consuntivos. Que el ser humano, «conmovi
do», sienta «profundamente lo inmenso» es algo que debe suceder
en su interior; éste «representa el universo para el hombre privado.
En él congrega la lejanía y el pasado. Su salón es un palco en el tea
tro del mundo»361. Cuando el cobijo cósmico se ha vuelto inaccesi
ble, a los seres humanos les queda la conciencia de su situación en
un espacio en el que pueden regresar desde cualquier distancia a sí
mismos. Puede que la trascendencia esencial y el sueño de una pa
tria verdadera en el sobremundo estén irremisiblemente perdidos
para los seres humanos modernos: lo trascendental, por el contra
rio, la autorrelación de los sujetos pensantes como condición del re
greso de lo exterior a lo propio, aparece con tanta mayor pregnan-
cia en el pensamiento del siglo XIX. El giro trascendental puede
abstraerse tan poco de la descripción del mundo de Humboldt co
mo de los proyectos de sistema de las generaciones postidealistas. El
es la figura que posibilita todo pensar antropológico posterior que
conecte con los hallazgos de la época fundacional de las ciencias del
ser humano en el tardío siglo XVIII. El concepto filosófico de la tie
rra también se le impone al investigador de la naturaleza: ella es el
astro trascendental que se ha convertido en el emplazamiento con
dicionante de toda autorreflexión. Como estrella donde surgió la
teoría de las estrellas, el cuerpo de la tierra reluce fosforescente-
mente desde sí mismo, y si los extraños sabios que están sobre él se
piensan fuera, en el vacío, siempre será para regresar a su lugar por
muy fuera que estén. Naturalmente, cuando Humboldt pone en
juego la expresión «esferas», no se trata ya de las imaginarias cubier
tas celestes del doble milenio aristotélico, sino de las trascendenta-
709
The Great Globe (corte), expuesto
por James Wyld de 1851 a 1862 en Leicester Square,
Londres; 12,5 metros de diámetro; cúpula exterior
pintada como la bóveda celeste.
les «esferas de la intuición», que no designan realidad cósmica al
guna, sino esquemas, conceptos auxiliares, radios de la razón que se
representa el espacio. Lo que en el siglo de Humboldt era una fi
gura teórica se habría de concretar en el siglo XXen un movimien
to físico: el astronauta Edwin Aldrin, que el 21 de julio de 1969 fue
el segundo ser humano que pisó la superficie de la luna poco des
pués de Neil Armstrong, hizo el resumen de su vida como astro
nauta en un libro titulado Retum toEarthw¿.
3 Tiempo de globo
Con ello, también para las dimensiones extraterrestres se esta
blece lo que había llegado a ser verdad para la tierra desde el viaje
de Colón: en el espacio redondo circundado todos los puntos valen
lo mismo. Por esa neutralización el pensamiento del espacio expe
rimenta un cambio radical de sentido en la edad moderna. El tra
dicional «vivir, tejer y ser» entre atracciones, anhelos y orientacio
nes regionales es superado por un sistema de localización de puntos
discrecionales en un espacio homogéneo de representación363. Cuan
do el pensamiento moderno, remitido al lugar espacial, domina la si
tuación con su acceso neutralizador y homogeneizante a puntos dis
crecionales de la superficie terrestre, los seres humanos ya no
pueden permanecer, como si estuvieran en casa, en sus tradiciona
les espacios interiores de mundo y en sus fantasmales dilataciones y
redondeos364. Ya no pueden vivir más tiempo exclusivamente bajo
sus cielos centrados en la patria. Han abandonado sus provincias
natales participando en la gran marcha, cooperando a pensar, des
cubrir, ganar; han dejado sus casas lingüísticas locales y sus tiendas
montadas y asentadas en el cielo para moverse, ya para todos los
tiempos venideros, en un exterior insuperable que ya les precedía.
Los nuevos empresarios de las naciones-piloto de la expansión
europea ya no echan raíces por más tiempo en la madre patria; ya
no se mueven entre sus viejas voces y olores; ya no obedecen, como
antes, a sus puntos de memoria históricos ni a sus polos de atracción
mágicos. Han olvidado lo que eran fuentes encantadas, lo que sig-
711
niñeaban santuarios, iglesias de peregrinación y otros lugares de
fuerza, y qué maldiciones había en rincones sospechosos. Para ellos
la poética del espacio natal ya no es determinante. Ya no viven en
los paisajes en los que nacieron, sino que operan en otro lugar, ex
terior, abstracto. Su emplazamiento más concreto es en el futuro el
mapa, en cuyos puntos y líneas se localizan sin reserva alguna. Es el
papel sabiamente pintado, el mappamundo, el que les dice dónde se
encuentran. El mapa absorbe el terreno, la imagen del globo terrá
queo hace desaparecer, para el pensamiento representante del es
pacio, las dimensiones reales.
Por eso, para el globo terrestre, ese prodigio tipográfico que in
forma a los seres humanos modernos, mejor que cualquier otra
imagen, de su localización en el mundo, comienza una historia de
éxitos que se alarga durante un período de tiempo de más de qui
nientos años; su monopolio, compartido con los grandes mapas, en
lo relativo a las vistas generales de la superficie terrestre, sólo se ha
roto en el último cuarto del siglo XX con las fotografías por satéli
te365. El globo terráqueo no sólo se convierte en el instrumento rec
tor de la nueva localización homogeneizadora; no sólo pasa a ser el
instrumento imprescindible de la cosmovisión, en manos de todos
los que en el Viejo Mundo y en sus dependencias llegaron al poder
y al conocimiento; protocoliza o consigna, también, mediante conti
nuas y progresivas enmiendas de las imágenes de los mapas, la per
manente ofensiva de los descubrimientos, conquistas, colonizaciones
y denominaciones con las que los europeos adelantados, marítima y
terrestremente, se establecen en el exterior universal. Decenio a de
cenio publican los globos europeos el estado de ese proceso del que
Martin Heidegger daría posteriormente la fórmula, cuando escribió:
La esencia de la edad moderna es la conquista del mundo como imagen.
La palabra imagen significa ahora: la figura del producir representante366.
Lo que al final del siglo XX -como si se tratara de una novedad-
se encomia, mitifica y desacredita en los medios de masas como «glo-
balización», considerado b¿yo estas perspectivas es un momento pos
terior y confuso de un acontecimiento general cuyas verdaderas di
712
mensiones sólo aparecen cuando se entiende la historia de la edad
moderna, con toda consecuencia, como el tránsito de la especula
ción meditativa sobre la esfera a la praxis real de su registro en un
globo. En este sentido hay que subrayar que entre los europeos con
tinentales sólo el siglo XX acaba con la agonía de la cosmovisión to
lemaica que se arrastraba, cuando han de recuperar, como en el úl
timo minuto, lo que en su gran mayoría se habían negado a
comprender medio milenio antes en bien propio: que cualquier lu
gar sobre una esfera circundable puede ser afectado, incluso desde
la mayor lejanía, por transacciones entre gentes interesadas en ellas.
Lo que realmente significa la globalización terrestre aparece
cuando se reconoce en ella la historia de una enajenación político-
espacial que parece ser indispensable para los vencedores, insopor
table para los perdedores e inevitable para todos. La información
metafísica latente del globo terráqueo concreto a sus usuarios era,
desde el principio, que todos los seres que pueblan su superficie es
tán fuera en un sentido absoluto, por más que, ahora como antes,
intenten cobijarse en apareamientos, viviendas y envolturas simbó
licas colectivas (sistémicamente diríamos: en comunicaciones).
Mientras los pensadores, meditando frente al cielo abierto, se ima
ginaban el cosmos como una bóveda sólida -todo lo inconmensu
rable que quisiera aparecer-, estaban protegidos frente al peligro
de resfriarse en una exterioridad absoluta. Su mundo era todavía la
casa, que no pierde nada. Pero desde que dieron la vuelta al plane
ta concreto, a la pequeña estrella errante, que soporta los climas,
faunas y culturas más diferentes, un abismo se abre ante ellos, a tra
vés del cual, cuando levantan los ojos, parpadean mirando a un ex
terior glacial. Un segundo abismo surge ante ellos en las culturas de
las lejanas partes de la tierra, que, tras la ilustración etnológica, de
muestran a cualquier interesado que todo lo que considerábamos,
entre nosotros, el orden eterno de las cosas puede ser tan bueno en
otro lugar cualquiera de modo completamente diferente. Ambos
abismos, el cosmológico y el etnológico, le reflejan al que mira ha
cia fuera la azarosidad de su propio ser-ahí y ser-así. Y ambos dan a
entender que no es la «pérdida del centro» la que constituye la ca
tástrofe inmunológica de la edad moderna, sino la pérdida de la
713
periferia. Las últimas fronteras no son las que parecían ser en otro
tiempo: esta notificación de pérdida (técnicamente: la des-ontolo-
gización de los márgenes firmes) es el disangelio de la edad mo
derna, que, junto con el evangelio del descubrimiento, anuncia
nuevos espacios-oportunidades. Pertenece a las características de la
época que la buena nueva cabalgue sobre la mala.
714
El globo de Behaim, 1492, partido en biángulos.
Los barcos con la peste del saber atracan primero en los puertos
ibéricos. De retomo de la India, de las antípodas, los primeros tes
tigos oculares de la redondez de la tierra miran de un modo nuevo
a un mundo que desde entonces se llama el viejo. Quien arriba a
puertos patrios después de una circunnavegación terrestre -como
aquellos dieciocho supervivientes extenuados del viaje de Magalla
715
nes de 1519 a 1522- regresa a tierra a una ciudad que no puede vol
ver a sublimarse como cavidad doméstico-patria en el mundo. En
este sentido fue Sevilla la primera ciudad-emplazamiento de la his
toria universal; su puerto, más exactamente el de Sanlúcar de Ba-
rrameda, fue el primero del Viejo Mundo que recibió a los testigos
de un periplo en tomo al globo cuando llegaban a la patria. Los em
plazamientos son antiguas patrias que se ofrecen a la mirada desen
cantada y sentimental de gentes que regresan del exterior. En ellos
se hace valer la ley espacial de la edad moderna: que ya no se pue
de interpretar durante más tiempo el lugar propio como centro y
ombligo de la existencia, ni el mundo como su entorno concéntri
camente ordenado. Tras Magallanes, quien vive en el hoy se ve for
zado a proyectar también su ciudad natal como un punto visto des
de fuera. La transformación del Viejo Mundo en un agregado de
emplazamientos refleja la nueva realidad-globo, tal como se pre
senta tras la circunvolución terrestre. El emplazamiento es aquel lu
gar en el mundo representado en el que los nativos se conciben a sí
mismos como concebidos desde fuera; en él vuelven a sí los circun-
volucionados.
En este proceso resulta curioso, sobre todo, cómo innumerables
nativos europeos han conseguido ignorarlo, negarlo y retardarlo
durante casi una era, de modo que sólo en el siglo X X
tardío actúan
como si tuvieran motivos completamente nuevos para ocuparse del
inaudito fenómeno de la globalización. Sin embargo, desde 1522,
no hay nada que discutir sobre el hecho de la circunvolución te
rrestre. Cierto es sólo: mientras más rutinaria y rápidamente se su
ceden las circunvoluciones, más se propaga la transformación de
mundos de vida en emplazamientos*; razón por la cual sólo en la
época del transporte rápido y de las transmisiones de información
superrápidas se hace sentir epidémica y masivamente el desencan
tamiento de las viejas estructuras locales de inmunidad. En su desa
rrollo, la globalización va explosionando capa a capa las envolturas
ilusas de la vida apegada al suelo patrio, enclaustrada, orientada ha
cia sí misma y pretendidamente salvadora de sí con medios propios:
‘Sloterdijk contrapone Lebensweltena Standarte. (N. delT. )
716
esa vida que hasta ahorajamás estuvo en otra parte que en ella mis ma y en sus paisajes natales (el Gegnet de Heidegger proporciona a esas espacialidades superredondeadas un nombre tardío y super- fluo) y que no conocía otra condición de mundo que la autocobi-
jante, vernacular, microsféricamente animada y macrosféricamente amurallada: el mundo como extensión sociocosmológica, de sólidas paredes, con una imaginación terrenalizada, autocentrada, unilin- güe, uterino-grupal. Pero, ahora, la globalización, que lleva la exte rioridad a todas partes, arranca de su lugar las ciudades abiertas al comercio, y al final también las aldeas introvertidas, introduciéndo las en el espacio de tráfico homogeneizante. Descerraja las endos- feras que crecen por sí mismas y las coloca en la red enajenadora. Presas en ella, las colonias de los mortales apegados al suelo autóc tono pierden su privilegio inmemorial de ser cada una para sí el centro del mundo.
En este sentido, como acabamos de afirmar, la historia de la edad moderna no es, en principio, otra cosa que la historia de una revolución espacial en el exterior. Consuma la catástrofe de las on- tologías locales. En su transcurso, todas las naciones antiguo-euro- peas se convierten en emplazamientos sobre una superficie esférica, y todas las ciudades, pueblos, paisajes se transforman en puntos de tránsito en la circulación ilimitada de los capitales bajo su quíntuple metamorfosis de mercancía, dinero, texto, imagen, prominencia367. Cualquier punto de la superficie terrestre se convierte en un po tencial destino del capital, que considera todo emplazamiento se gún su accesibilidad a medidas y cálculos estratégicos en vistas al be neficio. Mientras que en otro tiempo todavía la esfera-cosmos de los filósofos había representado percepdblemente una forma máxima de cobyo en lo envolvente, la nueva «manzana de la tierra» (Erdap-
fel) -como Behaim llama a su globo- anuncia a los europeos, inte resante, cruel y discretamente, la nueva topológica de la edad mo derna: que los seres humanos son seres vivos que han de existir en el margen extremo de un cuerpo redondo irregular en el universo; un cuerpo que, como todo, no es claustro materno ni receptáculo alguno, ni puede proporcionar ningún cobijo. Puede estar coloca do el globo sobre un bastidor precioso, con pies cincelados de palo
717
Vincenzo Coronelli, globo terráqueo, ca. 1688,
biblioteca del convento de la orden benedictina, Melk.
de rosa, sujeto por un anillo meridiano metálico, como se quiera,
puede dar la impresión al observador de la visión panorámica y de
la delimitación perfecta mismas: a pesar de ello, sólo reproducirá ya
la imagen de un cuerpo al que le falta el margen cobijante, la bóve-
718
Chronoglobium de Mathias Zibermayer,
con globo terráqueo interno, 1837, St. Florian.
da esférica exterior. Lo que aparece sobre él ya está también fuera.
Incluso la atmósfera de aire, que, por cierto, desaparece de todos
los globos terráqueos, es entendida por la mayoría más como parte
del exterior que como interior, y sólo en la época más reciente, por
el auge de la meteorología como ciencia madre del racionalismo
del caos, a la atmósfera de la tierra se la concibe, finalmente, como
el único equivalente que queda de las capas o cubiertas de éter.
¿Dónde estaría ahora el cielo que pudiera besar a esa tierra? En
719
Velázquez, Demócrito (o El Geógrafo), 1(528.
cualquier globo terrestre de los que adornaban las salas de audien
cia y bibliotecas, los gabinetes y salones de la Europa culta -hasta
1830 en compañía de su gemelo obligado, el globo celeste-, se ma
terializaba la nueva doctrina de la primacía de un exterior en el que
se adentraban decisivamente los europeos como descubridores, con
quistadores, misioneros, comerciantes, informadores y turistas, para,
al mismo tiempo, retirarse de él a sus espacios interiores, artística
mente revestidos, que ahora, con el colorido específico del siglo
XIX, se llaman interiores o esferas privadas. Es verdad que, mientras
sea posible de algún modo, los globos celestes, que se exponían pa
ralelamente, intentarán desmentir la verdad evidenciada por los
globos terráqueos368; siguen simulando cobijo cósmico de los morta
les bajo el firmamento, pero su función se va convirtiendo paulatina
mente en metafórica y decorativa, igual que el arte de los astrólogos,
que pasa de manos de peritos en estrellas y destino a manos de psi
cólogos edificantes y profetas de feria. Nada puede salvar al cielo físi
co de ser desencantado como una forma de ilusión trascendental. Lo
que parece una cúpula es un abismo visto a través de una envoltura
de aire. El resto es religiosidad arrastrada y lírica mala360.
4
Abandono del este,
ingreso en el espacio homogéneo
Para establecer la primacía del exterior no bastaba el mero hecho
de las primeras circunnavegaciones terrestres llevadas a cabo por Ma
gallanes y Elcano (1519-1522) y Francis Drake (1577-1580). Estas dos
heroicidades náuticas merecen entrar también en una historia filosó
fica de la globalización terrestre, dado que sus actores, con su deci
sión por el viaje hacia el oeste, llevan a cabo un cambio de dirección
de alcance histórico-universal y de inagotable contenido significativo
para las ciencias del espíritu. Magallanes, como Drake, siguió en ello
las intuiciones de Colón, para quien la idea de un camino occiden
tal hacia la India se había convertido en una obsesión profética. Y
aunque a Colón, incluso después de su cuarto viaje (1502-1504), no
había quien le convenciera de su error de haber encontrado el ca
721
mino marino a la India -él pensaba entonces, con toda seriedad, que
estaba sólo a diez días de navegación del Ganges, y que los habitan
tes del Caribe eran vasallos del Gran Kan de la India-, la tendencia
de la época estaba de su lado. Con su opción por la ruta del oeste ha
bía puesto en marcha la emancipación de «Occidente» de su inme
morial orientación mitológico-solar hacia el este; sí, con el descubri
miento del continente occidental había conseguido desmentir la
primacía mítico-metafísica del Oriente. Desde entonces ya no regre
samos al «origen» o al punto de salida del sol, sino que avanzamos,
sin nostalgia, con el sol. Con razón hizo observar Rosenstock-Huessy:
«ElocéanoqueatravesóColónhizodeOccidenteEuropa»370. Suceda
lo que suceda desde entonces en nombre de la globalización o del
registro universal de la tierra, siempre estará completamente bajo el
signo de la tendencia atlántica. Después de que los marinos portu
gueses desde mediados del siglo XV hubieran roto las inhibiciones
mágicas que mantenían parada la mirada hacia el oeste en las co
lumnas de Hércules, el viaje de Colón dio definitivamente la señal
para la «desorientación» de los intereses europeos. Sólo esta revolu
cionaria des-orientalización podía hacer emerger el doble continen
te índico nuevo, que habría de llamarse América, y sólo a ella hay
que adscribir que desde hace medio milenio los procesos de globali
zación, según su sentido cultural y topológico, signifiquen siempre,
a su vez, «occidentalización» y occidentalismo. La razón de que ello
no pudiera suceder de otro modo la conceptualiza, acentuándola fe
lizmente, el iniciador de la nueva fenomenología, Hermann Schmitz,
en las explicaciones filosófico-espaciales de su «Sistema de filosofía».
Sobre Colón se dice allí:
En el oeste descubrió para la humanidad América y, con ello, el espacio
como espacio local. Esta formulación, intencionadamente agudizada, pre
tende decir que Colón -y más tarde el circunnavegador del mundo, Maga
llanes, como ejecutor de su iniciativa- forzaron por sus éxitos en la ruta oc
cidental una revolución, semejante a un shock, en la representación humana
del espacio, que señala, con mayor profundidad que ningún otro aconteci
miento, el ingreso en el modo de conciencia específicamente moderno371.
722
Terra australis nuper inventa
nondum cognita, de Michael Mercator,
Atlas sive cosmographicae meditationes, 1595.
El giro hacia el oeste induce la geometrización del comporta
miento europeo en un espacio local globalizado. Por ello, incluso la
representación más sumaria de las zonas de la tierra todavía inex
ploradas sigue desde el principio el nuevo ideal metódico: el de un
registro uniforme de todos los puntos sobre la superficie del plane
ta, hecho bajo el aspecto de su accesibilidad a operaciones e intere
ses europeos (y esto significa, en principio, ibéricos), se produzcan
los accesos reales sólo siglos después, como sucede a menudo, o no
se produzcan nunca. También y precisamente las famosas manchas
blancas sobre los mapas, consignadas como terrae incognitae, ofician
desde el principio como regiones que hay que conocer en el futu
ro. Para ellas valía lo que en algunos mapamundi decisivos del siglo
XVI había impreso sobre el continente austral, que se imaginaba gi
gantesco: térra australis nuper inventa nondum cognita:descubierta re
cientemente,todavía noexplorada,peroyapredibujadacomoespa
cio de juego de exploración y explotación futuras. El espíritu del
todavía-no pide la palabra por primera vez como asunto de geógra
fos. La época moderna es época-nondum: la época de un devenir
muy prometedor, que se ha emancipado tanto del estatismo de la
eternidad como del tiempo circular del mito.
La importancia histórica del viaje de Colón estriba en sus efectos
723
revolucionarios para la transformación de movimientos espacio-di-
reccionales en movimientos espacio-situacionales. Al oeste, que ha
bía sido en circunstancias anteriores una dirección del cielo y del
viento, pero sobre todo la zona de la puesta del sol -una magnitud
determinada por completo espacio-direccionalmente-, le tocó el
decisivo papel histórico-civilizatorio de ayudar a que surgiera la re
presentación geométrico-espacio-situacional de la tierra y del espa
cio. Con las salidas hacia el oeste comienzan movimientos que aca
barán un día en un tráfico indiferente en todas las direcciones. Bien
el viaje de Colón de 1492 o bien la penetración del continente nor
teamericano en el siglo XIX: esas dos máximas escenificaciones del
imperativo «¡Adelante, hacia el oeste! » impulsan la apertura espa
cial, de la que más tarde habría de seguirse el tráfico pendular re
gular entre puntos discrecionales de las zonas exploradas. Lo que el
siglo XX designará con uno de sus conceptos más romos como «cir
culación» sólo fue posible por el pensamiento espacio-situacional.
Pues el dominio rutinario de la simetría de viajes de ida y viajes de
vuelta, constitutivo del concepto moderno de tráfico, sólo puede rea
lizarse en un espacio situacional generalizado, que reúna puntos de
igual valor geométrico en un campo liso, convirtiéndolos así en imá
genes de trayectos e itinerarios de viaje. No es casualidad que uno
de los sistemas de fuerza motriz más importantes del siglo XIX, las
máquinas de tren del ferrocarril, recibieran el nombre de locomo
toras: las que mueven de lugar; su uso determina una etapa en la va
loración comparativa del espacio local o situacional atravesado. Los
técnicos del siglo XIX sabían que la superación del espacio median
te la locomoción a vapor iba estrechamente unida a la «evapora
ción» del espacio mediante la telegrafía eléctrica, cuyos cables se
guían por regla general las vías férreas872.
Lo que llamamos tráfico universal presupone que el descubri
miento de las condiciones del mar y del terreno, bajo el aspecto geo
gráfico e hidrográfico, puede darse ya, en lo esencial, por cerrado.
Tráfico auténtico sólo puede surgir cuando exista un sistema de tra
yectos que abra una zona determinada, sea como térra cognita o co
mo mare cognitum, a travesías rutinarias. Como modelo de prácticas
de travesía, el tráfico constituye la segunda fase, la rutinizada, del
724
proceso que había comenzado con la historia de aventuras de los
descubrimientos globales, protagonizada por los europeos.
5 Julio Verne y Hegel
Seguramente nadie ha sabido ilustrar con mayor acierto y ame
nidad lo que significa y pretende el tráfico globalizado que Julio
Verne en su famosa novela satírica La vuelta al mundo en ochenta días,
del año 1874. Gracias a su galopante despreocupación y superficiali
dad ofrece una instantánea del proceso de la Modernidad como re
volución del tráfico. Ello ilustra la tesis cuasi-histórico-filosófica de
que el sentido de las condiciones modernas es trivializar el tráfico
en todo el mundo. Solamente en un espacio situacional globalizado
se pueden organizar las nuevas necesidades de movilidad, que colo
can sobre la base de rutinas tranquilas tanto el tráfico de mercancías
como el transporte de personas. Cuando del tráfico, como prototi
po de movimientos reversibles también para largos trayectos, se ha
ce una institución segura, resulta, en definitiva, indiferente en qué
dirección se emprenda una vuelta al mundo. Son más bien circuns
tancias externas las que mueven al héroe de la novela de Julio Ver
ne, el inglés Phileas Fogg, Esquire, y a su lamentable criado francés,
Passepartout, a llevar a cabo por la ruta del este su viaje alrededor
de la tierra en ochenta días. Detrás de ello no se oculta nada más
que una noticia de prensa que decía que, por la apertura del último
tramo del Great Indian Peninsular Railway entre Rothal y Alláhá-
bád, el subcontinente indio podía ahora atravesarse sólo en tres
días. Con ella construyó un periodista de un periódico londinense
el provocador artículo que habría de suscitar la apuesta de Phileas
Fogg con sus amigos y compañeros de whist del Reform-Club. En lo
que consistía la apuesta de Fogg con sus compañeros de club no era
en el fondo otra cosa que la cuestión de si la praxis turística estaba
en condiciones de verificar las promesas de la teoría turística. El de
cisivo artículo del Moming Chronicle no contenía más que una expo
sición de los lapsos de tiempo que había de estimar un viajero para
llegar de Londres a Londres dando mientras tanto la vuelta al mun
725
do. Que ese cálculo se basara en la hipótesis de un viaje hacia el es
te correspondía,junto con la gran añnidad británica con la parte in
dia de la Commonwealth, a una temática actual de la época: la aper
tura del canal de Suez el año 1869 había sensibilizado a toda Europa
con el tema de la aceleración del tráfico mundial y creado incenti
vos irreprimibles para elegir la ruta oriental, acortada dramática
mente. Como testimonia el desarrollo del viaje de Fogg, aquí ya se
trata de un este completamente occidentalizado hace mucho tiem
po, que con todos sus brahmanes y elefantes ya no significa más que
un trozo cualquiera de arco en la curvatura del planeta, represen
tado espacio-situacionalmente y hecho disponible técnico-circulato
riamente.
«Aquí está el cálculo publicado en el Moming Chronicle:
Londres-Suez por Mont-Cenis y Brindisi, en tren y vapor, 7 días;
Suez-Bombay, vapor, 13 días;
Bombay-Calcuta, tren, 3 días;
Calcuta-Hong Kong (China), vapor, 13 días;
Hong Kong-Yokohama (Japón), vapor, 6 días;
Yokohama-San Francisco, vapor, 22 días;
San Franciso-Nueva York, ferrocarril, 7 días;
Nueva York-Londres, vapor y ferrocarril, 9 días.
Total: 80 días. »
«¡Efectivamente, sólo ochenta días! », exclamó Andrew Stuart, «pero
también hay que contar con el mal tiempo, los vientos en contra, un posi
ble naufragio, descarrilamientos. . . ».
«Todo incluido», respondió Phileas Fogg.
«¿Aunque hindúes o indios arranquen los carriles, detengan los trenes,
asalten los vagones correo y arranquen la piel de la cabeza a los viajeros?
¿Incluso así? » decía, acalorado, Andrew Stuart.
«Todo incluido», repitió Phileas Fogg1”.
El mensaje de Julio Verne es que en una civilización técnica
mente saturada ya no existe aventura alguna, sino sólo retrasos. Por
eso el autor atribuye importancia a la observación de que su héroe
no tiene experiencia. La flema imperial del señor Fogg no puede
726
dejarse alterar por turbulencia alguna, porque, como viajero global,
no debe ya respeto alguno a lo local. Después de que asegurara la
posibilidad de darle la vuelta, la tierra, incluso en los escenarios más
lejanos, no es ya para el turista consumado sino un conjunto de si
tuaciones e imágenes, de las que los diarios, los escritores de viajes
y las enciclopedias han ofrecido ya un cuadro más completo. Se en
tiende, pues, por qué la llamada lejanía apenas es digna de una mi
rada para este indiferente señor. Suceda lo que suceda, sea una que
ma de viudas en la India o un ataque de los indios en el oeste
americano, en principio nunca puede tratarse más que de inciden
tes sobre los que se está mejor informado como miembro del Re-
form-Club londinense que como turista involucrado en ellos sobre
el terreno mismo. Quien viaja bajo estas condiciones no lo hace por
placer ni por razones de negocios, sino por gusto por el movimien
to mismo; ars gratia artis; motio gratia motionis.
Desde los días de Giovanni Francesco Gemelli Careri (1651-1725),
de Calabria, que, disgustado por disputas familiares, emprendió una
vuelta al mundo entre los años 1693 y 1697, el tipo del viajero uni
versal sin negocio, es decir, el turista, es una magnitud establecida en
el programa de la Modernidad; su Giro del Mondo pertenece a los do
cumentos fundacionales de una literatura de la globalización a gus
to privado. También Gemelli Careri se adhirió espontáneamente al
hábito del descubridor que creía poseer un mandato del espíritu de
informar en casa sobre sus experiencias de fuera; sus observaciones
mexicanas y su relato de la travesía del Pacífico se consideraban to
davía generaciones después como aportaciones etnogeográficamen-
te respetables. Aunque generaciones posteriores se aficionaran a un
estilo informativo más bien marcado subjetivamente, la liaison de via
je y escritura perm aneció intangida hasta el siglo XIX. Todavía en
1855 el Conversationslexicon de Brockhaus podía constatar que turista
se llama a «un viajero, al que no le une ningún objetivo determina
do, por ejemplo científico, con su vteye, sino que sólo viaja por hacer
el viaje y poder contarlo después».
En el caso de Julio Veme, en cambio, el viajero universal renun
cia a su profesión documentalista y se convierte en un puro pasaje
ro, es decir, en un cliente de servicios de transporte que paga para
727
que su viaje no se convierta en experiencia alguna, de la que además
tuviera que hablar después. La vuelta al mundo es un deporte y no
una lección filosófica, sí, ni siquiera parte ya de un programa edu
cativo. Incluso por lo que se refería al aspecto tecnológico, Julio
Verne no era un visionario en el horizonte del año 1874; teniendo
en cuenta los medios de transporte más importantes, ferrocarril y
vapor de hélice, los motores principales de la revolución del trans
porte en el siglo XIX medio y tardío, el viaje de su héroe correspon
día exactamente al estado de entonces del arte de llevar a ingleses
apáticos de A hasta B y vuelta. No obstante, la figura de Phileas Fogg
presenta rasgos proféticos, en tanto aparece como prototipo del pa
sajero literalmente clandestino, cuya única relación con los paisajes
que van pasando consiste en su interés de atravesarlos. El estoico tu
rista prefiere viajar con las ventanas cerradas; como gentleman, per
siste en su derecho de no tener que considerar nada como digno de
verse; como apático, rechaza hacer descubrimientos. Estas actitudes
anuncian un fenómeno de masas del siglo XX, el hermético viajero
a destajo, que transborda por doquier, sin haberse fijado en ningu
na parte en algo que no coincidiera con las imágenes de los folletos.
Fogg es el reverso perfecto de sus predecesores tipológicos, los geó
grafos y circunnavegadores del mundo de los siglos XVI, XVII y XVIII,
para quienes toda partida iba unida a la esperanza de descubri
mientos, conquistas y enriquecimientos. A estos viajeros experi
mentales siguieron desde el siglo XIX los turistas románticos, que
viajaban lejos para enriquecerse por medio de impresiones.
Entre los viajeros impresionistas de nuestro siglo ha conseguido
cierta fama por sus notas de viaje el filósofo de la cultura y conde
Hermánn Keyserling; realizó su gran ronda por las culturas del
mundo en trece meses como una especie de experimento hegelia-
no: iluminación por regreso demorado a la provincia alemana*74.
Phileas Fogg está en clara ventaja sobre Keyserling, porque ya no tie
ne que hacer como si de lo que se tratara en su viaje en torno al to
do fuera de aprender todavía algo esencial. Julio Verne es el mejor
hegeliano, puesto que había comprendido que en el mundo orga
nizado y amueblado ya no son posibles héroes substanciales, sino só
lo héroes de lo secundario: lo que le queda a Fogg es un heroísmo
728
de la puntualidad. Sólo con su ocurrencia de quemar las estructuras de madera del propio barco a falta de carbón durante la travesía del Atlántico, entre Nueva York e Inglaterra, rozó una vez más el estoi co inglés por un momento la heroicidad original y dio un giro a la idea de autoinmolación por un orden futuro, giro que correspon día al espíritu de la era industrial. Por lo demás, sport y spleen des criben el último horizonte en el mundo arreglado y adecentado. Keyserling, por el contrario, roza el ridículo cuando, como una tar día personificación del espíritu del mundo, da la vuelta a la tierra con el fin de volver «a sí»; su motto reza, correspondientemente, có mico: «El camino más corto hacia sí mismo conduce alrededor del mundo». Pero, como muestra su libro, no puede hacer experiencia necesaria alguna, sólo puede recoger impresiones.
6 Mundo de agua
Sobre el cambio del elemento rector de la edad moderna
En el punto decisivo, el itinerario de Julio Veme refleja perfec tamente la aventura originaria de la globalización terrestre: en él se manifiesta inequívocamente la gran preponderancia de los viajes por agua. En ello se percibe todavía, en una época en la que la cir cunvolución terrestre se había convertido hacía tiempo en un de porte de elite (globe trotting, algo así como: patearlo todo), la huella de la revolución magallánica de la imagen de mundo, a consecuen cia de la cual la imagen del planeta preponderantemente térrea fue sustituida por la del planeta oceánico. Haciendo campaña en favor de su proyecto, Colón pudo explicar todavía, ante Sus Majestades católicas de España, que la tierra era «pequeña» y preponderante- mente seca y que el elemento húmedo sólo constituía una séptima parte de ella. También los marinos de finales de la Edad Media creían en la preponderancia del espacio térreo, y por un motivo comprensible, dado que el mar es un elemento que por lo general no gusta a quien lo conoce más de cerca. No sin profundas razones de experiencia, el odio de los habitantes de la costa al mar abierto se había traducido en esta visión del Apocalipsis de sanJuan (21,1):
729
que tras la venida del Mesías el mar ya no existirá (una frase que, en
Titanic, de James Cameron, cita muy a propósito el clérigo de a bor
do, mientras la popa del barco se pone en vertical antes del hundi
miento. )
A los europeos del temprano siglo XVI se les exigía de repente
que comprendieran que, en vistas de la preponderancia en él de las
superficies acuosas, el planeta Tierra llevaba, en el fondo, un nom
bre injusto.
lo que significa que las evidencias europeas, junto con sus regula
ciones filosóficas y antropológicas del lenguaje, sólo poseen validez
regional yno reflejan por principio el commonsensede una hipotéti
ca humanidad global.
Fue sobre todo la literatura europea moderna la que primero se
apartó del sueño filosófico-católico de una verdadera misión unita
ria y de un lenguaje universal definitivo, y la que se puso en camino
hacia un plurilingüismo esencial. Desde el punto de vista de la his
toria de los medios, esta puesta en camino va unida al paso de la
economía de palacio eclesial-estatal de los mensajes a la economía
de mercado literaria y periodística.
La última, desde sus comienzos en el siglo XIV, se presenta bajo
una forma dúplice: por una parte, como mercado de las literaturas
triviales, de las novelas y novedades, en el que los mensajes ya no se
componen centrados en el remitente, sino en el receptor, acomo
dándose a las expectativas de diversión y edificación del público;
por otra, como mercado de la literatura de genio, que es verdad que
permanece centrada en gran medida en el remitente, puesto que el
680
autor oficia como revelación local de una fuente trascendente de
emisión, pero que también señala con ello el tránsito a relaciones
no-monopolizadoras y neopoliteístas. Novalis expresó la idea de que
en el futuro incluso el nombre de Cristo habría de ponerse en plu
ral. La historia del arte trivializó este impulso e hizo desfilar en pro
cesiones cronológicas a los mesías productores. En el mercado del
genio la religión monopolizadora de antaño se disuelve en un pro
ceso de revelación desregulado, en el que salen a la luz tantos dio
ses como grandes artistas. Se podría decir, sin ambages, que el cen
tralismo religioso se fue a pique por la legalización de la genialidad
(así como, desde el punto de vista morfológico, la agonía de Dios
comenzó con la colocación del centro en todas partes y con la des
realización de la periferia*4*). Si se anula, además, la condición de
que el arte ha de ser grande para poder hacerse público, la cultura
de masas moderna queda ya establecida en esbozo. En ella puede
festejarse la permanente revelación de la trivialidad; pero, dado que
ahí no hay nada que festejar realmente, a los participantes no les
queda otra que hacer girar continuamente el molino del autoa-
plauso para lo tampoco-tan-especial.
La opción por la cultura trivial no es ella misma trivial; así como
en la Antigüedad tardía la decisión fue por la primacía del Evange
lio frente a las musas, la Modernidad posmodernizada (si no enga
ña todo) vota por la primacía de la democracia frente al arte y la fi
losofía. Las consecuencias más bien agradables de esto: coexistencia
pacífica de todos los mensajes sin poder y sin contenido; la cultura
de las listas de los mejores como eterno retorno del otro insignifi
cante; autosonografía de las sociedades de medios con la mezcla
siempre igual y siempre nueva de nonsense y no-nonsense; libertad de
elección entre diferentes formas de actuación de la misma deca
dencia; emancipación de los hablantes de la exigencia de tener que
decir algo. Por lo que respecta a las consecuencias más bien desa
gradables, no son aquí nuestro tema.
Kafka, en torno a 1914, evocó en una breve parábola el estado ac
tual del mercado libre de mensajes, que, por lo que se ve, quedará
como su estado final.
681
Fueron puestos ante la elección de ser reyes o correos. Siguiendo su
condición infantil, todos quisieron ser correos, razón por la cual hay tantos
correos. Y, por eso, porque no hay reyes, se persiguen indiscriminadamen
te y se gritan unos a otros sus propios informes, que han perdido ya su sen
tido. Gustosamente pondrían fin a su miserable vida, pero no se atreven a
causa del juramento del cargo.
682
Excurso 6
La descoronación de Europa
Anécdota sobre la tiara
Si algún día se escribiera una historia filosófica de los cubreca-
bezas (lo que parece irremisible, dado que la ocupación con los
contenidos de cabeza está agotada), ésa sería la mejor forma de re
cordar una época pasada en la que los seres humanos llevaban sus
pensamientos fundamentales igualmente sobre la cabeza que den
tro de ella. Los miembros de la humanidad premodema declaraban
por sus sombreros su actitud frente al mundo.
Entre los complementos capitales o ideas capitales más externas,
las coronas y las mitras obispales poseen un rango eminente, y no
sólo porque por su forma redonda cobijen la cabeza humana en
una figura envolvente estrechamente ¿gustada, sino porque por sí
mismas y por su uso ritual indican la presencia de majestad o de
consagración divina en una cabeza. Si, además, consagración y ma
jestad, que normalmente son carismas diferentes, se unieran excep
cionalmente en una y la misma cabeza, de modo que la mitra y la
corona coincidieran, esto confirmaría la hipótesis optimista de que
las cabezas humanas valen también como portadoras, dicho filosó
ficamente como sub-stancias, de los más altos pensamientos tanto
profanos como espirituales. De una idea o pensamiento superior
así, llevado sobre la cabeza (o materializado de cualquier otro mo
do), se trata, ante todo, cuando un individuo humano es distingui
do por un cubrecabezas singular como centro de la humanidad o
principio viviente (principe, prince, príncipe).
Este optimismo coronario es en Europa un hecho histórico, cu
ya historia comienza en el siglo XIV temprano y acaba a mediados
del siglo XX; y que se plantea como historia de la rivalidad entre to
cados de cabeza de papa y tocados de cabeza de emperador: no hay
que ser especialista en historia medieval para saber que, al final, la
cabeza del papa quedó delante, lo que quiere decir que consiguió
683
una ventaja considerable en el coronamiento frente a otras cabezas
cubiertas. Cómo ganó el papa esa ventaja en cada caso no es algo no
discutido incluso entre los conocedores de la materia. Con seguri
dad sólo puede valer el hecho de que la cuestión de la corona su
prema se inició en Roma bajo Bonifacio VIII -cuyo pontificado,
1294-1303, se considera el punto álgido de la plenitud del poder pa
pal-, y, en principio, en dirección a una duplicidad de alturas.
La situación de partida del desarrollo se había incubado en tor
no al cambio del siglo XII al XIII, cuando en las misas de consagra
ción del papa el cardenal diácono colocaba en la cabeza al nuevoje
fe de la Iglesia, después de la mitra, la corona papal, que en ese
tiempo sólo mostraba un único anillo. Para los portadores de ambos
tocados de cabeza su simbolismo parecía evidente por sí mismo:
estaba claro que la mitra, en virtud de la función pontifical (pro sa-
cerdotio), se utilizaba litúrgicamente, en la misa y en cualquier otra
ocasión al arbitrio del portador, y que la corona, por el contrario,
extralitúrgicamente, como signo de poder (pro regno), en solemnes
apariciones públicas, recepciones, traslados y circunstancias seme
jantes349. En la imposición de la corona se utilizaba una fórmula que
resulta apropiada para recordar a los nacidos más tarde el realismo
simbólico del pensamiento medieval, pues la corona papal, como tal,
se llama desde entonces regularmente corona sive regnum, como si
hubiera de acentuarse expresamente que la corona no significa el
poder o la realeza, sino que esel poder o la realeza.
En esta situación entra enjuego Bonifacio y añade el segundo pi
so a la corona papal. Aparentemente, el segundo aro sólo tiene la fi
nalidad de simbolizar el doble poder del papa en asuntos espiritua
les y temporales: la investigación ha querido ver ahí toda suerte de
asuntos piadosos relacionados con la doctrina de los dos reinos, lo
que es absurdo, puesto que la diferencia y configuración de los rei
nos en el dualismo de mitra y corona ya estaba articulada suficien
temente. En realidad, el segundo anillo supone una escalada en la
corona. Esta escalada responde a la provocación proveniente de los
tocados imperiales, puesto que el imperator, por su parte, lleva, como
el papa, tanto una mitra clerical como su diadema imperial, lo que
desde la óptica romana no podía aceptarse sin disgusto.
684
El sentido de superación o sobrepujamiento de la corona papal
bonifácica es evidente: ahora se considera insatisfactoria la yuxta
posición de mitra y corona simple, y se corrige mediante la superpo
sición de dos anillos en la corona temporal. Obviamente, Bonifacio
no ataca al emperador por el lado de la mitra, que no permite gra
dación alguna, sino por el lado de la corona. Con ello, la cabeza del
papa, coronada por el biregnum, se convierte en portadora de una
idea de majestad que supera en un palmo la cabeza del emperador
junto con sus superestructuras, con lo que el fin de la operación es
taba conseguido. De hecho, Bonifacio elevó el regnum sobre su cabeza
la medida de una vara entera, cosa que ya algunos contemporáneos
tildaron de reanudación híbrida del autoculto de los emperadores
paganos. La corona de Bonifacio es, por decirlo así, el sello extrali
túrgico puesto sobre las tesis de la sospechosa bula Unam Sanctam,
cuya frase final dice: «Manifestamos, declaramos y definimos que es
absolutamente necesario para su salvación que toda criatura huma
na obedezca al Obispo romano». Esta obediencia o sometimiento
(subesse) no se reclama tanto para el obispo que lleva la mitra cuan
to para el césar consagrado que se coloca el doble regnum. La coro
na de dos pisos de Bonifacio es la expresión cumplida del culmi
nante papocesarismo romano.
Esta escalada fue comprendida con toda claridad por el conjun
to de los príncipes europeos, muy sensibles a los símbolos, y pagada
espontáneamente con la misma moneda. Pero no fue el emperador
quien contrarrestó el golpe papal, sino el rey de Francia, Felipe IV
el Hermoso, quien con el atentado de Anagni quita de un golpe al
representante de Cristo la peraltada corona de su cabeza. Bonifacio
no sobrevivió mucho tiempo al monstruoso acto de su aprisiona
miento por agentes de un poder temporal; murió en el mismo año
1303 por las repercusiones de ese shock humillante. En el concilio de
Viena, Felipe consiguió obligar al segundo sucesor de Bonifacio,
Clemente V (1305-1314), a la derogación de la bula Unam Sanctam en
lo que se refería a Francia. Con ello, desde Viena, la deposición de
la corona de dos pisos por parte del papa fue un hecho consumado.
Tras un corto período de prueba, el serio intento de elevar hacia el
cielo la cabeza papal fracasó ante la resistencia terrena. De hecho,
685
el papa ya no podría elevar su cabeza coronada sobre la de un rey
nacional.
Cómo, considerando estas circunstancias -después de la puesta
fuera de servicio del biregnum papocesarista-, pudo tomar forma, sin
embargo, bajo el pontificado del mismo Clemente V, la corona pa
pal de tres pisos, que ha devenido clásica, la llamada tiara, es una
cuestión que al historiador de las ideas cubridoras de cabeza le ha
bría de merecer un análisis más detallado. En nuestro contexto bas
te señalar que el papa, que tenía atadas las manos frente al rey de
Francia, apostó, realmente fortalecido, por la rivalidad simbólica con
el emperador alemán. La coronación de Enrique VII (1309-1313) en
junio de 1312 en Roma por un legado papal ofreció la ocasión pro
picia para devolver el primado papal al frente de lucha tradicional
contra el imperio. Es comprensible que, a causa de las humillaciones
sufridas, en Aviñón dominara una sensibilidad exacerbada con res
pecto a la corona. Con tanto más agrado se recibió el hecho de que
los ideólogos alemanes del imperio dieran que hablar con sus exal
tadas teorías sobre la corona, que atribuían al emperador, a causa de
su triple coronamiento, la preeminencia sobre todos los príncipes
del mundo (tal como Cristo habría llevado simbólicamente una tri
ple diadema: las coronas de la clemencia, de lajusticia, de la gloria).
Por lo que respecta al triregnum imperial, se componía de la co
rona alemana de plata de Aquisgrán, de la corona longobarda de
hierro de Milán o de Monza y, finalmente, de la corona de oro del
rey de los romanos, que llegó a la cabeza del emperador de manos
del obispo romano. Por lo que sabemos, del lado imperial no se ha
bía pensado reunir esa trinidad de coronas en una única corona de
pisos. Sólo es interesante para el desarrollo formal posterior la coro
na romana del emperador, que presentaba una figura de compro
miso, compuesta de una mitra y una corona convencional, en la que
la estructura metálica de la corona encerraba en sí una mitra cónica
algo reducida. Ella es el prototipo de las tiaras pontificias peraltadas.
Pero queda abierta la cuestión de cómo llegó el triregnum a la cabe
za de los papas después de que el biregnum hubiera causado un re
chazo tan grande que los sucesores de Bonifacio se vieron obligados
a renunciar a él.
686
En este punto sensible de la historia de los cubrecabezas papales
aparece un hueco significativo. Si pasamos la página nos topamos
con la simple y categórica afirmación de historiadores de la liturgia
de que desde 1350 el triregnum se convirtió en el «cubrecabezas ca
racterístico de los papas». Pero sobre cómo llegó a la cabeza del pa
pa la imitación sobrepasada de la corona imperial, respecto a ello
guarda silencio la cortesía de los liturgólogos. Se entiende por qué,
puesto que, si los documentos de esa cuestión embarazosa fueran
todavía accesibles, habrían tenido que hablar inevitablemente aquí
de que fueron precisamente los débiles papas posbonifácicos quie
nes, en una simbólica huida hacia delante, se adornaron con una
corona superimperial. Lo curioso de la historia reside en la cir
cunstancia de que pudieran hacer eso sin despertar de nuevo los ce
los de los reyes franceses: cosa que delata lo suficiente sobre las re
laciones de poder y sentido de la época y sobre su interpretación
por los protagonistas de la escena europea.
Para lo que sigue, esto contiene la información decisiva: fue du
rante el pontificado de los papas de Aviñón, marionetas teológicas
de los reyes franceses, cuando adquirió perfiles definidos el hábito de
llevar coronas de tres pisos entre los sucesores de Pedro. Con su
irónica tolerancia, pues, los franceses y sus reyes impusieron fácti-
camente una nueva semántica de la corona, según la cual ella no es
ya el regnum, sino que sólo significa el regnum. Pero el significado,
como se sabe, es un campo amplio. Por primera vez, sobre la cabe
za de los papas franceses, el nominalismo se trasladó con éxito a la
praxis. Una corona es una corona; el poder, por otra parte, es el po
der. Así pues, puesto que en la lógica misma se abrió una grieta pro
funda entre palabras y cosas, entre imágenes y poder, los reyes fran
ceses no necesitaron ya sentirse provocados por una corona superior,
que ostensiblemente ante todos tenía el sentido de resarcir simbóli
camente a un papado humillado frente a un imperio espectral. Ba
jo la sonrisa de los franceses los papas de Aviñón podían abando
narse a los fantasmas de una sombrerería especial.
Durante los dos siglos siguientes la cobertura de cabeza de los
papas deja de contar entre los objetos más altos de reflexión de la
razón de la vieja Europa; sólo con la Reforma se produce una nue-
687
Ego sum Papa, grabado francés del siglo xvi
Tiara coronada por un globo
sobre la estatua de Gregorio el Grande,
dejohann Michael Feichtmayr, 1766,
iglesia del convento de Ottobeuren, escayola.
va disputa en torno a la corona papal, disputa que se anuncia en un
flujo de afirmaciones sobre el sentido múltiple de la tiara. Marcus
Antonius Mazzaronius, en su escrito De tribus coronis Pontificis Maxi-
mi (Roma 1587), hizo desfilar docenas de posibles y reales significa
dos, insinuando con ello el tránsito a una teoría del sentido inago
table de la corona350. Los tres pisos de la corona papal significan
prácticamente todo lo que puede traerse a colación con respecto al
689
número tres, de las personas de la Trinidad al grupo de las virtudes
teologales fe, esperanza y caridad. Más interesantes que estos ejer
cicios de verbositas barroca de teólogos son los desarrollos iconográ
ficos que añaden aún en la punta de la triple corona un globo co
ronado por una cruz: con mayor prominencia, en una tiara que se
coloca ocasionalmente en la estatua de san Pedro, representado en
ornamentos papales, de la iglesia de San Pedro de Roma; de modo
semejante, aunque instalada fijamente, en una estatua de Gregorio
el Grande en la iglesia de los teatinos de Munich y en Ottobeuren351.
Que papas reales del siglo XVI llevaran tiaras adornadas con globos
es algo incierto, aunque muy probable; el motivo estaba en el am
biente y corresponde al título de rector orbis, con el que se hacían
abordar los papas en la coronación según informa el Misal Romano
del siglo XVI; deJacto, ciertamente, como ha de mostrarse, los papas
eran menos los rectores que los notarios de la globalización*52. En el
añadido del globo del mundo en la cúspide de la tiara puede reco
nocerse el último paso de una escalada simbólica, con la que eljefe
de la Iglesia contrarreformista pretendía hacer valer una vez más sus
reivindicaciones de suprema coronación terrena en la era de la in
cipiente globalización terrestre.
El resto de la historia se pierde en lo convencional. Sólo una vez
más atrae una tiara una cierta atención: cuando Pío VI, tras la paz
de Tolentino, en febrero de 1797, hubo de vender la tiara de gala de
plata deJulio II para pagar contribuciones de guerra aljoven gene
ral Napoleón. (Napoleón mismo, por cierto, tras su espectacular au-
tocoronación en París en el año 1804, en cuyo transcurso ofendió el
amor propio del papa presente, ya no volvió a utilizar la corona pa
ra ocasiones representativas, sino, como primer monarca desde la
Antigüedad, la corona de laurel de oro otra vez. ) Sólo después de
otros ciento sesenta años, el 13 de noviembre del año 1964, hubo
movimiento por última vez -pero ¿quién puede decir tal cosa con
seguridad en tales asuntos? - en la cuestión del cubrecabezas papal
apropiado, cuando Pablo VI, hacia el final del Concilio Vaticano II,
en una acción solemne, emocionante para los testigos oculares, de
positó su tiara personal en la sala del concilio, ofreciéndola como
regalo a los pobres. Nunca más volvió a ponerse una tiara. No está
690
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Homepage de la Basilica of the National Shrine
of the Immaculate Conception, Washington 1996.
claro que ello hubiera de comprometer también a sus sucesores. El
Vaticano y la liturgología oficiosa prefieren que en este caso reine
la vaguedad. Según el estado de las cosas no parece descaminado
entender la deposición de la corona por parte de Pablo VI como
una confesión de la que ya no pueden volver atrás los papas poste
riores. De hecho, los dos sucesores de Pablo VI,Juan Pablo I yJuan
Pablo II, se han asimilado al nuevo estándar; ambos renunciaron a
la coronación y a llevar la tiara. Puede suponerse con seguridad que
la tiara de Pablo VI se puso a la venta aún durante su pontificado;
según rumores, parece que la editorial Time Life de Nueva York se
hizo con ella por una suma desconocida, lo que entraría perfecta
mente en la imagen de la deposición de la corona por parte de Pa
blo VI, pues sin el cambio de la tiara por una suma de dólares por
lo menos de siete cifras el gesto de una dedicación a los pobres hu
biera quedado vacío353. Seguro es el hecho de que, pocos años des
pués de su autodescoronación, Pablo VI descubrió su amor especial
por la Iglesia católica de los Estados Unidos y quiso manifestarlo ce
diendo el 6 de febrero de 1968 su tiara personal a la Basifica of the
National Shrine of the Immaculate Conception para su exposición
permanente. Puede que irrite un poco a europeos sensibles a los
signos que la última tiara «activa» se encuentre hoy en Washington
D. C. , aunque reducida a un objeto de exposición. Ver en esto el
símbolo de una transmisión del imperio a los americanos sería una
interpretación exagerada, sobre todo porque la tiara no es un obje
to único, de modo que incluso la venta de una tiara a no-europeos
ysu conservación por católicos norteamericanos no impediría perse
la vuelta a ese hábito de cubrirse la cabeza.
Pueden imaginarse en el futuro próximo situaciones en la
Unión Europea en las que la corona papal pudiera volver ajugar un
papel como ressourcesimbólico de autoafirmaciones europeas. Pero
si las tiaras desaparecieran en general de las cabezas papales (aun
que no lo hicieran de los encabezamientos postales, membretes, va
ticanos), ese no-uniforme habría que entenderlo como una idea
que se manifiesta sobre la cabeza de un no-portador, suponiendo
que se pueda reconocer el signo cero como tal. Que los nunca-co-
ronados no lleven corona alguna es un hecho que no encierra in
692
formación alguna que interese al público; pero cuando un poten
cial coronado, supremamente coronado, aparece en público sin co
rona, entonces la ausencia de corona en su cabeza adquiere el ca
rácter de un enunciado. La opción de no-tiara es un dictamen sobre
la condición de coronabilidad de los obispos romanos. Quizá sea
tiempo de constatar que, con relación al cubrecabezas extralitúrgi
co de los papas, desde 1964 la última instancia imperiomorfa del
Viejo Mundo ha ratificado el descentramiento de Europa. Por el gi
ro de la globalización hacia lo terrestre, la crisis de las ideas que se
llevan sobre la cabeza se une a la de las ideas en las cabezas.
693
Capítulo 8
La última esfera
Para una historia filosófica
de la globalización terrestre
Oh, género humano, cuántas tempestades, cuántas pérdidas, cuántos nau
fragios tienes que sufrir; te has convertido en un monstruo de muchas cabe
zas, que aspira a muchas cosas.
Dante Alighieri, Monarquía 1, XVI, 3
. . . y así va flotando el globo de los piratas, inestable, en el éter tempes
tuoso.
Henri Michaux, En otros lugares
1 La estrella errante
Cuando los geómetras y filósofos griegos comenzaron hace dos mil quinientos años con la globalización del universo, les dirigía una intuición formal irresistible: su interés por el todo se inflamó debido a su perfección redonda y a su constructibilidad geométrica. Para ellos lo más simple era a la vez lo más íntegro, más completo, más bello. Por eso, los cosmólogos racionales de la Antigüedad, tras su aparición exitosa en la Antigua Academia, pasan por ser los más distinguidos entre los estetas. Quien no era entonces geómetra u ontólogo no valía tampoco como conocedor de cosas bellas. ¿Qué era lo más bello, el cielo, sino la materialización de lo óptimo en volvente, que es el todo? «¿Sabéis su nombre? , ¿el nombre de lo que es el Uno y el Todo? Su nombre es belleza» (Friedrich Hólderlin, Hiperión).
A esa aurora o despliegue de la forma en general sobre la mate ria en general sólo podía contribuir una estética de la perfección. Si tanto el todo sutil como el compacto habían de integrarse algún día en una única intuición, sólo podía ser bajo la forma de representa
695
ción de la esfera perfecta. Estaba en la naturaleza de ese sublime hi-
perobjeto que permaneciera irreconocible para ojos normales. Pero
desde que la filosofía comenzó su guerra contra las opiniones popu
lares, sensiblemente atrapadas, la invisibilidad pasa siempre por ser
la característica fuerte del todo real*54. Da igual si más acá o más allá
de la apariencia: ningún objeto volvió a conseguir satisfacer tanto y
humillar tanto a sus contempladores como la esfera-todo, que bsyo
su doble nombre de cosmos y uranós todavía brilla desde lejos, inclu
so tras su hundimiento en el archivo de las ideas acabadas, que ya
han cumplido su misión.
Cuando, por el contrario, de lo que se trató fue de llevar a con
cepto e imagen la globalización terrestre, fue la estética de lo feo la
que hizo valer su competencia. Lo decisivo en este proceso no es
que se hubiera reconocido definitivamente la forma esférica de la
tierra y que se pudiera hablar públicamente, incluso en presencia
de eclesiásticos, de las curvaturas de la tierra, sino que las particula
ridades de la forma de la tierra, los ángulos y aristas, por decirlo así,
hubieran de aparecer en primer plano. Pues sólo lo no-perfecto
-dado que no se puede construir geométricamente- posibilita y exi
ge investigación empírica; lo bello puro puede dejarse tranquila
mente en manos de los idealistas, lo bello a medias y lo feo da que
hacer a los empiristas. Mientras que las perfecciones redondas pue
den ser concebidas sin recurso a la experiencia, los hechos e im
perfecciones hay que determinarlos inductivamente. Por eso la glo
balización urania o cósmica había sido, en lo esencial, asunto de
filósofos y geómetras; la globalización terrestre, por el contrario, se
rá asunto de cartógrafos y aventura de marineros, más tarde tam
bién preocupación de los climatólogos, de los políticos de la eco
nomía, de los ecólogos y de otros expertos en lo irregular y confuso.
Es fácil de aclarar por qué no podía ser de otro modo: en la era
metafísica el cuerpo de la tierra no podía presentarse con mayor dis
tinción de lo que permitía su situación en el cosmos, y en el plan
aristotélico-católico de esferas la tierra poseía el estatus más humil
de, más alejado del firmamento envolvente. Por muy paradójico
que suene, su colocación en el centro del todo implicaba una posi
ción en el extremo inferior de la jerarquía cósmica. Su envoltura
696
Antes de Copérnico la tierra sólo
podía ser el centro del universo.
Andreas Cellarius, Harmonía macrocosmica
seu atlas universalis el novus, 1708.
por un sistema de cubiertas de éter le procuraba cobijo en una to
talidad compacta, pero le bloqueaba el acceso a las regiones supe
riores de la completud y la perfección. Por eso, desde el principio,
el objeto del discurso metafísico de lo «terreno» es lo no-perfecto
aquí abajo, aparte y fuera del cielo. Lo que vive bajo la luna tiene
que estar marcado por el malogro y la decadencia; aquí dominan
los movimientos lineales, finitos, fatigables, en los que la Antigüe
dad no consigue percibir corrección alguna. También a través de
cada conciencia individual humana discurren las líneas de rotura de
viejos seísmos separadores. El desposeimiento de la perfección ha
697
dejado tras de sí desgarros, cicatrices, irregularidades en cualquier
objeto sublunar. Con todo, lo que contribuyó al atractivo del régi
men metafísico fue la circunstancia de que en él estaban claramen
te separados el arriba y el abajo. Mientras que lo de abajo no en
contraba el camino hacia arriba por fuerza propia, era privilegio de
lo superior penetrar a voluntad lo de absyo. Los versos de Eichen-
dorff: «Era como si el cielo hubiera/ besado quedamente a la tie
rra» se leen como el canto de cisne a un esquema que durante toda
una era había conformado el hábito del ser-en-el-mundo de los eu
ropeos. Pero también el poeta vivía ya en un tiempo en el que el cie
lo sólo tenía besos-como-si para la tierra, y en el que el alma volaba
por una región tranquila, como si todavía fuera posible encontrar el
camino a casa en una hermosa lejanía. En realidad, el supramundo
desencantado hacía ya mucho tiempo que no utilizaba su derecho
de pernada con la tierra. Habían pasado siglos desde que la nueva
física hubiera descubierto el espacio vacío y hecho desaparecer el
majestuoso cielo envolvente. No a todos les fue fácil prescindir del
complemento de arriba. Hasta Heidegger mismo resuena el duelo
por una tierra sin cielo: una tierra de la que se dice que «histórico-
ontológicamente es la estrella errante». Recuérdese que esta pala
bra, que hoy suena refinada y sombría, no se refiere a un planeta
cualquiera, sino exclusivamente a uno en el que surgió la pregunta
por la verdad del todo. La errancia en la que se mueve la tierra de
Heidegger es la última huella de la posibilidad sustraída de ser be
sada por un cielo.
Pero también cuando la tierra residía aún dentro de las cubier
tas, antes de su circunnavegación y de su desmantelamiento cósmi
co, se presentaba como la estrella en la que se muere a sabiendas.
Su redondez no era ninguna barrera de inmunidad que repeliera la
muerte. Cercaba el escenario en el que había sucedido la caída en
el tiempo, por la cual todo lo que nace adeuda una muerte a sus orí
genes. Por eso acaba sobre la tierra, sin excepción, todo lo que fue
realizado; aquí se paran los relojes, irreversiblemente, aquí se apa
gan las mechas en sus puntos de encendido (lo que resulta de im
portancia para la conciencia histórica, en cuanto se entiende que la
figura teórica del [bigjbang pertenece más a los finales que a los co
698
mienzos). Quien entiende su situación sobre la tierra ha de meditar que no sale vivo de este globo. Sobre esta superficie sombría hay que ejercitar lo que en lajerga de la filosofía reciente se llama el avance hacia la muerte: porque hoy los seres humanos no merecen ya, como en la Antigüedad, que se les llame los mortales, sino los provisionales. Si, desde un fin virtual de la historia, un historiador hubiera de decir, en una panorámica general, lo que los seres hu manos en sus colectivos han hecho con sus tiempos, podría respon der que han organizado carreras populares hacia la muerte en for ma de procesiones disimuladas, batidas dionisíacas, proyectos de progreso, pruebas eliminatorias cínico-naturalistas, ejercicios ecoló gicos de reconciliación. La superficie de un cuerpo en el universo, donde los seres humanos pasan sus días en preparativos frente a lo ineludible, no puede ser, ciertamente, una superficie regular, uni forme. Lo liso perfecto sólo es posible en la idealización geométri ca. Pero lo rugoso y lo real coinciden.
Quizá no sea casual que en la primera manifestación sistemática
sobre una estética de lo feo -en el libro de 1853 del mismo nombre
del discípulo de Hegel, Karl Rosenkranz-, ya al comienzo, se hable
de la tierra real como una superficie irregular. En esa nueva, no-
idealista, teoría de la percepción, la patria del ser humano gozaba
del privilegio de servir como ejemplo introductor a una doctrina de
lo feo natural.
En tanto sólo se conduce por la ley de la gravedad, la simple y tosca ma
sa nos ofrece estéticamente, por decirlo así, un estado neutro. No es nece
sariamente bella, pero tampoco necesariamente fea; es casual. Tomemos,
por ejemplo, nuestra tierra: tendría que ser una esfera perfecta para ser be
lla como masa. Pero no lo es. Está achatada en los polos y henchida en el
ecuador, amén de la máxima irregularidad de su superficie debida a la ele
vación del terreno. Un perfil de la corteza terrestre nos muestra, desde el
punto de vista puramente estereométrico, el revuelto más azaroso de eleva
ciones y profundidades en los contornos más imprevisibles35.
Si se sacan las consecuencias de esta consideración, puede for mularse el principio fundamental de una estética postidealista de la
699
El delta del Sittang, Birmania, fotografía tomada
desde el transbordador espacial Discovery.
tierra: como cuerpo real, el globo circundado no es bello, sino in
teresante. A la vista de sus irregularidades aparece de nuevo la de
sazón de siempre por la conditio humana y por la existencia en la
humillación sublunar. Las modernas estéticas de lo feo y de lo inte
resante asesoran no sólo a la investigación empírica que per se ha de
habérselas con lo irregular, rugoso, singular, casualmente conglo
merado (concrete)', proporcionan, también, las premisas para una
estética de la decepción o del desengaño. A quien interioriza las
desventajas debidas al lugar de la existencia en la superficie de la tie-
700
Turbulencia en un flujo de nubes detrás de la isla Guadalupe,
fotografía tomada desde el transbordador espacial Discovery.
rra se le quita toda inhibición para mostrar su cólera frente al todo.
Por eso en la Modernidad se libera la indignación y la rebeldía co
mo actitud fundamental: on a raison de se révolter. Ahora que pierden
rápidamente su sostén en un supramundo cosas muy aconsejables
en el régimen metafísico, como prescindir de lo casual, abstraer de
lo gravoso yjustificar lo desagradable, se trata de permanecer tam
bién en lo no-bello y resistir en lo grotesco, amorfo, inferior, adver
so, cuya representación vuelve lo representado contra sí mismo.
Una nueva estética fría admite desgarros, turbulencias, irregulari
701
dades en la imagen, sí, rivaliza con lo real por efectos más chocantes.
Desde el punto de vista estético, la globalización terrestre es la
victoria de lo interesante sobre lo ideal. Su resultado, la tierra dada
a conocer, es la esfera no lisa, que decepciona como forma, pero
atrae nuestra atención como cuerpo interesante. Esperar todo de él
-y de cuerpos sobre ese cuerpo-: esto constituirá la sabiduría de
nuestra era. Por lo que respecta a la historia de la estética, la expe
riencia moderna del arte va unida al intento de abrir a los estímu
los perceptivos de lo irregular el ojo demasiado tiempo obnubilado
por simplificaciones geométricas.
2 Regreso a la tierra
Consecuentemente, en la Modernidad ya no recae en los meta-
flsicos, sino en los geógrafos y en los marinos, la tarea de ofrecer
una imagen determinante del mundo: su misión es representar en
imagen la última esfera. De todos los grandes cuerpos redondos, a
la humanidad sin cubiertas sólo puede importarle algo todavía su
propio planeta. Los navegantes que dan la vuelta al mundo, los car
tógrafos, los conquistadores, los comerciantes que recorren el mun
do, incluso los misioneros cristianos, y su retaguardia de voluntarios
en países en vías de desarrollo y de turistas que gastan dinero en ex
periencias en escenarios lejanos: todos ellos, vistos en su conjunto,
se comportan como si hubieran comprendido que es la tierra mis
ma la que tras la destrucción del cielo tenía que asumir su función
como última gran redondez. Había que abarcar y dar la vuelta al to
do de la tierra físicamente real, como cuerpo irregularmente abom
bado, caprichosamente accidentado, caóticamente plegado y lleno
de arrecifes. Por eso, la nueva imagen de la tierra, el globo terres
tre, hubo de convertirse en el icono rector de la cosmovisión mo
derna. Desde el globo Behaim de Nuremberg de 1492 -el ejemplar
más antiguo de su tipo conservado- hasta los más actuales fotogra-
mas-NASA de la tierra, el proceso cosmológico de la Modernidad
está marcado por los cambios formales y precisiones en la imagen
de la tierra que posibilitan sus diversos medios técnicos. Pero en
702
Simulación por ordenador de la Antártida
que hace visibles las líneas de la corriente circumpolar.
ningún momento -ni siquiera en la era espacial- la empresa de vi
sualizar la tierra circundada pudo disimular su calidad semimetafí-
sica. Quien tras el hundimiento del cielo quería hacer un retrato
completo de la tierra estaba, sabiéndolo o no, en la tradición de la
antigua cosmografía metafísica de Occidente.
Es sintomático en este caso que todavía Alexander von Hum-
boldt pudiera atreverse a poner el título de Kosmos, claramente ana
crónico, a su opus magnum, aparecido en 1845 y 1862 en cinco volú
menes (los últimos de ellos postumos), que se convirtió en el best-seller
científico más prominente de su siglo. Considerándolo retrospecti
vamente, se ve que la oportunidad histórica de esa monumental y
holística «descripción física del mundo» fue la de compensar con
los medios de la formación o instrucción los efectos que la pérdida
del firmamento y de la clóture cósmica habían producido en los eu
ropeos modernos. Humboldt aceptó el reto de presentar la pérdida
metafísica como ganancia cultural, y parece que tuvo éxito en ello,
al menos entre el público de su tiempo. En su cuadro panorámico
de la naturaleza, la intuición estética del todo sin centro sustituía al
perdido cobijo dentro del todo de cubiertas. La bella física hizo
prescindible el marco de los círculos sagrados. Es significativo tam
bién que Humboldt, al que quizá con razón se ha llamado el último
cosmógrafo, en su fresco del mundo no partiera ya de la tierra para
mirar desde ella a la amplitud del espacio. Más bien lo que hace, en
consonancia con el espíritu de su y nuestro tiempo, es elegir un em
plazamiento discrecional en el espacio exterior, para acercarse des
de allí a la tierra, como si se tratara de un visitante de una estrella
lejana.
Comenzamos con las profundidades del universo y de la región de las
más alejadas manchas de niebla, descendiendo progresivamente a través de
la capa de estrellas, a la que pertenece nuestro sistema solar, hasta el esfe
roide tierra, rodeado de aire y mar, hasta su configuración, temperatura y
tensión magnética, hasta la plétora de vida que, estimulada por la luz, se des
pliega en su superficie [. . . ]. Aquí no se parte ya del emplazamiento subjeti
vo, de los intereses humanos. Lo terreno sólo puede aparecer como una par
te del todo, subordinada a él. La visión de la naturaleza ha de ser general,
704
ha de ser grande y libre, no constreñida por motivos de cercanía, de cómo
da familiaridad con ella [. . . ]. Por ello, una descripción física del mundo, un
cuadro del mundo, no comienza con lo telúrico, comienza con lo que llena
los espacios celestes.
Pero en tanto se estrechan espacialmente las esferas de
la visión, se incrementa la profusión de lo discemible, la plétora de los fe
nómenos físicos [. . . ]. De las regiones en las que reconocemos el dominio de
las leyes de la gravitación descendemos después a nuestro planeta*56.
Lo que aquí cuenta es el movimiento descendente; desde él apa
rece claro que el conocedor del mundo, Alexander von Humboldt,
a pesar de su hábito totalizador-consolador, toma partido por la Mo
dernidad en el punto decisivo y se decide en contra del estado de
seguridad y cobijo que proporcionaban a los habitantes de la tierra
las envolturas de ilusión y su sensación de proximidad. Como todos
los constructores de globos y cosmógrafos desde Behaim, Schóner,
Waldseemüller, Apiano y Mercator sénior yjúnior357, exige de ellos
una visión de su planeta desde fuera y se niega a aceptar que los es
pacios exteriores sólo sean desarrollos de una imaginación regio
nalmente instalada, hogareño-doméstica, uterino-social. Esa apertura
a lo infinito exacerba el riesgo de descolocaciones y desorientacio
nes modernas. Los seres humanos saben, ahora, que están situados
o, lo que significa lo mismo, que están perdidos en alguna parte
dentro de lo ilimitado; comprenden con el tiempo que a nada pue
den confiarse tanto como a la homogénea indiferencia del espacio
infinito. En éste desaparece la «cómoda familiaridad». El exterior se
extiende en sí mismo, pasando por delante del emplazamiento de
los seres humanos, como una magnitud extraña de derecho propio;
parece que su primer y único principio es no tener nada que ver
con los seres humanos. Las fantasías de los mortales de tener que
buscar algo fuera -piénsese en las ideologías de los viajes espaciales
de los americanos y los rusos- siguen siendo necesariamente muy lá
biles, desmoralizabas, esencialmente proyectos autohipnóticos so
bre el trasfondo del absurdo. En cualquier caso, el espacio enajena
do es el dato primordial de las ciencias modernas de la naturaleza;
pero también a las ciencias del ser humano le proporciona su axio
ma el principio de la preeminencia del exterior.
705
Desde ahí se desarrolla un sentido radicalmente diferente de la
localización humana. La tierra se convierte ahora en el planeta al
que se vuelve; el exterior es el desde-donde general de todos los po
sibles regresos. Fue en el campo cosmológico donde por primera
vez el pensamiento de lo exterior se elevó a norma358. Sin embargo,
el espacio desde el que se produce el nuevo e irremediable en
cuentro desde-fuera con la tierra ya no es el ingenuo cielo de cu
biertas de la época de Thomas Digges y Giordano Bruno. Es el es
pacio eternamente silencioso de la infinitud de los físicos, del que
Pascal había dicho que aterrorizaba su ánimo. Si Dante, en su viaje
por las esferas del paraíso, al mirar desde el cielo de las estrellas fi
jas hacia abajo, a la tierra, hubo de sonreír involuntariamente por
su insignificante figura, vil semblante, esta emoción es de otro tipo
completamente diferente que el asombro que acompaña el descen
so de Humboldt desde los desnudos espacios exteriores hasta la tie
rra rebosante de vida. La edad moderna gana la vertical de otra ma
nera del todo diferente que la era metafísica. La mirada desde fuera
no se consigue por una trascendencia del alma a lo exterior y supe
rior a la tierra, sino por el despliegue de la imaginación físico-téc
nica, aero- y astronáutica (cuyas manifestaciones literarias y carto
gráficas, por lo demás, precedieron con mucho a las técnicas). Las
representaciones modernas del vuelo sustituyen a las antiguas y me
dievales del «ascenso»; la tierra de aeropuertos (en la que se despe
ga y aterriza) ha tomado el lugar de la tierra de ascensiones al cielo
(de la que uno se desprende, para no volver nunca).
Naturalmente, cuando aparece el Kosmos de Humboldt hace ya
siglos que no se habla de las cubiertas de los planetas, ni del cielo
omnienvolvente de las estrellas fijas. En los últimos años de Hum
boldt ya estaba también fuera de uso, desde hacía una generación,
el viejo instrumento de la uranología edificante, el globo uranio
-entre Alcuino y Hegel un medio escolar de uso corriente-, y la mi
rada a las estrellas se había convertido desde hacía tiempo en una
disciplina propia y autónoma dentro del espectro de las ciencias na
turales triunfantes. Con la consolidación de la astrofísica, de la cien
cia de los espacios extremos, decayó rápidamente el saber de las
706
Según las Nuevas hipótesis sobre
el universo, 1750, del físico inglés Thomas Wright,
el espacio infinito está lleno de universos
jerarquizados e intrincados mutuamente,
con estructura en forma de burbujas.
Lago volcánico de Guatavita, cerca de Bogotá,
donde se desarrolla la leyenda de Eldorado, del hombre
dorado y sus tesoros sumergidos; el dibujo de Alexander
von Humboldt muestra todavía el conducto de desagüe
excavado con cuya ayuda el buscador de tesoros
Sepúlveda intentó desecar el lago en 1581.
constelaciones míticas que desde la Antigüedad habían hecho legi
bles puntualmente las regiones siderales. Quien quisiera dedicarse
en adelante a la astronomía tendría que hacerlo con la conciencia
de mirar hacia una infinitud sin firmamento, hacia un espacio an-
tropófugo, en el que se pierden las esperanzas y las proyecciones sin
eco alguno.
Yasí como la tierra quedó caracterizada como la estrella a la que
se vuelve, la «humanidad» europea -precisamente tras sus ilustra
ciones cosmológicas, etnológicas y psicológicas- mantuvo su distin
tivo de célula inteligente en el universo, a la que habría que volver
bajo cualquier circunstancia. A Alexander von Humboldt le había
tocado la misión de formular ejemplarmente el regreso desde la ex
terioridad cósmica a la esencia humana autorreflexiva. Immanuel
Kant había caracterizado como sentido para lo sublime la capacidad
de regresar a sí mismo desde lo más exterior y extraño: dado que su
708
blime es la resistencia de la conciencia humana de la dignidad pro
pia a la tentación de abandonarse a lo imponente y avasallador359. Y
en tanto que el cuadro del mundo de Humboldt lleva a cabo con
edificante minuciosidad el regreso de la tremenda vastedad de la
naturaleza, de las dimensiones oceánicas y astrales, a los salones cul
tos, proporcionó a los contemporáneos una última iniciación en lo
sublime cosmológico. La cosmovisión al máximo se convierte aquí
en el caso crítico de la vida estética360; esto, de nuevo, es la prosecu
ción de la vita contemplativa con medios burgueses, y eso quiere de
cir en último término: consuntivos. Que el ser humano, «conmovi
do», sienta «profundamente lo inmenso» es algo que debe suceder
en su interior; éste «representa el universo para el hombre privado.
En él congrega la lejanía y el pasado. Su salón es un palco en el tea
tro del mundo»361. Cuando el cobijo cósmico se ha vuelto inaccesi
ble, a los seres humanos les queda la conciencia de su situación en
un espacio en el que pueden regresar desde cualquier distancia a sí
mismos. Puede que la trascendencia esencial y el sueño de una pa
tria verdadera en el sobremundo estén irremisiblemente perdidos
para los seres humanos modernos: lo trascendental, por el contra
rio, la autorrelación de los sujetos pensantes como condición del re
greso de lo exterior a lo propio, aparece con tanta mayor pregnan-
cia en el pensamiento del siglo XIX. El giro trascendental puede
abstraerse tan poco de la descripción del mundo de Humboldt co
mo de los proyectos de sistema de las generaciones postidealistas. El
es la figura que posibilita todo pensar antropológico posterior que
conecte con los hallazgos de la época fundacional de las ciencias del
ser humano en el tardío siglo XVIII. El concepto filosófico de la tie
rra también se le impone al investigador de la naturaleza: ella es el
astro trascendental que se ha convertido en el emplazamiento con
dicionante de toda autorreflexión. Como estrella donde surgió la
teoría de las estrellas, el cuerpo de la tierra reluce fosforescente-
mente desde sí mismo, y si los extraños sabios que están sobre él se
piensan fuera, en el vacío, siempre será para regresar a su lugar por
muy fuera que estén. Naturalmente, cuando Humboldt pone en
juego la expresión «esferas», no se trata ya de las imaginarias cubier
tas celestes del doble milenio aristotélico, sino de las trascendenta-
709
The Great Globe (corte), expuesto
por James Wyld de 1851 a 1862 en Leicester Square,
Londres; 12,5 metros de diámetro; cúpula exterior
pintada como la bóveda celeste.
les «esferas de la intuición», que no designan realidad cósmica al
guna, sino esquemas, conceptos auxiliares, radios de la razón que se
representa el espacio. Lo que en el siglo de Humboldt era una fi
gura teórica se habría de concretar en el siglo XXen un movimien
to físico: el astronauta Edwin Aldrin, que el 21 de julio de 1969 fue
el segundo ser humano que pisó la superficie de la luna poco des
pués de Neil Armstrong, hizo el resumen de su vida como astro
nauta en un libro titulado Retum toEarthw¿.
3 Tiempo de globo
Con ello, también para las dimensiones extraterrestres se esta
blece lo que había llegado a ser verdad para la tierra desde el viaje
de Colón: en el espacio redondo circundado todos los puntos valen
lo mismo. Por esa neutralización el pensamiento del espacio expe
rimenta un cambio radical de sentido en la edad moderna. El tra
dicional «vivir, tejer y ser» entre atracciones, anhelos y orientacio
nes regionales es superado por un sistema de localización de puntos
discrecionales en un espacio homogéneo de representación363. Cuan
do el pensamiento moderno, remitido al lugar espacial, domina la si
tuación con su acceso neutralizador y homogeneizante a puntos dis
crecionales de la superficie terrestre, los seres humanos ya no
pueden permanecer, como si estuvieran en casa, en sus tradiciona
les espacios interiores de mundo y en sus fantasmales dilataciones y
redondeos364. Ya no pueden vivir más tiempo exclusivamente bajo
sus cielos centrados en la patria. Han abandonado sus provincias
natales participando en la gran marcha, cooperando a pensar, des
cubrir, ganar; han dejado sus casas lingüísticas locales y sus tiendas
montadas y asentadas en el cielo para moverse, ya para todos los
tiempos venideros, en un exterior insuperable que ya les precedía.
Los nuevos empresarios de las naciones-piloto de la expansión
europea ya no echan raíces por más tiempo en la madre patria; ya
no se mueven entre sus viejas voces y olores; ya no obedecen, como
antes, a sus puntos de memoria históricos ni a sus polos de atracción
mágicos. Han olvidado lo que eran fuentes encantadas, lo que sig-
711
niñeaban santuarios, iglesias de peregrinación y otros lugares de
fuerza, y qué maldiciones había en rincones sospechosos. Para ellos
la poética del espacio natal ya no es determinante. Ya no viven en
los paisajes en los que nacieron, sino que operan en otro lugar, ex
terior, abstracto. Su emplazamiento más concreto es en el futuro el
mapa, en cuyos puntos y líneas se localizan sin reserva alguna. Es el
papel sabiamente pintado, el mappamundo, el que les dice dónde se
encuentran. El mapa absorbe el terreno, la imagen del globo terrá
queo hace desaparecer, para el pensamiento representante del es
pacio, las dimensiones reales.
Por eso, para el globo terrestre, ese prodigio tipográfico que in
forma a los seres humanos modernos, mejor que cualquier otra
imagen, de su localización en el mundo, comienza una historia de
éxitos que se alarga durante un período de tiempo de más de qui
nientos años; su monopolio, compartido con los grandes mapas, en
lo relativo a las vistas generales de la superficie terrestre, sólo se ha
roto en el último cuarto del siglo XX con las fotografías por satéli
te365. El globo terráqueo no sólo se convierte en el instrumento rec
tor de la nueva localización homogeneizadora; no sólo pasa a ser el
instrumento imprescindible de la cosmovisión, en manos de todos
los que en el Viejo Mundo y en sus dependencias llegaron al poder
y al conocimiento; protocoliza o consigna, también, mediante conti
nuas y progresivas enmiendas de las imágenes de los mapas, la per
manente ofensiva de los descubrimientos, conquistas, colonizaciones
y denominaciones con las que los europeos adelantados, marítima y
terrestremente, se establecen en el exterior universal. Decenio a de
cenio publican los globos europeos el estado de ese proceso del que
Martin Heidegger daría posteriormente la fórmula, cuando escribió:
La esencia de la edad moderna es la conquista del mundo como imagen.
La palabra imagen significa ahora: la figura del producir representante366.
Lo que al final del siglo XX -como si se tratara de una novedad-
se encomia, mitifica y desacredita en los medios de masas como «glo-
balización», considerado b¿yo estas perspectivas es un momento pos
terior y confuso de un acontecimiento general cuyas verdaderas di
712
mensiones sólo aparecen cuando se entiende la historia de la edad
moderna, con toda consecuencia, como el tránsito de la especula
ción meditativa sobre la esfera a la praxis real de su registro en un
globo. En este sentido hay que subrayar que entre los europeos con
tinentales sólo el siglo XX acaba con la agonía de la cosmovisión to
lemaica que se arrastraba, cuando han de recuperar, como en el úl
timo minuto, lo que en su gran mayoría se habían negado a
comprender medio milenio antes en bien propio: que cualquier lu
gar sobre una esfera circundable puede ser afectado, incluso desde
la mayor lejanía, por transacciones entre gentes interesadas en ellas.
Lo que realmente significa la globalización terrestre aparece
cuando se reconoce en ella la historia de una enajenación político-
espacial que parece ser indispensable para los vencedores, insopor
table para los perdedores e inevitable para todos. La información
metafísica latente del globo terráqueo concreto a sus usuarios era,
desde el principio, que todos los seres que pueblan su superficie es
tán fuera en un sentido absoluto, por más que, ahora como antes,
intenten cobijarse en apareamientos, viviendas y envolturas simbó
licas colectivas (sistémicamente diríamos: en comunicaciones).
Mientras los pensadores, meditando frente al cielo abierto, se ima
ginaban el cosmos como una bóveda sólida -todo lo inconmensu
rable que quisiera aparecer-, estaban protegidos frente al peligro
de resfriarse en una exterioridad absoluta. Su mundo era todavía la
casa, que no pierde nada. Pero desde que dieron la vuelta al plane
ta concreto, a la pequeña estrella errante, que soporta los climas,
faunas y culturas más diferentes, un abismo se abre ante ellos, a tra
vés del cual, cuando levantan los ojos, parpadean mirando a un ex
terior glacial. Un segundo abismo surge ante ellos en las culturas de
las lejanas partes de la tierra, que, tras la ilustración etnológica, de
muestran a cualquier interesado que todo lo que considerábamos,
entre nosotros, el orden eterno de las cosas puede ser tan bueno en
otro lugar cualquiera de modo completamente diferente. Ambos
abismos, el cosmológico y el etnológico, le reflejan al que mira ha
cia fuera la azarosidad de su propio ser-ahí y ser-así. Y ambos dan a
entender que no es la «pérdida del centro» la que constituye la ca
tástrofe inmunológica de la edad moderna, sino la pérdida de la
713
periferia. Las últimas fronteras no son las que parecían ser en otro
tiempo: esta notificación de pérdida (técnicamente: la des-ontolo-
gización de los márgenes firmes) es el disangelio de la edad mo
derna, que, junto con el evangelio del descubrimiento, anuncia
nuevos espacios-oportunidades. Pertenece a las características de la
época que la buena nueva cabalgue sobre la mala.
714
El globo de Behaim, 1492, partido en biángulos.
Los barcos con la peste del saber atracan primero en los puertos
ibéricos. De retomo de la India, de las antípodas, los primeros tes
tigos oculares de la redondez de la tierra miran de un modo nuevo
a un mundo que desde entonces se llama el viejo. Quien arriba a
puertos patrios después de una circunnavegación terrestre -como
aquellos dieciocho supervivientes extenuados del viaje de Magalla
715
nes de 1519 a 1522- regresa a tierra a una ciudad que no puede vol
ver a sublimarse como cavidad doméstico-patria en el mundo. En
este sentido fue Sevilla la primera ciudad-emplazamiento de la his
toria universal; su puerto, más exactamente el de Sanlúcar de Ba-
rrameda, fue el primero del Viejo Mundo que recibió a los testigos
de un periplo en tomo al globo cuando llegaban a la patria. Los em
plazamientos son antiguas patrias que se ofrecen a la mirada desen
cantada y sentimental de gentes que regresan del exterior. En ellos
se hace valer la ley espacial de la edad moderna: que ya no se pue
de interpretar durante más tiempo el lugar propio como centro y
ombligo de la existencia, ni el mundo como su entorno concéntri
camente ordenado. Tras Magallanes, quien vive en el hoy se ve for
zado a proyectar también su ciudad natal como un punto visto des
de fuera. La transformación del Viejo Mundo en un agregado de
emplazamientos refleja la nueva realidad-globo, tal como se pre
senta tras la circunvolución terrestre. El emplazamiento es aquel lu
gar en el mundo representado en el que los nativos se conciben a sí
mismos como concebidos desde fuera; en él vuelven a sí los circun-
volucionados.
En este proceso resulta curioso, sobre todo, cómo innumerables
nativos europeos han conseguido ignorarlo, negarlo y retardarlo
durante casi una era, de modo que sólo en el siglo X X
tardío actúan
como si tuvieran motivos completamente nuevos para ocuparse del
inaudito fenómeno de la globalización. Sin embargo, desde 1522,
no hay nada que discutir sobre el hecho de la circunvolución te
rrestre. Cierto es sólo: mientras más rutinaria y rápidamente se su
ceden las circunvoluciones, más se propaga la transformación de
mundos de vida en emplazamientos*; razón por la cual sólo en la
época del transporte rápido y de las transmisiones de información
superrápidas se hace sentir epidémica y masivamente el desencan
tamiento de las viejas estructuras locales de inmunidad. En su desa
rrollo, la globalización va explosionando capa a capa las envolturas
ilusas de la vida apegada al suelo patrio, enclaustrada, orientada ha
cia sí misma y pretendidamente salvadora de sí con medios propios:
‘Sloterdijk contrapone Lebensweltena Standarte. (N. delT. )
716
esa vida que hasta ahorajamás estuvo en otra parte que en ella mis ma y en sus paisajes natales (el Gegnet de Heidegger proporciona a esas espacialidades superredondeadas un nombre tardío y super- fluo) y que no conocía otra condición de mundo que la autocobi-
jante, vernacular, microsféricamente animada y macrosféricamente amurallada: el mundo como extensión sociocosmológica, de sólidas paredes, con una imaginación terrenalizada, autocentrada, unilin- güe, uterino-grupal. Pero, ahora, la globalización, que lleva la exte rioridad a todas partes, arranca de su lugar las ciudades abiertas al comercio, y al final también las aldeas introvertidas, introduciéndo las en el espacio de tráfico homogeneizante. Descerraja las endos- feras que crecen por sí mismas y las coloca en la red enajenadora. Presas en ella, las colonias de los mortales apegados al suelo autóc tono pierden su privilegio inmemorial de ser cada una para sí el centro del mundo.
En este sentido, como acabamos de afirmar, la historia de la edad moderna no es, en principio, otra cosa que la historia de una revolución espacial en el exterior. Consuma la catástrofe de las on- tologías locales. En su transcurso, todas las naciones antiguo-euro- peas se convierten en emplazamientos sobre una superficie esférica, y todas las ciudades, pueblos, paisajes se transforman en puntos de tránsito en la circulación ilimitada de los capitales bajo su quíntuple metamorfosis de mercancía, dinero, texto, imagen, prominencia367. Cualquier punto de la superficie terrestre se convierte en un po tencial destino del capital, que considera todo emplazamiento se gún su accesibilidad a medidas y cálculos estratégicos en vistas al be neficio. Mientras que en otro tiempo todavía la esfera-cosmos de los filósofos había representado percepdblemente una forma máxima de cobyo en lo envolvente, la nueva «manzana de la tierra» (Erdap-
fel) -como Behaim llama a su globo- anuncia a los europeos, inte resante, cruel y discretamente, la nueva topológica de la edad mo derna: que los seres humanos son seres vivos que han de existir en el margen extremo de un cuerpo redondo irregular en el universo; un cuerpo que, como todo, no es claustro materno ni receptáculo alguno, ni puede proporcionar ningún cobijo. Puede estar coloca do el globo sobre un bastidor precioso, con pies cincelados de palo
717
Vincenzo Coronelli, globo terráqueo, ca. 1688,
biblioteca del convento de la orden benedictina, Melk.
de rosa, sujeto por un anillo meridiano metálico, como se quiera,
puede dar la impresión al observador de la visión panorámica y de
la delimitación perfecta mismas: a pesar de ello, sólo reproducirá ya
la imagen de un cuerpo al que le falta el margen cobijante, la bóve-
718
Chronoglobium de Mathias Zibermayer,
con globo terráqueo interno, 1837, St. Florian.
da esférica exterior. Lo que aparece sobre él ya está también fuera.
Incluso la atmósfera de aire, que, por cierto, desaparece de todos
los globos terráqueos, es entendida por la mayoría más como parte
del exterior que como interior, y sólo en la época más reciente, por
el auge de la meteorología como ciencia madre del racionalismo
del caos, a la atmósfera de la tierra se la concibe, finalmente, como
el único equivalente que queda de las capas o cubiertas de éter.
¿Dónde estaría ahora el cielo que pudiera besar a esa tierra? En
719
Velázquez, Demócrito (o El Geógrafo), 1(528.
cualquier globo terrestre de los que adornaban las salas de audien
cia y bibliotecas, los gabinetes y salones de la Europa culta -hasta
1830 en compañía de su gemelo obligado, el globo celeste-, se ma
terializaba la nueva doctrina de la primacía de un exterior en el que
se adentraban decisivamente los europeos como descubridores, con
quistadores, misioneros, comerciantes, informadores y turistas, para,
al mismo tiempo, retirarse de él a sus espacios interiores, artística
mente revestidos, que ahora, con el colorido específico del siglo
XIX, se llaman interiores o esferas privadas. Es verdad que, mientras
sea posible de algún modo, los globos celestes, que se exponían pa
ralelamente, intentarán desmentir la verdad evidenciada por los
globos terráqueos368; siguen simulando cobijo cósmico de los morta
les bajo el firmamento, pero su función se va convirtiendo paulatina
mente en metafórica y decorativa, igual que el arte de los astrólogos,
que pasa de manos de peritos en estrellas y destino a manos de psi
cólogos edificantes y profetas de feria. Nada puede salvar al cielo físi
co de ser desencantado como una forma de ilusión trascendental. Lo
que parece una cúpula es un abismo visto a través de una envoltura
de aire. El resto es religiosidad arrastrada y lírica mala360.
4
Abandono del este,
ingreso en el espacio homogéneo
Para establecer la primacía del exterior no bastaba el mero hecho
de las primeras circunnavegaciones terrestres llevadas a cabo por Ma
gallanes y Elcano (1519-1522) y Francis Drake (1577-1580). Estas dos
heroicidades náuticas merecen entrar también en una historia filosó
fica de la globalización terrestre, dado que sus actores, con su deci
sión por el viaje hacia el oeste, llevan a cabo un cambio de dirección
de alcance histórico-universal y de inagotable contenido significativo
para las ciencias del espíritu. Magallanes, como Drake, siguió en ello
las intuiciones de Colón, para quien la idea de un camino occiden
tal hacia la India se había convertido en una obsesión profética. Y
aunque a Colón, incluso después de su cuarto viaje (1502-1504), no
había quien le convenciera de su error de haber encontrado el ca
721
mino marino a la India -él pensaba entonces, con toda seriedad, que
estaba sólo a diez días de navegación del Ganges, y que los habitan
tes del Caribe eran vasallos del Gran Kan de la India-, la tendencia
de la época estaba de su lado. Con su opción por la ruta del oeste ha
bía puesto en marcha la emancipación de «Occidente» de su inme
morial orientación mitológico-solar hacia el este; sí, con el descubri
miento del continente occidental había conseguido desmentir la
primacía mítico-metafísica del Oriente. Desde entonces ya no regre
samos al «origen» o al punto de salida del sol, sino que avanzamos,
sin nostalgia, con el sol. Con razón hizo observar Rosenstock-Huessy:
«ElocéanoqueatravesóColónhizodeOccidenteEuropa»370. Suceda
lo que suceda desde entonces en nombre de la globalización o del
registro universal de la tierra, siempre estará completamente bajo el
signo de la tendencia atlántica. Después de que los marinos portu
gueses desde mediados del siglo XV hubieran roto las inhibiciones
mágicas que mantenían parada la mirada hacia el oeste en las co
lumnas de Hércules, el viaje de Colón dio definitivamente la señal
para la «desorientación» de los intereses europeos. Sólo esta revolu
cionaria des-orientalización podía hacer emerger el doble continen
te índico nuevo, que habría de llamarse América, y sólo a ella hay
que adscribir que desde hace medio milenio los procesos de globali
zación, según su sentido cultural y topológico, signifiquen siempre,
a su vez, «occidentalización» y occidentalismo. La razón de que ello
no pudiera suceder de otro modo la conceptualiza, acentuándola fe
lizmente, el iniciador de la nueva fenomenología, Hermann Schmitz,
en las explicaciones filosófico-espaciales de su «Sistema de filosofía».
Sobre Colón se dice allí:
En el oeste descubrió para la humanidad América y, con ello, el espacio
como espacio local. Esta formulación, intencionadamente agudizada, pre
tende decir que Colón -y más tarde el circunnavegador del mundo, Maga
llanes, como ejecutor de su iniciativa- forzaron por sus éxitos en la ruta oc
cidental una revolución, semejante a un shock, en la representación humana
del espacio, que señala, con mayor profundidad que ningún otro aconteci
miento, el ingreso en el modo de conciencia específicamente moderno371.
722
Terra australis nuper inventa
nondum cognita, de Michael Mercator,
Atlas sive cosmographicae meditationes, 1595.
El giro hacia el oeste induce la geometrización del comporta
miento europeo en un espacio local globalizado. Por ello, incluso la
representación más sumaria de las zonas de la tierra todavía inex
ploradas sigue desde el principio el nuevo ideal metódico: el de un
registro uniforme de todos los puntos sobre la superficie del plane
ta, hecho bajo el aspecto de su accesibilidad a operaciones e intere
ses europeos (y esto significa, en principio, ibéricos), se produzcan
los accesos reales sólo siglos después, como sucede a menudo, o no
se produzcan nunca. También y precisamente las famosas manchas
blancas sobre los mapas, consignadas como terrae incognitae, ofician
desde el principio como regiones que hay que conocer en el futu
ro. Para ellas valía lo que en algunos mapamundi decisivos del siglo
XVI había impreso sobre el continente austral, que se imaginaba gi
gantesco: térra australis nuper inventa nondum cognita:descubierta re
cientemente,todavía noexplorada,peroyapredibujadacomoespa
cio de juego de exploración y explotación futuras. El espíritu del
todavía-no pide la palabra por primera vez como asunto de geógra
fos. La época moderna es época-nondum: la época de un devenir
muy prometedor, que se ha emancipado tanto del estatismo de la
eternidad como del tiempo circular del mito.
La importancia histórica del viaje de Colón estriba en sus efectos
723
revolucionarios para la transformación de movimientos espacio-di-
reccionales en movimientos espacio-situacionales. Al oeste, que ha
bía sido en circunstancias anteriores una dirección del cielo y del
viento, pero sobre todo la zona de la puesta del sol -una magnitud
determinada por completo espacio-direccionalmente-, le tocó el
decisivo papel histórico-civilizatorio de ayudar a que surgiera la re
presentación geométrico-espacio-situacional de la tierra y del espa
cio. Con las salidas hacia el oeste comienzan movimientos que aca
barán un día en un tráfico indiferente en todas las direcciones. Bien
el viaje de Colón de 1492 o bien la penetración del continente nor
teamericano en el siglo XIX: esas dos máximas escenificaciones del
imperativo «¡Adelante, hacia el oeste! » impulsan la apertura espa
cial, de la que más tarde habría de seguirse el tráfico pendular re
gular entre puntos discrecionales de las zonas exploradas. Lo que el
siglo XX designará con uno de sus conceptos más romos como «cir
culación» sólo fue posible por el pensamiento espacio-situacional.
Pues el dominio rutinario de la simetría de viajes de ida y viajes de
vuelta, constitutivo del concepto moderno de tráfico, sólo puede rea
lizarse en un espacio situacional generalizado, que reúna puntos de
igual valor geométrico en un campo liso, convirtiéndolos así en imá
genes de trayectos e itinerarios de viaje. No es casualidad que uno
de los sistemas de fuerza motriz más importantes del siglo XIX, las
máquinas de tren del ferrocarril, recibieran el nombre de locomo
toras: las que mueven de lugar; su uso determina una etapa en la va
loración comparativa del espacio local o situacional atravesado. Los
técnicos del siglo XIX sabían que la superación del espacio median
te la locomoción a vapor iba estrechamente unida a la «evapora
ción» del espacio mediante la telegrafía eléctrica, cuyos cables se
guían por regla general las vías férreas872.
Lo que llamamos tráfico universal presupone que el descubri
miento de las condiciones del mar y del terreno, bajo el aspecto geo
gráfico e hidrográfico, puede darse ya, en lo esencial, por cerrado.
Tráfico auténtico sólo puede surgir cuando exista un sistema de tra
yectos que abra una zona determinada, sea como térra cognita o co
mo mare cognitum, a travesías rutinarias. Como modelo de prácticas
de travesía, el tráfico constituye la segunda fase, la rutinizada, del
724
proceso que había comenzado con la historia de aventuras de los
descubrimientos globales, protagonizada por los europeos.
5 Julio Verne y Hegel
Seguramente nadie ha sabido ilustrar con mayor acierto y ame
nidad lo que significa y pretende el tráfico globalizado que Julio
Verne en su famosa novela satírica La vuelta al mundo en ochenta días,
del año 1874. Gracias a su galopante despreocupación y superficiali
dad ofrece una instantánea del proceso de la Modernidad como re
volución del tráfico. Ello ilustra la tesis cuasi-histórico-filosófica de
que el sentido de las condiciones modernas es trivializar el tráfico
en todo el mundo. Solamente en un espacio situacional globalizado
se pueden organizar las nuevas necesidades de movilidad, que colo
can sobre la base de rutinas tranquilas tanto el tráfico de mercancías
como el transporte de personas. Cuando del tráfico, como prototi
po de movimientos reversibles también para largos trayectos, se ha
ce una institución segura, resulta, en definitiva, indiferente en qué
dirección se emprenda una vuelta al mundo. Son más bien circuns
tancias externas las que mueven al héroe de la novela de Julio Ver
ne, el inglés Phileas Fogg, Esquire, y a su lamentable criado francés,
Passepartout, a llevar a cabo por la ruta del este su viaje alrededor
de la tierra en ochenta días. Detrás de ello no se oculta nada más
que una noticia de prensa que decía que, por la apertura del último
tramo del Great Indian Peninsular Railway entre Rothal y Alláhá-
bád, el subcontinente indio podía ahora atravesarse sólo en tres
días. Con ella construyó un periodista de un periódico londinense
el provocador artículo que habría de suscitar la apuesta de Phileas
Fogg con sus amigos y compañeros de whist del Reform-Club. En lo
que consistía la apuesta de Fogg con sus compañeros de club no era
en el fondo otra cosa que la cuestión de si la praxis turística estaba
en condiciones de verificar las promesas de la teoría turística. El de
cisivo artículo del Moming Chronicle no contenía más que una expo
sición de los lapsos de tiempo que había de estimar un viajero para
llegar de Londres a Londres dando mientras tanto la vuelta al mun
725
do. Que ese cálculo se basara en la hipótesis de un viaje hacia el es
te correspondía,junto con la gran añnidad británica con la parte in
dia de la Commonwealth, a una temática actual de la época: la aper
tura del canal de Suez el año 1869 había sensibilizado a toda Europa
con el tema de la aceleración del tráfico mundial y creado incenti
vos irreprimibles para elegir la ruta oriental, acortada dramática
mente. Como testimonia el desarrollo del viaje de Fogg, aquí ya se
trata de un este completamente occidentalizado hace mucho tiem
po, que con todos sus brahmanes y elefantes ya no significa más que
un trozo cualquiera de arco en la curvatura del planeta, represen
tado espacio-situacionalmente y hecho disponible técnico-circulato
riamente.
«Aquí está el cálculo publicado en el Moming Chronicle:
Londres-Suez por Mont-Cenis y Brindisi, en tren y vapor, 7 días;
Suez-Bombay, vapor, 13 días;
Bombay-Calcuta, tren, 3 días;
Calcuta-Hong Kong (China), vapor, 13 días;
Hong Kong-Yokohama (Japón), vapor, 6 días;
Yokohama-San Francisco, vapor, 22 días;
San Franciso-Nueva York, ferrocarril, 7 días;
Nueva York-Londres, vapor y ferrocarril, 9 días.
Total: 80 días. »
«¡Efectivamente, sólo ochenta días! », exclamó Andrew Stuart, «pero
también hay que contar con el mal tiempo, los vientos en contra, un posi
ble naufragio, descarrilamientos. . . ».
«Todo incluido», respondió Phileas Fogg.
«¿Aunque hindúes o indios arranquen los carriles, detengan los trenes,
asalten los vagones correo y arranquen la piel de la cabeza a los viajeros?
¿Incluso así? » decía, acalorado, Andrew Stuart.
«Todo incluido», repitió Phileas Fogg1”.
El mensaje de Julio Verne es que en una civilización técnica
mente saturada ya no existe aventura alguna, sino sólo retrasos. Por
eso el autor atribuye importancia a la observación de que su héroe
no tiene experiencia. La flema imperial del señor Fogg no puede
726
dejarse alterar por turbulencia alguna, porque, como viajero global,
no debe ya respeto alguno a lo local. Después de que asegurara la
posibilidad de darle la vuelta, la tierra, incluso en los escenarios más
lejanos, no es ya para el turista consumado sino un conjunto de si
tuaciones e imágenes, de las que los diarios, los escritores de viajes
y las enciclopedias han ofrecido ya un cuadro más completo. Se en
tiende, pues, por qué la llamada lejanía apenas es digna de una mi
rada para este indiferente señor. Suceda lo que suceda, sea una que
ma de viudas en la India o un ataque de los indios en el oeste
americano, en principio nunca puede tratarse más que de inciden
tes sobre los que se está mejor informado como miembro del Re-
form-Club londinense que como turista involucrado en ellos sobre
el terreno mismo. Quien viaja bajo estas condiciones no lo hace por
placer ni por razones de negocios, sino por gusto por el movimien
to mismo; ars gratia artis; motio gratia motionis.
Desde los días de Giovanni Francesco Gemelli Careri (1651-1725),
de Calabria, que, disgustado por disputas familiares, emprendió una
vuelta al mundo entre los años 1693 y 1697, el tipo del viajero uni
versal sin negocio, es decir, el turista, es una magnitud establecida en
el programa de la Modernidad; su Giro del Mondo pertenece a los do
cumentos fundacionales de una literatura de la globalización a gus
to privado. También Gemelli Careri se adhirió espontáneamente al
hábito del descubridor que creía poseer un mandato del espíritu de
informar en casa sobre sus experiencias de fuera; sus observaciones
mexicanas y su relato de la travesía del Pacífico se consideraban to
davía generaciones después como aportaciones etnogeográficamen-
te respetables. Aunque generaciones posteriores se aficionaran a un
estilo informativo más bien marcado subjetivamente, la liaison de via
je y escritura perm aneció intangida hasta el siglo XIX. Todavía en
1855 el Conversationslexicon de Brockhaus podía constatar que turista
se llama a «un viajero, al que no le une ningún objetivo determina
do, por ejemplo científico, con su vteye, sino que sólo viaja por hacer
el viaje y poder contarlo después».
En el caso de Julio Veme, en cambio, el viajero universal renun
cia a su profesión documentalista y se convierte en un puro pasaje
ro, es decir, en un cliente de servicios de transporte que paga para
727
que su viaje no se convierta en experiencia alguna, de la que además
tuviera que hablar después. La vuelta al mundo es un deporte y no
una lección filosófica, sí, ni siquiera parte ya de un programa edu
cativo. Incluso por lo que se refería al aspecto tecnológico, Julio
Verne no era un visionario en el horizonte del año 1874; teniendo
en cuenta los medios de transporte más importantes, ferrocarril y
vapor de hélice, los motores principales de la revolución del trans
porte en el siglo XIX medio y tardío, el viaje de su héroe correspon
día exactamente al estado de entonces del arte de llevar a ingleses
apáticos de A hasta B y vuelta. No obstante, la figura de Phileas Fogg
presenta rasgos proféticos, en tanto aparece como prototipo del pa
sajero literalmente clandestino, cuya única relación con los paisajes
que van pasando consiste en su interés de atravesarlos. El estoico tu
rista prefiere viajar con las ventanas cerradas; como gentleman, per
siste en su derecho de no tener que considerar nada como digno de
verse; como apático, rechaza hacer descubrimientos. Estas actitudes
anuncian un fenómeno de masas del siglo XX, el hermético viajero
a destajo, que transborda por doquier, sin haberse fijado en ningu
na parte en algo que no coincidiera con las imágenes de los folletos.
Fogg es el reverso perfecto de sus predecesores tipológicos, los geó
grafos y circunnavegadores del mundo de los siglos XVI, XVII y XVIII,
para quienes toda partida iba unida a la esperanza de descubri
mientos, conquistas y enriquecimientos. A estos viajeros experi
mentales siguieron desde el siglo XIX los turistas románticos, que
viajaban lejos para enriquecerse por medio de impresiones.
Entre los viajeros impresionistas de nuestro siglo ha conseguido
cierta fama por sus notas de viaje el filósofo de la cultura y conde
Hermánn Keyserling; realizó su gran ronda por las culturas del
mundo en trece meses como una especie de experimento hegelia-
no: iluminación por regreso demorado a la provincia alemana*74.
Phileas Fogg está en clara ventaja sobre Keyserling, porque ya no tie
ne que hacer como si de lo que se tratara en su viaje en torno al to
do fuera de aprender todavía algo esencial. Julio Verne es el mejor
hegeliano, puesto que había comprendido que en el mundo orga
nizado y amueblado ya no son posibles héroes substanciales, sino só
lo héroes de lo secundario: lo que le queda a Fogg es un heroísmo
728
de la puntualidad. Sólo con su ocurrencia de quemar las estructuras de madera del propio barco a falta de carbón durante la travesía del Atlántico, entre Nueva York e Inglaterra, rozó una vez más el estoi co inglés por un momento la heroicidad original y dio un giro a la idea de autoinmolación por un orden futuro, giro que correspon día al espíritu de la era industrial. Por lo demás, sport y spleen des criben el último horizonte en el mundo arreglado y adecentado. Keyserling, por el contrario, roza el ridículo cuando, como una tar día personificación del espíritu del mundo, da la vuelta a la tierra con el fin de volver «a sí»; su motto reza, correspondientemente, có mico: «El camino más corto hacia sí mismo conduce alrededor del mundo». Pero, como muestra su libro, no puede hacer experiencia necesaria alguna, sólo puede recoger impresiones.
6 Mundo de agua
Sobre el cambio del elemento rector de la edad moderna
En el punto decisivo, el itinerario de Julio Veme refleja perfec tamente la aventura originaria de la globalización terrestre: en él se manifiesta inequívocamente la gran preponderancia de los viajes por agua. En ello se percibe todavía, en una época en la que la cir cunvolución terrestre se había convertido hacía tiempo en un de porte de elite (globe trotting, algo así como: patearlo todo), la huella de la revolución magallánica de la imagen de mundo, a consecuen cia de la cual la imagen del planeta preponderantemente térrea fue sustituida por la del planeta oceánico. Haciendo campaña en favor de su proyecto, Colón pudo explicar todavía, ante Sus Majestades católicas de España, que la tierra era «pequeña» y preponderante- mente seca y que el elemento húmedo sólo constituía una séptima parte de ella. También los marinos de finales de la Edad Media creían en la preponderancia del espacio térreo, y por un motivo comprensible, dado que el mar es un elemento que por lo general no gusta a quien lo conoce más de cerca. No sin profundas razones de experiencia, el odio de los habitantes de la costa al mar abierto se había traducido en esta visión del Apocalipsis de sanJuan (21,1):
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que tras la venida del Mesías el mar ya no existirá (una frase que, en
Titanic, de James Cameron, cita muy a propósito el clérigo de a bor
do, mientras la popa del barco se pone en vertical antes del hundi
miento. )
A los europeos del temprano siglo XVI se les exigía de repente
que comprendieran que, en vistas de la preponderancia en él de las
superficies acuosas, el planeta Tierra llevaba, en el fondo, un nom
bre injusto.
