Los textos que escru-
pulosamente
se empen?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
lico-burguesa segu?
n la cual todo cuanto existe merece su destruccio?
n *.
La salvacio?
n de lo bello, aun en el embotamiento o la indiferencia, parece asi?
ma? s noble que la tenaz persistencia en la critica y la especifica- cio? n, que en verdad muestra una mayor inclinacio? n por las orde- naciones de la vida.
A esto se suele oponer la sacralidad de lo viviente, que se refleja hasta en lo ma? s feo y deforme. Pero su reflejo no es in- mediato, sino fragmentario: que algo sea bello so? lo porque vive, por lo mismo implica ya fealdad. El concepto de la vida en su abstraccio? n, al que se recurre, es imposible de separar de lo opre- sivo, de lo despiadado, de lo propiamente morti? fero y destructivo. El culto de la vida en si? lleva siempre al culto de dichos poderes. Lo que es as! manifestacio? n de vida, desde la fecundidad inagota- ble y los vivaces impulsos de los nin? os hasta la aptitud de aque- 1Ios que llevan a cabo algo notable o el temperamento de la mu-
jer, que es deificada a causa de que en ella el apetito se presenta en estado puro, todo ello, considerado absolutamente, tiene algo del acto de quitarle a un posible otro la luz en un gesto de ciega autoafirmacio? n. La proliferacio? n de 10 sano trae inmedia- tamente consigo la proliferacio? n de la enfermedad. Su ami? doro es la enfermedad consciente de si misma, la restriccio? n de la vida propiamente tal. Esa enfermedad curativa es lo bello. Este pone freno a la vida, y, de ese modo, a su colapso. Mas si se niega la enfermedad en nombre de la vida, la vida hipostasiada, por su ciego afa? n de independencia de ese otro momento se entrega a e? ste de lo pernicioso y destructivo, de lo ci? nico y lo arrogante. Quien odia lo destructivo tiene que odiar tambie? n la vida: so? lo lo
muerto se asemeja a lo viviente no deformado. Anatole France IiUpO, a su lu? cida manera, de tal contradiccio? n. <<No - hace decir al bene? volo sen? or Bergeret- , prefiero creer que la vida orga? nica es una enfermedad especi? fica de nuestro feo planeta. Seri? a biso- porteble creer que tambie? n en el universo infinito todo fuera
" Fausto, J, 1380. [N. del T. }
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r.
? ? ? ? ? de hecho se evaporan en la nada. No so? lo han sido, como sabi? a Nietzsche, todas las cosas buenas alguna vez malas: las ma? s deli- cadas, abandonadas a su propio peso, tienen la tendencia a ter- minar en una brutalidad insospechada.
Seri? a inu? til pretender indicar la salida de semejante encerrona. Sin embargo, es posible sen? alar el desdichado momento que roda aquella diale? ctica pone en juego. Se encuentra en el cara? cter ex- cluyente de Jo primero. La relacio? n primitiva supone ya, en su mera inmediatez, aquel orden temporal abstracto. El propio con- cepto del tiempo se ha formado histo? ricamente sobre la base del orden de la propiedad. Pero la voluntad de posesio? n refleja el tiempo como temor a la pe? rdida, a la irrecuperabilidad. Lo que es, es experimentado en relacio? n a su posible no-ser. Motivo de sobra para convertirlo en posesio? n, y, en virtud de su rigidez, en una posesio? n funcional capaz de intercambiarse por otra equi- valente. Una vez convertida en posesio? n, a la persona amada no se la ve ya como tal. En el amor, la abstraccio? n es el complemento de la exclusividad , que engan? osamente aparece como lo contrario, como el agarrarse a este u? nico existente. En este asimiento, elob- jeto se escurre de las manos en tanto es convertido en objeto, y se pierde a la persona al agotarla en su <<ser mi? a>>. Si las personas dejasen de ser una posesio? n, dejari? an tambie? n de ser objeto de intercambio. El verdadero afecto seri? a aquel que se dirigiese al otro de forma especificada, fija? ndose en los rasgos preferidos y no en el Idolo de la personalidad, reflejo de la posesio? n. 10 especi? - fico no es exclusivo: le falta la direccio? n hacia la totalidad. Mas en otro sentido si? es exclusivo: cuando ciertamente no prohi? be la sustitucio? n de la experiencia indisolublemente unida a e? l, pero tampoco la tolera su concepto puto. La proteccio? n con que cuen- ta lo completamente determinado consiste en que no puede ser repetido, y por eso resiste lo otro. La relacio? n de posesio? n entre los hombres, el derecho exclusivo de prioridad esta? en consonancia con la sabiduri? a que proclama: ? Por Dios, todos son seres huma- nos, poco importa de quie? n se trate! Una disposicio? n que nada sepa de tal sabiduri? a no necesita temer la infidelidad, porque es- tara? inmunizada contra la ausencia de fidelidad.
toria irresistible que va de la aversio? n del nin? o al hermanito re-
cie? n nacido y el desprecio del estudiante avanzado hacia el novato, 50 y pasando por las leyes de inmigracio? n que en la Australia social-
demo? crata excluyen a quien no sea de raza cauca? sica, al exterminio
fascista de la minori? a racial, con lo cual todo calor y todo amparo
devorar o ser devoeedo. >> La repugnancia al nihilismo que hay en sus palabras no es so? lo la condicio? n psicolo? gica, sino tambie? n la condicio? n material de la humanidad como utopia.
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Moral y orden temporal. - La literatura, que ha tratado todas las formas psicolo? gicas de los conflictos ero? ticos, ha desatendido el ma? s elemental de los conflictos externos por su obviedad. Se trata del feno? meno del <<estar ocupado>>: que una persona amada nos rechace no por inhibiciones o antagonismos internos, por ex- cesiva frialdad o excesivo ardor reprimido, sino por existir ya una relacio? n que excluye otra nueva. El orden temporal abstracto. jue- ga en verdad el papel que quisie? ramos atribuir a una jerarqufa de los sentimientos. Hay en el estar ocupado, fuera de la libertad de eleccio? n y decisio? n, algo totalmente accidental que parece con-
tradecir de forma rotunda la pretensio? n de la libertad. En una sociedad curada de la anarqui? a de la produccio? n de mercanci? as, difi? cilmente habri? a reglas que cuidasen el orden en que se han de conocer las personas. De otro modo, tal reglamentacio? n cqui- valdria a una intolerable intervencio? n en la libertad. De ahi? que la prioridad de lo accidental tenga tambie? n poderosas razones de su parte: si se prefiere a una nueva persona, la anterior sufre el dan? o de ver anulado un pasado de vida en comu? n y en cierto modo borrada la experiencia misma. La irreversibilidad del tiem- po proporciona un criterio moral objetivo. Pero tal criterio esta?
hermanado con el mito igual que el tiempo abstracto mismo. La exclusividad que hay en e? l se despliega por su propio concepto en el dominio exclusivo de grupos herme? ticamente cerrados y, finalmente, de la gran industria. Nada ma? s pate? tico que el temor de los amantes a que los nuevos puedan absorber amor y ternura - la mujer de sus posesiones, precisamente porque no se dejan poseer-e, y justamente a causa de aquella novedad creada por el privilegio de lo ma? s viejo. Pero en este motivo pate? tico, con el cual se desvanece todo calor y todo amparo, comienza una trayec-
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Lagunas. -La exhortacio? n al ejercicio de la honradez intelec- tual, la mayori? a de las veces termina en el sabotaje de las ideas.
? ? ? Su sentido esta? en acostumbrar al escritor a detallar de modo ex- pli? cito todos los pasos que le han llevado a una afirmaci6n suya para asi? hacer a cada lector capaz de repetir el mismo proceso y, si es posible - en la actividad acade? mica-c-, duplicarlo. Ello no s610 opera con la ficcio? n liberal de la comunicabilidad libre y uni- versal de cada pensamiento impidiendo su concreta y adecuada expresi o? n, sino que tambie? n resulta falso como principio para su exposicio? n misma. Porque el valor de un pensamiento se mide por su distancia del continuo de lo conocido. Objetivamente pierde con la disminucio? n de esa distancia; cuanto ma? s se aproxima al standard preestablecido, mayor merma sufre su funcio? n antite? tica, y s6lo en ella, en la relacio? n expli? cita con su anti? tesis, y no en su existencia aislada, se funda su pretensio? n.
Los textos que escru- pulosamente se empen? an en reproducir sin omisiones cada paso, Irremediablemente caen en la banalidad y en una tediosidad que no so? lo afecta a la tensio? n de la lectura, sino tambie? n a su propia sustancia. Los escritos de Simmel, por ejemplo, adolecen en su conjunto de una incompatibilidad entre su objeto particular y el
tratamiento escrupulosamente dia? fano del mismo. Ostentan lo par- ticular como el verdadero complemento de aquel te? rmino medio en el que Simmel equivocadamente vei? a el secreto de Goethe. Pero por encima de todo esto, la exigencia de honradez intelectual carece ella misma de honradez. Si se accediera por una vez a seguir el dudoso precepto de que la exposicio? n debe reproducir el pro- ceso del pensamiento, este proceso seri? a tan poco el de un pro- greso discursivo peldan? o a peldan? o como, a la inversa, un venirle al conocedor del cielo sus ideas. El conocimiento se da antes bien en un entramado de prejuicios, intuiciones, inervaciones, autoco- rrecciones, anticipaciones y exageraciones; en suma, en la expe- riencia intensa y fundada, mas en modo alguno transparente en todas sus direcciones. De ella da la regla cartesiana que recomien- da dirigirse simplemente a los objetos, <<para cuyo conocimiento claro e indubitable parece bastar nuestro espi? ritu>>, junto con el orden y la disposici6n a que hace referencia, un concepto tan falso como la doctrina opuesta, pero en el fondo afi? n, de la intuicio? n esencial. Si e? sta niega el derecho de la lo? gica, que pese a todo se impone en todo pensamiento, aque? lla lo toma en su inmediatez, referido a cada acto intelectual individual y no mediado por la corriente de la vida consciente del que conoce. Pero de ahi? surge tambie? n el reconocimiento de la ma? s radical insuficiencia. Pues si los pensamientos honestos acaban irremediablemente en la mera repeticio? n, ya sea de 10 descubierto, ya de las formas cetegoriales,
el pensamiento que renuncia a la total transparencia de su ge? nesis lo? gica en intere? s de la relacio? n con su objeto se hace siempre un tanto culpable. Rompe la promesa que pone en la forma misma del juicio. Esta insuficiencia se asemeja a la de la linea dc la vida, que corre torcida, desviada, desengan? a? ndose de sus premisas, y que sin embargo so? lo siguiendo ese curso, siendo siempre menos de lo que podri? a ser, es capaz de representar, bajo las condiciones dadas a la existencia, una li? nea no reglamentada. Si la vida reali. rase de modo recto su destino, 10 malograri? a. Quien pudiera morir viejo y con la conciencia de haber llegado a una plenitud exenta de culpa, seri? a como un muchacho modelo que , con una cartera in- visible a la espalda, aprobase sin lagunas todos los cursos. Pero en todo pensamiento que no sea ocioso queda grabada como una marca la imposibilidad de su completa legitimacio? n, igual que en. tre suen? os sabemos que hay unas horas matema? ticas que por pasar una feliz noche en la cama desperdiciamos, y que nunca se podra? n recuperar. El pensamiento espera que un buen di? a el recuerdo de lo desperdiciado lo despierte, transforma? ndolo en doctrina.
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? ? ? MINIMA MORALIA
Segunda parte
1945
Where everything is bad it mus! be good
l o knoflJ the wor st .
F. H . BRADLEY
? ? ? ? 51
Tras el espe;o. - Primera medida precautoria del escritor: ob- servar en cada texto, en cada pasaje, en cada pa? rrafo si el motivo central aparece suficientemente claro. El que quiere expresar algo se halla tan embargado por el motivo que se deja llevar sin refle- xionar sobre e? l. Se esta? <<con el pensamiento>> demasiado cerca de la intencio? n y se olvida decir lo que se quiere decir.
Ninguna correccio? n es tan pequen? a o baladi? como para no rea- lizarla. Entre cien cambios, cada uno aisladamente podra? parecer pueril o pedante, pero juntos pueden determinar un nuevo nivel del texto.
Nun ca se ha de ser mezquino con las tachaduras. La extensi6n es indiferente, y el temor de que lo escrito no sea bastante, pueril. Por eso nada debe tenerse por valioso por el hecho de estar ahi? , escrito sobre el papel. Cuando muchas frases parecen variaciones de la misma idea, a menudo simplemente significan diferentes tentativas de plasmar algo de lo que el autor au? n no es duen? o, En cuyo caso debe eligirse la mejor formulacio? n y con ella seguir trabajando. Una de las te? cnicas del escritor es saber renunciar incluso a ideas fecundas cuando la construccio? n 10 requiere, y a cuya fuerza y plenitud precisamente contribuyen las ideas supri-
midas. Igual que en la mesa no se debe comer hasta el u? ltimo bocado ni beber la copa hasta el fondo. Seri? a sospechoso de po- breza.
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? ? ? ? ? Quien desee evitar los cliche? s no debe limitarse a las palabras, si no quiere incurrir en vulgar coqueteri? a. La gran prosa francesa del siglo XIX era en esto particularmente susceptible. La palabra aislada raramente resulta banal: tambie? n en la mu? sica el sonido aislado resiste al abuso. Los cliche? s ma? s odiosos son ma? s bien uniones de palabras del tipo de las que Karl Kraus puso en la picota: perfectamente construidas y discurridas, como queriendo valer para todos los tiempos. Porque en ellas rumorea el inerte
flujo de un lenguaje cansino, lo que sucede cuando el escritor no opone mediante la precisio? n de la palabra la resistencia debida donde el lenguaje tiende a destacarse. Pero esto no vale so? lo para las uniones de palabras, sino hasta para la construccio? n de formas enteras. Si un diale? ctico, pongamos por caso, procediera a remar- car los pasos del pensamiento en su avance comenzando tras cada cesura con un pero, el esquema literario desmentirla el propo? sito eesquern e? rico del razonamiento.
El fa? rrago no es ningu? n bosque sagrado. Siempre es un deber eliminar las dificultades, que so? lo surgen de la comodidad en la autocomprensio? n. No basta distinguir sin ma? s entre la voluntad de escribir en forma densa y adecuada a la profundidad del obje- to, la tentacio? n de lo particular y la pretenciosa despreocupacio? n: la insistencia de la desconfianza siempre es saludable. Quien no quiera precisamente hacer ninguna concesio? n a la estupidez del sano sentido comu? n, debe evitar adornar estili? sticamente ideas que de por si tiran a la banalidad. Las trivialidades de Locke no
justifican el modo cri? ptico de Hamann.
Aun no teniendo ma? s que reparos mfnimos contra un trabajo concluido sin importar su extensio? n, hay que tomarlos en serio como pocas cosas, y ello independientemente de toda atencio? n a la relevancia que puedan tener . La carga afectiva del texto y la vanidad tienden a minimizar todo reproche. Lo que se deja pasar como un escru? pulo menor puede denotar el escaso valor objetivo de la totalidad.
La procesio? n de Echternach . . . no es la marcha del espi? rit u del mundo, ni la limitacio? n y la retraccio? n los medios para represen- tar la diale? ctica. Esta se mueve antes bien entre los extremos, y
. . . Procesio? n del martes de Pentecoste? s en la localidad luxemburguesa de Echternach, que avanza dando tres pasos adelante ji dos saltos atra? s.
[N. dd T. ]
mediante consecuencias extremas impulsa al pensamiento a lo opuesto en lugar de cualificarlo. La prudencia que prohi? be ir de- masiado lejos en una sentencia, casi siempre es un agente del control de la sociedad, y, por tanto, del entontecimiento general.
Escepticismo ante la objecio? n predilecta de que un texto o una expresio? n son <<demasiado bellos>>. El respeto por el tema, y aun por el sufrimiento, con frecuencia no hace ma? s que racionalizar el rencor contra aquel a quien le resulta insoportable encontrar en la forma cosificada del lenguaje la huella de lo que los hom- bres padecen, la huella de la indignidad. El suen? o de una exis- tencia sin ignominia que se afirma en el lenguaje apasionado, cuando se le impide perfilarse en un contenido, debe ser disimu- ladamente ahogado. El escritor no puede aceptar la distincio? n entre expresio? n bella y expresio? n exacta. Ni debe creerla en el receloso cri? tico ni tolerarla en si? mismo. Si consigue decir lo que piensa, en ello hay ya belleza. En la expresio? n, la belleza por la belleza nunca es <<demasiado bella>>, sino ornamental, artificial, odiosa. Peto quien con el pretexto de estar absorto en el tema renuncia a la pureza de la expresio? n, lo que hace es traicionarlo.
Los textos decorosamente elaborados son como las telaran? as: consistentes, conce? ntricos, transparentes, bien trabados y bien fija. dos. Capturan todo cuanto por ahi? vuela. Las meta? foras que fugi-
tivamente pasan por ellos se convierten en nutritiva presa. Hacia ellos acuden todos los materiales. La solidez de una concepcio? n puede juzgarse observando si recurre en demasi? a a las citas. Cuan- do el pensamiento ha abierto un compartimiento de la realidad, debe penetrar sin violencia del sujeto en el contiguo. Su relacio? n con el objeto se confirma en cuanto otros objetos van cristalizando en torno suyo. Con la luz que enfoca hada su objeto particular empiezan a brillar otros ma? s.
ma? s noble que la tenaz persistencia en la critica y la especifica- cio? n, que en verdad muestra una mayor inclinacio? n por las orde- naciones de la vida.
A esto se suele oponer la sacralidad de lo viviente, que se refleja hasta en lo ma? s feo y deforme. Pero su reflejo no es in- mediato, sino fragmentario: que algo sea bello so? lo porque vive, por lo mismo implica ya fealdad. El concepto de la vida en su abstraccio? n, al que se recurre, es imposible de separar de lo opre- sivo, de lo despiadado, de lo propiamente morti? fero y destructivo. El culto de la vida en si? lleva siempre al culto de dichos poderes. Lo que es as! manifestacio? n de vida, desde la fecundidad inagota- ble y los vivaces impulsos de los nin? os hasta la aptitud de aque- 1Ios que llevan a cabo algo notable o el temperamento de la mu-
jer, que es deificada a causa de que en ella el apetito se presenta en estado puro, todo ello, considerado absolutamente, tiene algo del acto de quitarle a un posible otro la luz en un gesto de ciega autoafirmacio? n. La proliferacio? n de 10 sano trae inmedia- tamente consigo la proliferacio? n de la enfermedad. Su ami? doro es la enfermedad consciente de si misma, la restriccio? n de la vida propiamente tal. Esa enfermedad curativa es lo bello. Este pone freno a la vida, y, de ese modo, a su colapso. Mas si se niega la enfermedad en nombre de la vida, la vida hipostasiada, por su ciego afa? n de independencia de ese otro momento se entrega a e? ste de lo pernicioso y destructivo, de lo ci? nico y lo arrogante. Quien odia lo destructivo tiene que odiar tambie? n la vida: so? lo lo
muerto se asemeja a lo viviente no deformado. Anatole France IiUpO, a su lu? cida manera, de tal contradiccio? n. <<No - hace decir al bene? volo sen? or Bergeret- , prefiero creer que la vida orga? nica es una enfermedad especi? fica de nuestro feo planeta. Seri? a biso- porteble creer que tambie? n en el universo infinito todo fuera
" Fausto, J, 1380. [N. del T. }
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r.
? ? ? ? ? de hecho se evaporan en la nada. No so? lo han sido, como sabi? a Nietzsche, todas las cosas buenas alguna vez malas: las ma? s deli- cadas, abandonadas a su propio peso, tienen la tendencia a ter- minar en una brutalidad insospechada.
Seri? a inu? til pretender indicar la salida de semejante encerrona. Sin embargo, es posible sen? alar el desdichado momento que roda aquella diale? ctica pone en juego. Se encuentra en el cara? cter ex- cluyente de Jo primero. La relacio? n primitiva supone ya, en su mera inmediatez, aquel orden temporal abstracto. El propio con- cepto del tiempo se ha formado histo? ricamente sobre la base del orden de la propiedad. Pero la voluntad de posesio? n refleja el tiempo como temor a la pe? rdida, a la irrecuperabilidad. Lo que es, es experimentado en relacio? n a su posible no-ser. Motivo de sobra para convertirlo en posesio? n, y, en virtud de su rigidez, en una posesio? n funcional capaz de intercambiarse por otra equi- valente. Una vez convertida en posesio? n, a la persona amada no se la ve ya como tal. En el amor, la abstraccio? n es el complemento de la exclusividad , que engan? osamente aparece como lo contrario, como el agarrarse a este u? nico existente. En este asimiento, elob- jeto se escurre de las manos en tanto es convertido en objeto, y se pierde a la persona al agotarla en su <<ser mi? a>>. Si las personas dejasen de ser una posesio? n, dejari? an tambie? n de ser objeto de intercambio. El verdadero afecto seri? a aquel que se dirigiese al otro de forma especificada, fija? ndose en los rasgos preferidos y no en el Idolo de la personalidad, reflejo de la posesio? n. 10 especi? - fico no es exclusivo: le falta la direccio? n hacia la totalidad. Mas en otro sentido si? es exclusivo: cuando ciertamente no prohi? be la sustitucio? n de la experiencia indisolublemente unida a e? l, pero tampoco la tolera su concepto puto. La proteccio? n con que cuen- ta lo completamente determinado consiste en que no puede ser repetido, y por eso resiste lo otro. La relacio? n de posesio? n entre los hombres, el derecho exclusivo de prioridad esta? en consonancia con la sabiduri? a que proclama: ? Por Dios, todos son seres huma- nos, poco importa de quie? n se trate! Una disposicio? n que nada sepa de tal sabiduri? a no necesita temer la infidelidad, porque es- tara? inmunizada contra la ausencia de fidelidad.
toria irresistible que va de la aversio? n del nin? o al hermanito re-
cie? n nacido y el desprecio del estudiante avanzado hacia el novato, 50 y pasando por las leyes de inmigracio? n que en la Australia social-
demo? crata excluyen a quien no sea de raza cauca? sica, al exterminio
fascista de la minori? a racial, con lo cual todo calor y todo amparo
devorar o ser devoeedo. >> La repugnancia al nihilismo que hay en sus palabras no es so? lo la condicio? n psicolo? gica, sino tambie? n la condicio? n material de la humanidad como utopia.
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Moral y orden temporal. - La literatura, que ha tratado todas las formas psicolo? gicas de los conflictos ero? ticos, ha desatendido el ma? s elemental de los conflictos externos por su obviedad. Se trata del feno? meno del <<estar ocupado>>: que una persona amada nos rechace no por inhibiciones o antagonismos internos, por ex- cesiva frialdad o excesivo ardor reprimido, sino por existir ya una relacio? n que excluye otra nueva. El orden temporal abstracto. jue- ga en verdad el papel que quisie? ramos atribuir a una jerarqufa de los sentimientos. Hay en el estar ocupado, fuera de la libertad de eleccio? n y decisio? n, algo totalmente accidental que parece con-
tradecir de forma rotunda la pretensio? n de la libertad. En una sociedad curada de la anarqui? a de la produccio? n de mercanci? as, difi? cilmente habri? a reglas que cuidasen el orden en que se han de conocer las personas. De otro modo, tal reglamentacio? n cqui- valdria a una intolerable intervencio? n en la libertad. De ahi? que la prioridad de lo accidental tenga tambie? n poderosas razones de su parte: si se prefiere a una nueva persona, la anterior sufre el dan? o de ver anulado un pasado de vida en comu? n y en cierto modo borrada la experiencia misma. La irreversibilidad del tiem- po proporciona un criterio moral objetivo. Pero tal criterio esta?
hermanado con el mito igual que el tiempo abstracto mismo. La exclusividad que hay en e? l se despliega por su propio concepto en el dominio exclusivo de grupos herme? ticamente cerrados y, finalmente, de la gran industria. Nada ma? s pate? tico que el temor de los amantes a que los nuevos puedan absorber amor y ternura - la mujer de sus posesiones, precisamente porque no se dejan poseer-e, y justamente a causa de aquella novedad creada por el privilegio de lo ma? s viejo. Pero en este motivo pate? tico, con el cual se desvanece todo calor y todo amparo, comienza una trayec-
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Lagunas. -La exhortacio? n al ejercicio de la honradez intelec- tual, la mayori? a de las veces termina en el sabotaje de las ideas.
? ? ? Su sentido esta? en acostumbrar al escritor a detallar de modo ex- pli? cito todos los pasos que le han llevado a una afirmaci6n suya para asi? hacer a cada lector capaz de repetir el mismo proceso y, si es posible - en la actividad acade? mica-c-, duplicarlo. Ello no s610 opera con la ficcio? n liberal de la comunicabilidad libre y uni- versal de cada pensamiento impidiendo su concreta y adecuada expresi o? n, sino que tambie? n resulta falso como principio para su exposicio? n misma. Porque el valor de un pensamiento se mide por su distancia del continuo de lo conocido. Objetivamente pierde con la disminucio? n de esa distancia; cuanto ma? s se aproxima al standard preestablecido, mayor merma sufre su funcio? n antite? tica, y s6lo en ella, en la relacio? n expli? cita con su anti? tesis, y no en su existencia aislada, se funda su pretensio? n.
Los textos que escru- pulosamente se empen? an en reproducir sin omisiones cada paso, Irremediablemente caen en la banalidad y en una tediosidad que no so? lo afecta a la tensio? n de la lectura, sino tambie? n a su propia sustancia. Los escritos de Simmel, por ejemplo, adolecen en su conjunto de una incompatibilidad entre su objeto particular y el
tratamiento escrupulosamente dia? fano del mismo. Ostentan lo par- ticular como el verdadero complemento de aquel te? rmino medio en el que Simmel equivocadamente vei? a el secreto de Goethe. Pero por encima de todo esto, la exigencia de honradez intelectual carece ella misma de honradez. Si se accediera por una vez a seguir el dudoso precepto de que la exposicio? n debe reproducir el pro- ceso del pensamiento, este proceso seri? a tan poco el de un pro- greso discursivo peldan? o a peldan? o como, a la inversa, un venirle al conocedor del cielo sus ideas. El conocimiento se da antes bien en un entramado de prejuicios, intuiciones, inervaciones, autoco- rrecciones, anticipaciones y exageraciones; en suma, en la expe- riencia intensa y fundada, mas en modo alguno transparente en todas sus direcciones. De ella da la regla cartesiana que recomien- da dirigirse simplemente a los objetos, <<para cuyo conocimiento claro e indubitable parece bastar nuestro espi? ritu>>, junto con el orden y la disposici6n a que hace referencia, un concepto tan falso como la doctrina opuesta, pero en el fondo afi? n, de la intuicio? n esencial. Si e? sta niega el derecho de la lo? gica, que pese a todo se impone en todo pensamiento, aque? lla lo toma en su inmediatez, referido a cada acto intelectual individual y no mediado por la corriente de la vida consciente del que conoce. Pero de ahi? surge tambie? n el reconocimiento de la ma? s radical insuficiencia. Pues si los pensamientos honestos acaban irremediablemente en la mera repeticio? n, ya sea de 10 descubierto, ya de las formas cetegoriales,
el pensamiento que renuncia a la total transparencia de su ge? nesis lo? gica en intere? s de la relacio? n con su objeto se hace siempre un tanto culpable. Rompe la promesa que pone en la forma misma del juicio. Esta insuficiencia se asemeja a la de la linea dc la vida, que corre torcida, desviada, desengan? a? ndose de sus premisas, y que sin embargo so? lo siguiendo ese curso, siendo siempre menos de lo que podri? a ser, es capaz de representar, bajo las condiciones dadas a la existencia, una li? nea no reglamentada. Si la vida reali. rase de modo recto su destino, 10 malograri? a. Quien pudiera morir viejo y con la conciencia de haber llegado a una plenitud exenta de culpa, seri? a como un muchacho modelo que , con una cartera in- visible a la espalda, aprobase sin lagunas todos los cursos. Pero en todo pensamiento que no sea ocioso queda grabada como una marca la imposibilidad de su completa legitimacio? n, igual que en. tre suen? os sabemos que hay unas horas matema? ticas que por pasar una feliz noche en la cama desperdiciamos, y que nunca se podra? n recuperar. El pensamiento espera que un buen di? a el recuerdo de lo desperdiciado lo despierte, transforma? ndolo en doctrina.
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Segunda parte
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Where everything is bad it mus! be good
l o knoflJ the wor st .
F. H . BRADLEY
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Tras el espe;o. - Primera medida precautoria del escritor: ob- servar en cada texto, en cada pasaje, en cada pa? rrafo si el motivo central aparece suficientemente claro. El que quiere expresar algo se halla tan embargado por el motivo que se deja llevar sin refle- xionar sobre e? l. Se esta? <<con el pensamiento>> demasiado cerca de la intencio? n y se olvida decir lo que se quiere decir.
Ninguna correccio? n es tan pequen? a o baladi? como para no rea- lizarla. Entre cien cambios, cada uno aisladamente podra? parecer pueril o pedante, pero juntos pueden determinar un nuevo nivel del texto.
Nun ca se ha de ser mezquino con las tachaduras. La extensi6n es indiferente, y el temor de que lo escrito no sea bastante, pueril. Por eso nada debe tenerse por valioso por el hecho de estar ahi? , escrito sobre el papel. Cuando muchas frases parecen variaciones de la misma idea, a menudo simplemente significan diferentes tentativas de plasmar algo de lo que el autor au? n no es duen? o, En cuyo caso debe eligirse la mejor formulacio? n y con ella seguir trabajando. Una de las te? cnicas del escritor es saber renunciar incluso a ideas fecundas cuando la construccio? n 10 requiere, y a cuya fuerza y plenitud precisamente contribuyen las ideas supri-
midas. Igual que en la mesa no se debe comer hasta el u? ltimo bocado ni beber la copa hasta el fondo. Seri? a sospechoso de po- breza.
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? ? ? ? ? Quien desee evitar los cliche? s no debe limitarse a las palabras, si no quiere incurrir en vulgar coqueteri? a. La gran prosa francesa del siglo XIX era en esto particularmente susceptible. La palabra aislada raramente resulta banal: tambie? n en la mu? sica el sonido aislado resiste al abuso. Los cliche? s ma? s odiosos son ma? s bien uniones de palabras del tipo de las que Karl Kraus puso en la picota: perfectamente construidas y discurridas, como queriendo valer para todos los tiempos. Porque en ellas rumorea el inerte
flujo de un lenguaje cansino, lo que sucede cuando el escritor no opone mediante la precisio? n de la palabra la resistencia debida donde el lenguaje tiende a destacarse. Pero esto no vale so? lo para las uniones de palabras, sino hasta para la construccio? n de formas enteras. Si un diale? ctico, pongamos por caso, procediera a remar- car los pasos del pensamiento en su avance comenzando tras cada cesura con un pero, el esquema literario desmentirla el propo? sito eesquern e? rico del razonamiento.
El fa? rrago no es ningu? n bosque sagrado. Siempre es un deber eliminar las dificultades, que so? lo surgen de la comodidad en la autocomprensio? n. No basta distinguir sin ma? s entre la voluntad de escribir en forma densa y adecuada a la profundidad del obje- to, la tentacio? n de lo particular y la pretenciosa despreocupacio? n: la insistencia de la desconfianza siempre es saludable. Quien no quiera precisamente hacer ninguna concesio? n a la estupidez del sano sentido comu? n, debe evitar adornar estili? sticamente ideas que de por si tiran a la banalidad. Las trivialidades de Locke no
justifican el modo cri? ptico de Hamann.
Aun no teniendo ma? s que reparos mfnimos contra un trabajo concluido sin importar su extensio? n, hay que tomarlos en serio como pocas cosas, y ello independientemente de toda atencio? n a la relevancia que puedan tener . La carga afectiva del texto y la vanidad tienden a minimizar todo reproche. Lo que se deja pasar como un escru? pulo menor puede denotar el escaso valor objetivo de la totalidad.
La procesio? n de Echternach . . . no es la marcha del espi? rit u del mundo, ni la limitacio? n y la retraccio? n los medios para represen- tar la diale? ctica. Esta se mueve antes bien entre los extremos, y
. . . Procesio? n del martes de Pentecoste? s en la localidad luxemburguesa de Echternach, que avanza dando tres pasos adelante ji dos saltos atra? s.
[N. dd T. ]
mediante consecuencias extremas impulsa al pensamiento a lo opuesto en lugar de cualificarlo. La prudencia que prohi? be ir de- masiado lejos en una sentencia, casi siempre es un agente del control de la sociedad, y, por tanto, del entontecimiento general.
Escepticismo ante la objecio? n predilecta de que un texto o una expresio? n son <<demasiado bellos>>. El respeto por el tema, y aun por el sufrimiento, con frecuencia no hace ma? s que racionalizar el rencor contra aquel a quien le resulta insoportable encontrar en la forma cosificada del lenguaje la huella de lo que los hom- bres padecen, la huella de la indignidad. El suen? o de una exis- tencia sin ignominia que se afirma en el lenguaje apasionado, cuando se le impide perfilarse en un contenido, debe ser disimu- ladamente ahogado. El escritor no puede aceptar la distincio? n entre expresio? n bella y expresio? n exacta. Ni debe creerla en el receloso cri? tico ni tolerarla en si? mismo. Si consigue decir lo que piensa, en ello hay ya belleza. En la expresio? n, la belleza por la belleza nunca es <<demasiado bella>>, sino ornamental, artificial, odiosa. Peto quien con el pretexto de estar absorto en el tema renuncia a la pureza de la expresio? n, lo que hace es traicionarlo.
Los textos decorosamente elaborados son como las telaran? as: consistentes, conce? ntricos, transparentes, bien trabados y bien fija. dos. Capturan todo cuanto por ahi? vuela. Las meta? foras que fugi-
tivamente pasan por ellos se convierten en nutritiva presa. Hacia ellos acuden todos los materiales. La solidez de una concepcio? n puede juzgarse observando si recurre en demasi? a a las citas. Cuan- do el pensamiento ha abierto un compartimiento de la realidad, debe penetrar sin violencia del sujeto en el contiguo. Su relacio? n con el objeto se confirma en cuanto otros objetos van cristalizando en torno suyo. Con la luz que enfoca hada su objeto particular empiezan a brillar otros ma? s.