Dicho momento se decanta en una
representacio?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
El dia?
logo ocasional con el hombre del tren, que a fin de no caer en una disputa se conviene en limitar a un par de frases de las que se sabe que no terminara?
n en homicidio, es ya un signo delator; ningu?
n pensamiento es inmune a su comu- nicacio?
n, y es ya ma?
s que suficiente expresarlo fuera de lugar o en forma equi?
voca para rebajar su verdad.
Cada vez que voy al cine salgo, a plena conciencia, peor y ma?
s estu?
pido.
La propia ama- bilidad es participacio?
n en la injusticia al dar a un mundo fri?
o la apariencia de un mundo en el que au?
n es posible hablarse, y la palabra laxa, corte?
s, contribuye a perpetuar el silencio en cuanto que, por las concesiones que hace a aquel a quien va dirigida, queda e?
ste rebajado en la mente del que la dirige.
El funesto prin- cipio que siempre alienta en el buen trato se despliega en el espi?
- ritu igualitario en toda su bestialidad.
Ser condescendiente y no tenerse en gran estima son la misma cosa.
En la adaptacio?
n a la debilidad de los oprimidos, en esta nueva debilidad, se evidencian los presupuestos de la dominacio?
n y se revela la medida de tosque-
dad, insensibilidad y violencia que se necesita para el ejercicio de la dominacio? n. Cuando, como en la ma? s reciente fase, decae el gesto de condescendencia y so? lo se ve igualacio? n, tanto ma? s irre- concilinblcmcnre se imponen en tan perfecto enmascaramiento del poder las negadas relaciones de clase. Para el intelcctual es la soledad no quebrantada el u? nico estado en el que au? n puede dar alguna prueba de solidaridad. Toda la pra? ctica, toda la humanidad del trato y la comunicacio? n es mera ma? scara de la ta? cita acepta- cio? n de lo inhumano. Hay que estar conforme con el sufrimiento de los hombres: hasta su ma? s mi? nima forma de contento consiste en endurecerse ante el sufrimiento.
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Antitesir. -Para quien no se conforma existe el peligro de que se tenga por mejor que los dema? s y de que utilice su critica de lu sociedad como ideologi? a al servicio de su intere? s privado. Mien- tras trata de hacer de su propia existencia una pa? lida imagen de la existencia recta debiera tener siempre presente esa palidez y saber cua? n poco tal imagen representa la vida recta. Pero a esa co nciencia se opone en e? l mismo la fuerza de atraccio? n del espi? - ritu burgue? s. El que vive distanciado se halla tan implicado como el afanoso; frente a e? ste no tiene otra ventaja que la conciencia de su implicacio? n y la suerte de la menuda libertad que supone ese tener conocimiento. El distanciamiento del afa? n es un lujo que el propio afa? n descarta. Precisamente por eso toda tentativa de sustraerse porta los rasgos de lo negado. La frialdad que se tiene que mostrar no es distinta de la frialdad burguesa. Incluso donde se protesta yace lo universal dominante oculto en el principio monadolo? gico. La observacio? n de Proust de que las i? otogran? as de los abuelos de un duque y de un judi? o resultan a cierta dis- rancia tan parecidas que nadie piensa ya en una jerarqui? a de rangos sociales toca un hecho de un orden mucho ma? s general: objetivamente desaparecen tras la unidad de una e? poca todas aque- llas diferencias que determinan la suerte e incluso la sustancia moral de la existencia individual. Reconocemos la decadencia de la cultura, y sin embargo nuestra prosa, cuyo modelo fue la de jacob Grimm o Bachofen, se asemeja a la de la Industria cultural en giros de los que no sospechamos. Por otra parte hace ya tiem- po que no conocemos el lati? n y el griego como Wolf o Kirchhoff. Sen? alamos el encaminamiento de la civilizacio? n hacia el enali? abe- tismo y desconocemos co? mo escribir cartas o leer un texto de Jean Paul como debio? leerse en su tiempo. Nos produce horror el embrutecimiento de la vida, mas la ausencia de toda moral ob-
jetivamente vinculante nos arrastra progresivamente a formas de conducta, lenguajes y valoraciones quc en la medida de lo humano resultan ba? rbaras y, aun para el cri? tico de la buena sociedad, carentes de tacto. Con la disolucio? n del liberalismo, el principio propiamente burgue? s, el de la competencia, no ha quedado supe- rado, sino que de la objetividad del proceso social constituida por los a? tomos semovientes en choque unos con otros ha pasado en cierto modo a la antropologi? a. El encadenamiento de la vida al proceso de la produccio? n impone a cada cual de forma humillante
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? ? un aislamiento y una soledad que nos inclinamos a tener por cosa de nuestra independiente eleccio? n. Es una vieja nota de la ideolo- gi? a burguesa el que cada individuo se tenga dentro de su intere? s particular por mejor que todos los dema? s al tiempo que, como comunidad de todos los clientes, sienta por ellos mayor estima que por si? mismo. Desde la abdicacio? n dl~ la vieja clase burguesa, su supervivencia en el espi? ritu de los intelectuales - los u? ltimos enemigos de los burgueses- y los u? ltimos burgueses marchan juntos. Al permitirse au? n la meditacio? n ante la nuda reproduc- cio? n de la existencia se comportan como privilegiados; mas al que- darse so? lo en la meditacio? n declaran la nulidad de su privilegio. La existencia privada que anhela parecerse a una existencia digna del hombre delata esa nulidad al negarle todo parecido a una realizacio? n universal, cosa necesitada hoy . rna? s que antes de la reflexio? n independiente. No hay salida de esta trampa. Lo u? nico que responsablement e puede hacerse es proh ibirse la utilizacio? n ideolo? gica de la propia existencia y, por lo dema? s, conformarse en lo privado con un comportamiento no aparente ni pretencioso, porque como desde hace tiempo reclama ya no la buena educacio? n, pero si? la vergu? enza, en el infierno debe dcj e? rsele al otro por lo menos el aire para respirar .
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They, tbc people. --El hecho de que los intelectuales tengan generalmente trato con intelectuales no deberi? a inducirlos a tener a sus conge? neres por ma? s vulgares que el resto de la humanidad. Porque es el caso que, por lo comu? n, se sientan unos con otros en la situacio? n ma? s vergonzosa e indigna, la situacio? n de los postu- lantes en competencia, volvie? ndose mutuamente, casi por obliga- cio? n, sus partes ma? s abominables. El resto de las personas, especial- mente las sencillas, cuyas perfecciones tiende tanto a realzar el in- telectual, encuentran a e? ste por lo comu? n en el papel del que desea vender algo a alguien sin el temor de que el clinte puda invadir su coto. El meca? nico de automo? viles o la chica del bar quedan fa? cilmente libres de la acusacio? n de vergu? enza: de todos mo- dos, a ellos el ser cord iales les viene impues to desde arriba . Y a la inversa: cuando los analfabetos acuden a los intelectuales para que les resuelvan sus papeletas, suelen tener de ellos impresiones aceptablemente buenas. Mas tan pronto como la gente sencilla tie-
IIC que luchar por su parte en el producto social, aventaja en en- vidia y rencor a todo lo que puede observarse entre literatos y maestros de capilla. La glorificacio? n de los esple? ndidos underdogs redunda en la del esple? ndido sistema que los convierte en tales, Los justificados sentimientos de culpa de los que esta? n exceptua- dos del trabajo fi? sico no deberi? an valer como disculpa ante los <<idiotas campesinos>>. Los intelectuales que escriben exclusivamen- te sobre intelectuales convirtiendo su pe? simo nombre en el nom- bre de la autenticidad no hacen sino reforzar la mentira. Gran parte del anti-intelectualisrno y del irracionalismo dominantes has- ta Huxley proviene de que los que escriben acusan al mecanismo de la competencia sin calar en e? l, con lo que sucumben al mismo. En las ma? s propias de sus ramas han bloqueado la conciencia del tat twam asi. Por eso corren luego a los templos hindu? es.
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Si te llaman los chicos malos. -Existe un amor intellectuaiis por el personal de cocina, y en los que trabajan teo? rica o arti? stica- mente cierta tentacio? n a relajar sus exigencias espirituales y a des- cender por debajo de so nivel siguiendo en su tema y en su exprc- sio? n todos los posibles ha? bitos que como atentos conocedores rechazaban. Como ninguna categori? a, ni siquiera la cultura, le esta? ya dada al intelectual y son miles las exigencias de su oficio que
comprometen su concentracio? n, el esfuerzo necesario para produ- cir algo medianamente so? lido es tan grande que apenas queda ya alguien capaz de ello. Por otro lado, la presio? n del conformismo, que pesa sobre todo productor, rebaja sus exigencias. El centro de la autodisciplina espiritual en si? misma ha entrado en descom- posicio? n. Los tabu? es que determinan el rango espiritual de un hombre y que a menudo consisten en experiencias sedimentadas y conocimientos inarticulados, se dirigen siempre contra los pro- pios impulsos que aprendio? a reprobar, pero e? stos son tan podero- sos que so? lo una instancia incuestionable e incuestionada puede inhibirlos. Lo que es va? lido para la vida instintiva no lo es menos para la vida espiritual: el pintor y el compositor que se prohi? ben esta o la otra combinacio? n de colores o este o el otro acorde por considerarlos cursis, o el escritor a quien sacan de quicio ciertas configuraciones idioma? ticas por banales o pedantes, reaccionan con tanta vehemencia porque en ellos mismos hay estratos que los
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? ? atraen en ese sentido. El rechazo de la confusio? n reinante en la cultura presupone que se participa de ella lo suficiente como para sentirla palpitar, por asi? decirlo, entre los propios dedos, mas al propio tiempo presupone que de dicha participacio? n se han extrai? - do fuerzas para denunciarla. Tales fuerzas, que se presentan como fuerzas de resistencia individual, no son por ello de i? ndole mera- mente individual. La conciencia intelectual en la que se concentran tiene un momento social en la misma medida que lo tiene el super- yo moral.
Dicho momento se decanta en una representacio? n de la sociedad justa y sus ciudadanos. Pero en cuanto dicha represen- tacio? n se desvanece - ? y quie? n podri? a entregarse todavi? a a ella con una confianza ciega? - , el impulso intelectual hacia abajo pierde su inhibicio? n y sale a la luz toda la inmundicia que la culo tura ba? rbara ha depositado en el individuo: la pseudoerudicio? n, la indolencia, la credulidad mostrenca y la ordinariez. En la mayori? a de los casos $C racionaliza todavi? a romo humanidad en una volun- tad de buscar la comprensio? n de los otros hombres presenta? ndola como responsabilidad derivada del conocimiento del mundo. Pero el sacrificio de la autodisciplina intelectual resulta al que lo asu- me algo demasiado fa? cil para poder creerle y admitir que eso sea un sacrificio. La observacio? n se torna dra? stica para aquellos inte-
lectuales cuya situacio? n material ha cambiado: en cuanto llegan hasta cierto punto a persuadirse de que fue escribiendo y no de otra manera como ganaron su dinero, dejan que permanezca en el mundo hasta en sus u? ltimos detalles exactamente la misma escoria que antes habi? an proscrito del modo ma? s ene? rgico desde su posi- cio? n acomodada. Al igual que los emigrados que un di? a fueron ricos son en pai? s extranjero a menudo tan resueltamente avaricio- sos como de grado lo hubieran sido en el suyo, asi? marchan con entusiasmo los empobrecidos del espi? rit u hacia el infierno , que es su reino de los cielos.
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Sobre lodo una cosa, hijo mi? o. - La inmoralidad de la mentira no radica en la vulneracio? n de la sacrosanta verdad. A fin de cuentas tiene derecho a invocarla una sociedad que compromete a sus miembros forzosos a hablar con franqueza para poder luego tanto ma? s eficazmente sorprenderlos. A la universal falsedad no le conviene permanecer en la verdad particular, a la que inme-
. Iintamente transforma en su contraria. Pese a todo, la mentira porta en sl algo cuya conciencia le somete a uno al azote del . uuiguo la? tigo, pero que a la vez dice algo del carcelero. Su falta esta? en la excesiva sinceridad. El que miente se avergu? enza porque \'11 cada mentira tiene que experimentar lo indigno de la organiza- cio? n del mundo, que le obliga a mentir si quiere vivir al tiempo que le canta: <<Obra siempre con lealtad y rectitud. >> Tal ver- ~iicnza resta fuerza a las mentiras de los ma? s sutilmente organiza. . los. Estas no lo parecen, y asi? la mentira se torna inmoralidad cornotalso? loenelotro. Tomaae? steporestu? pidoysirvedeex- presio? n a la irresponsabilidad. Entre los avezados espi? ritus pra? cti- ros de hoy, la mentira hace tiempo que ha perdido su limpia [un- cie? n de burlar lo real. Nadie cree a nadie, 1000S este? n enterados. Se miente so? lo para dar a entender al otro que a uno nada le im- porta de e? l, que no necesita de e? l, que le es indiferente lo que piense de uno. La mentira, que una vez fue un medio liberal de co municacio? n, se ha convertido hoy en una ma? s entre las te? cnicas de la desvergu? enza con cuya ayuda cada individuo extiende en torno a si? la frialdad a cuyo amparo puede prosperar.
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Separados u"idos. -EI matrimonio, cuya denigrante parodia pervive en una e? poca que ha privado de fundamento al derecho humano del matrimonio, la mayorfa de las voces sirve hoy de arti- man? a para la eutcconservacio? n: cada uno de los dos juramentados atribuye al otro cara al exterior la responsabilidad de todos los males que haya causado, mientras siguen existiendo juntos de una manera a decir verdad turbia y cenagosa. Un matrimonio acepta- ble seri? a so? lo aquel en que ambos tuvieran su propia vida indepen- diente sin nada de aquella fusio? n producto de la comunidad de in- tereses determinada por factores econo? micos, pero que asumieran libremente una reponsabilidad reci? proca. El matrimonio como co- munidad de intereses supone irrecusablemente la degradaci o? n de los interesados, y lo pe? rfido de esta organizacio? n del mundo es que nadie, aun sabiendo por que? , puede escapar de tal degrada- clo? n. De ahi? que a veces pueda llegar a pensarse que so? lo aquellos que se hallan exonerados de la persecucio? n de intereses, los ricos, tienen reservada la posibilidad de un matr imon io sin envileci- miento. Pero esta posibilidad es puramente formal, pues esos pri-
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? ? vilegiados son justamente aquellos en lbs que la persecuclon del intere? s se ha convertido en una segunda naturaleza --de lo con- trario no habri? an afirmado e! privilegio.
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Mera y l'ama. -Tan pronto como hombres y mujeres, aun los de buen cara? cter, amistosos y cultivados, deciden scparararse, suele levantarse una polvareda que cubre y decolora todo lo que esta? en contacto con ella. Es como si la esfera de la intimidad, como si la leta? rgica confianza de la vida en comu? n, se transfor- mase en una sustancia venenosa al romperse las relaciones en que reposaba. La intimidad entre las personas es indulgencia, tole- rancia, reducto de las singularidades personales. Si se trastorna, el momento de debilidad aparece por si? solo, y con la separacio? n es inevitable una vuelta a lo exterior. Esta se incauta de todo el in- ventario de las cosas familiares. Cosas que un di? a habi? an sido slm- bolos de amorosas atenciones e ima? genes del mutuo entendimien- to, repentinamente se independizan como valores mostrando su lado malo, fri? o y delete? reo. Profesores que irrumpen despue? s de la separacio? n en la vivienda de su mujer para retirar objetos del escritorio, damas bien dotadas que denuncian a sus maridos por defraudacio? n. . . Si el matrimonio ofrece una de las u? ltimas posi- bilidades de formar ce? lulas humanas dentro de 10 general inhu- mano, e? ste se venga con su desintegracio? n apodera? ndose de la apa- rente excepcio? n, sometie? ndola a las alienadas ordenaciones del de- recho y la propiedad y burla? ndose de los que se crei? an a salvo. Justamente lo ma? s protegido se convierte en crue! requisito de! abandono. Cuanto ma? s <<desinteresada. haya sido originariamente la relacio? n entre los co? nyuges, cuanto menos hayan pensado en la propiedad y en la obligacio? n. ma? s odiosa resultara? la degradacio? n. Porque es en el a? mbito de lo jurldicamente indefinido donde pros- peran la disputa, la difamacio? n y el incesante conflicto de los in-
tereses. Todo lo oscuro que hay en la base sobre la que se levanta la institucio? n del matrimonio, la ba? rbara disposicio? n por parte del marido de la propiedad y el trabajo de la mujer, la no menos ba? r- bara opresio? n sexual que fuerza tendencialmente al hombre a asu- mir para toda su vida la obligacio? n de dormir con la que una vez le proporciono? placer, todo ello es lo que se libera de los so? tanos y cimientos cuando la casa es demolida. Los que una vez experi? -
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mentaron la bondad de lo general en la exclusiva y reciproca pero tenencia son ahora obligados por la sociedad a considerarse unos infames y aprender que ellos reproducen lo general de la ilimitada ruindad exterior. En la separacio? n, lo general se revela como el estigma de lo particular. porque lo particular -el matrimonio-- no es capaz de realizar lo general verdadero en tal sociedad.
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i? nter parer. - En el dominio de las cualidades ero? ticas parece tener lugar una transmutacio? n de valores. Bajo el liberalismo, y casi hasta nuestros di? as, los hombres casados de la buena sociedad a los que sus esmeradamente educadas y correctas esposas poco podi? an ofrecerles soli? an hallar satisfaccio? n con artistas, bohemias, muchachas dulces y cocones. Con la racionalizacio? n de la sociedad ha desaparecido esa posibilidad de la felicidad no reglamentada. Las cocottes se han extinguido, las muchachas dulces nunca las ha habido en los pai? ses anglosajones y otros de civilizacio? n te? cnica, pero las artistas, asi? como la mujer bohemia instalada parasitaria.
mente alrededor de la cultura de masas, han sido tan perfecta- mente penetradas por la razo? n de tal cultura que quien se acogiera al asilo de su anarqui? a - la libre disposicio? n del propio valor de cambio-- correri? a el peligro de despertarse un di? a con la obliga- cio? n de tener que, si no contratarlas como secretarias, por lo menos recomendarlas a algu? n magnate del cine o plumi? fero conocido. Las
u? nicas que au? n pueden permitirse algo parecido al amor irracional son aquellas damas de las que los maridos se apartaban para irse a Maxim's. Mientras ellas siguen resultando a sus maridos, y por culpa suya, tan aburridas como sus madres, por lo menos son ca- paces de afrecer a otros lo que a todas ellas les queda en reserva. La desde hace tiempo fri? gida libertina representa el negocio; la correcta, la bien educada, la sexualidad impaciente y antirroma? n- rica.
dad, insensibilidad y violencia que se necesita para el ejercicio de la dominacio? n. Cuando, como en la ma? s reciente fase, decae el gesto de condescendencia y so? lo se ve igualacio? n, tanto ma? s irre- concilinblcmcnre se imponen en tan perfecto enmascaramiento del poder las negadas relaciones de clase. Para el intelcctual es la soledad no quebrantada el u? nico estado en el que au? n puede dar alguna prueba de solidaridad. Toda la pra? ctica, toda la humanidad del trato y la comunicacio? n es mera ma? scara de la ta? cita acepta- cio? n de lo inhumano. Hay que estar conforme con el sufrimiento de los hombres: hasta su ma? s mi? nima forma de contento consiste en endurecerse ante el sufrimiento.
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Antitesir. -Para quien no se conforma existe el peligro de que se tenga por mejor que los dema? s y de que utilice su critica de lu sociedad como ideologi? a al servicio de su intere? s privado. Mien- tras trata de hacer de su propia existencia una pa? lida imagen de la existencia recta debiera tener siempre presente esa palidez y saber cua? n poco tal imagen representa la vida recta. Pero a esa co nciencia se opone en e? l mismo la fuerza de atraccio? n del espi? - ritu burgue? s. El que vive distanciado se halla tan implicado como el afanoso; frente a e? ste no tiene otra ventaja que la conciencia de su implicacio? n y la suerte de la menuda libertad que supone ese tener conocimiento. El distanciamiento del afa? n es un lujo que el propio afa? n descarta. Precisamente por eso toda tentativa de sustraerse porta los rasgos de lo negado. La frialdad que se tiene que mostrar no es distinta de la frialdad burguesa. Incluso donde se protesta yace lo universal dominante oculto en el principio monadolo? gico. La observacio? n de Proust de que las i? otogran? as de los abuelos de un duque y de un judi? o resultan a cierta dis- rancia tan parecidas que nadie piensa ya en una jerarqui? a de rangos sociales toca un hecho de un orden mucho ma? s general: objetivamente desaparecen tras la unidad de una e? poca todas aque- llas diferencias que determinan la suerte e incluso la sustancia moral de la existencia individual. Reconocemos la decadencia de la cultura, y sin embargo nuestra prosa, cuyo modelo fue la de jacob Grimm o Bachofen, se asemeja a la de la Industria cultural en giros de los que no sospechamos. Por otra parte hace ya tiem- po que no conocemos el lati? n y el griego como Wolf o Kirchhoff. Sen? alamos el encaminamiento de la civilizacio? n hacia el enali? abe- tismo y desconocemos co? mo escribir cartas o leer un texto de Jean Paul como debio? leerse en su tiempo. Nos produce horror el embrutecimiento de la vida, mas la ausencia de toda moral ob-
jetivamente vinculante nos arrastra progresivamente a formas de conducta, lenguajes y valoraciones quc en la medida de lo humano resultan ba? rbaras y, aun para el cri? tico de la buena sociedad, carentes de tacto. Con la disolucio? n del liberalismo, el principio propiamente burgue? s, el de la competencia, no ha quedado supe- rado, sino que de la objetividad del proceso social constituida por los a? tomos semovientes en choque unos con otros ha pasado en cierto modo a la antropologi? a. El encadenamiento de la vida al proceso de la produccio? n impone a cada cual de forma humillante
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? ? un aislamiento y una soledad que nos inclinamos a tener por cosa de nuestra independiente eleccio? n. Es una vieja nota de la ideolo- gi? a burguesa el que cada individuo se tenga dentro de su intere? s particular por mejor que todos los dema? s al tiempo que, como comunidad de todos los clientes, sienta por ellos mayor estima que por si? mismo. Desde la abdicacio? n dl~ la vieja clase burguesa, su supervivencia en el espi? ritu de los intelectuales - los u? ltimos enemigos de los burgueses- y los u? ltimos burgueses marchan juntos. Al permitirse au? n la meditacio? n ante la nuda reproduc- cio? n de la existencia se comportan como privilegiados; mas al que- darse so? lo en la meditacio? n declaran la nulidad de su privilegio. La existencia privada que anhela parecerse a una existencia digna del hombre delata esa nulidad al negarle todo parecido a una realizacio? n universal, cosa necesitada hoy . rna? s que antes de la reflexio? n independiente. No hay salida de esta trampa. Lo u? nico que responsablement e puede hacerse es proh ibirse la utilizacio? n ideolo? gica de la propia existencia y, por lo dema? s, conformarse en lo privado con un comportamiento no aparente ni pretencioso, porque como desde hace tiempo reclama ya no la buena educacio? n, pero si? la vergu? enza, en el infierno debe dcj e? rsele al otro por lo menos el aire para respirar .
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They, tbc people. --El hecho de que los intelectuales tengan generalmente trato con intelectuales no deberi? a inducirlos a tener a sus conge? neres por ma? s vulgares que el resto de la humanidad. Porque es el caso que, por lo comu? n, se sientan unos con otros en la situacio? n ma? s vergonzosa e indigna, la situacio? n de los postu- lantes en competencia, volvie? ndose mutuamente, casi por obliga- cio? n, sus partes ma? s abominables. El resto de las personas, especial- mente las sencillas, cuyas perfecciones tiende tanto a realzar el in- telectual, encuentran a e? ste por lo comu? n en el papel del que desea vender algo a alguien sin el temor de que el clinte puda invadir su coto. El meca? nico de automo? viles o la chica del bar quedan fa? cilmente libres de la acusacio? n de vergu? enza: de todos mo- dos, a ellos el ser cord iales les viene impues to desde arriba . Y a la inversa: cuando los analfabetos acuden a los intelectuales para que les resuelvan sus papeletas, suelen tener de ellos impresiones aceptablemente buenas. Mas tan pronto como la gente sencilla tie-
IIC que luchar por su parte en el producto social, aventaja en en- vidia y rencor a todo lo que puede observarse entre literatos y maestros de capilla. La glorificacio? n de los esple? ndidos underdogs redunda en la del esple? ndido sistema que los convierte en tales, Los justificados sentimientos de culpa de los que esta? n exceptua- dos del trabajo fi? sico no deberi? an valer como disculpa ante los <<idiotas campesinos>>. Los intelectuales que escriben exclusivamen- te sobre intelectuales convirtiendo su pe? simo nombre en el nom- bre de la autenticidad no hacen sino reforzar la mentira. Gran parte del anti-intelectualisrno y del irracionalismo dominantes has- ta Huxley proviene de que los que escriben acusan al mecanismo de la competencia sin calar en e? l, con lo que sucumben al mismo. En las ma? s propias de sus ramas han bloqueado la conciencia del tat twam asi. Por eso corren luego a los templos hindu? es.
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Si te llaman los chicos malos. -Existe un amor intellectuaiis por el personal de cocina, y en los que trabajan teo? rica o arti? stica- mente cierta tentacio? n a relajar sus exigencias espirituales y a des- cender por debajo de so nivel siguiendo en su tema y en su exprc- sio? n todos los posibles ha? bitos que como atentos conocedores rechazaban. Como ninguna categori? a, ni siquiera la cultura, le esta? ya dada al intelectual y son miles las exigencias de su oficio que
comprometen su concentracio? n, el esfuerzo necesario para produ- cir algo medianamente so? lido es tan grande que apenas queda ya alguien capaz de ello. Por otro lado, la presio? n del conformismo, que pesa sobre todo productor, rebaja sus exigencias. El centro de la autodisciplina espiritual en si? misma ha entrado en descom- posicio? n. Los tabu? es que determinan el rango espiritual de un hombre y que a menudo consisten en experiencias sedimentadas y conocimientos inarticulados, se dirigen siempre contra los pro- pios impulsos que aprendio? a reprobar, pero e? stos son tan podero- sos que so? lo una instancia incuestionable e incuestionada puede inhibirlos. Lo que es va? lido para la vida instintiva no lo es menos para la vida espiritual: el pintor y el compositor que se prohi? ben esta o la otra combinacio? n de colores o este o el otro acorde por considerarlos cursis, o el escritor a quien sacan de quicio ciertas configuraciones idioma? ticas por banales o pedantes, reaccionan con tanta vehemencia porque en ellos mismos hay estratos que los
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? ? atraen en ese sentido. El rechazo de la confusio? n reinante en la cultura presupone que se participa de ella lo suficiente como para sentirla palpitar, por asi? decirlo, entre los propios dedos, mas al propio tiempo presupone que de dicha participacio? n se han extrai? - do fuerzas para denunciarla. Tales fuerzas, que se presentan como fuerzas de resistencia individual, no son por ello de i? ndole mera- mente individual. La conciencia intelectual en la que se concentran tiene un momento social en la misma medida que lo tiene el super- yo moral.
Dicho momento se decanta en una representacio? n de la sociedad justa y sus ciudadanos. Pero en cuanto dicha represen- tacio? n se desvanece - ? y quie? n podri? a entregarse todavi? a a ella con una confianza ciega? - , el impulso intelectual hacia abajo pierde su inhibicio? n y sale a la luz toda la inmundicia que la culo tura ba? rbara ha depositado en el individuo: la pseudoerudicio? n, la indolencia, la credulidad mostrenca y la ordinariez. En la mayori? a de los casos $C racionaliza todavi? a romo humanidad en una volun- tad de buscar la comprensio? n de los otros hombres presenta? ndola como responsabilidad derivada del conocimiento del mundo. Pero el sacrificio de la autodisciplina intelectual resulta al que lo asu- me algo demasiado fa? cil para poder creerle y admitir que eso sea un sacrificio. La observacio? n se torna dra? stica para aquellos inte-
lectuales cuya situacio? n material ha cambiado: en cuanto llegan hasta cierto punto a persuadirse de que fue escribiendo y no de otra manera como ganaron su dinero, dejan que permanezca en el mundo hasta en sus u? ltimos detalles exactamente la misma escoria que antes habi? an proscrito del modo ma? s ene? rgico desde su posi- cio? n acomodada. Al igual que los emigrados que un di? a fueron ricos son en pai? s extranjero a menudo tan resueltamente avaricio- sos como de grado lo hubieran sido en el suyo, asi? marchan con entusiasmo los empobrecidos del espi? rit u hacia el infierno , que es su reino de los cielos.
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Sobre lodo una cosa, hijo mi? o. - La inmoralidad de la mentira no radica en la vulneracio? n de la sacrosanta verdad. A fin de cuentas tiene derecho a invocarla una sociedad que compromete a sus miembros forzosos a hablar con franqueza para poder luego tanto ma? s eficazmente sorprenderlos. A la universal falsedad no le conviene permanecer en la verdad particular, a la que inme-
. Iintamente transforma en su contraria. Pese a todo, la mentira porta en sl algo cuya conciencia le somete a uno al azote del . uuiguo la? tigo, pero que a la vez dice algo del carcelero. Su falta esta? en la excesiva sinceridad. El que miente se avergu? enza porque \'11 cada mentira tiene que experimentar lo indigno de la organiza- cio? n del mundo, que le obliga a mentir si quiere vivir al tiempo que le canta: <<Obra siempre con lealtad y rectitud. >> Tal ver- ~iicnza resta fuerza a las mentiras de los ma? s sutilmente organiza. . los. Estas no lo parecen, y asi? la mentira se torna inmoralidad cornotalso? loenelotro. Tomaae? steporestu? pidoysirvedeex- presio? n a la irresponsabilidad. Entre los avezados espi? ritus pra? cti- ros de hoy, la mentira hace tiempo que ha perdido su limpia [un- cie? n de burlar lo real. Nadie cree a nadie, 1000S este? n enterados. Se miente so? lo para dar a entender al otro que a uno nada le im- porta de e? l, que no necesita de e? l, que le es indiferente lo que piense de uno. La mentira, que una vez fue un medio liberal de co municacio? n, se ha convertido hoy en una ma? s entre las te? cnicas de la desvergu? enza con cuya ayuda cada individuo extiende en torno a si? la frialdad a cuyo amparo puede prosperar.
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Separados u"idos. -EI matrimonio, cuya denigrante parodia pervive en una e? poca que ha privado de fundamento al derecho humano del matrimonio, la mayorfa de las voces sirve hoy de arti- man? a para la eutcconservacio? n: cada uno de los dos juramentados atribuye al otro cara al exterior la responsabilidad de todos los males que haya causado, mientras siguen existiendo juntos de una manera a decir verdad turbia y cenagosa. Un matrimonio acepta- ble seri? a so? lo aquel en que ambos tuvieran su propia vida indepen- diente sin nada de aquella fusio? n producto de la comunidad de in- tereses determinada por factores econo? micos, pero que asumieran libremente una reponsabilidad reci? proca. El matrimonio como co- munidad de intereses supone irrecusablemente la degradaci o? n de los interesados, y lo pe? rfido de esta organizacio? n del mundo es que nadie, aun sabiendo por que? , puede escapar de tal degrada- clo? n. De ahi? que a veces pueda llegar a pensarse que so? lo aquellos que se hallan exonerados de la persecucio? n de intereses, los ricos, tienen reservada la posibilidad de un matr imon io sin envileci- miento. Pero esta posibilidad es puramente formal, pues esos pri-
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? ? vilegiados son justamente aquellos en lbs que la persecuclon del intere? s se ha convertido en una segunda naturaleza --de lo con- trario no habri? an afirmado e! privilegio.
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Mera y l'ama. -Tan pronto como hombres y mujeres, aun los de buen cara? cter, amistosos y cultivados, deciden scparararse, suele levantarse una polvareda que cubre y decolora todo lo que esta? en contacto con ella. Es como si la esfera de la intimidad, como si la leta? rgica confianza de la vida en comu? n, se transfor- mase en una sustancia venenosa al romperse las relaciones en que reposaba. La intimidad entre las personas es indulgencia, tole- rancia, reducto de las singularidades personales. Si se trastorna, el momento de debilidad aparece por si? solo, y con la separacio? n es inevitable una vuelta a lo exterior. Esta se incauta de todo el in- ventario de las cosas familiares. Cosas que un di? a habi? an sido slm- bolos de amorosas atenciones e ima? genes del mutuo entendimien- to, repentinamente se independizan como valores mostrando su lado malo, fri? o y delete? reo. Profesores que irrumpen despue? s de la separacio? n en la vivienda de su mujer para retirar objetos del escritorio, damas bien dotadas que denuncian a sus maridos por defraudacio? n. . . Si el matrimonio ofrece una de las u? ltimas posi- bilidades de formar ce? lulas humanas dentro de 10 general inhu- mano, e? ste se venga con su desintegracio? n apodera? ndose de la apa- rente excepcio? n, sometie? ndola a las alienadas ordenaciones del de- recho y la propiedad y burla? ndose de los que se crei? an a salvo. Justamente lo ma? s protegido se convierte en crue! requisito de! abandono. Cuanto ma? s <<desinteresada. haya sido originariamente la relacio? n entre los co? nyuges, cuanto menos hayan pensado en la propiedad y en la obligacio? n. ma? s odiosa resultara? la degradacio? n. Porque es en el a? mbito de lo jurldicamente indefinido donde pros- peran la disputa, la difamacio? n y el incesante conflicto de los in-
tereses. Todo lo oscuro que hay en la base sobre la que se levanta la institucio? n del matrimonio, la ba? rbara disposicio? n por parte del marido de la propiedad y el trabajo de la mujer, la no menos ba? r- bara opresio? n sexual que fuerza tendencialmente al hombre a asu- mir para toda su vida la obligacio? n de dormir con la que una vez le proporciono? placer, todo ello es lo que se libera de los so? tanos y cimientos cuando la casa es demolida. Los que una vez experi? -
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mentaron la bondad de lo general en la exclusiva y reciproca pero tenencia son ahora obligados por la sociedad a considerarse unos infames y aprender que ellos reproducen lo general de la ilimitada ruindad exterior. En la separacio? n, lo general se revela como el estigma de lo particular. porque lo particular -el matrimonio-- no es capaz de realizar lo general verdadero en tal sociedad.
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i? nter parer. - En el dominio de las cualidades ero? ticas parece tener lugar una transmutacio? n de valores. Bajo el liberalismo, y casi hasta nuestros di? as, los hombres casados de la buena sociedad a los que sus esmeradamente educadas y correctas esposas poco podi? an ofrecerles soli? an hallar satisfaccio? n con artistas, bohemias, muchachas dulces y cocones. Con la racionalizacio? n de la sociedad ha desaparecido esa posibilidad de la felicidad no reglamentada. Las cocottes se han extinguido, las muchachas dulces nunca las ha habido en los pai? ses anglosajones y otros de civilizacio? n te? cnica, pero las artistas, asi? como la mujer bohemia instalada parasitaria.
mente alrededor de la cultura de masas, han sido tan perfecta- mente penetradas por la razo? n de tal cultura que quien se acogiera al asilo de su anarqui? a - la libre disposicio? n del propio valor de cambio-- correri? a el peligro de despertarse un di? a con la obliga- cio? n de tener que, si no contratarlas como secretarias, por lo menos recomendarlas a algu? n magnate del cine o plumi? fero conocido. Las
u? nicas que au? n pueden permitirse algo parecido al amor irracional son aquellas damas de las que los maridos se apartaban para irse a Maxim's. Mientras ellas siguen resultando a sus maridos, y por culpa suya, tan aburridas como sus madres, por lo menos son ca- paces de afrecer a otros lo que a todas ellas les queda en reserva. La desde hace tiempo fri? gida libertina representa el negocio; la correcta, la bien educada, la sexualidad impaciente y antirroma? n- rica.