tica de la cultura, el de la mentira ocupa desde antiguo un lugar cen- tral: que la cultura hace creer en una sociedad humanamente digna que no existe; que oculta las
condiciones
materiales sobre las que se levant a todo lo hu mano; y que, con apaciguamientos y consue- los, sirve para mantener con vida la perniciosa determinacio?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
Que?
significa para el sujeto que ya no existan ven- ranas con hojas que puedan abrirse, sino so?
lo cristales que sim- plemente se deslizan, que no existan sigilosos picaportes, sino po- mas giratorios, que no exista ningu?
n vesti?
bulo, ningu?
n umbral frente a la calle, ni muros rodeando a los jardines?
?
Y a que?
con- ductores no les ha llevado la fuerza de su motor a la tentacio?
n
de arollar a todo, bicho callejero, transeu? ntes, nin? os o ciclistas? En los movimientos que las ma? quinas exigen de los que las utili- zan esta? ya 10 violento , l o b rutal y el constante atropello de los maltratos fascistas, De la extincio? n de la experiencia no es poco culpable el hecho de que las cosas, bajo la ley de su pura utilidad,
36
37
? ? ? adquieran una forma que limita el trato con ellas al mero manejo sin tolerar el menor margen, ya sea de libertad de accio? n, ya de independencia de la cosa, que pueda subsistir como germen de experiencia porque no pueda ser consumido en el momento de la accio? n.
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para pasar e! fino hilo que los une y so? lo en cuya exterioridad cristaliza lo interior. Reaccionarios como los disci? pulos de C. G. Jung han advertido algo de esto. Asi? dice G. R. Heyer en un arti? culo de Eranos: <<Es costumbre peculiar en las personas no totalmente moldeadas por la civilizacio? n no abordar directamente un tema, es ma? s, ni siquiera aludirlo demasiado pronto; antes bien, la conversacio? n se mueve como por si? sola en espirales hacia su verdadero objeto. >> Ahora, por el contrario, la distancia ma? s corta entre dos personas es la recta, como si e? stas fuesen puntos. De! mismo modo que hoy di? a se construyen paredes coladas en tina sola pieza, tambie? n es sustituido el cemento entre los hombres por la presio? n que los mantiene juntos. Todo cuanto no es esto aparece, si no como una especialidad vienesa rozando la alta co- cina, si? como pueril familiaridad o aproximacio? n excesiva. En la forma del par de frases sobre la salud o el estado de la esposa que preceden durante el almuerzo a la conversacio? n de negocios esta? au? n recogida, asimilada, la oposicio? n al orden mismo de los fines. El tabu? contra la charla sobre asuntos profesionales y la incapacidad de hablar entre si? son en realidad una y la misma cosa. Puesto que todo es negocio, es de rigor no mencionar su nombre, como lo es no mencionar la soga en casa del ahorcado. Tras la pseudcdemocr a? rlca supresio? n de las fo? rmulas del trato, de la anticuada cortesi? a, de la conversacio? n inu? til y ni aun injustifi- cadamente sospechosa de palabreo, tras la aparente claridad y transparencia de las relaciones humanas que no toleran la Indeflnl- cio? n se denuncia su nuda crudeza. La palabra directa que, sin ro- deos, sin demora y sin reflexio? n, se dice al otro en plena cara tiene ya la forma y el tono de la voz de mando que bajo el fas- cismo va de los mudos a los que guardan silencio. El sentido pra? ctico ent re los hombres, que elimina todo ornamento ldeol o? - gico entre ellos, ha terminado por convertirse e? l mismo en i? deo. logi? a para tratar a los hombres como cosas.
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StTUwwelpeter *. -C uando Hume
vividores compatriotas la contemplacio? n gnoseolo? gica, la <<filoson? a pura>> desde hada tiempo desacreditada entre los genu? emen, uso? este argumento: <<La exactitud favorece siempre a la belleza, y el pensamiento exacto al sentimiento dclicado. >> Este era en si? un argumento pragmatista, y sin embargo conteni? a impli? cita y nega- tivamente toda la verdad sobre el espi? ritu de la praxis. Las orde- naciones pra? cticas de la vida, que se presentan como algo bene- ficioso para los hombres, producen en la economi? a del lucro una atrofia de lo humano, y cuanto ma? s se extienden tanto ma? s cero cenan todo lo que hay de delicado. Pues la delicadeza entre los hombres no es sino la conciencia, que aun a los presos de la utili- dad roza consoladoramente, de la posibilidad de relaciones desin- teresadas; herencia de antiguos privilegios prometedora de una situacio? n exenta de privilegios. La eliminacio? n del privilegio por obra de la ratio burguesa, al cabo elimina tambie? n dicha promesa. Si el tiempo es oro, parece que lo moral es ahorrar tiempo, sobre todo el propio, y se disculpa tal ahoratividad con la consideracio? n hacia los dema? s. Se va derecho. Todo velo que se descorra en el trato entre los hombres es sentido como una perturbacio? n del fun- cionamiento del aparato al que no so? lo esta? n incorporados, sino en el que tambie? n se miran con orgullo. El hecho de que en lugar de levantar el sombrero se saluden con un -qhole! >> de habitual indiferencia, de que en lugar de canas se envi? en i? nter oflice com- muni? cations sin encabezamiento y sin firma, son si? ntomas entre otros ma? s de enfermedad en e! contacto humano. En los hombres la alienacio? n se pone de manifiesto sobre todo en el hecho de que las distancias desaparecen. Pues so? lo en la medida en que dejan de nrremcrersc con e! dar y el tomar, la discusio? n y la operacio? n, Ins distancias desaparecen. Pues so? lo en la medida en que dejan
? W~k N. dtlT. alti? tulo56.
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intento?
defender
ante sus
No se admiten cambios. -
es regalar. La vulneracio? n de! principio del cambio tiene algo de contrasentido y de inverosimilitud, en todas partes hasta los ni- n? os miran con desconfianza al que da algo, como si el regalo fuera un truco para venderles cepillos o jab6n. Para eso esta? la
Los hombres esta? n olvidando 10 que
? ? pra? ctica de la charity, de la beneficencia administrada, que se en- carga de coser de una forma planificada las heridas visibles de la sociedad. Dentro de esta actividad organizada no hay lugar para el acto de humanidad, es ma? s: la donacio? n esta? necesariamente emparejada con la humillacio? n por el repartir, el ponderar de modo equitativo, en suma, por el tratamiento del obsequiado como ob- jeto. Hasta el regalo privado se ha rebajado a una funcio? n social que se ejecuta con a? nimo contrario, con una detenida considera- cio? n del presupuesto asignado, con una estimacio? n esce? ptica del otro y con el mi? nimo esfuerzo posible. El verdadero regalar teni? a su nota feliz en la imaginacio? n de la felicidad del obsequiado. Sig- nificaba elegir, emplear tiempo, salirse de las propias preferencias, pensar al otro como sujeto: todo lo contrario del olvido. Apenas es ya alguien capaz de eso. En el caso ma? s favorable se regalan lo que deseari? an para s? mismos, aunque con algunos detalles de me- nor calidad. La decadencia de! regalar se refleja en el triste invento de los arti? culos de regalo, ya creados contando con que no se sabe que? regalar, porque en el fondo no se quiere. Tales mercanci? as son carentes de relacio? n, como sus compradores. Eran ge? nero muerto ya desde e! primer di? a. Parejamente la cla? usula del cam- bio, que para el obsequiado significa: <<Aqui? tienes tu baratija, haz con ella 10 que quieras si no te gusta, a mi? me da lo mismo, ce? m- biela por otra cosa. >> En estos casos, frente al compromiso propio de los regalos habituales, la pura fungibilidad de los mismos au? n
representa la nota ma? s humana, por cuanto que permite al obse- quiado por lo menos regalarse algo a si? mismo, hecho que, desde luego, lleva a la vez en si la absoluta contradiccio? n del regalar mismo .
Frente a la enorme abundancia de bienes asequibles aun a los pobres, la decadencia del regalo podri? a parecer un hecho indlfe- rente, y su consideracio? n algo sentimental. Sin embargo, aunque en medio de la superfluidad resultase superfluo - y ello es men- tira, tanto en 10 privado como en 10 social, pues no hay actual- mente nadie para quien la fantasi? a no pueda encontrar justamente la cosa que le haga ma? s feliz- , quedari? an necesitados del regalo aquellos que no regalan. En ellos se arruinan aquellas cualidades insustituibles que so? lo pueden desarrollarse no en la celda aislada de la pura interioridad, sino sintiendo el calor de las cosas. La frialdad domina en todo 10 que hacen, en la palabra amistosa, en la inexpresa, en la deferencia, que queda sin efecto. Al final, tal frialdad revierte sobre aquellos de los que emana. Toda relacio? n no deformada, tal vez incluso 10 que de conciliador hay en la vida
orgarnca misma, es un regalar. Quien dominado por la lo? gica de la consecuencia llega a ser incapaz se convierte en cosa y se enfri? a.
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Tirar al nin? o con el agua. -Entre los motivos de la cri?
tica de la cultura, el de la mentira ocupa desde antiguo un lugar cen- tral: que la cultura hace creer en una sociedad humanamente digna que no existe; que oculta las condiciones materiales sobre las que se levant a todo lo hu mano; y que, con apaciguamientos y consue- los, sirve para mantener con vida la perniciosa determinacio? n eco- no? mica de la existencia. Tal es la concepcio? n de la cultura como ideologi? a que a primera vista tienen en comu? n ladoctrina burguesa del poder y su contraria: Nietzsche y Marx. Mas esta concepcio? n, lo mismo que todo lo que sea tronar contra la mentira, tiene una sospechosa propensio? n a convertirse ella misma en ideologi? a. Ello se muestra en lo privado. La obsesio? n del dinero y todos los con- flictos que e? sta trae consigo alcanza a las relaciones ero? ticas ma? s delicadas y a las relaciones espirituales ma? s sublimes. De ahi? que la cri? tica cultural pudiera exigir, con la lo? gica de la consecuencia y el pathos de la verdad, que las situaciones se reduzcan por en- tero a su origen material y se delineen sin reservas ni envolturas sobre la base de los intereses de los implicados. Sin duda el sen- tido no es independiente de su ge? nesis, y es fa? cil encontrar en todo lo que se alza sobre lo material o lo media la huella de la insince- ridad, del sentimentalismo y, desde luego, el intere? s disfrazado, doblemente venenoso. Mas si se quisiera actuar de forma radical, con 10 falso se extirpari? a tambie? n todo lo verdadero, todo lo que, de un modo impotente, como siempre, hace esfuerzos por salir del recinto de la praxis universal, toda quime? rica anticipacio? n de un estado ma? s noble, y se pasari? a directamente a la barbarie que se reprocha a la cultura como producto suyo. En los cri? ticos burgue- ses de la cultura posteriores a Nietzsche, esta inversio? n siempre ha sido patente: Spcngler la suscribio? inspiradamente. Pero los marxistas tampoco son inmunes. Una vez curados de la creencia socialdemo? crata en el progreso cultural y enfrentados a la ere- dente barbarie, viven en la permanente tentacio? n de hacer, por mor de la <<tendencia objetiva>>, de abogados de aque? lla y, en un acto de desesperacio? n, esperar la salvacio? n del mortal enemigo que, como <<anti? tesis>>, debe contribuir de forma ciega y misteriosa
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41
? ? a preparar el buen final. La acentuacio? n del elemento material frente al espi? ritu considerado como mentira desarrolla, con todo, una especie de peligrosa afinidad con la economi? a poli? tica , cuya cri? tica inmanente se practica, comparable a la connivencia entre la polici? a y el hampa. Desde que se ha acabado con la utopi? a y se exige la unidad de teori? a y praxis nos hemos vuelto demasiado pra? cticos. El temor a la impotencia de la teori? a proporciona el pretexto para adscribirse al omnipotente proceso de la produccio? n y admitir as? plenamente la impotencia de la teori? a. Los rasgos ladinos no son ya extran? os al lenguaje marxista aute? ntico, y hoy esta? aflorando cierta similitud entre el espi? ritu comercial y la sobria cri? tica apreciativa, entre el materialismo vulgar y el otro, en la que a veces resulta difi? cil mantener separados el sujeto y el objeto. Identificar la cultura u? nicamente con la mentira es de lo ma? s funesto en estos momentos, porque la primera se esta? con- virtiendo realmente en la segunda y desafi? a fervientemente tal identificacio? n para comprometer a toda idea que venga en su contra. Si se llama a la realidad material el mundo del valor de cambio, pero se considera a la cultura como aquello que siempre se niega a aceptar su dominio, ese negarse es en verdad engan? oso mientras exista lo existente. Mas como el cambio libre y legal mismo es la menti ra, lo que lo niega esta? al mismo tiempo favo- reciendo a la verdad: frente a la mentira del mundo de la mer- canci? a, la propia mentira se convierte en correctivo que denuncia a aque? l. Que hasta ahora la cultura haya fracasado no es una jus- tificacio? n para fomentar su fracaso como Katherlieschen esparce sobre la cerveza derramada la reserva de preciosa harina. Los in- tegrantes de este comu? n grupo no debieran ni silenciar sus inte- reses materiales ni ponerse a su mismo nivel, sino asumirlos refle- xivamente en su relacio? n y asi? superarlos.
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Plurale tantum. -Si, como ensen? a una teori? a contempora? nea, la nuestra es una sociedad de rackets, entonces su ma? s fiel modelo es justamente lo contrario de lo colectivo, esto es, el individuo como mo? nada. En la persecucio? n de intereses absolutamente par- ticulares por parte de cada individuo puede estudiarse con la mayor precisio? n la esencia de lo colectivo en la sociedad falsa, y poco falta para que desde el principio haya que concebir la orga-
nizacie? n de los impulsos divergentes bajo el primado del yo ajus- tado a la realidad como una i? ntima banda de forajidos con su jefe, secuaces, ceremonial, juramentos, traiciones, conflictos de in- tereses, intrigas y todo lo que resta. No hay ma? s que observar los movimientos con los que el individuo se afirma ene? rgicamente frente a su entorno, como por ejemplo la ira. El iracundo aparece siempre como el jefe de la banda de si? mismo, que da a su incons- ciente la orden de embestir y en cuyos ojos brilla la satisfaccio? n de representar a los muchos que e? l es. Cuanto ma? s situ? a uno el objeto de su agresio? n en si? mismo, tanto ma? s perfectamente repre? senra el opresor principio de la sociedad. En este sentido, tal vez ma? s que en ningu? n otro, es va? lida la afirmacio? n de que lo ma? s in- dividual es lo ma? s general.
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Tough baby. - Hay un determinado gesto de masculinidad, sea de la propia o de la ajena, que merece desconfianza. Es el que expresa independencia, seguridad en el mandar y la ta? cita conni- vencia entre todos los varones. Antes se llamaba a esto, con teme-
rosa adm iracio? n, el humor del amo. Hoy se ha dernocretiaedo, y los he? roes cinematogra? ficos se lo ensen? an hasta al u? ltimo empleado de banca. El arquetipo lo constituye el sujeto bien parecido que, entrada la noche y vistiendo smoking, llega solo a su piso de sol- tero, conecta una iluminacio? n indirecta y se prepara un whisky con soda. El borboteo cuidadosamente registrado del agua mineral dice lo que la boca arrogante calla: que desprecia cuanto no huela a humo, cuero y crema de afeitar, por tanto ma? s que a nada a las mujeres, y que por eso e? stas corren hacia e? l. El ideal de las rela- ciones humanas esta? para e? l en el club, en los lugares donde el respeto se funda en una atenta desatencio? n. Las alegri? as de estos hombres, o, mejor dicho, de sus modelos, a los que apenas hay viviente alguno que se parezca, porque los hombres son siempre mejores que su cultura, tienen todas algo de violencia latente. En apariencia e? sta amenaza a un otro de quien uno, arrellanado en su sillo? n, hace tiempo que no necesita. En verdad es la violencia
pasada que e? l mismo sufrio? . Si todo placer conserva en sr el an- tiguo displacer, el displacer mismo de sobrellevarlo con orgullo aparece aqui? inesperadamente y sin modificacio? n elevado a este-
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? ? reotipo del placer: al contrario que en el vino, en cada vaso de whisky, en cada calada al cigarro se siente todo el sinsabor que le ha costado al organismo acceder a tan intensas sensaciones, y eso solo es registrado como placer. Los hombres de una pieza se- ri? an asi? en su constitucio? n como generalmente los presenta la accio? n cinematogra? fica: unos masiqulstas. La mentira se esconde en su sadismo, y so? lo en tanto que mienten se convierten en ver- daderos sa? dicos, en agentes de la represio? n. Mas aquella mentira no es otra que la de que la homosexualidad reprimida es la u? nica forma que aprueba el heterosexual. En Oxford se distingue entre dos clases de estudiantes: los tough guys y los intelectuales; estos u? ltimos, por su contras te, casi son sin ma? s equiparados a los afe- minados. Hay mu? ltiples indicios de que el estrato dominante en su camino hacia la dictadura se esta? polarizando en estos dos ex- tremos. Semejante desintegracio? n es el secreto de la integracio? n, de la fortuna de la unidad en la ausencia de fortuna. Al final son los tough guys los verdaderos afeminados, que necesitan de los delicados como vi? ctimas para no reconocer que son iguales a ellos. Totalidad y homosexualidad son hermanas. Mientras el sujeto pe- rece niega todo cuanto no es de su condicio? n. Los contrastes entre el hombre recio y el adolescente sumiso se disuelven en un orden que impone la pureza del principio masculino del dominio. Al ha- cer de todos sin excepcio? n, incluso de los pret endid os sujetos , objetos suyos cae en la pasividad total, en 10 virtualmente feme- nino.
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dos, y ni el propio pasado esta? ya seguro frente al presente, que cada vez que lo recuerda lo consagra al olvido.
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English spoken. -En mi infancia recibi? a con frecuencia libros como regalo de viejas damas inglesas con las que mis padres esta- ban relacionados: obras juveniles ricamente ilustradas y tambie? n una pequen? a Biblia en tafilete verde. Todos estaban en el idioma de sus donantes: ninguna hebfa pensado si yo podi? a con e? l. La peculiar reserva de aquellos libros, que me sorprendi? an con sus estampas, grandes titulares y vin? etas sin haber podido descifrar el
texto, me infundio? la creencia de que, en general, los libros de esa clase no eran propiamente tales, sino reclamos, quiza? de ma? - quinas como las que produci? a mi ti?
de arollar a todo, bicho callejero, transeu? ntes, nin? os o ciclistas? En los movimientos que las ma? quinas exigen de los que las utili- zan esta? ya 10 violento , l o b rutal y el constante atropello de los maltratos fascistas, De la extincio? n de la experiencia no es poco culpable el hecho de que las cosas, bajo la ley de su pura utilidad,
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? ? ? adquieran una forma que limita el trato con ellas al mero manejo sin tolerar el menor margen, ya sea de libertad de accio? n, ya de independencia de la cosa, que pueda subsistir como germen de experiencia porque no pueda ser consumido en el momento de la accio? n.
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para pasar e! fino hilo que los une y so? lo en cuya exterioridad cristaliza lo interior. Reaccionarios como los disci? pulos de C. G. Jung han advertido algo de esto. Asi? dice G. R. Heyer en un arti? culo de Eranos: <<Es costumbre peculiar en las personas no totalmente moldeadas por la civilizacio? n no abordar directamente un tema, es ma? s, ni siquiera aludirlo demasiado pronto; antes bien, la conversacio? n se mueve como por si? sola en espirales hacia su verdadero objeto. >> Ahora, por el contrario, la distancia ma? s corta entre dos personas es la recta, como si e? stas fuesen puntos. De! mismo modo que hoy di? a se construyen paredes coladas en tina sola pieza, tambie? n es sustituido el cemento entre los hombres por la presio? n que los mantiene juntos. Todo cuanto no es esto aparece, si no como una especialidad vienesa rozando la alta co- cina, si? como pueril familiaridad o aproximacio? n excesiva. En la forma del par de frases sobre la salud o el estado de la esposa que preceden durante el almuerzo a la conversacio? n de negocios esta? au? n recogida, asimilada, la oposicio? n al orden mismo de los fines. El tabu? contra la charla sobre asuntos profesionales y la incapacidad de hablar entre si? son en realidad una y la misma cosa. Puesto que todo es negocio, es de rigor no mencionar su nombre, como lo es no mencionar la soga en casa del ahorcado. Tras la pseudcdemocr a? rlca supresio? n de las fo? rmulas del trato, de la anticuada cortesi? a, de la conversacio? n inu? til y ni aun injustifi- cadamente sospechosa de palabreo, tras la aparente claridad y transparencia de las relaciones humanas que no toleran la Indeflnl- cio? n se denuncia su nuda crudeza. La palabra directa que, sin ro- deos, sin demora y sin reflexio? n, se dice al otro en plena cara tiene ya la forma y el tono de la voz de mando que bajo el fas- cismo va de los mudos a los que guardan silencio. El sentido pra? ctico ent re los hombres, que elimina todo ornamento ldeol o? - gico entre ellos, ha terminado por convertirse e? l mismo en i? deo. logi? a para tratar a los hombres como cosas.
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StTUwwelpeter *. -C uando Hume
vividores compatriotas la contemplacio? n gnoseolo? gica, la <<filoson? a pura>> desde hada tiempo desacreditada entre los genu? emen, uso? este argumento: <<La exactitud favorece siempre a la belleza, y el pensamiento exacto al sentimiento dclicado. >> Este era en si? un argumento pragmatista, y sin embargo conteni? a impli? cita y nega- tivamente toda la verdad sobre el espi? ritu de la praxis. Las orde- naciones pra? cticas de la vida, que se presentan como algo bene- ficioso para los hombres, producen en la economi? a del lucro una atrofia de lo humano, y cuanto ma? s se extienden tanto ma? s cero cenan todo lo que hay de delicado. Pues la delicadeza entre los hombres no es sino la conciencia, que aun a los presos de la utili- dad roza consoladoramente, de la posibilidad de relaciones desin- teresadas; herencia de antiguos privilegios prometedora de una situacio? n exenta de privilegios. La eliminacio? n del privilegio por obra de la ratio burguesa, al cabo elimina tambie? n dicha promesa. Si el tiempo es oro, parece que lo moral es ahorrar tiempo, sobre todo el propio, y se disculpa tal ahoratividad con la consideracio? n hacia los dema? s. Se va derecho. Todo velo que se descorra en el trato entre los hombres es sentido como una perturbacio? n del fun- cionamiento del aparato al que no so? lo esta? n incorporados, sino en el que tambie? n se miran con orgullo. El hecho de que en lugar de levantar el sombrero se saluden con un -qhole! >> de habitual indiferencia, de que en lugar de canas se envi? en i? nter oflice com- muni? cations sin encabezamiento y sin firma, son si? ntomas entre otros ma? s de enfermedad en e! contacto humano. En los hombres la alienacio? n se pone de manifiesto sobre todo en el hecho de que las distancias desaparecen. Pues so? lo en la medida en que dejan de nrremcrersc con e! dar y el tomar, la discusio? n y la operacio? n, Ins distancias desaparecen. Pues so? lo en la medida en que dejan
? W~k N. dtlT. alti? tulo56.
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intento?
defender
ante sus
No se admiten cambios. -
es regalar. La vulneracio? n de! principio del cambio tiene algo de contrasentido y de inverosimilitud, en todas partes hasta los ni- n? os miran con desconfianza al que da algo, como si el regalo fuera un truco para venderles cepillos o jab6n. Para eso esta? la
Los hombres esta? n olvidando 10 que
? ? pra? ctica de la charity, de la beneficencia administrada, que se en- carga de coser de una forma planificada las heridas visibles de la sociedad. Dentro de esta actividad organizada no hay lugar para el acto de humanidad, es ma? s: la donacio? n esta? necesariamente emparejada con la humillacio? n por el repartir, el ponderar de modo equitativo, en suma, por el tratamiento del obsequiado como ob- jeto. Hasta el regalo privado se ha rebajado a una funcio? n social que se ejecuta con a? nimo contrario, con una detenida considera- cio? n del presupuesto asignado, con una estimacio? n esce? ptica del otro y con el mi? nimo esfuerzo posible. El verdadero regalar teni? a su nota feliz en la imaginacio? n de la felicidad del obsequiado. Sig- nificaba elegir, emplear tiempo, salirse de las propias preferencias, pensar al otro como sujeto: todo lo contrario del olvido. Apenas es ya alguien capaz de eso. En el caso ma? s favorable se regalan lo que deseari? an para s? mismos, aunque con algunos detalles de me- nor calidad. La decadencia de! regalar se refleja en el triste invento de los arti? culos de regalo, ya creados contando con que no se sabe que? regalar, porque en el fondo no se quiere. Tales mercanci? as son carentes de relacio? n, como sus compradores. Eran ge? nero muerto ya desde e! primer di? a. Parejamente la cla? usula del cam- bio, que para el obsequiado significa: <<Aqui? tienes tu baratija, haz con ella 10 que quieras si no te gusta, a mi? me da lo mismo, ce? m- biela por otra cosa. >> En estos casos, frente al compromiso propio de los regalos habituales, la pura fungibilidad de los mismos au? n
representa la nota ma? s humana, por cuanto que permite al obse- quiado por lo menos regalarse algo a si? mismo, hecho que, desde luego, lleva a la vez en si la absoluta contradiccio? n del regalar mismo .
Frente a la enorme abundancia de bienes asequibles aun a los pobres, la decadencia del regalo podri? a parecer un hecho indlfe- rente, y su consideracio? n algo sentimental. Sin embargo, aunque en medio de la superfluidad resultase superfluo - y ello es men- tira, tanto en 10 privado como en 10 social, pues no hay actual- mente nadie para quien la fantasi? a no pueda encontrar justamente la cosa que le haga ma? s feliz- , quedari? an necesitados del regalo aquellos que no regalan. En ellos se arruinan aquellas cualidades insustituibles que so? lo pueden desarrollarse no en la celda aislada de la pura interioridad, sino sintiendo el calor de las cosas. La frialdad domina en todo 10 que hacen, en la palabra amistosa, en la inexpresa, en la deferencia, que queda sin efecto. Al final, tal frialdad revierte sobre aquellos de los que emana. Toda relacio? n no deformada, tal vez incluso 10 que de conciliador hay en la vida
orgarnca misma, es un regalar. Quien dominado por la lo? gica de la consecuencia llega a ser incapaz se convierte en cosa y se enfri? a.
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Tirar al nin? o con el agua. -Entre los motivos de la cri?
tica de la cultura, el de la mentira ocupa desde antiguo un lugar cen- tral: que la cultura hace creer en una sociedad humanamente digna que no existe; que oculta las condiciones materiales sobre las que se levant a todo lo hu mano; y que, con apaciguamientos y consue- los, sirve para mantener con vida la perniciosa determinacio? n eco- no? mica de la existencia. Tal es la concepcio? n de la cultura como ideologi? a que a primera vista tienen en comu? n ladoctrina burguesa del poder y su contraria: Nietzsche y Marx. Mas esta concepcio? n, lo mismo que todo lo que sea tronar contra la mentira, tiene una sospechosa propensio? n a convertirse ella misma en ideologi? a. Ello se muestra en lo privado. La obsesio? n del dinero y todos los con- flictos que e? sta trae consigo alcanza a las relaciones ero? ticas ma? s delicadas y a las relaciones espirituales ma? s sublimes. De ahi? que la cri? tica cultural pudiera exigir, con la lo? gica de la consecuencia y el pathos de la verdad, que las situaciones se reduzcan por en- tero a su origen material y se delineen sin reservas ni envolturas sobre la base de los intereses de los implicados. Sin duda el sen- tido no es independiente de su ge? nesis, y es fa? cil encontrar en todo lo que se alza sobre lo material o lo media la huella de la insince- ridad, del sentimentalismo y, desde luego, el intere? s disfrazado, doblemente venenoso. Mas si se quisiera actuar de forma radical, con 10 falso se extirpari? a tambie? n todo lo verdadero, todo lo que, de un modo impotente, como siempre, hace esfuerzos por salir del recinto de la praxis universal, toda quime? rica anticipacio? n de un estado ma? s noble, y se pasari? a directamente a la barbarie que se reprocha a la cultura como producto suyo. En los cri? ticos burgue- ses de la cultura posteriores a Nietzsche, esta inversio? n siempre ha sido patente: Spcngler la suscribio? inspiradamente. Pero los marxistas tampoco son inmunes. Una vez curados de la creencia socialdemo? crata en el progreso cultural y enfrentados a la ere- dente barbarie, viven en la permanente tentacio? n de hacer, por mor de la <<tendencia objetiva>>, de abogados de aque? lla y, en un acto de desesperacio? n, esperar la salvacio? n del mortal enemigo que, como <<anti? tesis>>, debe contribuir de forma ciega y misteriosa
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? ? a preparar el buen final. La acentuacio? n del elemento material frente al espi? ritu considerado como mentira desarrolla, con todo, una especie de peligrosa afinidad con la economi? a poli? tica , cuya cri? tica inmanente se practica, comparable a la connivencia entre la polici? a y el hampa. Desde que se ha acabado con la utopi? a y se exige la unidad de teori? a y praxis nos hemos vuelto demasiado pra? cticos. El temor a la impotencia de la teori? a proporciona el pretexto para adscribirse al omnipotente proceso de la produccio? n y admitir as? plenamente la impotencia de la teori? a. Los rasgos ladinos no son ya extran? os al lenguaje marxista aute? ntico, y hoy esta? aflorando cierta similitud entre el espi? ritu comercial y la sobria cri? tica apreciativa, entre el materialismo vulgar y el otro, en la que a veces resulta difi? cil mantener separados el sujeto y el objeto. Identificar la cultura u? nicamente con la mentira es de lo ma? s funesto en estos momentos, porque la primera se esta? con- virtiendo realmente en la segunda y desafi? a fervientemente tal identificacio? n para comprometer a toda idea que venga en su contra. Si se llama a la realidad material el mundo del valor de cambio, pero se considera a la cultura como aquello que siempre se niega a aceptar su dominio, ese negarse es en verdad engan? oso mientras exista lo existente. Mas como el cambio libre y legal mismo es la menti ra, lo que lo niega esta? al mismo tiempo favo- reciendo a la verdad: frente a la mentira del mundo de la mer- canci? a, la propia mentira se convierte en correctivo que denuncia a aque? l. Que hasta ahora la cultura haya fracasado no es una jus- tificacio? n para fomentar su fracaso como Katherlieschen esparce sobre la cerveza derramada la reserva de preciosa harina. Los in- tegrantes de este comu? n grupo no debieran ni silenciar sus inte- reses materiales ni ponerse a su mismo nivel, sino asumirlos refle- xivamente en su relacio? n y asi? superarlos.
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Plurale tantum. -Si, como ensen? a una teori? a contempora? nea, la nuestra es una sociedad de rackets, entonces su ma? s fiel modelo es justamente lo contrario de lo colectivo, esto es, el individuo como mo? nada. En la persecucio? n de intereses absolutamente par- ticulares por parte de cada individuo puede estudiarse con la mayor precisio? n la esencia de lo colectivo en la sociedad falsa, y poco falta para que desde el principio haya que concebir la orga-
nizacie? n de los impulsos divergentes bajo el primado del yo ajus- tado a la realidad como una i? ntima banda de forajidos con su jefe, secuaces, ceremonial, juramentos, traiciones, conflictos de in- tereses, intrigas y todo lo que resta. No hay ma? s que observar los movimientos con los que el individuo se afirma ene? rgicamente frente a su entorno, como por ejemplo la ira. El iracundo aparece siempre como el jefe de la banda de si? mismo, que da a su incons- ciente la orden de embestir y en cuyos ojos brilla la satisfaccio? n de representar a los muchos que e? l es. Cuanto ma? s situ? a uno el objeto de su agresio? n en si? mismo, tanto ma? s perfectamente repre? senra el opresor principio de la sociedad. En este sentido, tal vez ma? s que en ningu? n otro, es va? lida la afirmacio? n de que lo ma? s in- dividual es lo ma? s general.
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Tough baby. - Hay un determinado gesto de masculinidad, sea de la propia o de la ajena, que merece desconfianza. Es el que expresa independencia, seguridad en el mandar y la ta? cita conni- vencia entre todos los varones. Antes se llamaba a esto, con teme-
rosa adm iracio? n, el humor del amo. Hoy se ha dernocretiaedo, y los he? roes cinematogra? ficos se lo ensen? an hasta al u? ltimo empleado de banca. El arquetipo lo constituye el sujeto bien parecido que, entrada la noche y vistiendo smoking, llega solo a su piso de sol- tero, conecta una iluminacio? n indirecta y se prepara un whisky con soda. El borboteo cuidadosamente registrado del agua mineral dice lo que la boca arrogante calla: que desprecia cuanto no huela a humo, cuero y crema de afeitar, por tanto ma? s que a nada a las mujeres, y que por eso e? stas corren hacia e? l. El ideal de las rela- ciones humanas esta? para e? l en el club, en los lugares donde el respeto se funda en una atenta desatencio? n. Las alegri? as de estos hombres, o, mejor dicho, de sus modelos, a los que apenas hay viviente alguno que se parezca, porque los hombres son siempre mejores que su cultura, tienen todas algo de violencia latente. En apariencia e? sta amenaza a un otro de quien uno, arrellanado en su sillo? n, hace tiempo que no necesita. En verdad es la violencia
pasada que e? l mismo sufrio? . Si todo placer conserva en sr el an- tiguo displacer, el displacer mismo de sobrellevarlo con orgullo aparece aqui? inesperadamente y sin modificacio? n elevado a este-
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? ? reotipo del placer: al contrario que en el vino, en cada vaso de whisky, en cada calada al cigarro se siente todo el sinsabor que le ha costado al organismo acceder a tan intensas sensaciones, y eso solo es registrado como placer. Los hombres de una pieza se- ri? an asi? en su constitucio? n como generalmente los presenta la accio? n cinematogra? fica: unos masiqulstas. La mentira se esconde en su sadismo, y so? lo en tanto que mienten se convierten en ver- daderos sa? dicos, en agentes de la represio? n. Mas aquella mentira no es otra que la de que la homosexualidad reprimida es la u? nica forma que aprueba el heterosexual. En Oxford se distingue entre dos clases de estudiantes: los tough guys y los intelectuales; estos u? ltimos, por su contras te, casi son sin ma? s equiparados a los afe- minados. Hay mu? ltiples indicios de que el estrato dominante en su camino hacia la dictadura se esta? polarizando en estos dos ex- tremos. Semejante desintegracio? n es el secreto de la integracio? n, de la fortuna de la unidad en la ausencia de fortuna. Al final son los tough guys los verdaderos afeminados, que necesitan de los delicados como vi? ctimas para no reconocer que son iguales a ellos. Totalidad y homosexualidad son hermanas. Mientras el sujeto pe- rece niega todo cuanto no es de su condicio? n. Los contrastes entre el hombre recio y el adolescente sumiso se disuelven en un orden que impone la pureza del principio masculino del dominio. Al ha- cer de todos sin excepcio? n, incluso de los pret endid os sujetos , objetos suyos cae en la pasividad total, en 10 virtualmente feme- nino.
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dos, y ni el propio pasado esta? ya seguro frente al presente, que cada vez que lo recuerda lo consagra al olvido.
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English spoken. -En mi infancia recibi? a con frecuencia libros como regalo de viejas damas inglesas con las que mis padres esta- ban relacionados: obras juveniles ricamente ilustradas y tambie? n una pequen? a Biblia en tafilete verde. Todos estaban en el idioma de sus donantes: ninguna hebfa pensado si yo podi? a con e? l. La peculiar reserva de aquellos libros, que me sorprendi? an con sus estampas, grandes titulares y vin? etas sin haber podido descifrar el
texto, me infundio? la creencia de que, en general, los libros de esa clase no eran propiamente tales, sino reclamos, quiza? de ma? - quinas como las que produci? a mi ti?