gico, la actividad espiritual del tipo que
propugna
la ciencia unificada se polariza en inventario de lo sabido y comprobacio?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
La estructura orga?
nica del capital exige, como a menudo se ha constatado, un control a cargo de organizadores te?
cnicos antes que de los propietarios de las fa?
bricas.
Estos eran en cierto modo la parte opuesta al trabajo
vivo; aque? llos representan la participacio? n de las ma? quinas en el capital. Pero la cuantificacio? n de los procesos te? cnicos, su descorn- posicio? n en operaciones ma? s pequen? as y en gran medida indepen- dientes de la formacio? n y la experiencia hace de las habilidades de aquellos directores de nuevo estilo en considerable medida una mera ilusio? n tras de la cual se esconde el privilegio de ser admi- tido. El hecho de que el desarrollo te? cnico haya alcanzado un es- tadio que permite a todos desempen? ar todas las funciones es un elemento socialista-inmanente del progreso que bajo el industrialis- mo tardi? o aparece travestido. Formar parte de la e? lire es algo que a todos les parece asequible. No hay ma? s que esperar a la co-op- cio? n. La idoneidad consiste en la afinidad, desde la ocupacio? n libi- dinosa que constituye todo manejar hasta la fresca y alegre R~al- polilik pasando por la sana conviccio? n tecnocra? tica. Expertos so? lo lo son en cuanto expertos en el control. Que todo el mundo pue- da ser uno de ellos no ha conducido a su extincio? n, sino a que to- dos puedan ser llamados. El preferido es el que mejor encaja. Es cierto que los elegidos forman una i? nfima minori? a, pero la posibi- lidad estructural basta para asegurar con e? xito dentro del sistema la apariencia de la igualdad de oportunidades que la libre compe- tencia, que vivi? a de aquella apariencia, habia eliminado. El hecho de que las fuerzas te? cnicas permitan una situacio? n de ausencia de privilegios lo atribuyen todos tendenci? almenre, incluso los que esta? n en la sombra, a las relaciones sociales que la impiden. En general, la pertenencia subjetiva a una clase muestra hoy una movi- lidad que hace olvidar la rigidez del propio orden econo? mico: lo ri? gido siempre es a la vez dislocable. Hasta la impotencia del indi- viduo para calcular su destino econo? mico contribuye a esa canfor. mnte movilidad. No es la falta de habilidad la que decide su ruina, sino una trama opaca y jerarquizada en la que nadie, ni aun los que esta? n en la cu? spide, puede sentirse seguro. Es la igualdad en la amenaza. Cuando en la peli? cula de mayor e? xito que se pro- yecto? cierto an? o el heroico capita? n de aviacio? n regresa para dejarse zarandear como un dregstore jerk por caricaturas de pequen? os bur- gueses, no so? lo da satisfaccio? n a la inconsciente malignidad de los espectadores, sino que adema? s los confirma en su conciencia de que todos los hombres son hermanos. La extrema injusticia se con- vierte en imagen engan? osa de la justicia, y la descalificacio? n de los hombres en la de su igualdad. Pero los socio? logos se ven enfren- tados a una desconcertante adivinanza: ? do? nde esta? el proleta- riado?
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? ? ? ? 125
Ol~t. -En Europa el pasado preburgue? s habi? a sobrevivido en la vergu? enza de dejarse pagar por servidos o favores personales. De esto nada sabe ya el Nuevo Continente. Cierto que en el viejo nadie haci? a nada sin compensacio? n, pero eso mismo se senti? a como una herid a. Sin duda la nobleza, que no deriva de nada mejor que el monopolio del sucio, era ideologi? a. Pero penetraba los caracteres
tan profundamente, que era suficiente para no hacer a los sujetos doblar la cerviz ante el mercado. La capa dominante alemana tenia prohibido hasta bien entrado el siglo xx obtener dinero de otra manera que de los privilegios o del control sobre la produccio? n. Lo que para artistas y literatos suponi? a un descre? dito, y contra lo que ellos mismos casi siempre se rebelaban, era la remuneracio? n, y asi? el preceptor Holderli? n, como todavi? a el pianista Liszt, tuvie-
ron aquellas experiencias que luego se transformari? an en anti? tesis suyas. en conciencia dominante. De entonces hasta nuestros di? as, lo que crudamente ha ido determinando la pertenencia de un hom- bre a la clase superior o a la inferior es el hecho de ganar o no dinero. En ocasiones la altivez se transformaba en critica consci? en- te. Todos los nin? os de la clase alta europea enrojeci? an cuando sus
parientes les regalaban dinero, y aunque el predominio de la utili- dad burguesa atajo? tales reacciones compensa? ndolas, au? n quedaba despierta la duda sobre si el hombre habla sido creado para el in- tercambio. En la conciencia europea, los restos de lo antiguo fue- ron los fermentos de lo nuevo. En cambio en Ame? rica ningu? n nin? o de padres bien situados tiene escru? pulos que le impidan ganar un par de centavos repartiendo perio? dicos. y esa falta de reparos ha cristalizado en los adultos en un ha? bito. De ahi? que al europeo
no avisado le parezcan todos los americanos gente sin dignidad, dispuesta a realizar servicios recompensados, asi? como, al contra- tia e? stos tiendan a considerar al europeo como un vagabundo e imitador de pri? ncipes. La ma? xima sobreentendida de que el trabajo no deshonra, la candorosa ausencia de todo esnobismo respecto a lo contrario al honor - e n el sentido feudal- de las rcleci? oncs de mercado y la democracia del principio adquisitivo contribuyen a la perpetuacio? n del elemento anri? democre? rico por excelencia, de la injusticia econo? mica, de la degradacio? n humana. A nadie se le ocu- rre pensar que pcdrfa hacer alguna cosa no expresable en valor de cambio. Este es el presupuesto real del triunfo de aquella razo? n subjetiva incapaz de concebir siquiera algo verdadero y valioso en
si. percibie? ndolo siempre como siendo para arra, como intercam- biable. Si alla? la ideologi? a era orgullo, aqul lo es el abastecimiento al cliente. Esto vale igual para los productos del espi? ritu objetivo. El beneficio inmediato y particular en el acto del cambio, lo ma? s limitado subjetivamente, prohi? be la expresio? n subjetiva. La explo- tabilidad --el a priori de la produccio? n consecuentemente ajustada al mercado- no permite que en absoluto aparezca la necesidad esponta? nea de aque? lla, de la cosa misma. Hasta los productos de la cultura exhibidos y repartidos por el mundo con la mayor osten- tacio? n repiten, aunque sea por obra de una maquinaria impenetra- ble, los gestos del mu? sico de restaurante. que mira de soslayo al platillo sobre el piano mientras ejecuta las melodi? as favoritas de sus favorecedores. Los presupuestos de la industria cultural se cuentan en miles de millones, pero la ley formal de sus producci? o- nes es la propina. Lo excesivamente reluciente e higie? nicamente limpio de la cultura industrializada es el u? nico rudimento que queda de aquella vergu? enza, una imagen evocadora comparable a
los [raes de los altos managers de hotel, que, para no confundirse con los maures, sobrepasan en elegancia a los aristo? cratas, de suero
te que acaban confundie? ndolos con los mal/res.
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e. l. -Las formas de conducta adecuadas a cada estadio ma? s avanzado del desarrollo te? cnico no se limitan a los sectores donde con ma? s razo? n se exigen. Asi? , el pensamiento no se somete al control social de la produccio? n solamente donde e? ste se ve profe- sionalmente obligado a intervenirlo, sino que adema? s lo emula en toda su complejidad. Como el pensamiento se va entonces en-
tregando al cumplimiento de tareas asignadas, 10 no asignado es tambie? n tratado conforme al esquema de una tarea. El pensamien- to, al haber perdido autonomi? a, no se arreve ya a concebir 10 real por lo real mismo en libertad. Esta actividad la deja con res- petuosa ilusio? n en manos de los mejor pagados, y a consecuencia de ello se hace a si? mismo medible. Por iniciativa propia se con- duce ya tendencialmente como si incesantemente tuviese que dar pruebas de su aptitud. Y donde no hay nada que resolver, el pen? samiento se convierte en entrenamiento cara a algu? n ejercicio que haya que realizar. Con sus objetos se comporta como si fuesen unas vallas, como si constituyeran un test permanente que derer-
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? ? ? ? minase si se halla en forma. Toda reflexio? n que pretenda dar cuenta de su relacio? n con la cosa de que trata y, por ende, ser responsable de si misma, suscita un recelo que la presenta como autosarisfaccio? n vanidosa, fu? til y asocial. Del mismo modo que para los neopositivistas el conocimiento se desdobla en empiri? a cumulativa y formalismo lo?
gico, la actividad espiritual del tipo que propugna la ciencia unificada se polariza en inventario de lo sabido y comprobacio? n de la capacidad intelectual: todo pensa- miento se les convierte en concurso para demostrar lo informado que se esta? o lo ido? neo que se es. En algu? n lugar habra? n de cons- tar las respuestas correctas, El Instrumentalismo, la mn? s reciente versio? n del pragmatismo, hace tiempo que ya no es simple cues-
tio? n de la aplicacio? n del pensamiento, sino el a priori de su pro- pia forma. Cuando los intelectuales opositores pretenden desde dentro de ese ci? rculo cambiar el contenido de la sociedad, e? sta pa- raliza la forma de su propia conciencia, modelada de antemano por las necesidades de dicha sociedad. Conforme el pensamiento se ha ido olvidando de pensarse a sr mismo, al propio tiempo se ha ido convirtiendo en una instancia absoluta examinadora de e? l mismo. Pensar ya no es otra cosa que estar a cada instante pen- diente de si se puede pensar. De ahi el aspecto estrangulado que tiene aun toda produccio? n espiritual aparentemente independiente, la teo? rica no menos que la arti? stica. La socializacio? n de! espi? ritu tendra? a e? ste confinado, retenido, a recaudo mientras la sociedad misma continu? e prisionera. Asi? como antes el pensar inreriorizaba las obligaciones particulares establecidas desde fuera, hoy se ha producido su integracio? n en el aparato al punto de perecer en e? l aun antes de alcanzarle los veredictos econo? micos y poli? ticos.
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WishfuJ Thinking,-La inteligencia es una categori? a moral. La separacio? n de sent imiento y entendimiento, que permite al imbe? cil hablar libre y buenamente, hipostasla la escisio? n histo? ricamente consumada del hombre en sus funciones. En el elogio de la senci-
llez trasluce la preocupacio? n porque lo separado no vuelva a en- contrarse y altere la deformidad. <<Si tienes intelecto y tienes cera- eo? n - dice un di? stico de Holderlin-c-, muestra so? lo uno de los dos. / Porque los dos te maldecira? n si los muestras juntos,>> El desprecio del entendimiento limitado comparado con la razo? n lnfi? -
nita, pero en cuanto infinita siempre inescrutable paru el 'lI J 111 finito, de la que la filosofi? a se hace ero, suena, pese a su rnntcni- do cri? tico, como el imperativo '<<obra siempre con lealtad y rec ti. tud>>. Cuando Hegel le muestra al entendimiento su propia estu- pidez, no esta? simplemente descubrie? ndole a la determinacio? n ais- lada de la reflexio? n, a todo tipo de positivismo, su medida de falsedad, sino que al mismo tiempo se hace co? mplice de la prohi- bicio? n de pensar, detiene el trabajo negativo del concepto que el propio me? todo reclama y desde la ma? s alta cumbre de la especu- lacio? n insta al pastor protestante a que recomiende a su reban? o mantenerse como reban? o en lugar de confiarse a sus de? biles luces. Ma? s le convendri? a a la filosofi? a buscar en la contraposicio? n de entendimiento y sentimiento la unidad de ambos: una unidad mo- ral. La inteligencia como facultad del juicio se opone en el acto de juzgar a 10 dado al tiempo que lo expresa, La disposicio? n a juzgar que descarta todo movimiento instintivo cede precisamente a e? ste en su momento de reaccio? n contra la accio? n social. La facul- tad de juzgar se mide por la firmeza del yo, Pero de ese modo se mide tambie? n por la dina? mica de los impulsos que la divisio? n del trabajo del alma deja para el sentimiento. El instinto, la voluntad de perseverar, es una implicacio? n sensitiva de la lo? gica. Cuando en ella el sujeto que juzga se olvida de si? mismo, se muestra inco- rruptible, el instinto celebra su victoria. Y como, al contrario, en los ci? rculos ma? s estrechos los hombres se tornan estu? pidos en el punto donde empiezan sus intereses, dirigiendo su resentimiento contra lo que no quieren entender porque temen entenderlo dema- siado bien, la estupidez planetaria, a la que el mundo actual le impide ver el desatino de su propia instalacio? n, sigue siendo to- davi? a el producto del intere? s no sublimado ni superado de los dominadores, A COrto plazo, y de forma irresistible, el intere? s se ira? fosilizando en un esquema ano? nimo de! te? rmino de la historia. A lo que corresponde la estupidez y terquedad del individuo y su incapacidad para relacionar conscientemente e! poder del prejuicio con la explotacio? n, Tal incapacidad se encuentra regulannente con lo moralmente defectuoso, con la falta de autonomi? a y responsa- bilidad, al tiempo que se halla tan imbuida de racionalismo socra? - tico, que apenas le es posible imaginar que personas verdaderamen- te sensatas, cuyos pensamientos se rigen por sus objetos sin en- cerrarse formali? sticamente en si? mismas, puedan ser malas. Pues la motivacio? n que induce al mal, la ciega sumisio? n a la contingencia de lo personal, tiende a desvanecerse en el medio del pensamiento. La frase de Scheler de que todo conocimiento se funda en el amor
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? ? ? ? ? era mentira, porque e? l postulaba el amor a lo intuido como algo inmediato. Mas seda verdadera si el amor llevase a la disolucio? n de toda apariencia de inmediatez y de ese modo fuese inconcilia- ble con el objeto del conocimiento. Contra la disociacio? n del peno samienro de nada sirve cualquier si? ntesis de resortes psi? quicos mutuamente extran? os, ni la mezcla terape? utica de la ratio con fer- mentos irracionales, sino la autognosis aplicada al elemento del deseo, el pensar en cuanto pensar antite? ticamente constituido. So? lo cuando aquel elemento, puro y sin resto hetero? nomo, se resuelve en objetividad del pensamiento, apunta a la utopi? a.
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con la desaparicio? n del u? ltimo el mito sera? reconciliado. ? Pero no se olvidara? asl toda la violencia, como en el blando adormecerse del nin? o ? ? Podrfa la desaparicio? n de! mendigo llegar a repara r el dan? o que se le hizo cuando e? ste es en si? irreparable? ? No alienta en toda persecucio? n por parte de los hombres que azuzan con el perrito a la naturaleza entera contra lo me? s de? bil la esperanza de que sea eliminado el u? ltimo vestigio de persecucio? n,que es lo que precisamente representa el orden natural? ? No estara? el meno digo, arrojado de las puertas de la civilizacio? n, bien resguardado en su ambiente, libre de la maldicio? n que pesa sobre la tierra? <<Ahora puedes estar tra nquilo, e! mendigo encuentra asilo. >>
Desde que llegue? al uso de razo? n siempre me habi? a alegrado ofr la cancio? n Zwischen Berg und tieiem, tieiem Tal. la cancio? n de las dos liebres disfrutando sobre la hierba que cayeron abatidas por el disparo del cazador, y que cuando se dieron cuenta de que au? n esteban vivas huyeron del lugar. Pero 0010 ma? s tarde entendi? su leccio? n: la razo? n so? lo puede admitir eso en la desesperacio? n o en la exaltacio? n; necesita del absurdo para no sucumbir al contra- sentido objetivo. Hay que imitar a las dos liebres; cuando suena el disparo, darse por muerto, volver en si? , reponerse y, si au? n que- da aliento, escapar del lugar. La fuerza del miedo y la de felicidad son la misma, un ilimitado y creciente estar abierto a la cxpcrien- cia hasta el abandono de si? mismo, a una experiencia en la que el cai? do se recupera. ? Que? seri? a una felicidad que no se midiera por el inmenso dolor de lo existente? Porque el curso del mundo esta? trastornado. El que se adapta cuidadosamente a e? l, por lo
mismo se hace parti? cipe de la locura, mientras que so? lo el exce? n- trico puede mantenerse firme y poner algu? n freno al desvari? o. So? lo e? l podri? a reflexionar sobre la apariencia del infortunio, sobre la <<irrealidad de la desesperacio? n>> y darse cuenta no solamente de que au? n vive, sino adema? s de que au? n existe la vida. La astucia de las impotentes liebres salva tambie?
vivo; aque? llos representan la participacio? n de las ma? quinas en el capital. Pero la cuantificacio? n de los procesos te? cnicos, su descorn- posicio? n en operaciones ma? s pequen? as y en gran medida indepen- dientes de la formacio? n y la experiencia hace de las habilidades de aquellos directores de nuevo estilo en considerable medida una mera ilusio? n tras de la cual se esconde el privilegio de ser admi- tido. El hecho de que el desarrollo te? cnico haya alcanzado un es- tadio que permite a todos desempen? ar todas las funciones es un elemento socialista-inmanente del progreso que bajo el industrialis- mo tardi? o aparece travestido. Formar parte de la e? lire es algo que a todos les parece asequible. No hay ma? s que esperar a la co-op- cio? n. La idoneidad consiste en la afinidad, desde la ocupacio? n libi- dinosa que constituye todo manejar hasta la fresca y alegre R~al- polilik pasando por la sana conviccio? n tecnocra? tica. Expertos so? lo lo son en cuanto expertos en el control. Que todo el mundo pue- da ser uno de ellos no ha conducido a su extincio? n, sino a que to- dos puedan ser llamados. El preferido es el que mejor encaja. Es cierto que los elegidos forman una i? nfima minori? a, pero la posibi- lidad estructural basta para asegurar con e? xito dentro del sistema la apariencia de la igualdad de oportunidades que la libre compe- tencia, que vivi? a de aquella apariencia, habia eliminado. El hecho de que las fuerzas te? cnicas permitan una situacio? n de ausencia de privilegios lo atribuyen todos tendenci? almenre, incluso los que esta? n en la sombra, a las relaciones sociales que la impiden. En general, la pertenencia subjetiva a una clase muestra hoy una movi- lidad que hace olvidar la rigidez del propio orden econo? mico: lo ri? gido siempre es a la vez dislocable. Hasta la impotencia del indi- viduo para calcular su destino econo? mico contribuye a esa canfor. mnte movilidad. No es la falta de habilidad la que decide su ruina, sino una trama opaca y jerarquizada en la que nadie, ni aun los que esta? n en la cu? spide, puede sentirse seguro. Es la igualdad en la amenaza. Cuando en la peli? cula de mayor e? xito que se pro- yecto? cierto an? o el heroico capita? n de aviacio? n regresa para dejarse zarandear como un dregstore jerk por caricaturas de pequen? os bur- gueses, no so? lo da satisfaccio? n a la inconsciente malignidad de los espectadores, sino que adema? s los confirma en su conciencia de que todos los hombres son hermanos. La extrema injusticia se con- vierte en imagen engan? osa de la justicia, y la descalificacio? n de los hombres en la de su igualdad. Pero los socio? logos se ven enfren- tados a una desconcertante adivinanza: ? do? nde esta? el proleta- riado?
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Ol~t. -En Europa el pasado preburgue? s habi? a sobrevivido en la vergu? enza de dejarse pagar por servidos o favores personales. De esto nada sabe ya el Nuevo Continente. Cierto que en el viejo nadie haci? a nada sin compensacio? n, pero eso mismo se senti? a como una herid a. Sin duda la nobleza, que no deriva de nada mejor que el monopolio del sucio, era ideologi? a. Pero penetraba los caracteres
tan profundamente, que era suficiente para no hacer a los sujetos doblar la cerviz ante el mercado. La capa dominante alemana tenia prohibido hasta bien entrado el siglo xx obtener dinero de otra manera que de los privilegios o del control sobre la produccio? n. Lo que para artistas y literatos suponi? a un descre? dito, y contra lo que ellos mismos casi siempre se rebelaban, era la remuneracio? n, y asi? el preceptor Holderli? n, como todavi? a el pianista Liszt, tuvie-
ron aquellas experiencias que luego se transformari? an en anti? tesis suyas. en conciencia dominante. De entonces hasta nuestros di? as, lo que crudamente ha ido determinando la pertenencia de un hom- bre a la clase superior o a la inferior es el hecho de ganar o no dinero. En ocasiones la altivez se transformaba en critica consci? en- te. Todos los nin? os de la clase alta europea enrojeci? an cuando sus
parientes les regalaban dinero, y aunque el predominio de la utili- dad burguesa atajo? tales reacciones compensa? ndolas, au? n quedaba despierta la duda sobre si el hombre habla sido creado para el in- tercambio. En la conciencia europea, los restos de lo antiguo fue- ron los fermentos de lo nuevo. En cambio en Ame? rica ningu? n nin? o de padres bien situados tiene escru? pulos que le impidan ganar un par de centavos repartiendo perio? dicos. y esa falta de reparos ha cristalizado en los adultos en un ha? bito. De ahi? que al europeo
no avisado le parezcan todos los americanos gente sin dignidad, dispuesta a realizar servicios recompensados, asi? como, al contra- tia e? stos tiendan a considerar al europeo como un vagabundo e imitador de pri? ncipes. La ma? xima sobreentendida de que el trabajo no deshonra, la candorosa ausencia de todo esnobismo respecto a lo contrario al honor - e n el sentido feudal- de las rcleci? oncs de mercado y la democracia del principio adquisitivo contribuyen a la perpetuacio? n del elemento anri? democre? rico por excelencia, de la injusticia econo? mica, de la degradacio? n humana. A nadie se le ocu- rre pensar que pcdrfa hacer alguna cosa no expresable en valor de cambio. Este es el presupuesto real del triunfo de aquella razo? n subjetiva incapaz de concebir siquiera algo verdadero y valioso en
si. percibie? ndolo siempre como siendo para arra, como intercam- biable. Si alla? la ideologi? a era orgullo, aqul lo es el abastecimiento al cliente. Esto vale igual para los productos del espi? ritu objetivo. El beneficio inmediato y particular en el acto del cambio, lo ma? s limitado subjetivamente, prohi? be la expresio? n subjetiva. La explo- tabilidad --el a priori de la produccio? n consecuentemente ajustada al mercado- no permite que en absoluto aparezca la necesidad esponta? nea de aque? lla, de la cosa misma. Hasta los productos de la cultura exhibidos y repartidos por el mundo con la mayor osten- tacio? n repiten, aunque sea por obra de una maquinaria impenetra- ble, los gestos del mu? sico de restaurante. que mira de soslayo al platillo sobre el piano mientras ejecuta las melodi? as favoritas de sus favorecedores. Los presupuestos de la industria cultural se cuentan en miles de millones, pero la ley formal de sus producci? o- nes es la propina. Lo excesivamente reluciente e higie? nicamente limpio de la cultura industrializada es el u? nico rudimento que queda de aquella vergu? enza, una imagen evocadora comparable a
los [raes de los altos managers de hotel, que, para no confundirse con los maures, sobrepasan en elegancia a los aristo? cratas, de suero
te que acaban confundie? ndolos con los mal/res.
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e. l. -Las formas de conducta adecuadas a cada estadio ma? s avanzado del desarrollo te? cnico no se limitan a los sectores donde con ma? s razo? n se exigen. Asi? , el pensamiento no se somete al control social de la produccio? n solamente donde e? ste se ve profe- sionalmente obligado a intervenirlo, sino que adema? s lo emula en toda su complejidad. Como el pensamiento se va entonces en-
tregando al cumplimiento de tareas asignadas, 10 no asignado es tambie? n tratado conforme al esquema de una tarea. El pensamien- to, al haber perdido autonomi? a, no se arreve ya a concebir 10 real por lo real mismo en libertad. Esta actividad la deja con res- petuosa ilusio? n en manos de los mejor pagados, y a consecuencia de ello se hace a si? mismo medible. Por iniciativa propia se con- duce ya tendencialmente como si incesantemente tuviese que dar pruebas de su aptitud. Y donde no hay nada que resolver, el pen? samiento se convierte en entrenamiento cara a algu? n ejercicio que haya que realizar. Con sus objetos se comporta como si fuesen unas vallas, como si constituyeran un test permanente que derer-
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? ? ? ? minase si se halla en forma. Toda reflexio? n que pretenda dar cuenta de su relacio? n con la cosa de que trata y, por ende, ser responsable de si misma, suscita un recelo que la presenta como autosarisfaccio? n vanidosa, fu? til y asocial. Del mismo modo que para los neopositivistas el conocimiento se desdobla en empiri? a cumulativa y formalismo lo?
gico, la actividad espiritual del tipo que propugna la ciencia unificada se polariza en inventario de lo sabido y comprobacio? n de la capacidad intelectual: todo pensa- miento se les convierte en concurso para demostrar lo informado que se esta? o lo ido? neo que se es. En algu? n lugar habra? n de cons- tar las respuestas correctas, El Instrumentalismo, la mn? s reciente versio? n del pragmatismo, hace tiempo que ya no es simple cues-
tio? n de la aplicacio? n del pensamiento, sino el a priori de su pro- pia forma. Cuando los intelectuales opositores pretenden desde dentro de ese ci? rculo cambiar el contenido de la sociedad, e? sta pa- raliza la forma de su propia conciencia, modelada de antemano por las necesidades de dicha sociedad. Conforme el pensamiento se ha ido olvidando de pensarse a sr mismo, al propio tiempo se ha ido convirtiendo en una instancia absoluta examinadora de e? l mismo. Pensar ya no es otra cosa que estar a cada instante pen- diente de si se puede pensar. De ahi el aspecto estrangulado que tiene aun toda produccio? n espiritual aparentemente independiente, la teo? rica no menos que la arti? stica. La socializacio? n de! espi? ritu tendra? a e? ste confinado, retenido, a recaudo mientras la sociedad misma continu? e prisionera. Asi? como antes el pensar inreriorizaba las obligaciones particulares establecidas desde fuera, hoy se ha producido su integracio? n en el aparato al punto de perecer en e? l aun antes de alcanzarle los veredictos econo? micos y poli? ticos.
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WishfuJ Thinking,-La inteligencia es una categori? a moral. La separacio? n de sent imiento y entendimiento, que permite al imbe? cil hablar libre y buenamente, hipostasla la escisio? n histo? ricamente consumada del hombre en sus funciones. En el elogio de la senci-
llez trasluce la preocupacio? n porque lo separado no vuelva a en- contrarse y altere la deformidad. <<Si tienes intelecto y tienes cera- eo? n - dice un di? stico de Holderlin-c-, muestra so? lo uno de los dos. / Porque los dos te maldecira? n si los muestras juntos,>> El desprecio del entendimiento limitado comparado con la razo? n lnfi? -
nita, pero en cuanto infinita siempre inescrutable paru el 'lI J 111 finito, de la que la filosofi? a se hace ero, suena, pese a su rnntcni- do cri? tico, como el imperativo '<<obra siempre con lealtad y rec ti. tud>>. Cuando Hegel le muestra al entendimiento su propia estu- pidez, no esta? simplemente descubrie? ndole a la determinacio? n ais- lada de la reflexio? n, a todo tipo de positivismo, su medida de falsedad, sino que al mismo tiempo se hace co? mplice de la prohi- bicio? n de pensar, detiene el trabajo negativo del concepto que el propio me? todo reclama y desde la ma? s alta cumbre de la especu- lacio? n insta al pastor protestante a que recomiende a su reban? o mantenerse como reban? o en lugar de confiarse a sus de? biles luces. Ma? s le convendri? a a la filosofi? a buscar en la contraposicio? n de entendimiento y sentimiento la unidad de ambos: una unidad mo- ral. La inteligencia como facultad del juicio se opone en el acto de juzgar a 10 dado al tiempo que lo expresa, La disposicio? n a juzgar que descarta todo movimiento instintivo cede precisamente a e? ste en su momento de reaccio? n contra la accio? n social. La facul- tad de juzgar se mide por la firmeza del yo, Pero de ese modo se mide tambie? n por la dina? mica de los impulsos que la divisio? n del trabajo del alma deja para el sentimiento. El instinto, la voluntad de perseverar, es una implicacio? n sensitiva de la lo? gica. Cuando en ella el sujeto que juzga se olvida de si? mismo, se muestra inco- rruptible, el instinto celebra su victoria. Y como, al contrario, en los ci? rculos ma? s estrechos los hombres se tornan estu? pidos en el punto donde empiezan sus intereses, dirigiendo su resentimiento contra lo que no quieren entender porque temen entenderlo dema- siado bien, la estupidez planetaria, a la que el mundo actual le impide ver el desatino de su propia instalacio? n, sigue siendo to- davi? a el producto del intere? s no sublimado ni superado de los dominadores, A COrto plazo, y de forma irresistible, el intere? s se ira? fosilizando en un esquema ano? nimo de! te? rmino de la historia. A lo que corresponde la estupidez y terquedad del individuo y su incapacidad para relacionar conscientemente e! poder del prejuicio con la explotacio? n, Tal incapacidad se encuentra regulannente con lo moralmente defectuoso, con la falta de autonomi? a y responsa- bilidad, al tiempo que se halla tan imbuida de racionalismo socra? - tico, que apenas le es posible imaginar que personas verdaderamen- te sensatas, cuyos pensamientos se rigen por sus objetos sin en- cerrarse formali? sticamente en si? mismas, puedan ser malas. Pues la motivacio? n que induce al mal, la ciega sumisio? n a la contingencia de lo personal, tiende a desvanecerse en el medio del pensamiento. La frase de Scheler de que todo conocimiento se funda en el amor
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? ? ? ? ? era mentira, porque e? l postulaba el amor a lo intuido como algo inmediato. Mas seda verdadera si el amor llevase a la disolucio? n de toda apariencia de inmediatez y de ese modo fuese inconcilia- ble con el objeto del conocimiento. Contra la disociacio? n del peno samienro de nada sirve cualquier si? ntesis de resortes psi? quicos mutuamente extran? os, ni la mezcla terape? utica de la ratio con fer- mentos irracionales, sino la autognosis aplicada al elemento del deseo, el pensar en cuanto pensar antite? ticamente constituido. So? lo cuando aquel elemento, puro y sin resto hetero? nomo, se resuelve en objetividad del pensamiento, apunta a la utopi? a.
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con la desaparicio? n del u? ltimo el mito sera? reconciliado. ? Pero no se olvidara? asl toda la violencia, como en el blando adormecerse del nin? o ? ? Podrfa la desaparicio? n de! mendigo llegar a repara r el dan? o que se le hizo cuando e? ste es en si? irreparable? ? No alienta en toda persecucio? n por parte de los hombres que azuzan con el perrito a la naturaleza entera contra lo me? s de? bil la esperanza de que sea eliminado el u? ltimo vestigio de persecucio? n,que es lo que precisamente representa el orden natural? ? No estara? el meno digo, arrojado de las puertas de la civilizacio? n, bien resguardado en su ambiente, libre de la maldicio? n que pesa sobre la tierra? <<Ahora puedes estar tra nquilo, e! mendigo encuentra asilo. >>
Desde que llegue? al uso de razo? n siempre me habi? a alegrado ofr la cancio? n Zwischen Berg und tieiem, tieiem Tal. la cancio? n de las dos liebres disfrutando sobre la hierba que cayeron abatidas por el disparo del cazador, y que cuando se dieron cuenta de que au? n esteban vivas huyeron del lugar. Pero 0010 ma? s tarde entendi? su leccio? n: la razo? n so? lo puede admitir eso en la desesperacio? n o en la exaltacio? n; necesita del absurdo para no sucumbir al contra- sentido objetivo. Hay que imitar a las dos liebres; cuando suena el disparo, darse por muerto, volver en si? , reponerse y, si au? n que- da aliento, escapar del lugar. La fuerza del miedo y la de felicidad son la misma, un ilimitado y creciente estar abierto a la cxpcrien- cia hasta el abandono de si? mismo, a una experiencia en la que el cai? do se recupera. ? Que? seri? a una felicidad que no se midiera por el inmenso dolor de lo existente? Porque el curso del mundo esta? trastornado. El que se adapta cuidadosamente a e? l, por lo
mismo se hace parti? cipe de la locura, mientras que so? lo el exce? n- trico puede mantenerse firme y poner algu? n freno al desvari? o. So? lo e? l podri? a reflexionar sobre la apariencia del infortunio, sobre la <<irrealidad de la desesperacio? n>> y darse cuenta no solamente de que au? n vive, sino adema? s de que au? n existe la vida. La astucia de las impotentes liebres salva tambie?