Este libro quiere ser
manifestacio?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
apariencia.
Porque en la fase actual de la evolucio?
n hisro?
rica, cuya avasalla- dora objetividad consiste u?
nicamente en la disolucio?
n del sujeto sin que de e?
sta haya nacido otro nuevo, la experiencia individual se sustenta necesariamente en el viejo sujeto, histo?
ricamente senten- ciado, que au?
n es para si?
, pero ya no en si?
.
Este cree todavi?
a esrar seguro de su autonomi?
a, pero la nulidad que les demostro?
a los sujetos el ca~~o de concentracio?
n define ya la forma de la subjetividad mismaj)--a visio?
n subjetiva, aun cri?
ticamente aguzada respecto a si?
misma, tiene algo de sentimental y anacro?
nico: algo de lamento por el CutSO de!
mundo.
Que habri?
a que rechazar no por lo que en e?
ste haya de bondad, sino porque el sujeto que se
lamenta amenaza con anquilosarse en su modo de ser, cumpliendo asi? de nuevo la ley que rige e! curso del mundo. La fidelidad a la propia situacio? n de la conciencia y la experiencia se encuentra a un paso de convertirse en infidelidad cada vez que se opone a la perspectiva que trasciende el individuo y llama a tal sustancia por su nombre.
Asi? argumento? Hegel --en cuyo me? todo se ha ejercitado e! de estos mi? nima moralia- contra el mero ser para si? de la subje- tividad en todos sus grados. A la teori? a diale? ctica, contraria a todo lo que viene aislado, no le es por eso li? cito servirse de aforismos. En el caso ma? s favorable podri? an tolcrarse - para usar la expre- sio? n del pro? logo a la Fenomenologi? a del Espi? ritu- como <<con- versacio? n>>. Aunque su e? poca haya pasado . Sin embargo, ello no le hace olvidar al libro la aspiracio? n a la totalidad de un sistema"1 que no consiente que se salga de e? l al tiempo que protesta contra I e? l. Ante el sujeto, Hegel no se somete a la exigencia que e? l mismoj
apasionadamente formula: la de permanecer en la cosa en lugar de querer <<ir siempre ma? s alla? >>, la de <<sumirse en el contenido inmanente de la cosa>>. Al desaparecer hoy el sujeto, los aforis- mos encuentran difi? cil <<considerar como esencial a lo que desapa- rece>> . En oposicio? n al proceder de Hegel , y sin embargo, de un . modo acorde con su pensamiento, insisten en la negatividad : <<La ' vida del espi? ritu so? lo conquista su verd ad cuando se encuen tra a , si? mismo en el absoluto desgarramiento. El espi? ritu no es esta '1 potencia como lo positivo que se aparta de lo negativo, como I cuando decimos de algo que no es nada o que es falso y, hecho : esto, pasamos sin ma? s a otra cosa, sino que so? lo es esta potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanece cerca de ello>>. !
El gesto displicente con que Hegel, en contradiccio? n con su propia teori? a, trata continuamente a lo individual proviene, de un modo harto parado? jico, de su necesaria adscripcio? n al pensa- miento liberal. La representacio? n de una totalidad armo? nica a tra- ve? s de sus antagonismos le obliga a atribuir a la individuacio? n, por ma? s que la determine siempre como momento impulsor del proceso, so? lo un rango inferior en la construccio? n del todo. El hecho de que en el pasado histo? rico la tendencia objetiva se haya impuesto por encima de las cabezas de los hombres, ma? s au? n, mediante la anulacio? n de lo individual, sin que hasta hoy haya te- nido lugar la consumacio? n histo? rica de la reconciliacio? n, construida en e! concepto, de 10 universal con lo particular, aparece en e? l de- formado: con superior fri? adad opta una vez ma? s por la liquida- cio? n de lo particular. En ningu? n lugar pone en duda el primado del todo. Cuanto ma? s problema? tica es la transicio? n del aislamien- to reflexivo a la totalidad soberana, como, al igual que en la his- toria, sucede en la lo? gica hegeliana, con tanto mayor empen? o se engancha la filosofi? a, como justificacio? n de lo existente, al carro triunfal de la tendencia objetiva. El propio despliegue de! princi- pio social de individuacio? n hacia la victoria de la fatalidad le ofrece un motivo suficiente. Al hipostasiar Hegel la sociedad bur- gruesa, asi? como su categori? a ba? sica, el individuo, no desentran? o? verdaderamente la diale? ctica entre ambos. Ciertamente e? l se per- cata, con la economi? a cla? sica, de que la propia totalidad se produce y reproduce a partir de la trama de los intereses antago? nicos de
sus miembros . Pero e! individuo como tal tiene para e? l notoria- mente, y de un modo ingenuo, e! valor de una realidad irreducti- ble que en la teori? a del conocimiento justamente disuelve. Sin embargo, en la sociedad individualista no so? lo se realiza lo univer-
10
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? ? sal a trave? s del juego conjunto de los individuos, sino que adema? s es la sociedad la sustancia del individuo.
Mas por eso mismo le es posible tambie? n al ana? lisis social sacar incomparablemente ma? s partido de la experiencia individual de 10 que Hegel concedio? , mientras que, inversamente, las grandes ca- tcgorfas histo? ricas, despue? s de todo lo que, entretanto, se creo? con ellas, ya no esta? n a salvo de la acusacio? n de fraude. En los ciento cincuenta an? os que han transcurrido desde la concepcio? n de Hegel, algo de la fuerza de la protesta ha pasado de nuevo al individuo.
? E n comparacio? n con la mezquindad patriarcal que caracteriza al I tratamiento del individuo en Hegel, e? ste ha ganado en riqueza, fuerza y diferenciacio? n tanto como, por otro lado, ha ido siendo debilitado y minado por la socializacio? n de la sociedad. En la edad de su decadencia, la experiencia que el individuo tiene de si? mis- mo y de lo que le acontece contribuye a su vez a un conocimiento que e? l simplemente encubri? a durante el tiempo en que, como categori? a dominante, se afirmaba sin fisuras. A la vista de la con- formidad totalitaria que proclama directamente la eliminacio? n de la diferencia como razo? n es posible que hasta una parte de la fuerza social liberadora se haya contrai? do temporalmente a la esfera de Jo individual. En ella permanece la teori? a cri? tica, pero no
con mala conciencia.
Todo ello no debe negar la impugnabilidad del ensayo. El li-
bro lo escribi? en su mayor parte au? n durante la guerra en actitud de contemplacio? n. La violencia que me habia desterrado me impedi? a a la vez su pleno conocimiento. Au? n no me habi? a confesado a mi?
r? mismo la complicidad en cuyo ci? rculo ma? gico cae quien, a la vista de los hechos indecibles que colectivamente acontecen, se para a
l hablar de lo individual.
En cada una de las tres partes se arranca del ma? s estrecho
a? mbito de lo privado: el del intelectual en el exilio. En e? l se in- crustan consideraciones"de alcance antropolo? gico y social; e? stas conciernen a la psicologi? a, la este? tica y la ciencia en su relacio? n con el sujeto. Los u? ltimos aforismos de cada parte entran tambie? n de forma tema? tica en la filosofi? a sin afirmarse como algo conclu- yente y definitivo: todos pretenden marcar lugares de partida u ofrecer modelos para el futuro esfuerzo del concepto.
La ocasio? n inmediata para componerlo me la brindo? el cin- cuenta cumplean? os de Max Horkeimer el 14 de febrero de 1945. Su elaboracio? n coincidio? con una fase en la que, debido a circuns, tancias externas, tuvimos que interrumpir el trabajo en comu? n.
Este libro quiere ser manifestacio? n de gratitud y lealtad, pero sin
aceptar la interrupcio? n. El es testimonio de un dialogue inte? ricur; ningu? n motivo se encuentra en e? l que a I-Iorkheimer no le hubiera incumbido tanto como al que hallo? tiempo para formularlo.
El propo? sito especi? fico de Mi? nima moralia-el ensayo de des- cribir momentos de nuestra comu? n filosofi? a desde la experiencia subjetiva- impone la condicio? n de que los fragmentos en modo alguno se situ? en por delante de la filosofi? a de la que ellos mismos son un fragmento. Esto es 10 que quiere expresar lo suelto y exento de la forma: la renuncia a la contextura teo? rica expli? cita. Al mismo tiempo, esta escesi? s aspira a reparar la injusticia de que uno solo haya continuado trabajando en algo que so? lo puede lle-
varse a cabo entre dos y de lo que ninguno desiste.
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? ? MINIMA MORALIA
Primera parte 1944
La vida no vive (Ferdinand K U? RNBERGER)
? ? 1
Para Mareel Proust. - E I hijo de padres acomodados que, no importa si por talento o por debilidad, se entrega a lo que se llama un oficio intelectual como artista u hombre de letras, se encuentra entre aquellos que llevan el detestable nombre de co- legas en una situacio? n particularmente difi? cil. No se trata ya de que se le envidie su independencia o que se desconfi? e de la serie- dad de sus intenciones y se sospeche en e? l a un enviado encu- bierto de los poderes establecidos. Semejante desconfianza revela sin duda un resentimiento, pero que la mayori? a de las veces en- contrari? a su justificacio? n. Los verdaderos obsta? culos esta? n en otra parte. La ocupacio? n con las cosas del espi? ritu se ha convertido con el tiempo <<pra? cticamente>> en una actividad con una estricta divisio? n del trabajo, con ramas y numeres clausus. El material- mente independiente que la escoge por aversio? n a la ignominia de ganar dinero no estara? dispuesto a reconocerlo. Se lo tienen pro- hibido. El no es ningu? n <<profesional>>, ocupa un rango en la je- rarqu i? a de los concurrentes como diletante sin import ar cua? les son sus conocimientos y, si quiere hacer carrera, tendra? adema? s que ganar en [a ma? s resuelta estupidez si cabe al ma? s tozudo de los especialistas. La suspensio? n de la divisio? n del trabajo a la que se siente inclinado y le capacita para crearse dentro de ciertos li? mites su estabilidad econo? mica esta? particularmente mal vista: delata la resistencia a sancionar la fund o? n prescrita por la socle- I dad, y la competencia triunfante no admite tales idiosincrasias.
17
? ? La departamemalizacio? n del espi? ritu es un medio para deshacerse de e? l ahi? donde no viene ex al/ido establecida su funcio? n. Ello hace que sus servidos sean tanto ma? s puntuales que los de aquel que denuncia la divisio? n del trabajo -aun en el caso de que su trabajo le produzca satisfaccio? n-- y, en el seno de e? sta, ofrezca ciertos lados vulnerables que son inseparables de sus momentos de superioridad. Tal es el modo de velar por el orden: hay quie- nes deben cooperar a e? l, porque, si no, no pueden vivir, y los ,que aun as? podri? an vivir son marginados porque no quieren co- operar. Es como si la clase de la que los intelectuales Indepen- Idientes han desertado se vengase de ellos imponiendo coactiva- mente sus exigencias ahi? donde el desertor busca refugio.
2
Banco pu? hlico. - Las relaciones con los poderes empiezan a cambiar de forma vaga y trisre. Su debilidad econo? mica ha hecho a e? stos perder su aspecto temible. Una vez nos rebelamos contra su insistencia en el principio de realidad -la sobriedad-, que siempre estaba pronta a volverse enfurecidamente contra el que
no cedi? a. Pero hoy nos hallamos ante una que se dice joven gene- racio? n que en todos sus actos es insoportablemente ma? s adulta de lo que lo fueron sus padres; que ha claudicado ya antes de la hora del conflicto y, obstinadamente autoritaria e imperturbable, obtiene de ahi? todo su poder. Quiza? en todos los tiempos se haya visto a la generacio? n de los padres como inofensiva e impotente cuando su fuerza Hslca declinaba, mientras la propia pareci? a ya amenazada por la juventud: en la sociedad antago? nica, las relaciones interge- neracionales son tambie? n relaciones de competencia, tras de la cual esta? la nuda violencia. Pero hoy comienza a retomarse a una situa- cio? n que sin duda no conoce el complejo de Edipc, pero si? el ase- sinato del padre. Entre los cri? menes simbo? licos de los nazis se cuenta el de matar a lagente ma? s anciana. En semejante clima se produce un acuerdo tardi? o y consciente con los padres, el de los sentenciados entre si, so? lo perturbado por el temor a que alguna vez no llegemos, impotentes nosotros mismos, a ser capaces de cuidar de ellos tan bien como ellos cuidaron de nosotros cuando posei? an algo. La violencia que se les inflige hace olvidar la que ellos ejercieron. Aun sus racionalizaciones, las entonces odiadas mentiras con que trataban de justificar su intere? s particular como intere? s general, denotan la vislumbre de la verdad, el impulso
hada la reconciliacio? n dentro del conflicto que la afirmativa des- cendencia alegremente niega. Aun el espi? ritu desvai? do, inconse- cuente y falto de confianza en si? mismo de los mayores es ma? s capaz de respuesta que la prudente estupidez del junior. Aun las extravagancias y deformaciones neuro? ticas de los adultos mayores
representan el cara? cter y la coherencia de lo humanamente logra- Jo comparadas con la salud enfa? tica y el infantilismo elevado a norma. Es preciso ver, con horror, que con frecuencia ya antes, cuando los hijos se oponi? an a los padres porque ellos representa- ban el mundo, eran en secreto anunciadores de un mundo peor frente al malo. Los intentos apoli? ticos de romper con la familia burguesa casi siempre vuelven a caer au? n ma? s profundamente en su redes, y en ocasiones se tiene la impresio? n de que la desventu- rada ce? lula germinal de la sociedad, la familia, es a la vez la ce? lula que nutre la voluntad de no comprometerse con los dema? s. Aun- que el sistema subsiste, con la familia se disolvio? no s610 el agen-
le ma? s eficaz de la burguesi? a, sino tambie? n el obsta? culo que sin duda oprimi? a al individuo, pero que tambie? n 10 fortaleci? a si es que no lo creaba. El fin de la familia paraliza las fuerzas que se le oponi? an. El orden colectivista ascendente es la ironi? a de los sin clase: en el burgue? s, tal orden liquida a la par la utopi? a que una
vez se alimento? del amor de la madre.
3
Pez en el a~ua. -Desde que el amplio aparato de distribucio? n de la industria concentrada al ma? ximo reemplaza a la esfera de la circulacio? n, inicia e? sta una curiosa post-existencia. Mientras para las profesiones intermediarias desaparece la base eeon6mica, Ia vida pri- vada de incontables personas se convierte en la propia de los agen-
tes e intermediarios; es ma? s, el a? mbito entero de lo privado es en- gullido por una misteriosa actividad que porta todos los rasgos de la actividad comercial sin que en ella exista propiamente nada con que comerciar. Los inti midados, desde el desempleado hasta el pro-
minente que en el pro? ximo instante puede atraerse las iras de aquellos cuya inversio? n representa, creen que so? lo con intuicio? n, dedicacio? n y disponibilidad, y por mediacio? n de las maquinacio- nes y la iniquidad del poder ejecutivo visto como algo omnipre- sente, pueden hacerse recomendar por sus cualidades como co- merciantes, y pronto deja de haber relacio? n alguna que no haya puesto sus miras en las <<relaciones>> y movimiento alguno que no
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? ? ? se haya sometido a censura previa por si se desvi? a de lo aceptado. El concepto de las relaciones, una categori? a de la mediacio? n y la circulacio? n, nunca ha dado buen resultado en la verdadera esfera de la circulacio? n, el mercado, sino en jerarqui? as cerradas, de tipo monopolista. Siendo asi? que la sociedad entera se vuelve jera? rquica, las oscuras relaciones se agarran a dondequiera que au? n se da la apariencia de libertad. La irracionalidad del sistema apenas viene mejor expresada en el destino econo? mico del individuo que en su psicologi? a parasitaria. Antes, cuando au? n existi? a una cosa como la malafamada separacio? n burguesa entre la profesio? n y la vida pri- vada, por la que ya casi se quiere guardar luto, al que persegui? a fines en la esfera privada se le sen? alaba con recelo como un entro- metido inadecuado. Hoy, el que se inmiscuye en lo privado epe- rece como un arrogante , extra n? o e impertinente sin necesidad de que se le adivine propo? sito alguno. Casi resulta sospechoso el que no "quiere~ nada: no se le cree capaz de ayudar a nadie a ganarse la vida sin legitimarse mediante exigencias reci? procas.
lamenta amenaza con anquilosarse en su modo de ser, cumpliendo asi? de nuevo la ley que rige e! curso del mundo. La fidelidad a la propia situacio? n de la conciencia y la experiencia se encuentra a un paso de convertirse en infidelidad cada vez que se opone a la perspectiva que trasciende el individuo y llama a tal sustancia por su nombre.
Asi? argumento? Hegel --en cuyo me? todo se ha ejercitado e! de estos mi? nima moralia- contra el mero ser para si? de la subje- tividad en todos sus grados. A la teori? a diale? ctica, contraria a todo lo que viene aislado, no le es por eso li? cito servirse de aforismos. En el caso ma? s favorable podri? an tolcrarse - para usar la expre- sio? n del pro? logo a la Fenomenologi? a del Espi? ritu- como <<con- versacio? n>>. Aunque su e? poca haya pasado . Sin embargo, ello no le hace olvidar al libro la aspiracio? n a la totalidad de un sistema"1 que no consiente que se salga de e? l al tiempo que protesta contra I e? l. Ante el sujeto, Hegel no se somete a la exigencia que e? l mismoj
apasionadamente formula: la de permanecer en la cosa en lugar de querer <<ir siempre ma? s alla? >>, la de <<sumirse en el contenido inmanente de la cosa>>. Al desaparecer hoy el sujeto, los aforis- mos encuentran difi? cil <<considerar como esencial a lo que desapa- rece>> . En oposicio? n al proceder de Hegel , y sin embargo, de un . modo acorde con su pensamiento, insisten en la negatividad : <<La ' vida del espi? ritu so? lo conquista su verd ad cuando se encuen tra a , si? mismo en el absoluto desgarramiento. El espi? ritu no es esta '1 potencia como lo positivo que se aparta de lo negativo, como I cuando decimos de algo que no es nada o que es falso y, hecho : esto, pasamos sin ma? s a otra cosa, sino que so? lo es esta potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanece cerca de ello>>. !
El gesto displicente con que Hegel, en contradiccio? n con su propia teori? a, trata continuamente a lo individual proviene, de un modo harto parado? jico, de su necesaria adscripcio? n al pensa- miento liberal. La representacio? n de una totalidad armo? nica a tra- ve? s de sus antagonismos le obliga a atribuir a la individuacio? n, por ma? s que la determine siempre como momento impulsor del proceso, so? lo un rango inferior en la construccio? n del todo. El hecho de que en el pasado histo? rico la tendencia objetiva se haya impuesto por encima de las cabezas de los hombres, ma? s au? n, mediante la anulacio? n de lo individual, sin que hasta hoy haya te- nido lugar la consumacio? n histo? rica de la reconciliacio? n, construida en e! concepto, de 10 universal con lo particular, aparece en e? l de- formado: con superior fri? adad opta una vez ma? s por la liquida- cio? n de lo particular. En ningu? n lugar pone en duda el primado del todo. Cuanto ma? s problema? tica es la transicio? n del aislamien- to reflexivo a la totalidad soberana, como, al igual que en la his- toria, sucede en la lo? gica hegeliana, con tanto mayor empen? o se engancha la filosofi? a, como justificacio? n de lo existente, al carro triunfal de la tendencia objetiva. El propio despliegue de! princi- pio social de individuacio? n hacia la victoria de la fatalidad le ofrece un motivo suficiente. Al hipostasiar Hegel la sociedad bur- gruesa, asi? como su categori? a ba? sica, el individuo, no desentran? o? verdaderamente la diale? ctica entre ambos. Ciertamente e? l se per- cata, con la economi? a cla? sica, de que la propia totalidad se produce y reproduce a partir de la trama de los intereses antago? nicos de
sus miembros . Pero e! individuo como tal tiene para e? l notoria- mente, y de un modo ingenuo, e! valor de una realidad irreducti- ble que en la teori? a del conocimiento justamente disuelve. Sin embargo, en la sociedad individualista no so? lo se realiza lo univer-
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? ? sal a trave? s del juego conjunto de los individuos, sino que adema? s es la sociedad la sustancia del individuo.
Mas por eso mismo le es posible tambie? n al ana? lisis social sacar incomparablemente ma? s partido de la experiencia individual de 10 que Hegel concedio? , mientras que, inversamente, las grandes ca- tcgorfas histo? ricas, despue? s de todo lo que, entretanto, se creo? con ellas, ya no esta? n a salvo de la acusacio? n de fraude. En los ciento cincuenta an? os que han transcurrido desde la concepcio? n de Hegel, algo de la fuerza de la protesta ha pasado de nuevo al individuo.
? E n comparacio? n con la mezquindad patriarcal que caracteriza al I tratamiento del individuo en Hegel, e? ste ha ganado en riqueza, fuerza y diferenciacio? n tanto como, por otro lado, ha ido siendo debilitado y minado por la socializacio? n de la sociedad. En la edad de su decadencia, la experiencia que el individuo tiene de si? mis- mo y de lo que le acontece contribuye a su vez a un conocimiento que e? l simplemente encubri? a durante el tiempo en que, como categori? a dominante, se afirmaba sin fisuras. A la vista de la con- formidad totalitaria que proclama directamente la eliminacio? n de la diferencia como razo? n es posible que hasta una parte de la fuerza social liberadora se haya contrai? do temporalmente a la esfera de Jo individual. En ella permanece la teori? a cri? tica, pero no
con mala conciencia.
Todo ello no debe negar la impugnabilidad del ensayo. El li-
bro lo escribi? en su mayor parte au? n durante la guerra en actitud de contemplacio? n. La violencia que me habia desterrado me impedi? a a la vez su pleno conocimiento. Au? n no me habi? a confesado a mi?
r? mismo la complicidad en cuyo ci? rculo ma? gico cae quien, a la vista de los hechos indecibles que colectivamente acontecen, se para a
l hablar de lo individual.
En cada una de las tres partes se arranca del ma? s estrecho
a? mbito de lo privado: el del intelectual en el exilio. En e? l se in- crustan consideraciones"de alcance antropolo? gico y social; e? stas conciernen a la psicologi? a, la este? tica y la ciencia en su relacio? n con el sujeto. Los u? ltimos aforismos de cada parte entran tambie? n de forma tema? tica en la filosofi? a sin afirmarse como algo conclu- yente y definitivo: todos pretenden marcar lugares de partida u ofrecer modelos para el futuro esfuerzo del concepto.
La ocasio? n inmediata para componerlo me la brindo? el cin- cuenta cumplean? os de Max Horkeimer el 14 de febrero de 1945. Su elaboracio? n coincidio? con una fase en la que, debido a circuns, tancias externas, tuvimos que interrumpir el trabajo en comu? n.
Este libro quiere ser manifestacio? n de gratitud y lealtad, pero sin
aceptar la interrupcio? n. El es testimonio de un dialogue inte? ricur; ningu? n motivo se encuentra en e? l que a I-Iorkheimer no le hubiera incumbido tanto como al que hallo? tiempo para formularlo.
El propo? sito especi? fico de Mi? nima moralia-el ensayo de des- cribir momentos de nuestra comu? n filosofi? a desde la experiencia subjetiva- impone la condicio? n de que los fragmentos en modo alguno se situ? en por delante de la filosofi? a de la que ellos mismos son un fragmento. Esto es 10 que quiere expresar lo suelto y exento de la forma: la renuncia a la contextura teo? rica expli? cita. Al mismo tiempo, esta escesi? s aspira a reparar la injusticia de que uno solo haya continuado trabajando en algo que so? lo puede lle-
varse a cabo entre dos y de lo que ninguno desiste.
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? ? MINIMA MORALIA
Primera parte 1944
La vida no vive (Ferdinand K U? RNBERGER)
? ? 1
Para Mareel Proust. - E I hijo de padres acomodados que, no importa si por talento o por debilidad, se entrega a lo que se llama un oficio intelectual como artista u hombre de letras, se encuentra entre aquellos que llevan el detestable nombre de co- legas en una situacio? n particularmente difi? cil. No se trata ya de que se le envidie su independencia o que se desconfi? e de la serie- dad de sus intenciones y se sospeche en e? l a un enviado encu- bierto de los poderes establecidos. Semejante desconfianza revela sin duda un resentimiento, pero que la mayori? a de las veces en- contrari? a su justificacio? n. Los verdaderos obsta? culos esta? n en otra parte. La ocupacio? n con las cosas del espi? ritu se ha convertido con el tiempo <<pra? cticamente>> en una actividad con una estricta divisio? n del trabajo, con ramas y numeres clausus. El material- mente independiente que la escoge por aversio? n a la ignominia de ganar dinero no estara? dispuesto a reconocerlo. Se lo tienen pro- hibido. El no es ningu? n <<profesional>>, ocupa un rango en la je- rarqu i? a de los concurrentes como diletante sin import ar cua? les son sus conocimientos y, si quiere hacer carrera, tendra? adema? s que ganar en [a ma? s resuelta estupidez si cabe al ma? s tozudo de los especialistas. La suspensio? n de la divisio? n del trabajo a la que se siente inclinado y le capacita para crearse dentro de ciertos li? mites su estabilidad econo? mica esta? particularmente mal vista: delata la resistencia a sancionar la fund o? n prescrita por la socle- I dad, y la competencia triunfante no admite tales idiosincrasias.
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? ? La departamemalizacio? n del espi? ritu es un medio para deshacerse de e? l ahi? donde no viene ex al/ido establecida su funcio? n. Ello hace que sus servidos sean tanto ma? s puntuales que los de aquel que denuncia la divisio? n del trabajo -aun en el caso de que su trabajo le produzca satisfaccio? n-- y, en el seno de e? sta, ofrezca ciertos lados vulnerables que son inseparables de sus momentos de superioridad. Tal es el modo de velar por el orden: hay quie- nes deben cooperar a e? l, porque, si no, no pueden vivir, y los ,que aun as? podri? an vivir son marginados porque no quieren co- operar. Es como si la clase de la que los intelectuales Indepen- Idientes han desertado se vengase de ellos imponiendo coactiva- mente sus exigencias ahi? donde el desertor busca refugio.
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Banco pu? hlico. - Las relaciones con los poderes empiezan a cambiar de forma vaga y trisre. Su debilidad econo? mica ha hecho a e? stos perder su aspecto temible. Una vez nos rebelamos contra su insistencia en el principio de realidad -la sobriedad-, que siempre estaba pronta a volverse enfurecidamente contra el que
no cedi? a. Pero hoy nos hallamos ante una que se dice joven gene- racio? n que en todos sus actos es insoportablemente ma? s adulta de lo que lo fueron sus padres; que ha claudicado ya antes de la hora del conflicto y, obstinadamente autoritaria e imperturbable, obtiene de ahi? todo su poder. Quiza? en todos los tiempos se haya visto a la generacio? n de los padres como inofensiva e impotente cuando su fuerza Hslca declinaba, mientras la propia pareci? a ya amenazada por la juventud: en la sociedad antago? nica, las relaciones interge- neracionales son tambie? n relaciones de competencia, tras de la cual esta? la nuda violencia. Pero hoy comienza a retomarse a una situa- cio? n que sin duda no conoce el complejo de Edipc, pero si? el ase- sinato del padre. Entre los cri? menes simbo? licos de los nazis se cuenta el de matar a lagente ma? s anciana. En semejante clima se produce un acuerdo tardi? o y consciente con los padres, el de los sentenciados entre si, so? lo perturbado por el temor a que alguna vez no llegemos, impotentes nosotros mismos, a ser capaces de cuidar de ellos tan bien como ellos cuidaron de nosotros cuando posei? an algo. La violencia que se les inflige hace olvidar la que ellos ejercieron. Aun sus racionalizaciones, las entonces odiadas mentiras con que trataban de justificar su intere? s particular como intere? s general, denotan la vislumbre de la verdad, el impulso
hada la reconciliacio? n dentro del conflicto que la afirmativa des- cendencia alegremente niega. Aun el espi? ritu desvai? do, inconse- cuente y falto de confianza en si? mismo de los mayores es ma? s capaz de respuesta que la prudente estupidez del junior. Aun las extravagancias y deformaciones neuro? ticas de los adultos mayores
representan el cara? cter y la coherencia de lo humanamente logra- Jo comparadas con la salud enfa? tica y el infantilismo elevado a norma. Es preciso ver, con horror, que con frecuencia ya antes, cuando los hijos se oponi? an a los padres porque ellos representa- ban el mundo, eran en secreto anunciadores de un mundo peor frente al malo. Los intentos apoli? ticos de romper con la familia burguesa casi siempre vuelven a caer au? n ma? s profundamente en su redes, y en ocasiones se tiene la impresio? n de que la desventu- rada ce? lula germinal de la sociedad, la familia, es a la vez la ce? lula que nutre la voluntad de no comprometerse con los dema? s. Aun- que el sistema subsiste, con la familia se disolvio? no s610 el agen-
le ma? s eficaz de la burguesi? a, sino tambie? n el obsta? culo que sin duda oprimi? a al individuo, pero que tambie? n 10 fortaleci? a si es que no lo creaba. El fin de la familia paraliza las fuerzas que se le oponi? an. El orden colectivista ascendente es la ironi? a de los sin clase: en el burgue? s, tal orden liquida a la par la utopi? a que una
vez se alimento? del amor de la madre.
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Pez en el a~ua. -Desde que el amplio aparato de distribucio? n de la industria concentrada al ma? ximo reemplaza a la esfera de la circulacio? n, inicia e? sta una curiosa post-existencia. Mientras para las profesiones intermediarias desaparece la base eeon6mica, Ia vida pri- vada de incontables personas se convierte en la propia de los agen-
tes e intermediarios; es ma? s, el a? mbito entero de lo privado es en- gullido por una misteriosa actividad que porta todos los rasgos de la actividad comercial sin que en ella exista propiamente nada con que comerciar. Los inti midados, desde el desempleado hasta el pro-
minente que en el pro? ximo instante puede atraerse las iras de aquellos cuya inversio? n representa, creen que so? lo con intuicio? n, dedicacio? n y disponibilidad, y por mediacio? n de las maquinacio- nes y la iniquidad del poder ejecutivo visto como algo omnipre- sente, pueden hacerse recomendar por sus cualidades como co- merciantes, y pronto deja de haber relacio? n alguna que no haya puesto sus miras en las <<relaciones>> y movimiento alguno que no
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? ? ? se haya sometido a censura previa por si se desvi? a de lo aceptado. El concepto de las relaciones, una categori? a de la mediacio? n y la circulacio? n, nunca ha dado buen resultado en la verdadera esfera de la circulacio? n, el mercado, sino en jerarqui? as cerradas, de tipo monopolista. Siendo asi? que la sociedad entera se vuelve jera? rquica, las oscuras relaciones se agarran a dondequiera que au? n se da la apariencia de libertad. La irracionalidad del sistema apenas viene mejor expresada en el destino econo? mico del individuo que en su psicologi? a parasitaria. Antes, cuando au? n existi? a una cosa como la malafamada separacio? n burguesa entre la profesio? n y la vida pri- vada, por la que ya casi se quiere guardar luto, al que persegui? a fines en la esfera privada se le sen? alaba con recelo como un entro- metido inadecuado. Hoy, el que se inmiscuye en lo privado epe- rece como un arrogante , extra n? o e impertinente sin necesidad de que se le adivine propo? sito alguno. Casi resulta sospechoso el que no "quiere~ nada: no se le cree capaz de ayudar a nadie a ganarse la vida sin legitimarse mediante exigencias reci? procas.