os
detalles
de lo correcto o lo impropio, y en ellos puede confirmar si su actuacio?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
s que de la casa, el dormitorio, las camas, la topa de casa y de dormir, las sa?
banas y los enseres del ban?
o.
.
.
Igualmente hace burla de la luna de miel, que es comparada con el desengan?
o despue?
s de la visita a un puesto de feria calurosamente recomen- dado y <<extremadamente aburrido>>.
De este de?
gout son menos culpables los sentidos agotados que lo institucional, lo permitido, lo montado, la falsa inmanencia del placer dentro de un orden que lo regula y 10 vuelve mortalmente triste en el momento mismo en
" Ch. Baudclairc, Le belcon. [N. del T. ] [77
? ? ? ? que lo ordena. Tal repugnancia puede aumentar de tal modo que al final toda embriaguez, entre tantas renuncias, prefiere quedar suspendida que asesinar su concepto al realizarlo.
114
Helio/Topo. - AI nmo cuyos padres acogen a un hue? sped le late el corazo? n con ma? s ansiedad que en vi? speras de Navidad. En este caso no por los regalos, sino por el cambio en su vida. El perfu- me que la dama invitada deja en la co? moda mientras se le permite mirar cuando abre su equipaje tiene, al respirado por primera vez, un aroma que es como una evocacio? n. Las maletas con las insignias de la SuvTetthaur y de la Madonna di Campiglio son CQo fres en los que las piedras preciosas de Aladino y AH-Baba? , en-
vueltas en ricas telas, y los kimonos de la visitante, trai? dos en los vagones-literas de las caravanas de Suiza y el sur del Ti? rol, quedan a merced de la insaciable curiosidad. Y como en los cuen- tos las hadas hablan a los nin? os, asi? habla la invitada, seria y sin afectuosidad, al nin? o de la casa. Lo? gicamente e? ste le pregunta por los pai? ses y las gentes, y ella, que no esta? familiarizada con e? l y no ve ma? s que fascinacio? n en sus ojos, le contesta con observa. ciones fatalistas sobre el reblandecimiento cerebral del cun? ado o los asuntos matrimoniales del sobrino. De ese modo el nin? o se ve de repente incluido en la poderosa y misteriosa comunidad de los
adultos, en el circulo ma? gico de la gente razonable. Con el orden del di? a -quiza? al siguiente pueda faltar a la escuela- se sus- penden las divisorias entre las generaciones, y el que a las once todavi? a no le envlan a la cama presiente la verdadera promiscui- dad. La visita hace del jueves di? a de fiesta, y en su bullido se cree esta r compartiendo la mesa con la humanidad entera . Porque el hue? sped viene de muy lejos. Su aparicio? n promete al nin? o la experiencia de lo que esta? ma? s alla? de la familia y le recuerda que e? sta no es lo u? ltimo. Ese ansia de felicidad informe, en un estanque de salamandras y cigu? en? as, que el nin? o habi? a aprendido a reprimir poniendo en su lugar la imagen temible del coco, del
demonio que quiere raptarlo, ahora la vuelve a sentir sin temor. La figura de lo diferente aparece ahora entre los suyos y en inri. mi? ded con ellos. La gitana agorera, admitida por la puerta prin- cipal, es absuelta en la dama visitante, que se transfigura en e? ogcl
salvador. Ella retira la maldicio? n que acompan? a a la Iclicidnd de la inmediata cercani? a al ligarla a la extrema lejani? a. Eso es lo que toda la existencia del nin? o espera, y lo que despue? s continuara? esperando el que no olvida 10 mejor de la nin? ez. El amor cuenta las horas hasta aquella en que la visita ha de traspasar el umbral y devolver el tono a la vida descolorida con un impercepuble: <<Aqui? estoy otra vez / de vuelta del ancho mundo. . .
115
Vino pUTo. -Para saber si una persona piensa bien de ti hay un criterio casi infalible, y es el modo como refiere las manii? es- raciones desfavorables u hostiles que oye sobre ti. Casi siempre tales informes carecen de importancia y no son ma? s que pretextos para abrir las puertas a la malevolencia sin responsabilidad y hasta en nombre del bien. Como todos los conocidos sienten la inclina- cio? n a hablar mal de vez en cuando unos de otros - aunque tamo bie? n lo hacen como protesta contra la insipidez del trato-, cada uno es sensible a las opiniones del otro en la medida en que secre- tamente desea ser querido alli? donde e? l mismo a nadie quiere: no menos difusa y general que la alienacio? n entre los hombres es el ansia de romperla. En este clima prospera el colporteur, al que no le falta el material ni la malaventura y que siempre puede contar con que el que quiere que todos le quieran esta? pendiente de la po-
sibilidad contraria. Loscomentarios desfavorables so? lo deberlen con- rarse cuando de forma clara y laxativa se trata de decisiones que han de tomarse en comu? n o del enjuiciamiento de personas en las que es preciso confiar o con las que hay que trabajar. Cuanto menos interesado parece el informe, ma? s turbio es el intere? s, el placer reprimido de producir dolor. Ello todavi? a es inofensivo cuando el informador quiere predisponer una contra otra a las dos partes y al mismo tiempo poner de relieve sus cualidades pero sonales. Pero ma? s frecuentemente se presenta como virtual pre- ganador de la opinio? n pu? blica, que con despiadada objetividad da a entender a la vi? ctima toda la violencia de 10 ano? nimo, ante lo cual e? sta debe bajar la cabeza. La mentira se hace patente en la inu? til preocupacio? n del injuriado, que nada sabe de la injuria, por su honor, por la claridad de las relaciones, por la pureza i? ntima: tan pronto como e? sta aparece complicada en la maran? a del mundo
178
179
? ? ? ? ? no hace ya, desde Gregers Werle<<, sino aumentar el enmara- n? amiento. Con su celo moral, el bienintencionado se convierte en destructor.
debe hacerse en una comida, tales frusleri? as pueden Ilc. 'llllt ni dr lincuente de continuo arrepentimiento e insoportable l1lltln ron ciencia, y en ocasiones de tan sofocante vergu? enza que setfn InClt paz de confesa? rselo a nadie, ni aun a si? mismo. Pero su actitud dista mucho de ser noble, pues e? l sabe que la sociedad nada tiene
116 en absoluto que reprochar contra la inhumanidad y mucho contra
Mira si era malo. -Quienes han pasado por peligros imprevis- tos de muerte, por su? bitas cata? strofes, a menudo refieren que, sorprendentemente, no sintieron miedo. El espanto general no hace presa en ellos de modo especi? fico, sino que los alcanza como simples habitantes de una ciudad, como miembros de alguna gran colectividad. Ellos se acomodan a lo accidental, generalmente ina- nimado, como si propiamente no les importase. Psicolo? gicamente la ausencia de miedo se explica como falta de impresionabilidad ante la incidencia fatal. En la libertad de los testigos queda como una lesio? n pareja al estado apa? tico. El organismo psi? quico, de modo semejante al cuerpo, est' en correspondencia con viven~s relativas a un orden de magnitud que de algu? n modo le es propio. Cuando el objeto de experiencia rebasa las proporciones del indi- viduo, e? ste propiamente ya no lo experimenta, sino que lo registra automa? ticamente, mediante un concepto sin intuicio? n, como algo externo a e? l, inconmensurable, respecto a lo cual se comporta tan fri? amente como el sbock catastro? fico respecto a e? l. En lo moral acontece algo ana? logo. Quien comete acciones que, segu? n las nor- mas reconocidas, son contrarias a la rectitud, como la venganza contra los enemigos o la falta de compasio? n, apenas es consciente de la culpa, y so? lo mediante un penoso esfuerzo puede imagina? r- sela. La doctrina de la Razo? n de Estado, la separacio? n de moral y poli? tica, no es ajena a este hecho. Su sentido encama la extrema
anti? tesis de vida pu? blica y existencia individual. El gran atentado se le presenta al individuo en mayor medida como simple falta a la convencio? n no so? lo porque aquellas normas que vulnera mues- tran un aspecto convencional, ri? gido y despreocupado del sujeto viviente, sino porque su objetivacio? n como tal, incluso donde se les puede encontrar cierta sustancia, las coloca fuera de toda iner- vacio? n moral, fuera del recinto de la conciencia. Sin embargo, cuando se piensa en faltas personales de tacto, microorganismos de injusticia que probablemente nadie noto? , como haberse sentado demasiado pronto a la mesa en una reunio? n o haber colocado taro jetas con los nombres de los invitados a tomar el te? cuando so? lo
. . Personaje del drama de H. Ibsen El pato salva;e. [N. del T . ] 180
las faltas de comportamiento, y que un hombre que rompe con su amante para presentarse como un sen? or correcto puede estar seguro de la aprobacio? n social, mientras que otro que besa res- petuosamente la mano de una todavi? a muy joven muchacha de buena familia se expone al ridi? culo. Pero el celo lujuriosamente narcisista presenta au? n un segundo aspecto: el de ser un refugio para la experiencia rebotada del orden objetivado. El sujeto llega a percibir los ma? s pequen?
os detalles de lo correcto o lo impropio, y en ellos puede confirmar si su actuacio? n es correcta o incorrecta; su indiferencia hacia la culpa moral, empero, viene matizada por la conciencia de que la impotencia de la propia decisi6n crece con la dimensi6n de su objeto. Cuando posteriormente comprueba que
antes, cuando se separo? de la amante y no volvio? a llamarla, de hecho la habi? a ya rechazado, la representacio? n del hecho tiene en si? algo de co? mico; recuerda a la muda de Portici. <<Murdtr - d ice una novela polici? aca de Ellery Queen- is so. . . NtwJpapery. lt dotsn'l happen lo )? OU. You read about it in a paper, or in 11 detective story, and it makes you wriggle with disgust, or sympl1- thy. But it doem't mean anytbing. >> De ahi? que autores como Thomas Mann hayan descrito grotescamente cata? strofes como para salir en los perio? dicos, desde el accidente ferroviario al crimen pasional, y hasta donde es posible hayan contenido la risa que inevitablemente provocan los acontecimientos solemnes, como un entierro, cuando se hace de ellos tema poe? tico. Las faltas mi? nimas, por el contrario, son tan relevantes debido a que en ellas pode. mas ser buenos o malos sin rei? rnos de ellas, aunque nuestra seriedad sea un tanto mania? tica. En ellas aprendemos a tratar con lo moral, a sentirlo ---como sonrojo- en nuestra piel y a arribu- irlo al sujeto, que mira la gigantesca ley moral dentro de e? l con el
mismo desamparo con que contempla el cielo estrellado al que aque? lla malamente imita. Aunque esos detalles sean en si? amera- les, mientras vayan esponta? neamente acompan? ados de buenos sen- timientos, de simpati? a humana exenta del petbos de la ma? xima, no desvalorizan la devocio? n por lo decoroso. Porque los buenos sentimientos, cuando expresan directamente lo general sin preocu- parse de la propia alienaci6n, fa? cilmente hacen que el sujeto apa?
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? ? ? rezca como enajenado de si mismo, como mero agente de los mandamientos con los que se identifica. Por el contrario, aquel cuyo impulso moral obedece a 10 completamente exterior~ ~ la convencio? n feti? chizada, puede captar lo general en el sufrimien- to que causa la insuperable divergencia e~t~ lo inteen? y lo. ex- terno, en cuya rigidez halla soste? n, sin sacrificio de. si? ml. smo. DI . d; la verdad de su experiencia. Extremar todas las distancies signifi- ca la reconciliacio? n. En tal sentido, la conducta del monomaniaco
puede encontrar cierta justificacio? n en su objeto. En la esfera del trato, donde fija su capricho, reaparecen todas las aporras de la vida falsa. y su obcecacio? n so? lo tiene relacio? n con el todo en el sentido de que ahi? puede canalizar de forma paradigma? tica. con orden y libertad. su de otro modo incontrolable conflicro. En cam-
bio, aquel cuya manera de reaccionar denota conformidad con la realidad social es el mismo en cuya vida privada se conduce del mismo modo informal con que la estimacio? n de las relaciones de poder le impone su forma. Cuantas veces escapa a la vigilancia del mundo exterior, cuantas veces se siente a sus anchas en el circulo ampliado de su yo, tiene la tendencia a mostrarse deseen-
siderado y brutal. Se venga de toda la disciplina y de toda la re? nuncia a la manifestacio? n directa de la agresio? n, que los lejanos le imponen, en los que tiene m a? s cerca. Hacia afuera se comporta con los enemigos objetivos de manera amistosa y corte? s, pero en pai? s de amigos es fri? o y hostil. Donde la civilizacio? n como auto- conservacio? n no le compromete con la civilizacio? n como humani- dad da rienda suelta a su furor contra e? sta contradiciendo su ideo-
logi? a del hogar, la familia y la comunidad. La moral mi:rolo? gi~a- mente ofuscada arremete contra esa ideologi? a. En el ambiente dis- tendidamente familiar, informal. halla el pretexto para la violen- cia, la ocasio? n para, al ser ahi? buenos unos con otros, poder ser malo a discrecio? n. Somete lo i? ntimo a una exigencia cri? tica lXJrque las intimidades enajenan, mancillan el aura delicada y sutil del otro. que es lo u? nico que puede coronarlo como sujeto. So? lo ~d- mitiendo lo lejano en lo pro? ximo se mitiga la ajenidad; esto es. 10-
corpora? ndola a la conciencia. Pero la pretensio? n de la cercani? a per- fecta y lograda, la negacio? n misma de la ajenided, comete con el otro la ma? xima injusticia. lo niega virtualmente como persona singular, Y. por ende, lo humano en e? l; <<cuenta con e? l>> y lo incor- pora al inventario de la propiedad. Donde lo inmedia. to se afir- ma y parapatea se impone sombri? amente la mala mediatez de la sociedad. So? lo una reflexio? n ma? s precavida puede hacerse cargo
de la inmediatez. Para eso prueba con lo ma? s pequen? o. 182
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1l u rvo padrone. - De los comportamientos embru tecedores que la cultura sen? orial exige de las clases bajas, e? stas so? lo pueden ser capaces mediante una permanente regresio? n. Lo informe en ellas es justamente producto de la forma social. Pero la produc- cio? n de ba? rbaros por la cultura siempre la aprovecha e? sta para mantener viva su propia esencia ba? rbara. La dominacio? n delega la violencia fi? sica sobre la que descansa en los dominados. Mientras les da la satisfaccio? n de desahogar sus instintos ocultos como algo justo y equitativo. aprenden a hacer aquello que los nobles nece- sitan que hagan para poder seguir siendo nobles. La auroeducacio? n personal de los grupos dominantes a base de todo lo que requiere disciplina, ahogamiento de toda accio? n directa. escepticismo ci? nico y ciego apetito de mando, seri? a inviable si los opresores no ejer- ciesen contra ellos mismos, mediante oprimidos pagados, una parte de la opresio? n que ejercen contra los dema? s. De ah? que las dife- rencias psicolo? gicas entre las clases sean mucho menores que las econo? miro-obje tivas. La armo ni? a de lo inconciliable favorable la perpetuacio? n de la mala totalidad. La bajeza de lo superior se en- tiende con la arrogancia de lo bajo. Desde las sirvientas y las insti- tutrices, que embrollan a los nin? os de familias importantes para imbuirles la seriedad de la vida y los profesores del Westerwald, que nega? ndoles el uso de palabras extranjeras les quitan el intere? s por toda lengua, pasando por los funcionarios y empleados que guardan cola y los suboficiales que se someten a las marchas, hay una li? nea que va derecha hasta los torturadores encargados de la Gesrepo y los buro? cratas de las ca? maras de gas. Los movimientos de los de arriba pronto responden a la delegacio? n del poder en los de abajo. El que se horroriza de los buenos modales de los padres huye a la cocina buscando el calor de las expresiones fuertes de la cocinera, que secretamente desden? an los principios de la buena educacio? n paterna. A la gente fina le atrae la indelicada. cuya ru- deza engan? osamente le depara la ocasio? n de dar muerte a la propia cultura. Esa gente no sabe que eso indelicado que se le presenta como naturaleza ana? rquica no es otra cosa que el reflejo de la coaccio? n a la que se resiste. Entre la solidaridad de clase de los de arriba y su intimacio? n con los delegados de las clases bajas
media el justo sentimiento de culpa ante los pobres. Pero quien ha aprendido a adaptarse a la tosquedad, quien se ha dejado pene- trar hasta lo ma? s i? ntimo por el <<asi? es como se hace aqui? >>, es
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? ? ? ? ? porque e? l mismo ha terminado por volverse tosco. Las observa- ciones de Bettelbci? m sobre la identificacio? n de las vi? ctimas con los verdugos de los campos nazis encierran un juicio acerca de los estimados semilleros de la cultura: la public scbool inglesa y la aca- demia militar alemana. El contrasentido se perpetu? a por medio de si? mismo: la dominacio? n se transmite pasando por los domi- nados.
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Cada vez ma? s bajo. - -L as relaciones privadas ent re los hom- bres parece que se forman siguiendo el modelo del bottleneck industrial. Aun en la ma?
" Ch. Baudclairc, Le belcon. [N. del T. ] [77
? ? ? ? que lo ordena. Tal repugnancia puede aumentar de tal modo que al final toda embriaguez, entre tantas renuncias, prefiere quedar suspendida que asesinar su concepto al realizarlo.
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Helio/Topo. - AI nmo cuyos padres acogen a un hue? sped le late el corazo? n con ma? s ansiedad que en vi? speras de Navidad. En este caso no por los regalos, sino por el cambio en su vida. El perfu- me que la dama invitada deja en la co? moda mientras se le permite mirar cuando abre su equipaje tiene, al respirado por primera vez, un aroma que es como una evocacio? n. Las maletas con las insignias de la SuvTetthaur y de la Madonna di Campiglio son CQo fres en los que las piedras preciosas de Aladino y AH-Baba? , en-
vueltas en ricas telas, y los kimonos de la visitante, trai? dos en los vagones-literas de las caravanas de Suiza y el sur del Ti? rol, quedan a merced de la insaciable curiosidad. Y como en los cuen- tos las hadas hablan a los nin? os, asi? habla la invitada, seria y sin afectuosidad, al nin? o de la casa. Lo? gicamente e? ste le pregunta por los pai? ses y las gentes, y ella, que no esta? familiarizada con e? l y no ve ma? s que fascinacio? n en sus ojos, le contesta con observa. ciones fatalistas sobre el reblandecimiento cerebral del cun? ado o los asuntos matrimoniales del sobrino. De ese modo el nin? o se ve de repente incluido en la poderosa y misteriosa comunidad de los
adultos, en el circulo ma? gico de la gente razonable. Con el orden del di? a -quiza? al siguiente pueda faltar a la escuela- se sus- penden las divisorias entre las generaciones, y el que a las once todavi? a no le envlan a la cama presiente la verdadera promiscui- dad. La visita hace del jueves di? a de fiesta, y en su bullido se cree esta r compartiendo la mesa con la humanidad entera . Porque el hue? sped viene de muy lejos. Su aparicio? n promete al nin? o la experiencia de lo que esta? ma? s alla? de la familia y le recuerda que e? sta no es lo u? ltimo. Ese ansia de felicidad informe, en un estanque de salamandras y cigu? en? as, que el nin? o habi? a aprendido a reprimir poniendo en su lugar la imagen temible del coco, del
demonio que quiere raptarlo, ahora la vuelve a sentir sin temor. La figura de lo diferente aparece ahora entre los suyos y en inri. mi? ded con ellos. La gitana agorera, admitida por la puerta prin- cipal, es absuelta en la dama visitante, que se transfigura en e? ogcl
salvador. Ella retira la maldicio? n que acompan? a a la Iclicidnd de la inmediata cercani? a al ligarla a la extrema lejani? a. Eso es lo que toda la existencia del nin? o espera, y lo que despue? s continuara? esperando el que no olvida 10 mejor de la nin? ez. El amor cuenta las horas hasta aquella en que la visita ha de traspasar el umbral y devolver el tono a la vida descolorida con un impercepuble: <<Aqui? estoy otra vez / de vuelta del ancho mundo. . .
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Vino pUTo. -Para saber si una persona piensa bien de ti hay un criterio casi infalible, y es el modo como refiere las manii? es- raciones desfavorables u hostiles que oye sobre ti. Casi siempre tales informes carecen de importancia y no son ma? s que pretextos para abrir las puertas a la malevolencia sin responsabilidad y hasta en nombre del bien. Como todos los conocidos sienten la inclina- cio? n a hablar mal de vez en cuando unos de otros - aunque tamo bie? n lo hacen como protesta contra la insipidez del trato-, cada uno es sensible a las opiniones del otro en la medida en que secre- tamente desea ser querido alli? donde e? l mismo a nadie quiere: no menos difusa y general que la alienacio? n entre los hombres es el ansia de romperla. En este clima prospera el colporteur, al que no le falta el material ni la malaventura y que siempre puede contar con que el que quiere que todos le quieran esta? pendiente de la po-
sibilidad contraria. Loscomentarios desfavorables so? lo deberlen con- rarse cuando de forma clara y laxativa se trata de decisiones que han de tomarse en comu? n o del enjuiciamiento de personas en las que es preciso confiar o con las que hay que trabajar. Cuanto menos interesado parece el informe, ma? s turbio es el intere? s, el placer reprimido de producir dolor. Ello todavi? a es inofensivo cuando el informador quiere predisponer una contra otra a las dos partes y al mismo tiempo poner de relieve sus cualidades pero sonales. Pero ma? s frecuentemente se presenta como virtual pre- ganador de la opinio? n pu? blica, que con despiadada objetividad da a entender a la vi? ctima toda la violencia de 10 ano? nimo, ante lo cual e? sta debe bajar la cabeza. La mentira se hace patente en la inu? til preocupacio? n del injuriado, que nada sabe de la injuria, por su honor, por la claridad de las relaciones, por la pureza i? ntima: tan pronto como e? sta aparece complicada en la maran? a del mundo
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? ? ? ? ? no hace ya, desde Gregers Werle<<, sino aumentar el enmara- n? amiento. Con su celo moral, el bienintencionado se convierte en destructor.
debe hacerse en una comida, tales frusleri? as pueden Ilc. 'llllt ni dr lincuente de continuo arrepentimiento e insoportable l1lltln ron ciencia, y en ocasiones de tan sofocante vergu? enza que setfn InClt paz de confesa? rselo a nadie, ni aun a si? mismo. Pero su actitud dista mucho de ser noble, pues e? l sabe que la sociedad nada tiene
116 en absoluto que reprochar contra la inhumanidad y mucho contra
Mira si era malo. -Quienes han pasado por peligros imprevis- tos de muerte, por su? bitas cata? strofes, a menudo refieren que, sorprendentemente, no sintieron miedo. El espanto general no hace presa en ellos de modo especi? fico, sino que los alcanza como simples habitantes de una ciudad, como miembros de alguna gran colectividad. Ellos se acomodan a lo accidental, generalmente ina- nimado, como si propiamente no les importase. Psicolo? gicamente la ausencia de miedo se explica como falta de impresionabilidad ante la incidencia fatal. En la libertad de los testigos queda como una lesio? n pareja al estado apa? tico. El organismo psi? quico, de modo semejante al cuerpo, est' en correspondencia con viven~s relativas a un orden de magnitud que de algu? n modo le es propio. Cuando el objeto de experiencia rebasa las proporciones del indi- viduo, e? ste propiamente ya no lo experimenta, sino que lo registra automa? ticamente, mediante un concepto sin intuicio? n, como algo externo a e? l, inconmensurable, respecto a lo cual se comporta tan fri? amente como el sbock catastro? fico respecto a e? l. En lo moral acontece algo ana? logo. Quien comete acciones que, segu? n las nor- mas reconocidas, son contrarias a la rectitud, como la venganza contra los enemigos o la falta de compasio? n, apenas es consciente de la culpa, y so? lo mediante un penoso esfuerzo puede imagina? r- sela. La doctrina de la Razo? n de Estado, la separacio? n de moral y poli? tica, no es ajena a este hecho. Su sentido encama la extrema
anti? tesis de vida pu? blica y existencia individual. El gran atentado se le presenta al individuo en mayor medida como simple falta a la convencio? n no so? lo porque aquellas normas que vulnera mues- tran un aspecto convencional, ri? gido y despreocupado del sujeto viviente, sino porque su objetivacio? n como tal, incluso donde se les puede encontrar cierta sustancia, las coloca fuera de toda iner- vacio? n moral, fuera del recinto de la conciencia. Sin embargo, cuando se piensa en faltas personales de tacto, microorganismos de injusticia que probablemente nadie noto? , como haberse sentado demasiado pronto a la mesa en una reunio? n o haber colocado taro jetas con los nombres de los invitados a tomar el te? cuando so? lo
. . Personaje del drama de H. Ibsen El pato salva;e. [N. del T . ] 180
las faltas de comportamiento, y que un hombre que rompe con su amante para presentarse como un sen? or correcto puede estar seguro de la aprobacio? n social, mientras que otro que besa res- petuosamente la mano de una todavi? a muy joven muchacha de buena familia se expone al ridi? culo. Pero el celo lujuriosamente narcisista presenta au? n un segundo aspecto: el de ser un refugio para la experiencia rebotada del orden objetivado. El sujeto llega a percibir los ma? s pequen?
os detalles de lo correcto o lo impropio, y en ellos puede confirmar si su actuacio? n es correcta o incorrecta; su indiferencia hacia la culpa moral, empero, viene matizada por la conciencia de que la impotencia de la propia decisi6n crece con la dimensi6n de su objeto. Cuando posteriormente comprueba que
antes, cuando se separo? de la amante y no volvio? a llamarla, de hecho la habi? a ya rechazado, la representacio? n del hecho tiene en si? algo de co? mico; recuerda a la muda de Portici. <<Murdtr - d ice una novela polici? aca de Ellery Queen- is so. . . NtwJpapery. lt dotsn'l happen lo )? OU. You read about it in a paper, or in 11 detective story, and it makes you wriggle with disgust, or sympl1- thy. But it doem't mean anytbing. >> De ahi? que autores como Thomas Mann hayan descrito grotescamente cata? strofes como para salir en los perio? dicos, desde el accidente ferroviario al crimen pasional, y hasta donde es posible hayan contenido la risa que inevitablemente provocan los acontecimientos solemnes, como un entierro, cuando se hace de ellos tema poe? tico. Las faltas mi? nimas, por el contrario, son tan relevantes debido a que en ellas pode. mas ser buenos o malos sin rei? rnos de ellas, aunque nuestra seriedad sea un tanto mania? tica. En ellas aprendemos a tratar con lo moral, a sentirlo ---como sonrojo- en nuestra piel y a arribu- irlo al sujeto, que mira la gigantesca ley moral dentro de e? l con el
mismo desamparo con que contempla el cielo estrellado al que aque? lla malamente imita. Aunque esos detalles sean en si? amera- les, mientras vayan esponta? neamente acompan? ados de buenos sen- timientos, de simpati? a humana exenta del petbos de la ma? xima, no desvalorizan la devocio? n por lo decoroso. Porque los buenos sentimientos, cuando expresan directamente lo general sin preocu- parse de la propia alienaci6n, fa? cilmente hacen que el sujeto apa?
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? ? ? rezca como enajenado de si mismo, como mero agente de los mandamientos con los que se identifica. Por el contrario, aquel cuyo impulso moral obedece a 10 completamente exterior~ ~ la convencio? n feti? chizada, puede captar lo general en el sufrimien- to que causa la insuperable divergencia e~t~ lo inteen? y lo. ex- terno, en cuya rigidez halla soste? n, sin sacrificio de. si? ml. smo. DI . d; la verdad de su experiencia. Extremar todas las distancies signifi- ca la reconciliacio? n. En tal sentido, la conducta del monomaniaco
puede encontrar cierta justificacio? n en su objeto. En la esfera del trato, donde fija su capricho, reaparecen todas las aporras de la vida falsa. y su obcecacio? n so? lo tiene relacio? n con el todo en el sentido de que ahi? puede canalizar de forma paradigma? tica. con orden y libertad. su de otro modo incontrolable conflicro. En cam-
bio, aquel cuya manera de reaccionar denota conformidad con la realidad social es el mismo en cuya vida privada se conduce del mismo modo informal con que la estimacio? n de las relaciones de poder le impone su forma. Cuantas veces escapa a la vigilancia del mundo exterior, cuantas veces se siente a sus anchas en el circulo ampliado de su yo, tiene la tendencia a mostrarse deseen-
siderado y brutal. Se venga de toda la disciplina y de toda la re? nuncia a la manifestacio? n directa de la agresio? n, que los lejanos le imponen, en los que tiene m a? s cerca. Hacia afuera se comporta con los enemigos objetivos de manera amistosa y corte? s, pero en pai? s de amigos es fri? o y hostil. Donde la civilizacio? n como auto- conservacio? n no le compromete con la civilizacio? n como humani- dad da rienda suelta a su furor contra e? sta contradiciendo su ideo-
logi? a del hogar, la familia y la comunidad. La moral mi:rolo? gi~a- mente ofuscada arremete contra esa ideologi? a. En el ambiente dis- tendidamente familiar, informal. halla el pretexto para la violen- cia, la ocasio? n para, al ser ahi? buenos unos con otros, poder ser malo a discrecio? n. Somete lo i? ntimo a una exigencia cri? tica lXJrque las intimidades enajenan, mancillan el aura delicada y sutil del otro. que es lo u? nico que puede coronarlo como sujeto. So? lo ~d- mitiendo lo lejano en lo pro? ximo se mitiga la ajenidad; esto es. 10-
corpora? ndola a la conciencia. Pero la pretensio? n de la cercani? a per- fecta y lograda, la negacio? n misma de la ajenided, comete con el otro la ma? xima injusticia. lo niega virtualmente como persona singular, Y. por ende, lo humano en e? l; <<cuenta con e? l>> y lo incor- pora al inventario de la propiedad. Donde lo inmedia. to se afir- ma y parapatea se impone sombri? amente la mala mediatez de la sociedad. So? lo una reflexio? n ma? s precavida puede hacerse cargo
de la inmediatez. Para eso prueba con lo ma? s pequen? o. 182
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1l u rvo padrone. - De los comportamientos embru tecedores que la cultura sen? orial exige de las clases bajas, e? stas so? lo pueden ser capaces mediante una permanente regresio? n. Lo informe en ellas es justamente producto de la forma social. Pero la produc- cio? n de ba? rbaros por la cultura siempre la aprovecha e? sta para mantener viva su propia esencia ba? rbara. La dominacio? n delega la violencia fi? sica sobre la que descansa en los dominados. Mientras les da la satisfaccio? n de desahogar sus instintos ocultos como algo justo y equitativo. aprenden a hacer aquello que los nobles nece- sitan que hagan para poder seguir siendo nobles. La auroeducacio? n personal de los grupos dominantes a base de todo lo que requiere disciplina, ahogamiento de toda accio? n directa. escepticismo ci? nico y ciego apetito de mando, seri? a inviable si los opresores no ejer- ciesen contra ellos mismos, mediante oprimidos pagados, una parte de la opresio? n que ejercen contra los dema? s. De ah? que las dife- rencias psicolo? gicas entre las clases sean mucho menores que las econo? miro-obje tivas. La armo ni? a de lo inconciliable favorable la perpetuacio? n de la mala totalidad. La bajeza de lo superior se en- tiende con la arrogancia de lo bajo. Desde las sirvientas y las insti- tutrices, que embrollan a los nin? os de familias importantes para imbuirles la seriedad de la vida y los profesores del Westerwald, que nega? ndoles el uso de palabras extranjeras les quitan el intere? s por toda lengua, pasando por los funcionarios y empleados que guardan cola y los suboficiales que se someten a las marchas, hay una li? nea que va derecha hasta los torturadores encargados de la Gesrepo y los buro? cratas de las ca? maras de gas. Los movimientos de los de arriba pronto responden a la delegacio? n del poder en los de abajo. El que se horroriza de los buenos modales de los padres huye a la cocina buscando el calor de las expresiones fuertes de la cocinera, que secretamente desden? an los principios de la buena educacio? n paterna. A la gente fina le atrae la indelicada. cuya ru- deza engan? osamente le depara la ocasio? n de dar muerte a la propia cultura. Esa gente no sabe que eso indelicado que se le presenta como naturaleza ana? rquica no es otra cosa que el reflejo de la coaccio? n a la que se resiste. Entre la solidaridad de clase de los de arriba y su intimacio? n con los delegados de las clases bajas
media el justo sentimiento de culpa ante los pobres. Pero quien ha aprendido a adaptarse a la tosquedad, quien se ha dejado pene- trar hasta lo ma? s i? ntimo por el <<asi? es como se hace aqui? >>, es
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? ? ? ? ? porque e? l mismo ha terminado por volverse tosco. Las observa- ciones de Bettelbci? m sobre la identificacio? n de las vi? ctimas con los verdugos de los campos nazis encierran un juicio acerca de los estimados semilleros de la cultura: la public scbool inglesa y la aca- demia militar alemana. El contrasentido se perpetu? a por medio de si? mismo: la dominacio? n se transmite pasando por los domi- nados.
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Cada vez ma? s bajo. - -L as relaciones privadas ent re los hom- bres parece que se forman siguiendo el modelo del bottleneck industrial. Aun en la ma?