En caso de que sí, eso no se sabrá antes
de la crisis final, antes del día del Juicio Final, cuando Dios, como
en un inventarío de fin de año, haga cómputo de los suyos y tache
a los no-suyos.
de la crisis final, antes del día del Juicio Final, cuando Dios, como
en un inventarío de fin de año, haga cómputo de los suyos y tache
a los no-suyos.
Sloterdijk - Esferas - v2
El yo es el órgano del preabandono y
de la predespedida64. Dado que ese contar con que va a ser abando
nado, constitutivo del yo, es esencialmente de naturaleza anticipa-
dora, protege frente a irreparables catástrofes de separación a aque
llos que se han dado cuenta de que van a quedarse atrás y solos algún
día65. Lo que se llama individuación es la orientación anticipadora a
un estado que en ocasiones aparece descrito así en lápidas france
sas: Un seul étre vous manque, et tout le monde est dépeuplé. Para que el
mundo entero parezca despoblado basta que te falte una sola per
sona. Si vuelve a producirse la repoblación del mundo, la vida aban
donada no puede obstinarse en permanecer unida a la parte perdi-
145
Medallón funerario de Thomas de Marchant
et d’Ansembourg (muerto en 1728) y su mujer Anne Marie
de Neufonge (muerta en 1734), Tutange, Luxemburgo.
da. Digamos, pues, que hay que ejercitarse en la pérdida antes de
que ésta supere al perdedor.
Si no se quiere que su pérdida lleve al que se queda a petrificar
se en su obstinación, la parte más importante de todo duelo ha de
ser consumada antes de la muerte del otro esencial. El pre-duelo se
manifiesta como distancia. En el amourfou se ignora esa despedida
previa, como si los unidos quisieran negar anticipadamente cual
quier posibilidad de separación para siempre. Se hacen cómplices
recíprocamente en el propósito de no dar al otro oportunidad al
guna de sobrevivir al compañero íntimo.
Pero si los amenazados por el vacío humano, los supervivientes
de los muertos esenciales, están en condiciones, con todo, de in-
146
Anillos para evitar la separación.
gresar en tradiciones es porque siguen el imperativo de sustituir a
sus grandes ausentes: aquellos en los que primero confiaron y aque
llos de los que recibieron el saber. Quien se mantiene preparado pa
ra esta sustitución está dispuesto a asumir su parte del peso del mun
do. Si el mundo resulta pesado no es sólo porque en la época
histórica la mayoría de los seres humanos han de esforzarse mucho
para ganarse la vida; cuando con mayor precisión se nota la pesan
tez es cuando los seres humanos se inclinan para permitir que se les
cargue con la tarea de asumir el lugar de otros insustituibles.
¿Cómo, pues, pueden crecer las esferas? ¿De qué modo aprenden
pequeños pueblos, hordas, familias, parejas, mundos íntimos a so
breponerse a sus catástrofes, a sus escisiones, a las amenazas de ser
avasallados por fuerzas explosivas tanto internas como externas? ¿Có
mo es posible que no todos los grupos desafiados y vencidos se des
vanezcan en silencio en lo no-histórico, y que algunos de ellos saquen
fuerzas de flaqueza para asimilar lo que normalmente sólo produce
destrucción? ¿Qué clase de cambio en su modo de vida llevan a cabo
las pequeñas comunidades humanas cuando consiguen soportar lo
insoportable más allá de la medida normal? ¿Qué sucede con los uni
dos cuando consiguen imponer su supervivencia frente a pérdidas in
sustituibles? ¿Cómo aprenden a concentrarse así en sí mismos, a su
perarse, a endurecerse así, a comprometerse de tal modo con una
147
visión de sí mismos que son ellos mismos los que se convierten, más
bien, en fuerzas del destino para otros, en lugar de soportar el desti
no condicionados por circunstancias externas?
Cualesquiera que sean las respuestas a estas preguntas, han de
tener inevitablemente una implicación morfológica y un sentido in-
munológicoyesferológico (yeoipsounouterotécnico) mediadopor
ella. De lo que se trata en cada caso es de aclarar cómo los grupos
humanos soportan sus crisis de forma con relación a fuerzas exte
riores y tensiones internas.
Las microsferas crecen hasta convertirse en macrosferas en la
medida en que consiguen incorporar las fuerzas exteriores estresan
tes en su propio radio. Se podría describir, por tanto, el crecimien
to de las esferas como un derrotero de estrés en cuyo transcurso se
llega a neutralizar lo exterior asimilándolo al interior esférico. Son
sobre todo estresores protopolíticos del tipo de los enemigos y ex
traños, estresores psicológico-sociales como las depresiones colecti
vas y estresores mentales como lo monstruoso y la idea de infinito
los que han de ser integrados antes de que una pequeña unidad et-
nosférica se pueda desarrollar hasta convertirse en una forma de
mundo de tipo superior.
Un grupo que hubiera atraído hacia su interior toda desmesura
esencial, y en cierto sentido la hubiera superado o cercado, habría
crecido hasta convertirse en un imperio o en una macrosfera alta
mente cultural. Por eso, sólo puede hablarse de una forma auténti
camente macrosférica cuando también lo grande y lo máximo ma
nifiestan carácter de mundo interior. En una gran esfera que se
asemeje a un mundo interior la voluntad de poder ha de ser coex
tensiva con una voluntad de animación del espacio total. Por lo que
podemos ver, tales espacios con carácter de mundo interior sólo
han sido pensados y desarrollados con toda consecuencia en las tres
grandes culturas de la Antigüedad: en China, en India y en Grecia,
es decir, en aquellas culturas que por un consenso escolástico, rela
tivamente grande, pasan por ser los tres lugares de nacimiento de la
filosofía66. En las cosmologías de estas culturas comienza el impera
tivo morfológico: redondea y domina sin que valga limitación alguna.
Por eso, también en este caso aparece la geometría en la planifica
148
ción, colocándose, además, al servicio de la cosmología política im
perial como no es de esperar en ninguna otra parte. Los poderosos
y sus intérpretes piensan su mundo con círculos y legiones. En cuan
to los seres humanos intentan acomodar su forma anímica a las con
diciones macrosféricas tienen que formarse para hombres de Estado,
bien para funcionarios o bien para sabios, pues cuando el Estado al
tamente cultural da que pensar, el sentido del mundo se mueve en
dirección a una inclusividad abarcante: el todo es el coto del animal
inclusivo.
Fue un logro de las grandes culturas haber elevado la asimila
ción interior del exterior estresante a un nivel históricamente man-
tenible a largo plazo. Potencias mundiales que lograron ser algo
más que improvisaciones militares fueron aquellas que consiguie
ron domesticar los monstruos inmensos de la exterioridad -la
muerte, el mal, lo extraño, lo desmedido- y traspasar a las genera
ciones siguientes, como hábito cultural, sus éxitos en esa domesti
cación. Aunque ninguno de esos monstruos pierde nunca del todo
su pavorosa capacidad de intranquilizar, en las grandes cosmovisio-
nes se los convierte, sin embargo, en estresores internos y se los po
ne dialécticamente al servicio del «gran todo». Las grandes culturas
saben convertir en negatividades provechosas la exterioridad des
tructora. Utilizan los monstruos, por decirlo así, como hormonas de
crecimiento para elevarse de formas microsféricas a macrosferas.
Repetimos las ideas fundamentales de estas consideraciones: el
ser humano es el animal que ha de esperar y sobrevivir a las separa
ciones de sus próximos. Ya en las formas humanas de vida más anti
guas, las hordas arcaicas, la muerte se impone como apremio a di
rigir la mirada a los muertos más queridos. Cuando la vista del
cadáver y el pasmo que adviene en el lugar vacío adquieren formas
rituales, todo ello se organiza como recuerdo; de él provienen los
cultos a los antepasados y a los muertos; ellos inducen el originario
estrés metafísico que pesa sobre los grupos humanos ya en los esta
dios tempranos de la hominización. Se reconoce que esos cultos tie
nen siempre un sentido esferológico tan pronto como en el trato de
los vivos con sus muertos se ve no sólo una praxis religiosa creado-
149
Joseph Beuys, Palas comunitarias,
por duplicado, 1964.
ra de tradición o una forma de organización de memoria cultural,
como sucede normalmente en las ciencias de la cultura; el recuerdo
de los muertos libera necesariamente procesos creadores de esferas
porque sólo por una especie de reacción de inmunidad, creadora
de espacio, puede rehacerse la esfera psíquica rota por la desapari
ción del otro importante, la íntima burbuja de coexistencia.
La reparación del espacio íntimo más estrecho no es posible sin
que a la vez se amplíe éste: pues si los supervivientes se empeñan en
permanecer de algún modo en unión con los muertos, ello sólo
puede suceder porque los muertos son alojados en un segundo ani-
150
Uo, en tomo a la esfera de los vivos. Lo que el psicoanálisis ha de
signado con el concepto tan ingenioso como aventurado de Trauer-
arbeit [trabajo de duelo], considerado desde el punto de vista psi-
cohistórico y psicopatológico, no significa en principio otra cosa
que el esfuerzo de los supervivientes por colocar a sus muertos en
un círculo de proximidad y paz ampliado, sacándolos del ámbito de
proximidad y alianza más íntimo. Ese círculo lo traza el duelo: es de
cir, el esfuerzo psíquico por llegar a un compromiso entre la preo
cupación por la separación definitiva de los muertos y el deseo de
mantenerlos en otra forma de proximidad, pero «allí». Cuando los
pequeños grupos arcaicos se remiten a sus muertos, el espacio esfé
rico se amplía más allá de las relaciones actuales entre familiares y
gentes que vivenjuntas, hasta una burbuja mayor que abarca a pre
sentes y ausentes. Ella constituye el contomo mínimo de una cultu
ra: si entendemos, con razón, por culturas conformaciones esfero-
poiéticas que alimentan los recuerdos de los muertos determinantes
y los propalan a través de las generaciones.
Aunque el lugar de los muertos determinantes de una cultura no
puede ser otro, en principio, que la lejanía, el más-allá indetermi
nado y el en-otra-parte inconmensurable, los dolientes se dedican a
la tarea de asignar una medida humanamente soportable a ese ale
jamiento vago y potencialmente ilimitado. El duelo crea esa proxi
midad distendida que transforma lo infinito en un más-allá mane
jable. El es la primera pasión proxémica: un espacio-dolor que
produce la proximidad-lejanía con respecto a los perdidos. (Es du
doso que Freud fuera bien aconsejado al interpretar este dolor me
diante el concepto de trabajo, pues sólo se puede trabajar con ob
jetos, mientras que de lo que se trata en el duelo es de recolocar
algo desaparecido o de buscar para sí mismo un nuevo lugar vis-a-
vis de lo ausente; o sea, guardar duelo no significa trabajar con un
objeto, sino mudarse a un espacio ampliado. )
En ese sentido puede decirse que la distancia es el estímulo pro
piamente creador de cultura. Ella impide que los muertos determi
nantes se muevan demasiado lejos, los retiene en un amplio entorno
que delimita el espacio de vida y de animación de una esfera cultural
(o, al menos, un círculo extenso dentro de él). Por eso, en principio,
151
los recuerdos relevantes siempre están presentes en el espacio públi
co de los grupos; sus signos son las tumbas, que señalan manifiesta
mente el espacio de proximidad-lejanía a los miembros del grupo.
La muerte, como monstruoso proporcionador de «trabajo»-due-
lo, es el primer estresor de esferas y artífice de culturas. En tanto que
asumen la tarea a ellas encomendada, las comunas de duelo consi
guen apaciguar la rabia causada por la desaparición ampliando el es
pacio. Esta imaginación distanciadora, que hace reposar el espacio
actual de vida en espacios circundantes de muertos y de espíritus, es
lo que da lugar, antes que nada, a las culturas como fantasías espa
ciales autocobijantes. La proximidad-lejanía de los muertos impor
tantes: ella se introduce en el radio de las esferas autónomas origi
narias realmente existentes -es decir, en el círculo de las hordas, de
los clanes y de las pequeñas sociedades tribales-, y crea, al hacerlo,
la primera forma autónoma de mundo. Sólo un sistema de coexis
tencia de muertos y vivos tiene ontológicamente carácter de mundo:
y posee ontográficamente la fuerza de dibujar en tomo a sí un con
torno propio de imagen de mundo'*7.
Significa algo más que un sentimentalismo etnológico el que en
nuestro siglo se hayan comenzado a estudiar los ritos, mitos y cons-
tructos de mundo de los primitivos clanes-de-cien-personas de las
selvas vírgenes de Brasil, Africa o Polinesia con la misma atención
que antes sólo se creía poder dedicar a las grandes culturas como la
grecorromana, la egipcia o la china. Si la dignidad espiritual de una
forma de vida puede deducirse de su fuerza conformadora de esfe
ras, o sea de la capacidad de mantener unidos a vivos y muertos en
comuniones rituales dentro de un horizonte conjurado, entonces
las pequeñas tribus son formaciones tan dignas de admiración co
mo los imperios, que constriñen a muchos millones de seres huma
nos en un círculo de dominio. Pues sea el que sea el alcance numé
rico y el radio político de una cultura, todo grupo que gobierne por
sí mismo su proceso generacional crea en torno a sí, con sus propias
potencias psíquicas, imaginativas y simbólicas, el círculo de cerca-
nía-lejanía o lejanía-cercanía en el que se asienta el ser-ahí genui-
namente humano, abierto al mundo, abierto a los muertos, genera
dor de espacio. En el interior de esos círculos se encuentra lo que
152
con razón se ha podido llamar el «lugar antropológico»68. El lugar,
en sentido literal fuerte, es el compromiso territorial de una esfera.
Una ligazón así a un terreno no sería imaginable si los espíritus de
los muertos propios no hubieran ocupado el suelo, y el cielo sobre
él, como su especial «mundo de vida». El espacio vital de los grupos
está atravesado por los signos de la presencia de los antepasados y
de los dioses. Esos signos son los confines y cimas (en alto alemán
antiguo: orte, lugares) que los dioses y muertos señalan a los vivos.
Con el despliegue de mundos de vida que incluyen a vivos y a muer
tos comienza la era de la etnosférica territorializante69. Desde este
punto de vista las culturas son funciones de las criptas sobre las que
se asientan las generaciones de tumo. Las tradiciones son ríos de
signos en el espacio tanatológico.
Hay que precaverse frente al idílico etnologismo que seduce la
percepción moderna de las cosas con imágenes engañosas de una
muerte más fácil y una supervivencia más indolente o con mayor
consuelo en las culturas primitivas. Se trata aquí, como casi siempre,
de ilusiones ópticas, condicionadas por vacíos en la tradición, nos
talgias y mala presentación. Por lo que se refiere a la tradición es
crita, ésta habla de grandes luchas con la muerte y cuenta cómo los
supervivientes han peleado con lo insoportable, es decir, con la se
paración que supone la muerte.
La epopeya babilónica de Gilgamés -el documento más antiguo
del arte narrativo imperial, transmitido en cuatro idiomas diferen
tes entre los siglos XXI y VI a. C. - trata en su segunda parte de la lu
cha estéril de Gilgamés, gran cazador, rey ciudadano, divino en dos
tercios, contra la muerte de su amigo Engidu, y de su rebelión fren
te a la idea de que en el cadáver desfigurado del amigo tenía ante
los ojos su propio destino. El mundo de Gilgamés representa ya una
forma de gran mundo, en la que los muertos se retiran a un más-allá
muy lejano o a un inframundo muy hondo, de modo que el duelo
integrador en tomo a ella sólo se consigue cuando el héroe recorre
el mundo hasta sus confines para encontrar un antídoto frente a la
separación y frente al propio ocaso. Es metafísicamente informativo
153
el hecho de que la conciencia de Gilgamés de la propia mortalidad
se despertara sólo por la muerte de su alterego. Pues la muerte no se
convierte en problema para el individuo -como sugería la filosofía
tardogriega y cristiana- por la perspectiva del propio fin, al cual se
«precipitan» los mortales, como gustaba decirse en nuestro siglo; el
aguijón de la muerte se experimenta primero por la necesidad de
tener que sobrevivir al otro más íntimo, al hermano gemelo, al com-
plementador imprescindible. En los confines del mundo, la meta del
viaje de duelo de Gilgamés, se entabla el siguiente diálogo entre él,
el buscador inconsolable, y su sabio auxiliador Utnapistim:
154
Cimetiére des Innocents, París, ca. 1550.
Utnapistim le dice a él, a Gilgamés:
«¿Por qué están demacradas tus mejillas, humillado tu semblante,
triste tu corazón, desdibujados tus rasgos?
¿Por qué hay aflicción en tu ánimo?
¿Por qué pareces un caminante de sendas remotas?
¿Por qué tu rostro está abrasado por la humedad y el ardor del sol,
[. . . ] y corres por la estepa? ».
Gilgamés le dice a él, a Utnapistim:
«Utnapistim, ¿no han de estar demacradas mis mejillas,
humillado mi semblante,
triste mi corazón, desdibujados mis rasgos?
155
¿No ha de haber aflicción en mi ánimo?
¿No he de parecer un caminante de sendas remotas?
¿No ha de estar mi rostro abrasado por la humedad y el ardor del sol,
[. . . ] ni he de correr por la estepa?
¡Mi amigo, el mulo veloz, el asno silvestre de la montaña, la pantera de la
estepa!
¡Engidu, mi amigo, el mulo veloz, el asno silvestre de la montaña, la pante
ra de la estepa!
¡Después de que, haciéndolo todojuntos, subimos al monte,
tomamos [. . . ] la ciudad, matamos al toro celeste,
dimos muerte también a Chumbaba, que vivía allí, en el cedral,
matamos leones en los puertos de las montañas!
A mi amigo, a quien amaba sin medida,
que superó conmigo todas las dificultades,
le ha alcanzado el desuno del ser humano.
Y yo le lloré seis días y siete noches,
y no consentí en que se le enterrara
hasta que el gusano invadió su rostro.
¡Me horroricé ante el aspecto de mi amigo,
me espanté ante la muerte, así que corrí a la estepa!
¡El asunto de mi amigo pesa sobre mí,
así que tomé una senda remota en la estepa! »
(Décima tablilla rv, 42-50, v, 1-19)70.
En esta reflexión sobre la muerte no hay huella alguna de idilio
holístico. El amplio radio del viaje de duelo de Gilgamés indica el
tamaño de su herida; su fracaso en la empresa de traer a casa la hier
ba de la vida le marca para siempre como el perdedor metafísico,
que ahora, enfrentado a la propia mortalidad, ha de respetar la di
ferencia con los dioses enteros; y sólo el hecho de que al final del
viaye vuelva a Uruk-Gart, su residencia real, depara al proceso épico
una circularidad que equivale a un consuelo por la propia forma co
mo tal. El visye de Gilgamés enmarca el duelo en un círculo com
pleto. Naturalmente, en el Imperio babilónico el doble del rey, el
amigo íntimo muerto, ya no puede ser enterrado (como muertos
importantes en algunos pueblos de las tribus primitivas) bsqo los pi
156
lares centrales de la casa común para acompañar como espíritu ho
gareño la vida de los suyos. La asunción de su desaparición ya no se
produce por medio del contacto animista próximo con un más allá
convivencial. Para seguir al muerto Engidu en su alejamiento radi
cal, Gilgamés ha de cabalgar hasta las fronteras del mundo, hasta
donde alcanza la idea babilónica de amplitud y tamaño. El margen
de separación se ha hecho del tamaño del mundo entero; la proxi
midad-lejanía del perdido imperdible ha adoptado rasgos cósmicos.
El héroe emplea cuarenta y cinco días de viaje para llegar al confín
del mundo en busca del remedio contra la muerte. ¿Se entiende de
qué confines se trata? ¿Qué aguas limítrofes son las que cruza el hé
roe doliente con sus remos pétreos? ¿En qué mar híbrido ha de su
mergirse para encontrar la hierba maravillosa? Las imágenes épicas
hacen que los extremos más distantes remitan a los del mundo in
terior.
En este poema épico, el más antiguo, no se habla de una expec
tativa de reunificación de los amantes en el más allá. Sin embargo,
la cultura babilónica entera se convierte en el ámbito de resonancia
de la narración de la amistad heroica, de la catástrofe de la pérdida
y del visye de duelo. Durante milenio y medio en los imperios me-
sopotámicos se fue contando una vez y otra, siempre de nuevo, el
drama de la separación de los inseparables y de la búsqueda regia
de una hierba contra la muerte. En vista de estas corrientes narrati
vas puede aventurarse la suposición de que los imperios no son só
lo espacios de derecho, administración y apropiación, sino que, si
quieren subsistir como esferas animadas, han de ser también, en
cierta medida, espacios de eco para lamentos civilizados y cajas de
resonancia simpatéticas con destinos humanos ejemplares.
A otras condiciones de duelo completamente diferentes remite
el informe de Aurelio Agustín, en el libro IVde las Confesiones, sobre
la pérdida de su amigo de juventud más íntimo, un joven de la mis
ma edad con el que Agustín (nacido en el año 354) se dio la gran vi
da durante un año alegre, compartiendo las mismas inclinaciones y
sentimientos. El suceso hubo de ocurrir en Tagaste, en tomo al 376,
pocos años después de que eljoven Agustín se hubiera convertido
157
al maniqueísmo. El hecho de que el amigo estuviera bajo su influjo,
y que también le sirviera de cómplice en devaneos y experimentos
metafísicos, explica en parte su desconcierto y consternación por la
muerte repentina del amigo. Sólo siente realmente dolorosa la in
terrupción de la complicidad espiritual cuando se entera de que el
amigo se hizo bautizar in extremis, sin haber tenido la ocasión de dis
cutir con él el cambio de sentimientos.
También en el caso de esta muerte, de esta catastrófica disolu
ción de una alianza simbiótica, se abrió para el superviviente un
abismo intramundano que parecía insuperable contemplado desde
la vida llevada hasta entonces, y también aquí hubo de recurrirse a
los más altos motivos de consuelo que podía ofrecer la época para
interpretar la propia supervivencia en relación con el amado muer
to. Entre tanto, estos motivos ya han ascendido a un nivel teórico al
to; se han elaborado filosóficamente, meditado psicológicamente;
se apoyan en una metafísica que pone a disposición un concepto
maduro, monoteísta, de Dios y una idea pretenciosa de providencia
o predeterminación.
Bajo la monarquía de Dios es lógico que el creyente afronte tam
bién lo insoportable con una fuerte presuposición de sentido. Él tie
ne que concebir toda su propia vida, incluyendo sus abismos de se
paración, heridas y derrotas, como un currículum proyectado por
Dios; al cristiano le corresponde «ser zarandeado de prueba en
prueba»: inexperimentisvolvimur(ConfesionesIV,capítulo5, 10). Cuan
do aparece esa idea de prueba y catarsis aparece también la espe
ranza de que incluso las pérdidas más irreparables puedan mostrar
se a un nivel superior como ganancias. No conocemos motivo
alguno para sospechar que el informe de Agustín sobre su estado
tras la muerte del amigo sea convencional o retórico, sobre todo
cuando su autor, un hombre de más de cuarenta años en el tiempo
de la redacción (ca. 397-401), informa de vivencias casi un cuarto de
siglo anteriores.
¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muer
te para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento in
sufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él crudelísimo
158
suplicio. Buscábanle por todas partes mis ojos y no aparecía. Y llegué a
odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como an
tes, cuando venía después de una ausencia: «He aquí que ya viene». Me ha
bía convertido yo mismo en una gran pregunta (Factus eram ipse mihi magna
quaestio) y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tan
to, y no sabía qué responderme [. . . ]. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba
el lugar de mi amigo (successerat amico meo) en las delicias de mi corazón. . .
[. . . ] Era yo miserable (miser\ como lo es toda alma prisionera del amor
de las cosas temporales, que se siente despedazar cuando las pierde, sin-
dendo entonces su miseria, por la que es miserable aun antes de perderlas. . .
Maravillábame que viviesen los demás mortales por haber muerto aquel
a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me mara
villaba aún de que, habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien di
jo uno de su amigo que «era la mitad de su alma». Porque yo sentí que «mi
alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos», y por eso me causaba
horror la vida, porque no quería vivir a medias (nolebam dimiduus vivere), y
al mismo tiempo temía mucho morir, porque no muriese del todo aquel a
quien había amado tanto ( Confesiones rv, capítulos 4, 9 y 6, 11)71.
Si el viejo duelo babilónico impulsa al héroe hasta los confines
del mundo para buscar ayuda frente a lo inaceptable, el duelo pla
tónico-cristiano exhorta a los adeptos a aprender una lección deci
siva en la escuela de las separaciones. A pesar de que se trate de la
catástrofe microsférica por antonomasia, la muerte del amigo más
íntimo provoca un salto esférico e impulsa a los supervivientes a re
definir su lugar en lo existente. De hecho, el autor de las Confesiones
platoniza y cristianiza a la vez su duelo; lo platoniza en tanto inter
preta la pérdida como estímulo para la ascensión del amor de lo pe
recedero a lo imperecedero; lo cristianiza en tanto que traspasa su
lealtad, del amigo, que murió de fiebre, a Cristo, que murió para
matar la muerte con la abundancia de su vida (Confesiones IV, capí
tulo 12, 19).
Ambas cosas -la ascensión platónica de lo sensible perecedero a
lo suprasensible imperecedero y la matanza cristiana de la muerte-,
sin embargo, son ya operaciones típicas de creación de macrosferas,
a saber, de grandes espacios interiores de vivacidad espiritualizada,
159
que se oponen con éxito a los ataques del exterior. La operación
fundamental del «trabajo de duelo» cristiano consiste en sustituir al
compañero de proximidad perdido por el compañero de proximi
dad-lejanía, el Dios vivo. Quien no quiera seguir viviendo como par
te abandonada tiene que buscarse un nuevo complementador, y
cuando en ese asunto interviene la necesidad metafísica, la comple-
mentación se vuelve de naturaleza más espiritualizante, más tras
cendente y más superlativa. Como sucede en la escuela platónica
del amor, el gemelo íntimo ha de presentarse primero como un in
dividuo hermoso, después como la hermosura misma y finalmente
como el Dios superhermoso, superbueno.
El modo y manera en que a mitad de su vida, con ocasión de la
redacción de las Confesiones, san Agustín vuelve la mirada a sí mis
mo, al abandonado un día desconsoladamente, y al amigo, al saca
do de la vida prematuramente y sin embargo a tiempo, ilustra ple
namente el esfuerzo por dar sentido con posterioridad, desde un
punto de vista superior, a lo sin-sentido. El Padre de la Iglesia in
terpreta sin vacilación su progreso en el camino educativo de las se
paraciones como obra de la gracia. Según ello, Dios, el maestro de
todos los maestros, tuvo que separar a los dos discípulos conjurados
en el error, para que el más dotado de ellos siguiera la pista correc
ta; sólo en tanto que alejó a uno de esta vida consiguió que el otro
entendiera paulatinamente que es un error depender tan idolátri
camente de algo mortal como si ello no fuera a perderse nunca.
Apartándose del propio desconsuelo por la muerte del amado, san
Agustín desarrolla a posteriori una teoría crítica del amor: lo que im
porta es diferenciar los objetos de amor y luego elegir correcta
mente. «Porque sólo no podrá perder al amigo quien tiene a todos
por amigos en aquel que no puede perderse. »72Cuando el amor de
Dios se impone frente a erotismos de miras estrechas se convierte,
en opinión del eclesiástico, en fuerza elástica de una expansión es
férica de dimensiones universales.
Puede interpretarse este informe agustiniano del duelo como
una teoría indirecta de la Iglesia, es decir, como fundamentación de
un reino, radicalmente inclusivo, del corazón. En él quedaría supe
rado el amor preferente, demasiado humanamente caprichoso y
160
vulnerable, en favor de una inclinación no-preferente hacia todas
las criaturas (con los mismos sentimientos). A la vez se reestilizaría
la muerte como un estresor benéfico; de hecho, el pueblo cristiano
eclesial puede, desde antiguo, edificarse con la idea de que en un
concilio general, que convocara a toda la communio sanctorum, los
muertos y los vivos se sentarían en los mismos bancos como una
muldtud solidaria: los muertos, ciertamente, en gran mayoría y un
peldaño más arriba que los vivos, dado que por el hecho de estar
muertos parecen elevados al rango de informales doctores de la
Iglesia.
En la interpretación posterior de san Agustín de su duelo juvenil
llama la atención sobre todo, desde el punto de vista teórico-esféri-
co, el rasgo autoterapéutico y psicagógico. El autor es completa
mente consciente de que el agujero que ha abierto en lo existente
la muerte del otro más querido reclama obstinadamente ser vuelto
a cerrar: por eso habla de que el llanto por el muerto le ha sucedi
do (successerat), por decirlo así, a él mismo y ha tomado su puesto en
su alma. Las lágrimas son el primer sustitutivo, todavía sensible, de
la relación con el objeto de amor, y no en balde llama dulce san
Agustín al llanto: solusfletus dulcís erat mihi La relación de abrazo se
ha convertido en una relación de llanto. Las lágrimas, a su vez, han
de agotarse y han de sustituirse, en tanto se disuelven en una rela
ción de contemplación y veneración con un enfrente superior. Cier
tamente, las lágrimas de san Agustín ya no son las de un animista
que, más allá de la tumba, mantiene una relación convivencial con
el otro arrebatado, sino las de un metafísico que busca alivio en la
mentos, abstracciones y desvíos. Mientras que el amigo muerto, con
vertido en el último momento para desconcierto y asombro de
Agustín, se queda en la tierra de Tagaste, Agustín se traslada a Car-
tago para que el viejo entorno común no le recuerde constante
mente al amigo; pero este traslado no representa un visge épico de
duelo, sino una huida a la dispersión: un movimiento del que más
tarde dirá san Agustín que sólo había llegado a un final feliz diez
años después con la conversión y bautismo del año 386 en Milán. No
obstante, esta huida -por la conversión posterior- habría de adqui
rir una significación salvífica. Pues ¿cuál fue el sentido de la desaso
161
segada supervivencia de Agustín sino el que llegara a poder hablar
un día ejemplarmente del falso amor doloroso a lo pasajero y del
verdadero y dulce a lo permanente?
Así pues, tras el llanto -por el rodeo de la dispersión- la plática
edificante se convirtió en sustituto de lo insustituible. Quien tiene
éxito con su duelo consigue una cátedra; consigue el mandato para
hablar a los cocreyentes sobre la diferencia entre lo temporal y lo
eterno. A la vez, el hablar, hablar, hablar. . . se convierte para san
Agustín en la imagen perfecta del transcurso de la vida y en la cifra
de nuestra sustitución por algo posterior en el tiempo: pues para
que suija una proposición con sentido, las palabras han de aparecer
en fila, contribuir cada una con lo suyo, en corto, al sentido del to
do, y desaparecer para dejar sitio a la palabra siguiente. Si el amigo
muerto era la palabra anterior, Agustín sabe que él tiene ahora la
palabra, en la certeza de que otros seguirán su tumo tras él73. Que
todas las vidas subsecuentes son partículas en la construcción divina
de la frase: éste es el supuesto que proporciona al metafísico la cer
teza de que tanto los muertos como los vivos y los no nacidos están
colocados en sus sitios en el sintagma divino según un plan magis
tral. Con este estado de ánimo san Agustín se sobrepondrá después,
al menos con cierta serenidad, a la muerte de su hijo Adeodato, que
murió más o menos a la misma edad que el amigo de juventud de
Tagaste.
Sólo una vez más fracasará en gran medida el proyecto filosófi-
co-cristiano en serenar el ánimo: con ocasión de la muerte de la ma
dre en Ostia. Es verdad que san Agustín, como describe pormeno-
rizadamente en el libro IX de las Confesiones, consigue dominarse
durante las ceremonias fúnebres, hasta tal punto que sus compañe
ros hubieron de admirarle por su compostura. Pero después, en sus
habitaciones privadas, lejos de las miradas de los demás, san Agus
tín dio rienda suelta a sus lágrimas por última vez (Et dimisi lacrimas).
San Agustín se preciaba de no haber llorado nunca más ya por pér
didas humanas, demasiado humanas, sino sólo por conmoción reli
giosa o moral. Desde entonces vivió lábil, pero decidido, en aquel
espacio interior absoluto de la imaginación religiosa, del que no
puede haber ya destierro alguno; dicho cristianamente: en el reino
162
de Dios. De hecho, según parece, no puede quedar abandonado
quien se ha anclado ya en la esfera del pater orfanorum, del padre de
los huérfanos, como en un último sistema de parentesco74. Según
san Juan Evangelista, Jesús había dicho a los discípulos que no los
dejaría huérfanos: que su partida era sólo la condición externa de
su permanencia definitiva; el Espíritu sería quien con su presencia
permanente ofrecería un sustitutivo del Hijo ausente hasta el final
de los tiempos (Juan 14, 16-s. ). Pensado cristianamente hasta el fi
nal, el interior máximo lo constituye el espacio de todos los santos,
en el que se reúnen aquellas ideas del absoluto que son personas
salvables. Una vez que uno es admitido en esa asamblea, ¿podría to
davía ser arrojado de ella?
En caso de que sí, eso no se sabrá antes
de la crisis final, antes del día del Juicio Final, cuando Dios, como
en un inventarío de fin de año, haga cómputo de los suyos y tache
a los no-suyos. Después, Dios formará con los elegidos, como reu
nión pura de los eternamente supervivientes, la definitiva y mayor
de todas las posibles esferas espirituales de almas. Para ella la muer
te ya no puede significar amenaza alguna, sino sólo una conmoción
superada: una vacuna para la vida eterna que se produce en la reac
ción de inmunidad frente a la muerte. La información más fiable so
bre esta sociedad rescatada, que sólo alterna en los mejores círculos
de Dios, la proporcionan los cantos del Paraíso de la Divina comme
dia de Dante. En ellos puede verse qué sucede cuando la inclusivi-
dad más amplia va unida a la exclusividad más estricta: en el cielo
de Dante el rescate de las almas elegidas introduciéndolas en la es
fera divina se ha convertido en un hecho consumado.
Si la muerte es el ampliador originario de esferas, bajo cuya ac
ción estresante se forman las culturas o «sociedades» -cada una de
ellas incluida en el círculo abierto de sus muertos cercano-lejanos-,
el estrés inyectado en las sociedades por la envidia y el mal actúa co
mo consolidador de primera instancia. Con sus ritos cargados de
violencia, con los que se protegen frente al mal e intentan ahuyen
tarlo de su interior, los grupos primitivos se consolidan como jura
mentaciones contra el mal y se aglutinan, por decirlo así, como
equipos para su exclusión y expulsión. En consecuencia, el exterior
163
no es para las sociedades más antiguas tanto un hecho geográfico o
topográfico como una dimensión demónico-moral; significa el es
pacio incontrolado -en terminología etnológica: la exosfera- al que
se expulsan el mal o sus encamaciones humanas y desde el cual es
de temer su retomo. Desde el punto de vista topológico-moral todas
las comunidades humanas arcaicas están rodeadas de un anillo-uni
verso impreciso, que tiene sobre todo el carácter de un exterior
ambivalente. Pues fuera, en el espacio incontrolado, vagan irremisi
blemente, además de innúmeras impredecibilidades de buen, indi
ferente y mal tipo, también los espíritus de los miembros asesinados
y expulsados un día. Potencialmente, de lo inquietante, es decir, del
mundo en tomo maldito, pueden retomar los excluidos y sitiar el
mundo de vida del grupo con un anillo de peligros exosféricos: de
ahí que toda xenofobia, como la religión, comience por el temor
del retomo de los expulsados. (Esto alcanza hasta el temblor de los
cristianos tradicionales ante la segunda venida de su Señor, al que
se imagina en el cielo mientras se teme que lo vuelva a abandonar
en el día más inquietante de todos para ayustar cuentas con los su
yos: unde venturas est indicare vivos et mortuos*5. ) A lo inquietante del
retomo contribuye la circunstancia de que éstos, los expulsados, tie
nen a su disposición todo el exterior, la exosfera indefinida, y que
desde ésta, no se sabe a qué hora ni desde qué dirección, podrían
iniciar su ataque a la comunidad, reunida en su campamento circular.
Junto con la disposición de los muertos en una cercanía-lejanía
protectora-circundante, el esfuerzo fundamental de todas las uni
dades sociales consiste en expulsar el mal de su interior y asegurar
sus fronteras. La diferencia topológica entre interior y exterior tie
ne, por ello, un sentido moral, y la moral uno inmunológico; pro
duce el desnivel entre lo bueno e interior y lo malo y exterior: un
desnivel que a menudo se interpreta, a la vez, como diferencia de lo
puro frente a lo impuro, de lojusto frente a lo injusto. En tanto se
orientan a ese esquema-exclusión entre circunstancias endo- y exos-
féricas, las sociedades, tanto las arcaicas como las modernas, siguen
siendo siempre y ante todo comunidades de esfuerzo y delirio, que
de tiempo en tiempo vibran en agitaciones extáticas, unánimes y
compartidas, contra el supuesto o real autor del mal. Los rituales sa
164
crificiales sobre los que las viejas sociedades, cada una a su modo pe
culiar, fundan su continuidad cultural o religiosa representan arru-
tinamientos de esas agitaciones solidarizantes. (En las sociedades
modernas, aparentemente sin sacrificios, se sustituyen o imitan por
ejercicios de rebeldía y escándalos periódicos. ) Con ello, los espa
cios interiores de las culturas o de las sociedades originarias son cir
cos de afectos que encandilan a los que toman parte en eljuego por
medio de la participación en la empresa comunitaria más excitante,
vinculante e infecciosa de todas: el alejamiento violento del mal de
su propio interior. Santificación del espacio interior y demoniza-
ción del entorno son procesos directamente conexionados; en tan
to que separan la esfera de todo lo que no ha de ser ella misma,
constituyen los primeros hechos sociales y ecológicos.
Los esfuerzos por excluir el mal del espacio interior de la comu
nidad tienen, por ello, un efecto inmediato esférico-ampliador; sig
nifican en primera línea el intento de establecer una distancia de se
guridad entre el espacio de inmunidad del grupo y quienes han
sido expulsados de él por intentar deteriorarlo. Tampoco aquí pue
den separarse ampliación y consolidación -o fortificación- de la es
fera, pues las murallas y fosos morales, tras los cuales se protege el
grupo contra sus perturbadores reales o supuestos, se construyen
siempre a una distancia táctica en tomo al mundo interior íntegro.
Estas consideraciones enlazan sin dificultad, en puntos esencia
les, con las ideas de René Girard sobre el nacimiento de las culturas
del espíritu de la mecánica sacra de violencia. En numerosos traba
jos Girard ha desarrollado la tesis monumental de que todas las so
ciedades humanas no pueden ser en principio otra cosa que siste
mas de envidia y celos -o rivalidad-, animados por imperativos de
imitación. Por motivos inmanentes están sometidas a una fuerte
presión endógena, autoestresante, y, como siguiendo una ley natu
ral dinámico-grupal o morfológico-social, se ven obligadas a purifi
carse por el asesinato común, cometido en un delirio de sed de san
gre, de los supuestos causantes de sus males. En ese sentido, toda
cultura local sería una pandilla constituida en tomo al asesinato
fundacional; su juego de lenguaje central sería en cada ocasión la
acusación y condena colectiva, unánime, de una víctima, que ha de
165
tomar todo el mal sobre sí, y la negación, tan monótona como con
secuente, de la responsabilidad propia en las escaladas desencade-
nadoras de violencia. A una «cultura», en ese sentido de la palabra,
pertenece quien participa real o simbólicamente en el sacrificio del
chivo expiatorio, con cuya expulsión del interior de la comunidad
retoman al grupo la tranquilidad de una conciencia recta y la paz
del postestrés. Para Girard las culturas son formaciones que se suel
dan mediante las energías fusionarías que proporciona la estimula
ción máxima del estrés del linchamiento, y que tras el exceso vuelven
a la línea fundamental de un orden distendido y una solidaridad
acrisolada.
De los sentimientos comunes calmados, edificantes, que siguen
a las orgías de hechos sangrientos fundacionales proceden los ritos
y los mitos de los pueblos: los ritos representan la repetición simbó
lica y limitada de la originaria conmoción asesina, desencadenada
en común, mientras que los mitos proporcionan las narracionesjus
tificativas de ello. Así pues, si Girard tuviera razón, todas las culturas
o etnias descansarían en principio en cooperaciones fusionarías en
crímenes, y luego en acuerdos irrenunciables sobre mentiras comu
nes, es decir, sobre mitos, que imputarían toda la culpa a la violen
cia de sus víctimas. De estas consideraciones se sigue la tesis, socio
lógicamente subversiva, de que nunca puede ser otro que el chivo
expiatorio el integrador involuntario de su grupo, pues las excita
ciones mayores de todos los miembros de la sociedad convergen en
él y sus narraciones gravitan en tomo a su expulsión o a su sacrifi
cio y exaltación salvíficos. A través de ambas cosas, excitaciones y na
rraciones, las sociedades se aglutinan afectivamente de raíz y se aú
nan en un sentimiento inequívoco de unidad y solidaridad. Es la
exclusión del mal la que hace posible la autoinclusión de los no-ma-
los en un espacio-nosotros patéticamente ocupado.
En este sentido, todos los grupos estrechamente integrados por
el culto, sean arcaicos o contemporáneos, descansan en mecanis
mos de discriminación: no pueden existir sin enemigos y víctimas, y
dependen, por ello, de la repetición incesante de las mentiras sobre
el enemigo para producir la medida de estrés autógeno necesaria
para la estabilización interior. Esto significa, a la vez, que no pueden
166
persistir sin Dios y sin dioses, porque los dioses, siguiendo esta de
ducción, no son en principio otra cosa que chivos expiatorios que
se han hecho numinosos e inquietantes. Al principio no hay por
qué «creer» en absoluto en dioses; basta acordarse del asesinato fes
tivo constituyente para saber lo que nos importan. El embarazoso
recuerdo de un crimen encubierto es lo que constituye la así llama
da religiosidad profunda de las culturas primitivas; en su estado de
ánimo religioso los pueblos están cerca de sus fantasmales motivos
para mentir. Dios es la instancia que puede recordar a sus partida
rios la culpa secreta ocultada.
Con este recuerdo, sea como sea míticamente roto y ritualmen
te amortiguado, la relación íntima comunitaria renueva sus fuerzas
incesantemente. Pues ¿qué podría corresponderse más estrecha
mente que un colectivo de cómplices con su víctima, que ha deve
nido su Dios? Como comunidades de narración y comunas de exci
tación -o sea, en el culto- es como más son sí mismas las culturas,
esos grupos de cómplices hechizados por su crimen alevoso. Pues
donde se cruzan excitaciones y narraciones, allí se constituye lo sa
grado (sacre), que es lo que sumerge a los grupos en su clima in
confundiblemente propio de veneración, culpa, temor y disposición
al sacrificio. Por ello se coloca el objeto sacrificado en el medio del
espacio espiritual de una sociedad. Por la representación cultual del
Dios sacrificado la sociedad se experimenta como un cuerpo ho
mogéneo, que siempre ha de vibrar renovadamente en la desazón
sagrada común para permanecer coherente en sí mismo. Es preci
samente el hecho de que, como comunidades de víctima y de culto,
su medio de unificación sean los recuerdos de violencia, siempre
absolutamente peculiares, lo que proporciona a las sociedades pri
mitivas su típica impenetrabilidad. (Por eso no existe posibilidad de
conversión a religiones primitivas: porque está excluido participar
en el crimen constitutivo de un grupo extraño de otro modo que
desde la posición del espectador intruso; por el contrario, es posi
ble el acceso desde un culto cualquiera a religiones altamente cul
turales como el cristianismo o el budismo, porque ambas poseen la
estructura de movimientos emancipatorios que liberan de primiti
vos complejos de culto y culpa, aunque, como sucede en el cristia
167
nismo, el movimiento de liberación quede estancado en nuevas cul
pabilidades autosaboteadoras ante un Dios sacrificado. )
Si a esto se añade lo que Girard cree haber comprobado en in
numerables culturas o grupos sacrificiales, a saber, la exaltación
del chivo expiatorio a la dignidad real sacra, entonces se consolida
además políticamente la síntesis de grupos fundada en conmocio
nes y narraciones, en pánicos y mentiras. El interno estrés de envi
dia y violencia -que, si escala, excita a las sociedades hasta el lími
te de la descomposición y ocasionalmente más allá de ella- se
manifiesta, por ello, a la vez, como el consolidador de esferas más
importante, y precisamente en la medida en que tras la crisis se
consigue poner bajo control ritualmente las tensiones de celos o ri
validad que desencadenan violencia. Esta es exactamente, según el
modelo de Girard, la tarea de los cultos organizados en tomo a
ofrendas de sangre: cuya función civilizatoria consiste en reprimir
por el ejercicio de la violencia ritual las epidemias de violencia rea
les y desbordantes76. (Post Christum crucifixum esto conduce, como
Girard no se cansa de poner de relieve, a la via antiqua de los hom
bres perversos, que todavía se entregan a la violencia sacrificial, a
pesar de que podrían saber hace mucho tiempo que las víctimas no
son más culpables que ellos mismos y que la violencia aparente
mente purificadora no hace más que repetir siempre el mismojue
go maléfico77. )
Se podría comparar la transformación de las hordas prehuma
nas en comunidades humanas de ritual y sacrificio con una reacción
de inmunidad de la sociosfera contra su máxima amenaza inma
nente; aquí, efectivamente, el estresor -la peste mimética, por la
que todos contagian a todos con sus deseos- adquiere la función de
un estabilizador religioso: lo que era malo ha de ser santo. Esa san
tidad tornasolada se manifiesta, por regla general, como divinidad
étnica, con el mandato de garantizar, como vigilante de esferas y
protectora de grupos, la coherencia étnica. Así, grupos que perte
necen a religiones sacrificiales arcaicas tienen la forma de bandas
integristas, que, si ya no cometen actos criminales en común ac
tualmente, sí se identifican mutuamente mediante los signos de los
delitos pasados. Cuando ese integrismo produce síntomas más fuer
168
tes, el deseo de reincidir en la orgía efectiva se vuelve más agudo. Y
los grupos que buscan violencia encuentran por regla general muy
fácilmente su víctima e inventan pronto los pretextos para llevar a
la práctica y festejar su eliminación.
Tales integrismos de grupo cuasi-naturales, junto con su sed de
escaladas, no están inmunizados contra las ilustraciones. En el inte
rior de sociedades ritualmente pacificadas, sobre todo cuando han
crecido hasta hacerse imperios consolidados y echan una mirada re
trospectiva a más amplias experiencias de paz, pueden desarrollar
se reflexiones críticas contra la violencia, que ponen al descubierto
y rompen eljuego fatal de la excitación por rivalidades o celos. Al
gunos de los testimonios más antiguos de la formación de éticas ex
plícitamente antimiméticas, que aminoran la rivalidad, se encuen
tran en los libros de sabiduría del antiguo Egipto; de entre ellos
resaltaremos aquí las máximas de Amenemope, un escriba y supe
rintendente de graneros en la época del Nuevo Imperio. Este texto
es un escrito didáctico moralizante (ca. 1300 a. C. ), cuyos reflejos en
las literaturas de Oriente Próximo, pero sobre todo en los escritos
sapienciales del Antiguo Testamento y no en úldmo término en las
máximas de Salomón, se pueden comprobar inequívocamente.
También la ética del Nuevo Testamento viene anticipada tanto en
esta como en otras muchas muestras de reflexión sapiencial del an
tiguoEgipto. EnlaDoctrinadeAmenemopeparasuhijoKar-nakhtnapa
recen, entre otras, las siguientes máximas:
No te enfades con tu ofensor, dale más bien una respuesta que sejusti
fique por sí misma [. . . ].
[. . . ] No discutas con alguien que esté enfurecido y no le instigues con tus
palabras. Deja que pase la noche antes de responderle, para que tenga tiem
po de calmarse. Mantente lejos, en cualquier caso, del excitado pasional
mente y abandónalo a sí mismo, pues Dios sabrá cómo ha de replicársele.
[. . . ] Respeta los límites de los campos de labranza, pues no se ha de sus
traer a la viuda la mínima parcela.
[. . . ] No pretendas los bienes de los demás y no obligues a rendirse por
el hambre a tu vecino. Pues es, en verdad, indecente estrangular a quien el
169
derecho le confirma en sus bienes, y es un depravado quien intenta deso
llarle para apropiarse de ellos.
[. . . ] No cantes la alabanza del triunfador delante del que se ha quedar
do sin fama. No atormentes al enano, no imites al contrahecho ridiculizán
dolo.
Ofrece la mano al viejo con todos los signos del respeto que se le debe
No maltrates a nadie, pues todos están en la mano de Dios.
Estas máximas podrían interpretarse como testimonio de una re
volución en la discreción. Casi un milenio y medio antes del Ser
món de la Montaña esas ideas del valle del Nilo prohíben la desver
güenza con la que se comportan desde siempre los violentos, como
si no los viera nadie a tener en cuenta. Ya la reflexión egipcia había
llegado a la cuestión decisiva de todas las grandes culturas: ¿Qué
son violencia y barbarie sino signos de la irreverencia de ciertos ac
tores frente al testigo superior? Las máximas del inspector de los ce
reales muestran que en el suave clima de la cultura de los estamen
tos medios del antiguo Egipto alboreaba ya un ánimo sapiencial
semejante a una primera Ilustración: que ya no busca más el funda
mento de la vida en común en ritos que se refieran a actos de vio
lencia sanguinarios y lejanos, sino en el común ser-protegidos-y-
abarcados por el Uno, el Dios atento a todo. Con total lucidez, la
nueva doctrina sapiencial pone en evidencia el mecanismo de la es
calada de la violencia -surgida de la envidia- entre los seres huma
nos y señala el camino a una vida discreta y moderada. El nuevo way
oflifeegipcio se parece a una ascesis de la des-escalada. Ésta se basa
en la presunción de una atención divina que penetra el espacio y a
la que no se le pasan tampoco las conmociones más íntimas de los
actores.
Con ello, la creencia en el observador supremo, que ordena dis
creción, está al comienzo de un desarrollo que fue continuado por
los profetas judíos y por la ética de Jesús, y que desemboca, final
mente, en las modernas formulaciones de los derechos humanos.
En la base de este impulso evolutivo-moral está el reconocimiento
de que las grandes esferas del tipo de los reinos e imperios (y sobre
170
todo de las Iglesias universales) sólo son capaces de salvaguardar du
raderamente su forma cuando cesan de apostar fundamentalmente
por la violencia sacrificial y los horrores divinos. Como muestran las
enseñanzas de Amenemope, los grandes cuerpos políticos adquie
ren inclusividad creciente en tanto se abren paso hasta una ética
que expresamente concede su protección a las víctimas actuales o
potenciales -a los débiles o a los extranjeros-; esta tendencia ya se
había manifestado en el babilónico Código de Hammurabi de la
época en tomo al año 1700 a. C. El tenor de las nuevas doctrinas sa
pienciales reposa en la disuasión de tomar parte en escaladas de
sencadenantes de violencia. Esto corresponde a un clima ético me
nos caracterizado por la capacidad de movilizar al grupo contra
chivos expiatorios y enemigos exteriores que por la preocupación
por la coherencia civil en un gran espacio pacificado. El clima de in
clusión es el comienzo del ethos universal. Pertenece a la política cli
mática de imperios estables prometer asistencia a los necesitados y
hacerse cargo de los amenazados y perjudicados. (Por eso la genea
logía de la moral a partir del resentimiento de los perdedores, tal
como Nietzsche la ha expuesto, es una deducción certera pero par
cial; ha de ser complementada por una genealogía imperial-morfo
lógica. ) Ese ethos conlleva la paradoja de que él mismo produce, a
su vez, efectos exclusivos, ya que ha de declarar como adversarios a
grupos integristas o pueblos obstinados que no quieren diluirse en
la civilizada tibieza del imperio. Así, precisamente el universalismo
ético choca en todos los frentes posibles con los límites estructura
les de la inclusividad generadora de paz. De hecho, climas interio
res suaves sólo se desarrollan en principio y la mayoría de las veces
detrás de muros firmes, y en el intento de exportar los estándares
climáticos suaves la violencia imperial traspasa en mayor o menor
medida la cubierta pacificada.
Con este dilema han de vivir las grandes religiones inclusivas y
doctrinas sapienciales desde que hace tres mil años aparecieron en
el escenario histórico-universal como partners simbióticos de los im
perios y a la vez como disidentes crónicos suyos. Un simbionte disi
dente de los imperios ha sido sobre todo eljudaismo histórico, que
hubo de buscar siempre su oportunidad en los huecos Ínter- e in-
171
traimperiales. Al mismo tiempo, desde la aparición de las grandes
éticas y de las imágenes de mundo cronológicamente axiales, los
imperios tienen ante sí la tarea de entenderse con la estirpe de los se
res humanos buenos que desdeñan la paz armada, lograda a la
fuerza por los Estados y por su jurisprudencia finita, a la que con
traponen la paz de un reino completamente diferente yotrajusticia
infinita, completamente diferente también. Con la diferenciación
de tipos de paz comienza la auténtica guerra mundial: el pleito his-
tórico-universal, llevado hasta la última instancia, de la antítesis en
tre poder (arraigo, afirmación, aparato, cultura) y espíritu (desa
rraigo, oposición, anarquía, arte). Si hubiera un «fin de la historia»
se notaría en la desaparición de estas contradicciones.
172
Capítulo 2
Recuerdos-receptáculo
Sobre elfundamento
de la solidaridad en la forma inclusiva
Créeme, feliz era el tiempo anterior a los arquitectos. . .
L. Anneo Séneca, Epistulae morales 90
Que la naturaleza goza sobre todo en lo redondo es algo que se deduceya
de lasformas que ella misma crea, produce y engendra. El orbe terráqueo, los
astros, los árboles, los animales, sus nidos y qué séyo cuánto más, todo ello
lo quiso redondo.
de dónde
la voz que dice
vive
de otra vida
León Battista Alberti, Los diez libros de arquitectura
El ser humano es un zóon politikón: esta frase de Aristóteles pone
de relieve que la especie de los seres humanos puede caracterizarse
sobre todo como animales que viven su vida en común. Si se fija uno
con mayor detenimiento, el predicado politikós -que tiene aquí un
acento biológico—es demasiado débil, ciertamente, en cualquier
respecto, para designar lo específico de las asociaciones humanas.
En el discurso aristotélico (sobre todo en la Historia animalium I, 1)
esto no designa exclusivamente el modo de ser del ser humano, si
no también el de los insectos que se organizan estatalmente, o el de
animales de manada como lobos y grullas79. La zoología griega ha
bla de los «animales gregarios», que viven en sociedad, como de se
res vivos «políticos», sin preocuparse demasiado en principio por lo
173
Samuel Beckett, Letanías
que tengan que decir otras disciplinas sobre el ser humano como
animal que narra, que hace sacrificios, edifica ciudades y elabora
conceptos.
Con ello, la palabra politikós apunta -sin acertar exactamente- a
motivos prepolíticos y no-urbanos de la asociación humana. Sugie
re que los seres humanos son desde el principio los-vivientes-que-
no-viven-solos y que no sólo se reúnen para el apareamiento, aun
que tampoco únicamente para el negocio ciudadano. Quien habla
de los seres humanos como de animales «políticos» admite que en
tre esos seres actúan fuerzas de ligazón que serían muy difíciles de
entender desde el punto de vista de ideologías individualistas. El in
dividualismo es la forma de pensar que reserva el predicado «real»
para los individuos y que sólo da valor a las comunidades como es
tructuras de partes autónomas -estructuras revocables, secundarias,
reales sólo en segundo término-, es decir, como «sociedades» en
sentido teórico-contractual. Con un planteamiento así se pierde la
sensibilidad por la compacidad irreducible de las relaciones de inti
midad humanas. Excluye el campo de las relaciones fuertes80de la
percepción antropológica. Pero ¿cuál es la «obra» común que lleva
a priori, por decirlo así, a los seres vivos sociables unos hacia otros,
que los ensambla entre ellos y los coloca bajo motivos comunes de
existencia?
Comenzaremos a desarrollar aquí -siguiendo las fundamenta-
dones microsferológicas del primer volumen- una serie de respues
tas macrosferológicas a estas preguntas, respuestas que dependen
todas ellas de una observación fundamental: si los grupos humanos,
desde las viejas culturas de cazadores de la Edad de Piedra hasta el
umbral de la Modernidad, tienden a manifestar fuerzas internas de
coherencia, sumamente fuertes, es porque a todos los niveles de la
escala sistémico-social de magnitudes están sujetos a un imperativo-
forma existencial superpoderoso. Por motivos puramente específi
cos, y mucho antes de que la forma de vida polis aporte sus ideas
comunes determinantes, los pertenecientes al mismo grupo ya esta
ban implicados recíprocamente en relaciones fuertes: más de lo que
ha sido capaz de describir cualquier teoría de la comunicación has
ta ahora, pero también de modo distinto a como lo han fabulado las
174
Renos en el desierto
de nieve de la región ártica siberiana.
conocidas concepciones románticas, comunitarias y organicistas.
No hay por qué suscribir la rebasada teoría de los espíritus del pue
blo para percibir la realidad de comunas compactas y de culturas
con valores propios.
Así como, siguiendo a los teólogos cristianos, las personas de la
Trinidad inmanente no precisan colocar ninguna pared en tomo a
sí para ser en cada caso sí mismas, y compenetrarse, sin embargo,
175
unas con otras81, tampoco los miembros de la sociedad primaria y
primitiva necesitan valla alguna, que los cerque y reúna, para consti
tuir su relación fuerte recíproca. Durante mucho tiempo todavía no
se necesitan muros en tomo a sus poblamientos para manifestar que
tienen que ver unos con otros del modo más radical. También la co
munidad sin muros se reproduce endógenamente a partir de ener
gías de cohesión, que son las causantes de que cada grupo cree en
cada caso su propio espacio existencial y su forma típica, en la que
pueda presentarse a sí mismo y a otros. Cualquier grupo-nosotros, in
cluso sin sólidos refuerzos arquitectónicos, sabe cobijarse en una fi
gura insinuada y, por una especie de tensión centrípeta, instalarse en
una forma de totalidad integradora. Todas las unidades culturales
primarias sólo pueden entenderse como procesos morfogenéticos
autoproductores82. El proyecto inmediato de cualquier sociedad es la
continuidad del autocobijo del grupo en su envoltura morfológica:
todas las «sociedades» concretas, las primitivas como las complejas,
son proyectos esferopoiéticos (para lo cual, en principio, no hace fal
ta todavía contar con los significados geométricos de la expresión
«esfera» y podemos limitamos a vagas espacialidades internas).
Es trivial la constatación de que el mayor número, con mucho,
de las conformaciones de esferas en la historia de la especie huma
na han quedado como pequeños conjuntos, semejantes a clanes y
de cultura tribal, pocos de los cuales logran convertirse en estructu
ras éticas de formato medio: ya un pueblo, efectivamente, es un efec
to morfológico que, pensado desde las hordas originarias, roza lo
imposible, ya que presupone la síntesis cultural, y la mayoría de las
veces también política, de miles de hordas (a partir de ahora: fami
lias o linces). Sólo en mínimos casos esas formaciones crecen, so
brepasando las unidades populares, hasta convertirse en macrosfe-
ras de orden superior, es decir, en ciudades-república e imperios
multiétnicos, incluso en «culturas» en el sentido de Spengler y
Toynbee, que consigan darse polídca y ontológicamente la forma
de mundos. El término «mundo» designa, pues, no «todo lo que es
el caso», sino: todo lo que puede ser contenido por una forma o por
una frontera conocida. Lo podríamos designar también, adecuada
mente, como un contexto autógeno.
176
El símbolo clásico de integración de ese concepto de mundo lo
encontramos, por lo que respecta a la Antigüedad occidental, en la
imagen homérico-hesiódica de la oikuméne rodeada por la corriente
de Océano, es decir, en el lugar visible de residencia de los seres hu
manos que queda protegido dentro de los límites de un misterio
divino circundante. El mundo de la vieja China conocía para esto
mismo el símbolo análogo de t’ien-hsia, «todo-bajo-el-cielo» o «im
perio». En ambas concepciones de ecúmene el concepto de mundo
va unido a la idea de que todas las cosas manifiestas están com
prendidas dentro de un anillo extremo de fuerzas ordenadoras in
visibles83. Este círculo o anillo se hace consciente en el pensar tan
177
pronto como, con el crecimiento cuantitativo crítico, los grupos pri
marios entran en un estrés morfológico que ha de ser dominado
mediante la construcción de muros y por medios simbólicos de au-
toafirmación política y filosófica. Pero también mucho tiempo an
tes, cuando pequeños grupos humanos llevaban todavía la vida de
cazadores nómadas y estaban lejos aún de parapetarse tras murallas
ciudadanas y vallas fronterizas imperiales, existían, en cualquier ca
so, en formas autorredondeantes y autocomprehensivas: nosotros
las denominamos los invernáculos sin paredes de la solidaridad es
férica, que es algo completamente diferente a la solidaridad imagi
naría y programada de los grupos de intereses en las modernas so
ciedades de masas, ya se trate de la así llamada clase trabajadora, o
de la de los viejos yjóvenes que estarían unidos indirectamente, a
través de cajas sociales, en presuntos (poco sólidos, obviamente)
contratos generacionales.
Hablar de solidaridad en forma de invernaderos es algo que de
be indicar, en primera línea, que en el caso de gentes que viven real
mente en común sus relaciones internas poseen una preeminencia
absoluta sobre sus llamadas relaciones con el entorno. Precisamen
te las hordas más primitivas muestran esa tensión al primado de lo
interior: en tanto que, como invernaderos de relación realmente
existentes, procuran a los miembros del grupo una situación relati
vamente óptima, se orientan sobre todo a su autocobijo tras muros
no construidos y paredes no levantadas. Por eso, el principio pared
entra ya enjuego en las formaciones sociales más primitivas, inclu
so allí donde apenas puede hablarse todavía de realizaciones arqui
tectónicas de la figura de inclusión, divisora o repartidora de espa
cio. (En el entorno de asentamientos de tiendas del musteriense se
han encontrado restos de huesos amontonados, como primeros in
dicios de una empalizada mágica84. ) Cuando son paredes -construi
das o no construidas- lo que divide el espacio, se trata siempre de
creaciones físicas y mentales de espacio interior, pues la primera pa
red es siempre la vista desde dentro: la pared para nosotros, el cer
cado constitutivo, la línea de cerramiento trazada por nosotros mis
mos. La diferencia primordial topológica entre interior y exterior
(entre-nosotros y no-entre-nosotros) se impone en principio sin se-
178
Esquema topológico del espacio
primitivo de una aldea, según K. E. Müller,
Das magische Universum der Identitát,
Frankfurt-Nueva York 1987.
ñalizaciones materiales sólidas; sobre ella descansa el mágico uni
verso de las identidades85, que, en la plétora inconmensurable de
sus realizaciones individuales, repite siempre, una y otra vez, la ley
de laproducción de espacio, endosféricamente dominada. Como
grupo autocercado, autopacificado, quienes vivenjuntos separan su
parte de vivienda, su paz, del espacio de disensión, no-cercado. El
efecto de autoalbergue surge de aquella Insulation en la que Hugh
Miller86vio el mecanismo topológico-social más importante: grupos
que vivenjuntos producen por su campo de proximidad un clima
interior que funciona para los habitantes como un nicho ecológico
privilegiado. Por eso los seres humanos no son tanto buscadores de
179
nichos como constructores de ellos. Es característica suya que ellos
mismos dispongan para sí mismos el lugar donde puedan crecer y
desarrollarse. Dieter Claessens ha resaltado este hecho antropológi
co con el acento oportuno:
Mientras que la evolución que lleva a los mamíferos ha transferido la
función de nicho a un elemento positivo para la supervivencia como es el
agua, después a la inequívoca protección del huevo, y finalmente al ser vivo
mismo de la madre (que, por lo tanto, se convierte directamente en el me
cenas del descendiente, y él mismo desarrolla en sí mismo el clima interior
artificial que precisa un desarrollo con mayores pretensiones), la evolución
que lleva al hombre se invierte en cierto sentido: ahora el útero vuelve a ser
un espacio social, lo que no significa otra cosa que una parte de la función
protectora que había tomado a su cargo el espacio interior materno se vuel
ve a trasladar ahora al exterior, lo que no sería posible si un espacio exterior
así no hubiera sido creado con anterioridad: el «útero social»87.
De ahí se sigue: toda sociedad es un proyecto uterotécnico; tie
ne que extraer de sí misma la protección por la cual ella misma se
hace posible. Habitar, sin embargo, no significa simplemente, como
enseñaba Heidegger, protegerse, sino distinguir entre esferas pro
tegidas y no protegidas. Sí, en tanto que es por esa diferenciación
por la que la endosfera se desmarca de la exosfera, es ella también
la que decide lo que va dentro y lo que son las circun-stancias. Ella
hace que el lugar propio, claroscuro, no-indiferente se recorte en la
extensión indiferente o encantada del espacio inexplorado de ahí
fuera. Esa zona pacificada, cercada, autoprotegida, autocobijante
contrasta a menudo con cercos de demonios y ladrones; en las sen
tencias de los augures romanos, por ejemplo, se pueden reconocer
todavía huellas de una «consagración» o «absolución» (effari) origi
naría de los campos y herbazales, antes salvajes, no cercados, no pa
cificados. En el lugar adecentado, urbanizado y liberado, el mundo
se despeja como nuestro. El lugar propio se convierte en el corazón
de lo existente o en el asiento del alma del mundo (aunque en con
textos como éste, como se ha visto, se trate de un caso particular del
uso del adjetivo «propio»). En tanto que lo habitamos, el lugar ele
180
gido, centrado interiormente, se convierte en el mundo relevante y
se distingue como una región de superior densidad y claridad más
familiar, pero también de mayor peligro. Cuando grupos de seres
humanos forman su espacio de vivienda y de vida, el autocobijo, la
autoclimatización y autorredondeamiento se hacen valer como
creadores de lugar. La tierra puede estar sembrada de millones de
asentamientos extraños, pero este de aquí, en principio y hasta nue
vo aviso, es incomparable, puesto que nos alberga, nos posibilita y
está a nuestra disposición actualmente. Aquí, nosotros, la entidad
comunitaria que somos, recortamos del espacio indiferente, no co
mún, una esfera animada: en ella viviremos como en nuestro habi
táculo cósmico. Aquí sabemos lo que pensamos cuando decimos
que estamos en el mundo como en casa. El recorte es la embajada, la
esfera es el sentido del ser.
Desde estas consideraciones queda abierto el retomo a nuestros
análisis microsferológicos. Ahora puede plantearse la pregunta:
¿Dónde estamos realmente cuando creemos que en una región, en
un paisaje o en una ciudad estamos entre nosotros o en casa? Si esa
pregunta-dónde pretende demostrar algo más que un abuso de la
partícula interrogativa, entonces nos obliga a suponer que el ser-en
(o estar-en) un mundo público, familiar, no puede resultar algo
completamente trivial. Hemos de convencernos una vez más de que
el habitar en común en un lugar-mundo implica más que una ocu
pación egocéntrica de espacio por parte de varios. En el primer vo
lumen, refiriéndonos a los bosquejos de Heidegger de una analítica
del ser-en, explicamos cómo: «En el ser-ahí hay una tendencia esen
cial a la cercanía». Por el habitar, o el cstar-en*, el mundo como tal
desaparece y vuelve a abrirse como espacio del poder-estar-cerca.
Las explicaciones, más bien formalistas, de Heidegger no son muy
esclarecedoras por lo que respecta a la esencia y dinámica de esa
aproximación abridora de mundo. Ciertamente, nada parece más
obvio que un grupo (contemporáneamente: un sistema social sim-
*Traducimos por «estar-en*» la intraducibie verbalización («interiorear», o algo
similar) de la partícula adverbial innen (dentro, en el interior) que propone aquí
P. SI. en referencia a Heidegger. (TV. del T. )
181
pie) esté en el espacio precisamente donde está, y que por el simple
hecho de su estar-aquí se remita al espacio en derredor como a su
entorno (contemporáneamente: a su medio ambiente). Con todo,
hay un aspecto del estar-aquí de cualquier grupo en su lugar que es
capa tanto a los cartógrafos y a los registradores de la propiedad co
mo a los sociólogos de campo: dado que los conjuntos humanos son
de por sí magnitudes uterotécnicas o autocobijantes, nunca ocupan
simplemente un sector en un espacio físico o jurídico dado, sino
que son ellos mismos los que, como esfera propia de relación y ani
mación, crean el espacio que habitan. Da igual adonde lleguen,
dónde se instalen: siempre tienen a mano su capacidad de crear por
sí mismos su peculiar espacio interior y el ambiente general de éste.
Esferopoiesis, atmosferopoiesis y topopoiesis suceden en uno y el
mismo proceso. En tanto producen el corte que significa o consti
tuye el mundo, son el aspecto formal de la creación local de mundo.
Desde ese corte o sector del mundo en general son posibles salidas
al exterior: «El exterior es conquistado como figura del interior; co
mo figura del exterior es sacralizado el interior»88.
Al instalarse en él, los unidos en su mundo común se cobijan en
un círculo propio, sólo perteneciente a ellos, como en un inver
náculo sin paredes, como en una tienda hecha de forma y sonido
endógeno. Por eso -también refiriéndose a grupos claramente esta
blecidos, al menos en apariencia- es lícito repetir la extravagante
pregunta: ¿Dónde están cuando están donde están? La pregunta
despierta respuestas fructíferas en la medida en que se consigue ex
plicar por qué el estar-dentro o el estar-entre-sí de los conjuntos hu
manos está penetrado de una ambigüedad topológica que tensiona
todo «aquí» hacia un «en cualquier otra parte». ¿Qué ha de signifi
car que en todo estar-ahí-dentro, aparentemente inequívoco, válido
aquí y ahora, se inmiscuya la relación a otro interior? , ¿a un pasado
o a un futuro «ahí-dentro», que no puede jamás abstraerse comple
tamente de la situación actual? Ya que la interioridad siempre se
presenta como un hecho de varios niveles, que siempre remite tam
bién a un en-otra-parte, en el discurso del estar-aquí-dentro se ocul
ta una alusión a la diferencia topológica fundamental que no puede
ser reprimida por ningún tipo de fijación a la actualidad inmediata
182
o primitiva. Existan donde existan seres humanos, siempre su lugar
propio remite ya a otros lugares y situaciones. A través de cualquier
aquí-dentro brilla un interior que fue válido en otra parte.
de la predespedida64. Dado que ese contar con que va a ser abando
nado, constitutivo del yo, es esencialmente de naturaleza anticipa-
dora, protege frente a irreparables catástrofes de separación a aque
llos que se han dado cuenta de que van a quedarse atrás y solos algún
día65. Lo que se llama individuación es la orientación anticipadora a
un estado que en ocasiones aparece descrito así en lápidas france
sas: Un seul étre vous manque, et tout le monde est dépeuplé. Para que el
mundo entero parezca despoblado basta que te falte una sola per
sona. Si vuelve a producirse la repoblación del mundo, la vida aban
donada no puede obstinarse en permanecer unida a la parte perdi-
145
Medallón funerario de Thomas de Marchant
et d’Ansembourg (muerto en 1728) y su mujer Anne Marie
de Neufonge (muerta en 1734), Tutange, Luxemburgo.
da. Digamos, pues, que hay que ejercitarse en la pérdida antes de
que ésta supere al perdedor.
Si no se quiere que su pérdida lleve al que se queda a petrificar
se en su obstinación, la parte más importante de todo duelo ha de
ser consumada antes de la muerte del otro esencial. El pre-duelo se
manifiesta como distancia. En el amourfou se ignora esa despedida
previa, como si los unidos quisieran negar anticipadamente cual
quier posibilidad de separación para siempre. Se hacen cómplices
recíprocamente en el propósito de no dar al otro oportunidad al
guna de sobrevivir al compañero íntimo.
Pero si los amenazados por el vacío humano, los supervivientes
de los muertos esenciales, están en condiciones, con todo, de in-
146
Anillos para evitar la separación.
gresar en tradiciones es porque siguen el imperativo de sustituir a
sus grandes ausentes: aquellos en los que primero confiaron y aque
llos de los que recibieron el saber. Quien se mantiene preparado pa
ra esta sustitución está dispuesto a asumir su parte del peso del mun
do. Si el mundo resulta pesado no es sólo porque en la época
histórica la mayoría de los seres humanos han de esforzarse mucho
para ganarse la vida; cuando con mayor precisión se nota la pesan
tez es cuando los seres humanos se inclinan para permitir que se les
cargue con la tarea de asumir el lugar de otros insustituibles.
¿Cómo, pues, pueden crecer las esferas? ¿De qué modo aprenden
pequeños pueblos, hordas, familias, parejas, mundos íntimos a so
breponerse a sus catástrofes, a sus escisiones, a las amenazas de ser
avasallados por fuerzas explosivas tanto internas como externas? ¿Có
mo es posible que no todos los grupos desafiados y vencidos se des
vanezcan en silencio en lo no-histórico, y que algunos de ellos saquen
fuerzas de flaqueza para asimilar lo que normalmente sólo produce
destrucción? ¿Qué clase de cambio en su modo de vida llevan a cabo
las pequeñas comunidades humanas cuando consiguen soportar lo
insoportable más allá de la medida normal? ¿Qué sucede con los uni
dos cuando consiguen imponer su supervivencia frente a pérdidas in
sustituibles? ¿Cómo aprenden a concentrarse así en sí mismos, a su
perarse, a endurecerse así, a comprometerse de tal modo con una
147
visión de sí mismos que son ellos mismos los que se convierten, más
bien, en fuerzas del destino para otros, en lugar de soportar el desti
no condicionados por circunstancias externas?
Cualesquiera que sean las respuestas a estas preguntas, han de
tener inevitablemente una implicación morfológica y un sentido in-
munológicoyesferológico (yeoipsounouterotécnico) mediadopor
ella. De lo que se trata en cada caso es de aclarar cómo los grupos
humanos soportan sus crisis de forma con relación a fuerzas exte
riores y tensiones internas.
Las microsferas crecen hasta convertirse en macrosferas en la
medida en que consiguen incorporar las fuerzas exteriores estresan
tes en su propio radio. Se podría describir, por tanto, el crecimien
to de las esferas como un derrotero de estrés en cuyo transcurso se
llega a neutralizar lo exterior asimilándolo al interior esférico. Son
sobre todo estresores protopolíticos del tipo de los enemigos y ex
traños, estresores psicológico-sociales como las depresiones colecti
vas y estresores mentales como lo monstruoso y la idea de infinito
los que han de ser integrados antes de que una pequeña unidad et-
nosférica se pueda desarrollar hasta convertirse en una forma de
mundo de tipo superior.
Un grupo que hubiera atraído hacia su interior toda desmesura
esencial, y en cierto sentido la hubiera superado o cercado, habría
crecido hasta convertirse en un imperio o en una macrosfera alta
mente cultural. Por eso, sólo puede hablarse de una forma auténti
camente macrosférica cuando también lo grande y lo máximo ma
nifiestan carácter de mundo interior. En una gran esfera que se
asemeje a un mundo interior la voluntad de poder ha de ser coex
tensiva con una voluntad de animación del espacio total. Por lo que
podemos ver, tales espacios con carácter de mundo interior sólo
han sido pensados y desarrollados con toda consecuencia en las tres
grandes culturas de la Antigüedad: en China, en India y en Grecia,
es decir, en aquellas culturas que por un consenso escolástico, rela
tivamente grande, pasan por ser los tres lugares de nacimiento de la
filosofía66. En las cosmologías de estas culturas comienza el impera
tivo morfológico: redondea y domina sin que valga limitación alguna.
Por eso, también en este caso aparece la geometría en la planifica
148
ción, colocándose, además, al servicio de la cosmología política im
perial como no es de esperar en ninguna otra parte. Los poderosos
y sus intérpretes piensan su mundo con círculos y legiones. En cuan
to los seres humanos intentan acomodar su forma anímica a las con
diciones macrosféricas tienen que formarse para hombres de Estado,
bien para funcionarios o bien para sabios, pues cuando el Estado al
tamente cultural da que pensar, el sentido del mundo se mueve en
dirección a una inclusividad abarcante: el todo es el coto del animal
inclusivo.
Fue un logro de las grandes culturas haber elevado la asimila
ción interior del exterior estresante a un nivel históricamente man-
tenible a largo plazo. Potencias mundiales que lograron ser algo
más que improvisaciones militares fueron aquellas que consiguie
ron domesticar los monstruos inmensos de la exterioridad -la
muerte, el mal, lo extraño, lo desmedido- y traspasar a las genera
ciones siguientes, como hábito cultural, sus éxitos en esa domesti
cación. Aunque ninguno de esos monstruos pierde nunca del todo
su pavorosa capacidad de intranquilizar, en las grandes cosmovisio-
nes se los convierte, sin embargo, en estresores internos y se los po
ne dialécticamente al servicio del «gran todo». Las grandes culturas
saben convertir en negatividades provechosas la exterioridad des
tructora. Utilizan los monstruos, por decirlo así, como hormonas de
crecimiento para elevarse de formas microsféricas a macrosferas.
Repetimos las ideas fundamentales de estas consideraciones: el
ser humano es el animal que ha de esperar y sobrevivir a las separa
ciones de sus próximos. Ya en las formas humanas de vida más anti
guas, las hordas arcaicas, la muerte se impone como apremio a di
rigir la mirada a los muertos más queridos. Cuando la vista del
cadáver y el pasmo que adviene en el lugar vacío adquieren formas
rituales, todo ello se organiza como recuerdo; de él provienen los
cultos a los antepasados y a los muertos; ellos inducen el originario
estrés metafísico que pesa sobre los grupos humanos ya en los esta
dios tempranos de la hominización. Se reconoce que esos cultos tie
nen siempre un sentido esferológico tan pronto como en el trato de
los vivos con sus muertos se ve no sólo una praxis religiosa creado-
149
Joseph Beuys, Palas comunitarias,
por duplicado, 1964.
ra de tradición o una forma de organización de memoria cultural,
como sucede normalmente en las ciencias de la cultura; el recuerdo
de los muertos libera necesariamente procesos creadores de esferas
porque sólo por una especie de reacción de inmunidad, creadora
de espacio, puede rehacerse la esfera psíquica rota por la desapari
ción del otro importante, la íntima burbuja de coexistencia.
La reparación del espacio íntimo más estrecho no es posible sin
que a la vez se amplíe éste: pues si los supervivientes se empeñan en
permanecer de algún modo en unión con los muertos, ello sólo
puede suceder porque los muertos son alojados en un segundo ani-
150
Uo, en tomo a la esfera de los vivos. Lo que el psicoanálisis ha de
signado con el concepto tan ingenioso como aventurado de Trauer-
arbeit [trabajo de duelo], considerado desde el punto de vista psi-
cohistórico y psicopatológico, no significa en principio otra cosa
que el esfuerzo de los supervivientes por colocar a sus muertos en
un círculo de proximidad y paz ampliado, sacándolos del ámbito de
proximidad y alianza más íntimo. Ese círculo lo traza el duelo: es de
cir, el esfuerzo psíquico por llegar a un compromiso entre la preo
cupación por la separación definitiva de los muertos y el deseo de
mantenerlos en otra forma de proximidad, pero «allí». Cuando los
pequeños grupos arcaicos se remiten a sus muertos, el espacio esfé
rico se amplía más allá de las relaciones actuales entre familiares y
gentes que vivenjuntas, hasta una burbuja mayor que abarca a pre
sentes y ausentes. Ella constituye el contomo mínimo de una cultu
ra: si entendemos, con razón, por culturas conformaciones esfero-
poiéticas que alimentan los recuerdos de los muertos determinantes
y los propalan a través de las generaciones.
Aunque el lugar de los muertos determinantes de una cultura no
puede ser otro, en principio, que la lejanía, el más-allá indetermi
nado y el en-otra-parte inconmensurable, los dolientes se dedican a
la tarea de asignar una medida humanamente soportable a ese ale
jamiento vago y potencialmente ilimitado. El duelo crea esa proxi
midad distendida que transforma lo infinito en un más-allá mane
jable. El es la primera pasión proxémica: un espacio-dolor que
produce la proximidad-lejanía con respecto a los perdidos. (Es du
doso que Freud fuera bien aconsejado al interpretar este dolor me
diante el concepto de trabajo, pues sólo se puede trabajar con ob
jetos, mientras que de lo que se trata en el duelo es de recolocar
algo desaparecido o de buscar para sí mismo un nuevo lugar vis-a-
vis de lo ausente; o sea, guardar duelo no significa trabajar con un
objeto, sino mudarse a un espacio ampliado. )
En ese sentido puede decirse que la distancia es el estímulo pro
piamente creador de cultura. Ella impide que los muertos determi
nantes se muevan demasiado lejos, los retiene en un amplio entorno
que delimita el espacio de vida y de animación de una esfera cultural
(o, al menos, un círculo extenso dentro de él). Por eso, en principio,
151
los recuerdos relevantes siempre están presentes en el espacio públi
co de los grupos; sus signos son las tumbas, que señalan manifiesta
mente el espacio de proximidad-lejanía a los miembros del grupo.
La muerte, como monstruoso proporcionador de «trabajo»-due-
lo, es el primer estresor de esferas y artífice de culturas. En tanto que
asumen la tarea a ellas encomendada, las comunas de duelo consi
guen apaciguar la rabia causada por la desaparición ampliando el es
pacio. Esta imaginación distanciadora, que hace reposar el espacio
actual de vida en espacios circundantes de muertos y de espíritus, es
lo que da lugar, antes que nada, a las culturas como fantasías espa
ciales autocobijantes. La proximidad-lejanía de los muertos impor
tantes: ella se introduce en el radio de las esferas autónomas origi
narias realmente existentes -es decir, en el círculo de las hordas, de
los clanes y de las pequeñas sociedades tribales-, y crea, al hacerlo,
la primera forma autónoma de mundo. Sólo un sistema de coexis
tencia de muertos y vivos tiene ontológicamente carácter de mundo:
y posee ontográficamente la fuerza de dibujar en tomo a sí un con
torno propio de imagen de mundo'*7.
Significa algo más que un sentimentalismo etnológico el que en
nuestro siglo se hayan comenzado a estudiar los ritos, mitos y cons-
tructos de mundo de los primitivos clanes-de-cien-personas de las
selvas vírgenes de Brasil, Africa o Polinesia con la misma atención
que antes sólo se creía poder dedicar a las grandes culturas como la
grecorromana, la egipcia o la china. Si la dignidad espiritual de una
forma de vida puede deducirse de su fuerza conformadora de esfe
ras, o sea de la capacidad de mantener unidos a vivos y muertos en
comuniones rituales dentro de un horizonte conjurado, entonces
las pequeñas tribus son formaciones tan dignas de admiración co
mo los imperios, que constriñen a muchos millones de seres huma
nos en un círculo de dominio. Pues sea el que sea el alcance numé
rico y el radio político de una cultura, todo grupo que gobierne por
sí mismo su proceso generacional crea en torno a sí, con sus propias
potencias psíquicas, imaginativas y simbólicas, el círculo de cerca-
nía-lejanía o lejanía-cercanía en el que se asienta el ser-ahí genui-
namente humano, abierto al mundo, abierto a los muertos, genera
dor de espacio. En el interior de esos círculos se encuentra lo que
152
con razón se ha podido llamar el «lugar antropológico»68. El lugar,
en sentido literal fuerte, es el compromiso territorial de una esfera.
Una ligazón así a un terreno no sería imaginable si los espíritus de
los muertos propios no hubieran ocupado el suelo, y el cielo sobre
él, como su especial «mundo de vida». El espacio vital de los grupos
está atravesado por los signos de la presencia de los antepasados y
de los dioses. Esos signos son los confines y cimas (en alto alemán
antiguo: orte, lugares) que los dioses y muertos señalan a los vivos.
Con el despliegue de mundos de vida que incluyen a vivos y a muer
tos comienza la era de la etnosférica territorializante69. Desde este
punto de vista las culturas son funciones de las criptas sobre las que
se asientan las generaciones de tumo. Las tradiciones son ríos de
signos en el espacio tanatológico.
Hay que precaverse frente al idílico etnologismo que seduce la
percepción moderna de las cosas con imágenes engañosas de una
muerte más fácil y una supervivencia más indolente o con mayor
consuelo en las culturas primitivas. Se trata aquí, como casi siempre,
de ilusiones ópticas, condicionadas por vacíos en la tradición, nos
talgias y mala presentación. Por lo que se refiere a la tradición es
crita, ésta habla de grandes luchas con la muerte y cuenta cómo los
supervivientes han peleado con lo insoportable, es decir, con la se
paración que supone la muerte.
La epopeya babilónica de Gilgamés -el documento más antiguo
del arte narrativo imperial, transmitido en cuatro idiomas diferen
tes entre los siglos XXI y VI a. C. - trata en su segunda parte de la lu
cha estéril de Gilgamés, gran cazador, rey ciudadano, divino en dos
tercios, contra la muerte de su amigo Engidu, y de su rebelión fren
te a la idea de que en el cadáver desfigurado del amigo tenía ante
los ojos su propio destino. El mundo de Gilgamés representa ya una
forma de gran mundo, en la que los muertos se retiran a un más-allá
muy lejano o a un inframundo muy hondo, de modo que el duelo
integrador en tomo a ella sólo se consigue cuando el héroe recorre
el mundo hasta sus confines para encontrar un antídoto frente a la
separación y frente al propio ocaso. Es metafísicamente informativo
153
el hecho de que la conciencia de Gilgamés de la propia mortalidad
se despertara sólo por la muerte de su alterego. Pues la muerte no se
convierte en problema para el individuo -como sugería la filosofía
tardogriega y cristiana- por la perspectiva del propio fin, al cual se
«precipitan» los mortales, como gustaba decirse en nuestro siglo; el
aguijón de la muerte se experimenta primero por la necesidad de
tener que sobrevivir al otro más íntimo, al hermano gemelo, al com-
plementador imprescindible. En los confines del mundo, la meta del
viaje de duelo de Gilgamés, se entabla el siguiente diálogo entre él,
el buscador inconsolable, y su sabio auxiliador Utnapistim:
154
Cimetiére des Innocents, París, ca. 1550.
Utnapistim le dice a él, a Gilgamés:
«¿Por qué están demacradas tus mejillas, humillado tu semblante,
triste tu corazón, desdibujados tus rasgos?
¿Por qué hay aflicción en tu ánimo?
¿Por qué pareces un caminante de sendas remotas?
¿Por qué tu rostro está abrasado por la humedad y el ardor del sol,
[. . . ] y corres por la estepa? ».
Gilgamés le dice a él, a Utnapistim:
«Utnapistim, ¿no han de estar demacradas mis mejillas,
humillado mi semblante,
triste mi corazón, desdibujados mis rasgos?
155
¿No ha de haber aflicción en mi ánimo?
¿No he de parecer un caminante de sendas remotas?
¿No ha de estar mi rostro abrasado por la humedad y el ardor del sol,
[. . . ] ni he de correr por la estepa?
¡Mi amigo, el mulo veloz, el asno silvestre de la montaña, la pantera de la
estepa!
¡Engidu, mi amigo, el mulo veloz, el asno silvestre de la montaña, la pante
ra de la estepa!
¡Después de que, haciéndolo todojuntos, subimos al monte,
tomamos [. . . ] la ciudad, matamos al toro celeste,
dimos muerte también a Chumbaba, que vivía allí, en el cedral,
matamos leones en los puertos de las montañas!
A mi amigo, a quien amaba sin medida,
que superó conmigo todas las dificultades,
le ha alcanzado el desuno del ser humano.
Y yo le lloré seis días y siete noches,
y no consentí en que se le enterrara
hasta que el gusano invadió su rostro.
¡Me horroricé ante el aspecto de mi amigo,
me espanté ante la muerte, así que corrí a la estepa!
¡El asunto de mi amigo pesa sobre mí,
así que tomé una senda remota en la estepa! »
(Décima tablilla rv, 42-50, v, 1-19)70.
En esta reflexión sobre la muerte no hay huella alguna de idilio
holístico. El amplio radio del viaje de duelo de Gilgamés indica el
tamaño de su herida; su fracaso en la empresa de traer a casa la hier
ba de la vida le marca para siempre como el perdedor metafísico,
que ahora, enfrentado a la propia mortalidad, ha de respetar la di
ferencia con los dioses enteros; y sólo el hecho de que al final del
viaye vuelva a Uruk-Gart, su residencia real, depara al proceso épico
una circularidad que equivale a un consuelo por la propia forma co
mo tal. El visye de Gilgamés enmarca el duelo en un círculo com
pleto. Naturalmente, en el Imperio babilónico el doble del rey, el
amigo íntimo muerto, ya no puede ser enterrado (como muertos
importantes en algunos pueblos de las tribus primitivas) bsqo los pi
156
lares centrales de la casa común para acompañar como espíritu ho
gareño la vida de los suyos. La asunción de su desaparición ya no se
produce por medio del contacto animista próximo con un más allá
convivencial. Para seguir al muerto Engidu en su alejamiento radi
cal, Gilgamés ha de cabalgar hasta las fronteras del mundo, hasta
donde alcanza la idea babilónica de amplitud y tamaño. El margen
de separación se ha hecho del tamaño del mundo entero; la proxi
midad-lejanía del perdido imperdible ha adoptado rasgos cósmicos.
El héroe emplea cuarenta y cinco días de viaje para llegar al confín
del mundo en busca del remedio contra la muerte. ¿Se entiende de
qué confines se trata? ¿Qué aguas limítrofes son las que cruza el hé
roe doliente con sus remos pétreos? ¿En qué mar híbrido ha de su
mergirse para encontrar la hierba maravillosa? Las imágenes épicas
hacen que los extremos más distantes remitan a los del mundo in
terior.
En este poema épico, el más antiguo, no se habla de una expec
tativa de reunificación de los amantes en el más allá. Sin embargo,
la cultura babilónica entera se convierte en el ámbito de resonancia
de la narración de la amistad heroica, de la catástrofe de la pérdida
y del visye de duelo. Durante milenio y medio en los imperios me-
sopotámicos se fue contando una vez y otra, siempre de nuevo, el
drama de la separación de los inseparables y de la búsqueda regia
de una hierba contra la muerte. En vista de estas corrientes narrati
vas puede aventurarse la suposición de que los imperios no son só
lo espacios de derecho, administración y apropiación, sino que, si
quieren subsistir como esferas animadas, han de ser también, en
cierta medida, espacios de eco para lamentos civilizados y cajas de
resonancia simpatéticas con destinos humanos ejemplares.
A otras condiciones de duelo completamente diferentes remite
el informe de Aurelio Agustín, en el libro IVde las Confesiones, sobre
la pérdida de su amigo de juventud más íntimo, un joven de la mis
ma edad con el que Agustín (nacido en el año 354) se dio la gran vi
da durante un año alegre, compartiendo las mismas inclinaciones y
sentimientos. El suceso hubo de ocurrir en Tagaste, en tomo al 376,
pocos años después de que eljoven Agustín se hubiera convertido
157
al maniqueísmo. El hecho de que el amigo estuviera bajo su influjo,
y que también le sirviera de cómplice en devaneos y experimentos
metafísicos, explica en parte su desconcierto y consternación por la
muerte repentina del amigo. Sólo siente realmente dolorosa la in
terrupción de la complicidad espiritual cuando se entera de que el
amigo se hizo bautizar in extremis, sin haber tenido la ocasión de dis
cutir con él el cambio de sentimientos.
También en el caso de esta muerte, de esta catastrófica disolu
ción de una alianza simbiótica, se abrió para el superviviente un
abismo intramundano que parecía insuperable contemplado desde
la vida llevada hasta entonces, y también aquí hubo de recurrirse a
los más altos motivos de consuelo que podía ofrecer la época para
interpretar la propia supervivencia en relación con el amado muer
to. Entre tanto, estos motivos ya han ascendido a un nivel teórico al
to; se han elaborado filosóficamente, meditado psicológicamente;
se apoyan en una metafísica que pone a disposición un concepto
maduro, monoteísta, de Dios y una idea pretenciosa de providencia
o predeterminación.
Bajo la monarquía de Dios es lógico que el creyente afronte tam
bién lo insoportable con una fuerte presuposición de sentido. Él tie
ne que concebir toda su propia vida, incluyendo sus abismos de se
paración, heridas y derrotas, como un currículum proyectado por
Dios; al cristiano le corresponde «ser zarandeado de prueba en
prueba»: inexperimentisvolvimur(ConfesionesIV,capítulo5, 10). Cuan
do aparece esa idea de prueba y catarsis aparece también la espe
ranza de que incluso las pérdidas más irreparables puedan mostrar
se a un nivel superior como ganancias. No conocemos motivo
alguno para sospechar que el informe de Agustín sobre su estado
tras la muerte del amigo sea convencional o retórico, sobre todo
cuando su autor, un hombre de más de cuarenta años en el tiempo
de la redacción (ca. 397-401), informa de vivencias casi un cuarto de
siglo anteriores.
¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muer
te para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento in
sufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él crudelísimo
158
suplicio. Buscábanle por todas partes mis ojos y no aparecía. Y llegué a
odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como an
tes, cuando venía después de una ausencia: «He aquí que ya viene». Me ha
bía convertido yo mismo en una gran pregunta (Factus eram ipse mihi magna
quaestio) y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tan
to, y no sabía qué responderme [. . . ]. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba
el lugar de mi amigo (successerat amico meo) en las delicias de mi corazón. . .
[. . . ] Era yo miserable (miser\ como lo es toda alma prisionera del amor
de las cosas temporales, que se siente despedazar cuando las pierde, sin-
dendo entonces su miseria, por la que es miserable aun antes de perderlas. . .
Maravillábame que viviesen los demás mortales por haber muerto aquel
a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me mara
villaba aún de que, habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien di
jo uno de su amigo que «era la mitad de su alma». Porque yo sentí que «mi
alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos», y por eso me causaba
horror la vida, porque no quería vivir a medias (nolebam dimiduus vivere), y
al mismo tiempo temía mucho morir, porque no muriese del todo aquel a
quien había amado tanto ( Confesiones rv, capítulos 4, 9 y 6, 11)71.
Si el viejo duelo babilónico impulsa al héroe hasta los confines
del mundo para buscar ayuda frente a lo inaceptable, el duelo pla
tónico-cristiano exhorta a los adeptos a aprender una lección deci
siva en la escuela de las separaciones. A pesar de que se trate de la
catástrofe microsférica por antonomasia, la muerte del amigo más
íntimo provoca un salto esférico e impulsa a los supervivientes a re
definir su lugar en lo existente. De hecho, el autor de las Confesiones
platoniza y cristianiza a la vez su duelo; lo platoniza en tanto inter
preta la pérdida como estímulo para la ascensión del amor de lo pe
recedero a lo imperecedero; lo cristianiza en tanto que traspasa su
lealtad, del amigo, que murió de fiebre, a Cristo, que murió para
matar la muerte con la abundancia de su vida (Confesiones IV, capí
tulo 12, 19).
Ambas cosas -la ascensión platónica de lo sensible perecedero a
lo suprasensible imperecedero y la matanza cristiana de la muerte-,
sin embargo, son ya operaciones típicas de creación de macrosferas,
a saber, de grandes espacios interiores de vivacidad espiritualizada,
159
que se oponen con éxito a los ataques del exterior. La operación
fundamental del «trabajo de duelo» cristiano consiste en sustituir al
compañero de proximidad perdido por el compañero de proximi
dad-lejanía, el Dios vivo. Quien no quiera seguir viviendo como par
te abandonada tiene que buscarse un nuevo complementador, y
cuando en ese asunto interviene la necesidad metafísica, la comple-
mentación se vuelve de naturaleza más espiritualizante, más tras
cendente y más superlativa. Como sucede en la escuela platónica
del amor, el gemelo íntimo ha de presentarse primero como un in
dividuo hermoso, después como la hermosura misma y finalmente
como el Dios superhermoso, superbueno.
El modo y manera en que a mitad de su vida, con ocasión de la
redacción de las Confesiones, san Agustín vuelve la mirada a sí mis
mo, al abandonado un día desconsoladamente, y al amigo, al saca
do de la vida prematuramente y sin embargo a tiempo, ilustra ple
namente el esfuerzo por dar sentido con posterioridad, desde un
punto de vista superior, a lo sin-sentido. El Padre de la Iglesia in
terpreta sin vacilación su progreso en el camino educativo de las se
paraciones como obra de la gracia. Según ello, Dios, el maestro de
todos los maestros, tuvo que separar a los dos discípulos conjurados
en el error, para que el más dotado de ellos siguiera la pista correc
ta; sólo en tanto que alejó a uno de esta vida consiguió que el otro
entendiera paulatinamente que es un error depender tan idolátri
camente de algo mortal como si ello no fuera a perderse nunca.
Apartándose del propio desconsuelo por la muerte del amado, san
Agustín desarrolla a posteriori una teoría crítica del amor: lo que im
porta es diferenciar los objetos de amor y luego elegir correcta
mente. «Porque sólo no podrá perder al amigo quien tiene a todos
por amigos en aquel que no puede perderse. »72Cuando el amor de
Dios se impone frente a erotismos de miras estrechas se convierte,
en opinión del eclesiástico, en fuerza elástica de una expansión es
férica de dimensiones universales.
Puede interpretarse este informe agustiniano del duelo como
una teoría indirecta de la Iglesia, es decir, como fundamentación de
un reino, radicalmente inclusivo, del corazón. En él quedaría supe
rado el amor preferente, demasiado humanamente caprichoso y
160
vulnerable, en favor de una inclinación no-preferente hacia todas
las criaturas (con los mismos sentimientos). A la vez se reestilizaría
la muerte como un estresor benéfico; de hecho, el pueblo cristiano
eclesial puede, desde antiguo, edificarse con la idea de que en un
concilio general, que convocara a toda la communio sanctorum, los
muertos y los vivos se sentarían en los mismos bancos como una
muldtud solidaria: los muertos, ciertamente, en gran mayoría y un
peldaño más arriba que los vivos, dado que por el hecho de estar
muertos parecen elevados al rango de informales doctores de la
Iglesia.
En la interpretación posterior de san Agustín de su duelo juvenil
llama la atención sobre todo, desde el punto de vista teórico-esféri-
co, el rasgo autoterapéutico y psicagógico. El autor es completa
mente consciente de que el agujero que ha abierto en lo existente
la muerte del otro más querido reclama obstinadamente ser vuelto
a cerrar: por eso habla de que el llanto por el muerto le ha sucedi
do (successerat), por decirlo así, a él mismo y ha tomado su puesto en
su alma. Las lágrimas son el primer sustitutivo, todavía sensible, de
la relación con el objeto de amor, y no en balde llama dulce san
Agustín al llanto: solusfletus dulcís erat mihi La relación de abrazo se
ha convertido en una relación de llanto. Las lágrimas, a su vez, han
de agotarse y han de sustituirse, en tanto se disuelven en una rela
ción de contemplación y veneración con un enfrente superior. Cier
tamente, las lágrimas de san Agustín ya no son las de un animista
que, más allá de la tumba, mantiene una relación convivencial con
el otro arrebatado, sino las de un metafísico que busca alivio en la
mentos, abstracciones y desvíos. Mientras que el amigo muerto, con
vertido en el último momento para desconcierto y asombro de
Agustín, se queda en la tierra de Tagaste, Agustín se traslada a Car-
tago para que el viejo entorno común no le recuerde constante
mente al amigo; pero este traslado no representa un visge épico de
duelo, sino una huida a la dispersión: un movimiento del que más
tarde dirá san Agustín que sólo había llegado a un final feliz diez
años después con la conversión y bautismo del año 386 en Milán. No
obstante, esta huida -por la conversión posterior- habría de adqui
rir una significación salvífica. Pues ¿cuál fue el sentido de la desaso
161
segada supervivencia de Agustín sino el que llegara a poder hablar
un día ejemplarmente del falso amor doloroso a lo pasajero y del
verdadero y dulce a lo permanente?
Así pues, tras el llanto -por el rodeo de la dispersión- la plática
edificante se convirtió en sustituto de lo insustituible. Quien tiene
éxito con su duelo consigue una cátedra; consigue el mandato para
hablar a los cocreyentes sobre la diferencia entre lo temporal y lo
eterno. A la vez, el hablar, hablar, hablar. . . se convierte para san
Agustín en la imagen perfecta del transcurso de la vida y en la cifra
de nuestra sustitución por algo posterior en el tiempo: pues para
que suija una proposición con sentido, las palabras han de aparecer
en fila, contribuir cada una con lo suyo, en corto, al sentido del to
do, y desaparecer para dejar sitio a la palabra siguiente. Si el amigo
muerto era la palabra anterior, Agustín sabe que él tiene ahora la
palabra, en la certeza de que otros seguirán su tumo tras él73. Que
todas las vidas subsecuentes son partículas en la construcción divina
de la frase: éste es el supuesto que proporciona al metafísico la cer
teza de que tanto los muertos como los vivos y los no nacidos están
colocados en sus sitios en el sintagma divino según un plan magis
tral. Con este estado de ánimo san Agustín se sobrepondrá después,
al menos con cierta serenidad, a la muerte de su hijo Adeodato, que
murió más o menos a la misma edad que el amigo de juventud de
Tagaste.
Sólo una vez más fracasará en gran medida el proyecto filosófi-
co-cristiano en serenar el ánimo: con ocasión de la muerte de la ma
dre en Ostia. Es verdad que san Agustín, como describe pormeno-
rizadamente en el libro IX de las Confesiones, consigue dominarse
durante las ceremonias fúnebres, hasta tal punto que sus compañe
ros hubieron de admirarle por su compostura. Pero después, en sus
habitaciones privadas, lejos de las miradas de los demás, san Agus
tín dio rienda suelta a sus lágrimas por última vez (Et dimisi lacrimas).
San Agustín se preciaba de no haber llorado nunca más ya por pér
didas humanas, demasiado humanas, sino sólo por conmoción reli
giosa o moral. Desde entonces vivió lábil, pero decidido, en aquel
espacio interior absoluto de la imaginación religiosa, del que no
puede haber ya destierro alguno; dicho cristianamente: en el reino
162
de Dios. De hecho, según parece, no puede quedar abandonado
quien se ha anclado ya en la esfera del pater orfanorum, del padre de
los huérfanos, como en un último sistema de parentesco74. Según
san Juan Evangelista, Jesús había dicho a los discípulos que no los
dejaría huérfanos: que su partida era sólo la condición externa de
su permanencia definitiva; el Espíritu sería quien con su presencia
permanente ofrecería un sustitutivo del Hijo ausente hasta el final
de los tiempos (Juan 14, 16-s. ). Pensado cristianamente hasta el fi
nal, el interior máximo lo constituye el espacio de todos los santos,
en el que se reúnen aquellas ideas del absoluto que son personas
salvables. Una vez que uno es admitido en esa asamblea, ¿podría to
davía ser arrojado de ella?
En caso de que sí, eso no se sabrá antes
de la crisis final, antes del día del Juicio Final, cuando Dios, como
en un inventarío de fin de año, haga cómputo de los suyos y tache
a los no-suyos. Después, Dios formará con los elegidos, como reu
nión pura de los eternamente supervivientes, la definitiva y mayor
de todas las posibles esferas espirituales de almas. Para ella la muer
te ya no puede significar amenaza alguna, sino sólo una conmoción
superada: una vacuna para la vida eterna que se produce en la reac
ción de inmunidad frente a la muerte. La información más fiable so
bre esta sociedad rescatada, que sólo alterna en los mejores círculos
de Dios, la proporcionan los cantos del Paraíso de la Divina comme
dia de Dante. En ellos puede verse qué sucede cuando la inclusivi-
dad más amplia va unida a la exclusividad más estricta: en el cielo
de Dante el rescate de las almas elegidas introduciéndolas en la es
fera divina se ha convertido en un hecho consumado.
Si la muerte es el ampliador originario de esferas, bajo cuya ac
ción estresante se forman las culturas o «sociedades» -cada una de
ellas incluida en el círculo abierto de sus muertos cercano-lejanos-,
el estrés inyectado en las sociedades por la envidia y el mal actúa co
mo consolidador de primera instancia. Con sus ritos cargados de
violencia, con los que se protegen frente al mal e intentan ahuyen
tarlo de su interior, los grupos primitivos se consolidan como jura
mentaciones contra el mal y se aglutinan, por decirlo así, como
equipos para su exclusión y expulsión. En consecuencia, el exterior
163
no es para las sociedades más antiguas tanto un hecho geográfico o
topográfico como una dimensión demónico-moral; significa el es
pacio incontrolado -en terminología etnológica: la exosfera- al que
se expulsan el mal o sus encamaciones humanas y desde el cual es
de temer su retomo. Desde el punto de vista topológico-moral todas
las comunidades humanas arcaicas están rodeadas de un anillo-uni
verso impreciso, que tiene sobre todo el carácter de un exterior
ambivalente. Pues fuera, en el espacio incontrolado, vagan irremisi
blemente, además de innúmeras impredecibilidades de buen, indi
ferente y mal tipo, también los espíritus de los miembros asesinados
y expulsados un día. Potencialmente, de lo inquietante, es decir, del
mundo en tomo maldito, pueden retomar los excluidos y sitiar el
mundo de vida del grupo con un anillo de peligros exosféricos: de
ahí que toda xenofobia, como la religión, comience por el temor
del retomo de los expulsados. (Esto alcanza hasta el temblor de los
cristianos tradicionales ante la segunda venida de su Señor, al que
se imagina en el cielo mientras se teme que lo vuelva a abandonar
en el día más inquietante de todos para ayustar cuentas con los su
yos: unde venturas est indicare vivos et mortuos*5. ) A lo inquietante del
retomo contribuye la circunstancia de que éstos, los expulsados, tie
nen a su disposición todo el exterior, la exosfera indefinida, y que
desde ésta, no se sabe a qué hora ni desde qué dirección, podrían
iniciar su ataque a la comunidad, reunida en su campamento circular.
Junto con la disposición de los muertos en una cercanía-lejanía
protectora-circundante, el esfuerzo fundamental de todas las uni
dades sociales consiste en expulsar el mal de su interior y asegurar
sus fronteras. La diferencia topológica entre interior y exterior tie
ne, por ello, un sentido moral, y la moral uno inmunológico; pro
duce el desnivel entre lo bueno e interior y lo malo y exterior: un
desnivel que a menudo se interpreta, a la vez, como diferencia de lo
puro frente a lo impuro, de lojusto frente a lo injusto. En tanto se
orientan a ese esquema-exclusión entre circunstancias endo- y exos-
féricas, las sociedades, tanto las arcaicas como las modernas, siguen
siendo siempre y ante todo comunidades de esfuerzo y delirio, que
de tiempo en tiempo vibran en agitaciones extáticas, unánimes y
compartidas, contra el supuesto o real autor del mal. Los rituales sa
164
crificiales sobre los que las viejas sociedades, cada una a su modo pe
culiar, fundan su continuidad cultural o religiosa representan arru-
tinamientos de esas agitaciones solidarizantes. (En las sociedades
modernas, aparentemente sin sacrificios, se sustituyen o imitan por
ejercicios de rebeldía y escándalos periódicos. ) Con ello, los espa
cios interiores de las culturas o de las sociedades originarias son cir
cos de afectos que encandilan a los que toman parte en eljuego por
medio de la participación en la empresa comunitaria más excitante,
vinculante e infecciosa de todas: el alejamiento violento del mal de
su propio interior. Santificación del espacio interior y demoniza-
ción del entorno son procesos directamente conexionados; en tan
to que separan la esfera de todo lo que no ha de ser ella misma,
constituyen los primeros hechos sociales y ecológicos.
Los esfuerzos por excluir el mal del espacio interior de la comu
nidad tienen, por ello, un efecto inmediato esférico-ampliador; sig
nifican en primera línea el intento de establecer una distancia de se
guridad entre el espacio de inmunidad del grupo y quienes han
sido expulsados de él por intentar deteriorarlo. Tampoco aquí pue
den separarse ampliación y consolidación -o fortificación- de la es
fera, pues las murallas y fosos morales, tras los cuales se protege el
grupo contra sus perturbadores reales o supuestos, se construyen
siempre a una distancia táctica en tomo al mundo interior íntegro.
Estas consideraciones enlazan sin dificultad, en puntos esencia
les, con las ideas de René Girard sobre el nacimiento de las culturas
del espíritu de la mecánica sacra de violencia. En numerosos traba
jos Girard ha desarrollado la tesis monumental de que todas las so
ciedades humanas no pueden ser en principio otra cosa que siste
mas de envidia y celos -o rivalidad-, animados por imperativos de
imitación. Por motivos inmanentes están sometidas a una fuerte
presión endógena, autoestresante, y, como siguiendo una ley natu
ral dinámico-grupal o morfológico-social, se ven obligadas a purifi
carse por el asesinato común, cometido en un delirio de sed de san
gre, de los supuestos causantes de sus males. En ese sentido, toda
cultura local sería una pandilla constituida en tomo al asesinato
fundacional; su juego de lenguaje central sería en cada ocasión la
acusación y condena colectiva, unánime, de una víctima, que ha de
165
tomar todo el mal sobre sí, y la negación, tan monótona como con
secuente, de la responsabilidad propia en las escaladas desencade-
nadoras de violencia. A una «cultura», en ese sentido de la palabra,
pertenece quien participa real o simbólicamente en el sacrificio del
chivo expiatorio, con cuya expulsión del interior de la comunidad
retoman al grupo la tranquilidad de una conciencia recta y la paz
del postestrés. Para Girard las culturas son formaciones que se suel
dan mediante las energías fusionarías que proporciona la estimula
ción máxima del estrés del linchamiento, y que tras el exceso vuelven
a la línea fundamental de un orden distendido y una solidaridad
acrisolada.
De los sentimientos comunes calmados, edificantes, que siguen
a las orgías de hechos sangrientos fundacionales proceden los ritos
y los mitos de los pueblos: los ritos representan la repetición simbó
lica y limitada de la originaria conmoción asesina, desencadenada
en común, mientras que los mitos proporcionan las narracionesjus
tificativas de ello. Así pues, si Girard tuviera razón, todas las culturas
o etnias descansarían en principio en cooperaciones fusionarías en
crímenes, y luego en acuerdos irrenunciables sobre mentiras comu
nes, es decir, sobre mitos, que imputarían toda la culpa a la violen
cia de sus víctimas. De estas consideraciones se sigue la tesis, socio
lógicamente subversiva, de que nunca puede ser otro que el chivo
expiatorio el integrador involuntario de su grupo, pues las excita
ciones mayores de todos los miembros de la sociedad convergen en
él y sus narraciones gravitan en tomo a su expulsión o a su sacrifi
cio y exaltación salvíficos. A través de ambas cosas, excitaciones y na
rraciones, las sociedades se aglutinan afectivamente de raíz y se aú
nan en un sentimiento inequívoco de unidad y solidaridad. Es la
exclusión del mal la que hace posible la autoinclusión de los no-ma-
los en un espacio-nosotros patéticamente ocupado.
En este sentido, todos los grupos estrechamente integrados por
el culto, sean arcaicos o contemporáneos, descansan en mecanis
mos de discriminación: no pueden existir sin enemigos y víctimas, y
dependen, por ello, de la repetición incesante de las mentiras sobre
el enemigo para producir la medida de estrés autógeno necesaria
para la estabilización interior. Esto significa, a la vez, que no pueden
166
persistir sin Dios y sin dioses, porque los dioses, siguiendo esta de
ducción, no son en principio otra cosa que chivos expiatorios que
se han hecho numinosos e inquietantes. Al principio no hay por
qué «creer» en absoluto en dioses; basta acordarse del asesinato fes
tivo constituyente para saber lo que nos importan. El embarazoso
recuerdo de un crimen encubierto es lo que constituye la así llama
da religiosidad profunda de las culturas primitivas; en su estado de
ánimo religioso los pueblos están cerca de sus fantasmales motivos
para mentir. Dios es la instancia que puede recordar a sus partida
rios la culpa secreta ocultada.
Con este recuerdo, sea como sea míticamente roto y ritualmen
te amortiguado, la relación íntima comunitaria renueva sus fuerzas
incesantemente. Pues ¿qué podría corresponderse más estrecha
mente que un colectivo de cómplices con su víctima, que ha deve
nido su Dios? Como comunidades de narración y comunas de exci
tación -o sea, en el culto- es como más son sí mismas las culturas,
esos grupos de cómplices hechizados por su crimen alevoso. Pues
donde se cruzan excitaciones y narraciones, allí se constituye lo sa
grado (sacre), que es lo que sumerge a los grupos en su clima in
confundiblemente propio de veneración, culpa, temor y disposición
al sacrificio. Por ello se coloca el objeto sacrificado en el medio del
espacio espiritual de una sociedad. Por la representación cultual del
Dios sacrificado la sociedad se experimenta como un cuerpo ho
mogéneo, que siempre ha de vibrar renovadamente en la desazón
sagrada común para permanecer coherente en sí mismo. Es preci
samente el hecho de que, como comunidades de víctima y de culto,
su medio de unificación sean los recuerdos de violencia, siempre
absolutamente peculiares, lo que proporciona a las sociedades pri
mitivas su típica impenetrabilidad. (Por eso no existe posibilidad de
conversión a religiones primitivas: porque está excluido participar
en el crimen constitutivo de un grupo extraño de otro modo que
desde la posición del espectador intruso; por el contrario, es posi
ble el acceso desde un culto cualquiera a religiones altamente cul
turales como el cristianismo o el budismo, porque ambas poseen la
estructura de movimientos emancipatorios que liberan de primiti
vos complejos de culto y culpa, aunque, como sucede en el cristia
167
nismo, el movimiento de liberación quede estancado en nuevas cul
pabilidades autosaboteadoras ante un Dios sacrificado. )
Si a esto se añade lo que Girard cree haber comprobado en in
numerables culturas o grupos sacrificiales, a saber, la exaltación
del chivo expiatorio a la dignidad real sacra, entonces se consolida
además políticamente la síntesis de grupos fundada en conmocio
nes y narraciones, en pánicos y mentiras. El interno estrés de envi
dia y violencia -que, si escala, excita a las sociedades hasta el lími
te de la descomposición y ocasionalmente más allá de ella- se
manifiesta, por ello, a la vez, como el consolidador de esferas más
importante, y precisamente en la medida en que tras la crisis se
consigue poner bajo control ritualmente las tensiones de celos o ri
validad que desencadenan violencia. Esta es exactamente, según el
modelo de Girard, la tarea de los cultos organizados en tomo a
ofrendas de sangre: cuya función civilizatoria consiste en reprimir
por el ejercicio de la violencia ritual las epidemias de violencia rea
les y desbordantes76. (Post Christum crucifixum esto conduce, como
Girard no se cansa de poner de relieve, a la via antiqua de los hom
bres perversos, que todavía se entregan a la violencia sacrificial, a
pesar de que podrían saber hace mucho tiempo que las víctimas no
son más culpables que ellos mismos y que la violencia aparente
mente purificadora no hace más que repetir siempre el mismojue
go maléfico77. )
Se podría comparar la transformación de las hordas prehuma
nas en comunidades humanas de ritual y sacrificio con una reacción
de inmunidad de la sociosfera contra su máxima amenaza inma
nente; aquí, efectivamente, el estresor -la peste mimética, por la
que todos contagian a todos con sus deseos- adquiere la función de
un estabilizador religioso: lo que era malo ha de ser santo. Esa san
tidad tornasolada se manifiesta, por regla general, como divinidad
étnica, con el mandato de garantizar, como vigilante de esferas y
protectora de grupos, la coherencia étnica. Así, grupos que perte
necen a religiones sacrificiales arcaicas tienen la forma de bandas
integristas, que, si ya no cometen actos criminales en común ac
tualmente, sí se identifican mutuamente mediante los signos de los
delitos pasados. Cuando ese integrismo produce síntomas más fuer
168
tes, el deseo de reincidir en la orgía efectiva se vuelve más agudo. Y
los grupos que buscan violencia encuentran por regla general muy
fácilmente su víctima e inventan pronto los pretextos para llevar a
la práctica y festejar su eliminación.
Tales integrismos de grupo cuasi-naturales, junto con su sed de
escaladas, no están inmunizados contra las ilustraciones. En el inte
rior de sociedades ritualmente pacificadas, sobre todo cuando han
crecido hasta hacerse imperios consolidados y echan una mirada re
trospectiva a más amplias experiencias de paz, pueden desarrollar
se reflexiones críticas contra la violencia, que ponen al descubierto
y rompen eljuego fatal de la excitación por rivalidades o celos. Al
gunos de los testimonios más antiguos de la formación de éticas ex
plícitamente antimiméticas, que aminoran la rivalidad, se encuen
tran en los libros de sabiduría del antiguo Egipto; de entre ellos
resaltaremos aquí las máximas de Amenemope, un escriba y supe
rintendente de graneros en la época del Nuevo Imperio. Este texto
es un escrito didáctico moralizante (ca. 1300 a. C. ), cuyos reflejos en
las literaturas de Oriente Próximo, pero sobre todo en los escritos
sapienciales del Antiguo Testamento y no en úldmo término en las
máximas de Salomón, se pueden comprobar inequívocamente.
También la ética del Nuevo Testamento viene anticipada tanto en
esta como en otras muchas muestras de reflexión sapiencial del an
tiguoEgipto. EnlaDoctrinadeAmenemopeparasuhijoKar-nakhtnapa
recen, entre otras, las siguientes máximas:
No te enfades con tu ofensor, dale más bien una respuesta que sejusti
fique por sí misma [. . . ].
[. . . ] No discutas con alguien que esté enfurecido y no le instigues con tus
palabras. Deja que pase la noche antes de responderle, para que tenga tiem
po de calmarse. Mantente lejos, en cualquier caso, del excitado pasional
mente y abandónalo a sí mismo, pues Dios sabrá cómo ha de replicársele.
[. . . ] Respeta los límites de los campos de labranza, pues no se ha de sus
traer a la viuda la mínima parcela.
[. . . ] No pretendas los bienes de los demás y no obligues a rendirse por
el hambre a tu vecino. Pues es, en verdad, indecente estrangular a quien el
169
derecho le confirma en sus bienes, y es un depravado quien intenta deso
llarle para apropiarse de ellos.
[. . . ] No cantes la alabanza del triunfador delante del que se ha quedar
do sin fama. No atormentes al enano, no imites al contrahecho ridiculizán
dolo.
Ofrece la mano al viejo con todos los signos del respeto que se le debe
No maltrates a nadie, pues todos están en la mano de Dios.
Estas máximas podrían interpretarse como testimonio de una re
volución en la discreción. Casi un milenio y medio antes del Ser
món de la Montaña esas ideas del valle del Nilo prohíben la desver
güenza con la que se comportan desde siempre los violentos, como
si no los viera nadie a tener en cuenta. Ya la reflexión egipcia había
llegado a la cuestión decisiva de todas las grandes culturas: ¿Qué
son violencia y barbarie sino signos de la irreverencia de ciertos ac
tores frente al testigo superior? Las máximas del inspector de los ce
reales muestran que en el suave clima de la cultura de los estamen
tos medios del antiguo Egipto alboreaba ya un ánimo sapiencial
semejante a una primera Ilustración: que ya no busca más el funda
mento de la vida en común en ritos que se refieran a actos de vio
lencia sanguinarios y lejanos, sino en el común ser-protegidos-y-
abarcados por el Uno, el Dios atento a todo. Con total lucidez, la
nueva doctrina sapiencial pone en evidencia el mecanismo de la es
calada de la violencia -surgida de la envidia- entre los seres huma
nos y señala el camino a una vida discreta y moderada. El nuevo way
oflifeegipcio se parece a una ascesis de la des-escalada. Ésta se basa
en la presunción de una atención divina que penetra el espacio y a
la que no se le pasan tampoco las conmociones más íntimas de los
actores.
Con ello, la creencia en el observador supremo, que ordena dis
creción, está al comienzo de un desarrollo que fue continuado por
los profetas judíos y por la ética de Jesús, y que desemboca, final
mente, en las modernas formulaciones de los derechos humanos.
En la base de este impulso evolutivo-moral está el reconocimiento
de que las grandes esferas del tipo de los reinos e imperios (y sobre
170
todo de las Iglesias universales) sólo son capaces de salvaguardar du
raderamente su forma cuando cesan de apostar fundamentalmente
por la violencia sacrificial y los horrores divinos. Como muestran las
enseñanzas de Amenemope, los grandes cuerpos políticos adquie
ren inclusividad creciente en tanto se abren paso hasta una ética
que expresamente concede su protección a las víctimas actuales o
potenciales -a los débiles o a los extranjeros-; esta tendencia ya se
había manifestado en el babilónico Código de Hammurabi de la
época en tomo al año 1700 a. C. El tenor de las nuevas doctrinas sa
pienciales reposa en la disuasión de tomar parte en escaladas de
sencadenantes de violencia. Esto corresponde a un clima ético me
nos caracterizado por la capacidad de movilizar al grupo contra
chivos expiatorios y enemigos exteriores que por la preocupación
por la coherencia civil en un gran espacio pacificado. El clima de in
clusión es el comienzo del ethos universal. Pertenece a la política cli
mática de imperios estables prometer asistencia a los necesitados y
hacerse cargo de los amenazados y perjudicados. (Por eso la genea
logía de la moral a partir del resentimiento de los perdedores, tal
como Nietzsche la ha expuesto, es una deducción certera pero par
cial; ha de ser complementada por una genealogía imperial-morfo
lógica. ) Ese ethos conlleva la paradoja de que él mismo produce, a
su vez, efectos exclusivos, ya que ha de declarar como adversarios a
grupos integristas o pueblos obstinados que no quieren diluirse en
la civilizada tibieza del imperio. Así, precisamente el universalismo
ético choca en todos los frentes posibles con los límites estructura
les de la inclusividad generadora de paz. De hecho, climas interio
res suaves sólo se desarrollan en principio y la mayoría de las veces
detrás de muros firmes, y en el intento de exportar los estándares
climáticos suaves la violencia imperial traspasa en mayor o menor
medida la cubierta pacificada.
Con este dilema han de vivir las grandes religiones inclusivas y
doctrinas sapienciales desde que hace tres mil años aparecieron en
el escenario histórico-universal como partners simbióticos de los im
perios y a la vez como disidentes crónicos suyos. Un simbionte disi
dente de los imperios ha sido sobre todo eljudaismo histórico, que
hubo de buscar siempre su oportunidad en los huecos Ínter- e in-
171
traimperiales. Al mismo tiempo, desde la aparición de las grandes
éticas y de las imágenes de mundo cronológicamente axiales, los
imperios tienen ante sí la tarea de entenderse con la estirpe de los se
res humanos buenos que desdeñan la paz armada, lograda a la
fuerza por los Estados y por su jurisprudencia finita, a la que con
traponen la paz de un reino completamente diferente yotrajusticia
infinita, completamente diferente también. Con la diferenciación
de tipos de paz comienza la auténtica guerra mundial: el pleito his-
tórico-universal, llevado hasta la última instancia, de la antítesis en
tre poder (arraigo, afirmación, aparato, cultura) y espíritu (desa
rraigo, oposición, anarquía, arte). Si hubiera un «fin de la historia»
se notaría en la desaparición de estas contradicciones.
172
Capítulo 2
Recuerdos-receptáculo
Sobre elfundamento
de la solidaridad en la forma inclusiva
Créeme, feliz era el tiempo anterior a los arquitectos. . .
L. Anneo Séneca, Epistulae morales 90
Que la naturaleza goza sobre todo en lo redondo es algo que se deduceya
de lasformas que ella misma crea, produce y engendra. El orbe terráqueo, los
astros, los árboles, los animales, sus nidos y qué séyo cuánto más, todo ello
lo quiso redondo.
de dónde
la voz que dice
vive
de otra vida
León Battista Alberti, Los diez libros de arquitectura
El ser humano es un zóon politikón: esta frase de Aristóteles pone
de relieve que la especie de los seres humanos puede caracterizarse
sobre todo como animales que viven su vida en común. Si se fija uno
con mayor detenimiento, el predicado politikós -que tiene aquí un
acento biológico—es demasiado débil, ciertamente, en cualquier
respecto, para designar lo específico de las asociaciones humanas.
En el discurso aristotélico (sobre todo en la Historia animalium I, 1)
esto no designa exclusivamente el modo de ser del ser humano, si
no también el de los insectos que se organizan estatalmente, o el de
animales de manada como lobos y grullas79. La zoología griega ha
bla de los «animales gregarios», que viven en sociedad, como de se
res vivos «políticos», sin preocuparse demasiado en principio por lo
173
Samuel Beckett, Letanías
que tengan que decir otras disciplinas sobre el ser humano como
animal que narra, que hace sacrificios, edifica ciudades y elabora
conceptos.
Con ello, la palabra politikós apunta -sin acertar exactamente- a
motivos prepolíticos y no-urbanos de la asociación humana. Sugie
re que los seres humanos son desde el principio los-vivientes-que-
no-viven-solos y que no sólo se reúnen para el apareamiento, aun
que tampoco únicamente para el negocio ciudadano. Quien habla
de los seres humanos como de animales «políticos» admite que en
tre esos seres actúan fuerzas de ligazón que serían muy difíciles de
entender desde el punto de vista de ideologías individualistas. El in
dividualismo es la forma de pensar que reserva el predicado «real»
para los individuos y que sólo da valor a las comunidades como es
tructuras de partes autónomas -estructuras revocables, secundarias,
reales sólo en segundo término-, es decir, como «sociedades» en
sentido teórico-contractual. Con un planteamiento así se pierde la
sensibilidad por la compacidad irreducible de las relaciones de inti
midad humanas. Excluye el campo de las relaciones fuertes80de la
percepción antropológica. Pero ¿cuál es la «obra» común que lleva
a priori, por decirlo así, a los seres vivos sociables unos hacia otros,
que los ensambla entre ellos y los coloca bajo motivos comunes de
existencia?
Comenzaremos a desarrollar aquí -siguiendo las fundamenta-
dones microsferológicas del primer volumen- una serie de respues
tas macrosferológicas a estas preguntas, respuestas que dependen
todas ellas de una observación fundamental: si los grupos humanos,
desde las viejas culturas de cazadores de la Edad de Piedra hasta el
umbral de la Modernidad, tienden a manifestar fuerzas internas de
coherencia, sumamente fuertes, es porque a todos los niveles de la
escala sistémico-social de magnitudes están sujetos a un imperativo-
forma existencial superpoderoso. Por motivos puramente específi
cos, y mucho antes de que la forma de vida polis aporte sus ideas
comunes determinantes, los pertenecientes al mismo grupo ya esta
ban implicados recíprocamente en relaciones fuertes: más de lo que
ha sido capaz de describir cualquier teoría de la comunicación has
ta ahora, pero también de modo distinto a como lo han fabulado las
174
Renos en el desierto
de nieve de la región ártica siberiana.
conocidas concepciones románticas, comunitarias y organicistas.
No hay por qué suscribir la rebasada teoría de los espíritus del pue
blo para percibir la realidad de comunas compactas y de culturas
con valores propios.
Así como, siguiendo a los teólogos cristianos, las personas de la
Trinidad inmanente no precisan colocar ninguna pared en tomo a
sí para ser en cada caso sí mismas, y compenetrarse, sin embargo,
175
unas con otras81, tampoco los miembros de la sociedad primaria y
primitiva necesitan valla alguna, que los cerque y reúna, para consti
tuir su relación fuerte recíproca. Durante mucho tiempo todavía no
se necesitan muros en tomo a sus poblamientos para manifestar que
tienen que ver unos con otros del modo más radical. También la co
munidad sin muros se reproduce endógenamente a partir de ener
gías de cohesión, que son las causantes de que cada grupo cree en
cada caso su propio espacio existencial y su forma típica, en la que
pueda presentarse a sí mismo y a otros. Cualquier grupo-nosotros, in
cluso sin sólidos refuerzos arquitectónicos, sabe cobijarse en una fi
gura insinuada y, por una especie de tensión centrípeta, instalarse en
una forma de totalidad integradora. Todas las unidades culturales
primarias sólo pueden entenderse como procesos morfogenéticos
autoproductores82. El proyecto inmediato de cualquier sociedad es la
continuidad del autocobijo del grupo en su envoltura morfológica:
todas las «sociedades» concretas, las primitivas como las complejas,
son proyectos esferopoiéticos (para lo cual, en principio, no hace fal
ta todavía contar con los significados geométricos de la expresión
«esfera» y podemos limitamos a vagas espacialidades internas).
Es trivial la constatación de que el mayor número, con mucho,
de las conformaciones de esferas en la historia de la especie huma
na han quedado como pequeños conjuntos, semejantes a clanes y
de cultura tribal, pocos de los cuales logran convertirse en estructu
ras éticas de formato medio: ya un pueblo, efectivamente, es un efec
to morfológico que, pensado desde las hordas originarias, roza lo
imposible, ya que presupone la síntesis cultural, y la mayoría de las
veces también política, de miles de hordas (a partir de ahora: fami
lias o linces). Sólo en mínimos casos esas formaciones crecen, so
brepasando las unidades populares, hasta convertirse en macrosfe-
ras de orden superior, es decir, en ciudades-república e imperios
multiétnicos, incluso en «culturas» en el sentido de Spengler y
Toynbee, que consigan darse polídca y ontológicamente la forma
de mundos. El término «mundo» designa, pues, no «todo lo que es
el caso», sino: todo lo que puede ser contenido por una forma o por
una frontera conocida. Lo podríamos designar también, adecuada
mente, como un contexto autógeno.
176
El símbolo clásico de integración de ese concepto de mundo lo
encontramos, por lo que respecta a la Antigüedad occidental, en la
imagen homérico-hesiódica de la oikuméne rodeada por la corriente
de Océano, es decir, en el lugar visible de residencia de los seres hu
manos que queda protegido dentro de los límites de un misterio
divino circundante. El mundo de la vieja China conocía para esto
mismo el símbolo análogo de t’ien-hsia, «todo-bajo-el-cielo» o «im
perio». En ambas concepciones de ecúmene el concepto de mundo
va unido a la idea de que todas las cosas manifiestas están com
prendidas dentro de un anillo extremo de fuerzas ordenadoras in
visibles83. Este círculo o anillo se hace consciente en el pensar tan
177
pronto como, con el crecimiento cuantitativo crítico, los grupos pri
marios entran en un estrés morfológico que ha de ser dominado
mediante la construcción de muros y por medios simbólicos de au-
toafirmación política y filosófica. Pero también mucho tiempo an
tes, cuando pequeños grupos humanos llevaban todavía la vida de
cazadores nómadas y estaban lejos aún de parapetarse tras murallas
ciudadanas y vallas fronterizas imperiales, existían, en cualquier ca
so, en formas autorredondeantes y autocomprehensivas: nosotros
las denominamos los invernáculos sin paredes de la solidaridad es
férica, que es algo completamente diferente a la solidaridad imagi
naría y programada de los grupos de intereses en las modernas so
ciedades de masas, ya se trate de la así llamada clase trabajadora, o
de la de los viejos yjóvenes que estarían unidos indirectamente, a
través de cajas sociales, en presuntos (poco sólidos, obviamente)
contratos generacionales.
Hablar de solidaridad en forma de invernaderos es algo que de
be indicar, en primera línea, que en el caso de gentes que viven real
mente en común sus relaciones internas poseen una preeminencia
absoluta sobre sus llamadas relaciones con el entorno. Precisamen
te las hordas más primitivas muestran esa tensión al primado de lo
interior: en tanto que, como invernaderos de relación realmente
existentes, procuran a los miembros del grupo una situación relati
vamente óptima, se orientan sobre todo a su autocobijo tras muros
no construidos y paredes no levantadas. Por eso, el principio pared
entra ya enjuego en las formaciones sociales más primitivas, inclu
so allí donde apenas puede hablarse todavía de realizaciones arqui
tectónicas de la figura de inclusión, divisora o repartidora de espa
cio. (En el entorno de asentamientos de tiendas del musteriense se
han encontrado restos de huesos amontonados, como primeros in
dicios de una empalizada mágica84. ) Cuando son paredes -construi
das o no construidas- lo que divide el espacio, se trata siempre de
creaciones físicas y mentales de espacio interior, pues la primera pa
red es siempre la vista desde dentro: la pared para nosotros, el cer
cado constitutivo, la línea de cerramiento trazada por nosotros mis
mos. La diferencia primordial topológica entre interior y exterior
(entre-nosotros y no-entre-nosotros) se impone en principio sin se-
178
Esquema topológico del espacio
primitivo de una aldea, según K. E. Müller,
Das magische Universum der Identitát,
Frankfurt-Nueva York 1987.
ñalizaciones materiales sólidas; sobre ella descansa el mágico uni
verso de las identidades85, que, en la plétora inconmensurable de
sus realizaciones individuales, repite siempre, una y otra vez, la ley
de laproducción de espacio, endosféricamente dominada. Como
grupo autocercado, autopacificado, quienes vivenjuntos separan su
parte de vivienda, su paz, del espacio de disensión, no-cercado. El
efecto de autoalbergue surge de aquella Insulation en la que Hugh
Miller86vio el mecanismo topológico-social más importante: grupos
que vivenjuntos producen por su campo de proximidad un clima
interior que funciona para los habitantes como un nicho ecológico
privilegiado. Por eso los seres humanos no son tanto buscadores de
179
nichos como constructores de ellos. Es característica suya que ellos
mismos dispongan para sí mismos el lugar donde puedan crecer y
desarrollarse. Dieter Claessens ha resaltado este hecho antropológi
co con el acento oportuno:
Mientras que la evolución que lleva a los mamíferos ha transferido la
función de nicho a un elemento positivo para la supervivencia como es el
agua, después a la inequívoca protección del huevo, y finalmente al ser vivo
mismo de la madre (que, por lo tanto, se convierte directamente en el me
cenas del descendiente, y él mismo desarrolla en sí mismo el clima interior
artificial que precisa un desarrollo con mayores pretensiones), la evolución
que lleva al hombre se invierte en cierto sentido: ahora el útero vuelve a ser
un espacio social, lo que no significa otra cosa que una parte de la función
protectora que había tomado a su cargo el espacio interior materno se vuel
ve a trasladar ahora al exterior, lo que no sería posible si un espacio exterior
así no hubiera sido creado con anterioridad: el «útero social»87.
De ahí se sigue: toda sociedad es un proyecto uterotécnico; tie
ne que extraer de sí misma la protección por la cual ella misma se
hace posible. Habitar, sin embargo, no significa simplemente, como
enseñaba Heidegger, protegerse, sino distinguir entre esferas pro
tegidas y no protegidas. Sí, en tanto que es por esa diferenciación
por la que la endosfera se desmarca de la exosfera, es ella también
la que decide lo que va dentro y lo que son las circun-stancias. Ella
hace que el lugar propio, claroscuro, no-indiferente se recorte en la
extensión indiferente o encantada del espacio inexplorado de ahí
fuera. Esa zona pacificada, cercada, autoprotegida, autocobijante
contrasta a menudo con cercos de demonios y ladrones; en las sen
tencias de los augures romanos, por ejemplo, se pueden reconocer
todavía huellas de una «consagración» o «absolución» (effari) origi
naría de los campos y herbazales, antes salvajes, no cercados, no pa
cificados. En el lugar adecentado, urbanizado y liberado, el mundo
se despeja como nuestro. El lugar propio se convierte en el corazón
de lo existente o en el asiento del alma del mundo (aunque en con
textos como éste, como se ha visto, se trate de un caso particular del
uso del adjetivo «propio»). En tanto que lo habitamos, el lugar ele
180
gido, centrado interiormente, se convierte en el mundo relevante y
se distingue como una región de superior densidad y claridad más
familiar, pero también de mayor peligro. Cuando grupos de seres
humanos forman su espacio de vivienda y de vida, el autocobijo, la
autoclimatización y autorredondeamiento se hacen valer como
creadores de lugar. La tierra puede estar sembrada de millones de
asentamientos extraños, pero este de aquí, en principio y hasta nue
vo aviso, es incomparable, puesto que nos alberga, nos posibilita y
está a nuestra disposición actualmente. Aquí, nosotros, la entidad
comunitaria que somos, recortamos del espacio indiferente, no co
mún, una esfera animada: en ella viviremos como en nuestro habi
táculo cósmico. Aquí sabemos lo que pensamos cuando decimos
que estamos en el mundo como en casa. El recorte es la embajada, la
esfera es el sentido del ser.
Desde estas consideraciones queda abierto el retomo a nuestros
análisis microsferológicos. Ahora puede plantearse la pregunta:
¿Dónde estamos realmente cuando creemos que en una región, en
un paisaje o en una ciudad estamos entre nosotros o en casa? Si esa
pregunta-dónde pretende demostrar algo más que un abuso de la
partícula interrogativa, entonces nos obliga a suponer que el ser-en
(o estar-en) un mundo público, familiar, no puede resultar algo
completamente trivial. Hemos de convencernos una vez más de que
el habitar en común en un lugar-mundo implica más que una ocu
pación egocéntrica de espacio por parte de varios. En el primer vo
lumen, refiriéndonos a los bosquejos de Heidegger de una analítica
del ser-en, explicamos cómo: «En el ser-ahí hay una tendencia esen
cial a la cercanía». Por el habitar, o el cstar-en*, el mundo como tal
desaparece y vuelve a abrirse como espacio del poder-estar-cerca.
Las explicaciones, más bien formalistas, de Heidegger no son muy
esclarecedoras por lo que respecta a la esencia y dinámica de esa
aproximación abridora de mundo. Ciertamente, nada parece más
obvio que un grupo (contemporáneamente: un sistema social sim-
*Traducimos por «estar-en*» la intraducibie verbalización («interiorear», o algo
similar) de la partícula adverbial innen (dentro, en el interior) que propone aquí
P. SI. en referencia a Heidegger. (TV. del T. )
181
pie) esté en el espacio precisamente donde está, y que por el simple
hecho de su estar-aquí se remita al espacio en derredor como a su
entorno (contemporáneamente: a su medio ambiente). Con todo,
hay un aspecto del estar-aquí de cualquier grupo en su lugar que es
capa tanto a los cartógrafos y a los registradores de la propiedad co
mo a los sociólogos de campo: dado que los conjuntos humanos son
de por sí magnitudes uterotécnicas o autocobijantes, nunca ocupan
simplemente un sector en un espacio físico o jurídico dado, sino
que son ellos mismos los que, como esfera propia de relación y ani
mación, crean el espacio que habitan. Da igual adonde lleguen,
dónde se instalen: siempre tienen a mano su capacidad de crear por
sí mismos su peculiar espacio interior y el ambiente general de éste.
Esferopoiesis, atmosferopoiesis y topopoiesis suceden en uno y el
mismo proceso. En tanto producen el corte que significa o consti
tuye el mundo, son el aspecto formal de la creación local de mundo.
Desde ese corte o sector del mundo en general son posibles salidas
al exterior: «El exterior es conquistado como figura del interior; co
mo figura del exterior es sacralizado el interior»88.
Al instalarse en él, los unidos en su mundo común se cobijan en
un círculo propio, sólo perteneciente a ellos, como en un inver
náculo sin paredes, como en una tienda hecha de forma y sonido
endógeno. Por eso -también refiriéndose a grupos claramente esta
blecidos, al menos en apariencia- es lícito repetir la extravagante
pregunta: ¿Dónde están cuando están donde están? La pregunta
despierta respuestas fructíferas en la medida en que se consigue ex
plicar por qué el estar-dentro o el estar-entre-sí de los conjuntos hu
manos está penetrado de una ambigüedad topológica que tensiona
todo «aquí» hacia un «en cualquier otra parte». ¿Qué ha de signifi
car que en todo estar-ahí-dentro, aparentemente inequívoco, válido
aquí y ahora, se inmiscuya la relación a otro interior? , ¿a un pasado
o a un futuro «ahí-dentro», que no puede jamás abstraerse comple
tamente de la situación actual? Ya que la interioridad siempre se
presenta como un hecho de varios niveles, que siempre remite tam
bién a un en-otra-parte, en el discurso del estar-aquí-dentro se ocul
ta una alusión a la diferencia topológica fundamental que no puede
ser reprimida por ningún tipo de fijación a la actualidad inmediata
182
o primitiva. Existan donde existan seres humanos, siempre su lugar
propio remite ya a otros lugares y situaciones. A través de cualquier
aquí-dentro brilla un interior que fue válido en otra parte.