>> La uni- dad del
expresionismo
esta?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
n de 1789, en la inmelorabili?
dad de la naturaleza humana y en la imposibilidad antropolo?
gica de la felicidad ---o so?
lo en que e?
sta en todo caso seri?
a buena para los trabajadores.
La profundidad de anteayer se ha transformado en extrema banalidad.
De Nietzsche y Bergson, de las u?
ltimas filosofi?
as recibidas, no queda ma?
s que el turbio antiintelectualismo en nombre de una naturaleza secuestrada por sus apologetas.
<<Nada me molesta tanto del Tercer Reich - deci?
a en 1933 una mujer judi?
a, esposa de un director general, que des- pue?
s moriri?
a asesinada en Polonia- como el que ahora no poda- mos usar la palabra telu?
rico porque los nacionalsocialistas se la han apropiado>>; y au?
n despue?
s de la derrota fascista, una enva- rada dama austriaca propietaria de un castillo, al encontrar en un cocktail party a un dirigente obrero tenido equivocadamente por radical, no se le ocurrio?
, fascinada por su personalidad, cosa mejor que repetir bestialmente: <<y adema?
s es ini?
ntclectual, totalmente inintelectua]>>.
Todavi?
a recuerdo mi espanto cuando una joven aristo?
crata de vaga ascendencia, que apenas podi?
a hablar alema?
n sin un afectado acento extranjero, me confeso?
su simpati?
a por Hitler, tan incompatible como su figura pareci?
a con la de e?
ste.
Entonces pense?
que su encantadora imbecilidad le impedi?
a darse cuenta de quie?
n era ella.
Pero era ma?
s lista que yo, pues lo que ella representaba ya no existi?
a, y borrando su consciencia de clase su destino individual lograba que su ser en si?
, su condicio?
n social, quedase patente.
Resulta tan duro integrarse arriba, que la posi- bilidad de la divergencia subjetiva se anula y no hay modo de buscar la diferencia ma?
s alla?
del corte distinguido del vestido de noche.
121
Re? quiem por Odette. - La anglomani? a de las capas superiores de la Europa continental proviene de que en la isla se han ritua- lizedo ciertas pra? cticas feudales que se bastan a si mismas. Alli? la cultura se afirma no como una esfera escindida del espi? ritu obje- tivo, como participacio? n en el arte o la filosofi? a, sino como forma
188
189
? ? ? ? de la existencia cmpmca. La bigb lile quiere ser la vida bella. A quienes participan de ella les proporciona un placer ideolo? gico. Debido a que la configuracio? n de la existencia se torna una tarea en la que es preciso respetar las reglas de juego, conservar artifi- cialmente un estilo y mantener un delicado equilibrio entre la correccio? n y la independencia, la existencia misma parece llena de sentido y tranquiliza la mala conciencia de los socialmente su- perfluos. L1 constante exigencia de hacer y decir exactamente lo adecuado al status y a la situacio? n reclama una especie de esfuerzo moral. Uno mismo se pone dificultades para ser 10 que es, y asi? cree cumplir con el patriarcal noblesse oblige. Al mismo tiempo el desplazamiento de la cultura de sus manifestaciones objetivas a la vida inmediata evita el riesgo de trastorno de la propia inme- diatez por el espi? ritu. A e? ste se le rechaza como perturbador del estilo seguro, como carente de gusto, mas no con la penosa rus.
ricidad del ]unker al Este del Elba, sino conforme a un criterio, espiritual en cierto modo, de esretizacio? n de la vida cotidiana. Se crea asi? la halagu? en? a ilusio? n de haber superado la disociacio? n entre superestructura e infraestructura, cultura y realidad corpo? rea. Pero en los modales aristocra? ticos el ritual cae en la costumbre burgue- sa tardi? a de hiposresiar como sentido la ejecucio? n de algo en si? carente de sentido, de debilitar el espi? ritu en la duplicacio? n de lo que sin ma? s existe . La norma que se sigue es ficticia, su supuesto social, asi? como su modelo, el ceremonial de corte, han desapareo cido, y si la norma se acepta no es debido a que se experimente en ella obligatoriedad alguna, sino porque legitima un orden de cuya ilegitimidad se saca ventaja. Proust observo? , con la integridad del fa? cilmente seducible, que la anglomani? a se encuentra menos entre los aristo? cratas que entre los que desean ascender: del snob al
paroenn so? lo hay un paso. De ahi? la afinidad del esnobismo con el ]ugendstil, con el intento de la clase definida por el intercambio de proyectarse en una imagen de belleza no contaminada por el intercambio, de belleza por asi? decirlo vegetal. Que la vida que se organiza a si? misma no es un ma? s de vida, lo demuestra el aburrimiento de los cocktail porties y los ioeeiz-e-uls en el campo, del para toda la esfera simbo? lico golf y de la organizacio? n de social alfairs-privilcgios en los que nadie encuentra verdadera diversio? n y con los que los privilegiados no hacen sino ocultarse la realidad de que en la totalidad desventurada tambie? n ellos carecen de la
posibilidad de la alegri? a. En su estadio ma? s reciente, la vida bella se reduce a lo que Veblen ha querido ver a trave? s de todas las
190
e? pocas: la ostentacio? n, el mero <<pertenecer a>>; y el parque no procura ya otro placer que el de los muros contra los que los de afuera aplastan la nariz. Las capas superiores, cuyas maldades se han ido democratizando sin cesar, dejan ver crudamente lo que desde hace tiempo es aplicable a la sociedad: que la vida se ha convertido en la ideologi? a de su propia ausencia.
122
Monogramas. -Odi profanum vulgus et erceo>>, deci? a el hijo
de un liberto.
Esdifi? cil imaginar que los hombres muy malos mueran.
Decir nosotros queriendo decir yo es una de las humillaciones ma? s escogidas.
Entre <<yo son? e? ", y <<me puse a son? ar- se inscriben todas las edades del mundo. ? Pero que? es ma? s verdad? Cuantos menos sue- n? os envi? an los espi? ritus, menos es el yo que suen? a.
Con motivo del ochenta y cinco cumplean? os de un hombre en todos los aspectos muy bien atendido, pregunte? en suen? os que? le podri? a regalar para darle realmente una alegri? a. Y en seguida me vino la respuesta: un gui? a para adentrarse en el mundo de las sombras.
Que Lcporello tenga que quejarse de la escasa comida y el pocodinero, deja dudas sobre la existencia de Don Juan.
Muy pronto en mi infancia vi por vez primera a los barrende- ros quitando la nieve con unas ropas delgadas y raidas. Cuando pregunte? se me contesto? que eran hombres sin trabajo a los que se les daba esa ocupacio? n para que se ganaran el pan. . . Bien esta? entonces que se pongan a quitar la nieve>>, exclame? furioso, y al pronto rompi? a llorar desconsoladamente.
El amor es la capacidad de percibir lo semejante en lo dese. mcjante.
? HORACIO. Carmi? na,lib. III. [N. delr. l 191
? ? ? ? ? ? ? ? ? Propaganda de un circo en Pari? s antes de la segunda guerra: Plus sport que le tbe? stre, plus ui? oant que le cin e? ma.
Quiza? una peli? cula que cumpliera rigurosamente con el code de la Hays DI/ice podrfa llegar a ser una gran obra, pero no en un mundo donde existe una HaysOflice.
Verlaine: el pecado mortal perdonable.
BridesheaJ Reoisited de Evelyn Waugh: el esnobismo socia-
lizado.
Zille azota a la miseria en el trasero. Scheler: Le bouJoir dans la pbilosopbie.
En un poema de Liliencron se describe la musrca militar. El comienzo dice: <<y por la esquina irrumpe atronadora, cual trorn- peta del Juicio Final>>; y concluye: <<? Alguna mariposa multico- lor, / chin, chin, bum, doblo? la esquina? >>. Filosofi? a poe? tica de la violencia en la historia, con el Di? a del Ju icio al comienzo y el lepi- d o? ptero al final.
En el Entlang de Trakl se encuentra este verso: <<Dime desde cua? ndo estamos muertos>>; y en los Gotdene Soneue de naubler: . . Que? cierto es que todos hace tiempo que hemos rnuerro.
>> La uni- dad del expresionismo esta? en la expresio? n de la realidad de unos hombres totalmente extran? os unos a Otros, a los que la vida abandono? y que por eso se convirtieron en muertos.
Entre las formas que ensayo? Borchardt no faltan reelaboraclo- nes de la cancio? n popular. Teme decir . . en tono popular>> y en su lugar dice <<en el tono de! pueblo. . . Peto esto suena como <<en nombre de la ley>>. El poeta recuperador acabo? de polida pru- siano.
De las tareas que el pensamiento tiene por delante, no es la u? ltima la de poner todos los argumentos reaccionarios contra la cultura occcidental al servido de la ilustracio? n progresista.
So? lo son verdaderos los pensamientos que no se comprenden a si? mismos.
Cuando la viejecita arrastraba la len? a para la hoguera, exclame? Hus: [sancta simpli? citas! ? Pero cua? l fue la causa de su sacrificio? ? la comunio? n de las dos formas? Toda reflexio? n parece ingenua a otra ma? s alta, y no hay nada que sea simple, porque todo se torna simple en la desesperada huida que es el olvido.
So? lo sera? s amado donde puedas mostrarte de? bil sm provocar la fuerza.
123
El mal compan? ero. --Ciertamente tendri? a que poder deducir el fascismo de los recuerdos de mi infancia. Como un conquistador en las provincias ma? s lejanas, el fascismo habi? a enviado alli? a sus emisarios mucho antes de aparecer e? l: e? stos eran mis compan? eros de ~olegio. Si la clase burguesa abrigaba ya desde tiempo inme. mortal el suen? o de la ruda comunidad del pueblo, de la opresio? n de todos por todos, han sido nin? os, nin? os que de nombre se lla. maban Horst y ]u? rgcn y de apellido Bergcnroeh, Bojunga y Eck- hardt , los que han escenificado e! suen? o antes de que los adultos estuvieran hist o? ricamente maduros para hacerlo realidad. Yo senti? la violencia de las figuras terribles a que aspiraban ser con tal evidencia, que toda posterior fortuna me ha parecido como prcvi-
sional o falsa. La irrupcio? n del Tercer Reich cogio? por sorpresa a mis opiniones poli? ticas, pero no a mis temores inconscientes. To- dos los motivos de aquella permanente cata? strofe los habi? a vivido tan de cerca, tan indelebles estaban en mi? las marcas de fuego del despertar alema? n, que luego pude reconocerlos en los rasgos de la dictadura hitleriana; y en mi loco espanto a menudo me pareci? a como si el Estado total se hubiese inventado expresa. mente contra mi, para hacerme despue? s aquello de lo que en mi nin? ez, en mi prehistoria, estaba temporalmente eximido. Los cinco patriotas que se abalanzaron sobre un compan? ero solo y lo apa.
learon, y cuando se quejo? al profesor 10 acusaron de chivato, ? no son los mismos que torturaron a los prisioneros para desmentir a los extranjeros, que hablaban de que aque? llos eran torturados? Su voceri? o no teni? a fin cuando el primero de la clase fallaba - ? no eran los mismos que, entre sorprendidos y sarca? sticos, rodearon al judi? o retenido para mofarse de e? l cuando, con poca habilidad, in-
192
[93
? ? ? ? ? ? tento? ahorcarse? Los que no sabi? an formar una frase correcta, pero encontraban las mi? as demasiado largas -r-e? no eran los que acabaron con la literatura alemana sustituye? ndola por sus procla- mas? Algunos cubri? an su pecho de insignias enigma? ticas y queri? an ser oficiales de marina tierra adentro, cuando hada tiempo que no habi? a marina: se hari? an jefes de batallo? n y portaestandartes, legi- timistas de la ilegitimidad. Aquellos forzados inteligentes que en la clase tuvieron tan escaso e? xito como bajo el liberalismo el efi? - donado capaz, pero sin relaciones; que por eso se dedicaron para agradar a sus padres a labores de marqueteri? a o, para su propio solaz, a pasar largas tardes ante el tablero haciendo complicados dibujos con tintas de colores. todos ellos ofrecieron al Tercer Reicb sus siniestras aptitudes para resultar otra vez engan? ados. Pero
aquellos que de continuo se rebelaban contra el profesor y, como bien deci? a, perturbaban las clases, y que, sin embargo, ya en sus di? as, o mejor horas, de Bachillerato formaron una alianza con los mismos profesores en la misma mesa y con la misma cerveza, llegari? an a convertirse en secuaces, rebeldes en cuyos im- pacientes pun? etazos sobre la mesa resonaba la adoraci6n por los amos. Les bastaba con estar sentados para adelantar a los que habi? an superado el curso y vengarse asi? de ellos. Desde que sur- gieron de entre los suen? os como funcionarios y candidatos de la muerte ya visibles y me desposeyeron de mi vida pasada y de mi lengua, no necesito ya son? ar con ellos. En el fascismo la pesadilla de la nin? ez ha vuelto a si.
1935
124
feroglifico. - La razo? n de por que? , a pesar de la evolucio? n histo? rica este? concluyendo en la oligarqui? a, los trabajadores sepan cada vez menos que lo son, puede con todo adivinarse partiendo de algunas observaciones. Cuando las relaciones del propietario y el productor con el aparato de la produccio? n se afianzan objetiva- mente de modo cada vez ma? s ri? gido, tanto ma? s fluctuante se vuel- ve la pertenencia subjetiva a una clase. Esta situacio? n viene pro- piciada por el desarrollo econo? mico mismo. La estructura orga? nica del capital exige, como a menudo se ha constatado, un control a cargo de organizadores te? cnicos antes que de los propietarios de las fa? bricas. Estos eran en cierto modo la parte opuesta al trabajo
vivo; aque? llos representan la participacio? n de las ma? quinas en el capital. Pero la cuantificacio? n de los procesos te? cnicos, su descorn- posicio? n en operaciones ma? s pequen? as y en gran medida indepen- dientes de la formacio? n y la experiencia hace de las habilidades de aquellos directores de nuevo estilo en considerable medida una mera ilusio? n tras de la cual se esconde el privilegio de ser admi- tido. El hecho de que el desarrollo te? cnico haya alcanzado un es- tadio que permite a todos desempen? ar todas las funciones es un elemento socialista-inmanente del progreso que bajo el industrialis- mo tardi? o aparece travestido. Formar parte de la e? lire es algo que a todos les parece asequible. No hay ma? s que esperar a la co-op- cio? n. La idoneidad consiste en la afinidad, desde la ocupacio? n libi- dinosa que constituye todo manejar hasta la fresca y alegre R~al- polilik pasando por la sana conviccio? n tecnocra? tica. Expertos so? lo lo son en cuanto expertos en el control. Que todo el mundo pue- da ser uno de ellos no ha conducido a su extincio? n, sino a que to- dos puedan ser llamados. El preferido es el que mejor encaja. Es cierto que los elegidos forman una i? nfima minori? a, pero la posibi- lidad estructural basta para asegurar con e? xito dentro del sistema la apariencia de la igualdad de oportunidades que la libre compe- tencia, que vivi? a de aquella apariencia, habia eliminado. El hecho de que las fuerzas te? cnicas permitan una situacio? n de ausencia de privilegios lo atribuyen todos tendenci? almenre, incluso los que esta? n en la sombra, a las relaciones sociales que la impiden. En general, la pertenencia subjetiva a una clase muestra hoy una movi- lidad que hace olvidar la rigidez del propio orden econo? mico: lo ri? gido siempre es a la vez dislocable. Hasta la impotencia del indi- viduo para calcular su destino econo? mico contribuye a esa canfor. mnte movilidad. No es la falta de habilidad la que decide su ruina, sino una trama opaca y jerarquizada en la que nadie, ni aun los que esta? n en la cu? spide, puede sentirse seguro. Es la igualdad en la amenaza. Cuando en la peli? cula de mayor e? xito que se pro- yecto?
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Re? quiem por Odette. - La anglomani? a de las capas superiores de la Europa continental proviene de que en la isla se han ritua- lizedo ciertas pra? cticas feudales que se bastan a si mismas. Alli? la cultura se afirma no como una esfera escindida del espi? ritu obje- tivo, como participacio? n en el arte o la filosofi? a, sino como forma
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? ? ? ? de la existencia cmpmca. La bigb lile quiere ser la vida bella. A quienes participan de ella les proporciona un placer ideolo? gico. Debido a que la configuracio? n de la existencia se torna una tarea en la que es preciso respetar las reglas de juego, conservar artifi- cialmente un estilo y mantener un delicado equilibrio entre la correccio? n y la independencia, la existencia misma parece llena de sentido y tranquiliza la mala conciencia de los socialmente su- perfluos. L1 constante exigencia de hacer y decir exactamente lo adecuado al status y a la situacio? n reclama una especie de esfuerzo moral. Uno mismo se pone dificultades para ser 10 que es, y asi? cree cumplir con el patriarcal noblesse oblige. Al mismo tiempo el desplazamiento de la cultura de sus manifestaciones objetivas a la vida inmediata evita el riesgo de trastorno de la propia inme- diatez por el espi? ritu. A e? ste se le rechaza como perturbador del estilo seguro, como carente de gusto, mas no con la penosa rus.
ricidad del ]unker al Este del Elba, sino conforme a un criterio, espiritual en cierto modo, de esretizacio? n de la vida cotidiana. Se crea asi? la halagu? en? a ilusio? n de haber superado la disociacio? n entre superestructura e infraestructura, cultura y realidad corpo? rea. Pero en los modales aristocra? ticos el ritual cae en la costumbre burgue- sa tardi? a de hiposresiar como sentido la ejecucio? n de algo en si? carente de sentido, de debilitar el espi? ritu en la duplicacio? n de lo que sin ma? s existe . La norma que se sigue es ficticia, su supuesto social, asi? como su modelo, el ceremonial de corte, han desapareo cido, y si la norma se acepta no es debido a que se experimente en ella obligatoriedad alguna, sino porque legitima un orden de cuya ilegitimidad se saca ventaja. Proust observo? , con la integridad del fa? cilmente seducible, que la anglomani? a se encuentra menos entre los aristo? cratas que entre los que desean ascender: del snob al
paroenn so? lo hay un paso. De ahi? la afinidad del esnobismo con el ]ugendstil, con el intento de la clase definida por el intercambio de proyectarse en una imagen de belleza no contaminada por el intercambio, de belleza por asi? decirlo vegetal. Que la vida que se organiza a si? misma no es un ma? s de vida, lo demuestra el aburrimiento de los cocktail porties y los ioeeiz-e-uls en el campo, del para toda la esfera simbo? lico golf y de la organizacio? n de social alfairs-privilcgios en los que nadie encuentra verdadera diversio? n y con los que los privilegiados no hacen sino ocultarse la realidad de que en la totalidad desventurada tambie? n ellos carecen de la
posibilidad de la alegri? a. En su estadio ma? s reciente, la vida bella se reduce a lo que Veblen ha querido ver a trave? s de todas las
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e? pocas: la ostentacio? n, el mero <<pertenecer a>>; y el parque no procura ya otro placer que el de los muros contra los que los de afuera aplastan la nariz. Las capas superiores, cuyas maldades se han ido democratizando sin cesar, dejan ver crudamente lo que desde hace tiempo es aplicable a la sociedad: que la vida se ha convertido en la ideologi? a de su propia ausencia.
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Monogramas. -Odi profanum vulgus et erceo>>, deci? a el hijo
de un liberto.
Esdifi? cil imaginar que los hombres muy malos mueran.
Decir nosotros queriendo decir yo es una de las humillaciones ma? s escogidas.
Entre <<yo son? e? ", y <<me puse a son? ar- se inscriben todas las edades del mundo. ? Pero que? es ma? s verdad? Cuantos menos sue- n? os envi? an los espi? ritus, menos es el yo que suen? a.
Con motivo del ochenta y cinco cumplean? os de un hombre en todos los aspectos muy bien atendido, pregunte? en suen? os que? le podri? a regalar para darle realmente una alegri? a. Y en seguida me vino la respuesta: un gui? a para adentrarse en el mundo de las sombras.
Que Lcporello tenga que quejarse de la escasa comida y el pocodinero, deja dudas sobre la existencia de Don Juan.
Muy pronto en mi infancia vi por vez primera a los barrende- ros quitando la nieve con unas ropas delgadas y raidas. Cuando pregunte? se me contesto? que eran hombres sin trabajo a los que se les daba esa ocupacio? n para que se ganaran el pan. . . Bien esta? entonces que se pongan a quitar la nieve>>, exclame? furioso, y al pronto rompi? a llorar desconsoladamente.
El amor es la capacidad de percibir lo semejante en lo dese. mcjante.
? HORACIO. Carmi? na,lib. III. [N. delr. l 191
? ? ? ? ? ? ? ? ? Propaganda de un circo en Pari? s antes de la segunda guerra: Plus sport que le tbe? stre, plus ui? oant que le cin e? ma.
Quiza? una peli? cula que cumpliera rigurosamente con el code de la Hays DI/ice podrfa llegar a ser una gran obra, pero no en un mundo donde existe una HaysOflice.
Verlaine: el pecado mortal perdonable.
BridesheaJ Reoisited de Evelyn Waugh: el esnobismo socia-
lizado.
Zille azota a la miseria en el trasero. Scheler: Le bouJoir dans la pbilosopbie.
En un poema de Liliencron se describe la musrca militar. El comienzo dice: <<y por la esquina irrumpe atronadora, cual trorn- peta del Juicio Final>>; y concluye: <<? Alguna mariposa multico- lor, / chin, chin, bum, doblo? la esquina? >>. Filosofi? a poe? tica de la violencia en la historia, con el Di? a del Ju icio al comienzo y el lepi- d o? ptero al final.
En el Entlang de Trakl se encuentra este verso: <<Dime desde cua? ndo estamos muertos>>; y en los Gotdene Soneue de naubler: . . Que? cierto es que todos hace tiempo que hemos rnuerro.
>> La uni- dad del expresionismo esta? en la expresio? n de la realidad de unos hombres totalmente extran? os unos a Otros, a los que la vida abandono? y que por eso se convirtieron en muertos.
Entre las formas que ensayo? Borchardt no faltan reelaboraclo- nes de la cancio? n popular. Teme decir . . en tono popular>> y en su lugar dice <<en el tono de! pueblo. . . Peto esto suena como <<en nombre de la ley>>. El poeta recuperador acabo? de polida pru- siano.
De las tareas que el pensamiento tiene por delante, no es la u? ltima la de poner todos los argumentos reaccionarios contra la cultura occcidental al servido de la ilustracio? n progresista.
So? lo son verdaderos los pensamientos que no se comprenden a si? mismos.
Cuando la viejecita arrastraba la len? a para la hoguera, exclame? Hus: [sancta simpli? citas! ? Pero cua? l fue la causa de su sacrificio? ? la comunio? n de las dos formas? Toda reflexio? n parece ingenua a otra ma? s alta, y no hay nada que sea simple, porque todo se torna simple en la desesperada huida que es el olvido.
So? lo sera? s amado donde puedas mostrarte de? bil sm provocar la fuerza.
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El mal compan? ero. --Ciertamente tendri? a que poder deducir el fascismo de los recuerdos de mi infancia. Como un conquistador en las provincias ma? s lejanas, el fascismo habi? a enviado alli? a sus emisarios mucho antes de aparecer e? l: e? stos eran mis compan? eros de ~olegio. Si la clase burguesa abrigaba ya desde tiempo inme. mortal el suen? o de la ruda comunidad del pueblo, de la opresio? n de todos por todos, han sido nin? os, nin? os que de nombre se lla. maban Horst y ]u? rgcn y de apellido Bergcnroeh, Bojunga y Eck- hardt , los que han escenificado e! suen? o antes de que los adultos estuvieran hist o? ricamente maduros para hacerlo realidad. Yo senti? la violencia de las figuras terribles a que aspiraban ser con tal evidencia, que toda posterior fortuna me ha parecido como prcvi-
sional o falsa. La irrupcio? n del Tercer Reich cogio? por sorpresa a mis opiniones poli? ticas, pero no a mis temores inconscientes. To- dos los motivos de aquella permanente cata? strofe los habi? a vivido tan de cerca, tan indelebles estaban en mi? las marcas de fuego del despertar alema? n, que luego pude reconocerlos en los rasgos de la dictadura hitleriana; y en mi loco espanto a menudo me pareci? a como si el Estado total se hubiese inventado expresa. mente contra mi, para hacerme despue? s aquello de lo que en mi nin? ez, en mi prehistoria, estaba temporalmente eximido. Los cinco patriotas que se abalanzaron sobre un compan? ero solo y lo apa.
learon, y cuando se quejo? al profesor 10 acusaron de chivato, ? no son los mismos que torturaron a los prisioneros para desmentir a los extranjeros, que hablaban de que aque? llos eran torturados? Su voceri? o no teni? a fin cuando el primero de la clase fallaba - ? no eran los mismos que, entre sorprendidos y sarca? sticos, rodearon al judi? o retenido para mofarse de e? l cuando, con poca habilidad, in-
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? ? ? ? ? ? tento? ahorcarse? Los que no sabi? an formar una frase correcta, pero encontraban las mi? as demasiado largas -r-e? no eran los que acabaron con la literatura alemana sustituye? ndola por sus procla- mas? Algunos cubri? an su pecho de insignias enigma? ticas y queri? an ser oficiales de marina tierra adentro, cuando hada tiempo que no habi? a marina: se hari? an jefes de batallo? n y portaestandartes, legi- timistas de la ilegitimidad. Aquellos forzados inteligentes que en la clase tuvieron tan escaso e? xito como bajo el liberalismo el efi? - donado capaz, pero sin relaciones; que por eso se dedicaron para agradar a sus padres a labores de marqueteri? a o, para su propio solaz, a pasar largas tardes ante el tablero haciendo complicados dibujos con tintas de colores. todos ellos ofrecieron al Tercer Reicb sus siniestras aptitudes para resultar otra vez engan? ados. Pero
aquellos que de continuo se rebelaban contra el profesor y, como bien deci? a, perturbaban las clases, y que, sin embargo, ya en sus di? as, o mejor horas, de Bachillerato formaron una alianza con los mismos profesores en la misma mesa y con la misma cerveza, llegari? an a convertirse en secuaces, rebeldes en cuyos im- pacientes pun? etazos sobre la mesa resonaba la adoraci6n por los amos. Les bastaba con estar sentados para adelantar a los que habi? an superado el curso y vengarse asi? de ellos. Desde que sur- gieron de entre los suen? os como funcionarios y candidatos de la muerte ya visibles y me desposeyeron de mi vida pasada y de mi lengua, no necesito ya son? ar con ellos. En el fascismo la pesadilla de la nin? ez ha vuelto a si.
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feroglifico. - La razo? n de por que? , a pesar de la evolucio? n histo? rica este? concluyendo en la oligarqui? a, los trabajadores sepan cada vez menos que lo son, puede con todo adivinarse partiendo de algunas observaciones. Cuando las relaciones del propietario y el productor con el aparato de la produccio? n se afianzan objetiva- mente de modo cada vez ma? s ri? gido, tanto ma? s fluctuante se vuel- ve la pertenencia subjetiva a una clase. Esta situacio? n viene pro- piciada por el desarrollo econo? mico mismo. La estructura orga? nica del capital exige, como a menudo se ha constatado, un control a cargo de organizadores te? cnicos antes que de los propietarios de las fa? bricas. Estos eran en cierto modo la parte opuesta al trabajo
vivo; aque? llos representan la participacio? n de las ma? quinas en el capital. Pero la cuantificacio? n de los procesos te? cnicos, su descorn- posicio? n en operaciones ma? s pequen? as y en gran medida indepen- dientes de la formacio? n y la experiencia hace de las habilidades de aquellos directores de nuevo estilo en considerable medida una mera ilusio? n tras de la cual se esconde el privilegio de ser admi- tido. El hecho de que el desarrollo te? cnico haya alcanzado un es- tadio que permite a todos desempen? ar todas las funciones es un elemento socialista-inmanente del progreso que bajo el industrialis- mo tardi? o aparece travestido. Formar parte de la e? lire es algo que a todos les parece asequible. No hay ma? s que esperar a la co-op- cio? n. La idoneidad consiste en la afinidad, desde la ocupacio? n libi- dinosa que constituye todo manejar hasta la fresca y alegre R~al- polilik pasando por la sana conviccio? n tecnocra? tica. Expertos so? lo lo son en cuanto expertos en el control. Que todo el mundo pue- da ser uno de ellos no ha conducido a su extincio? n, sino a que to- dos puedan ser llamados. El preferido es el que mejor encaja. Es cierto que los elegidos forman una i? nfima minori? a, pero la posibi- lidad estructural basta para asegurar con e? xito dentro del sistema la apariencia de la igualdad de oportunidades que la libre compe- tencia, que vivi? a de aquella apariencia, habia eliminado. El hecho de que las fuerzas te? cnicas permitan una situacio? n de ausencia de privilegios lo atribuyen todos tendenci? almenre, incluso los que esta? n en la sombra, a las relaciones sociales que la impiden. En general, la pertenencia subjetiva a una clase muestra hoy una movi- lidad que hace olvidar la rigidez del propio orden econo? mico: lo ri? gido siempre es a la vez dislocable. Hasta la impotencia del indi- viduo para calcular su destino econo? mico contribuye a esa canfor. mnte movilidad. No es la falta de habilidad la que decide su ruina, sino una trama opaca y jerarquizada en la que nadie, ni aun los que esta? n en la cu? spide, puede sentirse seguro. Es la igualdad en la amenaza. Cuando en la peli? cula de mayor e? xito que se pro- yecto?