Estas dignidades no podrían ir a más si no fuera posible y nece
sario espiritualizarlas: esto sucede al enunciar que la esfera del ser
es, a la vez, lo más sabio, sophótaton.
sario espiritualizarlas: esto sucede al enunciar que la esfera del ser
es, a la vez, lo más sabio, sophótaton.
Sloterdijk - Esferas - v2
Hay en el aire
una cierta excitación. Sí, da la impresión de que el encanto de la dis
cusión ha dado paso en ese momento a una perplejidad general.
Quizá es que ha aparecido una idea atrevida, que asusta, que se im
pone a los reunidos con la violencia de la primera vez. No hay nada
que impida imaginarse que éste es el instante en el que algo nunca
intentado, nunca pensado todavía, nunca tenido por posible, toma
15
posesión de los disputantes de modo casi patológico. Ha llegado el
instante fecundo en esa dotta conversazione. La emisión de palabras
se ha transformado en pensar; superando el palabreo ocioso, em
prenden su vuelo ideas cosmovisionales. Una evidencia como nin
guna otra antes fascina la inteligencia de los presentes.
¿Cómo es posible interpretar así esa imagen? Las barbas típica
mente filosóficas de los participantes y los rollos de pergamino en
las manos de algunos de los disputantes muestran que se trata de
una conversación de sabios. Y que se trata de una situación excep
cional del pensar: esto se infiere de la presencia de un objeto del
que hay que suponer con seguridad que constituye el motivo de la
reunión y del entusiasmo común.
Uno de los hombres, el que está sentado ante el árbol, que pa
rece ser el sénior de la reunión, señala con un puntero, el radius
propio del docente, la figura que está en el suelo, en una caja pe
queña -de la que sobresale tres cuartas partes-, ante la schola de sa
bios agrupados en semicírculo: una bola azul claro, revestida de una
red de líneas rojizas que se cruzan. Basta una mirada al objeto para
explicar la perpleja admiración de la que, si es que vemos correcta
mente, parecen poseídos los siete sabios. Lo que sobresale de la ca-
jita, como una imagen sagrada de su relicario, no es otra cosa que
una sphaira, una bola del mundo y del cielo, el símbolo de totalidad
que desde los tiempos de Empédocles y Parménides había sido tan
venerado como investigado tanto por los geómetras como,por los
metaflsicos.
Investigación veneradora: la contradicción entre las dos palabras
de esta expresión se explica en cuanto uno recuerda que la esfera,
para los antiguos, sobre todo después de la reforma platónica que
transformó la sabiduría aforística en filosofía argumentativa, era el
símbolo de lo envolvente o del ser-alrededor, periéchon, que abarca
todos los géneros físicos y espirituales de lo existente y que, por ello,
entrelaza también las inteligencias que se inclinan en ese instante
sobre la bola todopoderosa. Lo que ronda como un escalofrío por
la reunión de los disputantes barbados es la certeza, excitante y tran
quilizadora a la vez, que acaba de hacer acto de presencia en ese ins
tante, recuperada en libre reflexión y gestada, sin embargo, como
16
por primera vez, de que ellos, mortales reflexivos,jamás podrán ale
jarse de esa esfera-espacio aunque en ese momento estén ante la
imagen del todo como ante un objeto inanimado o ante un signo
arbitrario.
La reunión en tomo a la sphaira señala uno de los escasos ins
tantes en la historia del pensar en que culto y discurso se mezclan
sin estorbarse mutuamente. Igual que los oficiantes de cultos reli
giosos erigen estatuas en honor de las divinidades preferidas por
ellos, esos sabios han colocado ante sí la figura de la bola del ser y
del cosmos para venerarla con discusiones apropiadas. La esfera es
la imagen de Dios de los pensadores, la cajita o el podio es su altar
portátil, el bosquecillo ante las puertas de la ciudad es el término de
su templo, y los hombres con túnicas de colores, evidentemente,
son a la vez comunidad y ojficium sagrados.
Pero la sphaira, lo Uno como forma, es el Dios que da que pen
sar. No es por medio de oraciones e imprecaciones como se hace ac
cesible ese Uno, sino a través de análisis, mediciones y argumentos.
Su culto consiste en ponderaciones precisas de sus propiedades; la
devoción del pensar se manifiesta esta vez en la capacidad de con
templar esa construcción formal desde su fundamento. La bola de
sea ser considerada y venerada tanto como calculada y hecha efec
tiva. Su espacio interior reclama un espíritu congénere que la
vivifique;yvivificarsignificaaquíconformarymedir. Inteligenciaes
elasticidad esférica; la inspectio de lo inmenso se transforma en cir-
cumspectio suya. En las sensaciones de evidencia que se avivan en el
alma noética, cuando se piensa correctamente, se deja ver el Dios,
el Uno, unánime, a los que piensan-miran. Por el entusiasmo lógico
confirma a sus devotos que está presente en ellos: su presencia es la
unidad de circunscribir y ser circunscrito. Estamos todavía, en tiem
pos de la escena, en una época en la que la conmoción por la evi
dencia puede valer como punto de intersección de proposiciones y
éxtasis; también en los trabajos del concepto viene la bendición de
arriba. Porque se trata de seres humanos mortales que tantean con
conceptos falibles al Uno, por eso sólo lo divino por sí mismo pue
de conceder al intento de pensar el éxito de la evidencia efectiva y
17
llenar los conceptos de contenido claro. Pero siempre que se pien
sa correctamente la esfera, ella está en medio, entre sus analíticos.
En el concepto capaz de demostrar su eficacia y en la imagen capaz
de ser se acerca el espíritu divino -cuya existencia aún puede supo
nerse aquí con bella ingenuidad- al humano.
Si los siete atenienses o acrocorintios miran la esfera, tembloro
sos a causa de un aliento espiritual común, es porque en ese instan
te están inmersos en el acontecimiento pentecostal de la historia del
pensar: lo que los circunscribe y aprehende es la efusión de la evi
dencia en lenguas de fuego lógicas. Esa evidencia es íntimamente
conmovedora y pública a la vez; posibilita tanto la meditación muda
como el debate beligerante. De ahí que llame la atención que por la
experiencia común de pensar no se instaure ningún hechizo hipnó
tico o religoidante sobre el grupo; cada uno de los sabios se pone en
relación con lo englobante a su manera, en actitud reflexiva eman
cipada y de libre estimulación. Cada uno de ellos experimenta a su
propio modo lo que el espíritu del globo le da que pensar. Incluso
podría decirse que es el pensamiento lógicamente maduro en esa es
fera única el que ha posibilitado lo que más tarde se llamará indivi
dualidad: pues individuo, en el sentido refinado del término, sólo
puede serlo quien como vida singular cognoscente se relacione con
lo Uno (igual que la gota hace patente la nube de la que cae) y
quien deje hablar a lo envolvente a través de sí mismo, el discreto re
ceptáculo de lo inmenso.
Puesto que aquí aparecen por primera vez individuos bajo un
nuevo motivo de individualización, se manifiesta también en ese ins
tante una nueva dimensión de sociabilización: por la experiencia
compartida de la idea de unidad y totalidad ha surgido una comu
nidad de la que no hay ejemplo alguno en las relaciones étnicas y
familiares. Desde ese instante la schola de sabios se ha conjurado en
un entusiasmo comunitario; en el futuro, por hablar anacrónica
mente, estará ya conexionada por una «conciencia problemática»
que la hace resaltar por encima de todos los demás grupos huma
nos. Parece que, con esto, haya aparecido en el mundo un motivo
incomparablemente novedoso de serjunto a seres inteligentes; pa
rece como si en este discurso pentecostal sobre la esfera haya surgi
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do algo de lo que incluso hoy, tras dos milenios y medio de influjos
poderosísimos, no se sabe en definitiva qué significa y hasta dónde
ha de llegar. Pues es evidente que aquí ha tomado cuerpo una for
ma de camaradería cuyo motivo no está en la autoconservación po
lítica, ni en la procreación o en la crianza de niños, sino en la in
vestigación ascética y solidaria de la verdad sobre el todo redondo,
sobre lo completo, lo unánime, unísono, lo Uno. Quien participa
en esa investigación ya no es, obviamente, un simple miembro de su
tribu o de su pueblo; más bien, en caso de que se tome en serio el
deseo de saber -aunque ¿qué significa aquí la seriedad en relación
con tales cosas? -, se ha incorporado a una contrasociedad lógica
que se apoya en la comuna natural pero que no se deja definir por
ella. Precisamente esta idea de comuna, abismalmente contranatu
ral, que anticipa la de las órdenes religiosas, es la que retuvo el fun
dador del mundus academicus, Platón; y un hálito de academicismo
retroproyectado rodea también la schola de Torre Annunziata: estos
siete antiguos ya no enseñan para la vida, sino para la escuela. Los
primeros afectos al bíos theoretikós saben que la libertad para la teo
ría sólo se realiza en ruptura con la ciudad y con la después llama
da comunidad del pueblo.
A causa de la invención del juego teórico «filosofía», las socieda
des subsiguientes, concíbanse como ciudades, reinos o imperios, se
dividirán endógenamente. Ha surgido un pensar en el mundo que
se define a sí mismo como ejemplo máximo de lo que vale y de lo
que es, del que sin embargo la mayoría, incluyendo a los política,
económica y periodísticamente poderosos, sólo consiguen vistas ex
teriores. Con este agravio tiene que habérselas cualquier sociedad
real que decida no impedir completamente el pensar: sea refugián
dose en la admiración, como prefirió hacer el mundo antiguo, o
evadiéndose en el escepticismo, frente al saber superior y sus hipós-
tasis, que ayuda a los modernos vitalistas a llevar una vida sin pensar
en nada, sin sentirse por ello faltos de soberanía.
La imagen de Torre Annunziata remite claramente a la ruptura
entre saber y sociedad: la escena, repleta de espíritu postsocrático,
de escuela libre, secesionista, no se produce ya en la ciudad, sino an
te sus puertas; no tan lejos como para que los participantes en la
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conversación sobre esferas hayan de hacerse eremitas, pero tampo
co tan cerca para que penetre el tufo y ruido de los mercados en el
bosquecillo de la ontología. Las muecas partidistas se han retirado
de las caras, sólo queda en ellas el bello esfuerzo del concepto. Olor
agradable y sosiego; rigor amistoso. Las cigarras llenan con un se
gundo canto el aire, enriquecido ahora con argumentos.
Ningún intelectual habría de olvidarjamás esa situación: siete sa
bios frente a una esfera guarnecida con cintas, barbudos señores en
una apacibilidad cuyo motivo no adivina ningún extraño, alejados
de la ciudad, entregados a una disidencia sutil, juramentados por
intuiciones lógicas comunes en una pregunta sin fin; ésta es la esce
na del pacifismo académico. En la pequeña imagen aparecen tran
quilamente al lado la felicidad y lo inmenso. En el futuro ninguna
teoría podrá tener lugar sin la voluntad de ese idilio: sin ocio no hay
escuela, sin desarraigo de la vulgaridad no hay nada de lo que en la
vieja Europa se llamó libertad de investigación. Tal teoría reclama
para sí los privilegios de la vida suprema. Porque para la incipiente
filosofía lo inmenso en el orden llega más allá que lo inmenso o
espantoso en la tragedia, la atracción de la esfera divina aventaja en
rango a la participación en las producciones del teatro dionisíaco.
¿Cómo nos las arreglaremos para reconstruir el texto y la marcha
de la argumentación? ¿Se puede conseguir traducir la visión exte
rior y gráfica de este Pentecostés de los filósofos en una visión des
de dentro y en una escucha desde cerca? La tradición silencia las
leyendas correspondientes a la imagen y no revela su texto inma
nente, de modo que al intérprete posterior de la imagen le toca la
tarea de dejar hablar a la escena sólo a partir de sus elementos icó-
nicos. La datación del mosaico de los filósofos de Torre Annunzia-
ta -que hoy puede verse en el Museo Nazionale de Nápoles- en el
siglo I a. C. no significa mucho para su comprensión; además, a cau
sa de la existencia de uno equivalente en la Villa Albani de Roma3,
ha de considerarse cierto que ambos mosaicos se orientan a una
propuesta o modelo común olvidado, sobre cuya procedencia, anti
güedad, contexto y programa no se conoce nada en concreto. Ajuz
gar por su lenguaje formal y su retórica plástica se puede presupo
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ner sin mayor deducción que nos encontramos en el helenismo, en
la época del idilio bucólico-académico y en el escenario del otium.
Pero con estas indicaciones no se hace hablar al cuadro, ya que no
es la época inerte lo que habla desde un cuadro significativo, sino el
propio acontecimiento inherente al cuadro mismo.
Un primer acceso al espacio lingüístico interior de la escena lo
proporciona el número de los sabios: una cifra, siete, que se expli
ca por sí misma en muchos sentidos. Ya en la cultura griega más an
tigua, pero sobre todo en la era helenística, se habían imaginado los
primeros tiempos en mitos numerológicos y heroico-fundadores; so
bre todo en la leyenda de los siete sabios, con los que en los días de
los grandes antecesores parece que la sabiduría y la ciencia habían
instalado sus tiendas entre los hombres griegos4. Al autor de la ima
gen hubo de parecerle un legítimo recurso estético que los siete,
juntos, llenasen la escena en imaginaria simultaneidad. Los cultos
ya se habrán dado cuenta, puesto que se deduce por sí mismo, de
que los participantes y oradores del banquete platónico, también
siete, están presentes asimismo en el horizonte connotativo. Pero la
peculiaridad del mosaico de Torre Annunziata reside en que la
asamblea no se representa como una alegórica facultad de filosofía,
en la que cada una de las figuras reprodujera un tipo escolástico o
un temperamento de pensamiento. No estamos ante un boceto he
lenístico de La escuela de Atenas. La singularidad de la escena de fi
lósofos se muestra, más bien, en que en ella, en el instante de un
compromiso común con un único tema, se pueden advertir ciertas
magnitudes del pensar temprano, como si el observador hubiera de
convertirse en testigo de un debate constitutivo de la filosofía. Se
podría decir que lo que aquí aparece en imagen es la efusión de la
cuestión primordial misma. Por un instante lo que se llama pensar
se ha efundido, en cierto modo, cayendo ante los pies de los reuni
dos. He ahí una bola que interpela al observador con dos imperati
vos categóricos: ¡Ven, piénsame! y: ¡Déjate absorber en mí!
A los nacidos más tarde se les pide que comprendan que hubo
un Pentecostés que fue una discusión. Debido a su tema, ésta no po
día tener final alguno, de modo que, en consecuencia, la claridad
pentecostal, la evidencia de los filósofos hubo de expandirse sobre
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toda una era: la época de la conmoción de los pensadores por la luz
intelectual que proviene de la suprema idea de espacio. Según eso,
sólo es posible una duda con respecto al objeto de la conversación
representada, en tanto que es lícito considerar si esos sabios mono
maniacos o monotemáticos de antes sólo piensan en el Uno que tie
nen ante sí como esfera bien redonda, o si tienen también en mien
tes el reloj solar que vigila la escena sobre una columna, tras ellos.
De hecho, reloj y esfera se colocan como si su correspondencia y su
oposición hubieran de ser acentuadas: casi exactamente en una lí
nea vertical, algo corrida hacia la derecha del centro del cuadro.
Con sus líneas de las horas, el reloj de sol remite -esto resulta casi
banal retrospectivamente- al tiempo que pasa, medido desde en
tonces, mientras que la esfera guarnecida de líneas matemáticas re
presenta en su forma de reposo, libre de aconteceres, el todo del
mundo captado en medidas y conceptos. Tanto por uno como por
otro instrumento somos trasladados a la época inicial de la razón
medidora, constatadora, objetivante.
La respuesta a la pregunta por el tema de la conversación se
desprende de la compostura de los personajes: sus intenciones se
reúnen indivisas en el objeto que está ante ellos y que por el pro
pio hecho de su estar ahí les facilita las ideas directrices de su in
tercambio oral. El artista del mosaico, que capta a los filósofos en
el instante de su iluminación por el Uno-Esfera, envuelve la esce
na con una idea óptica a la que puede asignarse el rango de un teo
rema. La imagen de las figuras en discusión encarna, con la elo
cuencia de lo evidente, la tesis de que filósofo es quien tiene un
reloj a la espalda y una esfera enfrente. Los pensadores del hele
nismo, y sus herederos, existen bajo la ley del tiempo como inteli
gencias que reflexionan sobre algo diferente a lo temporal. Con
ambos emblemas de sabios, reloj y esfera, el mosaico de los filóso
fos da a entender que en los siglos III, II y I, antes del cambio de
cronología, no había por qué dudar cuando se trataba de decir en
qué consisten la esencia y el tema de la filosofía primera. Com
prender el ser y el tiempo y esclarecer la constelación que ambos
forman: de eso y no de otra cosa se trata en este oscuro oficio, ri
co en palabras.
22
El mosaico de Nápoles no deja duda alguna sobre cómo ha de
sonar, dado el caso, la información sobre la constelación de ser y
tiempo: los siete presentes se manifiestan por sus actitudes como
partidarios decididos del ser, y con ello del espacio transfigurado.
Dan la espalda al reloj de sol y al reino de las cosas que crecen y se
marchitan en el tiempo. En esa posición, en esa decisión estriba la
buena nueva del seminario estival. Al apartarse del reloj y dirigirse
a la bola, los sabios reconocen la posibilidad de separarse en el tiem
po del tiempo y de penetrar en el espacio absoluto: la inmanencia
divina, la plenitud esférica. Ese es el encanto del programa de esta
imagen, y ésta es su apuesta sublime: hay que mirar a la esfera si uno
quiere integrarse en su reino de serenidad. En su signo, y sólo en él,
se abre el paraíso de los ontólogos. El eidos más poderoso merece la
consideración más larga y la ascesis* más sutil. Por eso, quien quie
re penetrar en la esfera tiene que observarla pacientemente; quien
quiere observarla tiene que colocarla ante sí. Y quien la ha coloca
do ante sí comprende finalmente lo que consigue la inteligencia de
cidida al análisis. El mundo se ha hecho aquí concepto: su ser es
desde ahora espacialización del espacio, conformación de la forma,
configuración de la figura, medición de la medida. La figura de la
esfera impulsa ese devenir en ser conceptuado. En una figura, esa fi
gura, en una bola, esa bola, está contenido todo aquello por lo que
se preocupa el conceptuar y el configurar posterior hasta hoy, y qui
zá para siempre. Hegel, ciertamente sin saberlo, sólo fue un comen
tador del mosaico de Torre Annunziata. Incluso Heidegger, como
alguien que lamenta haber hablado demasiado del tiempo, regresa
en sus reflexiones tardías a esa bola sublime. Son sobre todo los
post- y anti-hegelianos los que luchan por el legado de la esfera, de
la que se dice que ha explosionado, de manera que los seres huma
nos arrojados de ella sólo existen ya como en caída libre.
Por lo menos hay que reconocer algo: nunca más se ha podido
percibir tan sin cifras y pretextos lo que importa en la actividad pro-
*Como seguramente ya se habrá advertido, el autor emplea casi siempre el tér
mino «ascesis» y sus derivados en el sentido etimológico de ejercicio, práctica, pro
fesión. (N. del T. )
23
La sphaira en la red
de las líneas uranométricas.
píamente metafísica de los científicos y filósofos occidentales: lo que
hacen es representaren cualquier sentido posible de la palabra. Se re
presentan la esfera al exhibirla como modelo realmente presente; y,
en tanto en la esfera representada intentan ver la totalidad de lo
existente y, en definitiva, al Dios que se revela, el fundamento su-
perbueno, el ser supraesencial mismo, ponen en manos del pensar,
que aspira a lo Uno, al todo, a lo unánime, un instrumento tan só
lido como sutil para la objetivación de la totalidad de lo existente.
Tras la introducción del motivo de la esfera en el debate sobre
el fundamento del mundo, el Dios de los filósofos ya no es sólo un
entorno invisible, mágicamente animado, ya no es sólo un Otro ne
buloso, cercano-lejano, que está ahí, más-allá-arriba, al que mira el
ojo absorto y fantasioso y suplica la miseria aguda. Dios se convier
te, más bien, en un englobante y absoluto preciso, que despabila a
matemáticos y provoca a cosmógrafos. Pues, mediante la represen
24
tación-esfera, mediante la navegación panorámica por un espacio
de amplitud que atrae tanto a la inteligencia como al alma funden
te, el propio intelecto se vuelve filosófico; se hace participe de una
exactajovialidad que por lo demás sólo se atribuye al Dios panópti
co en su autorreferibilidad fundadora de mundo.
Con ese triunfo del representar comienza la teología filosófica,
racional, colegial, su carrera por encima de las épocas. Habla de es
feras para, gracias a una complicidad mter-inteligente con su objeto,
con la esfera más grande y más real, ponerse ella misma en conexión
simpatética con el Uno que envuelve actualmente tanto esta vida
aquí como cualquier otra. Pensar la esfera significa enajenarse en la
inmensidad, como una función local suya.
Quien toma esto en consideración tendrá menos dificultad en
imaginarse las palabras habladas que resuenan en el espacio idílico
del mosaico. ¿De qué han de hablar los oradores sino de lo sensible
simbólicamente concreto y noéticamente actual que tienen ante sí?
¿Yqué tienen a la vista, b<yo las premisas dichas, sino el motivo más
fuerte para ser optimistas? Los filósofos reunidos debieron conver
tirse a un radical optimismo, dado que habían colocado ante sí la fi
gura de lo mejor, y hubieron de convencerse, enseguida, de que
ellos no podían estar excluidos de esa figura y de su original, si es
que la esfera ha de ofrecer realmente el modelo figurativo y con
ceptual del todo. La bola que todo lo contiene abarca y soporta tam
bién a sus intérpretes. A cada enunciado verdadero sobre ella con
tribuye ella misma. Quien comienza a comprender esto se reconoce
como una función local del optimum global.
«Sois en cierto modo dioses e hijos de lo óptimo», eso es lo que
parece que, en réplica a un argumento del orador de la izquierda,
acaba de explicar el orador del radias, del puntero de los docentes,
en el que se condensan los derechos magisteriales de habla. ¡Repa
rad, amigos, transfigurados, compañeros de esfera, en lo que esa
forma significa para cada uno de nosotros! Somos los contenidos
por la esfera, estamos comprendidos en el anillo del ser, no estamos
ausentes del todo, aunque en principio sucumbamos a la ilusión de
estar frente a la sphaira como independientes de ella. Toda apa
riencia de distancia engaña aquí: participamos íntimamente de lo
25
óptimo, aunque miserias terrenas tiren de nosotros; somos cómpli
ces de lo redondo, de lo Uno, aunque, bajo el dominio del tiempo,
parezca que discurrimos sólo por rectas tristes y enmarañadas cur
vaturas. Estamos a cobijo y a salvo, a pesar de que por la penuria ac
tual, o crónica, nos sintamos a merced de la miseria.
La chispa tética salta en ese instante: todo es gracia, todo está en
el círculo. Eíso pánta5. Ahora, y para el futuro, traspasa a los presen
tes una evidencia que los transforma y transfigura. ¿Estaban prepa
rados los sabios para una iluminación así cuando comenzaron su
diálogo? Naturalmente, como vecinos de sus ciudades y discípulos
de sabios hombres y mujeres de su tiempo, habrían atisbado que los
asuntos de familiaridad de sangre y el palabreo ciudadano no es to
do lo que ha de constituir el horizonte de la vida humana. Pero ¿ya
estaban preparados también, por ello, para esa evidencia desarrai-
gadora, transformadora, enajenadora? ¿Pudieron prever que serían
trasladados de sus ataduras tribales y políticas al sistema familiar de
una perfección o completud mortífera? ¿Que encontrarían una bo
la que ha hecho más por ellos que el padre y la madre? ¿Que serían
acogidos en una figura espacial que, bajo cualquier circunstancia,
en cualquier agonía y en cualquier sobretensión, permanecería en
tomo a ellos como un ángel de la guarda geométrico, como una
aliada invulnerablemente exacta? Tanto, algo tan grande, no podría
haber sospechado y esperado previamente ningún entendimiento
humano normal, aunque por el ejercicio científico se hubiera abier
to ya en una amplia hendidura. Desde ahora, el intelecto conmovi
do por la idea de las esferas está incurablemente enfermo de un pa-
thos del que no se puede decir si es claro u oscuro: el asombro.
Bajo el shock estimulante se entabla entre los pensadores de la es
fera un diálogo en el que el análisis rivaliza con el panegírico. Elo
gio analítico: con ello ha sonado por primera vez el tipo de tono de
la teología racional o de la cosmoteología, que celebra aquí su co
mienzo europeo. Un tipo de tono que se impone, porque, ante el
Pentecostés de la esfera, cualquier lenguaje teórico nojubiloso sólo
sería indicio de que el rayo de la evidencia no habría caído sobre un
candidato. El no-entusiasmado es alguien que simplemente no ha
entendido dónde está él con relación a sí mismo y al todo. Quien
26
no reconoce ser optimista permanece indiferente ante el símbolo
redondo como ante una exterioridad impenetrable, como ante un
cachivache matemático que no se reconoce todavía como la célula
generativa del pensar y del ser. El no-optimista no ha conseguido
dar el salto a lo unánime; no ha sido aún captado por la verdad re
cién despejada de la esfera. Pues ser optimista no es una cuestión de
carácter o de estado de ánimo; ahora no significa otra cosa que en
tregarse en el pensar a los mejores motivos con el fin de ser enaje
nado, reconfortado, elevado por ellos. Frente a la esfera el pensador
está condenado al optimismo. Desde ahora, el criticismo habitual
hará suponer una inteligencia disminuida, que no ha domeñado sus
impulsos de segundo orden.
Pero ¿cómo hablar de la esfera después de que la euforia crítica
haya tomado posesión del pensador? El estilo del optimismo meta-
físico sólo puede ser superlativista en su primera fase, ya que co
rresponde a la naturaleza de la esfera que sus pensadores la elogien
con los predicados supremos y la adornen, por decirlo así, con una
condecoración ontológica. Efectivamente, entender la esfera signi
fica decir de ella lo mejor. Se podría afirmar, sin ambages, que la
teología racional, que hasta el giro de Epicuro permanecerá liada
con la cosmología por su preocupación por el alma retirada, surgió
por la invención de una forma de habla exclusivamente suya: la del
superlativo exacto, que sólo es significativo y necesario en unión
con el optimismo exacto.
Optimismo exacto: ésta es la substancia de la ontoteología pos
terior, que también se dio a conocer bajo el nombre más sencillo de
ontología. Sus bases son fáciles de aclarar, aunque también resulte
difícil apropiársela hasta la última consecuencia: el Ser Uno es la ri
queza por antonomasia. Riqueza, sin embargo, es siempre riqueza
en diferencias; la inteligencia, que se sabe perteneciente al Uno,
vuelve a sí como superabundancia de instancias a pensar, es decir, a
orientarse en la multiplicidad desconcertante de las diferencias,
contrastes, contradicciones. Por eso la doctrina del ente en su tota
lidad sólo puede ser una hermenéutica de la abundancia. Su len
guaje se desplegará como una cascada de diferenciaciones que se
precipita a lo infinito. Para encontrar la orientación correcta en el
27
pensar hay que comenzar constantemente con el Uno, al que no fal
ta absolutamente nada, aunque nosotros, de hecho, siempre comen
cemos a pensar sólo a través de expolios y castraciones. Estas pre
misas crean un clima teórico que se ha vuelto profundamente
extraño para los modernos quejicas, que todo lo que es lo funda
mentan en último término en carencias; tan extraño que hacen so
nar la alarma al mínimo contacto con un pensamiento que proven
ga de la riqueza: ¡Desenmascara a aquel que ofenda a la carencia!
Lo que de ordinario se llama «fin de la metafísica» es la mayoría de
las veces también el comienzo del esfuerzo por dar licencia teórica
al resentimiento: donde queda más claro es en aquellas versiones fi
losóficamente lúbricas del psicoanálisis que asientan la verdad del
sujeto en la castración y en el reconocimiento de la carencia.
Por contra: instalar al comienzo la abundancia arroja una luz
aristocrática sobre todo lo que es el caso. Lo real tiene de todo infi
nitamente más de lo preciso para satisfacer necesidades y compen
saciones. No es lo demasiado-poco lo que caracteriza a lo ente en su
totalidad, sino lo demasiado-mucho. Ser y abundancia son sólo dos
palabras diferentes para lo mismo: en el horizonte de la ontología
clásica lo real es siempre lo no-expoliado, lo completo, envolvente,
desbordante. Es lo no-roto, no-castrado. Se manifiesta como rique
za cornucópica, como inclusividad divina, como largura, anchura,
profundidad celestes; y como una multiplicidad de otras dimensio
nes, para las que nosotros, que permanecemos prisioneros en la fí
sica del día a día, no tenemos por ahora nombre ni concepto alguno.
Este principio de abundancia se refleja también en el discurso fi
losófico sobre el todo: cuando habla de lo óptimo, el lenguaje sólo
puede festejar o, mejor, cofestejar, ya que la fiesta y las palabras se
desarrollan sincrónicamente. En ese espíritu fue en el que Platón
dejó que Timeo acabara su discurso sobre el cosmos como el dios
sensible (theós aisthetós) en tono máximo: manifestando por medio
de su portavoz que este mundo, que abarca y envuelve todo lo sen
sible, es «el más grande, mejor, más bello y perfecto». En estos asun
tos, el tipo de tono es el mensaje mismo; el superlativo es la cosa
misma. Que más tarde los grandes críticos del implacable feuilleton
sigan a disgusto tales exaltaciones no significa mucho, es más, per
28
tenece a la imagen festiva del todo: como sucede en fiestas con éxi
to donde no es lo último que se hace el reírse de los invitados gru
ñones que quieren estropear el ambiente con sus quejas. Pero hay
que saber que también el optimismo cae bajo la entropía y que las
tesis de la ontología entusiasta a lo largo del tiempo del pensar se
van pulverizando a causa de una inevitable decadencia de«con»struc-
tiva. Pero, antes de que los discursos entrópicos se pudieran acade
mizar y de que el mal humor de los doctos se globalizara, eran los
amigos del espacio quienes tenían la palabra en la escuela de Pla
tón. Casi durante toda una era dispusieron de convicciones y argu
mentos para enseñar con autoridad y éxito lógico lo que el retarda
do topófilo Gastón Bachelard repetirá, retrospectivamente, una vez
más y como por última vez: «El espacio, el gran espacio, es el amigo
del ser. . . , en su elemento toda vida es bienestar»6.
¿Cómo habría de festejarse analíticamente a la esfera divina?
¿Qué habría que decir de ella para que fuera celebrada y compren
dida a la vez? Otto Brendel propone, en una explicación ingeniosa
del mosaico de Torre Annunziata, interpretar la escena como una
schola reunida en tomo al protofilósofo Tales para discutir su doc
trina; un Tales, es cierto, muy teñido platónicamente, transformado
por la tradición posterior, que ya en esta conversación de los sabios
cuenta en público lo que sólo podían saber siglos venideros7. Una
tradición tardía describe a Tales -el hombre que empuña el radins-
como el cosmoteólogo par excellence, en el que la filosofía del origen,
«todo proviene del agua», y la filosofía de la figura, «el todo es una
esfera perfecta», habrían llegado a una síntesis memorable, que re
cuerda mucho a Platón8. Para reconstruir un posible transcurso de
la conversación de los filósofos, Brendel echa mano, muy sugestiva
mente a nuestro parecer -si se consideran los anacronismos filosó-
fico-figurativos como interpolaciones de una perspectiva posterior-,
de extractos del Banquete de los siete sabios de Plutarco y de las anéc
dotas de Tales del primer libro de Diógenes Laercio9. Lo que apa
rece aquí es una letanía cosmológica en la que, ad maiorem gloriam
globiy se hace un repaso de los eminentes predicados esféricos.
Si es verdad que sólo puede tratarse de este objeto en un tono
elogioso de análisis, con las referencias laércicas y plutarquianas a
29
las máximas de Tales tendríamos en la mano un modelo esplen
dente para ilustrar cómo un pensador de la época temprana pudo
haberse desembarazado de la tarea de comprender la esfera del ser
alabándola (aunque al Tales histórico le hubiera sobrepasado aún
esa tarea). La filosofía se convierte en una presuntuosidad exacta y
en un artificio habilidoso para hablar de cosas imponentes con un
alma serena.
Son siete las propiedades que se repiten del superobjeto «esfera
del ente en su totalidad», siete las respuestas a cuestiones enigmáti
cas de la ontología, siete los predicados en tono máximo: un tono
que, sin embargo, mantiene su fibra argumentativa porque con cada
enunciado cambia el aspecto lógico, como si una letanía pudiera se
guir una tabla de categorías. El que se trate de giros superlativistas,
los que aparecen en las máximas en honor de la esfera, confirma la
pertenencia de las palabras de Tales al tipo de las hipérboles exac
tas, cuya función posibilitadora de teología nunca podrá encarecer
se lo suficiente: porque la teología, también la filosófica, nunca es
más que una proclama y presunción de ardor máximo en la apues
ta a favor de los dioses aliados con sus panegiristas10.
Entre las alabanzas, viene en primer lugar la proposición de que
la esfera no es otra cosa que el Dios y que como tal representa por
ley lo más antiguo, presbytaton. Del mismo modo que formular pre
guntas más allá o antes del Dios es poco significativo lógicamente y
poco admisible moralmente, sería poco razonable también retro
traerse a causas que fueran más antiguas y más profundas que la es
fera. Dios y la esfera son igualmente inmemoriales.
Como lo más antiguo, ella es lo indevenido, sin padres, ingénito,
que tiene por sí mismo ser y consistencia. Como origen y forma ori
ginaria de todas las cosas que contiene, ella es fundamento necesa
rio, suficiente y excedente de sí misma y de sus contenidos. No exis
te en ella todavía el abismo moderno del regreso infinito, porque
incluso una reflexión potencialmente incancelable fue introducida
en la órbita edificante.
A esto va unida inmediatamente una segunda propiedad: ella tie
ne que ser a la vez lo más bello, kálliston, porque todo lo inherente
30
Tiempo medido.
a la esfera manifiesta el esplendor del primer fundamento, tanto pa
ra los ojos sensibles como para el ojo del espíritu. Como belleza per
fecta, la esfera más antigua se llama kósmos o cielo omniextensivo;
ella muestra el resplandor de una presencia más bella que la cual
nada puede pensarse ni verse. Según la concepción antigua, bello
significa ante todo lo que se refiere a sí mismo y se asemeja a sí mis
mo de modo perfecto, una condición que por ningún objeto es me
jor cumplida que por la esfera, que está animada por todas partes
desde el centro y que, entrelazada por simetrías mágicas, es capaz
de girar espontáneamente en sí misma.
A la antigüedad y a la belleza se añade, en tercer lugar, la mag
nitud. Por eso la siguiente voz en el coro de los pensadores de la es
fera dice, consecuentemente, que ella es lo más grande, mégiston,
porque conforma el espacio coherente más extremo (topos), que en
vuelve todo, de modo que ninguna mota de polvo puede encon-
31
trarse fuera de ella. Ella es lo máximo con respecto a lo cual no pue
de pensarse nada antagónico, extraño y distinto. La esfera es el re
ceptáculo de todo, el continens, el único continente de la unidad
existente, del que puede decirse con razón que contiene todo pero
que no es contenido por nada. Si está en situación de cumplir todo
esto, es sólo porque el récord que detenta el máximo integra todo lo
que es en su victoria perpetua. Lo máximo da cabida a la totalidad
de lo existente en su grandioso perímetro. Si esto fue dicho en prin
cipio y durante mucho tiempo sólo de la esfera tridimensional, no
hay que olvidar que el siglo XX comenzó a pensar el espacio como
una matriz en la que todas las geometrías y toda la diversidad son
posibles.
Estas dignidades no podrían ir a más si no fuera posible y nece
sario espiritualizarlas: esto sucede al enunciar que la esfera del ser
es, a la vez, lo más sabio, sophótaton. Efectivamente, sólo la vida ha
cia dentro, la sabiduría, el saber, dicho modernamente: la reflexión,
puede proporcionar a lo más-antiguo-más-bello-más-grande hono
res más altamente potenciados todavía. El saber de lo óptimo, que
tiene forma circular, quiere él mismo, obviamente, proceder en
círculo: eso sólo puede hacerlo porque, según esa interpretación, el
tiempo (chrónos) posee también forma esférica.
¿No tiene el tiempo también la forma de algo que avanzando sin
fin retrocede en sí mismo? ¿No está unido también todo futuro por
un gran lazo al origen? Puede decirse, en consecuencia, del tiempo
que, análogamente al espacio, contiene todo, y que los receptáculos
ideales no son representables más que redondos. Como lo más sa
bio, la esfera es recuerdo, previsión y presencia de espíritu a la vez:
una alabanza en la que se manifiesta el presentimiento de la idea de
espíritu del mundo. Como tiempo abovedado, la esfera imagina y
desarrolla las cosas, las mantiene en la existencia y las conserva en
la memoria.
Esto se diferencia en el quinto apostrofe, que celebra en la esfe
ra el hecho de que esté llena de lo más veloz, táchiston, del espíritu
(noüs), que en un instante atraviesa cualquier distancia y enlaza sin
demora, unos con otros, todos los puntos en el interior de la bóve
da del ser. Si el espíritu consigue hacer esto es ante todo porque,
32
Reloj en forma de esfera en la embajada
alemana de Atenas. Idea: Karl Schlamminger;
arquitecto: Eberhard Schultz.
por su reparto homogéneo, vivifica endógenamente la esfera y le
proporciona la propiedad divina de la «omnipresencia del centro».
Omnisciente y veloz de pensamiento, la esfera eterna es la casa del
espíritu del mundo.
Si a la esfera se le atribuyen en sumo grado antigüedad, belleza,
magnitud, sabiduría y rapidez, no puede faltarle el predicado de
majestad, fuerza, como cualidad que corone a las otras; así pues, se
llama también lo más fuerte, ischyrótaton, en tanto toda ella está do
minada por la fuerza universal de la necesidad (anánke). Cuyo efec
to más importante es la integración del universo en los límites esfé
ricos de la bóveda, dentro de los cuales se materializan no sólo
belleza y brillo, sino también determinación y gravedad legalifor-
mes. La esfera es un cuerpo de orden mantenedor-mantenido, un
cimborrio de fuerza, al que sus investigadores, los matemáticos y fi
lósofos, han dibujado toda una red de líneas: la llamada aráchne,
que significa a la vez araña y red, símbolo de la sinopsis divina y de
la necesidad imperiosa, que incluso es capaz de entretejer lo apa
rentemente más lejano y poco familiar según leyes estrictas, aunque
también difícilmente reconocibles.
Así pues, lo más fuerte es lo suficientemente fuerte como para
mantener unido lo más grande mediante la fuerza del límite, razón
por la cual la esfera ha de considerarse, no tanto como una figura
geométrica imaginaria inmóvil, sino más bien como una manifesta
ción energética, por no decir imperial, de poder. Con ella alcanza
el pensar del ser su forma mayestática. No en último término es por
ello por lo que la sphaira reclama de los poderosos del mundo que
la sostengan; como símbolo del límite bueno-fuerte del mundo se
hará imprescindible para los interconectores y teólogos imperiales
posteriores.
Sólo falta el séptimo de los elogios analíticos, y habría que pen
sar que también éste sólo pudo ser dicho en el modo del superlati
vo exacto. Pero con el último predicado el caso es especial. Si nos
fuera lícito imaginar que las seis exposiciones oídas hasta ahora se
reparten entre los sabios anónimos de la escena, queda por esperar
una intervención sintética, que sólo puede ser pronunciada por el
docente del centro, por el Tales idealizado, el hombre con el pun-
34
Urania señala con el puntero una esfera
celeste, Pompeya, casa de los Vetti.
tero del maestro. Éste, quizá demasiado asimilado al fundador de
escuela que fue Platón, puede ya terminar la letanía optimista con
ayuda de su varilla (que ha tomado prestada de la musa estelar Ura
nia), en tanto que con ese supremo medio de ostentación magiste
rial, que los antiguos llamaban radius, concentra de la manera más
directa la atención sobre el cuerpo redondo del ser. El séptimo elo
gio, sin embargo, se expresa en una forma lingüística más modesta,
que renuncia en la superficie gramatical a la forma superlativista y
denomina a su objeto simplemente lo divino, theion, no sin añadir:
«lo que no tiene ni principio ni fin». Si reparamos en ello con ma
yor detenimiento, nos daremos cuenta de que esos giros lingüísticos
no sólo encubren un superlativo semántico -dado que sería un con
trasentido retórico pretender construir un superlativo formal de lo
divino, que, por su propio sentido, significa perselo summumy lo su-
per-, sino que con ellos se realiza el tránsito de una teología elogio
sa, afirmativa y extravertida, al habla de Dios negativa, resignada,
apofática, en cierta manera muda y regresiva. Ambas negaciones:
«lo que no tiene ni principio ni fin»,junto con expresiones de sen
tido semejante como «ingénito» o «no-nacido», constituyen la ca
becera de puente para la segunda forma de teología, la apofática,
negadora, que rodea al objeto místico Dios con una guirnalda de
determinaciones superadas, hasta que, cercado por predicados ne
gados, se escurre de la red del pensar representativo y asciende a
una magnificencia supraconceptual. Precisamente esa ascensión es
la que suscita la última fórmula de la letanía en honor de la esfera.
Con ella abandonamos el espado de las afirmaciones positivas de
abundancia y de la ostentación afirmativa. ¿Pero no habla todo en
favor de que la ostentación abandonada sea la más fuerte?
Si los siete sabios en eljardín de la teoría, a las puertas de Acro-
corinto o de Atenas, son fundamentalmente optimistas, lo son se
guramente también por una razón que ha contribuido a motivar su
aparición en la referida imagen. Junto con sus retratistas albergan
la esperanza de que tiempos posteriores conserven el recuerdo de
su diálogo y transmitan el impulso que emana del acontecimiento
discursivo pentecostal. Esta suposición puede hacer valer buenas ra-
36
Estatua bizantina de emperador,
bronce, entre los siglos iv y vn.
zones en favor de sí misma, al menos en el lapso de tiempo de la his
toria de las ideas en el que la equivalencia de ontología y optimismo
supo defender su acierto. ¿Dónde, si no, se hubiera expuesto con
tanta amplitud y sencillez la doctrina fundamental de la filosofía res
pecto de la optimidad y perfección del ser? ¿Dónde, si no, se habría
representado la ontología del mundo concluso tan clara y seducto
ramente? ¿Dónde, si no, se habría ilustrado a los mortales de modo
tan soberano sobre el hecho de que, en el sentido estricto de la pa
labra, su vida es superflua, ya que el acceso de lo humano a lo per
fecto no puede enriquecer a esto, lo cual es sólo otro modo de de
cir que el espacio es más profundo que el tiempo y que lo viejo es
más profundo que lo nuevo? ¿Ydónde si no en el ámbito del pen
sar europeo se habría expresado de un modo tan atractivo la idea
de que el mayor rendimiento de la sabiduría humana sólo puede
consistir en la incorporación en agradecimiento contemplativo a la
abundancia originaria del ser?
De hecho, la ontología de la esfera señala a los mortales un lu
gar en un mundo perfecto, en el que sólo podría haber algo nuevo
bajo el signo del empeoramiento. También aquí se nos declara ya a
nosotros, hijos de una cultura cronolátrica, dominada por el deve
nir, una cultura de la innovación y el acontecer, el límite del pensar
37
y del ser-ahí en la antigua esfera esencial. Cuando el ser quiere ser
todo, la curiosidad, como cualquier pathos cognitivo, ha de encon
trar reposo en último término en lo primero, lo más antiguo, lo me
jor; por el contrario, a nosotros, modernos, nos provoca un pensa
miento proyectivo, que huye del origen, que corre siempre hacia
delante: un pensamiento que, frente a la añoranza de lo impertur
bable y cobijante, sigue el impulso hacia lo no-atado, independien
te, nunca-todavía-sucedido, hablado-desde-lejos. La relación de ser
y tiempo para nosotros, eso al menos es seguro, no se ha dejado en
cerrar en los límites que la imagen de Torre Annunziata quiso esta
blecer. El tiempo se ha infiltrado en la esfera con el tiempo mismo,
sea en la forma hegeliana, «el tiempo es el concepto que es-ahí», o en
la heideggeriana, «ser es tiempo»; proposiciones ambas con las que
topamos como si se tratara de juguetes gigantescos y que a nosotros,
sus descubridores bajitos, nos gritan burlonas: Siguejugando".
La historia de las ideas y símbolos de la vieja Europa ha confir
mado aplastantemente las pretensiones cosmológicas de la antigua
devoción por la esfera. Toda una era está a la sombra del extraño
diálogo del que da testimonio el mosaico de los filósofos. Con oca
sión de las ceremonias fundacionales del nuevo palacio que se ha
bía construido en la capital del imperio, Bizancio, que habría de lla
marse Constantinopla, el día 11 de mayo del año 330 el emperador
Constantino cabalgaba por las calles en medio del solemne desfile
con una esfera en la mano: un símbolo que desde hacía siglos se ha
bía convertido en atributo estereotípico de los césares. Su estatua
sobre la llamada columna de Constantino le mostró durante un mi
lenio en la pose que el emperador había adoptado en la consagra
ción de su ciudad.
En los milenios siguientes se proveyó a la esfera de una cruz y en
las ceremonias de coronación se la puso en manos de los reyes y em
peradores consagrados. Por la transmisión del globo imperial de ma
nos sacerdotales a manos principescas, el juego de la esfera perdu
raría durante siglos y permanecería en el corazón de la historia
universal europea. El ser humano -esto lo entendieron muy bien al
gunos de los pensadores de la era cristiana- es el ser al que se le po
ne una bola del mundo en la mano. El es el animal extático que en
38
«Altar de la buena suerte»,
de Johann Wolfgang Goethe, Weimar 1777.
Wentzel Jamnitzer, Perspectiva corporum regularium,
Nuremberg 1568.
cualquier momento debe dar una respuesta a la pregunta: ¿te has da
do cuenta de tu dignidad real? ¿Te has convertido en lo que se con
vierte quien coge la bola del mundo? ¿Estabas allí cuando se te qui
so entregar la esfera? Y si no estabas, ¿por qué? ¡Di qué motivos te
parecieron más importantes que tu llamada al juego de la esfera!
¿Por qué no cogiste la bola dorada?
No nos achaquemos nada: toda la filosofía innovadora -con
Nietzsche, Kojéve, Bense, Foucault, Deleuze, los incomparables, y
sus amigos como excepciones- no es más que una lista de excusas
de por qué piensan los teóricos que no pueden coger la bola del ser.
Cuando se trató de hablar de la indigencia del ser humano, los mo
dernos nunca fueron precisamente tímidos a la hora de dar argumen
tos. ¿Cómo un ser lleno de deficiencias habría de salir al encuentro
del ser? ¿Cómo podrían, enajenados, hacer frente a la abundancia,
toda vez que en la vida falsa no hay nada correcto? ¿Cómo podrían,
explotados, desheredados, despedazados, entablar diálogos directos
con el todo? ¿Cómo seres humanos que se han hipotecado a la uti
lidad habrían de entregarse al absurdo lujo del existir? ¿Por qué ha
brían de preocuparse del ser después de que quedara establecida la
preeminencia de la democracia sobre la ontología? ¿Qué pinta si
quiera ahí una bola compacta, cuya presencia es imposible? ¿Ypor
qué habría uno de preocuparse por un todo del que los espíritus
analíticos aseguran que no es más que un concepto formal o bien
un fantasma narcisista?
En el ocaso de la época de la esfera, un poeta alemán colocó en
el terreno que rodeaba el pabellón de su jardín, a orillas del Ilm,
ante las puertas de Weimar, una gran bola de piedra sobre un cubo-
pedestal, como si fuera para él una verdadera satisfacción recono
cerse, una vez más -con este gesto de devoción a la suerte, descara
damente panteísta, que iba contra los sentimientos dominantes de
un presente un tanto vacío e insatisfecho-, afecto al símbolo griego,
orondo y saturado, del mundo. Con las figuras del cubo y la esfera
el artista recurre por partida doble a símbolos geométricos de tota
lidad, cada uno de los cuales establece a su manera una mediación
entre reposo y movimiento. Como por última vez, el instalador de
la esfera evoca el demonismo blanco de una vida íntegra, no despe
41
dazada, en un mundo completo. Cuando en abril de 1777 hizo eri
gir su «altar de la buena suerte», eljoven Goethe, dirigiéndose a la
posteridad, encerró en él un enigma cuya solución habrían de en
contrar los tiempos venideros. A la luz de la tradición de las esferas,
la pregunta de Weimar a la posteridad quizá pueda formularse así:
¿qué ha de ser del globo en una época sin reyes? O: ¿qué ha de ser
de los reyes en una época sin globo?
42
Introducción: Geometría en lo inmenso
El proyecto de la globalización metafísica
El acontecimientofundamental de la época moderna es la conquista del
mundo como imagen.
Martin Heidegger, «La época de la imagen del mundo»12
I. El Atlas
Si hubiera de expresarse en una única palabra el motivo domi
nante del pensamiento europeo en su era metafísica, ella no podría
ser otra que globalización. Bajo el signo de la forma redonda, una
forma geométricamente perfecta, que llamamos hasta hoy con los
griegos esfera y, más aún, con los romanos globus, comienza y acaba
el negocio de la razón occidental con el todo del mundo. Fueron los
primeros cosmólogos, matemáticos y metafísicos europeos quienes
impusieron a los mortales una nueva definición fática: ser animales
creadores y moradores de esferas. La globalización comienza como
geometrización de lo inconmensurable.
Mediante ese proceso, que constituye la tarea preferida de la
theoría griega, la pregunta por el puesto del ser humano en la natu
raleza adquiere un significado radicalmente técnico. Efectivamente,
los seres humanos, y sólo ellos, en tanto que conciben la figura del
globo, se colocan en una relación inteligible, formal y constructiva
con el todo del mundo. Tener un lugar en la naturaleza significa
ahora, tras el encuentro del ser y del círculo: ocupar un sitio en un
gran globo, sea ese sitio central o periférico. Con la imagen del glo
bo comienza a la vez la fabricación de globos; gracias a ésta comien
za eljuego técnico y gráfico con la totalidad y su imagen, tal como
los europeos geométricamente iluminados lo practican desde la al
ta Antigüedad. «Ciertamente, ningún animal», dirá Nicolás de Cusa
43
en su hiperlúcido tratado sobre la metafísica de lo redondo, de ludo
globi, «construye un globo» y, sobre todo, ningún animal consigue
jugar y apuntar con globos13. Globalización o esferopoiesis al máxi
mo es el acontecimiento fundamental del pensamiento europeo,
que desde hace dos mil quinientos años no deja de provocar revo
luciones en las condiciones de pensamiento y de vida de los seres
humanos. Lo que aparece hoy como mero factum geopolítico en
una fase de concentración superior (y de interpretación más ner
viosa) fue al comienzo una figura de pensamiento sólo vinculante
para los filósofos y cosmólogos. La globalización matemática prece
de en más de dos mil años a la terrestre.
¡Conocemos. . . , conocemos de verdad! Hay que concienciarlo y sentirlo
otra vez. Y el espíritu que soporta y desarrolla ese conocimiento tiene que
ser defendido contra la falta de espíritu y de vida.
Esta exclamación del joven Max Bense -en un escrito del año
1935, que lleva el título, mordaz según la política de las ideas, de Re
belión del espíritu. Una defensa del conocimiento4- puede leerse hoy co
mo si hubiera querido establecer el axioma de una ética intelectual
de la globalización. Sólo entiende la globalización quien se abre a la
idea de que hay que tomar en serio ontológicamente, es decir, téc
nica y políticamente, la figura lógica de la esfera. Pensar significa:
desempeñar un papel en la historia de esta seriedad.
La historia seria es la historia del ser. Según ello, el ser no es sim
plemente un tiempo cualquiera, no es, sobre todo, el tiempo exis-
tencial encaminado a la muerte, sino el tiempo que dura para com
prender lo que es el espacio: el globo sumamente real.
Con la irrupción del concepto del globo realmente existente aca
ba la historia humana confusa -como época en la que aún había que
narrar lo real perdido en turbios filamentos de tiempo- y se trans
forma en la posthistoria: una situación en la qué el espacio ha ab
sorbido el tiempo. Tras las historias: el mundo simultáneo. Para el
conocedor, la esfera ha vencido a la línea, el reposo esencial a la agi
tación del devenir. La posthistoria es, pues, tan antigua como la teo
ría filosófica de la esfera; lo que hoy se designa con esa expresión es
44
Explosión experimental de una bomba
de hidrógeno en Nevada, a comienzos de los años
cincuenta, tomada a 32 kilómetros de distancia.
el intento de rehacer en el globo terráqueo lo que Platón hizo origi
nariamente en el globo del cosmos: distensión en el apocalipsis del
espacio.
Así, la fecha de comienzo de la globalización originaria puede
establecerse, al menos como época, con cierta precisión: se trata de
la ilustración cosmológica de los pensadores griegos, que, por me
dio de su conexión entre ontología y geometría, echaron a rodar la
gran bola. Quizá tenía razón Heidegger al equiparar la edad mo-
45
dema con la época de la conversión del mundo y del ente en ima
gen, pero los orígenes de este suceso se retrotraen, entonces, hasta
el pensamiento culminante de los griegos. La representación del to
do del mundo por medio de la esfera es el hecho decisivo de la Ilus
tración temprano-europea. Se podría decir definitoriamente que la
filosofía originaria fue la quiebra hacia el pensamiento monosféri-
co: o sea la pretensión de explicar el ente en su totalidad mediante
la idea figurativa de la esfera. Con ese atropello formalizante los in
dividuos pensantes fueron sujetados en una relación fuerte al cen
tro del ser y comprometidos con la unidad, totalidad y redondez de
lo existente. Por eso aquí la geometría se adelantó a la ética y a la
estética; primero viene la esfera, después la moral. Al hacer explíci
tas las reglas de la construcción de la esfera y concebir la periferia
ideal, en la que todo punto queda a igual distancia del centro, los
primeros matemáticos pusieron en manos de las energías creadoras
de imagen del mundo del ser humano occidental un instrumento de
racionalidad inaudita. Desde entonces los seres humanos pueden y
deben localizarse en un envolvente, el periéchon, que ya no es un se
no o una gruta vegetativa, un hogar o una comuna de culto, que se
conmueve en un corro de baile, sino una forma de construcción, ló
gica y cosmológica, de validez intemporal. Toda inteligencia está
desde entonces obligada a comprobar su situación con respecto al
punto medio: ¿estamos cerca del centro del ser y gozamos de vistas
panorámicas joviales desde él? ¿O es, por el contrario, nuestra dis
tancia al centro la que nos permite aclarar dónde estamos y quiénes
somos? ¿Estamos contenidos en el círculo o colocados fuera de él?
¿Estamos familiarizados con el centro o enajenados de él? Tan pron
to como el globo incondicionado ha suplantado en la representa
ción a la extensión de todo lo existente, los filósofos pueden decir
a la cara a, todos los comunes mortales que son ciegos que no ven el
globo por el montón de cosas que hay en tomo. Ydado que son in
capaces de contar hasta uno, lo son también de pensar verdadera
mente.
No fue la mala pedantería del eterno pedagogo la que impulsó
al primer pensador europeo de la unidad del todo, Parménides, a
separar el camino de la verdad del de la opinión; fue la aguda pe
46
netración en la «estructura» unísona de la redondez del todo la que
le obligó a reconocer la diferencia entre quienes mantienen los ojos
elevados y miran a lo bien-redondo, uni-forme, y quienes se pierden
continuamente en la multiplicidad de las cosas en tomo. La forma
geométrica más simple se eleva al rango del ideal absolutamente vá
lido, por el cual toda una era habrá de medir la vida accidentada y
el mundo escabroso. La esfera pura, originada en el pensamiento-
como-visión-panorámica-en-lo-uniforme, se transforma en crítica de
la realidad empírica, imperfecta, no-redonda. Donde sólo había en
torno ha de llegar a ser la esfera: con ese imperativo, la geometría
se traslada al campo ético. Ese imperativo da alas para el salto del al
ma al todo. Con él se vuelve ontológicamente seria la transferencia.
La totalidad de lo existente se interpreta ahora bajo el signo de la
espacialidad, del sentido y del alma: el proyecto alma-del-mundo ha
entrado en su estadio de precisión. Los mortales son invitados a sa
lir de sus coyunturas temporales, faltas de perspectiva, donde en
tretejen su vida con hilos de preocupaciones; tienen, de una vez, la
oportunidad de alzar la vista desde la artesa de la preocupación y sa
lir al espacio amigable, grande, en el que todo es sincrónico, está
iluminado y abierto. Desde que la figura sensible-suprasensible de la
esfera fue elegida por el pensamiento cosmológico-filosófico origina
rio como prototipo de belleza perfecta, imprime a la conditio humana
la forma de un juego, que sustenta, habilita y supera a susjugadores.
Cuando la seriedad del pensamiento sobrepasa eljuego, quienjue
ga con esferas topa con una supergrande, superhermosa, superre-
donda, que necesariamente ha de arrollar a susjugadores. ¿No sería,
pues, la geometría otra cosa que el comienzo de lo enorme-horripi-
lante?
En la tradición de imágenes cotidianas de la cultura antigua ya
no hay mucho que ver, en principio, de lo que se refiere a este gran
giro hacia lo redondo intemporal. De los albores griegos de la esfe
ra, además de deliberaciones discursivas en textos filosóficos desde
Anaximandro hasta Platón, sólo contamos con testimonios figurati
vos bidimensionales de la sphaira^ planos y generalmente conven
cionales. Junto a obras del tipo del mosaico de los filósofos de To-
47
Esfera bajo el pie del emperador.
rre Annunziata hay, sobre todo, representaciones en monedas, en
cuyo programa figurativo la sphairadesempeña un papel sobresa
liente en forma de retratos de soberanos e insignias imperiales. Así,
en acuñaciones antiguas puede reconocerse la imagen de la diosa
Niké escribiendo una nueva victoriosa en un escudo redondo, en
suspenso ante ella, mientras pone el pie sobre una esfera que está
en el suelo. Ese habitusserá adoptado más tarde por los Césares: la
sphairabajo la sandalia del soberano se convertirá en un estereotipo
del lenguaje figurativo del poder.
En una moneda de un período más temprano se representa al fi
lósofo Anaxágoras sentado sobre una esfera, igual que la figura de
Italia; una pequeña gema helenística muestra incluso un erosentro
nizado sobre la esfera. Entre los romanos es la diosa Fortuna la que
coloca su ligero pie sobre la esfera. La imagen de la esfera se llega a
coagular en puro formulismo cuando se la presenta lacónicamente
unida a la de un timón: suficiente para poner ante los ojos de los
48
Bajo los pies de la Fortuna; Alberto Durero,
La gran Fortuna o Némesis, 1501-1502, detalle.
La bola del mundo bajo el pie de san Francisco
de Asís; Murillo, Cristo baja de la cruz para abrazar
a san Francisco, Sevilla, detalle.
cultivados la conexión entre cibernética estatal y devoción cósmica.
En monedas de César, la esfera, el caduceo y las fasces se reúnen ya
en un complejo de insignias como postulando en un estenograma
la unidad de dominio universal y de fortuna para el mundo. Como
ha hecho notar perspicazmente un investigador, desde la época he
lenística la sphairase había convertido en el habitual «jeroglífico de
la totalidad del universo y, sobre todo, del cielo»15;bajo los empera
dores romanos la asociación de esfera y retrato del soberano se con
virtió en un motivo obligado que había de utilizar quien quisiera
anunciar o conseguir el poder.
Cuando, en tiempo de los señores cristianizados de la baja Anti
güedad y de la Edad Media, la sphairase transforma en el globo im
perial coronado por una cruz, lo que se hace es desarrollar y realzar
sacramentalmente la antigua equivalencia entre el símbolo de la es
fera y el dominio imperial. Y si desde el siglo XIX la imagen del glo
bo del mundo aventaja a la de la esfera cósmica, es porque la tierra
50
emancipada del cielo, vuelta a sí y para sí misma, se aprovecha to
davía del significado de totalidad de la esfera clásica.
A los teóricos contemporáneos de los medios podía llamarles la
atención el hecho de que la imagen de la esfera en las monedas an
tiguas da muestras de una doble circularidad: se trata de objetos
acuñados que de por sí ya fueron agentes y medios de una relativa
globalización en sentido económico, puesto que, en su tiempo, las
monedas romanas estaban en curso en todo el mundo habitado. La
imagen del cosmos en la moneda es parte de una historia de imá
genes que desemboca, no en el arte, sino en la toma de poder polí
tico y técnico.
Pues aunque las piezas de dinero de la Antigüedad helenística
sólo circularon en la ecúmene romana, ya actuaba entonces en su
tráfico la misma dinámica que desde el comienzo de la edad mo
derna se extenderá a todo el globo terráqueo. Dinero y globo van
juntos, porque el típico movimiento de dinero -retum ofinvestment-
constituye el principio de la vuelta al mundo16. Figuras de esferas en
monedas: pensando las cosas desde los resultados, en estos antiguos
vestigios culturales, poco espectaculares, asoma ya el programa de la
historia europea del mundo y de los medios. El dinero, como capi
tal real y especulativo, coloca en la Modernidad a los seres humanos
bajo el dominio de un tráfico absolutamente reglamentado. Quien
domina la circulación puede conducir todo hacia él. Al final de es
ta exposición mostraremos por qué la idea más importante de la
edad moderna no fue demostrada por Copérnico, sino por Maga
llanes. Puesto que el hecho fundamental de la edad moderna no es
que la tierra gire alrededor del sol, sino más bien que el dinero dé
51
La esfera como pedestal
de busto; Giovanni Battista Piranesi,
El circo romano, 1756, detalle.
la vuelta al mundo. La teoría de la esfera es, a la vez, el primer aná
lisis del poder.
Por eso, tan pronto como en la Antigüedad la figura de la esfera
pudo construirse en abstracción geométrica y mirarse en contem
plación cosmológica, se abrió paso irremisiblemente la cuestión de
quién había de ser el señor de la esfera representada y construida.
En las imágenes más antiguas colocaron su pie sobre la esfera las
diosas de la victoria, las fortunas, los emperadores y, más tarde, los
misioneros de Cristo; los científicos se arremolinaron con su instru
mental en torno a ella, dibujaron meridianos y paralelos y trazaron
el ecuador sobre ella; pronto la Iglesia católica plantó la cruz sobre
la esfera y proclamó a Cristo cosmocrátor y señor de todas las esfe
ras; en el siglo XX, finalmente, la bola del mundo ha sido integrada
52
Globo imperial
de la casa Hohenstaufen.
en los logotipos y propaganda de incontables empresas de ámbito
internacional. En el globo tienen el poder y el espíritu su signo en
común, por más que en la era de las grandes culturas regionales,
desconfiando uno de otro y sólo relacionados en cooperación anta
gónica, se hayan enfrentado ambos como opuestos irreconciliables.
Cuando con ocasión de la toma de Siracusa los romanos se apro-
53
La mano de Isabel I de Inglaterra
sobre el globo terráqueo.
piaron en casa de Arquímedes de su magnífico globo, el general Mar
celo hizo que lo trasladaran a Roma y lo expusieran en el templo de
Virtus, cuya mejor traducción sería: la diosa de la disposición para
lograr rendimientos en alguna cosa.
Las palabras de Arquímedes al soldado romano que le golpeaba:
¡No molestes a mi esfera! , fueron entendidas pronto, a su manera,
por los generales de la República y más tarde por los Césares. Pues
¿cómo habían de comprender siquiera esos señores su contribución
a la formación del Imperio romano sino como un intento de trazar,
con un círculo de legiones, anillos cada vez más amplios y mejor de
fendidos en torno a la capital elegida por los dioses, y de velar por
su tranquilidad, para que nadie la perturbara?
Así pues, la imagen del globo máximo suscita la pregunta por la
colocación del centro y, consecuentemente, por la identidad y resi
dencia del soberano universal; apremia, al mismo tiempo, el pensar
figurativamente representativo, tratando de ofrecer una solución al
problema de si la propia esfera omniabarcante puede estar colocada,
a su vez, sobre un apoyo o una base. ¿Sobre qué fundamento sería
lícito sustentar al todo, sea en la imagen, en el concepto o en lo
real? ¿En qué funda o perímetro habría que introducir la esfera de
54
todas las esferas, tanto en la representación como en la realidad?
¿Qué o quién ha de soportar lo que soporta todo? ¿O hemos de
aceptar ya la atrevida idea de que lo envolvente se contiene a sí mis
mo y pende en el vacío, sólo por su propio poder, sin apoyarse en al
goexterior? 17
Ante la perplejidad que se insinúa en estas preguntas, vino en
ayuda de los antiguos pensadores y artistas la tradición mitológica,
proponiendo para el papel de portador del cosmos a un candidato
titánico. Este mito file el que influyó en la obra escultórica más im
ponente del mundo antiguo con referencia al globo, pues con su
ayuda, en uno de los momentos más fructíferos de la creación plás
tica antigua, pudo encontrarse una respuesta tan clara como enig
mática a la pregunta por el pedestal y el portador del todo.
En el año 1575, bsyo el pontificado de Gregorio XIII, unos tra
bajadores que cavaban una fosa toparon con fragmentos de una es
tatua monumental que se pudo identificar fácilmente como la de
un atlante portador de la esfera celeste. Tras una minuciosa restau
ración, el sensacional hallazgo fue incorporado a la colección anti
gua de la casa Famesio y,junto con el resto de los tesoros artísticos
de la estirpe, en el siglo XVIII pasó a pertenecer a Carlos IV de Ná-
poles, el hijo de Felipe V de España e Isabel de Famesio. Por eso se
encuentra hoy la figura en el Museo Nazionale en Nápoles, a pesar
de que, por su espíritu y factura, no podía estar en ninguna otra par
te en casa más que en la Roma de los Césares y, mediatamente, tam
bién en la de los papas18.
En su recio pathos e inmanente monumentalidad -la escultura
tiene casi dos metros de altura-, el Atlas Famesio podría parecer al
observador poco experimentado algo así como un guiño de los
tiempos sagrados y tempranos del pensamiento y el arte. Si se pien
sa, además, que con esta obra uno tiene ante sí el globo más antiguo
del mundo, casi el único, por otra parte, que se ha conservado de la
Antigüedad -el globo celeste de Arquímedes, del siglo III a. C. , do
cumentado literariamente, ha desaparecido, al igual que el gran
globo terráqueo de Crates de Malos, del siglo II a. C. 19-, puede que
este objeto de arte único produzca sensaciones francamente numi-
55
Globo del cielo sobre las espaldas del Atlas Farnesio,
siglo i d. C. , Museo Nazionale, Nápoles.
nosas. Este Atlas, con su barbada cabeza resignada y titánica, que in
clina a un lado por el dolor, cargado con el peso del mundo, aüeta
y pensador en una misma persona -a primera vista podría conside
rársele como una sentencia petrificada de los presocráticos-, es el
recuerdo de un tiempo en el que seres humanos y titanes sabían
comprenderse mutuamente. En su tormento dominado y en su re
sistencia formalizada, esta figura de Atlas, humanamente llena de
fuerza, parece susurrarle al observador esta tesis: existir significa so
portar el peso del cielo.
Con la segunda mirada se disuelve completamente el aura arcai
ca de la obra, que se revela, tanto más claramente cuanto más de
cerca se analiza, como una figura en la que ya han impreso su hue
lla las concepciones científicas y las ideas funcionales del imperio
tardío. Efectivamente, este Atlas portador de la esfera no represen
56
ta en absoluto el documento de una época mítica temprana, y no lo
hace en un doble sentido.
Por un lado, la bola sobre sus espaldas y entre sus manos no es
el viejo cielo homérico o hesiódico, de cuya sustentación, según el
mito, Zeus había encargado al titán en castigo por su participación
en el levantamiento de los viejos dioses telúricos contra los olímpi
cos. El viejo uranós homérico, en efecto, no se podía representar co
mo una sphaira, sino como una semiesfera sobre el disco de la tie
rra: una concepción que es la que más se aproxima a la cosmovisión
intuitiva, preteórica. Era, sin duda, evidente para las representacio
nes antiguas la imagen de un cielo-semiesfera, pensado corpórea
mente, cuya caída a la tierra había que impedir mediante una con
trafuerza real; por eso, en analogía con el soporte del envigado del
templo por filas de columnas, en algunos documentos antiguos se
representa el sostén del cielo también por columnas. Viejas leyen
das peloponésicas hacen descansar el cielo en las cumbres de las
montañas como si se tratara de columnas. De modo que parece que
en esto encontró su expresión un fundamento mitológico razona
ble de la distancia entre la tierra y el cielo.
El hecho de que se cargue a la figura arcaica del titán con la es
fera completa, matemática y moderna, manifiesta, por el contrario,
el triunfo de la ilustración griega. Pues lo que el Atlas lleva sobre las
espaldas es ya el cielo de los filósofos, que desde Platón y Aristóteles
es sinónimo del mundo en general o del cosmos. No obstante, la
modernidad geométrica de la forma esférica ideal -subrayada por
las líneas del ecuador, de los trópicos y de los coluros- entronca
también con la poesía celeste precientífica, más antigua, que había
pintado sobre la curvatura de la vasija-mundo nocturno el catálogo
entero de las constelaciones. Las imágenes están grabadas en alto-
rrelieve, como si no se vieran las constelaciones nocturnas desde la
tierra, sino desde un emplazamiento más allá de las noches terre
nas. De las cuarenta y ocho constelaciones canónicas de la Antigüe
dad, en la esfera famésica se reconocen claramente cuarenta y dos.
Lo que lleva el titán sobre sus espaldas representa, pues, un cie
lo bastardo científico-poético, un producto tanto de la geometría
como de la mitología, un cielo para lectores de historias y para pro-
57
nosticadores de acontecimientos naturales, modelado en una época
en la que había comenzado a normalizarse una cordial complicidad
entre ciencia y representación imperial del mundo. Se dirige a un
público matemática o filosóficamente alfabetizado, que, a pesar de
ello, cuenta con la suficiente formación mitológica y literaria como
para leer los símbolos de las constelaciones como si fueran episo
dios aislados, sacados de las Metamorfosis de Ovidio.
Se puede decir, en este sentido, que el Atlas Famesio soporta tam
bién un cielo literario,junto con el filosófico, en tanto que, además
de las nuevas líneas matemáticas, enigmáticamente claras, presenta
al observador toda una biblioteca de constelaciones con la que está
familiarizado tradicionalmente. En nuestra imagen se reconoce en
el centro el barco griego originario, el Argo> emblema del espíritu
emprendedor helénico y símbolo central de una cultura talasófila,
traspasada por la conciencia de que los seres humanos, en tanto
pueden sentir como griegos, son seres que siempre tienen algo que
buscar en otros puertos.
una cierta excitación. Sí, da la impresión de que el encanto de la dis
cusión ha dado paso en ese momento a una perplejidad general.
Quizá es que ha aparecido una idea atrevida, que asusta, que se im
pone a los reunidos con la violencia de la primera vez. No hay nada
que impida imaginarse que éste es el instante en el que algo nunca
intentado, nunca pensado todavía, nunca tenido por posible, toma
15
posesión de los disputantes de modo casi patológico. Ha llegado el
instante fecundo en esa dotta conversazione. La emisión de palabras
se ha transformado en pensar; superando el palabreo ocioso, em
prenden su vuelo ideas cosmovisionales. Una evidencia como nin
guna otra antes fascina la inteligencia de los presentes.
¿Cómo es posible interpretar así esa imagen? Las barbas típica
mente filosóficas de los participantes y los rollos de pergamino en
las manos de algunos de los disputantes muestran que se trata de
una conversación de sabios. Y que se trata de una situación excep
cional del pensar: esto se infiere de la presencia de un objeto del
que hay que suponer con seguridad que constituye el motivo de la
reunión y del entusiasmo común.
Uno de los hombres, el que está sentado ante el árbol, que pa
rece ser el sénior de la reunión, señala con un puntero, el radius
propio del docente, la figura que está en el suelo, en una caja pe
queña -de la que sobresale tres cuartas partes-, ante la schola de sa
bios agrupados en semicírculo: una bola azul claro, revestida de una
red de líneas rojizas que se cruzan. Basta una mirada al objeto para
explicar la perpleja admiración de la que, si es que vemos correcta
mente, parecen poseídos los siete sabios. Lo que sobresale de la ca-
jita, como una imagen sagrada de su relicario, no es otra cosa que
una sphaira, una bola del mundo y del cielo, el símbolo de totalidad
que desde los tiempos de Empédocles y Parménides había sido tan
venerado como investigado tanto por los geómetras como,por los
metaflsicos.
Investigación veneradora: la contradicción entre las dos palabras
de esta expresión se explica en cuanto uno recuerda que la esfera,
para los antiguos, sobre todo después de la reforma platónica que
transformó la sabiduría aforística en filosofía argumentativa, era el
símbolo de lo envolvente o del ser-alrededor, periéchon, que abarca
todos los géneros físicos y espirituales de lo existente y que, por ello,
entrelaza también las inteligencias que se inclinan en ese instante
sobre la bola todopoderosa. Lo que ronda como un escalofrío por
la reunión de los disputantes barbados es la certeza, excitante y tran
quilizadora a la vez, que acaba de hacer acto de presencia en ese ins
tante, recuperada en libre reflexión y gestada, sin embargo, como
16
por primera vez, de que ellos, mortales reflexivos,jamás podrán ale
jarse de esa esfera-espacio aunque en ese momento estén ante la
imagen del todo como ante un objeto inanimado o ante un signo
arbitrario.
La reunión en tomo a la sphaira señala uno de los escasos ins
tantes en la historia del pensar en que culto y discurso se mezclan
sin estorbarse mutuamente. Igual que los oficiantes de cultos reli
giosos erigen estatuas en honor de las divinidades preferidas por
ellos, esos sabios han colocado ante sí la figura de la bola del ser y
del cosmos para venerarla con discusiones apropiadas. La esfera es
la imagen de Dios de los pensadores, la cajita o el podio es su altar
portátil, el bosquecillo ante las puertas de la ciudad es el término de
su templo, y los hombres con túnicas de colores, evidentemente,
son a la vez comunidad y ojficium sagrados.
Pero la sphaira, lo Uno como forma, es el Dios que da que pen
sar. No es por medio de oraciones e imprecaciones como se hace ac
cesible ese Uno, sino a través de análisis, mediciones y argumentos.
Su culto consiste en ponderaciones precisas de sus propiedades; la
devoción del pensar se manifiesta esta vez en la capacidad de con
templar esa construcción formal desde su fundamento. La bola de
sea ser considerada y venerada tanto como calculada y hecha efec
tiva. Su espacio interior reclama un espíritu congénere que la
vivifique;yvivificarsignificaaquíconformarymedir. Inteligenciaes
elasticidad esférica; la inspectio de lo inmenso se transforma en cir-
cumspectio suya. En las sensaciones de evidencia que se avivan en el
alma noética, cuando se piensa correctamente, se deja ver el Dios,
el Uno, unánime, a los que piensan-miran. Por el entusiasmo lógico
confirma a sus devotos que está presente en ellos: su presencia es la
unidad de circunscribir y ser circunscrito. Estamos todavía, en tiem
pos de la escena, en una época en la que la conmoción por la evi
dencia puede valer como punto de intersección de proposiciones y
éxtasis; también en los trabajos del concepto viene la bendición de
arriba. Porque se trata de seres humanos mortales que tantean con
conceptos falibles al Uno, por eso sólo lo divino por sí mismo pue
de conceder al intento de pensar el éxito de la evidencia efectiva y
17
llenar los conceptos de contenido claro. Pero siempre que se pien
sa correctamente la esfera, ella está en medio, entre sus analíticos.
En el concepto capaz de demostrar su eficacia y en la imagen capaz
de ser se acerca el espíritu divino -cuya existencia aún puede supo
nerse aquí con bella ingenuidad- al humano.
Si los siete atenienses o acrocorintios miran la esfera, tembloro
sos a causa de un aliento espiritual común, es porque en ese instan
te están inmersos en el acontecimiento pentecostal de la historia del
pensar: lo que los circunscribe y aprehende es la efusión de la evi
dencia en lenguas de fuego lógicas. Esa evidencia es íntimamente
conmovedora y pública a la vez; posibilita tanto la meditación muda
como el debate beligerante. De ahí que llame la atención que por la
experiencia común de pensar no se instaure ningún hechizo hipnó
tico o religoidante sobre el grupo; cada uno de los sabios se pone en
relación con lo englobante a su manera, en actitud reflexiva eman
cipada y de libre estimulación. Cada uno de ellos experimenta a su
propio modo lo que el espíritu del globo le da que pensar. Incluso
podría decirse que es el pensamiento lógicamente maduro en esa es
fera única el que ha posibilitado lo que más tarde se llamará indivi
dualidad: pues individuo, en el sentido refinado del término, sólo
puede serlo quien como vida singular cognoscente se relacione con
lo Uno (igual que la gota hace patente la nube de la que cae) y
quien deje hablar a lo envolvente a través de sí mismo, el discreto re
ceptáculo de lo inmenso.
Puesto que aquí aparecen por primera vez individuos bajo un
nuevo motivo de individualización, se manifiesta también en ese ins
tante una nueva dimensión de sociabilización: por la experiencia
compartida de la idea de unidad y totalidad ha surgido una comu
nidad de la que no hay ejemplo alguno en las relaciones étnicas y
familiares. Desde ese instante la schola de sabios se ha conjurado en
un entusiasmo comunitario; en el futuro, por hablar anacrónica
mente, estará ya conexionada por una «conciencia problemática»
que la hace resaltar por encima de todos los demás grupos huma
nos. Parece que, con esto, haya aparecido en el mundo un motivo
incomparablemente novedoso de serjunto a seres inteligentes; pa
rece como si en este discurso pentecostal sobre la esfera haya surgi
18
do algo de lo que incluso hoy, tras dos milenios y medio de influjos
poderosísimos, no se sabe en definitiva qué significa y hasta dónde
ha de llegar. Pues es evidente que aquí ha tomado cuerpo una for
ma de camaradería cuyo motivo no está en la autoconservación po
lítica, ni en la procreación o en la crianza de niños, sino en la in
vestigación ascética y solidaria de la verdad sobre el todo redondo,
sobre lo completo, lo unánime, unísono, lo Uno. Quien participa
en esa investigación ya no es, obviamente, un simple miembro de su
tribu o de su pueblo; más bien, en caso de que se tome en serio el
deseo de saber -aunque ¿qué significa aquí la seriedad en relación
con tales cosas? -, se ha incorporado a una contrasociedad lógica
que se apoya en la comuna natural pero que no se deja definir por
ella. Precisamente esta idea de comuna, abismalmente contranatu
ral, que anticipa la de las órdenes religiosas, es la que retuvo el fun
dador del mundus academicus, Platón; y un hálito de academicismo
retroproyectado rodea también la schola de Torre Annunziata: estos
siete antiguos ya no enseñan para la vida, sino para la escuela. Los
primeros afectos al bíos theoretikós saben que la libertad para la teo
ría sólo se realiza en ruptura con la ciudad y con la después llama
da comunidad del pueblo.
A causa de la invención del juego teórico «filosofía», las socieda
des subsiguientes, concíbanse como ciudades, reinos o imperios, se
dividirán endógenamente. Ha surgido un pensar en el mundo que
se define a sí mismo como ejemplo máximo de lo que vale y de lo
que es, del que sin embargo la mayoría, incluyendo a los política,
económica y periodísticamente poderosos, sólo consiguen vistas ex
teriores. Con este agravio tiene que habérselas cualquier sociedad
real que decida no impedir completamente el pensar: sea refugián
dose en la admiración, como prefirió hacer el mundo antiguo, o
evadiéndose en el escepticismo, frente al saber superior y sus hipós-
tasis, que ayuda a los modernos vitalistas a llevar una vida sin pensar
en nada, sin sentirse por ello faltos de soberanía.
La imagen de Torre Annunziata remite claramente a la ruptura
entre saber y sociedad: la escena, repleta de espíritu postsocrático,
de escuela libre, secesionista, no se produce ya en la ciudad, sino an
te sus puertas; no tan lejos como para que los participantes en la
19
conversación sobre esferas hayan de hacerse eremitas, pero tampo
co tan cerca para que penetre el tufo y ruido de los mercados en el
bosquecillo de la ontología. Las muecas partidistas se han retirado
de las caras, sólo queda en ellas el bello esfuerzo del concepto. Olor
agradable y sosiego; rigor amistoso. Las cigarras llenan con un se
gundo canto el aire, enriquecido ahora con argumentos.
Ningún intelectual habría de olvidarjamás esa situación: siete sa
bios frente a una esfera guarnecida con cintas, barbudos señores en
una apacibilidad cuyo motivo no adivina ningún extraño, alejados
de la ciudad, entregados a una disidencia sutil, juramentados por
intuiciones lógicas comunes en una pregunta sin fin; ésta es la esce
na del pacifismo académico. En la pequeña imagen aparecen tran
quilamente al lado la felicidad y lo inmenso. En el futuro ninguna
teoría podrá tener lugar sin la voluntad de ese idilio: sin ocio no hay
escuela, sin desarraigo de la vulgaridad no hay nada de lo que en la
vieja Europa se llamó libertad de investigación. Tal teoría reclama
para sí los privilegios de la vida suprema. Porque para la incipiente
filosofía lo inmenso en el orden llega más allá que lo inmenso o
espantoso en la tragedia, la atracción de la esfera divina aventaja en
rango a la participación en las producciones del teatro dionisíaco.
¿Cómo nos las arreglaremos para reconstruir el texto y la marcha
de la argumentación? ¿Se puede conseguir traducir la visión exte
rior y gráfica de este Pentecostés de los filósofos en una visión des
de dentro y en una escucha desde cerca? La tradición silencia las
leyendas correspondientes a la imagen y no revela su texto inma
nente, de modo que al intérprete posterior de la imagen le toca la
tarea de dejar hablar a la escena sólo a partir de sus elementos icó-
nicos. La datación del mosaico de los filósofos de Torre Annunzia-
ta -que hoy puede verse en el Museo Nazionale de Nápoles- en el
siglo I a. C. no significa mucho para su comprensión; además, a cau
sa de la existencia de uno equivalente en la Villa Albani de Roma3,
ha de considerarse cierto que ambos mosaicos se orientan a una
propuesta o modelo común olvidado, sobre cuya procedencia, anti
güedad, contexto y programa no se conoce nada en concreto. Ajuz
gar por su lenguaje formal y su retórica plástica se puede presupo
20
ner sin mayor deducción que nos encontramos en el helenismo, en
la época del idilio bucólico-académico y en el escenario del otium.
Pero con estas indicaciones no se hace hablar al cuadro, ya que no
es la época inerte lo que habla desde un cuadro significativo, sino el
propio acontecimiento inherente al cuadro mismo.
Un primer acceso al espacio lingüístico interior de la escena lo
proporciona el número de los sabios: una cifra, siete, que se expli
ca por sí misma en muchos sentidos. Ya en la cultura griega más an
tigua, pero sobre todo en la era helenística, se habían imaginado los
primeros tiempos en mitos numerológicos y heroico-fundadores; so
bre todo en la leyenda de los siete sabios, con los que en los días de
los grandes antecesores parece que la sabiduría y la ciencia habían
instalado sus tiendas entre los hombres griegos4. Al autor de la ima
gen hubo de parecerle un legítimo recurso estético que los siete,
juntos, llenasen la escena en imaginaria simultaneidad. Los cultos
ya se habrán dado cuenta, puesto que se deduce por sí mismo, de
que los participantes y oradores del banquete platónico, también
siete, están presentes asimismo en el horizonte connotativo. Pero la
peculiaridad del mosaico de Torre Annunziata reside en que la
asamblea no se representa como una alegórica facultad de filosofía,
en la que cada una de las figuras reprodujera un tipo escolástico o
un temperamento de pensamiento. No estamos ante un boceto he
lenístico de La escuela de Atenas. La singularidad de la escena de fi
lósofos se muestra, más bien, en que en ella, en el instante de un
compromiso común con un único tema, se pueden advertir ciertas
magnitudes del pensar temprano, como si el observador hubiera de
convertirse en testigo de un debate constitutivo de la filosofía. Se
podría decir que lo que aquí aparece en imagen es la efusión de la
cuestión primordial misma. Por un instante lo que se llama pensar
se ha efundido, en cierto modo, cayendo ante los pies de los reuni
dos. He ahí una bola que interpela al observador con dos imperati
vos categóricos: ¡Ven, piénsame! y: ¡Déjate absorber en mí!
A los nacidos más tarde se les pide que comprendan que hubo
un Pentecostés que fue una discusión. Debido a su tema, ésta no po
día tener final alguno, de modo que, en consecuencia, la claridad
pentecostal, la evidencia de los filósofos hubo de expandirse sobre
21
toda una era: la época de la conmoción de los pensadores por la luz
intelectual que proviene de la suprema idea de espacio. Según eso,
sólo es posible una duda con respecto al objeto de la conversación
representada, en tanto que es lícito considerar si esos sabios mono
maniacos o monotemáticos de antes sólo piensan en el Uno que tie
nen ante sí como esfera bien redonda, o si tienen también en mien
tes el reloj solar que vigila la escena sobre una columna, tras ellos.
De hecho, reloj y esfera se colocan como si su correspondencia y su
oposición hubieran de ser acentuadas: casi exactamente en una lí
nea vertical, algo corrida hacia la derecha del centro del cuadro.
Con sus líneas de las horas, el reloj de sol remite -esto resulta casi
banal retrospectivamente- al tiempo que pasa, medido desde en
tonces, mientras que la esfera guarnecida de líneas matemáticas re
presenta en su forma de reposo, libre de aconteceres, el todo del
mundo captado en medidas y conceptos. Tanto por uno como por
otro instrumento somos trasladados a la época inicial de la razón
medidora, constatadora, objetivante.
La respuesta a la pregunta por el tema de la conversación se
desprende de la compostura de los personajes: sus intenciones se
reúnen indivisas en el objeto que está ante ellos y que por el pro
pio hecho de su estar ahí les facilita las ideas directrices de su in
tercambio oral. El artista del mosaico, que capta a los filósofos en
el instante de su iluminación por el Uno-Esfera, envuelve la esce
na con una idea óptica a la que puede asignarse el rango de un teo
rema. La imagen de las figuras en discusión encarna, con la elo
cuencia de lo evidente, la tesis de que filósofo es quien tiene un
reloj a la espalda y una esfera enfrente. Los pensadores del hele
nismo, y sus herederos, existen bajo la ley del tiempo como inteli
gencias que reflexionan sobre algo diferente a lo temporal. Con
ambos emblemas de sabios, reloj y esfera, el mosaico de los filóso
fos da a entender que en los siglos III, II y I, antes del cambio de
cronología, no había por qué dudar cuando se trataba de decir en
qué consisten la esencia y el tema de la filosofía primera. Com
prender el ser y el tiempo y esclarecer la constelación que ambos
forman: de eso y no de otra cosa se trata en este oscuro oficio, ri
co en palabras.
22
El mosaico de Nápoles no deja duda alguna sobre cómo ha de
sonar, dado el caso, la información sobre la constelación de ser y
tiempo: los siete presentes se manifiestan por sus actitudes como
partidarios decididos del ser, y con ello del espacio transfigurado.
Dan la espalda al reloj de sol y al reino de las cosas que crecen y se
marchitan en el tiempo. En esa posición, en esa decisión estriba la
buena nueva del seminario estival. Al apartarse del reloj y dirigirse
a la bola, los sabios reconocen la posibilidad de separarse en el tiem
po del tiempo y de penetrar en el espacio absoluto: la inmanencia
divina, la plenitud esférica. Ese es el encanto del programa de esta
imagen, y ésta es su apuesta sublime: hay que mirar a la esfera si uno
quiere integrarse en su reino de serenidad. En su signo, y sólo en él,
se abre el paraíso de los ontólogos. El eidos más poderoso merece la
consideración más larga y la ascesis* más sutil. Por eso, quien quie
re penetrar en la esfera tiene que observarla pacientemente; quien
quiere observarla tiene que colocarla ante sí. Y quien la ha coloca
do ante sí comprende finalmente lo que consigue la inteligencia de
cidida al análisis. El mundo se ha hecho aquí concepto: su ser es
desde ahora espacialización del espacio, conformación de la forma,
configuración de la figura, medición de la medida. La figura de la
esfera impulsa ese devenir en ser conceptuado. En una figura, esa fi
gura, en una bola, esa bola, está contenido todo aquello por lo que
se preocupa el conceptuar y el configurar posterior hasta hoy, y qui
zá para siempre. Hegel, ciertamente sin saberlo, sólo fue un comen
tador del mosaico de Torre Annunziata. Incluso Heidegger, como
alguien que lamenta haber hablado demasiado del tiempo, regresa
en sus reflexiones tardías a esa bola sublime. Son sobre todo los
post- y anti-hegelianos los que luchan por el legado de la esfera, de
la que se dice que ha explosionado, de manera que los seres huma
nos arrojados de ella sólo existen ya como en caída libre.
Por lo menos hay que reconocer algo: nunca más se ha podido
percibir tan sin cifras y pretextos lo que importa en la actividad pro-
*Como seguramente ya se habrá advertido, el autor emplea casi siempre el tér
mino «ascesis» y sus derivados en el sentido etimológico de ejercicio, práctica, pro
fesión. (N. del T. )
23
La sphaira en la red
de las líneas uranométricas.
píamente metafísica de los científicos y filósofos occidentales: lo que
hacen es representaren cualquier sentido posible de la palabra. Se re
presentan la esfera al exhibirla como modelo realmente presente; y,
en tanto en la esfera representada intentan ver la totalidad de lo
existente y, en definitiva, al Dios que se revela, el fundamento su-
perbueno, el ser supraesencial mismo, ponen en manos del pensar,
que aspira a lo Uno, al todo, a lo unánime, un instrumento tan só
lido como sutil para la objetivación de la totalidad de lo existente.
Tras la introducción del motivo de la esfera en el debate sobre
el fundamento del mundo, el Dios de los filósofos ya no es sólo un
entorno invisible, mágicamente animado, ya no es sólo un Otro ne
buloso, cercano-lejano, que está ahí, más-allá-arriba, al que mira el
ojo absorto y fantasioso y suplica la miseria aguda. Dios se convier
te, más bien, en un englobante y absoluto preciso, que despabila a
matemáticos y provoca a cosmógrafos. Pues, mediante la represen
24
tación-esfera, mediante la navegación panorámica por un espacio
de amplitud que atrae tanto a la inteligencia como al alma funden
te, el propio intelecto se vuelve filosófico; se hace participe de una
exactajovialidad que por lo demás sólo se atribuye al Dios panópti
co en su autorreferibilidad fundadora de mundo.
Con ese triunfo del representar comienza la teología filosófica,
racional, colegial, su carrera por encima de las épocas. Habla de es
feras para, gracias a una complicidad mter-inteligente con su objeto,
con la esfera más grande y más real, ponerse ella misma en conexión
simpatética con el Uno que envuelve actualmente tanto esta vida
aquí como cualquier otra. Pensar la esfera significa enajenarse en la
inmensidad, como una función local suya.
Quien toma esto en consideración tendrá menos dificultad en
imaginarse las palabras habladas que resuenan en el espacio idílico
del mosaico. ¿De qué han de hablar los oradores sino de lo sensible
simbólicamente concreto y noéticamente actual que tienen ante sí?
¿Yqué tienen a la vista, b<yo las premisas dichas, sino el motivo más
fuerte para ser optimistas? Los filósofos reunidos debieron conver
tirse a un radical optimismo, dado que habían colocado ante sí la fi
gura de lo mejor, y hubieron de convencerse, enseguida, de que
ellos no podían estar excluidos de esa figura y de su original, si es
que la esfera ha de ofrecer realmente el modelo figurativo y con
ceptual del todo. La bola que todo lo contiene abarca y soporta tam
bién a sus intérpretes. A cada enunciado verdadero sobre ella con
tribuye ella misma. Quien comienza a comprender esto se reconoce
como una función local del optimum global.
«Sois en cierto modo dioses e hijos de lo óptimo», eso es lo que
parece que, en réplica a un argumento del orador de la izquierda,
acaba de explicar el orador del radias, del puntero de los docentes,
en el que se condensan los derechos magisteriales de habla. ¡Repa
rad, amigos, transfigurados, compañeros de esfera, en lo que esa
forma significa para cada uno de nosotros! Somos los contenidos
por la esfera, estamos comprendidos en el anillo del ser, no estamos
ausentes del todo, aunque en principio sucumbamos a la ilusión de
estar frente a la sphaira como independientes de ella. Toda apa
riencia de distancia engaña aquí: participamos íntimamente de lo
25
óptimo, aunque miserias terrenas tiren de nosotros; somos cómpli
ces de lo redondo, de lo Uno, aunque, bajo el dominio del tiempo,
parezca que discurrimos sólo por rectas tristes y enmarañadas cur
vaturas. Estamos a cobijo y a salvo, a pesar de que por la penuria ac
tual, o crónica, nos sintamos a merced de la miseria.
La chispa tética salta en ese instante: todo es gracia, todo está en
el círculo. Eíso pánta5. Ahora, y para el futuro, traspasa a los presen
tes una evidencia que los transforma y transfigura. ¿Estaban prepa
rados los sabios para una iluminación así cuando comenzaron su
diálogo? Naturalmente, como vecinos de sus ciudades y discípulos
de sabios hombres y mujeres de su tiempo, habrían atisbado que los
asuntos de familiaridad de sangre y el palabreo ciudadano no es to
do lo que ha de constituir el horizonte de la vida humana. Pero ¿ya
estaban preparados también, por ello, para esa evidencia desarrai-
gadora, transformadora, enajenadora? ¿Pudieron prever que serían
trasladados de sus ataduras tribales y políticas al sistema familiar de
una perfección o completud mortífera? ¿Que encontrarían una bo
la que ha hecho más por ellos que el padre y la madre? ¿Que serían
acogidos en una figura espacial que, bajo cualquier circunstancia,
en cualquier agonía y en cualquier sobretensión, permanecería en
tomo a ellos como un ángel de la guarda geométrico, como una
aliada invulnerablemente exacta? Tanto, algo tan grande, no podría
haber sospechado y esperado previamente ningún entendimiento
humano normal, aunque por el ejercicio científico se hubiera abier
to ya en una amplia hendidura. Desde ahora, el intelecto conmovi
do por la idea de las esferas está incurablemente enfermo de un pa-
thos del que no se puede decir si es claro u oscuro: el asombro.
Bajo el shock estimulante se entabla entre los pensadores de la es
fera un diálogo en el que el análisis rivaliza con el panegírico. Elo
gio analítico: con ello ha sonado por primera vez el tipo de tono de
la teología racional o de la cosmoteología, que celebra aquí su co
mienzo europeo. Un tipo de tono que se impone, porque, ante el
Pentecostés de la esfera, cualquier lenguaje teórico nojubiloso sólo
sería indicio de que el rayo de la evidencia no habría caído sobre un
candidato. El no-entusiasmado es alguien que simplemente no ha
entendido dónde está él con relación a sí mismo y al todo. Quien
26
no reconoce ser optimista permanece indiferente ante el símbolo
redondo como ante una exterioridad impenetrable, como ante un
cachivache matemático que no se reconoce todavía como la célula
generativa del pensar y del ser. El no-optimista no ha conseguido
dar el salto a lo unánime; no ha sido aún captado por la verdad re
cién despejada de la esfera. Pues ser optimista no es una cuestión de
carácter o de estado de ánimo; ahora no significa otra cosa que en
tregarse en el pensar a los mejores motivos con el fin de ser enaje
nado, reconfortado, elevado por ellos. Frente a la esfera el pensador
está condenado al optimismo. Desde ahora, el criticismo habitual
hará suponer una inteligencia disminuida, que no ha domeñado sus
impulsos de segundo orden.
Pero ¿cómo hablar de la esfera después de que la euforia crítica
haya tomado posesión del pensador? El estilo del optimismo meta-
físico sólo puede ser superlativista en su primera fase, ya que co
rresponde a la naturaleza de la esfera que sus pensadores la elogien
con los predicados supremos y la adornen, por decirlo así, con una
condecoración ontológica. Efectivamente, entender la esfera signi
fica decir de ella lo mejor. Se podría afirmar, sin ambages, que la
teología racional, que hasta el giro de Epicuro permanecerá liada
con la cosmología por su preocupación por el alma retirada, surgió
por la invención de una forma de habla exclusivamente suya: la del
superlativo exacto, que sólo es significativo y necesario en unión
con el optimismo exacto.
Optimismo exacto: ésta es la substancia de la ontoteología pos
terior, que también se dio a conocer bajo el nombre más sencillo de
ontología. Sus bases son fáciles de aclarar, aunque también resulte
difícil apropiársela hasta la última consecuencia: el Ser Uno es la ri
queza por antonomasia. Riqueza, sin embargo, es siempre riqueza
en diferencias; la inteligencia, que se sabe perteneciente al Uno,
vuelve a sí como superabundancia de instancias a pensar, es decir, a
orientarse en la multiplicidad desconcertante de las diferencias,
contrastes, contradicciones. Por eso la doctrina del ente en su tota
lidad sólo puede ser una hermenéutica de la abundancia. Su len
guaje se desplegará como una cascada de diferenciaciones que se
precipita a lo infinito. Para encontrar la orientación correcta en el
27
pensar hay que comenzar constantemente con el Uno, al que no fal
ta absolutamente nada, aunque nosotros, de hecho, siempre comen
cemos a pensar sólo a través de expolios y castraciones. Estas pre
misas crean un clima teórico que se ha vuelto profundamente
extraño para los modernos quejicas, que todo lo que es lo funda
mentan en último término en carencias; tan extraño que hacen so
nar la alarma al mínimo contacto con un pensamiento que proven
ga de la riqueza: ¡Desenmascara a aquel que ofenda a la carencia!
Lo que de ordinario se llama «fin de la metafísica» es la mayoría de
las veces también el comienzo del esfuerzo por dar licencia teórica
al resentimiento: donde queda más claro es en aquellas versiones fi
losóficamente lúbricas del psicoanálisis que asientan la verdad del
sujeto en la castración y en el reconocimiento de la carencia.
Por contra: instalar al comienzo la abundancia arroja una luz
aristocrática sobre todo lo que es el caso. Lo real tiene de todo infi
nitamente más de lo preciso para satisfacer necesidades y compen
saciones. No es lo demasiado-poco lo que caracteriza a lo ente en su
totalidad, sino lo demasiado-mucho. Ser y abundancia son sólo dos
palabras diferentes para lo mismo: en el horizonte de la ontología
clásica lo real es siempre lo no-expoliado, lo completo, envolvente,
desbordante. Es lo no-roto, no-castrado. Se manifiesta como rique
za cornucópica, como inclusividad divina, como largura, anchura,
profundidad celestes; y como una multiplicidad de otras dimensio
nes, para las que nosotros, que permanecemos prisioneros en la fí
sica del día a día, no tenemos por ahora nombre ni concepto alguno.
Este principio de abundancia se refleja también en el discurso fi
losófico sobre el todo: cuando habla de lo óptimo, el lenguaje sólo
puede festejar o, mejor, cofestejar, ya que la fiesta y las palabras se
desarrollan sincrónicamente. En ese espíritu fue en el que Platón
dejó que Timeo acabara su discurso sobre el cosmos como el dios
sensible (theós aisthetós) en tono máximo: manifestando por medio
de su portavoz que este mundo, que abarca y envuelve todo lo sen
sible, es «el más grande, mejor, más bello y perfecto». En estos asun
tos, el tipo de tono es el mensaje mismo; el superlativo es la cosa
misma. Que más tarde los grandes críticos del implacable feuilleton
sigan a disgusto tales exaltaciones no significa mucho, es más, per
28
tenece a la imagen festiva del todo: como sucede en fiestas con éxi
to donde no es lo último que se hace el reírse de los invitados gru
ñones que quieren estropear el ambiente con sus quejas. Pero hay
que saber que también el optimismo cae bajo la entropía y que las
tesis de la ontología entusiasta a lo largo del tiempo del pensar se
van pulverizando a causa de una inevitable decadencia de«con»struc-
tiva. Pero, antes de que los discursos entrópicos se pudieran acade
mizar y de que el mal humor de los doctos se globalizara, eran los
amigos del espacio quienes tenían la palabra en la escuela de Pla
tón. Casi durante toda una era dispusieron de convicciones y argu
mentos para enseñar con autoridad y éxito lógico lo que el retarda
do topófilo Gastón Bachelard repetirá, retrospectivamente, una vez
más y como por última vez: «El espacio, el gran espacio, es el amigo
del ser. . . , en su elemento toda vida es bienestar»6.
¿Cómo habría de festejarse analíticamente a la esfera divina?
¿Qué habría que decir de ella para que fuera celebrada y compren
dida a la vez? Otto Brendel propone, en una explicación ingeniosa
del mosaico de Torre Annunziata, interpretar la escena como una
schola reunida en tomo al protofilósofo Tales para discutir su doc
trina; un Tales, es cierto, muy teñido platónicamente, transformado
por la tradición posterior, que ya en esta conversación de los sabios
cuenta en público lo que sólo podían saber siglos venideros7. Una
tradición tardía describe a Tales -el hombre que empuña el radins-
como el cosmoteólogo par excellence, en el que la filosofía del origen,
«todo proviene del agua», y la filosofía de la figura, «el todo es una
esfera perfecta», habrían llegado a una síntesis memorable, que re
cuerda mucho a Platón8. Para reconstruir un posible transcurso de
la conversación de los filósofos, Brendel echa mano, muy sugestiva
mente a nuestro parecer -si se consideran los anacronismos filosó-
fico-figurativos como interpolaciones de una perspectiva posterior-,
de extractos del Banquete de los siete sabios de Plutarco y de las anéc
dotas de Tales del primer libro de Diógenes Laercio9. Lo que apa
rece aquí es una letanía cosmológica en la que, ad maiorem gloriam
globiy se hace un repaso de los eminentes predicados esféricos.
Si es verdad que sólo puede tratarse de este objeto en un tono
elogioso de análisis, con las referencias laércicas y plutarquianas a
29
las máximas de Tales tendríamos en la mano un modelo esplen
dente para ilustrar cómo un pensador de la época temprana pudo
haberse desembarazado de la tarea de comprender la esfera del ser
alabándola (aunque al Tales histórico le hubiera sobrepasado aún
esa tarea). La filosofía se convierte en una presuntuosidad exacta y
en un artificio habilidoso para hablar de cosas imponentes con un
alma serena.
Son siete las propiedades que se repiten del superobjeto «esfera
del ente en su totalidad», siete las respuestas a cuestiones enigmáti
cas de la ontología, siete los predicados en tono máximo: un tono
que, sin embargo, mantiene su fibra argumentativa porque con cada
enunciado cambia el aspecto lógico, como si una letanía pudiera se
guir una tabla de categorías. El que se trate de giros superlativistas,
los que aparecen en las máximas en honor de la esfera, confirma la
pertenencia de las palabras de Tales al tipo de las hipérboles exac
tas, cuya función posibilitadora de teología nunca podrá encarecer
se lo suficiente: porque la teología, también la filosófica, nunca es
más que una proclama y presunción de ardor máximo en la apues
ta a favor de los dioses aliados con sus panegiristas10.
Entre las alabanzas, viene en primer lugar la proposición de que
la esfera no es otra cosa que el Dios y que como tal representa por
ley lo más antiguo, presbytaton. Del mismo modo que formular pre
guntas más allá o antes del Dios es poco significativo lógicamente y
poco admisible moralmente, sería poco razonable también retro
traerse a causas que fueran más antiguas y más profundas que la es
fera. Dios y la esfera son igualmente inmemoriales.
Como lo más antiguo, ella es lo indevenido, sin padres, ingénito,
que tiene por sí mismo ser y consistencia. Como origen y forma ori
ginaria de todas las cosas que contiene, ella es fundamento necesa
rio, suficiente y excedente de sí misma y de sus contenidos. No exis
te en ella todavía el abismo moderno del regreso infinito, porque
incluso una reflexión potencialmente incancelable fue introducida
en la órbita edificante.
A esto va unida inmediatamente una segunda propiedad: ella tie
ne que ser a la vez lo más bello, kálliston, porque todo lo inherente
30
Tiempo medido.
a la esfera manifiesta el esplendor del primer fundamento, tanto pa
ra los ojos sensibles como para el ojo del espíritu. Como belleza per
fecta, la esfera más antigua se llama kósmos o cielo omniextensivo;
ella muestra el resplandor de una presencia más bella que la cual
nada puede pensarse ni verse. Según la concepción antigua, bello
significa ante todo lo que se refiere a sí mismo y se asemeja a sí mis
mo de modo perfecto, una condición que por ningún objeto es me
jor cumplida que por la esfera, que está animada por todas partes
desde el centro y que, entrelazada por simetrías mágicas, es capaz
de girar espontáneamente en sí misma.
A la antigüedad y a la belleza se añade, en tercer lugar, la mag
nitud. Por eso la siguiente voz en el coro de los pensadores de la es
fera dice, consecuentemente, que ella es lo más grande, mégiston,
porque conforma el espacio coherente más extremo (topos), que en
vuelve todo, de modo que ninguna mota de polvo puede encon-
31
trarse fuera de ella. Ella es lo máximo con respecto a lo cual no pue
de pensarse nada antagónico, extraño y distinto. La esfera es el re
ceptáculo de todo, el continens, el único continente de la unidad
existente, del que puede decirse con razón que contiene todo pero
que no es contenido por nada. Si está en situación de cumplir todo
esto, es sólo porque el récord que detenta el máximo integra todo lo
que es en su victoria perpetua. Lo máximo da cabida a la totalidad
de lo existente en su grandioso perímetro. Si esto fue dicho en prin
cipio y durante mucho tiempo sólo de la esfera tridimensional, no
hay que olvidar que el siglo XX comenzó a pensar el espacio como
una matriz en la que todas las geometrías y toda la diversidad son
posibles.
Estas dignidades no podrían ir a más si no fuera posible y nece
sario espiritualizarlas: esto sucede al enunciar que la esfera del ser
es, a la vez, lo más sabio, sophótaton. Efectivamente, sólo la vida ha
cia dentro, la sabiduría, el saber, dicho modernamente: la reflexión,
puede proporcionar a lo más-antiguo-más-bello-más-grande hono
res más altamente potenciados todavía. El saber de lo óptimo, que
tiene forma circular, quiere él mismo, obviamente, proceder en
círculo: eso sólo puede hacerlo porque, según esa interpretación, el
tiempo (chrónos) posee también forma esférica.
¿No tiene el tiempo también la forma de algo que avanzando sin
fin retrocede en sí mismo? ¿No está unido también todo futuro por
un gran lazo al origen? Puede decirse, en consecuencia, del tiempo
que, análogamente al espacio, contiene todo, y que los receptáculos
ideales no son representables más que redondos. Como lo más sa
bio, la esfera es recuerdo, previsión y presencia de espíritu a la vez:
una alabanza en la que se manifiesta el presentimiento de la idea de
espíritu del mundo. Como tiempo abovedado, la esfera imagina y
desarrolla las cosas, las mantiene en la existencia y las conserva en
la memoria.
Esto se diferencia en el quinto apostrofe, que celebra en la esfe
ra el hecho de que esté llena de lo más veloz, táchiston, del espíritu
(noüs), que en un instante atraviesa cualquier distancia y enlaza sin
demora, unos con otros, todos los puntos en el interior de la bóve
da del ser. Si el espíritu consigue hacer esto es ante todo porque,
32
Reloj en forma de esfera en la embajada
alemana de Atenas. Idea: Karl Schlamminger;
arquitecto: Eberhard Schultz.
por su reparto homogéneo, vivifica endógenamente la esfera y le
proporciona la propiedad divina de la «omnipresencia del centro».
Omnisciente y veloz de pensamiento, la esfera eterna es la casa del
espíritu del mundo.
Si a la esfera se le atribuyen en sumo grado antigüedad, belleza,
magnitud, sabiduría y rapidez, no puede faltarle el predicado de
majestad, fuerza, como cualidad que corone a las otras; así pues, se
llama también lo más fuerte, ischyrótaton, en tanto toda ella está do
minada por la fuerza universal de la necesidad (anánke). Cuyo efec
to más importante es la integración del universo en los límites esfé
ricos de la bóveda, dentro de los cuales se materializan no sólo
belleza y brillo, sino también determinación y gravedad legalifor-
mes. La esfera es un cuerpo de orden mantenedor-mantenido, un
cimborrio de fuerza, al que sus investigadores, los matemáticos y fi
lósofos, han dibujado toda una red de líneas: la llamada aráchne,
que significa a la vez araña y red, símbolo de la sinopsis divina y de
la necesidad imperiosa, que incluso es capaz de entretejer lo apa
rentemente más lejano y poco familiar según leyes estrictas, aunque
también difícilmente reconocibles.
Así pues, lo más fuerte es lo suficientemente fuerte como para
mantener unido lo más grande mediante la fuerza del límite, razón
por la cual la esfera ha de considerarse, no tanto como una figura
geométrica imaginaria inmóvil, sino más bien como una manifesta
ción energética, por no decir imperial, de poder. Con ella alcanza
el pensar del ser su forma mayestática. No en último término es por
ello por lo que la sphaira reclama de los poderosos del mundo que
la sostengan; como símbolo del límite bueno-fuerte del mundo se
hará imprescindible para los interconectores y teólogos imperiales
posteriores.
Sólo falta el séptimo de los elogios analíticos, y habría que pen
sar que también éste sólo pudo ser dicho en el modo del superlati
vo exacto. Pero con el último predicado el caso es especial. Si nos
fuera lícito imaginar que las seis exposiciones oídas hasta ahora se
reparten entre los sabios anónimos de la escena, queda por esperar
una intervención sintética, que sólo puede ser pronunciada por el
docente del centro, por el Tales idealizado, el hombre con el pun-
34
Urania señala con el puntero una esfera
celeste, Pompeya, casa de los Vetti.
tero del maestro. Éste, quizá demasiado asimilado al fundador de
escuela que fue Platón, puede ya terminar la letanía optimista con
ayuda de su varilla (que ha tomado prestada de la musa estelar Ura
nia), en tanto que con ese supremo medio de ostentación magiste
rial, que los antiguos llamaban radius, concentra de la manera más
directa la atención sobre el cuerpo redondo del ser. El séptimo elo
gio, sin embargo, se expresa en una forma lingüística más modesta,
que renuncia en la superficie gramatical a la forma superlativista y
denomina a su objeto simplemente lo divino, theion, no sin añadir:
«lo que no tiene ni principio ni fin». Si reparamos en ello con ma
yor detenimiento, nos daremos cuenta de que esos giros lingüísticos
no sólo encubren un superlativo semántico -dado que sería un con
trasentido retórico pretender construir un superlativo formal de lo
divino, que, por su propio sentido, significa perselo summumy lo su-
per-, sino que con ellos se realiza el tránsito de una teología elogio
sa, afirmativa y extravertida, al habla de Dios negativa, resignada,
apofática, en cierta manera muda y regresiva. Ambas negaciones:
«lo que no tiene ni principio ni fin»,junto con expresiones de sen
tido semejante como «ingénito» o «no-nacido», constituyen la ca
becera de puente para la segunda forma de teología, la apofática,
negadora, que rodea al objeto místico Dios con una guirnalda de
determinaciones superadas, hasta que, cercado por predicados ne
gados, se escurre de la red del pensar representativo y asciende a
una magnificencia supraconceptual. Precisamente esa ascensión es
la que suscita la última fórmula de la letanía en honor de la esfera.
Con ella abandonamos el espado de las afirmaciones positivas de
abundancia y de la ostentación afirmativa. ¿Pero no habla todo en
favor de que la ostentación abandonada sea la más fuerte?
Si los siete sabios en eljardín de la teoría, a las puertas de Acro-
corinto o de Atenas, son fundamentalmente optimistas, lo son se
guramente también por una razón que ha contribuido a motivar su
aparición en la referida imagen. Junto con sus retratistas albergan
la esperanza de que tiempos posteriores conserven el recuerdo de
su diálogo y transmitan el impulso que emana del acontecimiento
discursivo pentecostal. Esta suposición puede hacer valer buenas ra-
36
Estatua bizantina de emperador,
bronce, entre los siglos iv y vn.
zones en favor de sí misma, al menos en el lapso de tiempo de la his
toria de las ideas en el que la equivalencia de ontología y optimismo
supo defender su acierto. ¿Dónde, si no, se hubiera expuesto con
tanta amplitud y sencillez la doctrina fundamental de la filosofía res
pecto de la optimidad y perfección del ser? ¿Dónde, si no, se habría
representado la ontología del mundo concluso tan clara y seducto
ramente? ¿Dónde, si no, se habría ilustrado a los mortales de modo
tan soberano sobre el hecho de que, en el sentido estricto de la pa
labra, su vida es superflua, ya que el acceso de lo humano a lo per
fecto no puede enriquecer a esto, lo cual es sólo otro modo de de
cir que el espacio es más profundo que el tiempo y que lo viejo es
más profundo que lo nuevo? ¿Ydónde si no en el ámbito del pen
sar europeo se habría expresado de un modo tan atractivo la idea
de que el mayor rendimiento de la sabiduría humana sólo puede
consistir en la incorporación en agradecimiento contemplativo a la
abundancia originaria del ser?
De hecho, la ontología de la esfera señala a los mortales un lu
gar en un mundo perfecto, en el que sólo podría haber algo nuevo
bajo el signo del empeoramiento. También aquí se nos declara ya a
nosotros, hijos de una cultura cronolátrica, dominada por el deve
nir, una cultura de la innovación y el acontecer, el límite del pensar
37
y del ser-ahí en la antigua esfera esencial. Cuando el ser quiere ser
todo, la curiosidad, como cualquier pathos cognitivo, ha de encon
trar reposo en último término en lo primero, lo más antiguo, lo me
jor; por el contrario, a nosotros, modernos, nos provoca un pensa
miento proyectivo, que huye del origen, que corre siempre hacia
delante: un pensamiento que, frente a la añoranza de lo impertur
bable y cobijante, sigue el impulso hacia lo no-atado, independien
te, nunca-todavía-sucedido, hablado-desde-lejos. La relación de ser
y tiempo para nosotros, eso al menos es seguro, no se ha dejado en
cerrar en los límites que la imagen de Torre Annunziata quiso esta
blecer. El tiempo se ha infiltrado en la esfera con el tiempo mismo,
sea en la forma hegeliana, «el tiempo es el concepto que es-ahí», o en
la heideggeriana, «ser es tiempo»; proposiciones ambas con las que
topamos como si se tratara de juguetes gigantescos y que a nosotros,
sus descubridores bajitos, nos gritan burlonas: Siguejugando".
La historia de las ideas y símbolos de la vieja Europa ha confir
mado aplastantemente las pretensiones cosmológicas de la antigua
devoción por la esfera. Toda una era está a la sombra del extraño
diálogo del que da testimonio el mosaico de los filósofos. Con oca
sión de las ceremonias fundacionales del nuevo palacio que se ha
bía construido en la capital del imperio, Bizancio, que habría de lla
marse Constantinopla, el día 11 de mayo del año 330 el emperador
Constantino cabalgaba por las calles en medio del solemne desfile
con una esfera en la mano: un símbolo que desde hacía siglos se ha
bía convertido en atributo estereotípico de los césares. Su estatua
sobre la llamada columna de Constantino le mostró durante un mi
lenio en la pose que el emperador había adoptado en la consagra
ción de su ciudad.
En los milenios siguientes se proveyó a la esfera de una cruz y en
las ceremonias de coronación se la puso en manos de los reyes y em
peradores consagrados. Por la transmisión del globo imperial de ma
nos sacerdotales a manos principescas, el juego de la esfera perdu
raría durante siglos y permanecería en el corazón de la historia
universal europea. El ser humano -esto lo entendieron muy bien al
gunos de los pensadores de la era cristiana- es el ser al que se le po
ne una bola del mundo en la mano. El es el animal extático que en
38
«Altar de la buena suerte»,
de Johann Wolfgang Goethe, Weimar 1777.
Wentzel Jamnitzer, Perspectiva corporum regularium,
Nuremberg 1568.
cualquier momento debe dar una respuesta a la pregunta: ¿te has da
do cuenta de tu dignidad real? ¿Te has convertido en lo que se con
vierte quien coge la bola del mundo? ¿Estabas allí cuando se te qui
so entregar la esfera? Y si no estabas, ¿por qué? ¡Di qué motivos te
parecieron más importantes que tu llamada al juego de la esfera!
¿Por qué no cogiste la bola dorada?
No nos achaquemos nada: toda la filosofía innovadora -con
Nietzsche, Kojéve, Bense, Foucault, Deleuze, los incomparables, y
sus amigos como excepciones- no es más que una lista de excusas
de por qué piensan los teóricos que no pueden coger la bola del ser.
Cuando se trató de hablar de la indigencia del ser humano, los mo
dernos nunca fueron precisamente tímidos a la hora de dar argumen
tos. ¿Cómo un ser lleno de deficiencias habría de salir al encuentro
del ser? ¿Cómo podrían, enajenados, hacer frente a la abundancia,
toda vez que en la vida falsa no hay nada correcto? ¿Cómo podrían,
explotados, desheredados, despedazados, entablar diálogos directos
con el todo? ¿Cómo seres humanos que se han hipotecado a la uti
lidad habrían de entregarse al absurdo lujo del existir? ¿Por qué ha
brían de preocuparse del ser después de que quedara establecida la
preeminencia de la democracia sobre la ontología? ¿Qué pinta si
quiera ahí una bola compacta, cuya presencia es imposible? ¿Ypor
qué habría uno de preocuparse por un todo del que los espíritus
analíticos aseguran que no es más que un concepto formal o bien
un fantasma narcisista?
En el ocaso de la época de la esfera, un poeta alemán colocó en
el terreno que rodeaba el pabellón de su jardín, a orillas del Ilm,
ante las puertas de Weimar, una gran bola de piedra sobre un cubo-
pedestal, como si fuera para él una verdadera satisfacción recono
cerse, una vez más -con este gesto de devoción a la suerte, descara
damente panteísta, que iba contra los sentimientos dominantes de
un presente un tanto vacío e insatisfecho-, afecto al símbolo griego,
orondo y saturado, del mundo. Con las figuras del cubo y la esfera
el artista recurre por partida doble a símbolos geométricos de tota
lidad, cada uno de los cuales establece a su manera una mediación
entre reposo y movimiento. Como por última vez, el instalador de
la esfera evoca el demonismo blanco de una vida íntegra, no despe
41
dazada, en un mundo completo. Cuando en abril de 1777 hizo eri
gir su «altar de la buena suerte», eljoven Goethe, dirigiéndose a la
posteridad, encerró en él un enigma cuya solución habrían de en
contrar los tiempos venideros. A la luz de la tradición de las esferas,
la pregunta de Weimar a la posteridad quizá pueda formularse así:
¿qué ha de ser del globo en una época sin reyes? O: ¿qué ha de ser
de los reyes en una época sin globo?
42
Introducción: Geometría en lo inmenso
El proyecto de la globalización metafísica
El acontecimientofundamental de la época moderna es la conquista del
mundo como imagen.
Martin Heidegger, «La época de la imagen del mundo»12
I. El Atlas
Si hubiera de expresarse en una única palabra el motivo domi
nante del pensamiento europeo en su era metafísica, ella no podría
ser otra que globalización. Bajo el signo de la forma redonda, una
forma geométricamente perfecta, que llamamos hasta hoy con los
griegos esfera y, más aún, con los romanos globus, comienza y acaba
el negocio de la razón occidental con el todo del mundo. Fueron los
primeros cosmólogos, matemáticos y metafísicos europeos quienes
impusieron a los mortales una nueva definición fática: ser animales
creadores y moradores de esferas. La globalización comienza como
geometrización de lo inconmensurable.
Mediante ese proceso, que constituye la tarea preferida de la
theoría griega, la pregunta por el puesto del ser humano en la natu
raleza adquiere un significado radicalmente técnico. Efectivamente,
los seres humanos, y sólo ellos, en tanto que conciben la figura del
globo, se colocan en una relación inteligible, formal y constructiva
con el todo del mundo. Tener un lugar en la naturaleza significa
ahora, tras el encuentro del ser y del círculo: ocupar un sitio en un
gran globo, sea ese sitio central o periférico. Con la imagen del glo
bo comienza a la vez la fabricación de globos; gracias a ésta comien
za eljuego técnico y gráfico con la totalidad y su imagen, tal como
los europeos geométricamente iluminados lo practican desde la al
ta Antigüedad. «Ciertamente, ningún animal», dirá Nicolás de Cusa
43
en su hiperlúcido tratado sobre la metafísica de lo redondo, de ludo
globi, «construye un globo» y, sobre todo, ningún animal consigue
jugar y apuntar con globos13. Globalización o esferopoiesis al máxi
mo es el acontecimiento fundamental del pensamiento europeo,
que desde hace dos mil quinientos años no deja de provocar revo
luciones en las condiciones de pensamiento y de vida de los seres
humanos. Lo que aparece hoy como mero factum geopolítico en
una fase de concentración superior (y de interpretación más ner
viosa) fue al comienzo una figura de pensamiento sólo vinculante
para los filósofos y cosmólogos. La globalización matemática prece
de en más de dos mil años a la terrestre.
¡Conocemos. . . , conocemos de verdad! Hay que concienciarlo y sentirlo
otra vez. Y el espíritu que soporta y desarrolla ese conocimiento tiene que
ser defendido contra la falta de espíritu y de vida.
Esta exclamación del joven Max Bense -en un escrito del año
1935, que lleva el título, mordaz según la política de las ideas, de Re
belión del espíritu. Una defensa del conocimiento4- puede leerse hoy co
mo si hubiera querido establecer el axioma de una ética intelectual
de la globalización. Sólo entiende la globalización quien se abre a la
idea de que hay que tomar en serio ontológicamente, es decir, téc
nica y políticamente, la figura lógica de la esfera. Pensar significa:
desempeñar un papel en la historia de esta seriedad.
La historia seria es la historia del ser. Según ello, el ser no es sim
plemente un tiempo cualquiera, no es, sobre todo, el tiempo exis-
tencial encaminado a la muerte, sino el tiempo que dura para com
prender lo que es el espacio: el globo sumamente real.
Con la irrupción del concepto del globo realmente existente aca
ba la historia humana confusa -como época en la que aún había que
narrar lo real perdido en turbios filamentos de tiempo- y se trans
forma en la posthistoria: una situación en la qué el espacio ha ab
sorbido el tiempo. Tras las historias: el mundo simultáneo. Para el
conocedor, la esfera ha vencido a la línea, el reposo esencial a la agi
tación del devenir. La posthistoria es, pues, tan antigua como la teo
ría filosófica de la esfera; lo que hoy se designa con esa expresión es
44
Explosión experimental de una bomba
de hidrógeno en Nevada, a comienzos de los años
cincuenta, tomada a 32 kilómetros de distancia.
el intento de rehacer en el globo terráqueo lo que Platón hizo origi
nariamente en el globo del cosmos: distensión en el apocalipsis del
espacio.
Así, la fecha de comienzo de la globalización originaria puede
establecerse, al menos como época, con cierta precisión: se trata de
la ilustración cosmológica de los pensadores griegos, que, por me
dio de su conexión entre ontología y geometría, echaron a rodar la
gran bola. Quizá tenía razón Heidegger al equiparar la edad mo-
45
dema con la época de la conversión del mundo y del ente en ima
gen, pero los orígenes de este suceso se retrotraen, entonces, hasta
el pensamiento culminante de los griegos. La representación del to
do del mundo por medio de la esfera es el hecho decisivo de la Ilus
tración temprano-europea. Se podría decir definitoriamente que la
filosofía originaria fue la quiebra hacia el pensamiento monosféri-
co: o sea la pretensión de explicar el ente en su totalidad mediante
la idea figurativa de la esfera. Con ese atropello formalizante los in
dividuos pensantes fueron sujetados en una relación fuerte al cen
tro del ser y comprometidos con la unidad, totalidad y redondez de
lo existente. Por eso aquí la geometría se adelantó a la ética y a la
estética; primero viene la esfera, después la moral. Al hacer explíci
tas las reglas de la construcción de la esfera y concebir la periferia
ideal, en la que todo punto queda a igual distancia del centro, los
primeros matemáticos pusieron en manos de las energías creadoras
de imagen del mundo del ser humano occidental un instrumento de
racionalidad inaudita. Desde entonces los seres humanos pueden y
deben localizarse en un envolvente, el periéchon, que ya no es un se
no o una gruta vegetativa, un hogar o una comuna de culto, que se
conmueve en un corro de baile, sino una forma de construcción, ló
gica y cosmológica, de validez intemporal. Toda inteligencia está
desde entonces obligada a comprobar su situación con respecto al
punto medio: ¿estamos cerca del centro del ser y gozamos de vistas
panorámicas joviales desde él? ¿O es, por el contrario, nuestra dis
tancia al centro la que nos permite aclarar dónde estamos y quiénes
somos? ¿Estamos contenidos en el círculo o colocados fuera de él?
¿Estamos familiarizados con el centro o enajenados de él? Tan pron
to como el globo incondicionado ha suplantado en la representa
ción a la extensión de todo lo existente, los filósofos pueden decir
a la cara a, todos los comunes mortales que son ciegos que no ven el
globo por el montón de cosas que hay en tomo. Ydado que son in
capaces de contar hasta uno, lo son también de pensar verdadera
mente.
No fue la mala pedantería del eterno pedagogo la que impulsó
al primer pensador europeo de la unidad del todo, Parménides, a
separar el camino de la verdad del de la opinión; fue la aguda pe
46
netración en la «estructura» unísona de la redondez del todo la que
le obligó a reconocer la diferencia entre quienes mantienen los ojos
elevados y miran a lo bien-redondo, uni-forme, y quienes se pierden
continuamente en la multiplicidad de las cosas en tomo. La forma
geométrica más simple se eleva al rango del ideal absolutamente vá
lido, por el cual toda una era habrá de medir la vida accidentada y
el mundo escabroso. La esfera pura, originada en el pensamiento-
como-visión-panorámica-en-lo-uniforme, se transforma en crítica de
la realidad empírica, imperfecta, no-redonda. Donde sólo había en
torno ha de llegar a ser la esfera: con ese imperativo, la geometría
se traslada al campo ético. Ese imperativo da alas para el salto del al
ma al todo. Con él se vuelve ontológicamente seria la transferencia.
La totalidad de lo existente se interpreta ahora bajo el signo de la
espacialidad, del sentido y del alma: el proyecto alma-del-mundo ha
entrado en su estadio de precisión. Los mortales son invitados a sa
lir de sus coyunturas temporales, faltas de perspectiva, donde en
tretejen su vida con hilos de preocupaciones; tienen, de una vez, la
oportunidad de alzar la vista desde la artesa de la preocupación y sa
lir al espacio amigable, grande, en el que todo es sincrónico, está
iluminado y abierto. Desde que la figura sensible-suprasensible de la
esfera fue elegida por el pensamiento cosmológico-filosófico origina
rio como prototipo de belleza perfecta, imprime a la conditio humana
la forma de un juego, que sustenta, habilita y supera a susjugadores.
Cuando la seriedad del pensamiento sobrepasa eljuego, quienjue
ga con esferas topa con una supergrande, superhermosa, superre-
donda, que necesariamente ha de arrollar a susjugadores. ¿No sería,
pues, la geometría otra cosa que el comienzo de lo enorme-horripi-
lante?
En la tradición de imágenes cotidianas de la cultura antigua ya
no hay mucho que ver, en principio, de lo que se refiere a este gran
giro hacia lo redondo intemporal. De los albores griegos de la esfe
ra, además de deliberaciones discursivas en textos filosóficos desde
Anaximandro hasta Platón, sólo contamos con testimonios figurati
vos bidimensionales de la sphaira^ planos y generalmente conven
cionales. Junto a obras del tipo del mosaico de los filósofos de To-
47
Esfera bajo el pie del emperador.
rre Annunziata hay, sobre todo, representaciones en monedas, en
cuyo programa figurativo la sphairadesempeña un papel sobresa
liente en forma de retratos de soberanos e insignias imperiales. Así,
en acuñaciones antiguas puede reconocerse la imagen de la diosa
Niké escribiendo una nueva victoriosa en un escudo redondo, en
suspenso ante ella, mientras pone el pie sobre una esfera que está
en el suelo. Ese habitusserá adoptado más tarde por los Césares: la
sphairabajo la sandalia del soberano se convertirá en un estereotipo
del lenguaje figurativo del poder.
En una moneda de un período más temprano se representa al fi
lósofo Anaxágoras sentado sobre una esfera, igual que la figura de
Italia; una pequeña gema helenística muestra incluso un erosentro
nizado sobre la esfera. Entre los romanos es la diosa Fortuna la que
coloca su ligero pie sobre la esfera. La imagen de la esfera se llega a
coagular en puro formulismo cuando se la presenta lacónicamente
unida a la de un timón: suficiente para poner ante los ojos de los
48
Bajo los pies de la Fortuna; Alberto Durero,
La gran Fortuna o Némesis, 1501-1502, detalle.
La bola del mundo bajo el pie de san Francisco
de Asís; Murillo, Cristo baja de la cruz para abrazar
a san Francisco, Sevilla, detalle.
cultivados la conexión entre cibernética estatal y devoción cósmica.
En monedas de César, la esfera, el caduceo y las fasces se reúnen ya
en un complejo de insignias como postulando en un estenograma
la unidad de dominio universal y de fortuna para el mundo. Como
ha hecho notar perspicazmente un investigador, desde la época he
lenística la sphairase había convertido en el habitual «jeroglífico de
la totalidad del universo y, sobre todo, del cielo»15;bajo los empera
dores romanos la asociación de esfera y retrato del soberano se con
virtió en un motivo obligado que había de utilizar quien quisiera
anunciar o conseguir el poder.
Cuando, en tiempo de los señores cristianizados de la baja Anti
güedad y de la Edad Media, la sphairase transforma en el globo im
perial coronado por una cruz, lo que se hace es desarrollar y realzar
sacramentalmente la antigua equivalencia entre el símbolo de la es
fera y el dominio imperial. Y si desde el siglo XIX la imagen del glo
bo del mundo aventaja a la de la esfera cósmica, es porque la tierra
50
emancipada del cielo, vuelta a sí y para sí misma, se aprovecha to
davía del significado de totalidad de la esfera clásica.
A los teóricos contemporáneos de los medios podía llamarles la
atención el hecho de que la imagen de la esfera en las monedas an
tiguas da muestras de una doble circularidad: se trata de objetos
acuñados que de por sí ya fueron agentes y medios de una relativa
globalización en sentido económico, puesto que, en su tiempo, las
monedas romanas estaban en curso en todo el mundo habitado. La
imagen del cosmos en la moneda es parte de una historia de imá
genes que desemboca, no en el arte, sino en la toma de poder polí
tico y técnico.
Pues aunque las piezas de dinero de la Antigüedad helenística
sólo circularon en la ecúmene romana, ya actuaba entonces en su
tráfico la misma dinámica que desde el comienzo de la edad mo
derna se extenderá a todo el globo terráqueo. Dinero y globo van
juntos, porque el típico movimiento de dinero -retum ofinvestment-
constituye el principio de la vuelta al mundo16. Figuras de esferas en
monedas: pensando las cosas desde los resultados, en estos antiguos
vestigios culturales, poco espectaculares, asoma ya el programa de la
historia europea del mundo y de los medios. El dinero, como capi
tal real y especulativo, coloca en la Modernidad a los seres humanos
bajo el dominio de un tráfico absolutamente reglamentado. Quien
domina la circulación puede conducir todo hacia él. Al final de es
ta exposición mostraremos por qué la idea más importante de la
edad moderna no fue demostrada por Copérnico, sino por Maga
llanes. Puesto que el hecho fundamental de la edad moderna no es
que la tierra gire alrededor del sol, sino más bien que el dinero dé
51
La esfera como pedestal
de busto; Giovanni Battista Piranesi,
El circo romano, 1756, detalle.
la vuelta al mundo. La teoría de la esfera es, a la vez, el primer aná
lisis del poder.
Por eso, tan pronto como en la Antigüedad la figura de la esfera
pudo construirse en abstracción geométrica y mirarse en contem
plación cosmológica, se abrió paso irremisiblemente la cuestión de
quién había de ser el señor de la esfera representada y construida.
En las imágenes más antiguas colocaron su pie sobre la esfera las
diosas de la victoria, las fortunas, los emperadores y, más tarde, los
misioneros de Cristo; los científicos se arremolinaron con su instru
mental en torno a ella, dibujaron meridianos y paralelos y trazaron
el ecuador sobre ella; pronto la Iglesia católica plantó la cruz sobre
la esfera y proclamó a Cristo cosmocrátor y señor de todas las esfe
ras; en el siglo XX, finalmente, la bola del mundo ha sido integrada
52
Globo imperial
de la casa Hohenstaufen.
en los logotipos y propaganda de incontables empresas de ámbito
internacional. En el globo tienen el poder y el espíritu su signo en
común, por más que en la era de las grandes culturas regionales,
desconfiando uno de otro y sólo relacionados en cooperación anta
gónica, se hayan enfrentado ambos como opuestos irreconciliables.
Cuando con ocasión de la toma de Siracusa los romanos se apro-
53
La mano de Isabel I de Inglaterra
sobre el globo terráqueo.
piaron en casa de Arquímedes de su magnífico globo, el general Mar
celo hizo que lo trasladaran a Roma y lo expusieran en el templo de
Virtus, cuya mejor traducción sería: la diosa de la disposición para
lograr rendimientos en alguna cosa.
Las palabras de Arquímedes al soldado romano que le golpeaba:
¡No molestes a mi esfera! , fueron entendidas pronto, a su manera,
por los generales de la República y más tarde por los Césares. Pues
¿cómo habían de comprender siquiera esos señores su contribución
a la formación del Imperio romano sino como un intento de trazar,
con un círculo de legiones, anillos cada vez más amplios y mejor de
fendidos en torno a la capital elegida por los dioses, y de velar por
su tranquilidad, para que nadie la perturbara?
Así pues, la imagen del globo máximo suscita la pregunta por la
colocación del centro y, consecuentemente, por la identidad y resi
dencia del soberano universal; apremia, al mismo tiempo, el pensar
figurativamente representativo, tratando de ofrecer una solución al
problema de si la propia esfera omniabarcante puede estar colocada,
a su vez, sobre un apoyo o una base. ¿Sobre qué fundamento sería
lícito sustentar al todo, sea en la imagen, en el concepto o en lo
real? ¿En qué funda o perímetro habría que introducir la esfera de
54
todas las esferas, tanto en la representación como en la realidad?
¿Qué o quién ha de soportar lo que soporta todo? ¿O hemos de
aceptar ya la atrevida idea de que lo envolvente se contiene a sí mis
mo y pende en el vacío, sólo por su propio poder, sin apoyarse en al
goexterior? 17
Ante la perplejidad que se insinúa en estas preguntas, vino en
ayuda de los antiguos pensadores y artistas la tradición mitológica,
proponiendo para el papel de portador del cosmos a un candidato
titánico. Este mito file el que influyó en la obra escultórica más im
ponente del mundo antiguo con referencia al globo, pues con su
ayuda, en uno de los momentos más fructíferos de la creación plás
tica antigua, pudo encontrarse una respuesta tan clara como enig
mática a la pregunta por el pedestal y el portador del todo.
En el año 1575, bsyo el pontificado de Gregorio XIII, unos tra
bajadores que cavaban una fosa toparon con fragmentos de una es
tatua monumental que se pudo identificar fácilmente como la de
un atlante portador de la esfera celeste. Tras una minuciosa restau
ración, el sensacional hallazgo fue incorporado a la colección anti
gua de la casa Famesio y,junto con el resto de los tesoros artísticos
de la estirpe, en el siglo XVIII pasó a pertenecer a Carlos IV de Ná-
poles, el hijo de Felipe V de España e Isabel de Famesio. Por eso se
encuentra hoy la figura en el Museo Nazionale en Nápoles, a pesar
de que, por su espíritu y factura, no podía estar en ninguna otra par
te en casa más que en la Roma de los Césares y, mediatamente, tam
bién en la de los papas18.
En su recio pathos e inmanente monumentalidad -la escultura
tiene casi dos metros de altura-, el Atlas Famesio podría parecer al
observador poco experimentado algo así como un guiño de los
tiempos sagrados y tempranos del pensamiento y el arte. Si se pien
sa, además, que con esta obra uno tiene ante sí el globo más antiguo
del mundo, casi el único, por otra parte, que se ha conservado de la
Antigüedad -el globo celeste de Arquímedes, del siglo III a. C. , do
cumentado literariamente, ha desaparecido, al igual que el gran
globo terráqueo de Crates de Malos, del siglo II a. C. 19-, puede que
este objeto de arte único produzca sensaciones francamente numi-
55
Globo del cielo sobre las espaldas del Atlas Farnesio,
siglo i d. C. , Museo Nazionale, Nápoles.
nosas. Este Atlas, con su barbada cabeza resignada y titánica, que in
clina a un lado por el dolor, cargado con el peso del mundo, aüeta
y pensador en una misma persona -a primera vista podría conside
rársele como una sentencia petrificada de los presocráticos-, es el
recuerdo de un tiempo en el que seres humanos y titanes sabían
comprenderse mutuamente. En su tormento dominado y en su re
sistencia formalizada, esta figura de Atlas, humanamente llena de
fuerza, parece susurrarle al observador esta tesis: existir significa so
portar el peso del cielo.
Con la segunda mirada se disuelve completamente el aura arcai
ca de la obra, que se revela, tanto más claramente cuanto más de
cerca se analiza, como una figura en la que ya han impreso su hue
lla las concepciones científicas y las ideas funcionales del imperio
tardío. Efectivamente, este Atlas portador de la esfera no represen
56
ta en absoluto el documento de una época mítica temprana, y no lo
hace en un doble sentido.
Por un lado, la bola sobre sus espaldas y entre sus manos no es
el viejo cielo homérico o hesiódico, de cuya sustentación, según el
mito, Zeus había encargado al titán en castigo por su participación
en el levantamiento de los viejos dioses telúricos contra los olímpi
cos. El viejo uranós homérico, en efecto, no se podía representar co
mo una sphaira, sino como una semiesfera sobre el disco de la tie
rra: una concepción que es la que más se aproxima a la cosmovisión
intuitiva, preteórica. Era, sin duda, evidente para las representacio
nes antiguas la imagen de un cielo-semiesfera, pensado corpórea
mente, cuya caída a la tierra había que impedir mediante una con
trafuerza real; por eso, en analogía con el soporte del envigado del
templo por filas de columnas, en algunos documentos antiguos se
representa el sostén del cielo también por columnas. Viejas leyen
das peloponésicas hacen descansar el cielo en las cumbres de las
montañas como si se tratara de columnas. De modo que parece que
en esto encontró su expresión un fundamento mitológico razona
ble de la distancia entre la tierra y el cielo.
El hecho de que se cargue a la figura arcaica del titán con la es
fera completa, matemática y moderna, manifiesta, por el contrario,
el triunfo de la ilustración griega. Pues lo que el Atlas lleva sobre las
espaldas es ya el cielo de los filósofos, que desde Platón y Aristóteles
es sinónimo del mundo en general o del cosmos. No obstante, la
modernidad geométrica de la forma esférica ideal -subrayada por
las líneas del ecuador, de los trópicos y de los coluros- entronca
también con la poesía celeste precientífica, más antigua, que había
pintado sobre la curvatura de la vasija-mundo nocturno el catálogo
entero de las constelaciones. Las imágenes están grabadas en alto-
rrelieve, como si no se vieran las constelaciones nocturnas desde la
tierra, sino desde un emplazamiento más allá de las noches terre
nas. De las cuarenta y ocho constelaciones canónicas de la Antigüe
dad, en la esfera famésica se reconocen claramente cuarenta y dos.
Lo que lleva el titán sobre sus espaldas representa, pues, un cie
lo bastardo científico-poético, un producto tanto de la geometría
como de la mitología, un cielo para lectores de historias y para pro-
57
nosticadores de acontecimientos naturales, modelado en una época
en la que había comenzado a normalizarse una cordial complicidad
entre ciencia y representación imperial del mundo. Se dirige a un
público matemática o filosóficamente alfabetizado, que, a pesar de
ello, cuenta con la suficiente formación mitológica y literaria como
para leer los símbolos de las constelaciones como si fueran episo
dios aislados, sacados de las Metamorfosis de Ovidio.
Se puede decir, en este sentido, que el Atlas Famesio soporta tam
bién un cielo literario,junto con el filosófico, en tanto que, además
de las nuevas líneas matemáticas, enigmáticamente claras, presenta
al observador toda una biblioteca de constelaciones con la que está
familiarizado tradicionalmente. En nuestra imagen se reconoce en
el centro el barco griego originario, el Argo> emblema del espíritu
emprendedor helénico y símbolo central de una cultura talasófila,
traspasada por la conciencia de que los seres humanos, en tanto
pueden sentir como griegos, son seres que siempre tienen algo que
buscar en otros puertos.