Estúpida ó
malévola
suposicion.
Jose Zorrilla
.
.
.
il Sole.
Marchóse el pobre hombre sin comprenderme. . . y quedéme yo tan asombrado
como él de lo dicho.
¿Quién era Stella? ¿Qué tenia para mí? Que Dios me habia hecho nacer
poeta y que habia dicho de ella maese Ménico: ¡Sventurata! ¡condamnata
á morte comme tutte!
Y todos nacemos condenados á muerte; sinó que los poetas vivimos como
sonámbulos, y corriendo siempre tras de fantasmas.
El inglés, único huésped del Hotel del Correo cuando yo tomé en él
aposento, era el compañero más á propósito para mí en aquella ocasion.
Taciturno gastrónomo, recorria todos los países del mundo para estudiar
la cocina nacional de cada uno. Comia, callaba, digeria y dormia:
escribia yo, pues, sin ruido, visitas ni estorbos, y descansaba sólo
algunas horas de la noche. La luna en creciente tendia sobre la antigua
Gades el rico manto de su luz de plata, y vagaba yo por sus limpias
calles y sus ya arboladas plazas, á la luz melancólica del astro
poético de la noche, como lo que he sido siempre, como una sombra de
otro mundo y un habitante de otra region perdido sobre la tierra.
Vagabundo nocturno de profesion, conozco todos los ruidos, las sombras
y las luces nocturnas: sé cuántas formas toma la sombra de los árboles
y de las casas, segun la luna las traza, las prolonga ó las recoge,
desde que sale hasta que se pone. Sé los infinitos ángulos y triángulos
que trazan los hierros de los faroles, los brazos de las cruces y
las siluetas de las chimeneas; conozco todos los cuadros de luz que
estampan sobre el oscuro y húmedo empedrado los balcones alumbrados
de las casas en que se vela ó se baila, de las puertas que se abren
para despedir á los contertulios á la luz de bujía, farol ó linterna;
todos los huecos de sombra de los postigos abiertos y cerrados con
precaucion y á oscuras para recibir ó despedir á los amantes; todos
los rumores de las pisadas que se acercan ó se alejan con resolucion ó
con miedo, de las del adúltero escurridizo ante la hora de la vuelta
del marido; del jugador ganancioso y del hijo de familia retrasado;
del ratero y de la buscona, del centinela y del médico; mis leyendas
están llenas de esas noches, y yo tengo ciertas pretensiones de ser un
poeta nocturno, rico de nocturna y pormenorizada observacion; todas mis
comedias y dramas comienzan de noche y de noche se han concluido; y en
aquellas de Cádiz concluian mis nocturnos paseos en una plazuela sobre
la muralla derruida, por encima de cuyas desencajadas piedras metia el
mar los hirvientes y desgarrados pedazos de encaje de la espuma de sus
encrespadas olas; á través de cuyo rumor temeroso y del salino vapor en
que el aire convertia la ola que en los peñascos se estrellaba, adoraba
yo á Dios y aspiraba la poesía que ha extendido sobre los mares para el
poeta creyente.
El mar es para mí el grande espejo en que se pinta la faz de Dios,
y mil veces he deseado tener por tumba su inmenso y móvil panteon de
líquido cristal. Dos veces he naufragado, y el mar me ha devuelto vivo
á la tierra. ¡Qué mausoleo más magnífico que el mar! A quien naufraga
y muere en alta mar, le da Dios la muerte más dulce y sin agonía; una
impresion rapidísima de inmersion en un baño, un zumbido de oidos
semejante á una lejana música, un resplandor fosfórico que deslumbra
las pupilas. . . y el alma sale del cuerpo y entra en la eternidad.
¡Buenas noches! Aquel cuerpo y aquel alma se ahorran todo lo doloroso
y lo ridículo de que la sociedad rodea al que se muere; el pesar
verdadero de los que le aman, la hipócrita comedia del dolor de los
que le heredan, los falsos consuelos de los que están deseando que
espire pronto, ofendidos de su superioridad ó envidiosos de su gloria;
el entierro oficial, si es un personaje ó una celebridad; el olvido
inmediato tras de las ceremonias, y la profanacion, en fin, de su tumba
por la posteridad, encomendada por Dios de castigar al orgulloso que
olvida que le dijo al crearle: _Pulvis es et in pulverem reverteris_.
Yo adoro el mar, y cuando el frio, la soledad, la reflexion y la
necesidad de continuar mi trabajo me arrancaban de aquel boquete de
murallon roto, por donde yo miraba el de Cádiz en aquellas noches, me
volvia á mi hospedaje del Correo, pasando por el callejon en que se
alzaba sombría y casi aislada la casa de maese Ménico Maggiorotti. En
su esquina del Mediodía veia siempre iluminado por dentro el postigo de
una ventana. ¿Quién velaba allí? ¿Hacia allí las prosáicas cuentas de
sus sacos de lana ó de cuartos maese Ménico, ó mecian allí á la luz de
una lamparilla los sueños de la esperanza, el espíritu virginal de la
hermosa nieta del misterioso italiano? Todas las noches volvia á mi
alojamiento sin haberlo averiguado, y volvia á trabajar en mi _Cabeza
de plata_, bailándome perpétuamente delante de los ojos la rubia de
Stella; y el recuerdo de su poética imágen bajaba y subia perpétuamente
por la escalera del portalon, empotrada en mi cerebro, miéntras con
ella distraido avanzaba lentamente en mi trabajo y esperaba impaciente
el dia 30.
El veinte y ocho recibí una carta de Cárlos Latorre, en la cual me
decia: «Se levantó el telon sobre el primer acto de _Los dos vireyes_
con entrada llena. Mate llevó con aplomo sus escenas en verso, y el
público las escuchó con agrado: oyó sin repugnancia las en prosa,
gracias al cuidado que pusieron todos los actores, y concluyó Azcona
caracterizando con mucha inteligencia su final, que se aplaudió: no me
lo esperaba, y comencé á respirar. »
«Al empezar el acto segundo, el viento habia cambiado y el mar hacia
oleaje. Durante el entreacto, un criado incógnito habia repartido al
público, y no al buen tun, tun, sinó entre la gente de letras de las
lunetas (hoy butacas), quince ó veinte ejemplares de la novela _El
virey de Nápoles_, de Pietro Angelo Fiorentino; los cuales tenian una
nota con lápiz que decia «los diálogos que Zorrilla ha copiado en su
drama van marcados al márgen. » Los posesores de aquellos librillos
se los mostraban y pasaban riendo á los curiosos que se los pedian:
los palcos, las galerías y el pueblo pedian silencio: los actores no
comprendian tal inquietud en las lunetas, pero no se desconcertaron.
Concluyeron al fin las nueve escenas en prosa; quedó Mate sólo en
escena, y el público respetó su respetable personalidad; é hiriendo
sus oidos las octavillas italianas, comenzó á hacer silencio; y Mate
le aprovechó para decírselas tan vigorosa é intencionadamente, que al
concluirlas arrancó el primer aplauso de la noche. La cancion de Basili
hizo un efecto inesperado; y Mate se llevó la sala con la redondilla:
con un cordel á la gola
y un crucifijo en la mano,
cantar haré á ese villano
su postrera barcarola,
y con un segundo aplauso preparó mi salida. Excuso ponderar á V. lo que
hicimos ambos en el resto del acto: cumplimos con los deberes de la
amistad. »
«En el entreacto segundo nos enteramos de la villanía de _X_, que era
quien indudablemente habia enviado al teatro los ejemplares de la
novela; yo me apresuré á dar la clave del ataque traidor de que era V.
objeto; y la empresa y los actores resolvimos defender el final del
drama con todo el empeño de que hombres y mujeres fuéramos capaces;
pero _los amigos_ de fuera trabajaban en contra con los librejos; la
escena en prosa y los endecasílabos pasaron apenas difícilmente; y ya
temia yo una catástrofe para el final, cuando nos salvó lo que temíamos
que nos perdiera: el virey encerrado en el balconcillo despues de la
escena VI, en la cual logré arrancar un aplauso y hacerme escuchar.
Mate estuvo impagable en aquella desairada posicion; rebosando
orgullo, rencor y sed de venganza, hizo aborrecible el personaje que
representaba, y al volvérsele las tornas, las galerías y la ignominia
ahogaron á las lunetas, y dimos el nombre del autor, y hoy damos
tranquilamente la cuarta representacion. Duerma V. tranquilo, y
permítame V. que le prevenga para el porvenir con aquellas palabras de
Fabiani en «_La familia del boticario: Buenos amigos tienes, Benito;_»
y cuente V. con este que le querrá siempre. »
No me sentó tan mal como me asombró la incomprensible partida mulata de
_X_, porque me revelaba más estupidez que malas entrañas; puesto que,
mero traductor de la novela de que me habia hecho _sacar_ el drama,
quien tenia derecho en resúmen á aparear su nombre con el mio no era
él, sinó Pietro Angelo Fiorentino--á quien yo habia robado por darle
gusto.
Tal es la historia de mi miserable rapsodia _Los dos vireyes_, y tal la
de su primera representacion; de la cual no he hablado jamás á _X_, ni
él ha podido nunca apercibirse de que yo le estimaba en lo que valia:
sobre mis hombros no pudo, empero, volver á poner los piés. Así vivimos
en estos tiempos y en esta sociedad, en que las medianías se atreven á
todo, y á todo tal vez alcanzan, ménos á engañar á la posteridad.
El 30 á las diez trepaba yo, que no subia por la empinada escalera del
portalon de maese Ménico; pues no hallándole en él, quise ver si podia
forzar el paso al, segun fama, impenetrable _sancta sanctorum_ de su
misterioso hogar. Subí rápida y llamé ruidosamente á la puerta en que
la insegura escalera finalizaba, y al tiempo que por el ventanillo
acechador asomaba una curiosa cabeza de mujer, me franqueaba la entrada
el mismo maese Ménico, por la barreada puerta, ante mí abierta de par
en par.
El genovés, en chaleco, pantalon y babuchas, me recibió con algo
encapotado ceño y melancólica sonrisa; en los cuales mi extraviada
preocupacion y mi fantástico espíritu se empeñaban en ver algo
misterioso y siniestro: quise yo motivar mi presencia, pero él atajó
mis escusas diciendo:
--«Son las diez, y es la hora. ¿Trae V. el recibo?
--Sí, señor.
--Pues los seis mil están contados: y conduciéndome á través de una
antesala y un comedor, tan limpia como modestamente amueblados, á
una especie de despacho, me mostró sobre la parte alta y plana de su
pupitre los trescientos duros en pilas de á veinte y cinco. Mostréle
mi recibo firmado y comencé á hacer rollos de á cincuenta, en los ocho
pedazos en que corté un periódico que me alargó.
Callaba yo haciendo, no muy diestramente, mis rollos, y callaba él
esperando distraido á que yo concluyera de hacerlos; tal vez se reia en
su interior de mí por la poca costumbre de manejar dineros que mi poca
destreza le revelaba; pero mi indiscrecion de muchacho sin mundo y mi
irresistible curiosidad me hicieron al fin prorumpir en la pregunta que
hacia diez dias tenia en mis labios:--¿y _Stella_?
Sentí la mirada de Ménico sobre mi faz, y la busqué con la mia,
resuelto á todo: entre las blancas pestañas de sus hundidos ojos
percibí dos lágrimas, que no dejó rodar por sus curtidas mejillas,
enjugándolas ántes con el reverso de su mano.
--¿Stella? --dijo, como si su voz fuera en su respuesta el eco de mi
pregunta. --¿Quiere V. verla?
--Si V. me lo permite. . .
--¿Por qué no? Acabe V. de recoger su dinero; no he podido procurarle á
V. oro, porque. . .
Interrumpióse sin acabar de darme su razon; concluí yo de liar mi sexto
rollo, y miéntras ataba los seis en mi pañuelo, completé néciamente mi
pensamiento, formulándole en esta menguada frase:
--Stella es una preciosa criatura, cuya vista regocija los ojos, cuya
voz arrulla los oidos.
--¡Desventurada! --exclamó el viejo;--«¡é la più sventurata creatura del
mondo! ¡Non può essere sposa, ne madre, ne padrona di sé stessa! »--Y
abriendo ante mí una puerta, me mostró en un gabinete cariñosamente
lleno de cuanto puede necesitar la coquetería mujeril, y en un lecho,
que no exhalaba más que virginales emanaciones, ni excitaba más
que castas ideas, la pálida Stella, cuya cabeza, doblada sobre las
almohadas, tenia los ojos abiertos y fijos en espantosa inmovilidad.
Sin poderme contener, exclamé:--¡Muerta! --Y Ménico, poniéndome
bruscamente la mano en la boca, me dijo al oido:--¡silencio: oye, está
en catalepsia! --y cogiéndome por el brazo, sacóme del aposento.
Iba yo estupefacto á pronunciar un vulgar _mi scusi_; pero el
infortunado maese Ménico me le atajó con otro, que en su boca y en
su situacion resultó sublime de abnegacion y sentimiento, y siguió
diciéndome:
--Es la última de tres hermanas; un infame, castigado por Dios con
esa enfermedad, se casó con mi hija: sus dos mayores han muerto á los
21 años; ella de pesadumbre; él. . . á manos de la venganza; yo les he
enterrado á todos; no me queda más que Stella: si me sobrevive. . .
¡qué vida tan horrible la espera! Si se me muere. . . ¡qué soledad! . . .
_¡Misero me! _
Yo habia escrito ya muchas comedias, pero no tenia aún aplomo en el
teatro del mundo. Mudo é inmóvil, no sabia ni consolarle ni despedirme.
La vieja que se habia asomado al ventanillo, presentándose en la
antesala, dirigió á maese Ménico algunas palabras, que no comprendí:
éste me abrió la puerta de la escalera, y yo descendí por ella abrazado
con mi dinero, y me salí de aquella casa, más ébrio con la emocion y
el desencanto que la primera vez con el manzanilla.
Llegué al Hotel del Correo y hallé una carta que me habia traido de
Madrid el del dia anterior; mi mujer se habia roto un brazo al salir
á oscuras del teatro del Príncipe; Julian Romea habia cuidado de ella
en los primeros instantes, la habia conducido á casa con el doctor
Codorniú, y me suplicaban ambos que regresara inmediatamente á Madrid.
Hé aquí la historia de mis _Dos vireyes_ y de la primera salida del
Quijote de los poetas, á hacer por el mundo real la vida fantástica de
los pájaros y de los locos.
¿Qué logró en ella el hombre? Dos pesadumbres, dos desengaños y la
vergüenza de una embriaguez; tres espinas en el corazon; pero quedó
en la imaginacion del poeta legendario este tan delicioso como triste
recuerdo del tiempo viejo: la imágen de Stella.
XVIII.
CUATRO PALABRAS SOBRE MI «DON JUAN TENORIO».
Corria la temporada cómica del 43 al 44: Cárlos Latorre habia
trabajado en Barcelona, y Lombía solo sostenido el teatro de la Cruz
con su compañía, para la cual habia yo escrito aquel año tres obras
dramáticas: _El Molino de Guadalajara_, drama estrambótico y fatalista,
en el cual Lombía hizo un tartamudo de mi cosecha: papel erizado de
dificultades inútiles, que él superó con una paciencia y un estudio que
no sabré yo nunca ponderar ni agradecer, y cuyo tercer acto hicieron
él, la Juana Perez, Azcona y Lumbreras de una manera inimitable; que
fué lo que hizo el éxito de aquella mi extravagante elucubracion,
forjada con tan heterogéneos elementos.
La Juanita, disfrazada de sobrino del molinero, cantando la cancion de
Iradier para dormir á Azcona, arrancó aplausos hasta de las bambalinas;
pero repito que el éxito de esta obra se debió al esmero con que los
actores la representaron, y al gasto con que la empresa la decoró;
pagando además las palomas, los versos y las flores que sus amigos, y
no el público, me arrojaron la primera noche. Lombía no se descuidaba,
y era preciso que las obras que yo para él escribia no tuvieran éxito
inferior á las de Latorre.
_La mejor razon la espada_, refundicion ó rapsodia de _Las travesuras
de Pantoja_, fué otro de mis triunfos de aquel año; pero no hay para
qué alabarme por él, puesto que lo que en aquella obra vale algo es de
Moreto, y no mio.
En Febrero del 44 volvió Cárlos Latorre á Madrid, y necesitaba una
obra nueva: correspondíame de derecho aprontársela, pero yo no tenia
nada pensado y urgia el tiempo: el teatro debia cerrarse en Abril.
No recuerdo quién me indicó el pensamiento de una refundicion del
_Burlador de Sevilla_, ó si yo mismo, animado por el poco trabajo
que me habia costado la de _Las travesuras de Pantoja_, dí en esta
idea registrando la coleccion de las comedias de Moreto; el hecho es
que, sin más datos ni más estudio que _El burlador de Sevilla_, de
aquel ingenioso fraile y su mala refundicion de Solís, que era la
que hasta entónces se habia representado bajo el título de _No hay
plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague_ ó _El convidado de
piedra_, me obligué yo á escribir en veinte dias un _Don Juan_ de mi
confeccion. Tan ignorante como atrevido, la emprendí yo con aquel
magnífico argumento, sin conocer ni _Le festin de Pierre_, de Molière,
ni el precioso libreto del abate Da Ponte, ni nada, en fin, de lo que
en Alemania, Francia é Italia habia escrito sobre la inmensa idea
del libertinaje sacrílego personificado en un hombre: Don Juan. Sin
darme, pues, cuenta del arrojo á que me iba á lanzar ni de la empresa
que iba á acometer; sin conocimiento alguno del mundo ni del corazon
humano; sin estudios sociales ni literarios para tratar tan vasto
como peregrino argumento; fiado sólo en mi intuicion de poeta y en mi
facultad de versificar, empecé mi _Don Juan_ en una noche de insomnio,
por la escena de los ovillejos del segundo acto entre D. Juan y la
criada de doña Ana de Pantoja. Ya por aquí entraba yo en la senda de
amaneramiento y mal gusto de que adolece mucha parte de mi obra; porque
el ovillejo, ó séptima real, es la más forzada y falsa metrificacion
que conozco: pero afortunadamente para mí, el público, incurriendo
despues en mi mismo mal gusto y amaneramiento, se ha pagado de esta
escena y de estos ovillejos, como yo cuando los hice á oscuras y de
memoria en una hora de insomnio. Escribílos á la mañana siguiente para
que no se me olvidaran y engarzarlos donde me cupieran; y preparando
el cuaderno que iba á contener mi _Don Juan_, puse en su primera hoja
la acotacion de la primera escena, poco más ó ménos como habia hecho
en _El puñal del godo_, sin saber á punto fijo lo que iba á pasar ni
entre quiénes iba á desarrollarse la exposicion. Mi plan en globo,
era conservar la mujer burlada de Moreto, y hacer novicia á la hija
del Comendador, á quien mi D. Juan debia sacar del convento, para
que hubiese escalamiento, profanacion, sacrilegio y todas las demás
puntadas de semejante zurcido. Mi primer cuidado fué el más inocente,
el más vulgar, el más necesario á un autor novel: el de presentar á mi
protagonista, á quien puse enmascarado y escribiendo, en una hostería y
en una noche de Carnaval; es decir, en el lugar y el tiempo que creia
peores un colegial que todavía no habia visto el mundo más que por
un agujero; y para calificar á mi personaje, lo más pronto posible,
como temiendo que se me escapara, se me ocurrió aquella hoy famosa
redondilla:
«¡Cuál gritan esos malditos!
pero mal rayo me parta
si en acabando mi carta
no pagan caros sus gritos. »
La verdad sea dicha en paz y en gracia de Dios; pero al escribir esta
cuarteta, más era yo quien la decia que mi personaje D. Juan; porque
yo todavía no sabia qué hacer con él, ni lo qué ni á quién escribia:
así que comencé á hacer hablar á los otros dos personajes que habia
colocado en escena, sólo porque lógicamente lo requeria la situacion:
el dueño de la hostería, y el criado del que en ella habia yo metido á
escribir.
La prueba más palpable de que hablaba yo en ella y no D. Juan, es que
los personajes que en escena esperaban, más á mí que á él, eran Ciutti,
el criado italiano que Jústiz, Allo y yo habíamos tenido en el café
del Turco de Sevilla, y Girólamo Buttarelli, el hostelero que me habia
hospedado el año 42 en la calle del Cármen, cuya casa iban á derribar,
y cuya visita habia yo recibido el dia anterior. Ciutti era un
pillete, muy listo, que todo se lo encontraba hecho, á quien nunca se
encontraba en su sitio al primer llamamiento, y á quien otro camarero
iba inmediatamente á buscar fuera del café á una de dos casas de la
vecindad, en una de las cuales se vendia vino más ó ménos adulterado,
y en otra carne más ó ménos fresca. Ciutti, á quien hizo célebre mi
drama, logró fortuna, segun me han dicho, y se volvió á Italia.
Buttarelli era el más honrado hostelero de la villa del Oso: su padre
Benedetto vino á España en los últimos años del reinado de Cárlos III,
y se estableció en aquella hoy derribada casa de la calle del Cármen,
cuya hostería llevaba el nombre de la Vírgen de esta advocacion,
y en donde yo conocí ya viejo á su hijo Girólamo, el hostelero de
mi _Don Juan_. Era célebre por unas chuletas esparrilladas, las más
grandes, jugosas y baratas que en Madrid se han comido, y tenia
vanidad Buttarelli en la inconcebible prontitud con que las servia.
Tenian las tales chuletas no pocos aficionados; y con ellas y con unos
_tortellini_ napolitanos se sostenia el establecimiento. Viví yo seis
meses alojado en el piso segundo de su hostería, tratado á cuerpo de
rey por un duro diario, y allí tuve por comensales á Nicomedes Pastor
Diaz y á su hermano Felipe, á García Gutierrez, á Eugenio Moreno Lopez
y á otros muchos á quienes gustaban los _tortellini_ y las chuletas de
Buttarelli. Este buen viejo, desanidado de su vieja casa, murió tan
pobre como honrado y desconocido, y de él no queda más que el recuerdo
que yo me complazco en consagrarle en estos mios de aquel tiempo viejo.
Por lo dicho se comprende fácilmente que no podia salir buena una obra
tan mal pensada; pero no quiero decir aquí lo que de ella pienso,
porque tengo determinado decirlo en un libro que se titula _Don Juan
Tenorio ante la conciencia de su autor_, publicado á fines de un mes de
Octubre, para que el público tenga presente mi opinion al asistir en
Noviembre á sus obligadas representaciones; en nuestro país nadie se
acuerda en el mes de Octubre de lo dicho en el mes de Mayo.
Haré sin embargo brevísimas observaciones sobre mis más pasaderos
descuidos, para probar tan sólo la ligereza imprevisora y la falta de
reflexion con que mi obra está escrita.
Pero ántes de todo voy á responder á algunas objeciones á que da lugar
la severidad de mis juicios. No hablo con la crítica racional, sinó con
la malevolencia, la envidia y la necedad, que no dejarán de decir:
1. º Que insulto al público criticando y dando por mediana una obra que
aplaude hace treinta y seis años. --No.
2. º Que soy ingrato y mal español, despreciando la reputacion fabulosa
que por mi _Don Juan_ me ha acordado. --Tampoco.
3. º Que de lo que con mi crítica trato, es de perjudicar á mis editores
y á las empresas, porque no me dan parte de los productos de mis
obras. --Mucho ménos.
A lo primero, respondo que mi _Don Juan_, tal como está, tiene
condiciones para merecer el favor de que goza; pero al cabo de treinta
años es natural que un autor reconozca los defectos de una obra, lo
cual no implica ni sombra de pensamiento injurioso para el público
que la aplaude, reconociendo como él sus defectos: es decir la parte
inteligente del público, porque el vulgo no es nunca juez competente ni
aceptable ni aceptado en materias literarias.
A lo segundo, que el no ser vanidoso, no es ser ingrato, y el
aceptar con modestia lo que me corresponda solamente de gloria por
lo bueno de mi obra, no es despreciar mi popularidad, sinó aceptarla
con justa medida en lo que vale. Y aquí me ocurre una observacion,
y es, que si un vanidoso hubiera en mi lugar escrito mi _Don Juan
Tenorio_ y alcanzado el éxito colosal que yo con el mio, hubiera sido
probablemente necesario echarle de España ó encerrarle en un manicomio;
porque hubiera querido ser ministro de Hacienda, gobernador de Cuba y
tener estátuas en vida.
Y á lo tercero, que en lugar de intentar accion alguna retroactiva
contra mis editores, poseedores legales de la propiedad de mi _Don
Juan_ en época en que aún no existia la ley de propiedad literaria,
en vez de dirigirme contra ellos, al ver que Dios alargaba mi vida más
de lo que yo esperaba, me dirigí francamente al Gobierno, diciéndole:
«Mi _Don Juan_ produce un puñado de miles de duros anuales á sus
editores, y mantengo con él en la primera quincena de Noviembre á todas
las compañías de verso en España; pero como tu ley no tiene efecto
retroactivo, no por el mérito de mi obra, sinó por lo que á los demás
produce, no me dejes morir en el hospital ó en el manicomio. »
El Gobierno, teniendo por razonable mi demanda, me dió pan y con él me
he contentado.
Pero reclamo el derecho de ver y reconocer los defectos de mi obra;
Revilla y otros críticos juiciosos los han indicado ya, con la opinion
de que deben corregirse y de que su autor está, no sólo en el derecho,
sinó en la obligacion de refundirla. Mi obra tiene una excelencia que
la hará durar largo tiempo sobre la escena, un génio tutelar en cuyas
alas se elevará sobre los demás Tenorios; la creacion de mi doña Inés
cristiana: los demás Don Juanes son obras paganas; sus mujeres son
hijas de Vénus y de Baco y hermanas de Priapo; mi doña Inés es la hija
de Eva ántes de salir del Paraíso; las paganas van desnudas, coronadas
de flores y ébrias de lujuria, y mi doña Inés, flor y emblema del
amor casto, viste un hábito y lleva al pecho la cruz de una Orden de
caballería. Quien no tiene carácter, quien tiene defectos enormes,
quien mancha mi obra es D. Juan; quien la sostiene, quien la aquilata,
la ilumina y la da relieve es doña Inés; yo tengo orgullo en ser el
creador de doña Inés y pena por no haber sabido crear á D. Juan. El
pueblo aplaude á éste y le rie sus gracias, como su familia aplaudiria
las de un calavera mal criado; pero aplaude á doña Inés, porque ve
tras ella un destello de la doble luz que Dios ha encendido en el alma
del poeta: la inteligencia y la fé. D. Juan desatina siempre, doña Inés
encauza siempre las escenas que él desborda.
Desde la primera escena, ya no sabe D. Juan lo que se dice; sus
primeras palabras son:
Ciutti. . . este pliego
irá dentro del orario
en que reza doña Inés
á sus manos á parar.
¡Hombre, no! en el orario en que rezará, cuando usted se lo regale;
pero no en el que no reza aún, porque aún no se lo ha dado Vd. Así
está mi D. Juan en toda la primera parte de mi drama, y son en ella
tan inconcebibles como imperdonables sus equivocaciones hasta en las
horas. El primer acto comienza á las ocho; pasa todo: prenden á D. Juan
y á D. Luis; cuentan cómo se han arreglado para salir de su prision:
preparan don Juan y Ciutti la traicion contra D. Luis, y concluye el
acto segundo diciendo D. Juan:
A las nueve en el convento,
á las diez en esta calle.
Relój en mano, y habia uno en la embocadura del teatro en que se
estrenó, son las nueve y tres cuartos; dando de barato que en el
entreacto haya podido pasar lo que pasa. Estas horas de doscientos
minutos son exclusivamente propias del relój de mi D. Juan. En el
tercer acto se oye el toque de ánimas; yo tengo en mis dramas una
debilidad por el toque de ánimas; olvido siempre que en aquellas épocas
se contaba el tiempo por las horas canónicas; y cuando necesito marcar
la hora en la escena, oigo siempre campanas, pero no sé dónde, y
pregunto qué hora es á las ánimas del purgatorio. La unidad de tiempo
está _maravillosamente_ observada en los cuatro actos de la primera
parte de mi _D. Juan_, y tiene dos circunstancias especialísimas; la
primera es milagrosa, que la accion pasa en mucho ménos tiempo del que
absoluta y materialmente necesita; la segunda, que ni mis personajes ni
el público saben nunca qué hora es.
En el final, D. Juan trae á los talones toda la sociedad representada
en el novio de la mujer por engaño desflorada, en el padre de la hija
robada y en la justicia humana, que corren gritando justicia y venganza
trás el seductor, el robador y el sacrílego: en aquella situacion está
el drama; por el amor de doña Inés, va á matar á su padre y á D. Luis,
y tiene preparada su fuga y el rapto en un buque de que habla Ciutti;
pues bien, en esta situacion altamente dramática, aquel enamorado que
por su pasion ha atropellado y está dispuesto á atropellar cuanto hay
respetable y sagrado en el mundo, cuando él sabe muy bien que no van á
poder permanecer allí cinco minutos, no se le ocurre hablar á su amada
más que de lo bien que se está allí donde se huelen las flores, se oye
la cancion del pescador y los gorjeos de los ruiseñores, en aquellas
décimas tan famosas como fuera de lugar: doña Inés las encarrila
desarrollando á tiempo su amor poético y su bien delineado carácter, en
las redondillas mejores que han salido de mi pluma.
De la desatinada ocurrencia mia de colocar en tan dramática situacion
tan floridas décimas, resulta que no ha habido ni hay actor que haya
acertado ni pueda acertar á decirlas bien. El público, que se las
sabe de memoria, le espera en ellas como el de un circo á un clown que
va á dar el doble salto mortal: si el actor, verdadero y concienzudo
artista, las quiere dar la suavidad, la ternura, la flexibilidad y el
cariño que sus suaves, cariñosas y rebuscadas palabras exigen. . . ¡ay de
mí! como aquellas décimas no fueron por mí escritas acendrándolas en el
crisol del sentimiento, sinó exhalándolas en un delirio de mi fantasía,
resulta su expresion falsa y descolorida por culpa únicamente mia; que
me entretuve en meter á la paloma y á la gacela, y á las estrellas
y á los azahares en aquel duo de arrullos de tórtolas, en lugar de
probar en unos versos ardientes, vigorosos y apasionados la verdad de
aquel amor profundo, único, que celeste ó satánico, salva ó condena;
obligando á Dios á hacer aquellas famosas maravillas que constituyen la
segunda parte de mi _D. Juan_.
Si el actor, pasando sobre su conciencia y haciendo caso omiso de la
del autor y de su deber de imponerse al vulgo, por dar gusto á éste y
arrancar un aplauso, las declama á gritos y sombrerazos como se hace
hoy por nuestros más roncos y aplaudidos actores. . . el aplauso estalla,
es verdad; pero ¿á quién pertenece? Al actor, no; porque al exponerse
á arrojar por la boca los pulmones arroja con ellos al sentido comun
por encima de la batería del proscenio, en cambio del aplauso de los
engañados espectadores: al poeta, tampoco; porque aquellas palmadas
resultan poco ménos que bofetadas para él, á quien jamás pudo
ocurrírsele que tuvieran que ahullarse y berrearse unas décimas tan
artificiosas y tan mal traidas, pero forjadas con los más poéticos
pensamientos y expresadas con las más suaves, armónicas y cariñosas
palabras.
¿Qué quiero yo decir con esto? ¿Que los actores no saben representar
mi _D. Juan Tenorio_? No: quiero decir que _en mala situacion no hay
actor bueno_; que obra mia es aquella situacion mala; y que yo, que no
transijo con mi conciencia al juzgar mis obras, no transijo con los
actores que transigen con la suya en las mias.
¿Intento yo, como se ha supuesto, al decir la verdad sobre mi _D.
Juan_, y al hablar con tal ingenuidad de mí mismo, desacreditar mi obra
y conspirar contra su representacion y éxito anuales, por el inútil
y villano placer de perjudicar á mis editores y á los empresarios y
actores, porque la propiedad de mi obra no me pertenece?
Estúpida ó malévola suposicion. _D. Juan Tenorio_, que produce miles
de duros y seis dias de diversion anual en toda España y las Américas
españolas, no me produce á mí un solo real; pero, me produce más que á
ningun actor, empresario, librero ó especulador: porque la aparicion
anual de mi _D. Juan_ sobre la escena, constituye á su autor su fénix
que renace todos los años. _D. Juan_ no me deja ni envejecer ni morir:
_D. Juan_ me centuplica anualmente la popularidad y el cariño que por
él me tiene el pueblo español: por él soy el poeta más conocido hasta
en los pueblos más pequeños de España y por él solo no puedo ya en ella
morir en la miseria ni en el olvido: mi drama _D. Juan Tenorio_ es al
mismo tiempo mi título de nobleza y mi patente de pobre de solemnidad:
cuando ya no pueda absolutamente trabajar y tenga que pedir limosna, mi
_D. Juan_ hará de mí un Belisario de la poesía: y podré sin deshonra
decir á la puerta de los teatros: «dad vuestro óbolo al autor de _D.
Juan Tenorio_,» porque no pasará delante de mí un español que no nos
conozca ó á mí ó á él.
¿Cómo, pues, he de anhelar yo desprestigiar, ni desterrar del teatro
á mi venturoso desvergonzado _Don Juan_, que es el sér de mi sér y la
única esperanza de mi porvenir?
Pero ¿qué intereses ataca, qué amor propio ofende el modesto
conocimiento de sí mismo que el autor del tal _D. Juan_ manifiesta al
juzgar su obra, cuando ha tenido treinta y tres años para estudiarla?
¿cuando, _velis nolis_, le han hecho presenciar ochenta veces su
representacion, durante la cual, á no haber sido de piedra como su
estátua del Comendador, tiene forzosamente que haberla visto y héchose
cargo de cómo pasa lo que en ella sucede?
¿Seria posible, aunque para mí inconcebible seria, que se ofendiera la
crítica de que yo, á mis sesenta y cuatro años, al ajustar cuentas con
mi conciencia, dijera de mi _D. Juan_ lo que ella ó por consideracion
al autor ó por no atreverse á ir contra la corriente de la opinion,
no ha dicho en los mismos treinta y tres años? Es imposible; la
crítica tiene que ser hidalga y leal en España, como lo es su pueblo,
y no puede tornarse nunca en injusta, corrigiendo sólo al autor, no
concediéndole ni permitiéndole nada, ni áun reconocer y corregir sus
defectos, sin corregir el mal gusto, cuando estravía los juicios del
público y el arte de los actores, ocasionando los escesos y faltas de
las empresas: todo lo cual constituye lo que se llama el teatro: que no
es sólo la palabra escrita del poeta.
Dejémoslo aquí. Con todo lo dicho y lo que por decir me queda, no
he pretendido más que alegar el derecho y la obligacion que tengo
de ser modesto confesando mis defectos y errores, para que ni mis
contemporáneos que me aplauden, ni la posteridad si de mí se acuerda,
tengan motivo dado por mí en que apoyarse, para creer que yo vivo
hinchado y esponjado como el pavon y sueño conmigo mismo cuando duermo,
por la vanidad de ser quien soy, y de haber hecho y escrito lo que he
escrito y hecho.
Y si hay alguno que me envidia el ser autor del _Don Juan_, ¡ojalá
pudiera yo traspasárselo para que gozara en mi lugar las consecuencias
de haberlo escrito!
La veracidad de mi opinion sobre esta obra la expresé muy claramente
y de todo corazon en las últimas redondillas de las que leí en un
beneficio que con él me dió Ducazcal en el teatro Español el año
pasado, que inserto aquí para concluir, y por creer que aquí tienen su
legítimo puesto y lugar.
En los años que han corrido
desde que yo le escribí,
miéntras que yo envejecí
mi _Don Juan_ no ha envejecido:
Y fama tal por él gozo
que se cree, á lo que parece,
porque _Don Juan_ no envejece,
que yo he de ser siempre mozo:
Y hoy el bravo Ducazcal
os anuncia en su cartel
que he de hacer aquí un papel,
que tengo que hacer ya mal.
Yo no soy ya lo que fuí:
y viendo cuán poco soy,
dejo á los que más son hoy
pasar delante de mí;
Pues por Dios, que por más brava
que sea mi condicion,
la fiebre rinde al leon,
la gota la piedra cava.
Aún latir mis brios siento:
pero es ya vana porfía,
no puedo ya la voz mia
pedirle otra vez al viento:
Y á quien me lo quiere oir,
digo años há por do quier,
que pierdo el sér de mi sér
y que me siento morir;
Pero nadie me hace caso
por más que hablo á voz en grito,
porque este _Don Juan_ maldito
por do quier me sale al paso;
Y ni me deja vivir
en el rincon de mi hogar,
ni deja un año pasar
sin dar de mí qué decir.
Yo me apoco dia á dia,
y este bocon andaluz,
á quien yo saqué á la luz
sin saber lo que me hacia,
me viste con su oropel
y á luz me saca consigo;
por más que á voces le digo
que ir no puedo á par con él.
Mas tánto favor os debo
por él, que en verdad me obliga
á que algo esta noche os diga
de este insolente mancebo.
Oid. . . es una leyenda
muy difícil de contar,
porque tiene algo á la par
de ridícula y de horrenda:
una historia íntima mia.
Yo era en España querido
y mimado y aplaudido. . .
y me huí de España un dia.
Vivia á ciegas y erré:
y una noche andando á oscuras
tropecé en dos sepulturas,
y de Dios desesperé.
Emigré: me dí á la mar;
y esperando en el olvido
una muerte hallar sin ruido,
en América fuí á dar.
No llevando allá negocio
ni esperanza á qué atender,
al tiempo dejé correr
en la oscuridad y el ócio.
Once años anduve allí
vagando por los desiertos,
contándome con los muertos
y sin dar razon de mí.
Los indios semi-salvajes
me veian con asombro
ir con mi arcabuz al hombro
por tan agrestes parajes;
y yo en saber me gozaba
que nadie que me veia
allí, quién era sabia
el que por allí vagaba;
y esperé que de aquel modo
de mí y de mi poesía
como yo se olvidaria
á la fin el mundo todo.
Mi nombre, pues, con intento
de dejar perder, y en suma
sin papel, tinta, ni pluma,
ni libros ya en mi aposento,
bebia en mi soledad
de mis pesares las heces:
mas tenia que ir á veces
del desierto á la ciudad.
Vivo el cuerpo, el alma inerte,
á caballo y solo, iba
como una fantasma viva,
sin buscar ni huir la muerte.
Y hago aquí esta narracion
porque sirva lo que digo
á mis hechos de castigo,
y á modo de confesion.
Sobre mí á un anochecer
un nublado se deshizo,
y entre el agua y el granizo
me dejó una hacienda ver.
Eché á escape y me acogí
de la casa entre la gente,
como franca lo consiente
la hospitalidad allí.
Celebrábase una fiesta:
que en aquel país no hay dia
que en hacienda ó ranchería
no tengan una dispuesta;
y son fiestas extremadas
allí por su mismo exceso,
de las hembras embeleso,
de los hombres emboscadas.
Y á no ser de mi leyenda
por no cortar la ilacion,
hiciera aquí descripcion
de una fiesta en una hacienda,
donde nadie tiene empacho
de usar á gusto de todo;
porque son fiestas á modo
de las bodas de Camacho.
Allí acuden sin convite
buhoneros, comerciantes
y cirqueros ambulantes;
sin que á nadie se le quite
de entrar en corro el derecho,
de gastar de los abastos,
ni de colocar sus trastos
donde quiera que halle trecho.
Jamás se apaga el hogar,
jamás el servicio cesa;
siempre está puesta la mesa
para comer y jugar.
Por salas y corredores
se oye el son á todas horas
de carcajadas sonoras,
de onzas y de tenedores.
Todo es peleas de gallos,
toros, lazos, herraderos,
manganas y coleaderos
y carreras de caballos;
Y al fin de un dia de broma
que nada en Europa iguala,
todo el mundo entra en la sala
y sitio en el baile toma.
Entré é hice lo que todos:
y cuando creí que al sueño
se iban á dar, dí yo al dueño
gracias por sus buenos modos:
mas mi caballo al pedir,
asiéndome por la mano,
me dijo el buen campirano
soltando el trapo á reir:
«¿Y á quién hay que se le antoje
dejar ahora tal jolgorio?
Vamos, venga usté á la troje
y verá el _Don Juan Tenorio_. »
Y á mí que lo habia escrito
en la troje me metia;
y allí al paso me salia
mi audaz andaluz precito.
Mas ¡ay de mí, cuál salió!
Lo hacia un indio Otomí
en jerga que el diablo urdió;
tal fué mi _Don Juan_ allí,
que ni yo le conocí
ni á conocer me dí yo.
Tal es la gloria mortal,
y á quien Dios se la confiere
si librarse de ella quiere
se la torna Dios en mal.
A mí no me la tornó,
porque por mi buena suerte,
del olvido y de la muerte
do quier _Don Juan_ me salvó.
¡Dios no quiso allá de mí!
y de mi patria el olvido
temiendo, como habia ido,
á mi patria me volví.
¡Feliz malogrado afan!
al volver de tierra extraña,
me hallé que habia en España
vivido por mí _Don Juan_.
Comprendí en su plenitud
de Dios la suma clemencia:
_Don Juan_ habia en mi ausencia
borrado mi ingratitud.
Mónstruo sin par de fortuna,
miéntras yo de España huia,
en España me ponia
en los cuernos de la luna.
Y ni fuerza ni razon
han podido derribar
tal ídolo del altar
que le ha alzado la opinion.
Pero hablemos con franqueza
hoy que todo coadyuva
para que aquí se me suba
á mí el humo á la cabeza:
Desvergonzado galan
siempre atropella por todo
y de atajarle no hay modo,
¿qué tiene, pues, mi _Don Juan_?
Del fondo de un monasterio
donde le encontré empolvado,
yo le planté remozado
en mitad de un cementerio:
Y obra de un chico atrevido
que atusaba apenas bozo,
os parece tan buen mozo
porque está tan bien vestido.
Pero sus hechos están
en pugna con la razon:
para tal reputacion
¿qué tiene, pues, mi _Don Juan_?
Un secreto con que gana
la prez entre los don Juanes:
el freno de sus desmanes:
que Doña Inés es cristiana.
Tiene que es de nuestra tierra
el tipo tradicional;
tiene todo el bien y el mal
que el génio español encierra.
Que hijo de la tradicion,
es impío y es creyente,
es baladron y es valiente,
y tiene buen corazon.
Tiene que es diestro y es zurdo,
que no cree en Dios y le invoca,
que lleva el alma en la boca,
y que es lógico y absurdo.
Con defectos tan notorios
vivirá aquí diez mil soles;
pues todos los españoles
nos la echamos de Tenorios.
Y si en el pueblo le hallé
y en español le escribí
y su autor el pueblo fué. . .
¿Por qué me aplaudís á mí?
Dejémoslo aquí hasta que veamos á mi D. Juan ante la conciencia de su
autor, que tambien veremos á los actores ante mi _Don Juan_.
XIX.
(PARÉNTESIS. )
I.
Mi campaña teatral habia durado cuatro años: del 40 al 45. Fiel á mi
bandera, no me habia yo pasado jamás al enemigo, combatiendo siempre
en primera fila; y en aquellos cuatro años, porque en la temporada
del 41 al 42 no escribí nada por lo que adelante diré, habia yo dado
á la empresa Lombía veinte y dos obras escénicas, desde _Cada cual
con su razon_ hasta _D. Juan Tenorio_[2]. Ninguna de ellas habia sido
silbada, ni retirada del cartel sin cinco representaciones; y habian
quedado del repertorio de Latorre, con éxito completo, _El Zapatero
y el Rey_, _Sancho García_, _El rey loco_, _El puñal del godo_,
_El alcalde Ronquillo_ y el _D. Juan_: Lombía repetia en el suyo el
_Cada cual con su razon_ y _La mejor razon la espada_. La empresa
del teatro del Príncipe no me habia visto jamás en el saloncito de
Julian Romea, ni para sus afortunados actores habia yo en los cuatro
años escrito un sólo verso; siendo el único escritor que siguió
constante la inconstante suerte de la empresa de la Cruz, y escribiendo
exclusivamente para Lombía y Latorre.
[2] _Cada cual con su razon_; _Lealtad de una mujer_; primera
y segunda parte de _El Zapatero y el Rey_; _El eco del
torrente_; _Los dos vireyes_; _El molino de Guadalajara_;
_Un año y un dia_; _Apoteosis de Calderon_; _Sancho García_;
_El caballo del rey D. Sancho_; _La mejor razon la espada_;
_El puñal del godo_; _La oliva y el laurel_; _Sofronia_;
_La Creacion y el Diluvio_; _El rey loco_; _La reina y los
favoritos_; _La copa de marfil_; _El alcalde Ronquillo_; _D.
Juan Tenorio_.
¿Por qué? Lo diré más adelante al recordar cómo, por qué y para quién
escribí el _Traidor, inconfeso y mártir_; ántes y por hoy tengo
necesidad de decir algo de las vicisitudes por que habian pasado los
teatros de verso, durante los cinco años de la revolucion literaria, de
la cual fuí entónces hijo mimado y hoy todavía viviente recordador.
Porque estos mis desordenados Recuerdos del tiempo viejo son una
madeja de quebradizos y rotos hilos, de cuyos cabos voy tirando al
azar segun los voy devanando en el desigual ovillo de mis artículos de
_El Imparcial_; y en éste veo que es preciso que dé á mis lectores,
si tengo algunos, un cabo conductor y alguna luz que les guie por
el laberíntico relato de mis entradas y salidas por las puertas y
escenarios de los teatros de la Cruz y del Príncipe. Mis Recuerdos
no son, desventuradamente para mí, una obra de cronológica ilacion,
de continuidad lógica y progresiva de bien enlazados sucesos, y de
uniforme estilo, como las curiosas Memorias de un setenton, del Sr.
de Mesonero Romanos; á quien aprovecho esta ocasion para dar gracias
por el cariñoso recuerdo que en ellas hace de mí, y para rendirle el
homenaje debido al más fácil de nuestros prosistas, al más ameno y
castizo de nuestros narradores, al más cortés de nuestros críticos, y
al más exacto pintor de nuestras costumbres. Mis Recuerdos no pueden,
ni intentan competir con sus Memorias; y cuando hoy se reducen á libro
con una más ordenada forma, aún no pueden parangonarse con aquellas;
elegante y última, pero genuina produccion del vigoroso ingenio del
Curioso parlante, en cuya curiosa personalidad prolonga Dios la luz de
la inteligencia para gloria y contentamiento de la presente generacion.
Hecha esta salvedad y cumplido este deber, vuelvo la vista atrás y
retrocedo cuatro años, para entrar por preparado camino en el quinto y
último de mis recuerdos teatrales.
La temporada cómica del 38 al 39, por no sé qué circunstancias
fortuitas ó premeditadas, iba á pasar sin que hubiese compañía en
los teatros de Madrid. Lombía, asociado con Luna, Pedro Lopez, las
Lamadrid y otros se presentaron en época avanzada, con las más
sinceras protestas de modestia, á llenar como mejor pudiesen aquel
vacío. Estimóselo el público, y quedó constituida en compañía aquella
sociedad, para la temporada del 39 al 40. _La redoma encantada_ fué
para ella la gallina de los huevos de oro, y en aquel año cómico
presenté yo mis tres primeras comedias, segun van marcadas en la nota
correspondiente á este párrafo. Con la cooperacion del infatigable
Breton, de García Gutierrez, Olona, y otros autores, el año fué un
negocio, y á la temporada siguiente (la de 40 al 41) vino á tomar
parte en él Julian Romea con Matilde y su compañía. Romea, Salas y
Lombía tomaron ambos teatros, y habiendo yo comprometido mi palabra con
Cárlos Latorre de escribir para él la segunda parte del Rey D. Pedro,
cuya primera habia estrenado Luna, pero no habiendo querido Romea
escriturar á Latorre, preferí no escribir para el teatro á faltar á la
palabra empeñada á éste.
No duró mucho la union de Julian con Lombía; y como por aquel tiempo
transformara en teatro su circo Colmenares, que del de la plaza del Rey
era propietario, Lombía, que habia tomado el viejo coliseo de la Cruz
patrocinado por el banquero Fagoaga, director del Banco, estrenó el del
Circo en el verano con Cárlos Latorre, miéntras se hacia de nuevo el de
la Cruz. La empresa Colmenares, que era adinerada y emprendedora, hizo
competencia á los dos teatros y á las dos compañías del Príncipe y de
la Cruz, primero con grandes pantomimas y despues con ópera y baile:
del 42 al 43.
Lombía, que disponia de no escasos fondos y que era hombre de no
cortos alcances, se volvió á unir con Romea contra el enemigo comun;
y conservando independientes sus dos compañías de verso, fueron
coempresarios para dos nuevas de baile y de ópera, que alternaron en
sus dos teatros. La Lema (que casó despues con Ventura de la Vega),
La Tossi (mujer luego de Lorenzo Milans) y la Villó ganaron allí con
justicia la reputacion de primeras cantantes; y Salas en _Chiara di
Rossemberg_ se hizo el primer caricato español; sosteniendo el baile
la pareja Bartholomin, con su padre de director, Aranda de pintor,
otra pareja italiana y un par de docenas de coristas aragonesas
y valencianas, que se las tuvieron ten con ten á la Petit y á la
Guy-Sthefan y á las andaluzas del circo.
II.
Del 43 al 44, Lombía solo, sin Romea, pero con Matilde, Guzman,
Latorre, Sobrado, Pizarroso, Azcona, las Lamadrid y la Sampelayo,
sostuvo la competencia contra las compañías del Circo con la mejor de
verso que tal vez se ha reunido, y una de ópera de _primo cartello_
(hasta el 45) con Moriani, Guasco y otros célebres cantantes. En estos
dos años se pusieron en escena en la Cruz _La lámpara maravillosa_,
fantástica y maravillosamente decorada por Aranda, _El triunfo
de la Cruz_ y _La Encantadora_, y en el Príncipe _La Sílfide_ y
_Hernan-Cortés_, varios dramas de Hartzenbusch y García Gutierrez,
el _Don Alfonso el Casto_ y la _Doña Mencía_, el _Alfonso Munio_ y
_El Príncipe de Viana_, de Gertrudis Avellaneda, y muchas comedias de
Breton, que dieron prez al arte escénico y dinero á la administracion.
El Circo, al fin, amparado por Narvaez, Salamanca y otros personajes de
valia, se llevó la atencion con la competencia de la Fuoco y la Guy, á
quienes se presentaban gigantescos ramos de flores conducidos en brazos
de servidores con librea, en azafates y jarrones de plata y porcelana
de china, y hasta en un carro que apenas cabia por la calle del centro
de las butacas.
Yo no sé lo que el arte ganó con aquel frenesí y aquellos delirios;
pero el público se hartó de gritar por uno ú otro partido, y de
divertirse con las excéntricas locuras de ambos; y se vieron en
la escena de los tres teatros las más costosas decoraciones, los
más lujosos trajes, las más cortas y transparentes enaguas, y las
bailarinas más correctamente empernadas y de más ricas formas de los
cuatro reinos de Andalucía y de la antigua coronilla de Aragon.
Por fin perdimos nosotros los de la Cruz, que estuvimos á pique de
ser crucificados. En Diciembre del 45 Lombía tuvo que prescindir de
Cárlos Latorre, que se fué á Granada, y yo á mi casa á contentarme con
saber que en Granada se aplaudia á Cárlos; sin el cual abrió Lombía el
teatro del Instituto, con Caltañazor, las hermanas Flores, la Pámias,
la Carrasco, la Concha Ruiz, Lumbreras, etc. En esta temporada, y ántes
de abandonar la Cruz, se hicieron las zarzuelas _El Sacristan de San
Lorenzo_, _La Venganza de Alifonso_ y _La pradera del Canal_, parodias
de la _Lucia_ y la _Lucrecia_, escritas por Azcona, el más inteligente
y entendido de nuestros actores de entónces, excepto Pedro Mate:
cuadros de costumbres concienzudamente estudiados y con maravillosa
exactitud copiados del natural.
En Junio del 46 fuí yo á Francia, de donde regresé en Enero el 47,
por el fallecimiento de mi madre: á mi vuelta hallé instalada en el
Instituto la compañía andaluza de Calvo y Dardalla, donde estos dos
actores representaban de una manera tan incomparable como encantadora
_Los celos del tio Macaco_ y _La flor de la canela_. Pepe Calvo, padre
de Rafael, hacia un tio Macaco tan indescriptible y característico, un
gitano tan picaresco y atruhanado, tan anguloso, descaderado y zancudo,
que no le produjeron más espirrabao ni Triana en Sevilla, ni el Perchel
en Málaga.
Del 48 al 49. El Ayuntamiento se encargó del teatro y se fundó el
Español, con una compañía completa compuesta de Romea, Valero, Arjona,
Matilde, Bárbara, Teodora y Osorio, etc. Catalina no aceptó su puesto
en ella por razones personales, y Carceller con un asociado tomó para
Catalina el viejo teatro de Variedades, con la Manuela Ramos, la Juana
Samaniego, Juan Catalina, Cortés el buen gracioso, Manuel Gimenez y
otros. Al fin de temporada contrataron á Salas, Adela Latorre, al tenor
Gonzalez, etc. , con quienes pasaron al teatro de los Basilios, miéntras
que Harpa, propietario de Variedades, remodernaba su sala y escenario,
dejándolos como estaban aún el año pasado de 79.
Y aquí acaban mis recuerdos de los teatros que conocí ántes de mi
expatriacion, y salvas algunas inexactitudes de fechas, y alguna
confusion de ajuste de actores, esta es la historia de los teatros de
Madrid desde el 40 al 49: tan ligeramente apuntada como lo permite el
ligero espíritu de estos recuerdos á vuela pluma, y tan en confuso
cuadro como se conservan amontonados en mi turbia memoria todos
aquellos empresarios tan activos y batalladores, todos aquellos actores
tan bien vestidos y todas aquellas bailarinas tan bien desnudas.
Pálidas, dispersas y móviles siluetas, recuerdos desperdigados de la
memoria del muchacho, que aún bailan en sueños una diabólica danza
Macabra por el ya frio, desierto y nebuloso campo de la imaginacion del
viejo poeta.
III.
Y aquí abre mi memoria un oasis fresco, umbroso y apacible en el árido
y enmarañado desierto de mis recuerdos; en él se levanta y por él
corre, y su abrasada atmósfera templa y oréa una brisa vital, salubre
y perfumada que envia mi corazon amante á mi descarriada fantasía.
¿Por qué no he de sentarme á reposar un punto á la sombra de este
oasis? ¿Por qué no he de aspirar esta brisa á la luz del único rayo
de esperanza que ilumina la lóbrega y tempestuosa atmósfera de mis
recuerdos, y el turbio y estéril arenal de mi inútil existencia? ¿Qué
son estos mis Recuerdos del tiempo viejo más que las aspiraciones
íntimas de mi alma, los suspiros de mi corazon y los latidos de mi
conciencia? Surja, pues, de las aguas azules del pintoresco lago de la
poesía el vapor puro de los suspiros del alma; revélese el hombre en la
faz del poeta, y véase el corazon de aquel á través de las cuerdas de
la lira de éste.
Por aquel tiempo vino á Madrid mi pobre madre, á quien yo no habia
visto y de quien nada habia sabido desde aquella desventurada noche en
que abandoné mi paterno hogar.
Dos figuras bellísimas, dos imágenes tan queridas como nunca olvidadas,
resaltan en este cuadro de mis recuerdos: la de mi madre y la de Paco
Luis de Vallejo, corregidor de Lerma en 1835, á quien dediqué mi _D.
Juan Tenorio_ en 1844. Volvamos un instante la vista al mes de Julio de
1835 para posarla despues en el de 1844.
A la llegada á Madrid de la Reina María Cristina, era mi padre
superintendente general de policía del reino: el duque de San Cárlos y
Arjona, que para traerle hasta tan importante puesto le habian hecho
pasar por la Chancillería de Valladolid, la Audiencia de Sevilla y la
Sala de Alcaldes de casa y corte, se le habian propuesto á Fernando
VII como un partidario fiel de la causa realista, como un íntegro
magistrado y un hombre de carácter enérgico, á propósito para limpiar
á Madrid de los ladrones y vagos que pululaban en 1827 por las mal
empedradas calles y peor alumbrados callejones de la villa y corte
de entónces, de la cual dan tan exacta idea las Memorias de Mesonero
Romanos. Al instalarse mi padre en la superintendencia, en la casa de
la calle del Príncipe que hoy habita el duque de Santoña, tenia ya
montada una policía, que acabó en cuarenta dias con todos los ladrones,
de la manera que tal vez diré en algun artículo posterior. Bástame, por
hoy, indicar el principio tan bárbaro como exacto de que su justicia
partia, y era este: «Los séres humanos, que faltos de educacion moral
y religiosa, y viviendo en guerra con la sociedad, creen que el robo
es una profesion, y el asesinato necesario para cometer y encubrir el
robo, no tienen más que un miedo: el de la muerte. » En consecuencia
de cuyo principio, y conociendo el modo lento y embrollado con que la
justicia ha solido caminar siempre en España, anunció que «los ladrones
quedaban sujetos á una comision militar, asesorada por un alcalde de
casa y corte y un escribano del crímen;» instalóse la tal comision;
y ladron cogido, ladron ahorcado. Bárbaro era tal vez el principio,
pero necesario y eficaz fué el procedimiento; los únicos tres años
que Madrid ha estado completamente libre de ladrones _de profesion_,
fueron los de 28, 29 y 30. Otro dia hablaremos de esto: no manchemos
hoy con tan repugnantes memorias la purísima de mi madre y la alegre y
caballeresca del apuesto _garçon_ corregidor de Lerma, Paco Vallejo.
Mi padre fué el primer dignatario de la situacion realista depuesto
por la influencia liberal de la Reina Cristina: cayó como los vencidos
que capitulan, y salió con armas y bagajes: las condiciones de su
destitucion no fueron más que la de salir de Madrid y sitios reales
en el término de ocho dias. Fué, pues, á refugiarse á un pueblecillo
de la provincia de Búrgos, en donde un hermano de mi madre era cabeza
de una numerosa familia, y á cuyo otro hermano, capellan de aquel
pueblo, habia nombrado canónigo de la colegiata de Lerma el duque del
Infantado, patrono de aquella iglesia y heredero del duque de Lerma, su
fundador. El cólera del 34, que introdujo la muerte y la division en la
familia, nos obligó á abandonar aquel pueblecillo tan pequeño, oculto
y desconocido, que su nombre no se halla en los mapas; y miéntras yo
pasaba las temporadas del curso escolar en las Universidades de Toledo
y Valladolid, mis padres vivian en un tranquilo destierro en casa de mi
tio el canónigo de Lerma. Allí fué de corregidor mi inolvidable Vallejo.
Su llegada fué un acontecimiento para el partido que iba á gobernar, y
un justo motivo de sobresalto para mi padre; quien no habiendo aprobado
el levantamiento carlista, en cuyo éxito no creia, habia rechazado las
sugestiones de los amigos y de los agentes del levantamiento, resuelto
á no mezclarse en él por voluntad propia; pero hombre importante y
conocido de la pasada situacion, no podia ménos de ser sospechoso al
nuevo gobierno, y se dió tal vez por perdido al ver llegar á Lerma
un corregidor modelado en un molde tan distinto del en que él habia
concebido que debian vaciarse los corregidores. Paco Vallejo era un
mozo de veintisiete años, que vestia con elegancia, que marchaba con
soltura, que fumaba ricos habanos que de Madrid le remitian, que bebia
Jerez, y, ¡cosa inconcebible para mi padre! que se presentó á tomar
posesion de su corregimiento con el uniforme de nacional de caballería
de Madrid, con el chacó en la cabeza, el baston en la derecha y el
sable á la cintura. Paco Vallejo era uno de los calaveras de buen
tono de aquella edad de calaveras, que volvieron del revés á España
como un sastre la manga de una levita, á la cual hay que poner forros
nuevos: un Don Juan de la clase media, que podia presentarse y bravear
en el salon más aristocrático: un abogado jóven lleno de audacia y de
talento, tan agudo de ingenio como seductor de modales, á quien era
preciso tener un par de años en un corregimiento para hacerle llegar á
una toga en la audiencia de la Habana: y á quien mi padre y yo tuvimos
la fortuna de que nos enviara á Lerma D. Cláudio Anton de Luzuriaga.
Cuando Vallejo llegó á Lerma, acababa yo de volver, concluido el curso
de la Universidad de Valladolid. Dimos uno con otro, él bajando y yo
subiendo la calle Mayor; llamé yo su atencion por mi traje y porte
más cortesano del de la gente del país: encaróse conmigo, plantémele
yo delante cediéndole la derecha, pero sin bajar mis ojos á su
investigadora mirada, y preguntóme:--¿Quién es V. , caballerito, que no
tiene trazas de ser de esta tierra?
Decliné yo mi nombre y el de mi padre, y esperé, sombrero en mano, á
que tomara mi filiacion en unos instantes de silencio y bajo el poder
de una escrutadora mirada, ante la cual no creí conveniente bajar la
mia.
--Está bien--me dijo, concluido su exámen--tendré mucho gusto en
conocer al padre de tal hijo. ¿Dónde le ha educado á V. su señor padre?
--En el Real Seminario de nobles de Madrid--respondí.
--¡Hola! ¿es V. discípulo de los jesuitas?
--Sí, señor; pero no les hago mucho honor, porque he sido siempre muy
desaplicado.
--No habrá sido en la cátedra de la lengua castellana.
--Ni en la de otras.
--¿Conoce V. muchas lenguas extranjeras?
--Tengo rudimentos de tres y rompo en ellas la conversacion.
--Espero tener ocasion de hablar con V. en alguna; tal vez en las tres.
--Estoy á la disposicion de usía.
--Y mi corregimiento á la de su señor padre: hagáselo V. presente de mi
parte.
Siguió su camino el corregidor, y apreté yo el paso hácia mi casa para
advertir á mi padre de que creia que acababa de cometer una torpeza,
que podia muy bien habernos puesto en mal con el miliciano corregidor.
Frunció mi padre el entrecejo escuchando mi narracion, pero no desplegó
sus labios, y ántes de anochecer fué á visitar á Vallejo, dejando á mi
madre y á su hermano el canónigo en angustiosa incertidumbre; era para
ellos evidente que yo habia traido á mi padre la órden de presentarse
inmediatamente ante aquella extraña autoridad.
Al volver mi padre de su visita, respondió á la interrogadora mirada de
mi madre con estas palabras:--«Es un hombre atentísimo y no temo doblez
en él; pero no puedo comprender sus intenciones.
Yo no puedo visitar á V. ; me ha dicho al despedirme; pero envíeme V.
á su hijo: no sé comer solo, soy algo hablador y me ha parecido que
su hijo de V. no tiene pelos en la lengua. --¡Dios ponga tiento en
ella! exclamó mi padre volviéndose á mí. Mañana irás al alojamiento
de ese botarate, y sereis dos: si te invita á comer, acepta; pero no
bebas. Habla poco, si puedes, y escucha bien lo que te diga, porque
probablemente te lo dirá para que me lo repitas. »
Maldita la gracia que me hizo la posicion en que el nuevo corregidor
me colocaba entre él y mi padre: pero despues de una noche no muy
tranquila para ninguno de los tres que componíamos la familia, á las
cuatro en punto de la tarde pasaba yo un poco receloso los umbrales de
la casa en que se alojaba D. Francisco Luis de Vallejo, á quien desde
aquella tarde consagré un cariño fraternal y un agradecimiento que no
se extinguirá sinó con la vida.
Llegué hasta el aposento del corregidor sin tropezar con portero ni
alguacil, pues habian ya pasado las horas del despacho; y como, aunque
no las llevaba todas conmigo, no queria yo que miedo ni empacho en mí
conociera, dí resueltamente dos golpes en la puerta con los nudillos,
y al «adelante» con que desde dentro me autorizaban á penetrar en
aquel _sancta sanctorum_ de la justicia lermeña, me presenté con
tanta resolucion aparente como desconfianza real ante la primera
autoridad del partido. Leia Vallejo, tendido en un sillon de cuero,
un libro encuadernado en vetusto y amarillento pergamino; los piés
tenia con botas y espuelas puestos en dos sillas y el codo izquierdo
en la esquina de una mesa de piés salomónicos, que sobre su tablero
sustentaban por el momento, y en vez de legajos de papel sellado, un
gran plato de nueces frescas, muy pulcramente peladas, y un pichel de
aquella agradable bebida compuesta de limonada y vino que se llamaba
sangría en aquel tiempo viejo, y con la cual templaba el corregidor
el ardiente efecto del oleoso fruto del nogal. Soltó el libro y
levantóse para recibirme; é hízolo con tan atractivos modales y con tan
afectuosas palabras, que al cabo de media hora, uno en frente de otro,
dábamos cuenta de la última nuez y de la gota postrera de sangría, en
medio de la más alegre conversacion de estudiantes y de la más franca y
espontánea amistad de muchachos.
Esta rápida é inconcebible union de dos tan distintos individuos,
la habia operado en pocos minutos el libro que Vallejo leia: las
coplas del marqués de Santillana y de Jorge Manrique, manuscritas y
encuadernadas en la edicion gótica de Sevilla de las trescientas de
Juan de Mena.
Si en lugar de escribir estos recuerdos en las columnas de un periódico
los escribiese en las páginas de un libro, llenarian algunas los
pormenores de esta escena. Paco Vallejo era originalísimo en sus
opiniones, excéntrico en sus ideas, y tan picante como ameno en su
conversacion. Venia de la corte impregnado en el espíritu de todos
los gérmenes políticos, económicos, artísticos y literarios de la
revolucion.
Era un índice vivo de cuantos libros y periódicos iban publicados en
aquella primera, modesta y recelosa libertad de imprenta; sabia de
memoria las principales escenas del _Edipo_, de Martinez de la Rosa;
del _Macías_, de Larra; de la _Marcela_, de Breton, y los chistes, de
Ventura, y los _Cantos_ de Espronceda, que acababa Ochoa de publicar
en _El Artista_, y podia decir al dedillo la historia de todas las
cantantes, desde la Albini, la Cesari y la Lorenzani, y de todas las
bailarinas, desde la Sichero y la Volet; recitóme veinte canciones
italianas, para mí desconocidas, y encantóme con la de Zanotti, que
lleva por estribillo aquel famoso _¡oh giuramenti predda de' venti! _
Recítele yo mi _Dueña de la negra toca_ y mi _Canto de Elvira_, con
los versos á una Catalina, la moza más garrida que por entónces vivia
en Lerma; pidióme y díle noticias y narréle lo que de las muchachas
de la comarca se susurraba; díjome y díjele, contéle y contóme tantos
versos tan ingeniosos como subidos de color, y tantas historias tan
gratas de recordar como imposibles de repetir; y cuando la dueña de la
casa se decidió á avisarnos que la sopa estaba en la mesa, así nos
acordábamos, como por los cerros de Ubeda, ni él de que era corregidor,
ni yo de que era el hijo de mi padre.
Aquellas tan frescas como excitantes nueces nos habian hecho acabar
con el pichel de sangría; y aunque el vinillo ágrio de Lerma, segun
decia mi tio el canónigo, no era bueno más que para echar lavativas á
galgos, nos habia abierto tanto el apetito como alegrado el corazon y
calentado la cabeza--borrando los diez años de diferencia que entre
mis diez y siete y los veintisiete del corregidor mediaban. Comimos
como dos condiscípulos que á hallarse juntos volvieran tras diez años
de separacion, y éramos á los postres tan amigos y tan iguales como si
de veras condiscípulos hubiéramos sido desde la escuela de primeras
letras. Y así llegamos á las nueve de la noche, y oí yo con asombro,
y casi con espanto, las campanas de la Colegiata, que tocaban á las
Animas: era la primera vez que tal hora me cogia fuera de la casa de
mi padre, era la en que se rezaba el rosario en ella, y era yo el
encargado de guiarle.
Conoció Vallejo que algo me angustiaba; preguntóme qué, y reveléselo
yo: entónces, tomando una de las dos luces que habian alumbrado nuestro
festin, y volviendo á llevarme al aposento en donde le hallé, escribió
una carta de media página á mi padre; llamó al alguacil de renda y
le mandó que á mi casa me acompañara; dióme por despedida lo escrito
cerrado en un sobre, y díjome al oido: «dí á tu padre que queme ese
papel en cuanto le lea, y que no deje de enviar á su hijo de cuando en
cuando á comer con el corregidor. »
Entré yo en mi casa con los carrillos muy encendidos y los ojos muy
alegres: aguardábame ya impaciente mi familia, y recibióme mi padre
con el ceño un poco fruncido y en un silencio muy poco á propósito
para infundirme ánimo; pero yo, sin decir palabra ni darle tiempo de
pronunciar una, púsele en las manos la carta de Vallejo, con lo cual
obligándole á fijar su atencion en la misiva, logré que la apartara del
portador.
Leyó mi padre y quedóse un punto suspenso, contemplando lo escrito como
si no lo comprendiera; y aprovechando la posicion en que, inclinado
hácia adelante, tenia la carta y la cabeza cerca de la luz, díjele al
oido como Vallejo me lo habia dicho: «Que queme V. ese papel en cuanto
le lea.
Marchóse el pobre hombre sin comprenderme. . . y quedéme yo tan asombrado
como él de lo dicho.
¿Quién era Stella? ¿Qué tenia para mí? Que Dios me habia hecho nacer
poeta y que habia dicho de ella maese Ménico: ¡Sventurata! ¡condamnata
á morte comme tutte!
Y todos nacemos condenados á muerte; sinó que los poetas vivimos como
sonámbulos, y corriendo siempre tras de fantasmas.
El inglés, único huésped del Hotel del Correo cuando yo tomé en él
aposento, era el compañero más á propósito para mí en aquella ocasion.
Taciturno gastrónomo, recorria todos los países del mundo para estudiar
la cocina nacional de cada uno. Comia, callaba, digeria y dormia:
escribia yo, pues, sin ruido, visitas ni estorbos, y descansaba sólo
algunas horas de la noche. La luna en creciente tendia sobre la antigua
Gades el rico manto de su luz de plata, y vagaba yo por sus limpias
calles y sus ya arboladas plazas, á la luz melancólica del astro
poético de la noche, como lo que he sido siempre, como una sombra de
otro mundo y un habitante de otra region perdido sobre la tierra.
Vagabundo nocturno de profesion, conozco todos los ruidos, las sombras
y las luces nocturnas: sé cuántas formas toma la sombra de los árboles
y de las casas, segun la luna las traza, las prolonga ó las recoge,
desde que sale hasta que se pone. Sé los infinitos ángulos y triángulos
que trazan los hierros de los faroles, los brazos de las cruces y
las siluetas de las chimeneas; conozco todos los cuadros de luz que
estampan sobre el oscuro y húmedo empedrado los balcones alumbrados
de las casas en que se vela ó se baila, de las puertas que se abren
para despedir á los contertulios á la luz de bujía, farol ó linterna;
todos los huecos de sombra de los postigos abiertos y cerrados con
precaucion y á oscuras para recibir ó despedir á los amantes; todos
los rumores de las pisadas que se acercan ó se alejan con resolucion ó
con miedo, de las del adúltero escurridizo ante la hora de la vuelta
del marido; del jugador ganancioso y del hijo de familia retrasado;
del ratero y de la buscona, del centinela y del médico; mis leyendas
están llenas de esas noches, y yo tengo ciertas pretensiones de ser un
poeta nocturno, rico de nocturna y pormenorizada observacion; todas mis
comedias y dramas comienzan de noche y de noche se han concluido; y en
aquellas de Cádiz concluian mis nocturnos paseos en una plazuela sobre
la muralla derruida, por encima de cuyas desencajadas piedras metia el
mar los hirvientes y desgarrados pedazos de encaje de la espuma de sus
encrespadas olas; á través de cuyo rumor temeroso y del salino vapor en
que el aire convertia la ola que en los peñascos se estrellaba, adoraba
yo á Dios y aspiraba la poesía que ha extendido sobre los mares para el
poeta creyente.
El mar es para mí el grande espejo en que se pinta la faz de Dios,
y mil veces he deseado tener por tumba su inmenso y móvil panteon de
líquido cristal. Dos veces he naufragado, y el mar me ha devuelto vivo
á la tierra. ¡Qué mausoleo más magnífico que el mar! A quien naufraga
y muere en alta mar, le da Dios la muerte más dulce y sin agonía; una
impresion rapidísima de inmersion en un baño, un zumbido de oidos
semejante á una lejana música, un resplandor fosfórico que deslumbra
las pupilas. . . y el alma sale del cuerpo y entra en la eternidad.
¡Buenas noches! Aquel cuerpo y aquel alma se ahorran todo lo doloroso
y lo ridículo de que la sociedad rodea al que se muere; el pesar
verdadero de los que le aman, la hipócrita comedia del dolor de los
que le heredan, los falsos consuelos de los que están deseando que
espire pronto, ofendidos de su superioridad ó envidiosos de su gloria;
el entierro oficial, si es un personaje ó una celebridad; el olvido
inmediato tras de las ceremonias, y la profanacion, en fin, de su tumba
por la posteridad, encomendada por Dios de castigar al orgulloso que
olvida que le dijo al crearle: _Pulvis es et in pulverem reverteris_.
Yo adoro el mar, y cuando el frio, la soledad, la reflexion y la
necesidad de continuar mi trabajo me arrancaban de aquel boquete de
murallon roto, por donde yo miraba el de Cádiz en aquellas noches, me
volvia á mi hospedaje del Correo, pasando por el callejon en que se
alzaba sombría y casi aislada la casa de maese Ménico Maggiorotti. En
su esquina del Mediodía veia siempre iluminado por dentro el postigo de
una ventana. ¿Quién velaba allí? ¿Hacia allí las prosáicas cuentas de
sus sacos de lana ó de cuartos maese Ménico, ó mecian allí á la luz de
una lamparilla los sueños de la esperanza, el espíritu virginal de la
hermosa nieta del misterioso italiano? Todas las noches volvia á mi
alojamiento sin haberlo averiguado, y volvia á trabajar en mi _Cabeza
de plata_, bailándome perpétuamente delante de los ojos la rubia de
Stella; y el recuerdo de su poética imágen bajaba y subia perpétuamente
por la escalera del portalon, empotrada en mi cerebro, miéntras con
ella distraido avanzaba lentamente en mi trabajo y esperaba impaciente
el dia 30.
El veinte y ocho recibí una carta de Cárlos Latorre, en la cual me
decia: «Se levantó el telon sobre el primer acto de _Los dos vireyes_
con entrada llena. Mate llevó con aplomo sus escenas en verso, y el
público las escuchó con agrado: oyó sin repugnancia las en prosa,
gracias al cuidado que pusieron todos los actores, y concluyó Azcona
caracterizando con mucha inteligencia su final, que se aplaudió: no me
lo esperaba, y comencé á respirar. »
«Al empezar el acto segundo, el viento habia cambiado y el mar hacia
oleaje. Durante el entreacto, un criado incógnito habia repartido al
público, y no al buen tun, tun, sinó entre la gente de letras de las
lunetas (hoy butacas), quince ó veinte ejemplares de la novela _El
virey de Nápoles_, de Pietro Angelo Fiorentino; los cuales tenian una
nota con lápiz que decia «los diálogos que Zorrilla ha copiado en su
drama van marcados al márgen. » Los posesores de aquellos librillos
se los mostraban y pasaban riendo á los curiosos que se los pedian:
los palcos, las galerías y el pueblo pedian silencio: los actores no
comprendian tal inquietud en las lunetas, pero no se desconcertaron.
Concluyeron al fin las nueve escenas en prosa; quedó Mate sólo en
escena, y el público respetó su respetable personalidad; é hiriendo
sus oidos las octavillas italianas, comenzó á hacer silencio; y Mate
le aprovechó para decírselas tan vigorosa é intencionadamente, que al
concluirlas arrancó el primer aplauso de la noche. La cancion de Basili
hizo un efecto inesperado; y Mate se llevó la sala con la redondilla:
con un cordel á la gola
y un crucifijo en la mano,
cantar haré á ese villano
su postrera barcarola,
y con un segundo aplauso preparó mi salida. Excuso ponderar á V. lo que
hicimos ambos en el resto del acto: cumplimos con los deberes de la
amistad. »
«En el entreacto segundo nos enteramos de la villanía de _X_, que era
quien indudablemente habia enviado al teatro los ejemplares de la
novela; yo me apresuré á dar la clave del ataque traidor de que era V.
objeto; y la empresa y los actores resolvimos defender el final del
drama con todo el empeño de que hombres y mujeres fuéramos capaces;
pero _los amigos_ de fuera trabajaban en contra con los librejos; la
escena en prosa y los endecasílabos pasaron apenas difícilmente; y ya
temia yo una catástrofe para el final, cuando nos salvó lo que temíamos
que nos perdiera: el virey encerrado en el balconcillo despues de la
escena VI, en la cual logré arrancar un aplauso y hacerme escuchar.
Mate estuvo impagable en aquella desairada posicion; rebosando
orgullo, rencor y sed de venganza, hizo aborrecible el personaje que
representaba, y al volvérsele las tornas, las galerías y la ignominia
ahogaron á las lunetas, y dimos el nombre del autor, y hoy damos
tranquilamente la cuarta representacion. Duerma V. tranquilo, y
permítame V. que le prevenga para el porvenir con aquellas palabras de
Fabiani en «_La familia del boticario: Buenos amigos tienes, Benito;_»
y cuente V. con este que le querrá siempre. »
No me sentó tan mal como me asombró la incomprensible partida mulata de
_X_, porque me revelaba más estupidez que malas entrañas; puesto que,
mero traductor de la novela de que me habia hecho _sacar_ el drama,
quien tenia derecho en resúmen á aparear su nombre con el mio no era
él, sinó Pietro Angelo Fiorentino--á quien yo habia robado por darle
gusto.
Tal es la historia de mi miserable rapsodia _Los dos vireyes_, y tal la
de su primera representacion; de la cual no he hablado jamás á _X_, ni
él ha podido nunca apercibirse de que yo le estimaba en lo que valia:
sobre mis hombros no pudo, empero, volver á poner los piés. Así vivimos
en estos tiempos y en esta sociedad, en que las medianías se atreven á
todo, y á todo tal vez alcanzan, ménos á engañar á la posteridad.
El 30 á las diez trepaba yo, que no subia por la empinada escalera del
portalon de maese Ménico; pues no hallándole en él, quise ver si podia
forzar el paso al, segun fama, impenetrable _sancta sanctorum_ de su
misterioso hogar. Subí rápida y llamé ruidosamente á la puerta en que
la insegura escalera finalizaba, y al tiempo que por el ventanillo
acechador asomaba una curiosa cabeza de mujer, me franqueaba la entrada
el mismo maese Ménico, por la barreada puerta, ante mí abierta de par
en par.
El genovés, en chaleco, pantalon y babuchas, me recibió con algo
encapotado ceño y melancólica sonrisa; en los cuales mi extraviada
preocupacion y mi fantástico espíritu se empeñaban en ver algo
misterioso y siniestro: quise yo motivar mi presencia, pero él atajó
mis escusas diciendo:
--«Son las diez, y es la hora. ¿Trae V. el recibo?
--Sí, señor.
--Pues los seis mil están contados: y conduciéndome á través de una
antesala y un comedor, tan limpia como modestamente amueblados, á
una especie de despacho, me mostró sobre la parte alta y plana de su
pupitre los trescientos duros en pilas de á veinte y cinco. Mostréle
mi recibo firmado y comencé á hacer rollos de á cincuenta, en los ocho
pedazos en que corté un periódico que me alargó.
Callaba yo haciendo, no muy diestramente, mis rollos, y callaba él
esperando distraido á que yo concluyera de hacerlos; tal vez se reia en
su interior de mí por la poca costumbre de manejar dineros que mi poca
destreza le revelaba; pero mi indiscrecion de muchacho sin mundo y mi
irresistible curiosidad me hicieron al fin prorumpir en la pregunta que
hacia diez dias tenia en mis labios:--¿y _Stella_?
Sentí la mirada de Ménico sobre mi faz, y la busqué con la mia,
resuelto á todo: entre las blancas pestañas de sus hundidos ojos
percibí dos lágrimas, que no dejó rodar por sus curtidas mejillas,
enjugándolas ántes con el reverso de su mano.
--¿Stella? --dijo, como si su voz fuera en su respuesta el eco de mi
pregunta. --¿Quiere V. verla?
--Si V. me lo permite. . .
--¿Por qué no? Acabe V. de recoger su dinero; no he podido procurarle á
V. oro, porque. . .
Interrumpióse sin acabar de darme su razon; concluí yo de liar mi sexto
rollo, y miéntras ataba los seis en mi pañuelo, completé néciamente mi
pensamiento, formulándole en esta menguada frase:
--Stella es una preciosa criatura, cuya vista regocija los ojos, cuya
voz arrulla los oidos.
--¡Desventurada! --exclamó el viejo;--«¡é la più sventurata creatura del
mondo! ¡Non può essere sposa, ne madre, ne padrona di sé stessa! »--Y
abriendo ante mí una puerta, me mostró en un gabinete cariñosamente
lleno de cuanto puede necesitar la coquetería mujeril, y en un lecho,
que no exhalaba más que virginales emanaciones, ni excitaba más
que castas ideas, la pálida Stella, cuya cabeza, doblada sobre las
almohadas, tenia los ojos abiertos y fijos en espantosa inmovilidad.
Sin poderme contener, exclamé:--¡Muerta! --Y Ménico, poniéndome
bruscamente la mano en la boca, me dijo al oido:--¡silencio: oye, está
en catalepsia! --y cogiéndome por el brazo, sacóme del aposento.
Iba yo estupefacto á pronunciar un vulgar _mi scusi_; pero el
infortunado maese Ménico me le atajó con otro, que en su boca y en
su situacion resultó sublime de abnegacion y sentimiento, y siguió
diciéndome:
--Es la última de tres hermanas; un infame, castigado por Dios con
esa enfermedad, se casó con mi hija: sus dos mayores han muerto á los
21 años; ella de pesadumbre; él. . . á manos de la venganza; yo les he
enterrado á todos; no me queda más que Stella: si me sobrevive. . .
¡qué vida tan horrible la espera! Si se me muere. . . ¡qué soledad! . . .
_¡Misero me! _
Yo habia escrito ya muchas comedias, pero no tenia aún aplomo en el
teatro del mundo. Mudo é inmóvil, no sabia ni consolarle ni despedirme.
La vieja que se habia asomado al ventanillo, presentándose en la
antesala, dirigió á maese Ménico algunas palabras, que no comprendí:
éste me abrió la puerta de la escalera, y yo descendí por ella abrazado
con mi dinero, y me salí de aquella casa, más ébrio con la emocion y
el desencanto que la primera vez con el manzanilla.
Llegué al Hotel del Correo y hallé una carta que me habia traido de
Madrid el del dia anterior; mi mujer se habia roto un brazo al salir
á oscuras del teatro del Príncipe; Julian Romea habia cuidado de ella
en los primeros instantes, la habia conducido á casa con el doctor
Codorniú, y me suplicaban ambos que regresara inmediatamente á Madrid.
Hé aquí la historia de mis _Dos vireyes_ y de la primera salida del
Quijote de los poetas, á hacer por el mundo real la vida fantástica de
los pájaros y de los locos.
¿Qué logró en ella el hombre? Dos pesadumbres, dos desengaños y la
vergüenza de una embriaguez; tres espinas en el corazon; pero quedó
en la imaginacion del poeta legendario este tan delicioso como triste
recuerdo del tiempo viejo: la imágen de Stella.
XVIII.
CUATRO PALABRAS SOBRE MI «DON JUAN TENORIO».
Corria la temporada cómica del 43 al 44: Cárlos Latorre habia
trabajado en Barcelona, y Lombía solo sostenido el teatro de la Cruz
con su compañía, para la cual habia yo escrito aquel año tres obras
dramáticas: _El Molino de Guadalajara_, drama estrambótico y fatalista,
en el cual Lombía hizo un tartamudo de mi cosecha: papel erizado de
dificultades inútiles, que él superó con una paciencia y un estudio que
no sabré yo nunca ponderar ni agradecer, y cuyo tercer acto hicieron
él, la Juana Perez, Azcona y Lumbreras de una manera inimitable; que
fué lo que hizo el éxito de aquella mi extravagante elucubracion,
forjada con tan heterogéneos elementos.
La Juanita, disfrazada de sobrino del molinero, cantando la cancion de
Iradier para dormir á Azcona, arrancó aplausos hasta de las bambalinas;
pero repito que el éxito de esta obra se debió al esmero con que los
actores la representaron, y al gasto con que la empresa la decoró;
pagando además las palomas, los versos y las flores que sus amigos, y
no el público, me arrojaron la primera noche. Lombía no se descuidaba,
y era preciso que las obras que yo para él escribia no tuvieran éxito
inferior á las de Latorre.
_La mejor razon la espada_, refundicion ó rapsodia de _Las travesuras
de Pantoja_, fué otro de mis triunfos de aquel año; pero no hay para
qué alabarme por él, puesto que lo que en aquella obra vale algo es de
Moreto, y no mio.
En Febrero del 44 volvió Cárlos Latorre á Madrid, y necesitaba una
obra nueva: correspondíame de derecho aprontársela, pero yo no tenia
nada pensado y urgia el tiempo: el teatro debia cerrarse en Abril.
No recuerdo quién me indicó el pensamiento de una refundicion del
_Burlador de Sevilla_, ó si yo mismo, animado por el poco trabajo
que me habia costado la de _Las travesuras de Pantoja_, dí en esta
idea registrando la coleccion de las comedias de Moreto; el hecho es
que, sin más datos ni más estudio que _El burlador de Sevilla_, de
aquel ingenioso fraile y su mala refundicion de Solís, que era la
que hasta entónces se habia representado bajo el título de _No hay
plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague_ ó _El convidado de
piedra_, me obligué yo á escribir en veinte dias un _Don Juan_ de mi
confeccion. Tan ignorante como atrevido, la emprendí yo con aquel
magnífico argumento, sin conocer ni _Le festin de Pierre_, de Molière,
ni el precioso libreto del abate Da Ponte, ni nada, en fin, de lo que
en Alemania, Francia é Italia habia escrito sobre la inmensa idea
del libertinaje sacrílego personificado en un hombre: Don Juan. Sin
darme, pues, cuenta del arrojo á que me iba á lanzar ni de la empresa
que iba á acometer; sin conocimiento alguno del mundo ni del corazon
humano; sin estudios sociales ni literarios para tratar tan vasto
como peregrino argumento; fiado sólo en mi intuicion de poeta y en mi
facultad de versificar, empecé mi _Don Juan_ en una noche de insomnio,
por la escena de los ovillejos del segundo acto entre D. Juan y la
criada de doña Ana de Pantoja. Ya por aquí entraba yo en la senda de
amaneramiento y mal gusto de que adolece mucha parte de mi obra; porque
el ovillejo, ó séptima real, es la más forzada y falsa metrificacion
que conozco: pero afortunadamente para mí, el público, incurriendo
despues en mi mismo mal gusto y amaneramiento, se ha pagado de esta
escena y de estos ovillejos, como yo cuando los hice á oscuras y de
memoria en una hora de insomnio. Escribílos á la mañana siguiente para
que no se me olvidaran y engarzarlos donde me cupieran; y preparando
el cuaderno que iba á contener mi _Don Juan_, puse en su primera hoja
la acotacion de la primera escena, poco más ó ménos como habia hecho
en _El puñal del godo_, sin saber á punto fijo lo que iba á pasar ni
entre quiénes iba á desarrollarse la exposicion. Mi plan en globo,
era conservar la mujer burlada de Moreto, y hacer novicia á la hija
del Comendador, á quien mi D. Juan debia sacar del convento, para
que hubiese escalamiento, profanacion, sacrilegio y todas las demás
puntadas de semejante zurcido. Mi primer cuidado fué el más inocente,
el más vulgar, el más necesario á un autor novel: el de presentar á mi
protagonista, á quien puse enmascarado y escribiendo, en una hostería y
en una noche de Carnaval; es decir, en el lugar y el tiempo que creia
peores un colegial que todavía no habia visto el mundo más que por
un agujero; y para calificar á mi personaje, lo más pronto posible,
como temiendo que se me escapara, se me ocurrió aquella hoy famosa
redondilla:
«¡Cuál gritan esos malditos!
pero mal rayo me parta
si en acabando mi carta
no pagan caros sus gritos. »
La verdad sea dicha en paz y en gracia de Dios; pero al escribir esta
cuarteta, más era yo quien la decia que mi personaje D. Juan; porque
yo todavía no sabia qué hacer con él, ni lo qué ni á quién escribia:
así que comencé á hacer hablar á los otros dos personajes que habia
colocado en escena, sólo porque lógicamente lo requeria la situacion:
el dueño de la hostería, y el criado del que en ella habia yo metido á
escribir.
La prueba más palpable de que hablaba yo en ella y no D. Juan, es que
los personajes que en escena esperaban, más á mí que á él, eran Ciutti,
el criado italiano que Jústiz, Allo y yo habíamos tenido en el café
del Turco de Sevilla, y Girólamo Buttarelli, el hostelero que me habia
hospedado el año 42 en la calle del Cármen, cuya casa iban á derribar,
y cuya visita habia yo recibido el dia anterior. Ciutti era un
pillete, muy listo, que todo se lo encontraba hecho, á quien nunca se
encontraba en su sitio al primer llamamiento, y á quien otro camarero
iba inmediatamente á buscar fuera del café á una de dos casas de la
vecindad, en una de las cuales se vendia vino más ó ménos adulterado,
y en otra carne más ó ménos fresca. Ciutti, á quien hizo célebre mi
drama, logró fortuna, segun me han dicho, y se volvió á Italia.
Buttarelli era el más honrado hostelero de la villa del Oso: su padre
Benedetto vino á España en los últimos años del reinado de Cárlos III,
y se estableció en aquella hoy derribada casa de la calle del Cármen,
cuya hostería llevaba el nombre de la Vírgen de esta advocacion,
y en donde yo conocí ya viejo á su hijo Girólamo, el hostelero de
mi _Don Juan_. Era célebre por unas chuletas esparrilladas, las más
grandes, jugosas y baratas que en Madrid se han comido, y tenia
vanidad Buttarelli en la inconcebible prontitud con que las servia.
Tenian las tales chuletas no pocos aficionados; y con ellas y con unos
_tortellini_ napolitanos se sostenia el establecimiento. Viví yo seis
meses alojado en el piso segundo de su hostería, tratado á cuerpo de
rey por un duro diario, y allí tuve por comensales á Nicomedes Pastor
Diaz y á su hermano Felipe, á García Gutierrez, á Eugenio Moreno Lopez
y á otros muchos á quienes gustaban los _tortellini_ y las chuletas de
Buttarelli. Este buen viejo, desanidado de su vieja casa, murió tan
pobre como honrado y desconocido, y de él no queda más que el recuerdo
que yo me complazco en consagrarle en estos mios de aquel tiempo viejo.
Por lo dicho se comprende fácilmente que no podia salir buena una obra
tan mal pensada; pero no quiero decir aquí lo que de ella pienso,
porque tengo determinado decirlo en un libro que se titula _Don Juan
Tenorio ante la conciencia de su autor_, publicado á fines de un mes de
Octubre, para que el público tenga presente mi opinion al asistir en
Noviembre á sus obligadas representaciones; en nuestro país nadie se
acuerda en el mes de Octubre de lo dicho en el mes de Mayo.
Haré sin embargo brevísimas observaciones sobre mis más pasaderos
descuidos, para probar tan sólo la ligereza imprevisora y la falta de
reflexion con que mi obra está escrita.
Pero ántes de todo voy á responder á algunas objeciones á que da lugar
la severidad de mis juicios. No hablo con la crítica racional, sinó con
la malevolencia, la envidia y la necedad, que no dejarán de decir:
1. º Que insulto al público criticando y dando por mediana una obra que
aplaude hace treinta y seis años. --No.
2. º Que soy ingrato y mal español, despreciando la reputacion fabulosa
que por mi _Don Juan_ me ha acordado. --Tampoco.
3. º Que de lo que con mi crítica trato, es de perjudicar á mis editores
y á las empresas, porque no me dan parte de los productos de mis
obras. --Mucho ménos.
A lo primero, respondo que mi _Don Juan_, tal como está, tiene
condiciones para merecer el favor de que goza; pero al cabo de treinta
años es natural que un autor reconozca los defectos de una obra, lo
cual no implica ni sombra de pensamiento injurioso para el público
que la aplaude, reconociendo como él sus defectos: es decir la parte
inteligente del público, porque el vulgo no es nunca juez competente ni
aceptable ni aceptado en materias literarias.
A lo segundo, que el no ser vanidoso, no es ser ingrato, y el
aceptar con modestia lo que me corresponda solamente de gloria por
lo bueno de mi obra, no es despreciar mi popularidad, sinó aceptarla
con justa medida en lo que vale. Y aquí me ocurre una observacion,
y es, que si un vanidoso hubiera en mi lugar escrito mi _Don Juan
Tenorio_ y alcanzado el éxito colosal que yo con el mio, hubiera sido
probablemente necesario echarle de España ó encerrarle en un manicomio;
porque hubiera querido ser ministro de Hacienda, gobernador de Cuba y
tener estátuas en vida.
Y á lo tercero, que en lugar de intentar accion alguna retroactiva
contra mis editores, poseedores legales de la propiedad de mi _Don
Juan_ en época en que aún no existia la ley de propiedad literaria,
en vez de dirigirme contra ellos, al ver que Dios alargaba mi vida más
de lo que yo esperaba, me dirigí francamente al Gobierno, diciéndole:
«Mi _Don Juan_ produce un puñado de miles de duros anuales á sus
editores, y mantengo con él en la primera quincena de Noviembre á todas
las compañías de verso en España; pero como tu ley no tiene efecto
retroactivo, no por el mérito de mi obra, sinó por lo que á los demás
produce, no me dejes morir en el hospital ó en el manicomio. »
El Gobierno, teniendo por razonable mi demanda, me dió pan y con él me
he contentado.
Pero reclamo el derecho de ver y reconocer los defectos de mi obra;
Revilla y otros críticos juiciosos los han indicado ya, con la opinion
de que deben corregirse y de que su autor está, no sólo en el derecho,
sinó en la obligacion de refundirla. Mi obra tiene una excelencia que
la hará durar largo tiempo sobre la escena, un génio tutelar en cuyas
alas se elevará sobre los demás Tenorios; la creacion de mi doña Inés
cristiana: los demás Don Juanes son obras paganas; sus mujeres son
hijas de Vénus y de Baco y hermanas de Priapo; mi doña Inés es la hija
de Eva ántes de salir del Paraíso; las paganas van desnudas, coronadas
de flores y ébrias de lujuria, y mi doña Inés, flor y emblema del
amor casto, viste un hábito y lleva al pecho la cruz de una Orden de
caballería. Quien no tiene carácter, quien tiene defectos enormes,
quien mancha mi obra es D. Juan; quien la sostiene, quien la aquilata,
la ilumina y la da relieve es doña Inés; yo tengo orgullo en ser el
creador de doña Inés y pena por no haber sabido crear á D. Juan. El
pueblo aplaude á éste y le rie sus gracias, como su familia aplaudiria
las de un calavera mal criado; pero aplaude á doña Inés, porque ve
tras ella un destello de la doble luz que Dios ha encendido en el alma
del poeta: la inteligencia y la fé. D. Juan desatina siempre, doña Inés
encauza siempre las escenas que él desborda.
Desde la primera escena, ya no sabe D. Juan lo que se dice; sus
primeras palabras son:
Ciutti. . . este pliego
irá dentro del orario
en que reza doña Inés
á sus manos á parar.
¡Hombre, no! en el orario en que rezará, cuando usted se lo regale;
pero no en el que no reza aún, porque aún no se lo ha dado Vd. Así
está mi D. Juan en toda la primera parte de mi drama, y son en ella
tan inconcebibles como imperdonables sus equivocaciones hasta en las
horas. El primer acto comienza á las ocho; pasa todo: prenden á D. Juan
y á D. Luis; cuentan cómo se han arreglado para salir de su prision:
preparan don Juan y Ciutti la traicion contra D. Luis, y concluye el
acto segundo diciendo D. Juan:
A las nueve en el convento,
á las diez en esta calle.
Relój en mano, y habia uno en la embocadura del teatro en que se
estrenó, son las nueve y tres cuartos; dando de barato que en el
entreacto haya podido pasar lo que pasa. Estas horas de doscientos
minutos son exclusivamente propias del relój de mi D. Juan. En el
tercer acto se oye el toque de ánimas; yo tengo en mis dramas una
debilidad por el toque de ánimas; olvido siempre que en aquellas épocas
se contaba el tiempo por las horas canónicas; y cuando necesito marcar
la hora en la escena, oigo siempre campanas, pero no sé dónde, y
pregunto qué hora es á las ánimas del purgatorio. La unidad de tiempo
está _maravillosamente_ observada en los cuatro actos de la primera
parte de mi _D. Juan_, y tiene dos circunstancias especialísimas; la
primera es milagrosa, que la accion pasa en mucho ménos tiempo del que
absoluta y materialmente necesita; la segunda, que ni mis personajes ni
el público saben nunca qué hora es.
En el final, D. Juan trae á los talones toda la sociedad representada
en el novio de la mujer por engaño desflorada, en el padre de la hija
robada y en la justicia humana, que corren gritando justicia y venganza
trás el seductor, el robador y el sacrílego: en aquella situacion está
el drama; por el amor de doña Inés, va á matar á su padre y á D. Luis,
y tiene preparada su fuga y el rapto en un buque de que habla Ciutti;
pues bien, en esta situacion altamente dramática, aquel enamorado que
por su pasion ha atropellado y está dispuesto á atropellar cuanto hay
respetable y sagrado en el mundo, cuando él sabe muy bien que no van á
poder permanecer allí cinco minutos, no se le ocurre hablar á su amada
más que de lo bien que se está allí donde se huelen las flores, se oye
la cancion del pescador y los gorjeos de los ruiseñores, en aquellas
décimas tan famosas como fuera de lugar: doña Inés las encarrila
desarrollando á tiempo su amor poético y su bien delineado carácter, en
las redondillas mejores que han salido de mi pluma.
De la desatinada ocurrencia mia de colocar en tan dramática situacion
tan floridas décimas, resulta que no ha habido ni hay actor que haya
acertado ni pueda acertar á decirlas bien. El público, que se las
sabe de memoria, le espera en ellas como el de un circo á un clown que
va á dar el doble salto mortal: si el actor, verdadero y concienzudo
artista, las quiere dar la suavidad, la ternura, la flexibilidad y el
cariño que sus suaves, cariñosas y rebuscadas palabras exigen. . . ¡ay de
mí! como aquellas décimas no fueron por mí escritas acendrándolas en el
crisol del sentimiento, sinó exhalándolas en un delirio de mi fantasía,
resulta su expresion falsa y descolorida por culpa únicamente mia; que
me entretuve en meter á la paloma y á la gacela, y á las estrellas
y á los azahares en aquel duo de arrullos de tórtolas, en lugar de
probar en unos versos ardientes, vigorosos y apasionados la verdad de
aquel amor profundo, único, que celeste ó satánico, salva ó condena;
obligando á Dios á hacer aquellas famosas maravillas que constituyen la
segunda parte de mi _D. Juan_.
Si el actor, pasando sobre su conciencia y haciendo caso omiso de la
del autor y de su deber de imponerse al vulgo, por dar gusto á éste y
arrancar un aplauso, las declama á gritos y sombrerazos como se hace
hoy por nuestros más roncos y aplaudidos actores. . . el aplauso estalla,
es verdad; pero ¿á quién pertenece? Al actor, no; porque al exponerse
á arrojar por la boca los pulmones arroja con ellos al sentido comun
por encima de la batería del proscenio, en cambio del aplauso de los
engañados espectadores: al poeta, tampoco; porque aquellas palmadas
resultan poco ménos que bofetadas para él, á quien jamás pudo
ocurrírsele que tuvieran que ahullarse y berrearse unas décimas tan
artificiosas y tan mal traidas, pero forjadas con los más poéticos
pensamientos y expresadas con las más suaves, armónicas y cariñosas
palabras.
¿Qué quiero yo decir con esto? ¿Que los actores no saben representar
mi _D. Juan Tenorio_? No: quiero decir que _en mala situacion no hay
actor bueno_; que obra mia es aquella situacion mala; y que yo, que no
transijo con mi conciencia al juzgar mis obras, no transijo con los
actores que transigen con la suya en las mias.
¿Intento yo, como se ha supuesto, al decir la verdad sobre mi _D.
Juan_, y al hablar con tal ingenuidad de mí mismo, desacreditar mi obra
y conspirar contra su representacion y éxito anuales, por el inútil
y villano placer de perjudicar á mis editores y á los empresarios y
actores, porque la propiedad de mi obra no me pertenece?
Estúpida ó malévola suposicion. _D. Juan Tenorio_, que produce miles
de duros y seis dias de diversion anual en toda España y las Américas
españolas, no me produce á mí un solo real; pero, me produce más que á
ningun actor, empresario, librero ó especulador: porque la aparicion
anual de mi _D. Juan_ sobre la escena, constituye á su autor su fénix
que renace todos los años. _D. Juan_ no me deja ni envejecer ni morir:
_D. Juan_ me centuplica anualmente la popularidad y el cariño que por
él me tiene el pueblo español: por él soy el poeta más conocido hasta
en los pueblos más pequeños de España y por él solo no puedo ya en ella
morir en la miseria ni en el olvido: mi drama _D. Juan Tenorio_ es al
mismo tiempo mi título de nobleza y mi patente de pobre de solemnidad:
cuando ya no pueda absolutamente trabajar y tenga que pedir limosna, mi
_D. Juan_ hará de mí un Belisario de la poesía: y podré sin deshonra
decir á la puerta de los teatros: «dad vuestro óbolo al autor de _D.
Juan Tenorio_,» porque no pasará delante de mí un español que no nos
conozca ó á mí ó á él.
¿Cómo, pues, he de anhelar yo desprestigiar, ni desterrar del teatro
á mi venturoso desvergonzado _Don Juan_, que es el sér de mi sér y la
única esperanza de mi porvenir?
Pero ¿qué intereses ataca, qué amor propio ofende el modesto
conocimiento de sí mismo que el autor del tal _D. Juan_ manifiesta al
juzgar su obra, cuando ha tenido treinta y tres años para estudiarla?
¿cuando, _velis nolis_, le han hecho presenciar ochenta veces su
representacion, durante la cual, á no haber sido de piedra como su
estátua del Comendador, tiene forzosamente que haberla visto y héchose
cargo de cómo pasa lo que en ella sucede?
¿Seria posible, aunque para mí inconcebible seria, que se ofendiera la
crítica de que yo, á mis sesenta y cuatro años, al ajustar cuentas con
mi conciencia, dijera de mi _D. Juan_ lo que ella ó por consideracion
al autor ó por no atreverse á ir contra la corriente de la opinion,
no ha dicho en los mismos treinta y tres años? Es imposible; la
crítica tiene que ser hidalga y leal en España, como lo es su pueblo,
y no puede tornarse nunca en injusta, corrigiendo sólo al autor, no
concediéndole ni permitiéndole nada, ni áun reconocer y corregir sus
defectos, sin corregir el mal gusto, cuando estravía los juicios del
público y el arte de los actores, ocasionando los escesos y faltas de
las empresas: todo lo cual constituye lo que se llama el teatro: que no
es sólo la palabra escrita del poeta.
Dejémoslo aquí. Con todo lo dicho y lo que por decir me queda, no
he pretendido más que alegar el derecho y la obligacion que tengo
de ser modesto confesando mis defectos y errores, para que ni mis
contemporáneos que me aplauden, ni la posteridad si de mí se acuerda,
tengan motivo dado por mí en que apoyarse, para creer que yo vivo
hinchado y esponjado como el pavon y sueño conmigo mismo cuando duermo,
por la vanidad de ser quien soy, y de haber hecho y escrito lo que he
escrito y hecho.
Y si hay alguno que me envidia el ser autor del _Don Juan_, ¡ojalá
pudiera yo traspasárselo para que gozara en mi lugar las consecuencias
de haberlo escrito!
La veracidad de mi opinion sobre esta obra la expresé muy claramente
y de todo corazon en las últimas redondillas de las que leí en un
beneficio que con él me dió Ducazcal en el teatro Español el año
pasado, que inserto aquí para concluir, y por creer que aquí tienen su
legítimo puesto y lugar.
En los años que han corrido
desde que yo le escribí,
miéntras que yo envejecí
mi _Don Juan_ no ha envejecido:
Y fama tal por él gozo
que se cree, á lo que parece,
porque _Don Juan_ no envejece,
que yo he de ser siempre mozo:
Y hoy el bravo Ducazcal
os anuncia en su cartel
que he de hacer aquí un papel,
que tengo que hacer ya mal.
Yo no soy ya lo que fuí:
y viendo cuán poco soy,
dejo á los que más son hoy
pasar delante de mí;
Pues por Dios, que por más brava
que sea mi condicion,
la fiebre rinde al leon,
la gota la piedra cava.
Aún latir mis brios siento:
pero es ya vana porfía,
no puedo ya la voz mia
pedirle otra vez al viento:
Y á quien me lo quiere oir,
digo años há por do quier,
que pierdo el sér de mi sér
y que me siento morir;
Pero nadie me hace caso
por más que hablo á voz en grito,
porque este _Don Juan_ maldito
por do quier me sale al paso;
Y ni me deja vivir
en el rincon de mi hogar,
ni deja un año pasar
sin dar de mí qué decir.
Yo me apoco dia á dia,
y este bocon andaluz,
á quien yo saqué á la luz
sin saber lo que me hacia,
me viste con su oropel
y á luz me saca consigo;
por más que á voces le digo
que ir no puedo á par con él.
Mas tánto favor os debo
por él, que en verdad me obliga
á que algo esta noche os diga
de este insolente mancebo.
Oid. . . es una leyenda
muy difícil de contar,
porque tiene algo á la par
de ridícula y de horrenda:
una historia íntima mia.
Yo era en España querido
y mimado y aplaudido. . .
y me huí de España un dia.
Vivia á ciegas y erré:
y una noche andando á oscuras
tropecé en dos sepulturas,
y de Dios desesperé.
Emigré: me dí á la mar;
y esperando en el olvido
una muerte hallar sin ruido,
en América fuí á dar.
No llevando allá negocio
ni esperanza á qué atender,
al tiempo dejé correr
en la oscuridad y el ócio.
Once años anduve allí
vagando por los desiertos,
contándome con los muertos
y sin dar razon de mí.
Los indios semi-salvajes
me veian con asombro
ir con mi arcabuz al hombro
por tan agrestes parajes;
y yo en saber me gozaba
que nadie que me veia
allí, quién era sabia
el que por allí vagaba;
y esperé que de aquel modo
de mí y de mi poesía
como yo se olvidaria
á la fin el mundo todo.
Mi nombre, pues, con intento
de dejar perder, y en suma
sin papel, tinta, ni pluma,
ni libros ya en mi aposento,
bebia en mi soledad
de mis pesares las heces:
mas tenia que ir á veces
del desierto á la ciudad.
Vivo el cuerpo, el alma inerte,
á caballo y solo, iba
como una fantasma viva,
sin buscar ni huir la muerte.
Y hago aquí esta narracion
porque sirva lo que digo
á mis hechos de castigo,
y á modo de confesion.
Sobre mí á un anochecer
un nublado se deshizo,
y entre el agua y el granizo
me dejó una hacienda ver.
Eché á escape y me acogí
de la casa entre la gente,
como franca lo consiente
la hospitalidad allí.
Celebrábase una fiesta:
que en aquel país no hay dia
que en hacienda ó ranchería
no tengan una dispuesta;
y son fiestas extremadas
allí por su mismo exceso,
de las hembras embeleso,
de los hombres emboscadas.
Y á no ser de mi leyenda
por no cortar la ilacion,
hiciera aquí descripcion
de una fiesta en una hacienda,
donde nadie tiene empacho
de usar á gusto de todo;
porque son fiestas á modo
de las bodas de Camacho.
Allí acuden sin convite
buhoneros, comerciantes
y cirqueros ambulantes;
sin que á nadie se le quite
de entrar en corro el derecho,
de gastar de los abastos,
ni de colocar sus trastos
donde quiera que halle trecho.
Jamás se apaga el hogar,
jamás el servicio cesa;
siempre está puesta la mesa
para comer y jugar.
Por salas y corredores
se oye el son á todas horas
de carcajadas sonoras,
de onzas y de tenedores.
Todo es peleas de gallos,
toros, lazos, herraderos,
manganas y coleaderos
y carreras de caballos;
Y al fin de un dia de broma
que nada en Europa iguala,
todo el mundo entra en la sala
y sitio en el baile toma.
Entré é hice lo que todos:
y cuando creí que al sueño
se iban á dar, dí yo al dueño
gracias por sus buenos modos:
mas mi caballo al pedir,
asiéndome por la mano,
me dijo el buen campirano
soltando el trapo á reir:
«¿Y á quién hay que se le antoje
dejar ahora tal jolgorio?
Vamos, venga usté á la troje
y verá el _Don Juan Tenorio_. »
Y á mí que lo habia escrito
en la troje me metia;
y allí al paso me salia
mi audaz andaluz precito.
Mas ¡ay de mí, cuál salió!
Lo hacia un indio Otomí
en jerga que el diablo urdió;
tal fué mi _Don Juan_ allí,
que ni yo le conocí
ni á conocer me dí yo.
Tal es la gloria mortal,
y á quien Dios se la confiere
si librarse de ella quiere
se la torna Dios en mal.
A mí no me la tornó,
porque por mi buena suerte,
del olvido y de la muerte
do quier _Don Juan_ me salvó.
¡Dios no quiso allá de mí!
y de mi patria el olvido
temiendo, como habia ido,
á mi patria me volví.
¡Feliz malogrado afan!
al volver de tierra extraña,
me hallé que habia en España
vivido por mí _Don Juan_.
Comprendí en su plenitud
de Dios la suma clemencia:
_Don Juan_ habia en mi ausencia
borrado mi ingratitud.
Mónstruo sin par de fortuna,
miéntras yo de España huia,
en España me ponia
en los cuernos de la luna.
Y ni fuerza ni razon
han podido derribar
tal ídolo del altar
que le ha alzado la opinion.
Pero hablemos con franqueza
hoy que todo coadyuva
para que aquí se me suba
á mí el humo á la cabeza:
Desvergonzado galan
siempre atropella por todo
y de atajarle no hay modo,
¿qué tiene, pues, mi _Don Juan_?
Del fondo de un monasterio
donde le encontré empolvado,
yo le planté remozado
en mitad de un cementerio:
Y obra de un chico atrevido
que atusaba apenas bozo,
os parece tan buen mozo
porque está tan bien vestido.
Pero sus hechos están
en pugna con la razon:
para tal reputacion
¿qué tiene, pues, mi _Don Juan_?
Un secreto con que gana
la prez entre los don Juanes:
el freno de sus desmanes:
que Doña Inés es cristiana.
Tiene que es de nuestra tierra
el tipo tradicional;
tiene todo el bien y el mal
que el génio español encierra.
Que hijo de la tradicion,
es impío y es creyente,
es baladron y es valiente,
y tiene buen corazon.
Tiene que es diestro y es zurdo,
que no cree en Dios y le invoca,
que lleva el alma en la boca,
y que es lógico y absurdo.
Con defectos tan notorios
vivirá aquí diez mil soles;
pues todos los españoles
nos la echamos de Tenorios.
Y si en el pueblo le hallé
y en español le escribí
y su autor el pueblo fué. . .
¿Por qué me aplaudís á mí?
Dejémoslo aquí hasta que veamos á mi D. Juan ante la conciencia de su
autor, que tambien veremos á los actores ante mi _Don Juan_.
XIX.
(PARÉNTESIS. )
I.
Mi campaña teatral habia durado cuatro años: del 40 al 45. Fiel á mi
bandera, no me habia yo pasado jamás al enemigo, combatiendo siempre
en primera fila; y en aquellos cuatro años, porque en la temporada
del 41 al 42 no escribí nada por lo que adelante diré, habia yo dado
á la empresa Lombía veinte y dos obras escénicas, desde _Cada cual
con su razon_ hasta _D. Juan Tenorio_[2]. Ninguna de ellas habia sido
silbada, ni retirada del cartel sin cinco representaciones; y habian
quedado del repertorio de Latorre, con éxito completo, _El Zapatero
y el Rey_, _Sancho García_, _El rey loco_, _El puñal del godo_,
_El alcalde Ronquillo_ y el _D. Juan_: Lombía repetia en el suyo el
_Cada cual con su razon_ y _La mejor razon la espada_. La empresa
del teatro del Príncipe no me habia visto jamás en el saloncito de
Julian Romea, ni para sus afortunados actores habia yo en los cuatro
años escrito un sólo verso; siendo el único escritor que siguió
constante la inconstante suerte de la empresa de la Cruz, y escribiendo
exclusivamente para Lombía y Latorre.
[2] _Cada cual con su razon_; _Lealtad de una mujer_; primera
y segunda parte de _El Zapatero y el Rey_; _El eco del
torrente_; _Los dos vireyes_; _El molino de Guadalajara_;
_Un año y un dia_; _Apoteosis de Calderon_; _Sancho García_;
_El caballo del rey D. Sancho_; _La mejor razon la espada_;
_El puñal del godo_; _La oliva y el laurel_; _Sofronia_;
_La Creacion y el Diluvio_; _El rey loco_; _La reina y los
favoritos_; _La copa de marfil_; _El alcalde Ronquillo_; _D.
Juan Tenorio_.
¿Por qué? Lo diré más adelante al recordar cómo, por qué y para quién
escribí el _Traidor, inconfeso y mártir_; ántes y por hoy tengo
necesidad de decir algo de las vicisitudes por que habian pasado los
teatros de verso, durante los cinco años de la revolucion literaria, de
la cual fuí entónces hijo mimado y hoy todavía viviente recordador.
Porque estos mis desordenados Recuerdos del tiempo viejo son una
madeja de quebradizos y rotos hilos, de cuyos cabos voy tirando al
azar segun los voy devanando en el desigual ovillo de mis artículos de
_El Imparcial_; y en éste veo que es preciso que dé á mis lectores,
si tengo algunos, un cabo conductor y alguna luz que les guie por
el laberíntico relato de mis entradas y salidas por las puertas y
escenarios de los teatros de la Cruz y del Príncipe. Mis Recuerdos
no son, desventuradamente para mí, una obra de cronológica ilacion,
de continuidad lógica y progresiva de bien enlazados sucesos, y de
uniforme estilo, como las curiosas Memorias de un setenton, del Sr.
de Mesonero Romanos; á quien aprovecho esta ocasion para dar gracias
por el cariñoso recuerdo que en ellas hace de mí, y para rendirle el
homenaje debido al más fácil de nuestros prosistas, al más ameno y
castizo de nuestros narradores, al más cortés de nuestros críticos, y
al más exacto pintor de nuestras costumbres. Mis Recuerdos no pueden,
ni intentan competir con sus Memorias; y cuando hoy se reducen á libro
con una más ordenada forma, aún no pueden parangonarse con aquellas;
elegante y última, pero genuina produccion del vigoroso ingenio del
Curioso parlante, en cuya curiosa personalidad prolonga Dios la luz de
la inteligencia para gloria y contentamiento de la presente generacion.
Hecha esta salvedad y cumplido este deber, vuelvo la vista atrás y
retrocedo cuatro años, para entrar por preparado camino en el quinto y
último de mis recuerdos teatrales.
La temporada cómica del 38 al 39, por no sé qué circunstancias
fortuitas ó premeditadas, iba á pasar sin que hubiese compañía en
los teatros de Madrid. Lombía, asociado con Luna, Pedro Lopez, las
Lamadrid y otros se presentaron en época avanzada, con las más
sinceras protestas de modestia, á llenar como mejor pudiesen aquel
vacío. Estimóselo el público, y quedó constituida en compañía aquella
sociedad, para la temporada del 39 al 40. _La redoma encantada_ fué
para ella la gallina de los huevos de oro, y en aquel año cómico
presenté yo mis tres primeras comedias, segun van marcadas en la nota
correspondiente á este párrafo. Con la cooperacion del infatigable
Breton, de García Gutierrez, Olona, y otros autores, el año fué un
negocio, y á la temporada siguiente (la de 40 al 41) vino á tomar
parte en él Julian Romea con Matilde y su compañía. Romea, Salas y
Lombía tomaron ambos teatros, y habiendo yo comprometido mi palabra con
Cárlos Latorre de escribir para él la segunda parte del Rey D. Pedro,
cuya primera habia estrenado Luna, pero no habiendo querido Romea
escriturar á Latorre, preferí no escribir para el teatro á faltar á la
palabra empeñada á éste.
No duró mucho la union de Julian con Lombía; y como por aquel tiempo
transformara en teatro su circo Colmenares, que del de la plaza del Rey
era propietario, Lombía, que habia tomado el viejo coliseo de la Cruz
patrocinado por el banquero Fagoaga, director del Banco, estrenó el del
Circo en el verano con Cárlos Latorre, miéntras se hacia de nuevo el de
la Cruz. La empresa Colmenares, que era adinerada y emprendedora, hizo
competencia á los dos teatros y á las dos compañías del Príncipe y de
la Cruz, primero con grandes pantomimas y despues con ópera y baile:
del 42 al 43.
Lombía, que disponia de no escasos fondos y que era hombre de no
cortos alcances, se volvió á unir con Romea contra el enemigo comun;
y conservando independientes sus dos compañías de verso, fueron
coempresarios para dos nuevas de baile y de ópera, que alternaron en
sus dos teatros. La Lema (que casó despues con Ventura de la Vega),
La Tossi (mujer luego de Lorenzo Milans) y la Villó ganaron allí con
justicia la reputacion de primeras cantantes; y Salas en _Chiara di
Rossemberg_ se hizo el primer caricato español; sosteniendo el baile
la pareja Bartholomin, con su padre de director, Aranda de pintor,
otra pareja italiana y un par de docenas de coristas aragonesas
y valencianas, que se las tuvieron ten con ten á la Petit y á la
Guy-Sthefan y á las andaluzas del circo.
II.
Del 43 al 44, Lombía solo, sin Romea, pero con Matilde, Guzman,
Latorre, Sobrado, Pizarroso, Azcona, las Lamadrid y la Sampelayo,
sostuvo la competencia contra las compañías del Circo con la mejor de
verso que tal vez se ha reunido, y una de ópera de _primo cartello_
(hasta el 45) con Moriani, Guasco y otros célebres cantantes. En estos
dos años se pusieron en escena en la Cruz _La lámpara maravillosa_,
fantástica y maravillosamente decorada por Aranda, _El triunfo
de la Cruz_ y _La Encantadora_, y en el Príncipe _La Sílfide_ y
_Hernan-Cortés_, varios dramas de Hartzenbusch y García Gutierrez,
el _Don Alfonso el Casto_ y la _Doña Mencía_, el _Alfonso Munio_ y
_El Príncipe de Viana_, de Gertrudis Avellaneda, y muchas comedias de
Breton, que dieron prez al arte escénico y dinero á la administracion.
El Circo, al fin, amparado por Narvaez, Salamanca y otros personajes de
valia, se llevó la atencion con la competencia de la Fuoco y la Guy, á
quienes se presentaban gigantescos ramos de flores conducidos en brazos
de servidores con librea, en azafates y jarrones de plata y porcelana
de china, y hasta en un carro que apenas cabia por la calle del centro
de las butacas.
Yo no sé lo que el arte ganó con aquel frenesí y aquellos delirios;
pero el público se hartó de gritar por uno ú otro partido, y de
divertirse con las excéntricas locuras de ambos; y se vieron en
la escena de los tres teatros las más costosas decoraciones, los
más lujosos trajes, las más cortas y transparentes enaguas, y las
bailarinas más correctamente empernadas y de más ricas formas de los
cuatro reinos de Andalucía y de la antigua coronilla de Aragon.
Por fin perdimos nosotros los de la Cruz, que estuvimos á pique de
ser crucificados. En Diciembre del 45 Lombía tuvo que prescindir de
Cárlos Latorre, que se fué á Granada, y yo á mi casa á contentarme con
saber que en Granada se aplaudia á Cárlos; sin el cual abrió Lombía el
teatro del Instituto, con Caltañazor, las hermanas Flores, la Pámias,
la Carrasco, la Concha Ruiz, Lumbreras, etc. En esta temporada, y ántes
de abandonar la Cruz, se hicieron las zarzuelas _El Sacristan de San
Lorenzo_, _La Venganza de Alifonso_ y _La pradera del Canal_, parodias
de la _Lucia_ y la _Lucrecia_, escritas por Azcona, el más inteligente
y entendido de nuestros actores de entónces, excepto Pedro Mate:
cuadros de costumbres concienzudamente estudiados y con maravillosa
exactitud copiados del natural.
En Junio del 46 fuí yo á Francia, de donde regresé en Enero el 47,
por el fallecimiento de mi madre: á mi vuelta hallé instalada en el
Instituto la compañía andaluza de Calvo y Dardalla, donde estos dos
actores representaban de una manera tan incomparable como encantadora
_Los celos del tio Macaco_ y _La flor de la canela_. Pepe Calvo, padre
de Rafael, hacia un tio Macaco tan indescriptible y característico, un
gitano tan picaresco y atruhanado, tan anguloso, descaderado y zancudo,
que no le produjeron más espirrabao ni Triana en Sevilla, ni el Perchel
en Málaga.
Del 48 al 49. El Ayuntamiento se encargó del teatro y se fundó el
Español, con una compañía completa compuesta de Romea, Valero, Arjona,
Matilde, Bárbara, Teodora y Osorio, etc. Catalina no aceptó su puesto
en ella por razones personales, y Carceller con un asociado tomó para
Catalina el viejo teatro de Variedades, con la Manuela Ramos, la Juana
Samaniego, Juan Catalina, Cortés el buen gracioso, Manuel Gimenez y
otros. Al fin de temporada contrataron á Salas, Adela Latorre, al tenor
Gonzalez, etc. , con quienes pasaron al teatro de los Basilios, miéntras
que Harpa, propietario de Variedades, remodernaba su sala y escenario,
dejándolos como estaban aún el año pasado de 79.
Y aquí acaban mis recuerdos de los teatros que conocí ántes de mi
expatriacion, y salvas algunas inexactitudes de fechas, y alguna
confusion de ajuste de actores, esta es la historia de los teatros de
Madrid desde el 40 al 49: tan ligeramente apuntada como lo permite el
ligero espíritu de estos recuerdos á vuela pluma, y tan en confuso
cuadro como se conservan amontonados en mi turbia memoria todos
aquellos empresarios tan activos y batalladores, todos aquellos actores
tan bien vestidos y todas aquellas bailarinas tan bien desnudas.
Pálidas, dispersas y móviles siluetas, recuerdos desperdigados de la
memoria del muchacho, que aún bailan en sueños una diabólica danza
Macabra por el ya frio, desierto y nebuloso campo de la imaginacion del
viejo poeta.
III.
Y aquí abre mi memoria un oasis fresco, umbroso y apacible en el árido
y enmarañado desierto de mis recuerdos; en él se levanta y por él
corre, y su abrasada atmósfera templa y oréa una brisa vital, salubre
y perfumada que envia mi corazon amante á mi descarriada fantasía.
¿Por qué no he de sentarme á reposar un punto á la sombra de este
oasis? ¿Por qué no he de aspirar esta brisa á la luz del único rayo
de esperanza que ilumina la lóbrega y tempestuosa atmósfera de mis
recuerdos, y el turbio y estéril arenal de mi inútil existencia? ¿Qué
son estos mis Recuerdos del tiempo viejo más que las aspiraciones
íntimas de mi alma, los suspiros de mi corazon y los latidos de mi
conciencia? Surja, pues, de las aguas azules del pintoresco lago de la
poesía el vapor puro de los suspiros del alma; revélese el hombre en la
faz del poeta, y véase el corazon de aquel á través de las cuerdas de
la lira de éste.
Por aquel tiempo vino á Madrid mi pobre madre, á quien yo no habia
visto y de quien nada habia sabido desde aquella desventurada noche en
que abandoné mi paterno hogar.
Dos figuras bellísimas, dos imágenes tan queridas como nunca olvidadas,
resaltan en este cuadro de mis recuerdos: la de mi madre y la de Paco
Luis de Vallejo, corregidor de Lerma en 1835, á quien dediqué mi _D.
Juan Tenorio_ en 1844. Volvamos un instante la vista al mes de Julio de
1835 para posarla despues en el de 1844.
A la llegada á Madrid de la Reina María Cristina, era mi padre
superintendente general de policía del reino: el duque de San Cárlos y
Arjona, que para traerle hasta tan importante puesto le habian hecho
pasar por la Chancillería de Valladolid, la Audiencia de Sevilla y la
Sala de Alcaldes de casa y corte, se le habian propuesto á Fernando
VII como un partidario fiel de la causa realista, como un íntegro
magistrado y un hombre de carácter enérgico, á propósito para limpiar
á Madrid de los ladrones y vagos que pululaban en 1827 por las mal
empedradas calles y peor alumbrados callejones de la villa y corte
de entónces, de la cual dan tan exacta idea las Memorias de Mesonero
Romanos. Al instalarse mi padre en la superintendencia, en la casa de
la calle del Príncipe que hoy habita el duque de Santoña, tenia ya
montada una policía, que acabó en cuarenta dias con todos los ladrones,
de la manera que tal vez diré en algun artículo posterior. Bástame, por
hoy, indicar el principio tan bárbaro como exacto de que su justicia
partia, y era este: «Los séres humanos, que faltos de educacion moral
y religiosa, y viviendo en guerra con la sociedad, creen que el robo
es una profesion, y el asesinato necesario para cometer y encubrir el
robo, no tienen más que un miedo: el de la muerte. » En consecuencia
de cuyo principio, y conociendo el modo lento y embrollado con que la
justicia ha solido caminar siempre en España, anunció que «los ladrones
quedaban sujetos á una comision militar, asesorada por un alcalde de
casa y corte y un escribano del crímen;» instalóse la tal comision;
y ladron cogido, ladron ahorcado. Bárbaro era tal vez el principio,
pero necesario y eficaz fué el procedimiento; los únicos tres años
que Madrid ha estado completamente libre de ladrones _de profesion_,
fueron los de 28, 29 y 30. Otro dia hablaremos de esto: no manchemos
hoy con tan repugnantes memorias la purísima de mi madre y la alegre y
caballeresca del apuesto _garçon_ corregidor de Lerma, Paco Vallejo.
Mi padre fué el primer dignatario de la situacion realista depuesto
por la influencia liberal de la Reina Cristina: cayó como los vencidos
que capitulan, y salió con armas y bagajes: las condiciones de su
destitucion no fueron más que la de salir de Madrid y sitios reales
en el término de ocho dias. Fué, pues, á refugiarse á un pueblecillo
de la provincia de Búrgos, en donde un hermano de mi madre era cabeza
de una numerosa familia, y á cuyo otro hermano, capellan de aquel
pueblo, habia nombrado canónigo de la colegiata de Lerma el duque del
Infantado, patrono de aquella iglesia y heredero del duque de Lerma, su
fundador. El cólera del 34, que introdujo la muerte y la division en la
familia, nos obligó á abandonar aquel pueblecillo tan pequeño, oculto
y desconocido, que su nombre no se halla en los mapas; y miéntras yo
pasaba las temporadas del curso escolar en las Universidades de Toledo
y Valladolid, mis padres vivian en un tranquilo destierro en casa de mi
tio el canónigo de Lerma. Allí fué de corregidor mi inolvidable Vallejo.
Su llegada fué un acontecimiento para el partido que iba á gobernar, y
un justo motivo de sobresalto para mi padre; quien no habiendo aprobado
el levantamiento carlista, en cuyo éxito no creia, habia rechazado las
sugestiones de los amigos y de los agentes del levantamiento, resuelto
á no mezclarse en él por voluntad propia; pero hombre importante y
conocido de la pasada situacion, no podia ménos de ser sospechoso al
nuevo gobierno, y se dió tal vez por perdido al ver llegar á Lerma
un corregidor modelado en un molde tan distinto del en que él habia
concebido que debian vaciarse los corregidores. Paco Vallejo era un
mozo de veintisiete años, que vestia con elegancia, que marchaba con
soltura, que fumaba ricos habanos que de Madrid le remitian, que bebia
Jerez, y, ¡cosa inconcebible para mi padre! que se presentó á tomar
posesion de su corregimiento con el uniforme de nacional de caballería
de Madrid, con el chacó en la cabeza, el baston en la derecha y el
sable á la cintura. Paco Vallejo era uno de los calaveras de buen
tono de aquella edad de calaveras, que volvieron del revés á España
como un sastre la manga de una levita, á la cual hay que poner forros
nuevos: un Don Juan de la clase media, que podia presentarse y bravear
en el salon más aristocrático: un abogado jóven lleno de audacia y de
talento, tan agudo de ingenio como seductor de modales, á quien era
preciso tener un par de años en un corregimiento para hacerle llegar á
una toga en la audiencia de la Habana: y á quien mi padre y yo tuvimos
la fortuna de que nos enviara á Lerma D. Cláudio Anton de Luzuriaga.
Cuando Vallejo llegó á Lerma, acababa yo de volver, concluido el curso
de la Universidad de Valladolid. Dimos uno con otro, él bajando y yo
subiendo la calle Mayor; llamé yo su atencion por mi traje y porte
más cortesano del de la gente del país: encaróse conmigo, plantémele
yo delante cediéndole la derecha, pero sin bajar mis ojos á su
investigadora mirada, y preguntóme:--¿Quién es V. , caballerito, que no
tiene trazas de ser de esta tierra?
Decliné yo mi nombre y el de mi padre, y esperé, sombrero en mano, á
que tomara mi filiacion en unos instantes de silencio y bajo el poder
de una escrutadora mirada, ante la cual no creí conveniente bajar la
mia.
--Está bien--me dijo, concluido su exámen--tendré mucho gusto en
conocer al padre de tal hijo. ¿Dónde le ha educado á V. su señor padre?
--En el Real Seminario de nobles de Madrid--respondí.
--¡Hola! ¿es V. discípulo de los jesuitas?
--Sí, señor; pero no les hago mucho honor, porque he sido siempre muy
desaplicado.
--No habrá sido en la cátedra de la lengua castellana.
--Ni en la de otras.
--¿Conoce V. muchas lenguas extranjeras?
--Tengo rudimentos de tres y rompo en ellas la conversacion.
--Espero tener ocasion de hablar con V. en alguna; tal vez en las tres.
--Estoy á la disposicion de usía.
--Y mi corregimiento á la de su señor padre: hagáselo V. presente de mi
parte.
Siguió su camino el corregidor, y apreté yo el paso hácia mi casa para
advertir á mi padre de que creia que acababa de cometer una torpeza,
que podia muy bien habernos puesto en mal con el miliciano corregidor.
Frunció mi padre el entrecejo escuchando mi narracion, pero no desplegó
sus labios, y ántes de anochecer fué á visitar á Vallejo, dejando á mi
madre y á su hermano el canónigo en angustiosa incertidumbre; era para
ellos evidente que yo habia traido á mi padre la órden de presentarse
inmediatamente ante aquella extraña autoridad.
Al volver mi padre de su visita, respondió á la interrogadora mirada de
mi madre con estas palabras:--«Es un hombre atentísimo y no temo doblez
en él; pero no puedo comprender sus intenciones.
Yo no puedo visitar á V. ; me ha dicho al despedirme; pero envíeme V.
á su hijo: no sé comer solo, soy algo hablador y me ha parecido que
su hijo de V. no tiene pelos en la lengua. --¡Dios ponga tiento en
ella! exclamó mi padre volviéndose á mí. Mañana irás al alojamiento
de ese botarate, y sereis dos: si te invita á comer, acepta; pero no
bebas. Habla poco, si puedes, y escucha bien lo que te diga, porque
probablemente te lo dirá para que me lo repitas. »
Maldita la gracia que me hizo la posicion en que el nuevo corregidor
me colocaba entre él y mi padre: pero despues de una noche no muy
tranquila para ninguno de los tres que componíamos la familia, á las
cuatro en punto de la tarde pasaba yo un poco receloso los umbrales de
la casa en que se alojaba D. Francisco Luis de Vallejo, á quien desde
aquella tarde consagré un cariño fraternal y un agradecimiento que no
se extinguirá sinó con la vida.
Llegué hasta el aposento del corregidor sin tropezar con portero ni
alguacil, pues habian ya pasado las horas del despacho; y como, aunque
no las llevaba todas conmigo, no queria yo que miedo ni empacho en mí
conociera, dí resueltamente dos golpes en la puerta con los nudillos,
y al «adelante» con que desde dentro me autorizaban á penetrar en
aquel _sancta sanctorum_ de la justicia lermeña, me presenté con
tanta resolucion aparente como desconfianza real ante la primera
autoridad del partido. Leia Vallejo, tendido en un sillon de cuero,
un libro encuadernado en vetusto y amarillento pergamino; los piés
tenia con botas y espuelas puestos en dos sillas y el codo izquierdo
en la esquina de una mesa de piés salomónicos, que sobre su tablero
sustentaban por el momento, y en vez de legajos de papel sellado, un
gran plato de nueces frescas, muy pulcramente peladas, y un pichel de
aquella agradable bebida compuesta de limonada y vino que se llamaba
sangría en aquel tiempo viejo, y con la cual templaba el corregidor
el ardiente efecto del oleoso fruto del nogal. Soltó el libro y
levantóse para recibirme; é hízolo con tan atractivos modales y con tan
afectuosas palabras, que al cabo de media hora, uno en frente de otro,
dábamos cuenta de la última nuez y de la gota postrera de sangría, en
medio de la más alegre conversacion de estudiantes y de la más franca y
espontánea amistad de muchachos.
Esta rápida é inconcebible union de dos tan distintos individuos,
la habia operado en pocos minutos el libro que Vallejo leia: las
coplas del marqués de Santillana y de Jorge Manrique, manuscritas y
encuadernadas en la edicion gótica de Sevilla de las trescientas de
Juan de Mena.
Si en lugar de escribir estos recuerdos en las columnas de un periódico
los escribiese en las páginas de un libro, llenarian algunas los
pormenores de esta escena. Paco Vallejo era originalísimo en sus
opiniones, excéntrico en sus ideas, y tan picante como ameno en su
conversacion. Venia de la corte impregnado en el espíritu de todos
los gérmenes políticos, económicos, artísticos y literarios de la
revolucion.
Era un índice vivo de cuantos libros y periódicos iban publicados en
aquella primera, modesta y recelosa libertad de imprenta; sabia de
memoria las principales escenas del _Edipo_, de Martinez de la Rosa;
del _Macías_, de Larra; de la _Marcela_, de Breton, y los chistes, de
Ventura, y los _Cantos_ de Espronceda, que acababa Ochoa de publicar
en _El Artista_, y podia decir al dedillo la historia de todas las
cantantes, desde la Albini, la Cesari y la Lorenzani, y de todas las
bailarinas, desde la Sichero y la Volet; recitóme veinte canciones
italianas, para mí desconocidas, y encantóme con la de Zanotti, que
lleva por estribillo aquel famoso _¡oh giuramenti predda de' venti! _
Recítele yo mi _Dueña de la negra toca_ y mi _Canto de Elvira_, con
los versos á una Catalina, la moza más garrida que por entónces vivia
en Lerma; pidióme y díle noticias y narréle lo que de las muchachas
de la comarca se susurraba; díjome y díjele, contéle y contóme tantos
versos tan ingeniosos como subidos de color, y tantas historias tan
gratas de recordar como imposibles de repetir; y cuando la dueña de la
casa se decidió á avisarnos que la sopa estaba en la mesa, así nos
acordábamos, como por los cerros de Ubeda, ni él de que era corregidor,
ni yo de que era el hijo de mi padre.
Aquellas tan frescas como excitantes nueces nos habian hecho acabar
con el pichel de sangría; y aunque el vinillo ágrio de Lerma, segun
decia mi tio el canónigo, no era bueno más que para echar lavativas á
galgos, nos habia abierto tanto el apetito como alegrado el corazon y
calentado la cabeza--borrando los diez años de diferencia que entre
mis diez y siete y los veintisiete del corregidor mediaban. Comimos
como dos condiscípulos que á hallarse juntos volvieran tras diez años
de separacion, y éramos á los postres tan amigos y tan iguales como si
de veras condiscípulos hubiéramos sido desde la escuela de primeras
letras. Y así llegamos á las nueve de la noche, y oí yo con asombro,
y casi con espanto, las campanas de la Colegiata, que tocaban á las
Animas: era la primera vez que tal hora me cogia fuera de la casa de
mi padre, era la en que se rezaba el rosario en ella, y era yo el
encargado de guiarle.
Conoció Vallejo que algo me angustiaba; preguntóme qué, y reveléselo
yo: entónces, tomando una de las dos luces que habian alumbrado nuestro
festin, y volviendo á llevarme al aposento en donde le hallé, escribió
una carta de media página á mi padre; llamó al alguacil de renda y
le mandó que á mi casa me acompañara; dióme por despedida lo escrito
cerrado en un sobre, y díjome al oido: «dí á tu padre que queme ese
papel en cuanto le lea, y que no deje de enviar á su hijo de cuando en
cuando á comer con el corregidor. »
Entré yo en mi casa con los carrillos muy encendidos y los ojos muy
alegres: aguardábame ya impaciente mi familia, y recibióme mi padre
con el ceño un poco fruncido y en un silencio muy poco á propósito
para infundirme ánimo; pero yo, sin decir palabra ni darle tiempo de
pronunciar una, púsele en las manos la carta de Vallejo, con lo cual
obligándole á fijar su atencion en la misiva, logré que la apartara del
portador.
Leyó mi padre y quedóse un punto suspenso, contemplando lo escrito como
si no lo comprendiera; y aprovechando la posicion en que, inclinado
hácia adelante, tenia la carta y la cabeza cerca de la luz, díjele al
oido como Vallejo me lo habia dicho: «Que queme V. ese papel en cuanto
le lea.