_ ni los que tal le dicen son justos,
ni él lo fuera pensando tal.
ni él lo fuera pensando tal.
Jose Zorrilla
Julian.
--Lombía dijo: «Imposible disponer de
Bárbara. »--«Pues Teodora, repuse yo. »--«Tampoco; la cuesta mucho
estudiar, replicó Lombía. »--«Pues Juanita Perez, ni la Boldun, no me
sirven para mi idea, repuse. »--«Pues compóngase usted como pueda,
exclamó por fin Lombía: tiene V. á Cárlos, á Pizarroso y á Lumbreras:
_los tres de V. _ Van á levantar el telon y no quiero faltar á mi
salida. ¿En qué quedamos? ¿Es V. hombre de sostener su palabra? »
Picóme el amor propio el tonillo provocativo de Lombía, y sin
reflexionar, tomé mi sombrero y dije saliendo tras él de su cuarto:
«Mañana á estas horas quedan Vds. citados para leer aquí un drama en un
acto. --Buenas noches.
--¿Apostado? me gritó Lombía dirigiéndose á los bastidores.
--Apostado: me darán Vds. de cenar en casa de Próspero; respondí yo
echándome fuera de ellos por la puerta de la plaza del Angel.
Poco trecho mediaba de allí á mi casa, núm. 5 de la de Matute: poco
tiempo tuve para amasar mi plan, pero tampoco tenia minuto que perder.
Me encerré en mi despacho: pedí una taza de café bien fuerte, dí
órden de no interrumpirme hasta que yo llamara, y empecé á escribir
en un cuadernillo de papel la acotacion de mi drama. «Cabaña, noche,
relámpagos y truenos lejanos. --Escena primera. » Yo no sabia á quién
iba á presentar ni lo que iba á pasar en ella: pero puesto que iba
á desarrollarse en una cabaña, debia por álguien estar habitada:
ocurrióme un eremita, á quien bauticé con el nombre de Romano por
no perder tiempo en buscarle otro; y como lo más natural era que
un ermitaño se encomendase á Dios en aquella tormenta que habia yo
desencadenado en torno suyo, mi monje Romano se puso á encomendarse á
Dios, miéntras yo me encomendaba á todas las nueve musas para que me
inspiraran el modo de dar un paso adelante. Pensé que si el monje y yo
no nos encomendábamos bien á nuestros dioses respectivos, corria el
riesgo de meterme, empezando mal, en un pantano de banalidades del que
no pudieran sacarme ni todos los godos que huyeron de Guadalete, ni
todos los moros que á sus márgenes les derrotaron.
Llevaba ya el monje rezando treinta y seis versos, y era preciso que
dijera algo que preparara la aparicion de otro personaje; que era claro
que si andaba por el monte á aquellas horas y con aquel temporal, debia
de poner en cuidado al que abria la escena en la cabaña. Decidíme por
fin á atajar la palabra á mi monje romano y escribí: Escena segunda.
_Sale Theudia_: y salió Theudia; mas como no sabia yo aún quién era
aquel Theudia, le saqué embozado, y me pregunté á mí mismo: ¿Quién
será este Sr. Theudia, á quien tampoco podia tener embozado mucho
tiempo en una capa, que no me dí cuenta de si usaban ó no los godos?
era preciso empero desembozarle, y él se encargó de decirme quién era:
un caballero; por lo cual, y por su nombre, y por su traje, tenia
necesariamente que ser un godo; quien trabándose de palabras con aquel
monje que en la choza estaba, me fué dando con los pormenores que en
ellas daba, la forma del plan que me bullia informe en el cerebro;
de modo que andando entre Theudia, el ermitaño y yo á ciegas y á
tientas con unos cuantos recuerdos históricos y unas cuantas ficciones
legendarias de mi fantasía, cuando al fin de aquella larga escena
segunda escribí yo: Escena tercera. _El ermitaño_, _Theudia_, _Don
Rodrigo_, ya comenzaba á ver un poco más claro en la trama embrollada
de mi improvisado trabajo, y el cielo se me abrió en cuanto me ví con
Cárlos Latorre en las tablas; porque miéntras él estuviera en ellas,
era lo mismo que si en sus cien brazos me tuviera á mí el gigante
Briareo; porque estaba ya acostumbrado á ver á Cárlos sacarme con bien
de los atolladeros en que hasta allí me habia metido, y á él conmigo le
habia arrastrado mi juvenil é inconsiderada osadía.
En cuanto me hallé, pues, con Cárlos, fiado en él, me desembaracé del
monje como mejor me ocurrió, y me engolfé en los endecasílabos: cuando
yo los escribia para Cárlos Latorre en mis dramas, ya no veia yo en
mi escena al personaje que para él creaba, sinó á él que lo habia de
representar, con aquella figura tan gallarda y correctamente delineada,
con aquella accion y aquellos movimientos, y aquella gesticulacion
tan teatrales, tan artísticos, tan plásticos, nunca distraido, jamás
descuidado; dominando la escena, dando movimiento, vida y accion á
los demás actores que le secundaban: así que al entrar yo en los
endecasílabos de la escena cuarta, me despaché á mi gusto haciendo
decir á D. Rodrigo cuanto se me ocurrió, sin curarme del cansancio que
iba á procurar á un actor, que por fuerte que fuese era ya un hombre
de más de sesenta años con un papel que sostenia solo todo mi drama;
mas la inspiracion habia ya desplegado todas sus alas, y no vacilé
en añadirle el fatigosísimo monólogo de la escena V para preparar la
salida del conde D. Julian. Aquí me amaneció: tomé chocolate y leí lo
escrito; parecióme largo y asombréme de tal longitud, pero no habia
tiempo de corregir; presentia que me iba á cansar, y temiendo no
concluir para las siete, acometí la escena del conde con D. Rodrigo,
que me costó más que todo lo llevado á cabo, y me faltó la luz del dia
cuando escribia:
Escucha, pues, ¡oh rey Rodrigo
á cuánto llega mi rencor contigo!
No me habia acostado, no habia comido, no podia más y se acercaba
la hora de la lectura. Me lavé, tomé otra taza de café con leche,
enrollé mi manuscrito y me personé con él en el teatro de la Cruz.
Leyóse; asombréme yo y asombráronse los que me escucharon; abrazóme
Hartzenbusch, y frotábase ya Lombía las manos pensando en que la
funcion de Navidad trabajaria Cárlos, cuando éste dijo con la mayor
tranquilidad: «Señores, yo no tengo conciencia para poner esto en
escena en cuatro dias; esta obra es de la más difícil representacion,
y yo me comprometo á hacer de ella un éxito para la empresa, si se me
da tiempo para ponerla con el esmero que requiere; miéntras que si la
hacemos el 24 vamos de seguro á tirar por la ventana el dinero de la
empresa y la obra es la reputacion del Sr. Zorrilla.
Convinieron todos en la exactitud de lo alegado por Latorre; mascó
Lombía de través el puro que en la boca tenia y. . . se dejó _El puñal
del godo_ para despues de las fiestas; y tampoco aquel año trabajó en
ellas Cárlos Latorre.
Así se escribió _El puñal del godo_. ¿Cómo lo puso en escena aquel
irreemplazable trágico?
La representacion para el próximo lunes.
XIII.
EL PUÑAL DEL GODO.
II.
Durante las fiestas de Navidad ocupóse Cárlos Latorre del estudio de
aquel repentino aborto de mi irreflexivo ingenio, que habia yo escrito
y leido en veinticuatro horas y bautizado con el título de _El puñal
del godo_: y durante aquellos quince dias, habia yo tenido tiempo para
reflexionar sobre lo que habia hecho.
Debo yo á Dios una cualidad por la cual le estoy profundamente
agradecido; pero por la cual es probable que no sea nunca respetado
en mi patria: la de no dejarme alucinar por los aplausos, y no creer
por ellos que mis obras son el non plus ultra de la perfeccion: como
yo sé mejor que nadie cómo y por qué las he escrito, no tengo vanidad
en ellas; y no solamente veo sus grandes defectos, sinó que tampoco
me ofende su crítica, por más que muchas veces me las haya acerba,
personal y agresivamente flagelado.
Desde que el 17 por la noche leí en el teatro de la Cruz lo que en
aquel dia y la noche anterior habia escrito, habia yo comprendido que
aquel _Puñal del godo_, forjado en el breve tiempo y del modo que llevo
dicho, escribiéndolo ántes de pensarlo, creándolo y dándole forma
segun escribiéndolo iba, y fiándome al escribirlo en que era Cárlos
quien lo debia de representar en cuatro dias, adolecia de gravísimos
defectos, que hacian dificilísima su representacion. Yo habia escrito
sin juicio, sin correccion y sin poder pararme á leer lo que escribia,
por miedo de perder los minutos que para concluir á tiempo mi trabajo
podian faltarme; por consiguiente, mis personajes no decian en las
cuatro primeras escenas lo que debian para hacer comprender la accion
á los espectadores, sinó lo que yo me iba diciendo á mí mismo para
comprender mi pensamiento, que no se trababa y desarrollaba en mi
imaginacion, sino ya en el papel por los puntos de mi pluma; la cual no
podia volverse á borrar una redondilla, sin perder sus cuatro versos y
los cuatro minutos empleados en escribirlos, no en pensarlos, porque
para pensar no tenia ni se me habia concedido tiempo. Así en la escena
IV endecasílaba, parece que Theudia y D. Rodrigo se quieren desquitar
de lo que no han hablado desde la desastrosa jornada del Guadalete.
Fiado yo en Cárlos Latorre, que contaba de una manera cuyos pormenores
concienzudamente estudiados en voz, posiciones, accion y fisonomía
avasallaban la atencion del auditorio constante y crecientemente,
puse en boca de D. Rodrigo aquella fantástica historia del monje;
figurándome conforme la iba escribiendo cómo me la iba á poner en
accion aquel amigo gigante, que en sus brazos me levantó y á quien debo
la poca reputacion que como autor dramático he obtenido.
Y en verdad que, con sinceridad revelándoselo hoy al público despues de
treinta y ocho años, hasta que hice decir á la vision del bosque en la
narracion de D. Rodrigo, que
él, á quien deshonró tu incontinencia,
vendrá de crímen y vergüenza lleno
con tu mismo puñal á hender tu seno,
maldito si sabia yo aún en lo que habia de parar todo aquello, que no
era todavía más que la exposicion. Hasta que brotó del diálogo aquel
bienaventurado puñal, mi mal perjeñado trabajo no tenia ni accion,
ni final, ni título: desde allí el drama lo es, y caminé desde allí
resueltamente á la escena VI, que es lo único que en él tiene un valor
real y un interés verdadero.
Cuando nos reunimos por primera vez en el gabinete octógono de su casa
de la plaza de Santa Ana Cárlos y yo, para tratar del reparto y ensayo
de mi drameja, me dijo Cárlos: «La espontaneidad con que ha escrito
usted _esto_, la exuberancia de versificacion en sus escenas acumulada,
hacen difícil su representacion. Yo no quiero que corrija V. ni suprima
una sola palabra; quitaria V. á su obra su originalidad; quiero hacerla
tal como está; pero quiero que mis actores, conmigo, aseguren el
éxito de su estreno con el mismo lujo de pormenores de que V. la ha
colmado, y con tanto exceso de estudio para representarla cuanto á V.
le ha faltado para escribirla. Escúcheme V. , y vamos á ver si yo he
comprendido bien su pensamiento. »
Latorre y yo teníamos siempre esta conferencia preliminar, en la cual
exponíamos mútuamente nuestra manera de ver la accion de la obra que
íbamos á poner en escena: yo le decia cómo la habia yo concebido,
y él me decia cómo pensaba desarrollarla. Siguió, pues, Cárlos
diciéndome: «D. Rodrigo es en _El puñal del godo_ un rey acosado por
dos grandes pasiones: la supersticion del godo de su edad tosca, y la
profunda melancolía que en su corazon ha engendrado el vencimiento.
La concentracion en sí mismo y la distraccion perpétua en que sus
pensamientos le tienen absorbido son las señales externas del carácter
de esta figura. ¿No es eso?
--Exactamente.
--El conde D. Julian es un mal hombre: por más que la ofensa que
ha recibido le da derechos para mucho, él va tras de una venganza
insaciable, en la cual no ha dudado envolver á toda la nacion de su
ofensor. La aspereza violenta, la ira traidora de la hiena, y la marcha
oblícua del lobo, son los caractéres exteriores de esta figura, que se
mueve en el cuadro inquieta, torva y siniestra, como amenaza viviente.
¿No es así?
--Exactamente.
--Theudia es. . . su Sancho Montero y su Blas de usted en _Sancho García_
y _El Zapatero y el Rey_: á Lumbreras le viene como pintado el papel de
Theudia, y daremos el del conde á Pizarroso.
Y se envió á estos actores su respectivo papel.
Lumbreras era entónces un mozo de buena estatura, de franca fisonomía,
de varoniles maneras, bien proporcionado de piernas y brazos, y de
fresca y bien timbrada voz; pero era algo tartamudo, aunque no se
apercibia en escena este defecto, que vencia el estudio y el cuidado.
Lumbreras tenia el gérmen de un buen actor sério; habia estrenado
con justo aplauso el papel del moro Hissem en _Sancho García_; y en
la escuela y compañía de Latorre le secundaba dignamente bajo su
direccion.
Pizarroso era un actor de angulosas formas, de voz áspera y
_garrasposa_, pero de buena estatura y fisonomía, de fácil comprension,
de buena voluntad para el estudio, muy cuidadoso en el vestir, y secuaz
ciego y adorador idólatra de Cárlos Latorre, entre cuyas manos era
materia dúctil como actor útil y aceptable.
Con estos elementos y diez dias de estudio, ensayamos otros diez _El
puñal del godo_ y levantamos el telon sobre el interior sombrío de
una fantástica cabaña, pintada por Aranda para mi drama en miniatura,
en una noche en que la política traia un poco inquietos los ánimos, y
la atmósfera tan cerrada en nubes como aquella en incertidumbres; una
noche, en suma, muy mala para dar nada nuevo á un público que no sabia
lo que queria ni lo que recelaba, dispuesto á descargar su inquietud
sobre el primero que se la excitara, anheloso por distraerse, pero
inseguro de hallar quien le distrajera.
Ante este público se levantó el telon del teatro de la Cruz sobre la
cabaña de mi monje Romano, quien empezó aquella larga plegaria, de la
cual no habia querido Cárlos que suprimiera un verso. Nunca he tenido
yo más miedo: tenia cariño á mi tan mal forjado _Puñal_, y temia
que mi triunfo de veinticuatro horas se convirtiera en veinticuatro
minutos en vergonzosa derrota. Presentóse Lumbreras, y se presentó
bien: franco, sencillo y respetuoso con el monje, pidióle de cenar con
mucha naturalidad, comió como sóbrio que dijo ser, observó al ermitaño
como hombre que está sobre sí, pero con la tranquila serenidad de un
valiente, y llevó en fin á cabo la escena, dándola la flexibilidad,
el movimiento y el lujo de pormenores de que Cárlos habia previsto la
necesidad. El público la oyó en el más desanimador silencio.
Salió al fin Cárlos, cabizbajo, distraido, sombrío y brusco, llenando
la escena del misterio del carácter del personaje que representaba,
y á los primeros versos se captó la atencion de los espectadores, y
al sentarse empujando á Theudia y diciéndole: «Haceos, buen hombre,
atrás. . . » yo respiré en mi palco, porque ví que todo el mundo queria ya
ver lo que iba á pasar.
Cárlos no tenia par para estas escenas: no dejó enfriar la atencion
un solo instante; y cuando, sólo ya con Theudia, entró en los
endecasílabos, se le escuchaba con religioso silencio, y sofocábanse
por no toser los á quienes traia resfriados aquella húmeda frialdad del
Enero de 43.
Cárlos reveló tánto miedo, tánta esperanza, tánta supersticion, tal
lucha interior de pasiones oyendo las noticias de Theudia, que entró
en la narracion de su cuento tan vaga y tan fantásticamente, que al
concluirle diciendo
«Dijo: y por entre la niebla arrebatado
huyó el fantasma y me dejó aterrado,»
estalló un general aplauso: era que el público expresaba así el placer
de que Cárlos le hubiera dejado respirar: Lumbreras picó y despertó
el amor propio, y el valor del rey vencido con una intencion tan bien
marcada; Cárlos olfateó y oyó el aura militar del campamento y el
clarin que extremecia á los corceles con una accion tan dramática y
levantada, y con una amplitud de aliento tan vigorosa, que la sala
estalló en aquel ¡bravo, Latorre! que era sólo para él y que él sólo
sabia arrancar. La partida estaba ganada: y preparada de este modo la
salida del conde D. Julian, rápido, perfectamente á tiempo y entre
el fulgor de un relámpago, se presentó por el fondo Pizarroso, torvo,
sombrío, hosco é insolente, envuelto en una parda y corta anguarina,
con una larga y estrecha caperuza amarilla, que le cortaba la espalda
de arriba á abajo. Fuése directamente á la lumbre, que estaba á la
derecha, y picando con intachable precision el diálogo de entrada,
Cárlos con supersticiosa desconfianza y Pizarroso con agresivo mal
humor, llegó éste al rústico banquillo que junto á la lumbre estaba, y
diciendo
D. Julian. ¿Tiene algo que cenar?
D. Rodrigo. Nada.
D. Julian. Pues basta;
la cuestion por mi parte ha dado fondo,
engánchase la borla de su capucha en un clavo del banquillo, vuélcase
éste y da fondo Pizarroso, sentándose á plomo sobre el tablado.
Aquí hubiera acabado hoy el drama; pero hé aquí el público y los
actores de aquel tiempo viejo: el público ahogó en un ¡chist!
general la natural hilaridad que iba á romper; Cárlos, en lugar de
decir: «desatento venís donde os alojan,» dijo en voz muy clara y
con un altanero desenfado: «desatentado entrais donde os alojan,» y
aprovechando Pizarroso aquel dudoso instante, incorporóse enderezando
el banquillo, asentóle sobre sus piés con un furioso golpe, y sentóse
tranquilamente, como si lo sucedido estuviera acotado en su papel.
Cárlos, en una posicion de supremo desden y de suprema dignidad, se
quedó contemplándole de través y en silencio, hasta que el público
rompió en un aplauso universal; y continuó la escena en una suprema
lucha de los actores por la honra del autor. La conclusion fué tan
rápida y precisamente ejecutada por el hachazo de Lumbreras, y
aconterada por Cárlos con la octava final con tal sentimiento y brío,
que el aplauso final se prolongó muchos minutos. _El puñal del godo_
obtuvo el éxito que se obligó á darle Cárlos Latorre, si se nos
concedia tiempo para ponerle en escena como él habia concebido que
debia ponerse.
Así se hacian y así se escuchaban las obras dramáticas desde 1832 á
1843.
XIV.
INTERRUPCION.
Sr. Director de _Los Lunes de El Imparcial_:
Mi querido amigo: Siento mucho no poder enviar á V. original de
mis _Recuerdos del tiempo viejo_ para el número de mañana: pero la
primavera que Dios prematuramente nos ha enviado esta semana á los que
en Madrid vivimos, ha hecho fermentar en mi viejo corazon el espíritu
vagabundo y holgazan de todo buen español en la estacion primaveral.
Confieso á V. , y sin que tal confesion me pese ó me ruborice, que no he
hecho más en toda la transcurrida semana que pasear al sol mi pellejo,
que con el frio comenzaba ya á apergaminarse, conversar con dos amigos
tan viejos como yo, del tiempo que no volverá, y vagar por las calles
de Madrid como un gorrion nuevo recien escapado del nido, que no piensa
en volver á él miéntras luzca el sol sobre el horizonte.
En esta ociosa vagancia me ha cogido el sábado, mi querido Munilla,
sin haber escrito ni acordarme de escribir una palabra del artículo de
mañana: así que, mi _Puñal del godo_ pendiente se está como quedó en
nuestro número del 1. º de Marzo, y no lo volveré á coger hasta el del
lunes 15: y para bien sea; porque un puñal en manos de un viejo loco,
puede acarrear á cualquiera un susto, si no un disgusto. Yo quisiera
sincerar mi falta dando á V. alguna razon que de ella con V. me
disculpara: pero, la verdad es que no la tengo: si le escribiera á V.
en verso, ya inventaria yo alguna mentira, por excusa; pero escribiendo
en prosa, debo decir la verdad como hombre honrado.
El lunes, satisfecho de haber publicado y cobrado mi artículo, me salí
al sol á expaciar el ánimo y á descansar del trabajo hecho. Los martes
son malos dias para empezar negocio ni labor alguna: el miércoles me
volví á salir al sol para prepararme á oir por la noche en el Ateneo
al Sr. Moreno Nieto; á quien voy yo siempre á escuchar con tanto
asombro como respeto, porque sabe tantas cosas que yo no sé, y las
dice de una manera tan de mi gusto, que le escucho arrobado, y me
pesa siempre de que concluya de exponer aquellos sus tan bien hilados
discursos, tan lógicamente hilvanados en tan primorosas frases. El
jueves continué paseándome al sol, para rumiar lo oido al Sr. Moreno
Nieto; y á las siete y media (costumbre mia de los jueves) me senté á
la mesa de la condesa de Guaquí, quien siendo hija de mi condiscípulo
el duque de Villahermosa, es al mismo tiempo hermana del ángel rubio
encargado por Dios de abrir las puertas de la aurora y de derramar
la luz y la alegría sobre la tierra. Recibe conmigo á su mesa los
jueves esta gentilísima señora al prodigio de memoria, de erudicion
y de precocidad, el jóven Menendez Pelayo, al infatigable Grilo, que
nos recita sus versos, los mios y los de todos los poetas que conoce;
á Pepe Esperanza, quien me hace concebir la de escuchar el celeste
concierto del Paraiso, cuando él pone las manos en el piano, y otros
renombrados ingenios y conocidísimos personajes, de quienes no cito á
V. los nombres, porque no le parezca que trato de darme más importancia
de la escasa que mis versos me han adquirido, más por el ajeno favor
que por su mérito propio. Puede V. comprender que no tendria perdon
de Dios, si empleara los viernes en otra cosa que en saborear los
recuerdos en prosa y verso del salon de aquella condesa Cármen, con la
cual no tienen flor comparable ninguno de los Cármenes escalonados en
el valle de los Avellanos de la morisca Granada.
Del viernes ya pensé emplear la noche en escribir mi artículo; pero
fatalmente para V. , los viernes ha dado en reunir en su casa la señora
de Malpica á algunos amigos suyos, entre los cuales me cuenta; y ¡ay,
señor Director de _Los Lunes de El Imparcial_! recibe esta señora con
tal cariño y con tan buen gusto en una tan elegante morada, y van á
casa de esta señora dos niñas morenas, que cantan como dos ángeles,
dos rubias que tocan como dos serafines, y otras dos de tez apiñonada
y cabello castaño que tocan y cantan como dos Santas Cecilias. . . en
fin, de aquella casa se sale con pesar á las cuatro de la mañana; y el
sábado hay que pasarlo en soñar con aquellas tres parejas de muchachas,
que le dejan á uno en los oidos para veinticuatro horas el eco de todas
las harpas de Sion, y de los gorjeos de todos los ruiseñores de los
bosques de la Alhambra.
La tarde del sábado, cuando ya iba disipándose la especie de embriaguez
en que envuelven el espíritu de los poetas, aunque seamos viejos, el
recuerdo de tánta poesía, tánta música y tántos serafines con forma
humana. . . ella bajando y yo subiendo, tropecé en la calle de la
Montera con la marquesa de D. H. , que es la más mona de todas las
marquesas de los reinos unidos y desunidos de Europa; una malagueña
que tiene una mata de rayos de sol por cabellos, un puñado de azucenas
por cara, dos pedazos de cielo por ojos y dos ramilletes de jazmines
por manos; y que me dió justísimas quejas, y que la dí merecidísimas
satisfacciones, y que me ofreció el perdon suyo y el de su esposo, y
que la prometí enmienda, y que me fuí á mi casa entre la niebla del
crepúsculo, mareado y andando á tientas con el recuerdo de sus palabras
y la imágen de su hermosura.
Envié á mi familia al teatro de Apolo, y dejando el estreno de la
comedia _Angel_ por oir á Blasco, me dirigí al Ateneo.
Pero Blasco es más vagabundo que yo, y á las diez nos dijo el
secretario que Blasco no daba su lectura aquella noche. Un poco
despechado de aquel chasco que con su ausencia me pegaba Blasco, eché
hácia el teatro de Apolo, desesperanzado de acabar la semana tan
poética y armoniosamente como la habia pasado, puesto que daban una
comedia en prosa para mí desconocida: _Lo positivo_.
A más de la mitad iba ya la representacion del acto segundo, cuando
ocupé yo mi butaca de primera fila; ignoraba el argumento y dábame
apenas cuenta de lo que en la escena sucedia, cuando la Hijosa, que en
ella estaba sola, dejó un periódico en que habia leido y tomó una carta
que tenia delante por leer. Desplegó poco á poco el papel de aquella
carta y comenzó su lectura con una indiferencia que cambió en atencion,
y que fué pasando de ésta al interés, y de éste al sentimiento, y luego
á la ternura, y ví con mis gemelos que las lágrimas brotaban de los
ojos de la actriz, y sentí las mias anublarme los cristales á cuyo
través la contemplaba, y oí por fin estallar un aplauso universal, y
solté mis anteojos para aplaudir su final de acto, cuya ejecucion hacia
mucho tiempo que no habia yo visto par.
En el tercero desplegó Pepita Hijosa un lujo de pormenores, un estudio
de detalles tan minucioso, un cuadro tan acabado de cómica coquetería,
manifestó tal seguridad y franqueza, tal posesion de la escena, que
envidié la fortuna del Sr. Tamayo ó Estévanez, ó como quiera llamarse
el académico autor de aquella comedia, en la cual se me revelaban á
un mismo tiempo el más práctico de nuestros autores, y una actriz
incomparable para el estudio de sus papeles.
Puede un gran poeta desarrollar en ricos versos ó en castiza prosa, un
gran pensamiento, y dar cima á una gran creacion; pero el mejor poeta
no puede hacer más que escribir sus palabras; y si el actor no da á
cada una de las de su papel una intencion, una inflexion, un movimiento
y una vitalidad competentes, de la palabra no resulta más que un
sonido sin vibracion, que excita seca, pálida y fria la idea en ella
expresada. En lo que yo ví de _Lo Positivo_, el poeta ha confeccionado
sus palabras y sus escenas como maestro, pero la Hijosa da á su palabra
el movimiento, el relieve y la vida del sentimiento del arte.
Yo no conocia, amigo Munilla, á esta actriz que ha hecho su reputacion
durante mis treinta años de ausencia de España, y como todavía su
acento me resuena dentro del tímpano, su figura y su juego escénico
me bailan aún en las pupilas, y el recuerdo de la actriz me turba la
memoria, no tengo ni tiempo ni ánimo para escribir el artículo de
mañana.
Compóngase Vd. , pues, como pueda; que yo voy á probar si durmiendo doce
horas seguidas, puedo desembarazarme de la deliciosa pesadilla que me
producen en vigilia las encantadoras imágenes de las nueve bienhechoras
hadas, con quienes he tenido la fortuna de tropezar en la semana que
acabó ayer. Si Dios me da otras cuatro como ésta, el premio grande de
la lotería en la quinta, y la gloria despues de la muerte. . . reclame
usted, señor Munilla, reclame usted ante todos tribunales humanos y en
el divino, porque no habrá justicia ni en la tierra ni en el cielo.
Suyo afectísimo. . .
* * * * *
Los redactores de _El Imparcial_ no quisieron dejar pasar el número
de aquel lunes sin artículo mio, y sustituyéndole con mi anterior
epístola, le completaron con la siguiente nota y los subsiguientes
versos: todo lo cual dejo yo en este lugar interrumpiendo mis recuerdos
como ellos lo intercalaron en los _Lunes_ de su periódico.
* * * * *
Mal satisfechos con esta carta del Sr. Zorrilla, corrimos á su
casa, pero no le hallamos en ella. Registramos osados su pupitre, y
encontrando en él el borrador de las siguientes octavas, las publicamos
á continuacion de su carta, en lugar del artículo que hoy no contaba
darnos.
Dios te ha dado, Valenciana,
la beldad de las huríes;
en tu faz, cuando sonries
se abre el cielo y se ve á Dios;
quien al darte en carne humana
modelada tu hermosura,
dijo: «ahí va esa criatura,
y como esa no hago dos. »
Y eres única por eso:
Yo creí que era mi Rosa
la primera y más hermosa
en el ámbito español;
pero á tí, prez y embeleso,
luz y gloria de Valencia,
te creó la Omnipotencia
sola y sin par, como el sol.
En tus ojos nace el dia,
que ajimeces son del cielo
por los cuales manda al suelo
de Valencia Dios la luz.
Ha supuesto Andalucía
que era Vénus sevillana. . .
no lo creas, Valenciana;
erró vano el andaluz.
Al matar el cristianismo
á la Vénus de Cithéres,
se asió á tí Cupido, y eres
quien le lleva de sí en pós;
si hizo á aquella el paganismo
de la espuma de los mares,
de capullos de azahares
y de luz te hizo á tí Dios.
Tú eres Vénus, Valenciana;
tu hermosura es más perfecta
que la helénica, romana,
bizantina y oriental:
tú eres la obra más correcta
de las manos de aquel númen
que es la cifra y el resúmen
de lo bello y lo ideal.
Y contigo, almo trasunto
de aquel gérmen de hermosura,
de sin par modeladura
en su inmensa creacion,
no tiene el más leve punto
de adhesion comparativa
criatura alguna viva
en belleza y perfeccion.
No creó naturaleza
ningun tipo de hermosura
que no fuera á tu belleza
algun rasgo á demandar;
te pidió el cisne blancura,
el armiño tu limpieza,
el halcon tu gentileza
y el antílope tu andar.
Tienes ojos de paloma
y hebras de sol por pestañas;
Dios te ha puesto en las entrañas
los efluvios del rosal:
y respiras los aromas
que desprende en las montañas
de sus troncos y sus gomas
el calor primaveral.
Tu cabeza toca airosa
tu abundante cabellera,
como al cedro y la palmera
su ramaje secular:
de las hondas de tus rizos
la espiral es más graciosa
que los arcos movedizos
de las ondas de la mar.
Tu cintura, más esbelta
que los vástagos del mimbre,
hace el paso que se cimbre
de tu andar de garza real;
y tu leve falda suelta
flota en torno de tu talle,
cual la niebla que en el valle
alza el sol matutinal.
Más sutilmente no liba
colibrí de cien colores
en el cáliz de las flores
el rocío que en él ve;
más ingrávida no estriba
la ligera mariposa
en las hojas de una rosa,
que al andar pisa tu pié.
De tus labios la sonrisa
como un alba se desprende
que por la atmósfera extiende
viva luz y áura vital,
y tu aliento es una brisa
que del cielo baja al suelo
por tus labios, que del cielo
son las puertas de coral.
Son más dulces tus palabras
que la miel de las abejas;
el olor que trás tí dejas
aventaja al del clavel:
y tu amor, con el que labras
mi ventura, reasume
la dulzura y el perfume
de la flor y de la miel.
Tú eres Vénus, Valenciana:
tus dos labios carmesíes
al abrir cuando sonries
se abre el cielo y se ve á Dios;
quien al darte en carne humana
modelada tu hermosura,
dijo: «ahí va esa criatura:
mas como esa no haré dos. »
XV.
EL PUÑAL DEL GODO.
III.
Ganóme esta obrita más favor con el vulgo é hízose pronto más popular
y famosa que cuantas escritas llevaba, por la circunstancia de que,
no necesitándose dama para su representacion, la pusieron en escena
todos los aficionados en liceos, casinos y demás sociedades más ó
ménos literarias que por entónces comenzaron á surgir; y permítame
el lector que con vanidad le recuerde que sé de cierto que miles de
personas, que han sido y son hoy conocidos personajes, han hecho el
papel de alguno de los cuatro de mi _Puñal del godo_: y no há muchas
noches dieron una dedada de miel á mi amor propio mi paisano Nuñez de
Arce, Sellés y otros que valen y son hoy más de lo que yo antaño valia
y era, revelándome alegremente que habian de estudiantes representado
á Theudia y á D. Rodrigo, y el primero añadió que aún sabia de memoria
toda mi rápidamente abortada composicion; lo cual, sea dicho en paz
y en gracia de Dios, me congratula con aquel pequeño aborto de mi
ingenio y casi me enorgullece de haberlo escrito.
Y la ocasion me viene como de molde, para exponer aquí mi opinion sobre
las representaciones de los aficionados, en los más ó ménos caseros
teatros de sociedades más ó ménos públicas ó privadas. Cuando invitado
un conocido autor á la representacion de una de sus obras en uno de
estos teatros, le dicen durante ó despues de ella: _¡Cuánto habrá V.
sufrido viéndose así ejecutado!
_ ni los que tal le dicen son justos,
ni él lo fuera pensando tal. Yo por mi parte no sólo asisto sin pena
á estas ejecuciones, sinó que es la sola ocasion en que escucho mis
versos sin hastío. Los aficionados suelen ser muchachos de quienes
aún no se sabe el porvenir, que estudian sus papeles con afan, los
representan con entusiasmo, y se encariñan con el autor; de quien se
acuerdan contínuamente y con quien contraen esa amistad leal, noble
y desinteresada, que se basa en la fruicion espiritual de la lectura
y del estudio de una obra que nos procura aplausos y favor, siquiera
sea de amigos. Tal vez un muchacho á quien el porvenir guarda una
faja de general ó un sillon presidencial de un Parlamento ó en una
Academia, representa delante de la niña que ha de ser su mujer, ó de
la mujer que ha de ser su gloria ó su condenacion. Tal vez alguno,
con la representacion del papel de Theudia ó del conde D. Julian,
ha conseguido el amor de su Florinda, y uno y otro han bendecido y
conservado por ello toda su vida una amistad por él ignorada al viejo
autor del _Puñal del godo_. En estos teatros y en estos actores de
aficion todo es disculpable, en atencion á la buena fé con que todo se
hace: en ellos suelen presentarse individuos que fácilmente llegarian á
buenos actores, si en serlo pusiesen empeño ó de serlo se vieran en la
necesidad. Yo soy tal vez el viejo que tiene más amigos jóvenes: soy el
poeta que goza de más popularidad entre la juventud escolar de España:
y no por mi ciencia, de la cual dan mis escritos bien pobre y escasa
muestra, sinó por las octavas de D. Rodrigo y el diálogo de éste con D.
Julian, de los cuales hay apenas estudiante que no tenga en su memoria
algunos de sus versos ó algunas hojas parásitas de los mios entre las
de sus libros de asignatura.
Los actores de provincia son tambien dignos de la indulgencia de los
autores; porque la variedad diaria que en sus representaciones exige
un público escaso que nunca varía, no les da tiempo de estudiar ni de
ensayar convenientemente las obras; pero basta de esto, que es tratado
aparte de mis recuerdos viejos: ya volveré sobre ello cuando llegue el
turno á mis impresiones del tiempo actual; y tornemos y demos fin á las
de _El puñal del godo_ con una anécdota poco conocida.
Habia en Méjico cuando vivia yo en aquel paraiso, que debió ser para
mí y no quiso Dios que fuera limbo del olvido un Casino español,
pródigamente sostenido, en cuyos salones se daban algunas espléndidas
fiestas; una de ellas, la imprescindible, se verificaba el dia
onomástico de la Reina Isabel, á quien, como á la persona que entónces
representaba la patria, enviábamos un saludo los expatriados de
España. Era yo el encargado de hacer una lectura en aquellas noches,
que concluia siempre con el viva á España, al cual contestaban los
mejicanos y españoles en aquellos salones reunidos.
Un año, queriendo el Casino hacerme un obsequio por lo que parecia
trabajo y era en un español obligacion de buen ciudadano, dispuso que
en una de estas fiestas se representase mi _Puñal del godo_ y se me
ofreciese una corona.
Colocáronme, para honrarme, en un grande y magnífico sillon, en el
cual resaltaba más mi exígua personalidad, á la derecha de la orquesta
y de cara al público: ejecutóse mi pobre drama lo mejor que se pudo
y mejor de lo que se esperaba; diéronme mi corona, aplaudiéronme
mucho, y despues de una exquisita cena aconterada con muchos bríndis,
metiéronme, tras de muchos abrazos y plácemes, en mi coche y. . . buenas
noches.
Al dia siguiente un periódico mejicano, no muy afecto á los españoles
pero redactado por gente ingeniosísima, daba cuenta de la fiesta,
la representacion, mi coronacion y la cena final en los términos
más halagüeños para la riqueza, la esplendidez y el patriotismo de
los sócios del Casino; pero concluia con este cuentecillo: «Sin que
salgamos garantes de la verdad del hecho, se cuenta que entre el
poeta Zorrilla y un amigo nuestro y suyo, que no habia asistido á la
funcion del Casino y que se acercó á saludarle al bajar aquel del coche
á la puerta de su casa, se cruzó el siguiente diálogo, que resultó
improvisada redondilla:
«El amigo. ¿Qué tal lo hicieron los godos?
El poeta. ¡Hombre! . . . lo han hecho tan mal,
que buscaba yo el puñal
para matarlos á todos. »
En cuyo cuentecillo quedábamos mal todos los españoles de Méjico: los
del Casino por haber hecho mal mi drama, y yo por hacerlo peor con
ellos en semejante epígrama.
Ni es mio, ni en aquella ocasion pudiera habérseme ocurrido; pero me
le ha recordado la última representacion que he visto en Madrid de mi
pobre _Puñal del godo_.
XVI.
LOS DOS VIREYES.
_Suum cuique. _
Este drama está ya olvidado del público de Madrid, y apenas si se
representa alguna vez en provincias, afortunadamente para mi honra.
De él se ocupó la crítica muy somera aunque muy ágriamente, y tuvo
razon: es la más miserable rapsodia representada en el teatro moderno;
y si andando el tiempo algun curioso bibliómano ó algun crítico
investigador tropezaran con ella en algun juicio retrospectivo,
seguramente exclamarian con asombro: «¡Cómo diablos fué posible que
aquel poeta escribiera esto! »
Y no puedo negar que lo escribí, y es lo peor que al afirmarlo no
me avergüenzo de haberlo escrito; materialmente escrito, porque
el argumento, la forma y las escenas en prosa, no son mios: están
rastreramente cogidos y literalmente copiadas de una mala novelucha de
un autor italiano engerto en francés, á quien todo París literario y
artístico ha conocido, pero cuya reputacion no ha llegado á España:
la novelucha se titulaba _El virey de Nápoles_, y su autor se llamaba
Pietro Angelo Fiorentino.
¿Cómo llegó á mis manos esta novela? ¿Quién me puso en mientes
transformarla en drama, copiando en él servilmente los amanerados
diálogos de su falso relato y sin curarme de corregir sus errores
históricos, ni de dar á mis personajes otro carácter más acusado y
dramático, más verdadero y más español?
Es una historia que debia de quedar para contada despues de mi muerte;
pero que se me antoja contar en vida, porque nada hay en ella que no
abone mi lealtad de amigo y mi buena fé de hombre honrado; porque
no quiero que piense ninguno de los que en mi tiempo viven que temo
abordar en mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO ninguna cuestion personal
sobre el pasado que no vieron, y porque no quiero cargar para el
porvenir con culpas que no fueron mias. En cuanto á mi reputacion
literaria, confieso que no me trae con mucho cuidado; porque sólo la
posteridad depura y acrisola lo que vale la fama adquirida en vida por
un autor de loca fortuna ó de gran favor entre los profesores de bombo;
y tengo yo para mí, aunque pese á los pocos amigos que me quedan,
que más me va á honrar despues de mi muerte, la sinceridad con que
reconozco la escasa valia y los defectos de mis obras, que el haberlas
escrito; y digo sinceridad, por no atreverme á decir modestia; virtud
que creo que no existe ya en España y que es un capital que. . . quien lo
pone lo pierde: sabiendo lo cual, aunque lo tuviera no lo pondria yo.
No quiero, sin embargo, que mis amigos renieguen de mí, tomando mi
sinceridad por hipocresía; y voy á decirles de paso, y áun á peligro
de que en vez de hipócrita me crean vanaglorioso, que tengo cierta
conciencia de mí mismo, teniendo por bien hecho y por valioso algo
de lo por mí hecho: mi _Cristo de la Vega_, mi _Capitan Montoya_ y
mi _Margarita la tornera_, son tres leyendas muy imitadas, pero no
corregidas áun por otro poeta mejor narrador, ó más legendario y
tradicional; y Dios y el tiempo nuevo me perdonen mi pretension de
creer que me dan derecho á tenerme por legendario buen narrador. Por
poeta dramático no me tuve jamás, y sólo puedo presentar sin vergüenza
los dos primeros actos de _Traidor, inconfeso y mártir_ y la segunda
mitad del tercero y primera del cuarto de _El Zapatero y el Rey_; lo
cual no es tánto que sirva para bravear, ni tan poco que me humille y
me cierre las puertas del teatro; y en cuanto á mis poesías líricas. . .
¡ay de mí! no son más que hojarasca; y en ellas hay muchas hojillas
verdes y algunas florecillas frescas, pero cuando el tiempo seque tal
hojarasca, poca sombra dará á mi fama el follaje que deje su soplo en
las pobres ramas del laurel de mi gloria.
Volvamos á la historia de mis Dos vireyes.
Habia en 1838 y 39 una tienda de gorras en la Puerta del Sol, cuya
dueña, honradísima mujer, tenia un hermano menor que de ella dependia
y que era taquígrafo de las Córtes. Alto, desgarbado, de pesados
movimientos, modales vulgares y saltones ojos, era en su exterior
el tipo de la honradez, y en sus características manifestaciones la
expresion de la buena fé.
No recuerdo cómo, ni por quién, tropezó y comenzó á juntarse conmigo;
pero ello es que paró en ser mi inseparable sombra, y que no pasaba
dia que no pasara conmigo y en mi casa las horas que su ocupacion de
taquígrafo le dejaba libres. Alababa todo lo que yo hacia, celebraba
todas mis escentricidades de poeta y mis niñerías de muchacho; y como
si en mi cronista se hubiese constituido, propalaba y encomiaba por
donde quiera mis hechos y mis dichos, clasificándolos todos entre los
más chistosos y originales del mundo; lo cual contribuia más que á mi
buena fama á procurarle á él la de mi único amigo, confidente único de
los secretos del muchacho que iba haciéndose popular.
Llevaba yo por entónces, como he llevado siempre, una vida aislada,
que me ha obligado á llevar el trabajo necesario á mi subsistencia y
mi poca simpatía por las banalidades que forman base de la vida social
de Madrid. Las visitas inútiles, las relaciones superficiales y los
convites sin cariño, han sido cosas que no he aceptado jamás en mis
costumbres: y he preferido siempre para mis alegrías y expansiones el
interior modesto de mi pobre hogar, al suntuoso salon y la opípara
mesa del opulento y millonario anfitrion. Mi idea fija era hacer
famoso el nombre de mi padre, para que éste, volviéndome á abrir
sus brazos, me volviera á recibir para morir juntos en nuestra casa
solariega de Castilla; única ambicion mia y único bien que Dios no ha
querido concederme. Bajo esta idea huí siempre de la sociedad política
y rechacé el favor y la proteccion de los gobiernos, á quienes no
pudo ligarme nunca compromiso alguno personal; mi padre era realista,
tuvo que irse con el infante D. Cárlos María Isidro á las Provincias
Vascongadas y que emigrar á Francia un mes ántes del convenio de
Vergara; y puse mi empeño en probarle, que la fama que yo habia dado
á su apellido, la debia sólo al trabajo y al favor del pueblo, no á
haber vendido mi pluma á un partido contrario á sus opiniones; y sin
cuya revolucion no hubiera yo, sin embargo, tenido una prensa en que
publicar los versos que me hicieron popular.
Pasábame, pues, la vida en mi casa dado á mi asíduo trabajo, del cual
descansaba y me distraia en el tiro de pistola y en el circo de la
plaza del Rey; mis dos únicos vicios, porque en vicio les constituia
mi diaria presencia en el tiro y en el circo, donde constantemente me
acompañaba _X_ el taquígrafo, tosco eslabon humano que con la humana
sociedad me encadenaba. _X_ no tiraba; juzgaba de los tiros, convenia
las apuestas, aplaudia los triunfos, y tomaba parte muy principal
en los almuerzos en que las ganancias se invertian. Mr. Arnaud, el
propietario del tiro, tenia para su establecimiento el reclamo de
nuestra fama, y en el actor Monreal, en D. Juan Valleras y en mí,
tres seguros mantenedores de las apuestas que él con extranjeros
generalmente entablaba, y que el bueno de _X_ con él organizaba y
llevaba á cabo; almorzando siempre, como árbitro y adlátere mio, con
los vencidos y los vencedores.
No puedo resistir al deseo de consagrar aquí cuatro renglones al
recuerdo de aquellos viejos compañeros de mis juveniles aficiones.
Monreal era un actor inimitable en lo que entónces se llamaba papeles
de traidor: era un segundo sin primero y un tirador de pistola de
primera fuerza; pero habia que fiarle en las apuestas los primeros
tiros; porque era tan orgulloso, que el primero perdido le hacia perder
la serenidad á impulsos del amor propio que le devoraba. Juanito
Valleras era un gaditano de 24 años, fino y esbelto como un galgo
inglés, caballeroso y leal hasta el recorte de las uñas, andaluz hasta
la médula de los huesos, y tan incapaz de hacer una villanía como de
soltar una gracia agresiva ni de mal tono. Era el primer tirador de
entónces; tiraba por vanidad, y daba siempre la mitad del valor de cada
tiro al francés Arnaud, porque no se convalachara con ningun tirador
paisano suyo para desigualar la carga ó las ventajas de las apuestas.
Con Valleras y conmigo llevaba Arnaud el 50 por 100 de cuanto en ellas
se atravesaba; y el tiro de apuesta de Valleras eran nueve balas
colgadas á nueve distintas alturas, que debian casarse con las de nueve
tiros sin interrupcion; y rara vez le faltaba una por casar. De su
hidalguía es prueba irrechazable el hecho siguiente:
El francés Arnaud andaba siempre á caza de ingleses con quienes
empeñarnos en apuestas de tiro, y dió una vez con unos que nos
invitaron al del encargado de negocios de Dinamarca, que le tenia
precioso en su jardin de la casa de la calle del Barquillo, residencia
de su embajada. Los ingleses lo eran de pura raza, y nos recibieron
como gentes de la mejor sociedad, prévia la más irrecusable
presentacion. Tiraban con unas magníficas pistolas belgas, tres
pulgadas más largas que las nuestras: fiáronse á la suerte todas las
condiciones, y tocó á cada cual el derecho de usar de sus propias
armas. Durante los preliminares, Monreal y _X_ fijaron su atencion en
un inglés viejo, que sentado á la cabeza del tiro tenia un groom de
pié á su espalda y un gran saco á sus piés: era sin duda un maniaco
apostador. --«¡Ojo al saco! » dijo por lo bajo _X_;--y una mirada furtiva
de Mr. Arnaud nos probó á Valleras y á mí que el francés habia tramado
aquella conjuracion contra el saco del inglés. Tocó á los de Albion
tirar los primeros; pusieron por primer blanco un huevo á treinta
pasos: tiró el primer inglés, é hizo blanco: tiró el segundo con igual
acierto; y hecho lo mismo por el tercero, nos tocó nuestro turno á los
españoles. Valleras permaneció impasible, apoyada la mano derecha en el
pilar de la barandilla, para tener la muñeca libre de sangre y el pulso
tranquilo; pero invitado por uno de los ingleses á hacer su tiro, dijo
tranquilamente: «Mis compañeros y yo no hacemos ese tiro. »
Mr. Arnaud se mordió los labios, yo sentí palidecer mis mejillas, y
los ingleses echaron sobre nosotros una mirada de compasion acompañada
de una sonrisa, en la cual su esmerada educacion no llegó á marcar
el desprecio. Valleras, sacando un puñado de monedas de á ochenta
reales isabelinas y recientemente acuñadas, mandó al criado poner una
en el blanco apoyada en el tapon de corcho tendido. Tomó su pistola,
y pasándosela á Monreal para el primer tiro, dijo á los ingleses:
«Nuestro tiro no pasa nunca de este tamaño. » El blanco se veia mal,
porque no era blanco sinó amarillo, y á treinta pasos sólo lo veia un
ojo de tirador; tiró Monreal y quitó la moneda; puso el criado otra, y
Valleras me pasó la pistola con que él tiraba; puse yo mi alma en mi
dedo índice, é hice blanco; Valleras dijo: «Yo no tiro eso: cuelgue
V. mis nueve balas. » Valleras hizo su tiro; los ingleses saludaron
respetuosamente, y el del saco se le entregó al groom, que desapareció
con él. La apuesta paró en un refresco y en un puñado de monedas que
Valleras y los ingleses dieron á Mr. Arnaud; y cuando á la mañana
siguiente, al volvernos á reunir en el tiro de éste, argüia á Valleras
por no haberse dejado ganar los primeros tiros para engrosar las
puestas, Valleras contestó con su desenfado andaluz: «Mr. Arnaud, si V.
habia pensado que nuestro blanco fuese el saco del inglés, hizo V. mal
en pensar en nosotros para sostener tal apuesta. »
Valleras murió dos años despues, de una afeccion pulmonar; Monreal
se metió una noche la bala de su último tiro en el cerebro. . . y yo
abandoné el tiro, cuando mis compañeros abandonaron el mundo.
Al montar Ignacio Boix su librería en la calle de Carretas, dando á
este ramo de comercio una forma y un impulso hasta entónces inusitado
en España, _X_ se ingirió en su casa como administrador, ya con ciertas
pretensiones literarias, como amigo y conjunto inseparable mio: Boix
aceptó la literatura de _X_ bajo su palabra: dióse éste á escribir
algunos artículos en _El Pensamiento_, semanario que Boix fundó: ganóse
_X_ la confianza de éste como habia ganado la mia, y Boix le comisionó
para ir á establecer en Cuba y Méjico dos sucursales de su casa de
Madrid.
Hé aquí el talento y la historia de las medianías que saben no
desperdiciar la sombra de la más pequeña hoja que puede dársela: _X_
empezó por adherirse á la pequeñísima sombra que mi pequeñísima persona
comenzaba á proyectar: cobijóse despues á la sombra de mi casa: recogió
como reliquias todos los borradores de mis manuscritos y todos los más
íntimos pormenores de mi vida; y, al cabo de dos años, salió para Cuba,
agente de la primera casa de librería, con mejor porvenir que yo, y
con el manuscrito inédito de mi leyenda de _El capitan Montoya_, de
la cual hizo cuatro ediciones en la Habana y Méjico, acompañándola de
una biografía del autor _su grande amigo_, cuyo nombre iba con el suyo
en la primera página, viva representacion de mi personalidad: segundo
yo en aquellos países, que no pensaba yo entónces visitar despues de
él, ni _X_ pensaba que yo en ellos habia de hallar más tarde la huella
de sus pasos. Volvió á Madrid en 1842, trájome grandes noticias de
mi gran fama por aquellos países y del éxito fabuloso de mi _Capitan
Montoya_; pero ni á él le ocurrió darme, ni á mí pedírsela, cuenta de
lo que sus cuatro ediciones habian producido. Entre amigos. . .
Entre tanto habia yo tenido un poco de fortuna en el teatro con mi
_Cada cual con su razon_ y las dos partes de _El Zapatero y el Rey_, y
_X_ me habia dado á leer aquella novelilla de Pietro Angelo Fiorentino,
que habia traducido y publicado _allá_ en compañía de mi _Capitan
Montoya_ y bajo las mismas bases de lucro para Pietro Angelo que para
mí. Celebróme mi bienandanza teatral: y anudando naturalmente su
antigua intimidad conmigo, siguió acompañándome á los ensayos en el
escenario y á mi mujer en mi palco en las representaciones. . . y un dia
me preguntó que qué me parecia _su_ novela de _El virey de Nápoles_. . .
y otro dia que si se podria hacer de ella un drama. . . y una noche
que si yo querria transformar en drama su novela, y por fin que si,
escribiéndola en verso y prosa, querria yo aprovechar los diálogos de
la novela, y poniéndolos á nombre suyo, ponerle á él al par del mio
como autor dramático: _cosa_ que á él le daria una grande importancia
con su principal Boix, etc. , etc.
¿Por qué no habia yo de ayudar á hacerse hombre á un tan buen amigo?
Me habia acompañado dos ó tres años cinco ó seis horas diarias, y dia
y noche en las épocas de enfermedades y pesadumbres: habia empezado su
carrera de escritor poniendo en las nubes mis versos y en boca de todos
la prosa de mi vida. . . emprendí la transformacion de la novela _El
Virey de Nápoles_ en el drama _Los dos vireyes_; pero por más empeño
que puse en semejante trabajo, le concluí convencido de que habia
salido como no podia ménos de salir una obra malamente confeccionada,
muy desigualmente escrita y de éxito dudosísimo.
Llamé á _X_ y le dije que en mi cualidad de buen amigo y de hombre
leal, mi conciencia me obligaba á advertirle que _Los dos vireyes_
era un tiro que iba á salir para él por la culata; y que al silbarme
el público por primera vez, no faltaria á quien le ocurriera que
escribiendo solo me habia hecho aplaudir, y que la asociacion con _X_
me habia atraido la primera silba; y en fin, que aquel seguro mal
éxito, en vez de procurarle reputacion y de abrirle la escena, le iba á
desacreditar y á cerrársela para siempre.
Pareció _X_ convencido de mis razones: y como la temporada cómica
iba ya muy avanzada, la obra estaba prometida y yo obligado á dar la
tercera del año, segun mi contrato, determinamos presentarla bajo
mi solo nombre, y que corriera yo solo el riesgo de un desaire casi
seguro del público y de una justa rechifla de la crítica por semejante
rapsodia.
Entregué mi obra á Lombía: recomendésela á Cárlos, poniéndole en los
pormenores de su historia: prometióme Cárlos, con el paternal cariño
que me tenia, ponerla en escena con tánto más esmero cuanto ménos
probabilidades de éxito presentaba: y pretestando yo no poder esquivar
por más tiempo el compromiso de ir á pasar la Semana Santa con el duque
de Rivas, partí á Sevilla, huyendo de la primera representacion de
aquellos _Dos vireyes_, con cuyo azaroso porvenir dejé cargados á Mate
y Cárlos Latorre, diciéndome al meterme en la diligencia: «ojos que no
ven, corazon que no siente. »
¡Y qué recuerdo tan fresco, tan juvenil, tan poético, es el de aquel
viaje y el de la estancia en la casa y con la familia de aquel tan
gran poeta y tan grande amigo como fué mio, aquel á quien yo llamaba
mi ángel, á quien la posteridad llama duque de Rivas, y cuya memoria
vive aún por la amistad en mi corazon, y en España por el _Don Alvaro_,
que está todavía en pié sobre la escena en que hace cuarenta años que
apareció!
Desde que Juanito Donoso y Nicomedes Pastor Diaz primero y Villalta
despues, me habian dado trabajo en sus periódicos, no habia yo dejado
pasar una semana sin publicar una ó dos composiciones por lo ménos:
en tres años habia de ellas coleccionado ocho tomos mi primer editor
Delgado. Desde que García Gutierrez me habia abierto la escena,
asociándome á él en el _Juan Dándolo_, habia yo presentado seis dramas,
benévolamente acogidos por el público, que tuvo sin duda en cuenta
al aplaudírmelos mi poca edad y mi constante trabajo: tenia yo mucha
priesa de meter ruido que llegara á los oidos de mi padre, emigrado en
Francia, y no me remuerde la conciencia de haber desperdiciado aquel
tiempo viejo. Era la primera vez que cogia yo un mes y un puñado de
onzas para mi solaz. Mi miedo al éxito de mis _Dos vireyes_, pedia á
Dios alas para huir de Madrid: y el editor D. Manuel Delgado, que era
el único que sabia lo que yo valia en dinero, que me gruñó siempre,
pero no me negó jamás el que le pedí, me dió el susodicho puñado de
onzas, para sustituir con un asiento en la diligencia las alas que
Dios no ha concedido á ningun poeta al lado de los homóplatos. Dióme
Lombía una docena más de aquellas graves y amarillas monedas que por
atrasos de mi sueldo me era en deber, y otra docena Boix por adelanto
y seguridad de mi primer tomo de leyendas: dejé las dos docenas á
mi familia; y con el primer puñado en el bolsillo, me acomodé en la
berlina, que despues hemos llamado _coupé_, de la diligencia que á
las tres de una mañana de marzo arrancaba para Sevilla, de la calle de
Alcalá.
Llevaba por compañeros á D. Juan Jústiz, noble mozo habanero, de tan
mala salud como buena educacion, y tan sobrado de rentas como falto de
humor para gastarlas; á quien acompañaba Lorenzo Allo, otro habanero de
tan buen humor y tan buena salud como poco amigo de guardar su dinero,
con quien habia trabado yo amistad en el tiro de Mr. Arnaud y en el
gimnasio del conde de Villalobos.
Era este Lorenzo Allo el mejor amigo y el más agradable compañero del
mundo: tan enjuto como récio, era nervioso hasta tener trémulas las
manos, á pesar de lo cual tomaba café cuatro veces al dia; y usando en
anteojos de oro unos cristales de muy bajo número, alternaba con los
primeros tiradores; sin que me haya podido yo dar cuenta de cómo veia
el blanco, ni de cómo sujetaba é inmovilizaba sus nervios para hacer
finísimos tiros. Teníame una sincera amistad y sabia de memoria muchos
versos mios: dábame tan buenos consejos como malos ejemplos; y tan
diestro boxeador como mediano humanista, estaba siempre dispuesto á
saltar un ojo de un puñetazo á quien no le concediera sin discusion que
era yo el primer poeta de ambos mundos. Cuidaba de mí en el gimnasio
como si fuera yo de cristal, y de mi honra como si fuera la suya, é
hijo yo de su mismo padre.
Jústiz y yo le hicimos administrador de ambos durante el viaje y le
entregamos nuestros dineros: aquel para no tener el trabajo de pensar
en ellos, y yo para ahorrarme el de contarlos: negocio que era por
entónces no poco peliagudo en España, con los ocho cuartos y medio de
sus reales, los ciento setenta de sus duros, los trescientos veinte
reales de sus onzas, las tres onzas y _dos duros_ de sus mil reales,
etc. ; de modo que la más mínima cuenta tenia siempre más picos que una
custodia.
La noche estaba fria, lejano el amanecer, y los tres viajeros de la
berlina que habíamos acudido con tiempo por no habernos acostado,
estábamos en nuestros puestos desde que empezaron los mozos á cargar el
carruaje, durmiendo tranquilamente bien embozados en nuestras capas. La
empresa era nueva, y en competencia con la antigua: el conductor ocupó
el pescante y al dar las tres en el Buen Suceso, dió una voz y tendió
su fusta á los caballos, que nos arrebataron entre el ruido de sus
herrados cascos y de sus agujereados cascabeles.
La nueva empresa habia montado á la francesa sus tiros, sustituyendo
al antiguo rosario de mulas, enfrenadas sólo las dos del tronco y las
seis restantes encomendadas á un muchacho ginete en el mingo delantero,
un tiro de seis buenos caballos todos embridados; dos en la lanza y
cuatro en balancin. Aquellas nuevas diligencias, carruajes de sólo
berlina y rotonda, eran unas especies de sillas de posta; y eran á
las antiguas galeras y diligencias lo que hoy son á aquellas sillas
de posta las locomotoras y trenes de los ferro-carriles; pero aquel
ruido de los cascabeles, aquel perpétuo vocerío con que á sus caballos
animaban los mayorales, aquellos zagales dicharacheros que enganchaban
y recogian los tiros en las remudas, aquellos venteros y maestros de
postas, aquellas hosterías en donde se hacian los altos y las comidas,
conservaban el carácter jaranero y alegre de nuestra patria y la tierra
por donde viajábamos los españoles; y se veia el país, y se bromeaba
con las paisanas; y sea dicho en paz, no tenia tantas ventajas para
los intereses materiales, pero tenia más poesía que el actual nuestro
modo de viajar del tiempo viejo. Los caballos daban cierto decoro de
caballeros á los viajantes; y no todo el mundo podia permitirse el lujo
de viajar en berlina de una silla-correo, que corria por el centro de
la calzada, pasando al vulgo de los viandantes; la máquina lo arrastra
todo, y los caballos arrastraban la flor de lo arrastrado, y bien lo
decia el refran: «de las vidas arrastradas. . . la del coche. »
El en cuyo _coupé_ íbamos Allo, Jústiz y yo paró en Ocaña para
almorzar. Sin que Allo y yo hubiéramos bajado los cristiles, ni
hablado con los viajeros del segundo compartimento en las postas
pasadas, por respeto al descanso de Jústiz, que iba convaleciente de
larga enfermedad, con fuentes abiertas en los brazos y encomendado á
nuestra amistad por su cariñosa familia. Pero al apearme en Ocaña,
unos brazos poderosos me arrebataron del estribo, y al depositarme en
tierra me decia la voz vigorosa del individuo á quien aquellos fornidos
brazos correspondian:--«¿Aquí tú, Pepe? »--Era Paco Elipe, diputado
bullicioso, poeta un poco excéntrico, pero no despreciable, hacendado
manchego y amigo leal, de quien ya apenas hace nadie memoria; pero de
la de quien voy á traer algunos recuerdos á estos mios de aquel viejo
tiempo. --¿Quién es tan descortés ni tan ingrato que no se pare á dar
un apreton de manos al viejo amigo, á quien encuentra por acaso en el
viaje de la vida? ¿Y qué son estos recuerdos más que un viaje de vuelta
por el casi borrado rastro del florido camino de mi juventud?
Paco Elipe fué sócio del Liceo y escribió de todo, en verso y en
prosa; y empezando por un drama en compañía de Romero Larrañaga,
titulado _La Vieja del Candilejo_, cuyo plan está no más preparado y
versificado limpia y galanamente: escribió otros más, y tuvo sus éxitos
y sus aplausos y su reputacion no inmerecidos y fué uno de los que,
con quienes empezábamos á hombrear, arrimó el hombro para empujar el
carro del progreso de aquella época. Recto y tenaz, y de vigorosísimo
carácter, hacia y decia las cosas de muy original y personalísima
manera. Un dia cerraba con lacre una carta, y echándose por descuido
una gota de él encendida en un dedo, en lugar de sacudírsela dijo,
conservando el dedo inmóvil: «¡Bruto Paco; para que no seas torpe otra
vez! » Y dejó apagarse el lacre en la carne. Una noche sorteamos en el
Liceo varios argumentos para una improvisacion, entre varios poetas, y
tocóle á Elipe el de la _Noche-Buena_.
El tiempo dado para el trabajo de la improvisacion era el de una
hora, al fin de la cual comenzaba la lectura de las composiciones en
la tribuna; llegó su turno á Elipe, y en medio de muchas redondillas
facilísimas, en que describia todo el tumulto que traen consigo los
panderos, zambombas y el jaleo de aquella noche de la Misa de Gallo,
soltó con la mayor formalidad la semiblasfemia de esta cuarteta:
Y aunque la ilacion se quiebre,
lo que no apruebo y resisto
es el mal gusto de Cristo
de nacer en un pesebre.
Y continuó su descripcion de la _Noche-Buena_ con tanta
imperturbabilidad suya como estupefaccion del auditorio.
Fué el amigo más consecuente de José Fernandez de la Vega, el fundador
del Liceo, mal recompensado por todos los á quienes hizo hombres con el
establecimiento de tan única y brillante sociedad. El Gobierno no supo
dar á Vega más que el Gobierno de una provincia de tercer órden; y Paco
Elipe fué el más fiel amigo de aquel á quien tantos faltaron.
Pero de Paco Elipe haré más larga y justa mencion más adelante, porque
espero en Dios que me dará tiempo de hacerle una visita en su palacio
solariego de Manzanares: y ocasion de hallar en él materia para más
curioso relato.
Con este mi tercer compañero de viaje almorcé en Ocaña, en un parador
nuevo, en una mesa muy limpia y enflorada, servida por dos buenas mozas
de diez y ocho y veinte años, de trigueña tez, boca sensual y risueña,
grandes, negros y retozones ojos, moño de picaporte con zorongo de
largos cabos, y robustez muy mal disimulada en sus ceñidos corpiños, y
sus estrechos y cortos guarda-pieses.
El conductor nos presentó á los postres un libro en blanco, en cuyas
hojas rogaba la empresa á los viajeros que anotasen las faltas de
servicio para corregirlas. Elipe y yo acusamos en ellas, y en unas
quintillas, al posadero de hacer servir su mesa por aquellas dos
muchachas, que embelesaban á los viandantes para que no comiesen más
que ojeadas y sonrisas, productoras para ellas de dobles propinas y de
vanas esperanzas para los comensales; y pedíamos á la empresa que, ó
suprimiese aquellas dos muchachas, ó que cambiando las horas de salida
de sus carruajes, dispusiera que los viajeros no almorzaran, sinó que
cenaran y pernoctaran en aquel parador de Ocaña.
* * * * *
El 1. º de Abril á las siete de la mañana nos apeamos de la diligencia
en Sevilla, café del Turco, calle de la Sierpe. Salia yo á ver la
tierra por primera vez; y como el pájaro que deja por primera vez
el nido apenas emplumado, y goza de la luz, la vida y la libertad,
desempolvando sus plumas entre el fresco césped y las primeras
margaritas, y se baña en el brillante ajófar y las líquidas perlas de
las gotas de agua que desparrama el Guadalquivir en sus siempre verdes
orillas, me salí por la Puerta del Arenal á ver el puente, y el rio, y
la Torre del Oro, y á respirar aquel ambiente perfumado de azahar, y á
bañarme en aquella luz, reflejo dorado de la del Paraiso; á pasar, en
fin, una mañana de muchacho que hace novillos.
Y fué aquel uno de los pocos dias que en mi vida cuento como felices,
y cuya dicha tuvo fin y colmo en mi nocturna presentacion en casa del
egregio poeta, del cariñoso amigo, del entretenidísimo conversador, y
del nunca olvidado autor del _Moro expósito_ y del _Don Alvaro_.
El recuerdo de la amistad, de la casa y de la familia del duque de
Rivas es una isla de arribada en el revuelto mar de mi existencia, un
oasis frondoso en el arenal desierto de mis estériles aspiraciones,
una tienda de reposo en el pedregal por donde ha hecho peregrinar mi
inutilidad viviente, mi improductiva é improvisora poesía. La casa del
duque en Sevilla es en mis recuerdos un nido de ruiseñores, donde fué á
albergarse una noche de primavera una golondrina desanidada.
XVII.
¡Gran tierra es Andalucía!
La gente allí alegre toma
la vida efímera á broma,
y hace bien, por vida mia.
Quien á Sevilla no vió
no vió nunca maravilla;
ni quiso irse de Sevilla
nadie que en Sevilla entró.
«¡Ver Nápoles y morir! »
dicen los napolitanos.
Y dicen los sevillanos:
«¡Ver Sevilla, y á vivir! »
Esto digo yo de Sevilla en _La leyenda de los Tenorios_, y esto hice
cuando fuí á aquella ciudad sin más objeto que á ver á Sevilla y á
vivir. No existian aún en España las academias y los profesores de
_bombo_, ni _La Correspondencia_ anunciaba la salida de Madrid de don
Fulanito y doña Menganita, ni nos habian hecho cardenales, tratándonos
de _Eminencias_, á los que por algo comenzábamos á distinguirnos los
que aún no se distinguian por su profesion de _bombistas_; ni habíanse
aún establecido las sociedades y comisiones de aplausos mútuos que
anuncien, calificándolo de acontecimiento, la partida, la llegada ó
el resfriado de cualquier medianía ó nulidad, á quien cuatro amigos,
si no ella misma, dan importancia miéntras se lee el número en que se
da ó se la da bombo: así que pude yo pasearme por Sevilla con Allo
y Jústiz sin riesgo de hacerme enemigos todos los liceos, ateneos y
teatros caseros, cuyas invitaciones rehusara, y cuya sancion necesita
hoy todo hombre notable para pasar por donde pasa, como moneda
resellada, en cada provincia. Algunos curiosos iban á ver cómo era
el autor de _El Zapatero y el Rey_ cuando entraba ó salia en el café
del Turco, donde se hospedaba; y el tal autor salia ó entraba en su
alojamiento, y gozaba de aquel sol y aspiraba aquel aroma de azahar
que llena los paseos y las alamedas, y visitaba aquellos viejos y
moriscos edificios, por y entre los cuales anduvo el rey, tan popular
como mal juzgado todavía, de su drama _El Zapatero y el Rey_. Hacia, en
fin, la vida que en Sevilla se hacia: la del pájaro, como dije en mi
número anterior; picotear los capullos de las rosas y de los azahares,
cantar y esponjarse á la sombra y entre las hojas de los naranjos y las
magnolias, y vagar de barrio en barrio, como los pájaros de rama en
rama, hasta la hora de acogerse al nido de los ruiseñores, que era la
casa del duque de Rivas.
En ella duraban algunas caseras costumbres de nuestras nobles familias
de los siglos del Renacimiento. La del duque se reunia en las primeras
horas de la noche en torno de una gran mesa; donde, presididas por la
duquesa, trabajaban sus hijas en alguna labor, y leian ó dibujaban
sus hijos, ó escuchaban todos al duque, que les leia ó recitaba
algunos de sus característicos romances, ó algunas de las consejas
por él recientemente desenterradas de bajo alguna piedra mal segura
del rincon de una callejuela de Sevilla. El duque leia sus versos
con un entusiasmo, un tono y una gesticulacion esencialmente suyos y
completamente originales; y acompañaban su voz el murmullo del aire en
las hojas y del agua en las fuentes del jardin, sobre el cual se abrian
los dos balcones de aquella estancia. El cariñoso respeto y la cordial
é infantil admiracion de su numerosa familia para con el padre y el
poeta, era la cualidad característica, el fondo típico de aquel cuadro
de interior, en cuya atmósfera se respiraba la más sincera alegría y la
más tranquila felicidad. Aquellas cabezas juveniles de las muchachas,
en cuyos ojuelos retozones chispeaba la curiosidad reprimida y en cuyos
labios retozaba la maliciosa sonrisa; las inteligentes fisonomías de
los muchachos, Enrique reflexivo y Alvaro bullicioso; aquellos álbums,
grabados y caballetes abiertos siempre, ó siempre cargados de algun
trabajo no concluido; aquellos retratos de los hijos, pintados por el
padre; aquel piano siempre abierto, y aquellos tres salones seguidos,
en donde siempre habia murmullo de música ó de poesía, y cuyo silencio
era el són del agua y los árboles del jardin, daban á aquella casa un
carácter especial, único y típico, que me hizo calificarla de nido
de ruiseñores, y cuya paz fuí yo á interrumpir con el desordenado
turbion de versos de mi leyenda de _La cabeza de plata_, de la cual iba
escribiendo el último capítulo durante aquel viaje. Habia en aquella
leyenda (que el fin se publicó bajo el título del _Talisman_, y de la
cual ya nadie probablemente se acuerda), un enamoradísimo Genaro, á
quien vuelve loco la cabeza de una hermosa Valentina, cortada por un
bárbaro y celoso tutor, cuya historia no sabia yo á punto fijo cómo
concluir, pero que entusiasmó á la duquesa, complació al duque por lo
que me queria, y encantó á las muchachas por lo romántica y apasionada.
Pasemos pronto por tan gratos como personales recuerdos: la muerte nos
quitó de delante aquel ídolo á quien adorábamos, gloria de España,
cuyos versos hemos aplaudido no ha muchos meses en el teatro en su
_Don Alvaro_; y no quiero que su recuerdo parezca en estos mios como
motivo de alabanza propia, ni como afan de propio engrandecimiento á la
sombra suya, ni como halagüeña adulacion á los hijos vivos del amigo
muerto; de cuya viva estimacion vivo seguro, por los puros recuerdos de
aquellos dichosos dias y de aquellas deliciosas noches.
Obligábame á pasar á Cádiz un asunto de familia; y librándome á fuerza
de voluntad del encanto con que en Sevilla me retenia la sociedad del
duque, me embarqué con mis compañeros en un vapor que descendia el
Guadalquivir. No habia yo visto el mar; y para no verle prosáicamente
desde una playa, me eché á lomos de aquella serpiente de plata,
que deshace las móviles escamas de sus dulces ondas en las amargas
profundidades del que rodea y arrulla aquel canastillo de plata, que
se llama Cádiz. Ni de esta ciudad ni de la de Sevilla diré una palabra
más; porque ni hay ya nada que de ambas en prosa y verso no se haya
dicho, ni estos recuerdos son memorias históricas, ni relacion de
impresiones de viaje, que obligan á seguir lógica y consiguientemente
una narracion; sinó la consignacion de mis ideas en un papel, segun en
mi imaginacion desordenadamente se van presentando. Está ya convenido
que el autor del _Zapatero y el Rey_ y de _Margarita la Tornera_ es un
poeta. . . bueno ó malo, grande ó pequeño: pero ¿cómo fué poeta? ¿Cuáles
fueron los gérmenes de su inspiracion? ¿Qué influencia han tenido en
sus escritos las vicisitudes de su vida? ¿Qué hay en la suya íntima,
puesto que no la tiene pública no habiendo sido nunca más que poeta?
Esto es lo que él solo puede decir, y esto es lo que exponen estos sus
Recuerdos del tiempo viejo, tan desprovistos de interés como de órden,
por ser personales y desligados de toda adherencia con la política, el
progreso, la vida, y en una palabra, de la generacion en que ha vivido,
como una planta parásita sin raices que á su tierra la sujetaran.
Poseia en Cádiz una persona de mi familia una de las pocas huertas, que
reverdecen en el escaso terreno de su puerta de tierra.
Ni la dueña de aquella posesion conocia su finca, ni jamás habia estado
muy clara la historia de ella; habíasela cedido un pariente suyo en
cambio de unos terrenos en Ultramar; y tasada sin duda en más de lo
que valia, no redituaba lo que de su capitalizacion podia esperarse.
Habia habido en ella en otro tiempo un establecimiento industrial,
cuyo abandonado edificio é inútiles utensilios habian ido vendiéndose
cuando la ocasion se habia presentado. Teníala entónces en arriendo un
signor Doménico Maggiorotti, genovés ó livornés, de una honradez sin
tacha, el cual daba cuentas cuando se le pedian, descontando siempre
algo por gastos hechos en recomposiciones absolutamente necesarias,
como reconstruccion de tapias y renovacion de puertas. De vez en cuando
habia hablado de calderas viejas y de útiles ya inútiles de hierro,
que allí arrinconados existian, cuya venta le habian propuesto y para
cuya enajenacion pedia permiso; diósele siempre la propietaria, y el
livornés tuvo siempre á su disposicion el precio de lo vendido. Las
cuentas del año anterior estaban con él todavía pendientes, y por
el mes de Febrero del que corria habia pedido permiso para vender la
piedra de una especie de estanques ó secaderos de cera; que cerería
aseguraba que habia sido el arruinado establecimiento industrial de la
finca.
Bárbara. »--«Pues Teodora, repuse yo. »--«Tampoco; la cuesta mucho
estudiar, replicó Lombía. »--«Pues Juanita Perez, ni la Boldun, no me
sirven para mi idea, repuse. »--«Pues compóngase usted como pueda,
exclamó por fin Lombía: tiene V. á Cárlos, á Pizarroso y á Lumbreras:
_los tres de V. _ Van á levantar el telon y no quiero faltar á mi
salida. ¿En qué quedamos? ¿Es V. hombre de sostener su palabra? »
Picóme el amor propio el tonillo provocativo de Lombía, y sin
reflexionar, tomé mi sombrero y dije saliendo tras él de su cuarto:
«Mañana á estas horas quedan Vds. citados para leer aquí un drama en un
acto. --Buenas noches.
--¿Apostado? me gritó Lombía dirigiéndose á los bastidores.
--Apostado: me darán Vds. de cenar en casa de Próspero; respondí yo
echándome fuera de ellos por la puerta de la plaza del Angel.
Poco trecho mediaba de allí á mi casa, núm. 5 de la de Matute: poco
tiempo tuve para amasar mi plan, pero tampoco tenia minuto que perder.
Me encerré en mi despacho: pedí una taza de café bien fuerte, dí
órden de no interrumpirme hasta que yo llamara, y empecé á escribir
en un cuadernillo de papel la acotacion de mi drama. «Cabaña, noche,
relámpagos y truenos lejanos. --Escena primera. » Yo no sabia á quién
iba á presentar ni lo que iba á pasar en ella: pero puesto que iba
á desarrollarse en una cabaña, debia por álguien estar habitada:
ocurrióme un eremita, á quien bauticé con el nombre de Romano por
no perder tiempo en buscarle otro; y como lo más natural era que
un ermitaño se encomendase á Dios en aquella tormenta que habia yo
desencadenado en torno suyo, mi monje Romano se puso á encomendarse á
Dios, miéntras yo me encomendaba á todas las nueve musas para que me
inspiraran el modo de dar un paso adelante. Pensé que si el monje y yo
no nos encomendábamos bien á nuestros dioses respectivos, corria el
riesgo de meterme, empezando mal, en un pantano de banalidades del que
no pudieran sacarme ni todos los godos que huyeron de Guadalete, ni
todos los moros que á sus márgenes les derrotaron.
Llevaba ya el monje rezando treinta y seis versos, y era preciso que
dijera algo que preparara la aparicion de otro personaje; que era claro
que si andaba por el monte á aquellas horas y con aquel temporal, debia
de poner en cuidado al que abria la escena en la cabaña. Decidíme por
fin á atajar la palabra á mi monje romano y escribí: Escena segunda.
_Sale Theudia_: y salió Theudia; mas como no sabia yo aún quién era
aquel Theudia, le saqué embozado, y me pregunté á mí mismo: ¿Quién
será este Sr. Theudia, á quien tampoco podia tener embozado mucho
tiempo en una capa, que no me dí cuenta de si usaban ó no los godos?
era preciso empero desembozarle, y él se encargó de decirme quién era:
un caballero; por lo cual, y por su nombre, y por su traje, tenia
necesariamente que ser un godo; quien trabándose de palabras con aquel
monje que en la choza estaba, me fué dando con los pormenores que en
ellas daba, la forma del plan que me bullia informe en el cerebro;
de modo que andando entre Theudia, el ermitaño y yo á ciegas y á
tientas con unos cuantos recuerdos históricos y unas cuantas ficciones
legendarias de mi fantasía, cuando al fin de aquella larga escena
segunda escribí yo: Escena tercera. _El ermitaño_, _Theudia_, _Don
Rodrigo_, ya comenzaba á ver un poco más claro en la trama embrollada
de mi improvisado trabajo, y el cielo se me abrió en cuanto me ví con
Cárlos Latorre en las tablas; porque miéntras él estuviera en ellas,
era lo mismo que si en sus cien brazos me tuviera á mí el gigante
Briareo; porque estaba ya acostumbrado á ver á Cárlos sacarme con bien
de los atolladeros en que hasta allí me habia metido, y á él conmigo le
habia arrastrado mi juvenil é inconsiderada osadía.
En cuanto me hallé, pues, con Cárlos, fiado en él, me desembaracé del
monje como mejor me ocurrió, y me engolfé en los endecasílabos: cuando
yo los escribia para Cárlos Latorre en mis dramas, ya no veia yo en
mi escena al personaje que para él creaba, sinó á él que lo habia de
representar, con aquella figura tan gallarda y correctamente delineada,
con aquella accion y aquellos movimientos, y aquella gesticulacion
tan teatrales, tan artísticos, tan plásticos, nunca distraido, jamás
descuidado; dominando la escena, dando movimiento, vida y accion á
los demás actores que le secundaban: así que al entrar yo en los
endecasílabos de la escena cuarta, me despaché á mi gusto haciendo
decir á D. Rodrigo cuanto se me ocurrió, sin curarme del cansancio que
iba á procurar á un actor, que por fuerte que fuese era ya un hombre
de más de sesenta años con un papel que sostenia solo todo mi drama;
mas la inspiracion habia ya desplegado todas sus alas, y no vacilé
en añadirle el fatigosísimo monólogo de la escena V para preparar la
salida del conde D. Julian. Aquí me amaneció: tomé chocolate y leí lo
escrito; parecióme largo y asombréme de tal longitud, pero no habia
tiempo de corregir; presentia que me iba á cansar, y temiendo no
concluir para las siete, acometí la escena del conde con D. Rodrigo,
que me costó más que todo lo llevado á cabo, y me faltó la luz del dia
cuando escribia:
Escucha, pues, ¡oh rey Rodrigo
á cuánto llega mi rencor contigo!
No me habia acostado, no habia comido, no podia más y se acercaba
la hora de la lectura. Me lavé, tomé otra taza de café con leche,
enrollé mi manuscrito y me personé con él en el teatro de la Cruz.
Leyóse; asombréme yo y asombráronse los que me escucharon; abrazóme
Hartzenbusch, y frotábase ya Lombía las manos pensando en que la
funcion de Navidad trabajaria Cárlos, cuando éste dijo con la mayor
tranquilidad: «Señores, yo no tengo conciencia para poner esto en
escena en cuatro dias; esta obra es de la más difícil representacion,
y yo me comprometo á hacer de ella un éxito para la empresa, si se me
da tiempo para ponerla con el esmero que requiere; miéntras que si la
hacemos el 24 vamos de seguro á tirar por la ventana el dinero de la
empresa y la obra es la reputacion del Sr. Zorrilla.
Convinieron todos en la exactitud de lo alegado por Latorre; mascó
Lombía de través el puro que en la boca tenia y. . . se dejó _El puñal
del godo_ para despues de las fiestas; y tampoco aquel año trabajó en
ellas Cárlos Latorre.
Así se escribió _El puñal del godo_. ¿Cómo lo puso en escena aquel
irreemplazable trágico?
La representacion para el próximo lunes.
XIII.
EL PUÑAL DEL GODO.
II.
Durante las fiestas de Navidad ocupóse Cárlos Latorre del estudio de
aquel repentino aborto de mi irreflexivo ingenio, que habia yo escrito
y leido en veinticuatro horas y bautizado con el título de _El puñal
del godo_: y durante aquellos quince dias, habia yo tenido tiempo para
reflexionar sobre lo que habia hecho.
Debo yo á Dios una cualidad por la cual le estoy profundamente
agradecido; pero por la cual es probable que no sea nunca respetado
en mi patria: la de no dejarme alucinar por los aplausos, y no creer
por ellos que mis obras son el non plus ultra de la perfeccion: como
yo sé mejor que nadie cómo y por qué las he escrito, no tengo vanidad
en ellas; y no solamente veo sus grandes defectos, sinó que tampoco
me ofende su crítica, por más que muchas veces me las haya acerba,
personal y agresivamente flagelado.
Desde que el 17 por la noche leí en el teatro de la Cruz lo que en
aquel dia y la noche anterior habia escrito, habia yo comprendido que
aquel _Puñal del godo_, forjado en el breve tiempo y del modo que llevo
dicho, escribiéndolo ántes de pensarlo, creándolo y dándole forma
segun escribiéndolo iba, y fiándome al escribirlo en que era Cárlos
quien lo debia de representar en cuatro dias, adolecia de gravísimos
defectos, que hacian dificilísima su representacion. Yo habia escrito
sin juicio, sin correccion y sin poder pararme á leer lo que escribia,
por miedo de perder los minutos que para concluir á tiempo mi trabajo
podian faltarme; por consiguiente, mis personajes no decian en las
cuatro primeras escenas lo que debian para hacer comprender la accion
á los espectadores, sinó lo que yo me iba diciendo á mí mismo para
comprender mi pensamiento, que no se trababa y desarrollaba en mi
imaginacion, sino ya en el papel por los puntos de mi pluma; la cual no
podia volverse á borrar una redondilla, sin perder sus cuatro versos y
los cuatro minutos empleados en escribirlos, no en pensarlos, porque
para pensar no tenia ni se me habia concedido tiempo. Así en la escena
IV endecasílaba, parece que Theudia y D. Rodrigo se quieren desquitar
de lo que no han hablado desde la desastrosa jornada del Guadalete.
Fiado yo en Cárlos Latorre, que contaba de una manera cuyos pormenores
concienzudamente estudiados en voz, posiciones, accion y fisonomía
avasallaban la atencion del auditorio constante y crecientemente,
puse en boca de D. Rodrigo aquella fantástica historia del monje;
figurándome conforme la iba escribiendo cómo me la iba á poner en
accion aquel amigo gigante, que en sus brazos me levantó y á quien debo
la poca reputacion que como autor dramático he obtenido.
Y en verdad que, con sinceridad revelándoselo hoy al público despues de
treinta y ocho años, hasta que hice decir á la vision del bosque en la
narracion de D. Rodrigo, que
él, á quien deshonró tu incontinencia,
vendrá de crímen y vergüenza lleno
con tu mismo puñal á hender tu seno,
maldito si sabia yo aún en lo que habia de parar todo aquello, que no
era todavía más que la exposicion. Hasta que brotó del diálogo aquel
bienaventurado puñal, mi mal perjeñado trabajo no tenia ni accion,
ni final, ni título: desde allí el drama lo es, y caminé desde allí
resueltamente á la escena VI, que es lo único que en él tiene un valor
real y un interés verdadero.
Cuando nos reunimos por primera vez en el gabinete octógono de su casa
de la plaza de Santa Ana Cárlos y yo, para tratar del reparto y ensayo
de mi drameja, me dijo Cárlos: «La espontaneidad con que ha escrito
usted _esto_, la exuberancia de versificacion en sus escenas acumulada,
hacen difícil su representacion. Yo no quiero que corrija V. ni suprima
una sola palabra; quitaria V. á su obra su originalidad; quiero hacerla
tal como está; pero quiero que mis actores, conmigo, aseguren el
éxito de su estreno con el mismo lujo de pormenores de que V. la ha
colmado, y con tanto exceso de estudio para representarla cuanto á V.
le ha faltado para escribirla. Escúcheme V. , y vamos á ver si yo he
comprendido bien su pensamiento. »
Latorre y yo teníamos siempre esta conferencia preliminar, en la cual
exponíamos mútuamente nuestra manera de ver la accion de la obra que
íbamos á poner en escena: yo le decia cómo la habia yo concebido,
y él me decia cómo pensaba desarrollarla. Siguió, pues, Cárlos
diciéndome: «D. Rodrigo es en _El puñal del godo_ un rey acosado por
dos grandes pasiones: la supersticion del godo de su edad tosca, y la
profunda melancolía que en su corazon ha engendrado el vencimiento.
La concentracion en sí mismo y la distraccion perpétua en que sus
pensamientos le tienen absorbido son las señales externas del carácter
de esta figura. ¿No es eso?
--Exactamente.
--El conde D. Julian es un mal hombre: por más que la ofensa que
ha recibido le da derechos para mucho, él va tras de una venganza
insaciable, en la cual no ha dudado envolver á toda la nacion de su
ofensor. La aspereza violenta, la ira traidora de la hiena, y la marcha
oblícua del lobo, son los caractéres exteriores de esta figura, que se
mueve en el cuadro inquieta, torva y siniestra, como amenaza viviente.
¿No es así?
--Exactamente.
--Theudia es. . . su Sancho Montero y su Blas de usted en _Sancho García_
y _El Zapatero y el Rey_: á Lumbreras le viene como pintado el papel de
Theudia, y daremos el del conde á Pizarroso.
Y se envió á estos actores su respectivo papel.
Lumbreras era entónces un mozo de buena estatura, de franca fisonomía,
de varoniles maneras, bien proporcionado de piernas y brazos, y de
fresca y bien timbrada voz; pero era algo tartamudo, aunque no se
apercibia en escena este defecto, que vencia el estudio y el cuidado.
Lumbreras tenia el gérmen de un buen actor sério; habia estrenado
con justo aplauso el papel del moro Hissem en _Sancho García_; y en
la escuela y compañía de Latorre le secundaba dignamente bajo su
direccion.
Pizarroso era un actor de angulosas formas, de voz áspera y
_garrasposa_, pero de buena estatura y fisonomía, de fácil comprension,
de buena voluntad para el estudio, muy cuidadoso en el vestir, y secuaz
ciego y adorador idólatra de Cárlos Latorre, entre cuyas manos era
materia dúctil como actor útil y aceptable.
Con estos elementos y diez dias de estudio, ensayamos otros diez _El
puñal del godo_ y levantamos el telon sobre el interior sombrío de
una fantástica cabaña, pintada por Aranda para mi drama en miniatura,
en una noche en que la política traia un poco inquietos los ánimos, y
la atmósfera tan cerrada en nubes como aquella en incertidumbres; una
noche, en suma, muy mala para dar nada nuevo á un público que no sabia
lo que queria ni lo que recelaba, dispuesto á descargar su inquietud
sobre el primero que se la excitara, anheloso por distraerse, pero
inseguro de hallar quien le distrajera.
Ante este público se levantó el telon del teatro de la Cruz sobre la
cabaña de mi monje Romano, quien empezó aquella larga plegaria, de la
cual no habia querido Cárlos que suprimiera un verso. Nunca he tenido
yo más miedo: tenia cariño á mi tan mal forjado _Puñal_, y temia
que mi triunfo de veinticuatro horas se convirtiera en veinticuatro
minutos en vergonzosa derrota. Presentóse Lumbreras, y se presentó
bien: franco, sencillo y respetuoso con el monje, pidióle de cenar con
mucha naturalidad, comió como sóbrio que dijo ser, observó al ermitaño
como hombre que está sobre sí, pero con la tranquila serenidad de un
valiente, y llevó en fin á cabo la escena, dándola la flexibilidad,
el movimiento y el lujo de pormenores de que Cárlos habia previsto la
necesidad. El público la oyó en el más desanimador silencio.
Salió al fin Cárlos, cabizbajo, distraido, sombrío y brusco, llenando
la escena del misterio del carácter del personaje que representaba,
y á los primeros versos se captó la atencion de los espectadores, y
al sentarse empujando á Theudia y diciéndole: «Haceos, buen hombre,
atrás. . . » yo respiré en mi palco, porque ví que todo el mundo queria ya
ver lo que iba á pasar.
Cárlos no tenia par para estas escenas: no dejó enfriar la atencion
un solo instante; y cuando, sólo ya con Theudia, entró en los
endecasílabos, se le escuchaba con religioso silencio, y sofocábanse
por no toser los á quienes traia resfriados aquella húmeda frialdad del
Enero de 43.
Cárlos reveló tánto miedo, tánta esperanza, tánta supersticion, tal
lucha interior de pasiones oyendo las noticias de Theudia, que entró
en la narracion de su cuento tan vaga y tan fantásticamente, que al
concluirle diciendo
«Dijo: y por entre la niebla arrebatado
huyó el fantasma y me dejó aterrado,»
estalló un general aplauso: era que el público expresaba así el placer
de que Cárlos le hubiera dejado respirar: Lumbreras picó y despertó
el amor propio, y el valor del rey vencido con una intencion tan bien
marcada; Cárlos olfateó y oyó el aura militar del campamento y el
clarin que extremecia á los corceles con una accion tan dramática y
levantada, y con una amplitud de aliento tan vigorosa, que la sala
estalló en aquel ¡bravo, Latorre! que era sólo para él y que él sólo
sabia arrancar. La partida estaba ganada: y preparada de este modo la
salida del conde D. Julian, rápido, perfectamente á tiempo y entre
el fulgor de un relámpago, se presentó por el fondo Pizarroso, torvo,
sombrío, hosco é insolente, envuelto en una parda y corta anguarina,
con una larga y estrecha caperuza amarilla, que le cortaba la espalda
de arriba á abajo. Fuése directamente á la lumbre, que estaba á la
derecha, y picando con intachable precision el diálogo de entrada,
Cárlos con supersticiosa desconfianza y Pizarroso con agresivo mal
humor, llegó éste al rústico banquillo que junto á la lumbre estaba, y
diciendo
D. Julian. ¿Tiene algo que cenar?
D. Rodrigo. Nada.
D. Julian. Pues basta;
la cuestion por mi parte ha dado fondo,
engánchase la borla de su capucha en un clavo del banquillo, vuélcase
éste y da fondo Pizarroso, sentándose á plomo sobre el tablado.
Aquí hubiera acabado hoy el drama; pero hé aquí el público y los
actores de aquel tiempo viejo: el público ahogó en un ¡chist!
general la natural hilaridad que iba á romper; Cárlos, en lugar de
decir: «desatento venís donde os alojan,» dijo en voz muy clara y
con un altanero desenfado: «desatentado entrais donde os alojan,» y
aprovechando Pizarroso aquel dudoso instante, incorporóse enderezando
el banquillo, asentóle sobre sus piés con un furioso golpe, y sentóse
tranquilamente, como si lo sucedido estuviera acotado en su papel.
Cárlos, en una posicion de supremo desden y de suprema dignidad, se
quedó contemplándole de través y en silencio, hasta que el público
rompió en un aplauso universal; y continuó la escena en una suprema
lucha de los actores por la honra del autor. La conclusion fué tan
rápida y precisamente ejecutada por el hachazo de Lumbreras, y
aconterada por Cárlos con la octava final con tal sentimiento y brío,
que el aplauso final se prolongó muchos minutos. _El puñal del godo_
obtuvo el éxito que se obligó á darle Cárlos Latorre, si se nos
concedia tiempo para ponerle en escena como él habia concebido que
debia ponerse.
Así se hacian y así se escuchaban las obras dramáticas desde 1832 á
1843.
XIV.
INTERRUPCION.
Sr. Director de _Los Lunes de El Imparcial_:
Mi querido amigo: Siento mucho no poder enviar á V. original de
mis _Recuerdos del tiempo viejo_ para el número de mañana: pero la
primavera que Dios prematuramente nos ha enviado esta semana á los que
en Madrid vivimos, ha hecho fermentar en mi viejo corazon el espíritu
vagabundo y holgazan de todo buen español en la estacion primaveral.
Confieso á V. , y sin que tal confesion me pese ó me ruborice, que no he
hecho más en toda la transcurrida semana que pasear al sol mi pellejo,
que con el frio comenzaba ya á apergaminarse, conversar con dos amigos
tan viejos como yo, del tiempo que no volverá, y vagar por las calles
de Madrid como un gorrion nuevo recien escapado del nido, que no piensa
en volver á él miéntras luzca el sol sobre el horizonte.
En esta ociosa vagancia me ha cogido el sábado, mi querido Munilla,
sin haber escrito ni acordarme de escribir una palabra del artículo de
mañana: así que, mi _Puñal del godo_ pendiente se está como quedó en
nuestro número del 1. º de Marzo, y no lo volveré á coger hasta el del
lunes 15: y para bien sea; porque un puñal en manos de un viejo loco,
puede acarrear á cualquiera un susto, si no un disgusto. Yo quisiera
sincerar mi falta dando á V. alguna razon que de ella con V. me
disculpara: pero, la verdad es que no la tengo: si le escribiera á V.
en verso, ya inventaria yo alguna mentira, por excusa; pero escribiendo
en prosa, debo decir la verdad como hombre honrado.
El lunes, satisfecho de haber publicado y cobrado mi artículo, me salí
al sol á expaciar el ánimo y á descansar del trabajo hecho. Los martes
son malos dias para empezar negocio ni labor alguna: el miércoles me
volví á salir al sol para prepararme á oir por la noche en el Ateneo
al Sr. Moreno Nieto; á quien voy yo siempre á escuchar con tanto
asombro como respeto, porque sabe tantas cosas que yo no sé, y las
dice de una manera tan de mi gusto, que le escucho arrobado, y me
pesa siempre de que concluya de exponer aquellos sus tan bien hilados
discursos, tan lógicamente hilvanados en tan primorosas frases. El
jueves continué paseándome al sol, para rumiar lo oido al Sr. Moreno
Nieto; y á las siete y media (costumbre mia de los jueves) me senté á
la mesa de la condesa de Guaquí, quien siendo hija de mi condiscípulo
el duque de Villahermosa, es al mismo tiempo hermana del ángel rubio
encargado por Dios de abrir las puertas de la aurora y de derramar
la luz y la alegría sobre la tierra. Recibe conmigo á su mesa los
jueves esta gentilísima señora al prodigio de memoria, de erudicion
y de precocidad, el jóven Menendez Pelayo, al infatigable Grilo, que
nos recita sus versos, los mios y los de todos los poetas que conoce;
á Pepe Esperanza, quien me hace concebir la de escuchar el celeste
concierto del Paraiso, cuando él pone las manos en el piano, y otros
renombrados ingenios y conocidísimos personajes, de quienes no cito á
V. los nombres, porque no le parezca que trato de darme más importancia
de la escasa que mis versos me han adquirido, más por el ajeno favor
que por su mérito propio. Puede V. comprender que no tendria perdon
de Dios, si empleara los viernes en otra cosa que en saborear los
recuerdos en prosa y verso del salon de aquella condesa Cármen, con la
cual no tienen flor comparable ninguno de los Cármenes escalonados en
el valle de los Avellanos de la morisca Granada.
Del viernes ya pensé emplear la noche en escribir mi artículo; pero
fatalmente para V. , los viernes ha dado en reunir en su casa la señora
de Malpica á algunos amigos suyos, entre los cuales me cuenta; y ¡ay,
señor Director de _Los Lunes de El Imparcial_! recibe esta señora con
tal cariño y con tan buen gusto en una tan elegante morada, y van á
casa de esta señora dos niñas morenas, que cantan como dos ángeles,
dos rubias que tocan como dos serafines, y otras dos de tez apiñonada
y cabello castaño que tocan y cantan como dos Santas Cecilias. . . en
fin, de aquella casa se sale con pesar á las cuatro de la mañana; y el
sábado hay que pasarlo en soñar con aquellas tres parejas de muchachas,
que le dejan á uno en los oidos para veinticuatro horas el eco de todas
las harpas de Sion, y de los gorjeos de todos los ruiseñores de los
bosques de la Alhambra.
La tarde del sábado, cuando ya iba disipándose la especie de embriaguez
en que envuelven el espíritu de los poetas, aunque seamos viejos, el
recuerdo de tánta poesía, tánta música y tántos serafines con forma
humana. . . ella bajando y yo subiendo, tropecé en la calle de la
Montera con la marquesa de D. H. , que es la más mona de todas las
marquesas de los reinos unidos y desunidos de Europa; una malagueña
que tiene una mata de rayos de sol por cabellos, un puñado de azucenas
por cara, dos pedazos de cielo por ojos y dos ramilletes de jazmines
por manos; y que me dió justísimas quejas, y que la dí merecidísimas
satisfacciones, y que me ofreció el perdon suyo y el de su esposo, y
que la prometí enmienda, y que me fuí á mi casa entre la niebla del
crepúsculo, mareado y andando á tientas con el recuerdo de sus palabras
y la imágen de su hermosura.
Envié á mi familia al teatro de Apolo, y dejando el estreno de la
comedia _Angel_ por oir á Blasco, me dirigí al Ateneo.
Pero Blasco es más vagabundo que yo, y á las diez nos dijo el
secretario que Blasco no daba su lectura aquella noche. Un poco
despechado de aquel chasco que con su ausencia me pegaba Blasco, eché
hácia el teatro de Apolo, desesperanzado de acabar la semana tan
poética y armoniosamente como la habia pasado, puesto que daban una
comedia en prosa para mí desconocida: _Lo positivo_.
A más de la mitad iba ya la representacion del acto segundo, cuando
ocupé yo mi butaca de primera fila; ignoraba el argumento y dábame
apenas cuenta de lo que en la escena sucedia, cuando la Hijosa, que en
ella estaba sola, dejó un periódico en que habia leido y tomó una carta
que tenia delante por leer. Desplegó poco á poco el papel de aquella
carta y comenzó su lectura con una indiferencia que cambió en atencion,
y que fué pasando de ésta al interés, y de éste al sentimiento, y luego
á la ternura, y ví con mis gemelos que las lágrimas brotaban de los
ojos de la actriz, y sentí las mias anublarme los cristales á cuyo
través la contemplaba, y oí por fin estallar un aplauso universal, y
solté mis anteojos para aplaudir su final de acto, cuya ejecucion hacia
mucho tiempo que no habia yo visto par.
En el tercero desplegó Pepita Hijosa un lujo de pormenores, un estudio
de detalles tan minucioso, un cuadro tan acabado de cómica coquetería,
manifestó tal seguridad y franqueza, tal posesion de la escena, que
envidié la fortuna del Sr. Tamayo ó Estévanez, ó como quiera llamarse
el académico autor de aquella comedia, en la cual se me revelaban á
un mismo tiempo el más práctico de nuestros autores, y una actriz
incomparable para el estudio de sus papeles.
Puede un gran poeta desarrollar en ricos versos ó en castiza prosa, un
gran pensamiento, y dar cima á una gran creacion; pero el mejor poeta
no puede hacer más que escribir sus palabras; y si el actor no da á
cada una de las de su papel una intencion, una inflexion, un movimiento
y una vitalidad competentes, de la palabra no resulta más que un
sonido sin vibracion, que excita seca, pálida y fria la idea en ella
expresada. En lo que yo ví de _Lo Positivo_, el poeta ha confeccionado
sus palabras y sus escenas como maestro, pero la Hijosa da á su palabra
el movimiento, el relieve y la vida del sentimiento del arte.
Yo no conocia, amigo Munilla, á esta actriz que ha hecho su reputacion
durante mis treinta años de ausencia de España, y como todavía su
acento me resuena dentro del tímpano, su figura y su juego escénico
me bailan aún en las pupilas, y el recuerdo de la actriz me turba la
memoria, no tengo ni tiempo ni ánimo para escribir el artículo de
mañana.
Compóngase Vd. , pues, como pueda; que yo voy á probar si durmiendo doce
horas seguidas, puedo desembarazarme de la deliciosa pesadilla que me
producen en vigilia las encantadoras imágenes de las nueve bienhechoras
hadas, con quienes he tenido la fortuna de tropezar en la semana que
acabó ayer. Si Dios me da otras cuatro como ésta, el premio grande de
la lotería en la quinta, y la gloria despues de la muerte. . . reclame
usted, señor Munilla, reclame usted ante todos tribunales humanos y en
el divino, porque no habrá justicia ni en la tierra ni en el cielo.
Suyo afectísimo. . .
* * * * *
Los redactores de _El Imparcial_ no quisieron dejar pasar el número
de aquel lunes sin artículo mio, y sustituyéndole con mi anterior
epístola, le completaron con la siguiente nota y los subsiguientes
versos: todo lo cual dejo yo en este lugar interrumpiendo mis recuerdos
como ellos lo intercalaron en los _Lunes_ de su periódico.
* * * * *
Mal satisfechos con esta carta del Sr. Zorrilla, corrimos á su
casa, pero no le hallamos en ella. Registramos osados su pupitre, y
encontrando en él el borrador de las siguientes octavas, las publicamos
á continuacion de su carta, en lugar del artículo que hoy no contaba
darnos.
Dios te ha dado, Valenciana,
la beldad de las huríes;
en tu faz, cuando sonries
se abre el cielo y se ve á Dios;
quien al darte en carne humana
modelada tu hermosura,
dijo: «ahí va esa criatura,
y como esa no hago dos. »
Y eres única por eso:
Yo creí que era mi Rosa
la primera y más hermosa
en el ámbito español;
pero á tí, prez y embeleso,
luz y gloria de Valencia,
te creó la Omnipotencia
sola y sin par, como el sol.
En tus ojos nace el dia,
que ajimeces son del cielo
por los cuales manda al suelo
de Valencia Dios la luz.
Ha supuesto Andalucía
que era Vénus sevillana. . .
no lo creas, Valenciana;
erró vano el andaluz.
Al matar el cristianismo
á la Vénus de Cithéres,
se asió á tí Cupido, y eres
quien le lleva de sí en pós;
si hizo á aquella el paganismo
de la espuma de los mares,
de capullos de azahares
y de luz te hizo á tí Dios.
Tú eres Vénus, Valenciana;
tu hermosura es más perfecta
que la helénica, romana,
bizantina y oriental:
tú eres la obra más correcta
de las manos de aquel númen
que es la cifra y el resúmen
de lo bello y lo ideal.
Y contigo, almo trasunto
de aquel gérmen de hermosura,
de sin par modeladura
en su inmensa creacion,
no tiene el más leve punto
de adhesion comparativa
criatura alguna viva
en belleza y perfeccion.
No creó naturaleza
ningun tipo de hermosura
que no fuera á tu belleza
algun rasgo á demandar;
te pidió el cisne blancura,
el armiño tu limpieza,
el halcon tu gentileza
y el antílope tu andar.
Tienes ojos de paloma
y hebras de sol por pestañas;
Dios te ha puesto en las entrañas
los efluvios del rosal:
y respiras los aromas
que desprende en las montañas
de sus troncos y sus gomas
el calor primaveral.
Tu cabeza toca airosa
tu abundante cabellera,
como al cedro y la palmera
su ramaje secular:
de las hondas de tus rizos
la espiral es más graciosa
que los arcos movedizos
de las ondas de la mar.
Tu cintura, más esbelta
que los vástagos del mimbre,
hace el paso que se cimbre
de tu andar de garza real;
y tu leve falda suelta
flota en torno de tu talle,
cual la niebla que en el valle
alza el sol matutinal.
Más sutilmente no liba
colibrí de cien colores
en el cáliz de las flores
el rocío que en él ve;
más ingrávida no estriba
la ligera mariposa
en las hojas de una rosa,
que al andar pisa tu pié.
De tus labios la sonrisa
como un alba se desprende
que por la atmósfera extiende
viva luz y áura vital,
y tu aliento es una brisa
que del cielo baja al suelo
por tus labios, que del cielo
son las puertas de coral.
Son más dulces tus palabras
que la miel de las abejas;
el olor que trás tí dejas
aventaja al del clavel:
y tu amor, con el que labras
mi ventura, reasume
la dulzura y el perfume
de la flor y de la miel.
Tú eres Vénus, Valenciana:
tus dos labios carmesíes
al abrir cuando sonries
se abre el cielo y se ve á Dios;
quien al darte en carne humana
modelada tu hermosura,
dijo: «ahí va esa criatura:
mas como esa no haré dos. »
XV.
EL PUÑAL DEL GODO.
III.
Ganóme esta obrita más favor con el vulgo é hízose pronto más popular
y famosa que cuantas escritas llevaba, por la circunstancia de que,
no necesitándose dama para su representacion, la pusieron en escena
todos los aficionados en liceos, casinos y demás sociedades más ó
ménos literarias que por entónces comenzaron á surgir; y permítame
el lector que con vanidad le recuerde que sé de cierto que miles de
personas, que han sido y son hoy conocidos personajes, han hecho el
papel de alguno de los cuatro de mi _Puñal del godo_: y no há muchas
noches dieron una dedada de miel á mi amor propio mi paisano Nuñez de
Arce, Sellés y otros que valen y son hoy más de lo que yo antaño valia
y era, revelándome alegremente que habian de estudiantes representado
á Theudia y á D. Rodrigo, y el primero añadió que aún sabia de memoria
toda mi rápidamente abortada composicion; lo cual, sea dicho en paz
y en gracia de Dios, me congratula con aquel pequeño aborto de mi
ingenio y casi me enorgullece de haberlo escrito.
Y la ocasion me viene como de molde, para exponer aquí mi opinion sobre
las representaciones de los aficionados, en los más ó ménos caseros
teatros de sociedades más ó ménos públicas ó privadas. Cuando invitado
un conocido autor á la representacion de una de sus obras en uno de
estos teatros, le dicen durante ó despues de ella: _¡Cuánto habrá V.
sufrido viéndose así ejecutado!
_ ni los que tal le dicen son justos,
ni él lo fuera pensando tal. Yo por mi parte no sólo asisto sin pena
á estas ejecuciones, sinó que es la sola ocasion en que escucho mis
versos sin hastío. Los aficionados suelen ser muchachos de quienes
aún no se sabe el porvenir, que estudian sus papeles con afan, los
representan con entusiasmo, y se encariñan con el autor; de quien se
acuerdan contínuamente y con quien contraen esa amistad leal, noble
y desinteresada, que se basa en la fruicion espiritual de la lectura
y del estudio de una obra que nos procura aplausos y favor, siquiera
sea de amigos. Tal vez un muchacho á quien el porvenir guarda una
faja de general ó un sillon presidencial de un Parlamento ó en una
Academia, representa delante de la niña que ha de ser su mujer, ó de
la mujer que ha de ser su gloria ó su condenacion. Tal vez alguno,
con la representacion del papel de Theudia ó del conde D. Julian,
ha conseguido el amor de su Florinda, y uno y otro han bendecido y
conservado por ello toda su vida una amistad por él ignorada al viejo
autor del _Puñal del godo_. En estos teatros y en estos actores de
aficion todo es disculpable, en atencion á la buena fé con que todo se
hace: en ellos suelen presentarse individuos que fácilmente llegarian á
buenos actores, si en serlo pusiesen empeño ó de serlo se vieran en la
necesidad. Yo soy tal vez el viejo que tiene más amigos jóvenes: soy el
poeta que goza de más popularidad entre la juventud escolar de España:
y no por mi ciencia, de la cual dan mis escritos bien pobre y escasa
muestra, sinó por las octavas de D. Rodrigo y el diálogo de éste con D.
Julian, de los cuales hay apenas estudiante que no tenga en su memoria
algunos de sus versos ó algunas hojas parásitas de los mios entre las
de sus libros de asignatura.
Los actores de provincia son tambien dignos de la indulgencia de los
autores; porque la variedad diaria que en sus representaciones exige
un público escaso que nunca varía, no les da tiempo de estudiar ni de
ensayar convenientemente las obras; pero basta de esto, que es tratado
aparte de mis recuerdos viejos: ya volveré sobre ello cuando llegue el
turno á mis impresiones del tiempo actual; y tornemos y demos fin á las
de _El puñal del godo_ con una anécdota poco conocida.
Habia en Méjico cuando vivia yo en aquel paraiso, que debió ser para
mí y no quiso Dios que fuera limbo del olvido un Casino español,
pródigamente sostenido, en cuyos salones se daban algunas espléndidas
fiestas; una de ellas, la imprescindible, se verificaba el dia
onomástico de la Reina Isabel, á quien, como á la persona que entónces
representaba la patria, enviábamos un saludo los expatriados de
España. Era yo el encargado de hacer una lectura en aquellas noches,
que concluia siempre con el viva á España, al cual contestaban los
mejicanos y españoles en aquellos salones reunidos.
Un año, queriendo el Casino hacerme un obsequio por lo que parecia
trabajo y era en un español obligacion de buen ciudadano, dispuso que
en una de estas fiestas se representase mi _Puñal del godo_ y se me
ofreciese una corona.
Colocáronme, para honrarme, en un grande y magnífico sillon, en el
cual resaltaba más mi exígua personalidad, á la derecha de la orquesta
y de cara al público: ejecutóse mi pobre drama lo mejor que se pudo
y mejor de lo que se esperaba; diéronme mi corona, aplaudiéronme
mucho, y despues de una exquisita cena aconterada con muchos bríndis,
metiéronme, tras de muchos abrazos y plácemes, en mi coche y. . . buenas
noches.
Al dia siguiente un periódico mejicano, no muy afecto á los españoles
pero redactado por gente ingeniosísima, daba cuenta de la fiesta,
la representacion, mi coronacion y la cena final en los términos
más halagüeños para la riqueza, la esplendidez y el patriotismo de
los sócios del Casino; pero concluia con este cuentecillo: «Sin que
salgamos garantes de la verdad del hecho, se cuenta que entre el
poeta Zorrilla y un amigo nuestro y suyo, que no habia asistido á la
funcion del Casino y que se acercó á saludarle al bajar aquel del coche
á la puerta de su casa, se cruzó el siguiente diálogo, que resultó
improvisada redondilla:
«El amigo. ¿Qué tal lo hicieron los godos?
El poeta. ¡Hombre! . . . lo han hecho tan mal,
que buscaba yo el puñal
para matarlos á todos. »
En cuyo cuentecillo quedábamos mal todos los españoles de Méjico: los
del Casino por haber hecho mal mi drama, y yo por hacerlo peor con
ellos en semejante epígrama.
Ni es mio, ni en aquella ocasion pudiera habérseme ocurrido; pero me
le ha recordado la última representacion que he visto en Madrid de mi
pobre _Puñal del godo_.
XVI.
LOS DOS VIREYES.
_Suum cuique. _
Este drama está ya olvidado del público de Madrid, y apenas si se
representa alguna vez en provincias, afortunadamente para mi honra.
De él se ocupó la crítica muy somera aunque muy ágriamente, y tuvo
razon: es la más miserable rapsodia representada en el teatro moderno;
y si andando el tiempo algun curioso bibliómano ó algun crítico
investigador tropezaran con ella en algun juicio retrospectivo,
seguramente exclamarian con asombro: «¡Cómo diablos fué posible que
aquel poeta escribiera esto! »
Y no puedo negar que lo escribí, y es lo peor que al afirmarlo no
me avergüenzo de haberlo escrito; materialmente escrito, porque
el argumento, la forma y las escenas en prosa, no son mios: están
rastreramente cogidos y literalmente copiadas de una mala novelucha de
un autor italiano engerto en francés, á quien todo París literario y
artístico ha conocido, pero cuya reputacion no ha llegado á España:
la novelucha se titulaba _El virey de Nápoles_, y su autor se llamaba
Pietro Angelo Fiorentino.
¿Cómo llegó á mis manos esta novela? ¿Quién me puso en mientes
transformarla en drama, copiando en él servilmente los amanerados
diálogos de su falso relato y sin curarme de corregir sus errores
históricos, ni de dar á mis personajes otro carácter más acusado y
dramático, más verdadero y más español?
Es una historia que debia de quedar para contada despues de mi muerte;
pero que se me antoja contar en vida, porque nada hay en ella que no
abone mi lealtad de amigo y mi buena fé de hombre honrado; porque
no quiero que piense ninguno de los que en mi tiempo viven que temo
abordar en mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO ninguna cuestion personal
sobre el pasado que no vieron, y porque no quiero cargar para el
porvenir con culpas que no fueron mias. En cuanto á mi reputacion
literaria, confieso que no me trae con mucho cuidado; porque sólo la
posteridad depura y acrisola lo que vale la fama adquirida en vida por
un autor de loca fortuna ó de gran favor entre los profesores de bombo;
y tengo yo para mí, aunque pese á los pocos amigos que me quedan,
que más me va á honrar despues de mi muerte, la sinceridad con que
reconozco la escasa valia y los defectos de mis obras, que el haberlas
escrito; y digo sinceridad, por no atreverme á decir modestia; virtud
que creo que no existe ya en España y que es un capital que. . . quien lo
pone lo pierde: sabiendo lo cual, aunque lo tuviera no lo pondria yo.
No quiero, sin embargo, que mis amigos renieguen de mí, tomando mi
sinceridad por hipocresía; y voy á decirles de paso, y áun á peligro
de que en vez de hipócrita me crean vanaglorioso, que tengo cierta
conciencia de mí mismo, teniendo por bien hecho y por valioso algo
de lo por mí hecho: mi _Cristo de la Vega_, mi _Capitan Montoya_ y
mi _Margarita la tornera_, son tres leyendas muy imitadas, pero no
corregidas áun por otro poeta mejor narrador, ó más legendario y
tradicional; y Dios y el tiempo nuevo me perdonen mi pretension de
creer que me dan derecho á tenerme por legendario buen narrador. Por
poeta dramático no me tuve jamás, y sólo puedo presentar sin vergüenza
los dos primeros actos de _Traidor, inconfeso y mártir_ y la segunda
mitad del tercero y primera del cuarto de _El Zapatero y el Rey_; lo
cual no es tánto que sirva para bravear, ni tan poco que me humille y
me cierre las puertas del teatro; y en cuanto á mis poesías líricas. . .
¡ay de mí! no son más que hojarasca; y en ellas hay muchas hojillas
verdes y algunas florecillas frescas, pero cuando el tiempo seque tal
hojarasca, poca sombra dará á mi fama el follaje que deje su soplo en
las pobres ramas del laurel de mi gloria.
Volvamos á la historia de mis Dos vireyes.
Habia en 1838 y 39 una tienda de gorras en la Puerta del Sol, cuya
dueña, honradísima mujer, tenia un hermano menor que de ella dependia
y que era taquígrafo de las Córtes. Alto, desgarbado, de pesados
movimientos, modales vulgares y saltones ojos, era en su exterior
el tipo de la honradez, y en sus características manifestaciones la
expresion de la buena fé.
No recuerdo cómo, ni por quién, tropezó y comenzó á juntarse conmigo;
pero ello es que paró en ser mi inseparable sombra, y que no pasaba
dia que no pasara conmigo y en mi casa las horas que su ocupacion de
taquígrafo le dejaba libres. Alababa todo lo que yo hacia, celebraba
todas mis escentricidades de poeta y mis niñerías de muchacho; y como
si en mi cronista se hubiese constituido, propalaba y encomiaba por
donde quiera mis hechos y mis dichos, clasificándolos todos entre los
más chistosos y originales del mundo; lo cual contribuia más que á mi
buena fama á procurarle á él la de mi único amigo, confidente único de
los secretos del muchacho que iba haciéndose popular.
Llevaba yo por entónces, como he llevado siempre, una vida aislada,
que me ha obligado á llevar el trabajo necesario á mi subsistencia y
mi poca simpatía por las banalidades que forman base de la vida social
de Madrid. Las visitas inútiles, las relaciones superficiales y los
convites sin cariño, han sido cosas que no he aceptado jamás en mis
costumbres: y he preferido siempre para mis alegrías y expansiones el
interior modesto de mi pobre hogar, al suntuoso salon y la opípara
mesa del opulento y millonario anfitrion. Mi idea fija era hacer
famoso el nombre de mi padre, para que éste, volviéndome á abrir
sus brazos, me volviera á recibir para morir juntos en nuestra casa
solariega de Castilla; única ambicion mia y único bien que Dios no ha
querido concederme. Bajo esta idea huí siempre de la sociedad política
y rechacé el favor y la proteccion de los gobiernos, á quienes no
pudo ligarme nunca compromiso alguno personal; mi padre era realista,
tuvo que irse con el infante D. Cárlos María Isidro á las Provincias
Vascongadas y que emigrar á Francia un mes ántes del convenio de
Vergara; y puse mi empeño en probarle, que la fama que yo habia dado
á su apellido, la debia sólo al trabajo y al favor del pueblo, no á
haber vendido mi pluma á un partido contrario á sus opiniones; y sin
cuya revolucion no hubiera yo, sin embargo, tenido una prensa en que
publicar los versos que me hicieron popular.
Pasábame, pues, la vida en mi casa dado á mi asíduo trabajo, del cual
descansaba y me distraia en el tiro de pistola y en el circo de la
plaza del Rey; mis dos únicos vicios, porque en vicio les constituia
mi diaria presencia en el tiro y en el circo, donde constantemente me
acompañaba _X_ el taquígrafo, tosco eslabon humano que con la humana
sociedad me encadenaba. _X_ no tiraba; juzgaba de los tiros, convenia
las apuestas, aplaudia los triunfos, y tomaba parte muy principal
en los almuerzos en que las ganancias se invertian. Mr. Arnaud, el
propietario del tiro, tenia para su establecimiento el reclamo de
nuestra fama, y en el actor Monreal, en D. Juan Valleras y en mí,
tres seguros mantenedores de las apuestas que él con extranjeros
generalmente entablaba, y que el bueno de _X_ con él organizaba y
llevaba á cabo; almorzando siempre, como árbitro y adlátere mio, con
los vencidos y los vencedores.
No puedo resistir al deseo de consagrar aquí cuatro renglones al
recuerdo de aquellos viejos compañeros de mis juveniles aficiones.
Monreal era un actor inimitable en lo que entónces se llamaba papeles
de traidor: era un segundo sin primero y un tirador de pistola de
primera fuerza; pero habia que fiarle en las apuestas los primeros
tiros; porque era tan orgulloso, que el primero perdido le hacia perder
la serenidad á impulsos del amor propio que le devoraba. Juanito
Valleras era un gaditano de 24 años, fino y esbelto como un galgo
inglés, caballeroso y leal hasta el recorte de las uñas, andaluz hasta
la médula de los huesos, y tan incapaz de hacer una villanía como de
soltar una gracia agresiva ni de mal tono. Era el primer tirador de
entónces; tiraba por vanidad, y daba siempre la mitad del valor de cada
tiro al francés Arnaud, porque no se convalachara con ningun tirador
paisano suyo para desigualar la carga ó las ventajas de las apuestas.
Con Valleras y conmigo llevaba Arnaud el 50 por 100 de cuanto en ellas
se atravesaba; y el tiro de apuesta de Valleras eran nueve balas
colgadas á nueve distintas alturas, que debian casarse con las de nueve
tiros sin interrupcion; y rara vez le faltaba una por casar. De su
hidalguía es prueba irrechazable el hecho siguiente:
El francés Arnaud andaba siempre á caza de ingleses con quienes
empeñarnos en apuestas de tiro, y dió una vez con unos que nos
invitaron al del encargado de negocios de Dinamarca, que le tenia
precioso en su jardin de la casa de la calle del Barquillo, residencia
de su embajada. Los ingleses lo eran de pura raza, y nos recibieron
como gentes de la mejor sociedad, prévia la más irrecusable
presentacion. Tiraban con unas magníficas pistolas belgas, tres
pulgadas más largas que las nuestras: fiáronse á la suerte todas las
condiciones, y tocó á cada cual el derecho de usar de sus propias
armas. Durante los preliminares, Monreal y _X_ fijaron su atencion en
un inglés viejo, que sentado á la cabeza del tiro tenia un groom de
pié á su espalda y un gran saco á sus piés: era sin duda un maniaco
apostador. --«¡Ojo al saco! » dijo por lo bajo _X_;--y una mirada furtiva
de Mr. Arnaud nos probó á Valleras y á mí que el francés habia tramado
aquella conjuracion contra el saco del inglés. Tocó á los de Albion
tirar los primeros; pusieron por primer blanco un huevo á treinta
pasos: tiró el primer inglés, é hizo blanco: tiró el segundo con igual
acierto; y hecho lo mismo por el tercero, nos tocó nuestro turno á los
españoles. Valleras permaneció impasible, apoyada la mano derecha en el
pilar de la barandilla, para tener la muñeca libre de sangre y el pulso
tranquilo; pero invitado por uno de los ingleses á hacer su tiro, dijo
tranquilamente: «Mis compañeros y yo no hacemos ese tiro. »
Mr. Arnaud se mordió los labios, yo sentí palidecer mis mejillas, y
los ingleses echaron sobre nosotros una mirada de compasion acompañada
de una sonrisa, en la cual su esmerada educacion no llegó á marcar
el desprecio. Valleras, sacando un puñado de monedas de á ochenta
reales isabelinas y recientemente acuñadas, mandó al criado poner una
en el blanco apoyada en el tapon de corcho tendido. Tomó su pistola,
y pasándosela á Monreal para el primer tiro, dijo á los ingleses:
«Nuestro tiro no pasa nunca de este tamaño. » El blanco se veia mal,
porque no era blanco sinó amarillo, y á treinta pasos sólo lo veia un
ojo de tirador; tiró Monreal y quitó la moneda; puso el criado otra, y
Valleras me pasó la pistola con que él tiraba; puse yo mi alma en mi
dedo índice, é hice blanco; Valleras dijo: «Yo no tiro eso: cuelgue
V. mis nueve balas. » Valleras hizo su tiro; los ingleses saludaron
respetuosamente, y el del saco se le entregó al groom, que desapareció
con él. La apuesta paró en un refresco y en un puñado de monedas que
Valleras y los ingleses dieron á Mr. Arnaud; y cuando á la mañana
siguiente, al volvernos á reunir en el tiro de éste, argüia á Valleras
por no haberse dejado ganar los primeros tiros para engrosar las
puestas, Valleras contestó con su desenfado andaluz: «Mr. Arnaud, si V.
habia pensado que nuestro blanco fuese el saco del inglés, hizo V. mal
en pensar en nosotros para sostener tal apuesta. »
Valleras murió dos años despues, de una afeccion pulmonar; Monreal
se metió una noche la bala de su último tiro en el cerebro. . . y yo
abandoné el tiro, cuando mis compañeros abandonaron el mundo.
Al montar Ignacio Boix su librería en la calle de Carretas, dando á
este ramo de comercio una forma y un impulso hasta entónces inusitado
en España, _X_ se ingirió en su casa como administrador, ya con ciertas
pretensiones literarias, como amigo y conjunto inseparable mio: Boix
aceptó la literatura de _X_ bajo su palabra: dióse éste á escribir
algunos artículos en _El Pensamiento_, semanario que Boix fundó: ganóse
_X_ la confianza de éste como habia ganado la mia, y Boix le comisionó
para ir á establecer en Cuba y Méjico dos sucursales de su casa de
Madrid.
Hé aquí el talento y la historia de las medianías que saben no
desperdiciar la sombra de la más pequeña hoja que puede dársela: _X_
empezó por adherirse á la pequeñísima sombra que mi pequeñísima persona
comenzaba á proyectar: cobijóse despues á la sombra de mi casa: recogió
como reliquias todos los borradores de mis manuscritos y todos los más
íntimos pormenores de mi vida; y, al cabo de dos años, salió para Cuba,
agente de la primera casa de librería, con mejor porvenir que yo, y
con el manuscrito inédito de mi leyenda de _El capitan Montoya_, de
la cual hizo cuatro ediciones en la Habana y Méjico, acompañándola de
una biografía del autor _su grande amigo_, cuyo nombre iba con el suyo
en la primera página, viva representacion de mi personalidad: segundo
yo en aquellos países, que no pensaba yo entónces visitar despues de
él, ni _X_ pensaba que yo en ellos habia de hallar más tarde la huella
de sus pasos. Volvió á Madrid en 1842, trájome grandes noticias de
mi gran fama por aquellos países y del éxito fabuloso de mi _Capitan
Montoya_; pero ni á él le ocurrió darme, ni á mí pedírsela, cuenta de
lo que sus cuatro ediciones habian producido. Entre amigos. . .
Entre tanto habia yo tenido un poco de fortuna en el teatro con mi
_Cada cual con su razon_ y las dos partes de _El Zapatero y el Rey_, y
_X_ me habia dado á leer aquella novelilla de Pietro Angelo Fiorentino,
que habia traducido y publicado _allá_ en compañía de mi _Capitan
Montoya_ y bajo las mismas bases de lucro para Pietro Angelo que para
mí. Celebróme mi bienandanza teatral: y anudando naturalmente su
antigua intimidad conmigo, siguió acompañándome á los ensayos en el
escenario y á mi mujer en mi palco en las representaciones. . . y un dia
me preguntó que qué me parecia _su_ novela de _El virey de Nápoles_. . .
y otro dia que si se podria hacer de ella un drama. . . y una noche
que si yo querria transformar en drama su novela, y por fin que si,
escribiéndola en verso y prosa, querria yo aprovechar los diálogos de
la novela, y poniéndolos á nombre suyo, ponerle á él al par del mio
como autor dramático: _cosa_ que á él le daria una grande importancia
con su principal Boix, etc. , etc.
¿Por qué no habia yo de ayudar á hacerse hombre á un tan buen amigo?
Me habia acompañado dos ó tres años cinco ó seis horas diarias, y dia
y noche en las épocas de enfermedades y pesadumbres: habia empezado su
carrera de escritor poniendo en las nubes mis versos y en boca de todos
la prosa de mi vida. . . emprendí la transformacion de la novela _El
Virey de Nápoles_ en el drama _Los dos vireyes_; pero por más empeño
que puse en semejante trabajo, le concluí convencido de que habia
salido como no podia ménos de salir una obra malamente confeccionada,
muy desigualmente escrita y de éxito dudosísimo.
Llamé á _X_ y le dije que en mi cualidad de buen amigo y de hombre
leal, mi conciencia me obligaba á advertirle que _Los dos vireyes_
era un tiro que iba á salir para él por la culata; y que al silbarme
el público por primera vez, no faltaria á quien le ocurriera que
escribiendo solo me habia hecho aplaudir, y que la asociacion con _X_
me habia atraido la primera silba; y en fin, que aquel seguro mal
éxito, en vez de procurarle reputacion y de abrirle la escena, le iba á
desacreditar y á cerrársela para siempre.
Pareció _X_ convencido de mis razones: y como la temporada cómica
iba ya muy avanzada, la obra estaba prometida y yo obligado á dar la
tercera del año, segun mi contrato, determinamos presentarla bajo
mi solo nombre, y que corriera yo solo el riesgo de un desaire casi
seguro del público y de una justa rechifla de la crítica por semejante
rapsodia.
Entregué mi obra á Lombía: recomendésela á Cárlos, poniéndole en los
pormenores de su historia: prometióme Cárlos, con el paternal cariño
que me tenia, ponerla en escena con tánto más esmero cuanto ménos
probabilidades de éxito presentaba: y pretestando yo no poder esquivar
por más tiempo el compromiso de ir á pasar la Semana Santa con el duque
de Rivas, partí á Sevilla, huyendo de la primera representacion de
aquellos _Dos vireyes_, con cuyo azaroso porvenir dejé cargados á Mate
y Cárlos Latorre, diciéndome al meterme en la diligencia: «ojos que no
ven, corazon que no siente. »
¡Y qué recuerdo tan fresco, tan juvenil, tan poético, es el de aquel
viaje y el de la estancia en la casa y con la familia de aquel tan
gran poeta y tan grande amigo como fué mio, aquel á quien yo llamaba
mi ángel, á quien la posteridad llama duque de Rivas, y cuya memoria
vive aún por la amistad en mi corazon, y en España por el _Don Alvaro_,
que está todavía en pié sobre la escena en que hace cuarenta años que
apareció!
Desde que Juanito Donoso y Nicomedes Pastor Diaz primero y Villalta
despues, me habian dado trabajo en sus periódicos, no habia yo dejado
pasar una semana sin publicar una ó dos composiciones por lo ménos:
en tres años habia de ellas coleccionado ocho tomos mi primer editor
Delgado. Desde que García Gutierrez me habia abierto la escena,
asociándome á él en el _Juan Dándolo_, habia yo presentado seis dramas,
benévolamente acogidos por el público, que tuvo sin duda en cuenta
al aplaudírmelos mi poca edad y mi constante trabajo: tenia yo mucha
priesa de meter ruido que llegara á los oidos de mi padre, emigrado en
Francia, y no me remuerde la conciencia de haber desperdiciado aquel
tiempo viejo. Era la primera vez que cogia yo un mes y un puñado de
onzas para mi solaz. Mi miedo al éxito de mis _Dos vireyes_, pedia á
Dios alas para huir de Madrid: y el editor D. Manuel Delgado, que era
el único que sabia lo que yo valia en dinero, que me gruñó siempre,
pero no me negó jamás el que le pedí, me dió el susodicho puñado de
onzas, para sustituir con un asiento en la diligencia las alas que
Dios no ha concedido á ningun poeta al lado de los homóplatos. Dióme
Lombía una docena más de aquellas graves y amarillas monedas que por
atrasos de mi sueldo me era en deber, y otra docena Boix por adelanto
y seguridad de mi primer tomo de leyendas: dejé las dos docenas á
mi familia; y con el primer puñado en el bolsillo, me acomodé en la
berlina, que despues hemos llamado _coupé_, de la diligencia que á
las tres de una mañana de marzo arrancaba para Sevilla, de la calle de
Alcalá.
Llevaba por compañeros á D. Juan Jústiz, noble mozo habanero, de tan
mala salud como buena educacion, y tan sobrado de rentas como falto de
humor para gastarlas; á quien acompañaba Lorenzo Allo, otro habanero de
tan buen humor y tan buena salud como poco amigo de guardar su dinero,
con quien habia trabado yo amistad en el tiro de Mr. Arnaud y en el
gimnasio del conde de Villalobos.
Era este Lorenzo Allo el mejor amigo y el más agradable compañero del
mundo: tan enjuto como récio, era nervioso hasta tener trémulas las
manos, á pesar de lo cual tomaba café cuatro veces al dia; y usando en
anteojos de oro unos cristales de muy bajo número, alternaba con los
primeros tiradores; sin que me haya podido yo dar cuenta de cómo veia
el blanco, ni de cómo sujetaba é inmovilizaba sus nervios para hacer
finísimos tiros. Teníame una sincera amistad y sabia de memoria muchos
versos mios: dábame tan buenos consejos como malos ejemplos; y tan
diestro boxeador como mediano humanista, estaba siempre dispuesto á
saltar un ojo de un puñetazo á quien no le concediera sin discusion que
era yo el primer poeta de ambos mundos. Cuidaba de mí en el gimnasio
como si fuera yo de cristal, y de mi honra como si fuera la suya, é
hijo yo de su mismo padre.
Jústiz y yo le hicimos administrador de ambos durante el viaje y le
entregamos nuestros dineros: aquel para no tener el trabajo de pensar
en ellos, y yo para ahorrarme el de contarlos: negocio que era por
entónces no poco peliagudo en España, con los ocho cuartos y medio de
sus reales, los ciento setenta de sus duros, los trescientos veinte
reales de sus onzas, las tres onzas y _dos duros_ de sus mil reales,
etc. ; de modo que la más mínima cuenta tenia siempre más picos que una
custodia.
La noche estaba fria, lejano el amanecer, y los tres viajeros de la
berlina que habíamos acudido con tiempo por no habernos acostado,
estábamos en nuestros puestos desde que empezaron los mozos á cargar el
carruaje, durmiendo tranquilamente bien embozados en nuestras capas. La
empresa era nueva, y en competencia con la antigua: el conductor ocupó
el pescante y al dar las tres en el Buen Suceso, dió una voz y tendió
su fusta á los caballos, que nos arrebataron entre el ruido de sus
herrados cascos y de sus agujereados cascabeles.
La nueva empresa habia montado á la francesa sus tiros, sustituyendo
al antiguo rosario de mulas, enfrenadas sólo las dos del tronco y las
seis restantes encomendadas á un muchacho ginete en el mingo delantero,
un tiro de seis buenos caballos todos embridados; dos en la lanza y
cuatro en balancin. Aquellas nuevas diligencias, carruajes de sólo
berlina y rotonda, eran unas especies de sillas de posta; y eran á
las antiguas galeras y diligencias lo que hoy son á aquellas sillas
de posta las locomotoras y trenes de los ferro-carriles; pero aquel
ruido de los cascabeles, aquel perpétuo vocerío con que á sus caballos
animaban los mayorales, aquellos zagales dicharacheros que enganchaban
y recogian los tiros en las remudas, aquellos venteros y maestros de
postas, aquellas hosterías en donde se hacian los altos y las comidas,
conservaban el carácter jaranero y alegre de nuestra patria y la tierra
por donde viajábamos los españoles; y se veia el país, y se bromeaba
con las paisanas; y sea dicho en paz, no tenia tantas ventajas para
los intereses materiales, pero tenia más poesía que el actual nuestro
modo de viajar del tiempo viejo. Los caballos daban cierto decoro de
caballeros á los viajantes; y no todo el mundo podia permitirse el lujo
de viajar en berlina de una silla-correo, que corria por el centro de
la calzada, pasando al vulgo de los viandantes; la máquina lo arrastra
todo, y los caballos arrastraban la flor de lo arrastrado, y bien lo
decia el refran: «de las vidas arrastradas. . . la del coche. »
El en cuyo _coupé_ íbamos Allo, Jústiz y yo paró en Ocaña para
almorzar. Sin que Allo y yo hubiéramos bajado los cristiles, ni
hablado con los viajeros del segundo compartimento en las postas
pasadas, por respeto al descanso de Jústiz, que iba convaleciente de
larga enfermedad, con fuentes abiertas en los brazos y encomendado á
nuestra amistad por su cariñosa familia. Pero al apearme en Ocaña,
unos brazos poderosos me arrebataron del estribo, y al depositarme en
tierra me decia la voz vigorosa del individuo á quien aquellos fornidos
brazos correspondian:--«¿Aquí tú, Pepe? »--Era Paco Elipe, diputado
bullicioso, poeta un poco excéntrico, pero no despreciable, hacendado
manchego y amigo leal, de quien ya apenas hace nadie memoria; pero de
la de quien voy á traer algunos recuerdos á estos mios de aquel viejo
tiempo. --¿Quién es tan descortés ni tan ingrato que no se pare á dar
un apreton de manos al viejo amigo, á quien encuentra por acaso en el
viaje de la vida? ¿Y qué son estos recuerdos más que un viaje de vuelta
por el casi borrado rastro del florido camino de mi juventud?
Paco Elipe fué sócio del Liceo y escribió de todo, en verso y en
prosa; y empezando por un drama en compañía de Romero Larrañaga,
titulado _La Vieja del Candilejo_, cuyo plan está no más preparado y
versificado limpia y galanamente: escribió otros más, y tuvo sus éxitos
y sus aplausos y su reputacion no inmerecidos y fué uno de los que,
con quienes empezábamos á hombrear, arrimó el hombro para empujar el
carro del progreso de aquella época. Recto y tenaz, y de vigorosísimo
carácter, hacia y decia las cosas de muy original y personalísima
manera. Un dia cerraba con lacre una carta, y echándose por descuido
una gota de él encendida en un dedo, en lugar de sacudírsela dijo,
conservando el dedo inmóvil: «¡Bruto Paco; para que no seas torpe otra
vez! » Y dejó apagarse el lacre en la carne. Una noche sorteamos en el
Liceo varios argumentos para una improvisacion, entre varios poetas, y
tocóle á Elipe el de la _Noche-Buena_.
El tiempo dado para el trabajo de la improvisacion era el de una
hora, al fin de la cual comenzaba la lectura de las composiciones en
la tribuna; llegó su turno á Elipe, y en medio de muchas redondillas
facilísimas, en que describia todo el tumulto que traen consigo los
panderos, zambombas y el jaleo de aquella noche de la Misa de Gallo,
soltó con la mayor formalidad la semiblasfemia de esta cuarteta:
Y aunque la ilacion se quiebre,
lo que no apruebo y resisto
es el mal gusto de Cristo
de nacer en un pesebre.
Y continuó su descripcion de la _Noche-Buena_ con tanta
imperturbabilidad suya como estupefaccion del auditorio.
Fué el amigo más consecuente de José Fernandez de la Vega, el fundador
del Liceo, mal recompensado por todos los á quienes hizo hombres con el
establecimiento de tan única y brillante sociedad. El Gobierno no supo
dar á Vega más que el Gobierno de una provincia de tercer órden; y Paco
Elipe fué el más fiel amigo de aquel á quien tantos faltaron.
Pero de Paco Elipe haré más larga y justa mencion más adelante, porque
espero en Dios que me dará tiempo de hacerle una visita en su palacio
solariego de Manzanares: y ocasion de hallar en él materia para más
curioso relato.
Con este mi tercer compañero de viaje almorcé en Ocaña, en un parador
nuevo, en una mesa muy limpia y enflorada, servida por dos buenas mozas
de diez y ocho y veinte años, de trigueña tez, boca sensual y risueña,
grandes, negros y retozones ojos, moño de picaporte con zorongo de
largos cabos, y robustez muy mal disimulada en sus ceñidos corpiños, y
sus estrechos y cortos guarda-pieses.
El conductor nos presentó á los postres un libro en blanco, en cuyas
hojas rogaba la empresa á los viajeros que anotasen las faltas de
servicio para corregirlas. Elipe y yo acusamos en ellas, y en unas
quintillas, al posadero de hacer servir su mesa por aquellas dos
muchachas, que embelesaban á los viandantes para que no comiesen más
que ojeadas y sonrisas, productoras para ellas de dobles propinas y de
vanas esperanzas para los comensales; y pedíamos á la empresa que, ó
suprimiese aquellas dos muchachas, ó que cambiando las horas de salida
de sus carruajes, dispusiera que los viajeros no almorzaran, sinó que
cenaran y pernoctaran en aquel parador de Ocaña.
* * * * *
El 1. º de Abril á las siete de la mañana nos apeamos de la diligencia
en Sevilla, café del Turco, calle de la Sierpe. Salia yo á ver la
tierra por primera vez; y como el pájaro que deja por primera vez
el nido apenas emplumado, y goza de la luz, la vida y la libertad,
desempolvando sus plumas entre el fresco césped y las primeras
margaritas, y se baña en el brillante ajófar y las líquidas perlas de
las gotas de agua que desparrama el Guadalquivir en sus siempre verdes
orillas, me salí por la Puerta del Arenal á ver el puente, y el rio, y
la Torre del Oro, y á respirar aquel ambiente perfumado de azahar, y á
bañarme en aquella luz, reflejo dorado de la del Paraiso; á pasar, en
fin, una mañana de muchacho que hace novillos.
Y fué aquel uno de los pocos dias que en mi vida cuento como felices,
y cuya dicha tuvo fin y colmo en mi nocturna presentacion en casa del
egregio poeta, del cariñoso amigo, del entretenidísimo conversador, y
del nunca olvidado autor del _Moro expósito_ y del _Don Alvaro_.
El recuerdo de la amistad, de la casa y de la familia del duque de
Rivas es una isla de arribada en el revuelto mar de mi existencia, un
oasis frondoso en el arenal desierto de mis estériles aspiraciones,
una tienda de reposo en el pedregal por donde ha hecho peregrinar mi
inutilidad viviente, mi improductiva é improvisora poesía. La casa del
duque en Sevilla es en mis recuerdos un nido de ruiseñores, donde fué á
albergarse una noche de primavera una golondrina desanidada.
XVII.
¡Gran tierra es Andalucía!
La gente allí alegre toma
la vida efímera á broma,
y hace bien, por vida mia.
Quien á Sevilla no vió
no vió nunca maravilla;
ni quiso irse de Sevilla
nadie que en Sevilla entró.
«¡Ver Nápoles y morir! »
dicen los napolitanos.
Y dicen los sevillanos:
«¡Ver Sevilla, y á vivir! »
Esto digo yo de Sevilla en _La leyenda de los Tenorios_, y esto hice
cuando fuí á aquella ciudad sin más objeto que á ver á Sevilla y á
vivir. No existian aún en España las academias y los profesores de
_bombo_, ni _La Correspondencia_ anunciaba la salida de Madrid de don
Fulanito y doña Menganita, ni nos habian hecho cardenales, tratándonos
de _Eminencias_, á los que por algo comenzábamos á distinguirnos los
que aún no se distinguian por su profesion de _bombistas_; ni habíanse
aún establecido las sociedades y comisiones de aplausos mútuos que
anuncien, calificándolo de acontecimiento, la partida, la llegada ó
el resfriado de cualquier medianía ó nulidad, á quien cuatro amigos,
si no ella misma, dan importancia miéntras se lee el número en que se
da ó se la da bombo: así que pude yo pasearme por Sevilla con Allo
y Jústiz sin riesgo de hacerme enemigos todos los liceos, ateneos y
teatros caseros, cuyas invitaciones rehusara, y cuya sancion necesita
hoy todo hombre notable para pasar por donde pasa, como moneda
resellada, en cada provincia. Algunos curiosos iban á ver cómo era
el autor de _El Zapatero y el Rey_ cuando entraba ó salia en el café
del Turco, donde se hospedaba; y el tal autor salia ó entraba en su
alojamiento, y gozaba de aquel sol y aspiraba aquel aroma de azahar
que llena los paseos y las alamedas, y visitaba aquellos viejos y
moriscos edificios, por y entre los cuales anduvo el rey, tan popular
como mal juzgado todavía, de su drama _El Zapatero y el Rey_. Hacia, en
fin, la vida que en Sevilla se hacia: la del pájaro, como dije en mi
número anterior; picotear los capullos de las rosas y de los azahares,
cantar y esponjarse á la sombra y entre las hojas de los naranjos y las
magnolias, y vagar de barrio en barrio, como los pájaros de rama en
rama, hasta la hora de acogerse al nido de los ruiseñores, que era la
casa del duque de Rivas.
En ella duraban algunas caseras costumbres de nuestras nobles familias
de los siglos del Renacimiento. La del duque se reunia en las primeras
horas de la noche en torno de una gran mesa; donde, presididas por la
duquesa, trabajaban sus hijas en alguna labor, y leian ó dibujaban
sus hijos, ó escuchaban todos al duque, que les leia ó recitaba
algunos de sus característicos romances, ó algunas de las consejas
por él recientemente desenterradas de bajo alguna piedra mal segura
del rincon de una callejuela de Sevilla. El duque leia sus versos
con un entusiasmo, un tono y una gesticulacion esencialmente suyos y
completamente originales; y acompañaban su voz el murmullo del aire en
las hojas y del agua en las fuentes del jardin, sobre el cual se abrian
los dos balcones de aquella estancia. El cariñoso respeto y la cordial
é infantil admiracion de su numerosa familia para con el padre y el
poeta, era la cualidad característica, el fondo típico de aquel cuadro
de interior, en cuya atmósfera se respiraba la más sincera alegría y la
más tranquila felicidad. Aquellas cabezas juveniles de las muchachas,
en cuyos ojuelos retozones chispeaba la curiosidad reprimida y en cuyos
labios retozaba la maliciosa sonrisa; las inteligentes fisonomías de
los muchachos, Enrique reflexivo y Alvaro bullicioso; aquellos álbums,
grabados y caballetes abiertos siempre, ó siempre cargados de algun
trabajo no concluido; aquellos retratos de los hijos, pintados por el
padre; aquel piano siempre abierto, y aquellos tres salones seguidos,
en donde siempre habia murmullo de música ó de poesía, y cuyo silencio
era el són del agua y los árboles del jardin, daban á aquella casa un
carácter especial, único y típico, que me hizo calificarla de nido
de ruiseñores, y cuya paz fuí yo á interrumpir con el desordenado
turbion de versos de mi leyenda de _La cabeza de plata_, de la cual iba
escribiendo el último capítulo durante aquel viaje. Habia en aquella
leyenda (que el fin se publicó bajo el título del _Talisman_, y de la
cual ya nadie probablemente se acuerda), un enamoradísimo Genaro, á
quien vuelve loco la cabeza de una hermosa Valentina, cortada por un
bárbaro y celoso tutor, cuya historia no sabia yo á punto fijo cómo
concluir, pero que entusiasmó á la duquesa, complació al duque por lo
que me queria, y encantó á las muchachas por lo romántica y apasionada.
Pasemos pronto por tan gratos como personales recuerdos: la muerte nos
quitó de delante aquel ídolo á quien adorábamos, gloria de España,
cuyos versos hemos aplaudido no ha muchos meses en el teatro en su
_Don Alvaro_; y no quiero que su recuerdo parezca en estos mios como
motivo de alabanza propia, ni como afan de propio engrandecimiento á la
sombra suya, ni como halagüeña adulacion á los hijos vivos del amigo
muerto; de cuya viva estimacion vivo seguro, por los puros recuerdos de
aquellos dichosos dias y de aquellas deliciosas noches.
Obligábame á pasar á Cádiz un asunto de familia; y librándome á fuerza
de voluntad del encanto con que en Sevilla me retenia la sociedad del
duque, me embarqué con mis compañeros en un vapor que descendia el
Guadalquivir. No habia yo visto el mar; y para no verle prosáicamente
desde una playa, me eché á lomos de aquella serpiente de plata,
que deshace las móviles escamas de sus dulces ondas en las amargas
profundidades del que rodea y arrulla aquel canastillo de plata, que
se llama Cádiz. Ni de esta ciudad ni de la de Sevilla diré una palabra
más; porque ni hay ya nada que de ambas en prosa y verso no se haya
dicho, ni estos recuerdos son memorias históricas, ni relacion de
impresiones de viaje, que obligan á seguir lógica y consiguientemente
una narracion; sinó la consignacion de mis ideas en un papel, segun en
mi imaginacion desordenadamente se van presentando. Está ya convenido
que el autor del _Zapatero y el Rey_ y de _Margarita la Tornera_ es un
poeta. . . bueno ó malo, grande ó pequeño: pero ¿cómo fué poeta? ¿Cuáles
fueron los gérmenes de su inspiracion? ¿Qué influencia han tenido en
sus escritos las vicisitudes de su vida? ¿Qué hay en la suya íntima,
puesto que no la tiene pública no habiendo sido nunca más que poeta?
Esto es lo que él solo puede decir, y esto es lo que exponen estos sus
Recuerdos del tiempo viejo, tan desprovistos de interés como de órden,
por ser personales y desligados de toda adherencia con la política, el
progreso, la vida, y en una palabra, de la generacion en que ha vivido,
como una planta parásita sin raices que á su tierra la sujetaran.
Poseia en Cádiz una persona de mi familia una de las pocas huertas, que
reverdecen en el escaso terreno de su puerta de tierra.
Ni la dueña de aquella posesion conocia su finca, ni jamás habia estado
muy clara la historia de ella; habíasela cedido un pariente suyo en
cambio de unos terrenos en Ultramar; y tasada sin duda en más de lo
que valia, no redituaba lo que de su capitalizacion podia esperarse.
Habia habido en ella en otro tiempo un establecimiento industrial,
cuyo abandonado edificio é inútiles utensilios habian ido vendiéndose
cuando la ocasion se habia presentado. Teníala entónces en arriendo un
signor Doménico Maggiorotti, genovés ó livornés, de una honradez sin
tacha, el cual daba cuentas cuando se le pedian, descontando siempre
algo por gastos hechos en recomposiciones absolutamente necesarias,
como reconstruccion de tapias y renovacion de puertas. De vez en cuando
habia hablado de calderas viejas y de útiles ya inútiles de hierro,
que allí arrinconados existian, cuya venta le habian propuesto y para
cuya enajenacion pedia permiso; diósele siempre la propietaria, y el
livornés tuvo siempre á su disposicion el precio de lo vendido. Las
cuentas del año anterior estaban con él todavía pendientes, y por
el mes de Febrero del que corria habia pedido permiso para vender la
piedra de una especie de estanques ó secaderos de cera; que cerería
aseguraba que habia sido el arruinado establecimiento industrial de la
finca.