Yo no he pedido
amparo al gobierno para mi vejez alegando mérito alguno en mis obras,
ni yo he dicho á la nacion ni al gobierno que tuviesen _obligacion_
de ampararme: no: pero he propuesto esta cuestion.
amparo al gobierno para mi vejez alegando mérito alguno en mis obras,
ni yo he dicho á la nacion ni al gobierno que tuviesen _obligacion_
de ampararme: no: pero he propuesto esta cuestion.
Jose Zorrilla
con ansia dijo
La sultana. --Sí, madre, y no comprendo. . . . .
Contestó Abú Abdil. ¡Tal vez maldijo
Nuestra fortuna Aláh! » Con ojo fijo
La espesa sombra penetrar queriendo,
Aija le interrumpió:--«Calla: estoy viendo
Moverse algo en el bosque. . . . . ¿Oistes, hijo?
--¿Un ruiseñor? --Sin duda: mas no canta
Tan recio el ruiseñor. . . . . escucha atento.
¿Le oiste? --Sí. --Pues bien, hijo, ese aliento
De un pájaro no cabe en la garganta.
--Oid, Señora, oid; más cerca el pío
Del ave se oyó ahora. --Es una seña
Que viene de las márgenes del río.
--Sí, y en hacerse comprender se empeña. »
Acercáronse más á la calada
Barandilla exterior del antepecho:
Mas Aija, de repente y sin ser dueña
De sí misma, cubriendo con su pecho
El pecho de Abú Abdil, gritó: «¡Hijo mío! »
Silbando entró por el postigo estrecho
Del balcón una flecha disparada
Desde el bosque, y, tocando en la labrada
Piedra del arco, rechazó, en el lecho
De Abú Abdil cayendo despuntada.
«¡Traidores! » exclamó Aija, á nuestra vida
También atentan! » Mas alegremente
La interrumpió Abdilá, teniendo asida
La flecha: «Madre (dijo) trae cosida
Una carta. --Lee pues. » Rumor de gente
Se oyó en el corredor en este instante,
Y una esclava, asomándose á la puerta,
Dijo: «¡El wazir! » Para la audaz Sultana
Fué cosa nada más que de un momento
En el pecho ocultar la carta abierta,
La flecha devolver por la ventana,
Y serena quedar sobre su asiento.
Al punto mismo Abú-l'Kazín, ministro
De las venganzas de Muley, entraba
El nocturno registro
Á hacer que en el salón acostumbraba,
Desque la torre de Comares era
Del Granadino Príncipe y su madre,
Por orden de Muley, prisión severa.
Saludó Abú-l'Kazín con afectada
Ceremonia, mostrando que lo hacía
Sin respeto y en pura cortesía:
Aija, en sus almohadones recostada,
Ni volvió la cabeza desdeñosa,
Ni le otorgó siquiera una mirada;
Abú Abdilá, imitando á su orgullosa
Madre, no contestó tampoco nada.
Abú-l'Kazín entonces, en sombrío
Silencio y con feroz torvo semblante,
La estancia registró con vigilante
Y prolija atención. «Es deber mío,»
Dijo al fin, dirigiendo á la Sultana
Una mirada donde el odio brilla,
Y añadió: «Nuestro Rey llega mañana
Vencedor de las armas de Castilla. »
Aquí, consigo sin poder, la Mora
Díjole: «¿Son por ello esos clamores
Que turban el reposo? --Sí, Señora:
El pueblo aplaude, como siempre, ahora
Á los Reyes que vuelven vencedores. »
Una mirada le lanzó de fuego
La Mora y con desdén le dijo luego:
«Tienes razón, Abú-l'Kazín: mañana,
Si volvieren vencidos, por traidores
Les silbará la multitud villana.
--Vele Aláh por el Rey, y no permita
Que el pueblo tenga por traidor, Sultana
Á quien abrigue sangre Nazarita!
--Eso te digo yo. Los hijos tienen
La sangre de los padres, y el que incita
Al padre contra el hijo, lo previenen
Las suras del Korán, á Dios irrita
Y su raza por Dios será maldita.
--Sultana, tus palabras. . . . . --El anuncio
Son del desprecio en que te tengo. --Holgara
La razón en saber. --Está muy clara.
--Pronúnciala, Sultana. --La pronuncio:
Tu padre, Abú-l'Kazin, fué tornadizo
Y traidor á su Dios, y yo detesto
Á los hijos de padre que tal hizo.
No lo olvides jamás. --¡Oh! lo protesto.
--Déjanos, pues, en paz. --La vez postrera
Volveré nada más, cuando el severo
Rey de Granada de su ley el yugo
Imponeros me ordene. --Aguarda fuera
Sus órdenes en tanto, carcelero,
Hasta que hayas de entrar como verdugo. »
Salió el wazir, brillando en su pupila
El fuego del rencor: y la Sultana,
Luego que oyó el rumor de los cerrojos
De la postrera cámara lejana,
La carta á desplegar volvió tranquila,
Devorando lo escrito con los ojos.
Mirábala Abdilá con impaciencia,
Procurando leer en su semblante
Lo que ella en el escrito. En apariencia,
Si el wazir la acechara en este instante.
No pudiera, al mirar su indiferencia.
Sospechar que el papel era importante.
Leyó con avidez, pero serena:
Y aquella alma viril, que dominaba
Del placer el exceso y de la pena.
No dejó percibir á quien miraba
El gozo inmenso de que estaba llena.
¡Tanto era altiva, perspicaz y brava!
«Hijo mío Abdilá, dijo tras breve
Pausa, vas á partir. La muerte fiera.
De tu padre á la vuelta, aquí te espera,
Y abajo espera quien salvarte debe.
No el Cielo señaló tu real cabeza
Para ceñir una corona en vano;
Tu destino de Rey he aquí que empieza;
Cumple, pues, tu destino soberano. »
Dijo y le dió la carta, que decía:
«Vuelve tu esposo vencedor, Sultana,
»Y la guadaña de la muerte impía
»Su mano trae; no aguardes á mañana:
»Cuando oigas luego que en silbar porfía
»El ruiseñor al pie de tu ventana,
»Descuelga á tu hijo Abú Abdilá por ella.
»Y un buen caballo le valdrá y su estrella.
»No temas ni vaciles: los verjeles
»De este valle, á tu vista tan tranquilo,
»Á un escuadrón de Abencerrajes fieles
»Dan á estas horas misterioso asilo.
»Mi escritura conoces, no receles,
»Sultana, una traición: pende de un hilo
»Del Príncipe la vida: mas, burlada
»La muerte, volverá. . . . . Rey de Granada.
»Aunque en firmar sé acaso que aventuro
»Mi cabeza, la suya es lo primero:
»Sírvate pues mi nombre de seguro
»Y alumbre tu razón Aláh infinito. »
Al pie de este renglón, claro y entero,
De ALY-MACER el nombre estaba escrito.
Leía Abú Abdilá, y á la lectura
De la carta fatal palidecía:
Y, leyendo en su rostro su pavura,
La madre el ceño varonil fruncía.
«Hijo de Reyes, como Rey procura
Obrar, le dijo al fin. ¿Fortuna impía
Te acosa? Acosa, pues, á tu fortuna:
Mala es mejor tenerla que ninguna. »
Tal diciendo, la intrépida Sultana
Llamó en voz baja á sus esclavas. Quiso
Abú-l'Kazín dejárselas, por vana
Demostración de libertad y viso
De autoridad y pompa soberana,
En la prisión. Entraron al aviso
Todas de su señora, y la severa
Sultana las habló de esta manera:
«Necesito una escala: en el momento
Desgarrad vuestras tocas y almaizales;
Los tapices que tiene el aposento
Trizas haced: mis lienzos y mis chales
Rasgad y, hasta que lleguen al cimiento
De la torre, anudad los desiguales
Pedazos: no os paréis en necias dudas:
Rasgadlo todo, aunque os quedéis desnudas. »
Hechas á obedecer, sin más demora
Rasgaron la oriental tapicería
Que la ostentosa cámara decora,
El chal con que cada una se ceñía,
El rico pabellón de crujidora
Seda que el lecho de Abdilá tenía.
Cuanto á las manos se las vino asieron,
Y, formando un cordón, le retorcieron.
La Sultana y el Príncipe, afanosos,
En tal ocupación las ayudaron,
Y de esta ocupación con los curiosos
Incidentes, que alegre la tornaron,
Del alma de Abdilá los temerosos
Tristes presentimientos se ahuyentaron:
Y rebosaba en gozo y osadía
Cuando el largo cordón se concluía.
Á poco un risueñor en la enramada
Los tres largos silbidos de su trino
Precursores lanzó. Corrió agitada
La Sultana al balcón, y más vecino
Volvió á silbar el ruiseñor: callada
É inmóvil escuchó: su oído fino
Y ojo avaro alcanzaron, en la hondura,
De un hombre el movimiento y la figura.
Un momento después, en la maleza
Que al mismo pie del torreón crecía,
El ruiseñor silbó: la fortaleza
Y la continuidad con que lo hacía
Su voz, de la que dió naturaleza
Al ruiseñor un tanto desdecía
De cerca oída: pero al libre viento
Era bien fácil confundir su acento.
Ató Aija á Abú Abdil por la cintura
La punta de los lienzos anudados,
De su firmeza y solidez segura;
Los brazos un momento entrelazados
Tuvieron madre é hijo con ternura
Cordial: los labios trémulos, rasados
De lágrimas los ojos, no encontraron
Palabras, mas sus lágrimas hablaron.
Deshízose la madre la primera
Del cariñoso lazo, y saltó el hijo
Por la baranda del balcón afuera,
Teniendo el lienzo las mujeres fijo.
«Madre, dijo él, ¡adiós por vez postrera!
--¡Hijo de mi alma, adiós! ella le dijo,
Y, bajando la voz:--honra tu nombre,
No vuelvas sino Rey: lucha y sé hombre. »
Dijo: y, á una señal, franqueza dando
Las esclavas al lienzo, por la obscura
Región del aire, suelto, fué bajando
El Príncipe Abdilá: justa pavura
Le acongojó cuándo se vió colgando
Sobre la inmensa tenebrosa hondura;
Vaciló su cerebro y, los antojos
Del miedo por no ver, cerró los ojos.
Un momento después cuatro forzudos
Brazos en las tinieblas de él asieron:
Una daga cortó junto á los nudos
El lienzo, á hombros tomáronle, y huyeron.
Los brazos de las Moras, á tan rudos
Esfuerzos no hechos, libres se sintieron
De repente del peso, y la Sultana
Se echó con ansiedad á la ventana.
Miró, escuchó, sin voz, sin movimiento,
Parando en su atención hasta el latido
Del corazón y el curso del aliento:
Pero ni gente, ni señal, ni ruido
Se percibía: á la merced del viento
El lienzo por abajo desprendido
Flotaba, y era todo allá en la hondura
Silencio, soledad, sombra, pavura.
Apartóse en silencio la Sultana
Del ajimez: la tela recogida
Poco á poco volvió por la ventana:
Mas al entrar la punta suspendida
Por fuera del balcón, de la Africana
El corazón mortal volvió á la vida;
La punta trae de salvación un gaje
Infalible: el blasón Abencerraje.
Besóle la Sultana, y su altanera
Tranquilidad cobró: despidió luego
Sus esclavas y, sola, dijo, fiera
Reverberando en su mirada el fuego
Del corazón: «Que venga cuando quiera
Muley. » Y en los cojines con sosiego
Tendiéndose, al pesar y al miedo ajena
Segura de Abú Abdil, durmió serena.
IV
Y he aquí que la Sultana
Cual Reina soberana,
Y acaso en su ventana
Detrás de la persiana
Oyó sobrecogida
Que por la peña hendida
Diez hombres que, en huída
Corriendo á toda brida
que el real Generalife,
en esta noche mora,
velaba en esta hora,
tendida en un diván,
cruzar el arrecife,
conduce hacia la sierra,
veloz y són de guerra,
hacia la sierra van.
El rostro peregrino
Zoraya hacia el camino
De polvo un remolino
Sombra el país vecino
¿Quien puede á estos parajes
Lanzarse en tan salvajes
Tan ásperos pasajes
Los diez Abencerrajes
llegando á la ventana,
miró: mas ¡vana empresa!
velaba con espesa
al ojo más sutil.
(se dijo la Sultana)
caballos, audazmente
salvando? --Solamente
que salvan á Abú Abdil.
FIN DE LOS VERSOS CONTENIDOS EN EL TOMO PRIMERO.
Zorrilla, al publicar este Poema en 1852, ilustró el tomo primero con
notas y discursos que, si entonces juzgaba de necesidad para satisfacer
á lectores y críticos, hoy parecen excusados, después del casi medio
siglo que separa la primitiva de la presente edición. El poeta quiso
demostrar que á la factura de los versos había hecho preceder un
estudio de la lengua árabe, de la historia del reino de Granada, de las
vicisitudes de la conquista y de cuantos personajes iban á figurar en
los diversos libros del Poema. Dudaba, tal vez, de que se le tuviese
por verídico en las tradiciones, lenguaje, usos y costumbres de los
moros; por lo cual puntualizó en multitud de notas la exactitud de
los conceptos y hasta la pureza de las palabras. Reconocidas por la
crítica estas cualidades en la obra, no es necesario reproducir tan
numerosos comprobantes, que, en vez de esclarecer, embarazan la lectura
y sonoridad de los versos. Por esto se han suprimido aquí, del mismo
modo que una extensa biografía de Mahoma, inserta al final del volumen
y que el propio Zorrilla declara ser en su mayor parte traducción de
acreditados libros franceses.
Hay, sin embargo, en los discursos y desahogos del autor ciertos
pasajes que no deben suprimirse, porque corresponden á la historia
literaria del tiempo y al carácter peculiar del poeta, tales como
la explicación de la dedicatoria á su amigo Muriel y la sátira con
que Zorrilla se revuelve contra los censores anticipados de su obra,
émulos, á su juicio, tan impotentes como menguados.
He aquí la manera con que explica la _Fantasía_ dedicada á D. Bartolomé
Muriel en las primeras páginas del libro:
«Habiéndome algunos amigos manifestado en París deseos de
conocer mi Poema de Granada antes de su publicación, se
reunieron una noche en casa del Sr. Muriel para oirme leer
algunos de sus libros ó cantos, á pesar de mi propósito de
no manifestar su manuscrito. La circunstancia de hallarse
presentes á esta lectura D. Fernando de la Vera y D. Cayo
Quiñones de León, cuyos antepasados tomaron en la conquista
de Granada no poca parte, y á cuyas hazañas consagro en
mis versos no pocos recuerdos, me obligaron á continuar en
siguientes noches la lectura de mi obra, á cuyo objeto reunió
el Sr. Muriel una corta sociedad de amigos en su elegante
casa. La amistad cordial que al Sr. Muriel me une, y las
agradables horas pasadas en sus aposentos, cubiertos de
preciosos cuadros y llenos de artísticas curiosidades, me
inspiraron esta fantasía, procurándome la ocasión de darle con
ella un público testimonio de mi amistad y de lo caras que son
á mi corazón las memorias de la suya. »
Sobre las censuras anticipadas y murmuraciones más ó menos cultas que
se hacían del Poema cuando aún no se había publicado, escribe Zorrilla
lo siguiente:
«Á los desocupados escritores de anónimos y á los autores
rapsodistas, á quienes apesara desdichadamente la reputación
ajena, pero que no pueden labrarse la propia sino royendo los
talones de los que van delante de ellos, en su incapacidad de
abrirse por sí mismos un camino, les aconsejaré que antes dé
seguirme á Granada den una vuelta por Toledo, donde hallarán
á mi buen amigo el Sr. D. León Carbonero y Sol, quien, con
honra suya y provecho de la juventud, explica en aquella
ciudad la lengua árabe, y el cual, con su rica erudición
oriental y poética, y su excelente método de enseñanza, les
pondrá tal vez con el tiempo en estado de caminar conmigo por
los senderos montañosos que conducen á la Real alcazaba de la
Alhambra.
Á los literatos que, á pesar de lo expuesto, me supongan más
ambiciosos intentos ó más vanaglorioso amor propio, dispuestos
á no ver de mi obra más que los defectos, hijos naturales de
una temeraria osadía ó de una quijotesca vanidad; y á los
sabios críticos que quieran aprovechar la ocasión de lucir
sobre Granada sus académicas disertaciones y sus artículos
enciclopédicos, les contaré solamente un cuento, que estoy
sintiendo corrérseme en el papel por los puntos de la pluma,
el cual, aunque viejo, espero que les ayude á formar su
juicio sobre mi Poema, si lo leen; que sí lo leerán, pues yo
procuraré dárselo despacito para que lo rumien y digieran.
Lidiaba una tarde en la plaza de Sevilla el famoso Pedro
Romero, el diestro de mejor trapo y más certero pulso que
pisó jamás arena del redondel. Llegado el caso de estoquear
un toro de mal trapío y torcida intención que, empeorado
con la lidia, tomaba el bulto y dejaba el capote, comenzó
Romero á trastearle cuidadosa y maestramente, arrastrándole la
muleta para encariñarle á ella y traerle después sin riesgo
á una estocada por los altos y á una muerte de buena ley. Un
chusco sevillano, mozo y rico, decidor y zambrero, amigo de
los ganaderos y conocedor de las marcas de sus ganaderías,
apadrinador de la gente de cuadrilla, acompañador de los
encierros y presenciador de los apartados, donde gustaba
lucir el potro cartujo, la manta jerezana, la espuela vaquera
y el castoreño apresillado, y gran partidario, en fin, de
Costillares, hallando sin duda largo el juego de Romero, cuyo
riesgo no comprendía, y pareciéndole la ocasión oportuna para
zumbarle en presencia de su rival, empezó á decirle con no
poco esforzadas voces y dejo no menos provocador:--«¡Bueno,
señor incomparable, bueno: que va á llevar ese toro más pasos
que las procesiones del Viernes Santo! De matar se trata, que
no de pasear esa oveja mansa. ¡Que no se diga que por tanto
paso se pasa el tiempo y no se pasa la pavura! ¡Vamos, un
puntazo por lo que sea! . . . . y que no haya que dar á esa espada
una compañera sacada de las costillas, como nuestra madre
Eva. » La alusión á Costillares produjo el efecto que el chusco
deseaba, y aplaudieron sus partidarios y rieron los de los
tendidos; lo cual oyendo Romero, dejando plantada á la fiera
y á los espectadores suspensos, llegóse bajo el palco del
zumbador mancebo, la muleta recogida en la zurda y el estoque
suspendido en el dedo corazón, y díjole con aquella sorna
peculiar de la gente de plaza:--«Su mercé parece, por sus
razones, profesor del arte, y se ve á la legua lo acostumbrado
que está á dar lecciones como maestro: conque no le deje por
poco, y tome sin cortedad el lugar que le corresponde, que yo
estoy pronto á escucharle. Baje, pues, su mercé y hágame su
explicación á la cabeza de la res. »
Y decía bien Pedro Romero: las lecciones de torear se dan á la
cabeza del toro. »
París, 15 Abril 1852.
JOSÉ ZORRILLA.
FIN DEL TOMO PRIMERO
RECUERDOS
DEL
TIEMPO VIEJO
POR
D. JOSÉ ZORRILLA.
BARCELONA.
IMPRENTA DE LOS SUCESORES DE RAMIREZ Y C. ^A
Pasaje de Escudillers, número 4.
1880.
Este libro no necesitaba prólogo: la carta del señor Velarde, con la
cual va honrado, y la primera mia, contestacion á ella, justifican la
publicacion en _El Imparcial_ de los artículos cuya coleccion forma
el texto de este volúmen; y el motivo de coleccionarlos en él, es la
demanda que de su coleccion me han hecho los amigos que me leen y los
libreros que me venden.
Y que no se me ofenda ningun librero, ni se me engalle ningun Académico
por esta frase: porque se dice que se lee y que se vende á Quevedo
ó á Valera cuando se leen y se venden sus obras: lo mismo me sucede
á mí; unos me leen y otros me venden; y si los que me venden no me
vendieran, no me leerian los que me leen, y yo publico este libro por
agradecimiento á los unos y á los otros.
La razon y la escusa de lo que en él de mí mismo digo, van tambien
alegadas en su relato; pero de las circunstancias en que le he escrito
y del motivo de imprimirle dividido en dos partes y no en Madrid sinó
en Barcelona, me conviene, aunque necesario no sea, decir cuatro
palabras; siquiera no encuentren cuatro lectores á quienes leérmelas
interese, ni media docena que en leérmelas se complazcan.
Un 27 de Junio, á las siete de la mañana, entró la muerte calladamente
en mi casa, y dispersó con su guadaña una familia, para cuya reunion
habia yo trabajado mucho tiempo y agotado mis ahorros. En el inmenso
y legítimo duelo en que aquella muerte dejaba sumida mi casa, en cuyo
escondido hogar me habia ya sumido modestamente _á vivir en el olvido
y á morir en paz con Dios_, quedábame por solo recurso y por última
esperanza el resto de las dos veces mermada pension, que en 1871 me
habia concedido el Gobierno, cuyo ministro de Estado era el Excmo. Sr.
D. Cristino Martos; pero llegado el ocho de Julio, y transcurrido el
nueve, y pasado el diez, y visto que la libranza en que de Roma debia
venir mi mensualidad vencida no venia, telegrafié á mi apoderado en la
capital del Orbe Cristiano, preguntándole por ella. ¡Ay de mí! con mi
telegrama se cruzó la carta suya, en que me participaba que por causa
de economías inexcusables en la Administracion de los Lugares Píos
españoles en Italia, mi comision habia sido suprimida: en consecuencia
y ajustadas por él mis cuentas con aquella piadosa Administracion, me
remitia los últimos sesenta y cinco duros que me restaban que cobrar
hasta la fecha de la supresion de mi sueldo.
Quedéme yo con la libranza delante de los ojos, el verano delante de
mí y detrás de mí los siete individuos de mi familia; y el ministro
de Estado en los baños, y el de Fomento en sus haciendas, y el Sr.
Cánovas mi amparador en Cotterets, y en Francia mi paño de lágrimas el
Capitan General Jovellar; quien en tales casos molesta por mí á todos
los ministros, y no pierde ocasion ni perdona empeño por sacarme del
mio. La moda, que deja á Madrid desierto durante el verano, me dejaba
á mí en Madrid como en medio del Sahara: la tierra bajo mis piés, el
cielo sobre mi cabeza, mi esperanza en Dios, y Dios tras el velo azul
del aire; que es impenetrable cortinaje del pabellon que le guarda de
las miradas de los hombres. ¿Cómo pasé yo aquellos tres meses?
No puedo hacer al tiempo volver atrás: no puedo quitarme de encima ni
uno solo de mis sesenta y cuatro años: no puedo hacer volver á mis
manos el capital pagado por las deudas de mi herencia paterna, ni lo
por mí gastado en vivir bien ó mal: no puedo rescindir los contratos de
venta de mi _Don Juan_ ni de mi _Zapatero y el Rey_, escritos cuando
la ley de propiedad no existia: esta ley no tiene efecto retroactivo
ni protege mi propiedad por lesion enorme: y no puedo pedir limosna en
España, sinó poniéndome al pecho un cartel que diga: «este es el autor
de _Don Juan Tenorio_, que mantiene en la primera quincena de Noviembre
todos los teatros de verso de España y América;»--pero para esto seria
preciso que yo esplicase cómo el autor de tal obra podia pedir limosna;
cosa muy fácil de esplicar, pero muy difícil de comprender.
Antes de pedirla escribí á mis editores de Barcelona, los Sres.
Montaner y Simon, dándoles cuenta de la suspension de mi sueldo
y pidiéndoles trabajo en su casa. Los Sres. Montaner y Simon me
contestaron que «los editores no tenian en su casa trabajo digno
de mí: pero que los amigos me enviaban adjunta una letra contra su
corresponsal. » El Arzobispo de Valencia, de cuya ciudad soy hijo
adoptivo, partió conmigo la limosna de sus pobres; el empresario
del Teatro Español me ofreció una cantidad que jamás pude cobrar en
contaduría; y al volver á Madrid el Sr. Conde de Toreno, ministro de
Fomento, me presenté en su antecámara, en la cual no me detuvo ni
un minuto. Expúsele en dos palabras mi posicion: asombróse de ella,
confesándome que estaba muy léjos de imaginársela tal; y prometiéndome
exponerla en consejo de ministros, en la primera ocasion, me dió cita
para el dia siguiente en el gabinete del señor Cárdenas, Subsecretario,
con quien iba inmediatamente á consultar un medio de venir en mi
auxilio. Al dia siguiente el Sr. Cárdenas, con una delicadeza y un
tacto que no podré jamás olvidar, me dijo: «que el señor Conde de
Toreno, sabiendo que para continuar ciertos trabajos legendarios en que
me ocupaba, necesitaria hacer algun viaje á alguna biblioteca ó archivo
de provincia, me daba por su mano una pequeñez para ayuda de gastos,» y
puso en la mia un bono de dos mil pesetas contra el Tesoro.
Pero miéntras todas estas cosas pasaban, habia pasado otra, principal
engendradora, orígen y causa más inmediatos de la confeccion de lo
en este libro compaginado. El Sr. D. Federico Balart, á quien suelo
pedir opinion y consejos sobre mis obras ántes de publicarlas, y á
quien voy ahora muchas veces á distraer de una mortal pesadumbre con mi
escéntrica conversacion y mis ideas estrafalarias, habia ido á hablar
en mi favor al propietario de _El Imparcial_. El Excmo. Sr. D. Eduardo
Gasset y Artime me abrió su casa, sus brazos y las columnas del _Lúnes_
de su periódico, pagándome mis artículos en más de lo que valen; el
Sr. Ortega Munilla, Director de los _Lúnes_, me hizo la distincion de
colocármelos inmediatamente despues de su semanal revista, y en la
redaccion de _El Imparcial_ encontré una nueva familia, que aceptó mi
compañía con cariño tan afectuoso y tan respetuosa cordialidad, que me
hicieron subir á los ojos dos lágrimas de gratitud, que no pudieron ya
sostener las ralas hebras que me restan de mis ántes espesas pestañas.
Miéntras, gracias al Sr. Gasset y Artime, volvia á contar con el pan
cotidiano, pasó al ministerio de Estado el señor Conde de Toreno,
volvió del extranjero el Sr. Presidente del Consejo de ministros, y
falleció el del Congreso, Adelardo Lopez de Ayala. --Pocos dias despues
del entierro de éste, el Sr. Cánovas del Castillo, cuya casa he tenido
siempre abierta y cuya amistad nunca se ha desmentido, me envió una
carta para el ministro de Estado; á cuya presentacion el Sr. Conde de
Toreno me dijo: «por el correo de hoy va á Roma la órden de continuar
pagando á V. su sueldo; pero tengo el sentimiento de haber tenido que
mermar de él doce mil reales, porque las economías ya hechas en la
Administracion de los Lugares Píos, no me han permitido devolverle los
treinta y seis mil reales que ántes cobraba. »--Recibí con gratitud lo
que se me daba, y me volví á mi casa, no ya como ántes resuelto
á vivir en el olvido
y á morir en paz con Dios,
como mi edad y la conveniencia de retirarme ya de la arena literaria me
lo exigian, sinó decidido por necesidad á luchar otra vez con la vida
y á morir sobre el trabajo; á lo que parece que me condenan mis viejos
pecados y las nuevas economías de los Lugares Píos. Ya varias veces en
algunos periódicos, que no sé por qué me son hostiles, se me ha echado
en cara el _no saber retirarme á tiempo_; pero no me han dicho á dónde;
puesto que saben que no puedo retirarme á un monasterio. Ya me habia
yo retirado á mi casa, y hacia ya año y medio que rehusaba presentarme
hasta en el ateneo, donde tántas consideraciones se me han tenido y
tántos aplausos se me han prodigado: pero al retirarme el gobierno
el sueldo con que únicamente podia retirarme como se me aconsejaba,
tuve yo por mejor consejo volver al trabajo y vivir honradamente de él
miéntras con él sustentarme pueda, que dejarme morir de inanicion y de
pesadumbre por dar gusto á los ya no le tienen de que viva yo entre la
gente, porque conceptúan que sesenta y cuatro años son demasiada larga
vida para un hombre á quien aun hay algunos que estiman y aplauden.
Pero juguemos limpio y hablemos claro por última vez.
Yo no he pedido
amparo al gobierno para mi vejez alegando mérito alguno en mis obras,
ni yo he dicho á la nacion ni al gobierno que tuviesen _obligacion_
de ampararme: no: pero he propuesto esta cuestion. --«Mis obras, que
son tan malas como afortunadas, han enriquecido á muchos, y mi _Don
Juan_ mantiene en el mes de Octubre todos los teatros de España y las
Américas Españolas, ¿es justo que el que mantiene á tantos muera en el
hospital ó en el manicomio, por haber producido su _Don Juan_ en tiempo
en que aun no existia la ley de propiedad literaria? »
Y el gobierno ante quien espuse esta cuestion me subvencionó sobre los
fondos de los Lugares Píos españoles en Roma, y mi subvencion tiene el
carácter piadoso y de limosna con el que yo la pedí, sin que por ello
me crea ni deshonrado ni humillado: y miéntras con ella he vivido,
en lugar de echarme á dormir sobre mis doradas pajas, he entregado
concluido en 1873 á los editores Montaner y Simon mi leyenda del Cid
que consta de diez y nueve mil versos, y mi leyenda de los Tenorios
que tiene ocho mil; y hoy cuando lo que de mi subvencion me resta no
me basta por la posicion en que mi reputacion me coloca, recojo los
últimos destellos de mi decadente ingenio, los últimos alientos de
mis cansados pulmones, y los últimos átomos de honra y de brío que en
el corazon me restan, y me arrojo otra vez en los brazos del trabajo,
en vez de arrojarme por el balcon, ó en el fango de la holgazanería
á quejarme de la nacion y de sus gobiernos, á quienes no alcanza ni
obligacion ni responsabilidad alguna en la posicion en que me han
colocado mis circunstancias personales y mis negocios de familia.
Díme, pues, al trabajo, y entré en el del periodismo; que es el más
rudo por ser el más perentorio y asíduo, el más expuesto á la crítica y
el más coartado y riesgoso por la estrechez de la ley de imprenta, que
suele tener que regir en nuestro inquieto país; y siguiendo á medias
por no poderlo seguir por entero el consejo de los que retirarme me
aconsejaban, me retiré al segundo recinto del alcázar de las Bellas
Letras, descendí de sus salones de su piso principal á su piso bajo
con puerta y vistas al patio; es decir, que me retiré del gremio de
los poetas y renunciando á la poesía, me despedí del público de Madrid
en un romance cuyos versos son los últimos que he escrito, no volví á
presentarme como versificador ni como lector en acto alguno público y
anuncié que iba á escribir en prosa; comenzando á devanarme los sesos
en discurrir cómo servir con mi prosa los intereses del Sr. Gasset y
Artime, y algun manjar no indigesto á los suscritores de _El Imparcial_.
La primera carta del bravo Velarde me dió pié para contar lo pasado
en el cementerio al borde de la tumba de Larra: y por este recuerdo,
como quien tira de un hilo de una madeja enredada, fuí yo tirando de
mis pobres recuerdos del tiempo viejo, hasta formar con ellos el mal
devanado ovillo de lo contenido en este libro. --Viejo é ignorante, no
supe escribir más que mis personales memorias: los lectores de _El
Imparcial_, tal vez sorprendidos de leerme en prosa, tal vez pagados de
la anticuada construccion de la mia, y acaso más que de lo que yo en
ella decia, de la ingenuidad algo infantil con que yo lo iba diciendo,
encontraron entretenidos mis artículos del TIEMPO VIEJO: unos porque
refrescaban los suyos, y otros porque no habiendo alcanzado la época de
que en ellos hablo, ó lo que en ellos traigo á cuento ignoraban, ó lo
habian oido contar de muy diferente modo.
Como quiera que fuere, miéntras los publicaba en el periódico, recibí
varias cartas, unas anónimas y otras firmadas, en las cuales algunos me
aconsejaban que coleccionase mis artículos; y el Sr. Gasset y Artime,
renunciando generosamente en mi favor sus derechos á la propiedad
de mi por él tan bien pagado trabajo, me otorgó omnímoda y perpétua
facultad para hacer de él lo que más me conviniera. --El Sr. Ortega
Munilla se ofreció espontáneamente á ayudarme en tal publicacion y se
ocupaba ya de sus preliminares pormenores, cuando ocurrieron á la par
su desastrada caida del caballo y mi impensado viaje á Barcelona: cuyos
dos imprevistos acontecimientos me obligan á publicar este libro en la
capital del Principado y no en la coronada villa.
Pero ¿por qué? ¿A qué vine yo á Barcelona por siete dias y por qué me
quedo en ella por siete meses?
En uno y medio que en ella llevo no he tenido tiempo hasta hoy de
hacerme tal pregunta, y voy á ver si averiguo alguna razon que me sirva
de respuesta.
A pesar de mi necesidad de descanso, de la tenacidad con que há cerca
de dos años que rehuso toda invitacion á presentarme en público, y á
pesar, en fin, de mi deseo de complacer á los que me dicen «retírese
V. », es decir, «quítese V. de en medio», aun hay algunos que recordando
mis mejores años y olvidando los transcurridos, me buscan y me
solicitan con la vana ilusion de que aun puedo, como en otro tiempo,
cooperar en beneficio de sus empresas; y el país en donde por mí se
conservan mas ilusiones y simpatías es en Cataluña y sobre todo en
Barcelona. Así que el 27 de Octubre próximo pasado el empresario y el
director de la compañía de verso del teatro Principal de esta ciudad
me ofrecieron una indemnizacion por gastos de viaje, si emprendia
uno para enderezar y poner derecho sobre la escena á mi buen _Don
Juan Tenorio_; quien no sé por qué no queria tenerse este año muy en
equilibrio. Tenia yo que abocarme con mis editores Montaner y Simon,
para tratar de poner tambien en pié de imprenta á mi valiente Burgalés
Rodrigo Diaz, que agarrado al pupitre de mis editores, parece que
tampoco quiere dejarse meter en prensa; y con la esperanza de matar dos
pájaros de una pedrada, acepté la proposicion del viaje á Barcelona;
pero miéntras la libranza del empresario llegaba á Madrid, y ciertos
asuntos de mi jóven amigo el pintor Padró, que debia de acompañarme, se
allanaban, se perdieron cuarenta y ocho horas y llegué yo tarde para
enderezar á mi rebelde y voluntarioso _Don Juan_, y aún no he tenido
tiempo para tener cinco minutos de conversacion con mis editores del
Cid; porque el pueblo Barcelonés, que no me habia olvidado en los once
años que he pasado ausente de Cataluña, que se acordaba de que en
Barcelona habia yo tenido casa, y me habia _re_casado en su parroquia
de Santa Ana, y le habia leido muchos versos y me habia dado muchas
fiestas, en las cuales habia yo procurado derramar toda la espansiva
alegría de mi corazon de muchacho y toda la poesía de mi desordenada
imaginacion de loco, creyendo que para mí el tiempo no habia pasado
y que no habian pasado por él ni por mí los once años transcurridos,
se empeñó en pedirme, como quien pide peras al olmo, que hiciera y le
dijera lo que para él habia hecho y dicho cuando, con once años ménos,
aún tenia once partes de aliento más. Echó á un lado á mi pobre _Don
Juan_, y poniéndome en lugar suyo sobre la escena, oyó mi palabra ronca
con la cariñosa atencion de una madre que escucha la respiracion de su
hijo que duerme; me colmó de aplausos, me coronó de flores, no me dejó
ni dormir ni trabajar á fuerza de obsequios y convites; sus periódicos
publicaron mi retrato, las sociedades literarias se apoderaron de mí
y enfloraron el teatro catalan para escucharme; el Ateneo me dió una
velada y una primorosa medalla, y los Sucesores de Ramirez pusieron á
mi disposicion su magnífico establecimiento tipográfico; y esta vuelta
mia á Cataluña fué la vuelta del hijo pródigo al paterno hogar, y el
pueblo Barcelonés me dijo: «Sorrilla, parla, enrahona: ets á casa
teva;» y cayó en gracia cuanto hice y dije, y se me abrieron todas las
puertas y me recibieron como á hermano en todas las familias: y hé aquí
cómo y por qué se imprimen en Barcelona estos mis RECUERDOS DEL TIEMPO
VIEJO.
En ellos repito y amplifico lo que en este prólogo apunto: ni se hasta
dónde con ellos iré á parar, ni me detendrá en mi marcha el temor
de encontrarme al fin de ella cara á cara con mis contemporáneos,
despues de haberme juzgado á mí mismo y á los que conmigo abrieron
las puertas á la revolucion política y literaria del primer tercio de
nuestra centuria. La ingenuidad infantil y la sincera buena fé con
que hasta aquí los he escrito, creo que garantizan mi leal veracidad
para el porvenir: pero una vez que Dios prolonga mi vida hasta los
actuales y corrientes dias, á ellos pertenezco aún y en ellos voy á
vivir y de ellos voy á hablar y en ellos voy á meter mi baza y voy
por ellos á trabajar como trabajé por los pasados; y espero en Dios
que este trabajo no me deshonrará, porque fio en la justicia de mi
pueblo español que me rodeará del respeto á que siempre ha considerado
acreedor á quien envejece y muere sobre el trabajo, por no sucumbir á
la miseria y deshonrarse en la haraganería vergonzosa de los ingenios
vergonzantes por holgazanes.
Para no hacer de estos recuerdos un libro demasiado voluminoso, y en
tan pequeños caractéres impreso que resulte tan difícil como enojoso
de leer y de tener en las manos, lo he dividido en dos tomos pequeños.
No teniendo además la vanidad de creer que este miserable y prosáico
engendro mio, sea para mí la gallina de los huevos de oro, y deseando
saber el número de ejemplares que necesito para mis lectores, y por
el pedido del primero regular la tirada del segundo, suplico á mis
suscriptores que hagan la suscripcion al segundo al recibir ó comprar
el primero, en el recibo que le acompaña.
El tomo II llevará un apéndice nuevo en verso y prosa; y toda la obra
corregida y ampliada como permite el libro y no admite el periódico, va
dedicada al mas moderno y al mejor y mas bravo de mis amigos.
_Al Egregio Poeta_
DON JOSÉ VELARDE
_en prenda de amistad y agradecimiento_.
_José Zorrilla. _
Barcelona 1. º de Enero de 1881.
I.
EL POETA ZORRILLA.
Era la tarde del 15 de Febrero de 1837. En el cementerio de la puerta
de Fuencarral, un numeroso concurso se apiñaba en derredor de un jóven
desconocido, delgado, pálido, de larga cabellera y expresivos ojos,
que, acongojado y convulso, leia, ante un féretro adornado con una
corona de laurel, una sentida poesía.
El concurso lo formaba todo el Madrid artístico; el féretro encerraba
el cadáver de Larra; el poeta era Zorrilla.
Aquella tarde fria y nebulosa fué solemne; vió la conjuncion de dos
crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al
hundirse otro sol en el ocaso.
A los desgarradores acentos de «La noche buena del poeta», de Fígaro,
último canto del cisne moribundo, cuyos ecos aún extremecian el aire,
se unieron los acordes del arpa de Zorrilla, primeros cantos de la
alondra al alba.
España, al perder al más grande de sus críticos, encontró al más
popular de sus poetas.
Desde aquel dia, la Fama fatigada va dando á todos los vientos el
nombre del vate inmortal. Desde aquel dia, sus estrofas sublimes
palpitan en todos los labios, y, como la voz divina, despiertan la
inspiracion en el alma de la juventud y la lanzan á la vida del arte.
Poeta formado de las entrañas de su pueblo, sus ideas, sus
sentimientos, aunque universales por lo que tienen de humanos, son ante
todo españoles; tánto que al vibrar su lira nos parece escuchar el
acento de la patria.
Vário y múltiple en sus concepciones y en la manera de expresarlas,
ora arrebatado, elocuente y profundo, ora tierno, sencillo y vulgar,
siempre ameno, siempre inesperado, siempre poeta, pulsa todas las
cuerdas y se reviste como Protéo de todas las formas para llegar á
todos los corazones.
Tiene su poesía algo de la ola que se hace espuma, de la luz que se
quiebra en colores, de la flor que se disuelve en aroma, algo, en fin,
de lo bello, inmaterializándose para confundirse en lo infinito; y es,
que así como la larva ha de trocarse en mariposa para volar, la poesía
ha de espiritualizarse para subir al cielo, que es su patria verdadera.
Hay una poesía que jamás envejece, que no puede morir, que halla eco en
todas las almas y hace latir al unísono todos los corazones; lenguaje
universal que entienden el niño y el viejo, el ignorante y el sabio, y
es la poesía de la naturaleza.
Y la naturaleza es la musa de Zorrilla, le da sus colores, le presta
sus armonías y encarna en sus versos que nos repiten los gemidos del
lago, las endechas del ruiseñor, los extremecimientos del trueno, y
nos pintan la nube que se tornasola, la espuma que bulle y el árbol que
florece.
Zorrilla ha sido anatematizado por los retóricos que jamás han previsto
á los poetas ni los han comprendido, preciándose de las medianías que
siguen sus reglas y odiando al génio que las deshace. Siguió cantando
el poeta y cayeron en el olvido las odas ampulosas, frias y limadas, y
surgió la poesía del sentimiento y se ensancharon los horizontes del
arte.
¡Siempre la misma lucha entre el sabio y el poeta, y siempre el poeta
vencedor!
Las murallas que guardan lo desconocido son de cristal para el génio
que penetra en el fondo de lo insondable. La obra del sabio es
perfectible, la del génio perfecta; aquel aprecia los pormenores, éste
abarca el conjunto; el uno halla, el otro crea; el sabio, para meditar,
se inclina hácia la tierra; el poeta, cuando canta, mira al cielo; y
es que el uno no va más allá de lo humano, y el otro se remonta á lo
divino.
Zorrilla venció. Hoy todos le respetan. Ni la envidia le muerde, pues
ni arrastrándose puede escalar la montaña de laureles que le sirve de
pedestal.
¿Y cómo no respetarle, si las doradas ilusiones, los dulces recuerdos
y los sueños juveniles de nuestras dos últimas generaciones están
iluminados por el fuego de la inspiracion del gran poeta? Sí; sus
versos fueron lo primero que balbucearon despues de las plegarias
maternales; y aquellas impresiones, como el troquel en el metal, han
dejado un sello imborrable en las almas.
Poeta de la tradicion, á su mágico acento, los héroes castellanos se
alzan de sus sepulcros de piedra apercibidos al combate; desfila la
comunidad por el cláustro sombrío de la gótica abadía, salmodiando
sus preces al rayo misterioso de la luna; aparece el castillo feudal
entre los riscos y breñas de la montaña; se coronan de arqueros las
almenas, suspira la hermosa castellana al escuchar la enamorada trova;
baja rechinando el puente levadizo para dar hospitalidad al peregrino,
y el terrible señor de horca y cuchillo apresta su mesnada ó se
lanza venablo en mano, azuzando la jauría por el bosque enmarañado
persiguiendo al colmilludo jabalí. Ahora surgen la tapada, el rodrigon
ceñudo, la dueña mediadora y el doncel galanteador; ahora se acuchillan
en la tortuosa callejuela dos rondadores de una misma dama, á la luz
mortecina de un retablo, ó bien se puebla de cármenes y harenes la vega
granadina, y resuenan en el Generalife los ecos de la zambra, y el
sarraceno corre la pólvora, y, como sol entre nubes, asoma al calado
ajimez la hermosísima sultana exclareciendo el dia con la luz de sus
ojos.
¡Qué poder el del génio! En vano curiosos eruditos é historiadores
concienzudos se afanan en dar á conocer el verdadero carácter de D.
Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey D. Sebastian en el
inhospitalario suelo de Africa, y en negar la vida borrascosa de
Mañara, ó sea de D. Juan Tenorio.
¿Quiénes les han de creer? Para el pueblo, para todo el mundo, no hay
más D. Pedro de Castilla que el del _Zapatero y el Rey_, ni otro D.
Sebastian que el de _Traidor, inconfeso y mártir_, y D. Juan Tenorio
fué sevillano y mató al Comendador, y amó á D. ª Inés, y cenó con los
muertos y se fué á la gloria; porque no ha habido, ni hay, ni habrá
jamás verdades más creidas, más amadas y más libres del olvido que las
creaciones del génio.
Las obras de Zorrilla vivirán siempre. El fuego de la inspiracion, que
algunos creen fuego fátuo, es como la lava que se endurece y adquiere
la consistencia del bronce para resistir al tiempo. A más, que la
mano del «Cristo de la Vega», al desclavarse para jurar, decretó la
inmortalidad de nuestro poeta.
¿Cómo premia la patria los merecimientos de su exclarecido hijo?
Hoy que la edad le agobia y el trabajo le fatiga, le ha retirado la
modesta asignacion con que vivia y lo ha abandonado á la miseria, sin
duda para que ciña á un tiempo á sus sienes la corona de laurel de la
poesía y la de espinas del martirio.
José VELARDE.
II.
AL JÓVEN POETA
D. JOSÉ VELARDE.
Llegó á mis manos con retraso, porque vivo en el retiro de mi hogar,
por donde acaba de pasar la muerte, el artículo que me dedicó V. en el
número de _El Imparcial_, del lunes 29 de Setiembre; y he andado dos
dias perplejo y caviloso, sin poder hallar cómo darme por entendido de
lo que de mí dice V. en él. Corriendo empero, el tiempo, temiendo por
una parte que mi silencio le parezca descortesía, y no queriendo por
otra dar motivo á que el público crea que, hinchado de vanidad, acepto,
como buena y corriente moneda, todas las extremadas excelencias que á
mis versos atribuye, me resuelvo á dar á V. simplemente las gracias
en cuatro palabras; que cuanto más le parezcan vulgares, más han de
parecerle sinceras.
Yo soy, Sr. Velarde, lo único que he podido ser: lo único que Dios ha
querido que sea: un poeta español, hijo ignorante y desatalentado
de la naturaleza, que ha cantado á su patria, como ha podido; como
los pájaros cantan en la selva, como susurran las abejas al elaborar
sus panales; yo no me he jactado nunca de haber hecho mas, y á mi
presentacion en el Ateneo el año pasado, lo dije en esta quintilla de
mi _Canto del Fénix_:
Lo que hice, lo que dije, todo ese laberinto
de versos que concentran la esencia de mi sér,
de Dios son obra: un estro no pude haber distinto:
yo obré y hablé sintiendo y hablando por instinto:
ni supe hacer más que eso, ni pude más hacer.
Esta mi poesía del _Canto del Fénix_ es una respuesta anticipada que
yo dí á los primores con que V. en su artículo tan cariñosamente me
obsequia; y como sé que V. la sabe de memoria, no necesito añadir una
palabra más; V. que va hoy á la cabeza de aquella á quien yo llamé
estirpe generosa de la progénie nueva,
creyéndome ya en el caso en que yo me ponia en la penúltima estrofa de
mi _Canto del Fénix_, que dice:
Y si las tempestades que el porvenir amasa
en mi país me obligan á mendigar mi pan,
no dejes que en él nadie las puertas de su casa
empedernido cierre, ó esquivo diga--«¡Pasa! »--
al que mató á D. Pedro, al que salvó á D. Juan,
saltó V. el primero á la arena á romper la primera lanza en pró del
viejo, en quien V. ve un gigante á través del prisma del entusiasmo
con que le mira. Gracias, mil gracias, Sr. Velarde: ya sabia yo que la
juventud literaria de la generacion que á la mia sigue, no habia de
abandonar nunca al poeta que no ha inculcado más que amor á la patria,
y respeto á las creencias y á las tradiciones de sus padres.
No puedo, sin embargo, permitir á su entusiasmo juvenil, que atribuya á
la patria el abandono en que deja mi vejez la supresion de un sueldo,
que á cargo de los Lugares Píos Españoles de Roma se me concedió, para
llevar á cabo mi legendario del Cid y de otras obras que me ha oido V.
leer en el salon del Ateneo. No, Sr. Velarde, no: la patria no tiene
nada que ver en esto; y nadie ménos que yo tendria razon para quejarse
de su patria, porque las economías necesarias en el presupuesto del
Ministerio de Estado hayan alcanzado hasta mi ya mermada pension; la
cual, si sola no podria sacar de ningun apuro á la administracion de
los Lugares Píos Españoles de Roma, tal vez unida á las demás economías
hechas en Julio último pueda contribuir á alguna obra perentoriamente
necesaria para el decoro nacional. _Suum cuique_, y dejemos á la patria
en el buen lugar que en este caso la corresponde.
¿Qué es la patria? La tierra; la nacion, el lugar en que se nace. Y
como la nacion la forman los habitantes de la tierra, la patria vive y
se expresa por la vida y las acciones de los ciudadanos de cada nacion.
¿Y cómo ha tratado su patria al poeta Zorrilla? Como no ha tratado
nunca á ningun poeta, incluso al fénix de los ingenios Lope de Vega;
quien tal vez debió parte de la gloria y los obsequios que su época
le tributó á su favor en la corte y al carácter que le imprimia su
dignidad sacerdotal. Yo no pertenezco á ninguna clase de la sociedad,
porque los poetas no estamos clasificados en ninguna categoría social;
no he pertenecido jamás á ningun partido político, á ninguna Academia,
ni á ningun Instituto que haya podido alcanzarme favor con poder
alguno, y por consiguiente, nadie ha tenido interés en aplaudirme ni en
adularme.
Yo me ausenté de mi patria en 1847 por razones que á nadie importan: me
fuí el 55 á América por pesares y desventuras, que nadie sabrá hasta
despues de mi muerte, con la esperanza de que la fiebre amarilla, la
viruela negra ó cualquiera otra enfermedad de cualquier color acabaran
oscuramente conmigo en aquellas remotas regiones. No quiso Dios que
allá muriera. Su proteccion visible me salvó de los naufragios, de las
pestes y de las guerras civiles; y cuando volví en 1866 á mi patria,
¿cómo me recibió España? Como su padre amoroso al hijo pródigo, como su
santa familia á Lázaro el resucitado, como Roma á los triunfadores, á
quienes coronaba en el Capitolio. Barcelona y Tarragona me obsequiaron
con regatas y fiestas de noche y dia; la Universidad de Zaragoza renovó
por mí una solemnidad que sólo habia dedicado á los reyes de Aragon;
Búrgos y Valladolid me alfombraron de flores mi camino, y un altar de
la parroquia en que fuí bautizado está desde entónces cubierto con cien
coronas, para las cuales no concebí mejor depósito. Valencia, despues
de haberse vuelto loca por mí, como una muchacha atolondrada que se
enamora de un viejo, me hizo su hijo adoptivo, y yo la escribiré un
libro con el cual espero probarla mi gratitud. Granada se desbordó en
entusiasmo en honor mio en 1846 á la sola promesa de escribirla mi aún
no concluido poema; y aún se recuerda allí una representacion de _Don
Juan Tenorio_, al fin de la cual el beneficiado Pepe Calvo, padre de
Rafael, la empresa y yo, convidando al público á la mesa á que habia
venido la estátua del Comendador, hicimos al capitan general, al
gobernador de la Alhambra y á las hermosas granadinas comer todos los
dulces y beber todo el Champagne que habia en la ciudad. Amanecia ya,
y ni autoridades ni pueblo se daban cuenta de que nadie estaba en su
juicio ni en su lugar.
Madrid, declarado en estado de sitio, y prohibida en él la reunion
pública de más de cinco personas, reunió cuatro mil, para acompañarme
á mi casa desde la estacion, una mañana de Octubre de 1866. No pasa un
mes de Noviembre en que no haga en mi favor alguna ruidosa demostracion
en alguna representacion de mi _Don Juan_: y el Ateneo, en fin,
tomándome bajo su amparo, ha abierto conmigo á la poesía sus salones,
en los cuales no habian penetrado aún más que las ciencias. En resúmen,
mi patria, representada por la sociedad, no ha podido hacer más en
España por un poeta, á quien indudablemente estima en más de lo que
vale, sólo porque su poesía es la expresion del carácter nacional y de
las pátrias tradiciones.
Cuando en 1859 la muerte le privó en la Habana de un compañero, y
destruyendo su fortuna con la de Cipriano de las Cagigas, el Capitan
general de la Isla, D. José de la Concha, le colmó de atenciones y de
consuelos, y el banquero D. Manuel Calvo le alojó espléndidamente en su
tranquilo y salubre cafetal; procurándole en él la soledad necesaria
para el trabajo, y salvándole la vida y el honor con los cuidados de su
amistad.
El poeta Zorrilla, que es el que más debe á su patria, representada por
la sociedad de su época, es el que ménos puede quejarse de ella, si la
considera representada por su Gobierno.
Cuando en 1871 le pidió su proteccion para emprender su _Leyenda del
Cid_, obra de largo aliento, con la cual queria corresponder á la
excesiva reputacion que por sus poco importantes trabajos se le habia
acordado, el Sr. D. Cristino Martos, Ministro de Estado entónces, le
dió una comision de archivos y bibliotecas en Italia; pretexto tan
visible como honroso para acordarle una pension, que no podia tener
nombre y carácter absoluto de tal, por no haber antecedentes de que
se hubiera pensionado en España á ningun poeta; y acompañada de una
gentilísima carta autógrafa, le envió la credencial de la Gran Cruz de
Cárlos III, que constituia su persona en una alta dignidad, y de cuya
Excelencia nadie se ha acordado nunca; porque á nadie se le ocurre en
España que el poeta Zorrilla sea más ni ménos que el poeta Zorrilla,
cuya larga intimidad con el público autoriza ya á todo el mundo para
tutearle y llamarle Pepe.
Hoy, que las perentorias economías de los Lugares Píos de Roma me
obligaron á pedir amparo al señor Ministro de Fomento, escudándose con
una carta del Capitan general Jovellar, que honra á Zorrilla con su
amistad desde que se conocieron, ¿cómo ha recibido á Zorrilla el Sr.
Conde de Toreno? Hijo de aquel ilustrado repúblico, que fué gloria del
Parlamento y honra de las letras, dió al poeta cuanto tenia facultades
de dar, miéntras discurria medio mejor de asegurar su porvenir; y el
Sr. Cárdenas allanó ante sus pasos todos los difíciles que hay que dar
en las oficinas del Ministerio de Hacienda para el cobro de su interina
subvencion.
Los editores de Barcelona, Montaner y Simon, se apresuraron á ofrecer
los servicios de su amistad; un ilustre prelado partió con él la
limosna de los pobres de su diócesis, y V. mismo, Sr. Velarde, á
la cabeza de la juventud literaria de Madrid, inició _algo_ que le
agradece en el alma y que no olvidará jamás el viejo poeta desheredado.
Empieza V. su artículo por un recuerdo de la tarde del 15 de Febrero
de 1837: un lunes le diré á V. de aquel dia lo que nadie sabe: y entre
tanto, conste que cree que seria un loco y un ingrato si se quejara
ni exigiera más de su patria; pero que no teme que España deje morir
sin pan al viejo matador del rey D. Pedro, al loco salvador de D. Juan
Tenorio, su agradecido autor el poeta,
José ZORRILLA.
III.
_Sr. D. José Velarde_:
Ofrecí á V. , mi cariñoso amigo y generoso encomiador, decirle algo del
15 de Febrero de 1837, y no se me cuece el pan por cumplirle á V. mi
oferta; no sólo para que V. sepa á qué atenerse sobre lo acontecido
en aquel dia y especialmente en aquella tarde, al viejo y asendereado
poeta, á quien V. hoy tánto encomia, sino para disipar la neblina
de cuentos y de pormenores absurdos en que los narradores vulgares,
los chistosos de oficio y los amigos indiscretos ó pretenciosos han
rodeado despues la verdad de lo que en aquel dia sucedió. La gente
meridional, y sobre todo los españoles, tenemos la pretension de ser
todos buenos narradores; y cuando algo se nos cuenta, no lo repetimos
jamás sin añadir cada cual algo de su cosecha: con cuya manía resulta
que el hecho más sencillo, al pasar por unas cuantas bocas, queda tan
desfigurado, que pueden contárselo como nuevo al primero que lo relató,
sin que éste reconozca ya lo relatado por él, en la décima relacion del
hecho, que en vez del suyo, corre de boca en boca.
Y hay otra circunstancia peor en este modo de narrar, inherente
tambien á nuestro país; y es, que la mayor parte de los que, añadiendo
pormenores á la narracion de los hechos, convierten al fin las más
sencillas verdades en absurdas y fantásticas mentiras, llegan á creerse
estas de buena fé; y pueden jurar que han sido de ellas parte ó
testigos, alucinados por su fantasía meridional, que les hace preferir
á la deseada verdad la fábula más fantástica é inverosímil.
Hé aquí por qué, mi buen amigo Sr. Velarde, quisiera yo contar á V.
algunas cosas de aquel buen tiempo viejo, que no está aún tan léjos de
nosotros que de él no vivan presenciales testigos, pero á quiénes el
afan de ponderar, ó de darse personal importancia, ha hecho desfigurar
de tal manera las cosas que en él pasaron, que hay quien hoy me cuenta
á mí de mí mismo lo que jamás pasó, ni pudo pasar por mí; y yo callo
y escucho, convencido de lo inútil que seria intentar convencerle de
que yo, y no él, soy quien debe saber la verdad; pero vamos al 15 de
Febrero de 1837.
Permítame V. que le recuerde á vuela pluma los ensayos por que pasé,
ántes de representar mi papel en la escena del cementerio.
Metióme mi padre á los nueve años en el Real Seminario de Nobles,
establecido por los jesuitas en el edificio que es hoy, en la calle
del Duque de Alba, cuartel de la Guardia civil, y trasladado en 1828
al que hoy es hospital militar, en la calle de la Princesa. Tengo
para mí que la idea de los buenos padres de la Compañía de Jesús,
al establecer un colegio tan lujoso y tan privilegiado, para entrar
en el cual era preciso hacer pruebas de nobleza, fué la de tener
más tarde por discípulos á los hijos de todas las familias nobles,
importantes ó influyentes de España; como quiera que fuese, halléme
yo allí condiscípulo de los primeros títulos de Castilla, y recibí
una educacion muy superior á la que hasta entónces solian recibir los
jóvenes de la clase media; mi padre era el primero de mi familia que,
saliendo de nuestro modesto solar de Torquemada, habia por sus estudios
llegado á un honroso puesto en la alta magistratura.
En aquel colegio comencé yo á tomar la mala costumbre de descuidar lo
principal por cuidarme de lo accesorio: y negligente en los estudios
sérios de la filosofía y las ciencias exactas, me apliqué al dibujo,
á la esgrima y á las bellas letras, leyendo á escondidas á Walter
Scott, á Fenimore Cooper y á Chateaubriand, y cometiendo en fin á los
doce años mi primer delito de escribir versos. Celebráronmelos los
jesuitas y fomentaron mi inclinacion; díme yo á recitarlos, imitando á
los actores á quienes veia en el teatro, cuando alguna vez iba al del
Príncipe, que presidian entónces los alcaldes de casa y corte, cuya
toga vestia mi padre; híceme célebre en los exámenes y actos públicos
del Seminario, y llegué á ser galan en el teatro en que se celebraban
estos, y se ejecutaban unas comedias del teatro antiguo, refundidas
por los jesuitas; en las cuales, atendiendo á la moral, los amantes se
transformaban en hermanos, y con cuyo sistema resultaba un galimatías
de moralidad que hacia sonreir al malicioso Fernando VII y fruncir
el entrecejo á su hermano el infante D. Cárlos, que asistian alguna
vez á nuestras funciones de Navidad. Don Cárlos enviaba á sus hijos á
nuestras aulas y á cumplir con la iglesia en nuestra capilla; á la cual
habia enviado Su Santidad Gregorio XVI su bendicion y los cuerpos de
cera de dos santos jóvenes mártires, degollados en Roma en tiempos de
no recuerdo qué mónstruo imperial, cuyas figuras degolladas me daban á
mí tal miedo, que no pasé jamás de noche por delante de la capilla en
cuyos altares laterales yacian.
Salió mi padre desterrado de Madrid y Sitios Reales el 1832, y yo
del Seminario el 33. Murió á poco el Rey Don Fernando VII. Sopló la
revolucion; encendióse la guerra civil, envióme mi padre desde su
destierro de Lerma á estudiar leyes á la Universidad de Toledo, donde
siguiendo mi mismo sistema del Seminario, en vez de asistir asíduamente
á la Universidad, me dí á dibujar los peñascos de la Vírgen del Valle,
el castillo de San Servando y los puentes del Tajo; y vagando dia y
noche como encantado por aquellas calles moriscas, aquellas sinagogas y
aquellas mezquitas convertidas en templos, en vez de llenarme la cabeza
de definiciones de Heinecio y de Vinnio, incrusté en mi imaginacion los
góticos rosetones y las preciosas cresterías de la Catedral y de San
Juan de los Reyes, entre las leyendas de la torre de D. Rodrigo, de
los palacios de Galiana y del Cristo de la Vega, á quien debo hoy mi
reputacion de poeta legendario.
Mi tio, el prebendado á cuya casa me habia enviado mi padre, que
habia creido recibir en ella á un pajecillo que le ayudara á misa
y le acompañara al coro llevándole el paraguas y el breviario, se
escandalizó de que yo leyera á Víctor Hugo; á quien él confundia,
sin que lograra yo sacárselo de la cabeza, con Hugo de San Víctor,
expositor de Sagrada teología, de quien él suponia que los franceses
habrian encontrado algunos versos inéditos; tomó muy á mal mi amistad
con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro
Madrazo eran condiscípulos mios de colegio, y concluyó por escribir
á mi padre que yo no era más que un botarate, que más _iba para
pinta-monas_ que para abogado, segun los papelotes que llenaba de
piedras, de torres y de inscripciones ya en posesion de los buhos y
cubiertas de telarañas.
No pluguieron mucho á mi padre los informes del prebendado toledano; y
al año siguiente me envió á continuar mis estudios á Valladolid, bajo
la inspeccion de un procurador de aquella Chancillería, y la proteccion
del Rector de la Universidad, el ilustrado D. Manuel Tarancon, Obispo
despues de Córdoba y muerto Arzobispo de Sevilla. Hícelo yo allí mucho
peor que en Toledo; y evocando mis recuerdos de niño en la ciudad donde
habia nacido, y encontrándome otra vez á Pedro Madrazo en aquella
Universidad, continué dándome á estudiar piedras, ruinas y tradiciones,
ayudado por los periódicos y publicaciones literarias que recibia de
Madrid Pedro Madrazo; cuya casa era entónces emporio del arte, donde
brillaban ya los cuadros de su hermano Federico, y donde Ochoa tenia la
redaccion de _El Artista_, el primer periódico literario é ilustrado de
España.
Atraquéme, pues, de Casimire de la Vigne, de Víctor Hugo, de Espronceda
y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del
Romancero y de Jorge Manrique, y no pude digerir cuatro páginas del
Heinecio, ni de las Pandectas: en vista de lo cual, el procurador á
quien por él estaba encargado, escribió á mi padre punto más de lo
escrito por el prebendado: esto es, que yo no era más que un holgazan
vagabundo, que me andaba por los cementerios á media noche como un
vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en
fin, amigo de los hijos de los que no lo habian sido nunca de mi
padre, como Miguel de los Santos Alvarez. Parece que su padre y el mio,
ambos abogados relatores en otro tiempo de la Chancillería, realista
mi padre y liberal el de Alvarez, no se habian mirado nunca de buen
ojo. Los hijos, inconscientes y ajenos de las divisiones de los padres,
nos amamos de mozos, y aún somos amigos en la vejez: cuestion de los
tiempos y de los caractéres.
Enojóse mi padre, y con razon, con las noticias del bilioso procurador;
gané yo curso por favor del Sr. Tarancon, y díjome mi padre, al
enviarme por tercera vez á la Universidad de Valladolid: «tú tienes
traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te gradúas este año de
bachiller á cláustro pleno, te pongo unas polainas y te envio á cavar
tus viñas de Torquemada. » Era mi padre muy hombre para hacer tal con
su hijo; pero ya era yo hombre perdido para los estudios sérios:
odiaba á Justiniano y se me daba una higa de todos los doctores _in
utroque_ de todas las Universidades de España: adoraba en sueños
á García Gutierrez, á Hartzenbusch y á Espronceda; y ver una obra
mia impresa, y apretar la mano de amigo á estos ilustres poetas, me
parecia destino de más prez que el de llegar á ser un Floridablanca;
_el demonio_ de la poesía estaba ya posesionado de todo mi sér; y
con disgusto de Tarancon y estupefaccion del procurador, anuncié
redondamente que así me graduaria yo á cláustro pleno aquel año, como
que volaran bueyes. Metiéronme, pues, en una galera, que iba para
Lerma, á cargo del mayoral: pensé yo en el camino que mi vida en mi
casa no iba á serme muy agradable; y sin pensar ¡insensato! en la
amargura y desesperacion en que iba á sumir á mi desterrada familia, en
un descuido del conductor, eché á lomos de una yegua, que no era mia y
que por aquellos campos pastaba, y me volví á Valladolid por el valle
de Esgueba, que era otro camino del que la galera habia traido.
Sirvióme mucho la equitacion que en el colegio me enseñaron, porque
la yegua era reacia y antojadiza; mas no me convenia en modo alguno
dejarla volverse á la querencia de su establo, y entré sobre ella en
Valladolid al anochecer, donde la vendí: y acomodándome en otra galera
que para Madrid al amanecer salia, me desembanasté á los tres dias en
la calle de Alcalá, y me perdí á la ventura por las de esta coronada
villa, huyendo de mis santos deberes y en pos de mis locas esperanzas,
ahogando la voz de mi conciencia, y escuchando y siguiendo la de mi
desatinada locura.
Mi familia, no creyéndome capaz de la resolucion de abandonar para
siempre mi casa paterna, me buscó por las de mis parientes de las
provincias de Búrgos y de Palencia, donde suponia que me habria
guarecido; y habiendo yo hecho mi fuga dándome por hijo de un artista
italiano, gracias á mis principios de dibujo y á la lengua italiana que
me era familiar, tardó mucho en dar con mi rastro. Presentéme yo á mis
amigos y condiscípulos de Madrid; pero pronto tuve que esquivarme de
los duques de Villahermosa y de los Madrazo, que recibieron cartas de
mi padre, y que en vista de mi tenaz resistencia á volver á mi hogar,
no creyeron prudente insistir con quien tan obstinadamente rechazaba
sus amistosas amonestaciones.
Entónces. . . . ¡ay de mí! busqué y contraje otras amistades; unas de las
que no quiero volver á acordarme, otras de las que jamás me olvidaré;
como la de Manuel Assas, con quien gané algunos pocos reales enviando
mis dibujos de la torre de Fuensaldaña y otros, con artículos
arqueológicos escritos por Assas en francés, al _Museo de las familias_
de París, y la de Jacinto Salas y Quiroga: poeta ya casi olvidado, que
contó con mi pluma en donde quiera que llegó á meter los puntos de la
suya. Entónces prediqué en las mesas del café Nuevo una política de
locos, que hizo reir sin hacer afortunadamente prosélitos; y entónces
escribí en un periódico que solo duró dos meses, al cabo de los cuales
dió la policía tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de
hacer un viaje á Filipinas por cuenta del ministerio de la Gobernacion.
Ví yo la justicia, por el balcon, entrar por la puerta principal que
bajo él estaba; y montando en la baranda de otro que se abria sobre un
patio de una vecina casa, por la parte posterior de la de la redaccion,
caí diestra y silenciosamente á cuatro piés sobre sus enyerbadas
losas; emboqué un callejon oscuro que ante mí se abria, y justificando
mi apellido, me escurrí por él hasta la calle opuesta de la manzana;
enfilé tranquilamente la de Peregrinos, subí la de Postas, mirando
atentamente las tiendas como si tuviera letras que cobrar en alguna de
ellas; y de recodo en recodo, y de callejon en pasadizo, dí conmigo en
la de la Esgrima, y en ella de manos á boca con un gitano á quien habia
salvado de ser fusilado dos años hacia en la tierra de Aranda. Víle y
conocióme; preguntóme y respondíle; comprendióme á media palabra, y
llevándome á un cuarto del núm. 30 y. . . tantos, trenzóme la melena,
coloróme el semblante, y endosándome unas calzoneras y una chaqueta
de pana, con un sombrero con más falda que una dolorosa de procesion,
y una faja más ancha que la del Zodíaco, me sacó entre los de su
cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirviéndome de infalible
seña gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta, servia de seña
personal á los que me buscaban, de parte de mi familia, para volverme
á mi casa, y de órden del gobernador de las tres ppp, D. Pio Pita
Pizarro, á los que pretendian enviarme á saber lo que en Filipinas
ocurria. Pasó una revolucion á los pocos dias con la desastrosa
muerte del general Quesada en Hortaleza; pasó. . . lo que pasa en las
revoluciones, un juicio final en cuarenta y ocho horas; y al cabo de
diez dias torné yo á pasar destrenzado y desteñido por la Puerta de
Toledo, y volví á vivir á salto de mata, y á dormir en casa de un
cestero, que de portero habíamos tenido en la redaccion de marras. . . y
así me cogió en Madrid el dia 12 de febrero de 1837, anterior con tres
al del entierro de Larra, cuyos pormenores quedarán para una siguiente
carta, á la cual sirve de preliminar esta de su afectísimo y agradecido
amigo.
IV.
Comienzo á apercibirme, mi buen amigo Sr. Velarde, de que es más
difícil de lo que creí la tarea que me he impuesto ahora, y de que
hemos andado poco acertados en dar publicidad á estas mis cartas.
Agloméranse en mi memoria, segun las voy escribiendo, tántos
pormenores, imposibles de suprimir si he de hacerme comprender;
pasábanme tántas y táles cosas, y pasaba yo por tales y tan estrechos
pasos y pasadizos en los dias de la muerte y del entierro de Larra,
que me temo que ni la benevolencia del director y de la redaccion de
_El Imparcial_ para conmigo, ni la paciencia de sus lectores quieran
pasarme el importuno relato de tan íntimos y personales recuerdos.
La sultana. --Sí, madre, y no comprendo. . . . .
Contestó Abú Abdil. ¡Tal vez maldijo
Nuestra fortuna Aláh! » Con ojo fijo
La espesa sombra penetrar queriendo,
Aija le interrumpió:--«Calla: estoy viendo
Moverse algo en el bosque. . . . . ¿Oistes, hijo?
--¿Un ruiseñor? --Sin duda: mas no canta
Tan recio el ruiseñor. . . . . escucha atento.
¿Le oiste? --Sí. --Pues bien, hijo, ese aliento
De un pájaro no cabe en la garganta.
--Oid, Señora, oid; más cerca el pío
Del ave se oyó ahora. --Es una seña
Que viene de las márgenes del río.
--Sí, y en hacerse comprender se empeña. »
Acercáronse más á la calada
Barandilla exterior del antepecho:
Mas Aija, de repente y sin ser dueña
De sí misma, cubriendo con su pecho
El pecho de Abú Abdil, gritó: «¡Hijo mío! »
Silbando entró por el postigo estrecho
Del balcón una flecha disparada
Desde el bosque, y, tocando en la labrada
Piedra del arco, rechazó, en el lecho
De Abú Abdil cayendo despuntada.
«¡Traidores! » exclamó Aija, á nuestra vida
También atentan! » Mas alegremente
La interrumpió Abdilá, teniendo asida
La flecha: «Madre (dijo) trae cosida
Una carta. --Lee pues. » Rumor de gente
Se oyó en el corredor en este instante,
Y una esclava, asomándose á la puerta,
Dijo: «¡El wazir! » Para la audaz Sultana
Fué cosa nada más que de un momento
En el pecho ocultar la carta abierta,
La flecha devolver por la ventana,
Y serena quedar sobre su asiento.
Al punto mismo Abú-l'Kazín, ministro
De las venganzas de Muley, entraba
El nocturno registro
Á hacer que en el salón acostumbraba,
Desque la torre de Comares era
Del Granadino Príncipe y su madre,
Por orden de Muley, prisión severa.
Saludó Abú-l'Kazín con afectada
Ceremonia, mostrando que lo hacía
Sin respeto y en pura cortesía:
Aija, en sus almohadones recostada,
Ni volvió la cabeza desdeñosa,
Ni le otorgó siquiera una mirada;
Abú Abdilá, imitando á su orgullosa
Madre, no contestó tampoco nada.
Abú-l'Kazín entonces, en sombrío
Silencio y con feroz torvo semblante,
La estancia registró con vigilante
Y prolija atención. «Es deber mío,»
Dijo al fin, dirigiendo á la Sultana
Una mirada donde el odio brilla,
Y añadió: «Nuestro Rey llega mañana
Vencedor de las armas de Castilla. »
Aquí, consigo sin poder, la Mora
Díjole: «¿Son por ello esos clamores
Que turban el reposo? --Sí, Señora:
El pueblo aplaude, como siempre, ahora
Á los Reyes que vuelven vencedores. »
Una mirada le lanzó de fuego
La Mora y con desdén le dijo luego:
«Tienes razón, Abú-l'Kazín: mañana,
Si volvieren vencidos, por traidores
Les silbará la multitud villana.
--Vele Aláh por el Rey, y no permita
Que el pueblo tenga por traidor, Sultana
Á quien abrigue sangre Nazarita!
--Eso te digo yo. Los hijos tienen
La sangre de los padres, y el que incita
Al padre contra el hijo, lo previenen
Las suras del Korán, á Dios irrita
Y su raza por Dios será maldita.
--Sultana, tus palabras. . . . . --El anuncio
Son del desprecio en que te tengo. --Holgara
La razón en saber. --Está muy clara.
--Pronúnciala, Sultana. --La pronuncio:
Tu padre, Abú-l'Kazin, fué tornadizo
Y traidor á su Dios, y yo detesto
Á los hijos de padre que tal hizo.
No lo olvides jamás. --¡Oh! lo protesto.
--Déjanos, pues, en paz. --La vez postrera
Volveré nada más, cuando el severo
Rey de Granada de su ley el yugo
Imponeros me ordene. --Aguarda fuera
Sus órdenes en tanto, carcelero,
Hasta que hayas de entrar como verdugo. »
Salió el wazir, brillando en su pupila
El fuego del rencor: y la Sultana,
Luego que oyó el rumor de los cerrojos
De la postrera cámara lejana,
La carta á desplegar volvió tranquila,
Devorando lo escrito con los ojos.
Mirábala Abdilá con impaciencia,
Procurando leer en su semblante
Lo que ella en el escrito. En apariencia,
Si el wazir la acechara en este instante.
No pudiera, al mirar su indiferencia.
Sospechar que el papel era importante.
Leyó con avidez, pero serena:
Y aquella alma viril, que dominaba
Del placer el exceso y de la pena.
No dejó percibir á quien miraba
El gozo inmenso de que estaba llena.
¡Tanto era altiva, perspicaz y brava!
«Hijo mío Abdilá, dijo tras breve
Pausa, vas á partir. La muerte fiera.
De tu padre á la vuelta, aquí te espera,
Y abajo espera quien salvarte debe.
No el Cielo señaló tu real cabeza
Para ceñir una corona en vano;
Tu destino de Rey he aquí que empieza;
Cumple, pues, tu destino soberano. »
Dijo y le dió la carta, que decía:
«Vuelve tu esposo vencedor, Sultana,
»Y la guadaña de la muerte impía
»Su mano trae; no aguardes á mañana:
»Cuando oigas luego que en silbar porfía
»El ruiseñor al pie de tu ventana,
»Descuelga á tu hijo Abú Abdilá por ella.
»Y un buen caballo le valdrá y su estrella.
»No temas ni vaciles: los verjeles
»De este valle, á tu vista tan tranquilo,
»Á un escuadrón de Abencerrajes fieles
»Dan á estas horas misterioso asilo.
»Mi escritura conoces, no receles,
»Sultana, una traición: pende de un hilo
»Del Príncipe la vida: mas, burlada
»La muerte, volverá. . . . . Rey de Granada.
»Aunque en firmar sé acaso que aventuro
»Mi cabeza, la suya es lo primero:
»Sírvate pues mi nombre de seguro
»Y alumbre tu razón Aláh infinito. »
Al pie de este renglón, claro y entero,
De ALY-MACER el nombre estaba escrito.
Leía Abú Abdilá, y á la lectura
De la carta fatal palidecía:
Y, leyendo en su rostro su pavura,
La madre el ceño varonil fruncía.
«Hijo de Reyes, como Rey procura
Obrar, le dijo al fin. ¿Fortuna impía
Te acosa? Acosa, pues, á tu fortuna:
Mala es mejor tenerla que ninguna. »
Tal diciendo, la intrépida Sultana
Llamó en voz baja á sus esclavas. Quiso
Abú-l'Kazín dejárselas, por vana
Demostración de libertad y viso
De autoridad y pompa soberana,
En la prisión. Entraron al aviso
Todas de su señora, y la severa
Sultana las habló de esta manera:
«Necesito una escala: en el momento
Desgarrad vuestras tocas y almaizales;
Los tapices que tiene el aposento
Trizas haced: mis lienzos y mis chales
Rasgad y, hasta que lleguen al cimiento
De la torre, anudad los desiguales
Pedazos: no os paréis en necias dudas:
Rasgadlo todo, aunque os quedéis desnudas. »
Hechas á obedecer, sin más demora
Rasgaron la oriental tapicería
Que la ostentosa cámara decora,
El chal con que cada una se ceñía,
El rico pabellón de crujidora
Seda que el lecho de Abdilá tenía.
Cuanto á las manos se las vino asieron,
Y, formando un cordón, le retorcieron.
La Sultana y el Príncipe, afanosos,
En tal ocupación las ayudaron,
Y de esta ocupación con los curiosos
Incidentes, que alegre la tornaron,
Del alma de Abdilá los temerosos
Tristes presentimientos se ahuyentaron:
Y rebosaba en gozo y osadía
Cuando el largo cordón se concluía.
Á poco un risueñor en la enramada
Los tres largos silbidos de su trino
Precursores lanzó. Corrió agitada
La Sultana al balcón, y más vecino
Volvió á silbar el ruiseñor: callada
É inmóvil escuchó: su oído fino
Y ojo avaro alcanzaron, en la hondura,
De un hombre el movimiento y la figura.
Un momento después, en la maleza
Que al mismo pie del torreón crecía,
El ruiseñor silbó: la fortaleza
Y la continuidad con que lo hacía
Su voz, de la que dió naturaleza
Al ruiseñor un tanto desdecía
De cerca oída: pero al libre viento
Era bien fácil confundir su acento.
Ató Aija á Abú Abdil por la cintura
La punta de los lienzos anudados,
De su firmeza y solidez segura;
Los brazos un momento entrelazados
Tuvieron madre é hijo con ternura
Cordial: los labios trémulos, rasados
De lágrimas los ojos, no encontraron
Palabras, mas sus lágrimas hablaron.
Deshízose la madre la primera
Del cariñoso lazo, y saltó el hijo
Por la baranda del balcón afuera,
Teniendo el lienzo las mujeres fijo.
«Madre, dijo él, ¡adiós por vez postrera!
--¡Hijo de mi alma, adiós! ella le dijo,
Y, bajando la voz:--honra tu nombre,
No vuelvas sino Rey: lucha y sé hombre. »
Dijo: y, á una señal, franqueza dando
Las esclavas al lienzo, por la obscura
Región del aire, suelto, fué bajando
El Príncipe Abdilá: justa pavura
Le acongojó cuándo se vió colgando
Sobre la inmensa tenebrosa hondura;
Vaciló su cerebro y, los antojos
Del miedo por no ver, cerró los ojos.
Un momento después cuatro forzudos
Brazos en las tinieblas de él asieron:
Una daga cortó junto á los nudos
El lienzo, á hombros tomáronle, y huyeron.
Los brazos de las Moras, á tan rudos
Esfuerzos no hechos, libres se sintieron
De repente del peso, y la Sultana
Se echó con ansiedad á la ventana.
Miró, escuchó, sin voz, sin movimiento,
Parando en su atención hasta el latido
Del corazón y el curso del aliento:
Pero ni gente, ni señal, ni ruido
Se percibía: á la merced del viento
El lienzo por abajo desprendido
Flotaba, y era todo allá en la hondura
Silencio, soledad, sombra, pavura.
Apartóse en silencio la Sultana
Del ajimez: la tela recogida
Poco á poco volvió por la ventana:
Mas al entrar la punta suspendida
Por fuera del balcón, de la Africana
El corazón mortal volvió á la vida;
La punta trae de salvación un gaje
Infalible: el blasón Abencerraje.
Besóle la Sultana, y su altanera
Tranquilidad cobró: despidió luego
Sus esclavas y, sola, dijo, fiera
Reverberando en su mirada el fuego
Del corazón: «Que venga cuando quiera
Muley. » Y en los cojines con sosiego
Tendiéndose, al pesar y al miedo ajena
Segura de Abú Abdil, durmió serena.
IV
Y he aquí que la Sultana
Cual Reina soberana,
Y acaso en su ventana
Detrás de la persiana
Oyó sobrecogida
Que por la peña hendida
Diez hombres que, en huída
Corriendo á toda brida
que el real Generalife,
en esta noche mora,
velaba en esta hora,
tendida en un diván,
cruzar el arrecife,
conduce hacia la sierra,
veloz y són de guerra,
hacia la sierra van.
El rostro peregrino
Zoraya hacia el camino
De polvo un remolino
Sombra el país vecino
¿Quien puede á estos parajes
Lanzarse en tan salvajes
Tan ásperos pasajes
Los diez Abencerrajes
llegando á la ventana,
miró: mas ¡vana empresa!
velaba con espesa
al ojo más sutil.
(se dijo la Sultana)
caballos, audazmente
salvando? --Solamente
que salvan á Abú Abdil.
FIN DE LOS VERSOS CONTENIDOS EN EL TOMO PRIMERO.
Zorrilla, al publicar este Poema en 1852, ilustró el tomo primero con
notas y discursos que, si entonces juzgaba de necesidad para satisfacer
á lectores y críticos, hoy parecen excusados, después del casi medio
siglo que separa la primitiva de la presente edición. El poeta quiso
demostrar que á la factura de los versos había hecho preceder un
estudio de la lengua árabe, de la historia del reino de Granada, de las
vicisitudes de la conquista y de cuantos personajes iban á figurar en
los diversos libros del Poema. Dudaba, tal vez, de que se le tuviese
por verídico en las tradiciones, lenguaje, usos y costumbres de los
moros; por lo cual puntualizó en multitud de notas la exactitud de
los conceptos y hasta la pureza de las palabras. Reconocidas por la
crítica estas cualidades en la obra, no es necesario reproducir tan
numerosos comprobantes, que, en vez de esclarecer, embarazan la lectura
y sonoridad de los versos. Por esto se han suprimido aquí, del mismo
modo que una extensa biografía de Mahoma, inserta al final del volumen
y que el propio Zorrilla declara ser en su mayor parte traducción de
acreditados libros franceses.
Hay, sin embargo, en los discursos y desahogos del autor ciertos
pasajes que no deben suprimirse, porque corresponden á la historia
literaria del tiempo y al carácter peculiar del poeta, tales como
la explicación de la dedicatoria á su amigo Muriel y la sátira con
que Zorrilla se revuelve contra los censores anticipados de su obra,
émulos, á su juicio, tan impotentes como menguados.
He aquí la manera con que explica la _Fantasía_ dedicada á D. Bartolomé
Muriel en las primeras páginas del libro:
«Habiéndome algunos amigos manifestado en París deseos de
conocer mi Poema de Granada antes de su publicación, se
reunieron una noche en casa del Sr. Muriel para oirme leer
algunos de sus libros ó cantos, á pesar de mi propósito de
no manifestar su manuscrito. La circunstancia de hallarse
presentes á esta lectura D. Fernando de la Vera y D. Cayo
Quiñones de León, cuyos antepasados tomaron en la conquista
de Granada no poca parte, y á cuyas hazañas consagro en
mis versos no pocos recuerdos, me obligaron á continuar en
siguientes noches la lectura de mi obra, á cuyo objeto reunió
el Sr. Muriel una corta sociedad de amigos en su elegante
casa. La amistad cordial que al Sr. Muriel me une, y las
agradables horas pasadas en sus aposentos, cubiertos de
preciosos cuadros y llenos de artísticas curiosidades, me
inspiraron esta fantasía, procurándome la ocasión de darle con
ella un público testimonio de mi amistad y de lo caras que son
á mi corazón las memorias de la suya. »
Sobre las censuras anticipadas y murmuraciones más ó menos cultas que
se hacían del Poema cuando aún no se había publicado, escribe Zorrilla
lo siguiente:
«Á los desocupados escritores de anónimos y á los autores
rapsodistas, á quienes apesara desdichadamente la reputación
ajena, pero que no pueden labrarse la propia sino royendo los
talones de los que van delante de ellos, en su incapacidad de
abrirse por sí mismos un camino, les aconsejaré que antes dé
seguirme á Granada den una vuelta por Toledo, donde hallarán
á mi buen amigo el Sr. D. León Carbonero y Sol, quien, con
honra suya y provecho de la juventud, explica en aquella
ciudad la lengua árabe, y el cual, con su rica erudición
oriental y poética, y su excelente método de enseñanza, les
pondrá tal vez con el tiempo en estado de caminar conmigo por
los senderos montañosos que conducen á la Real alcazaba de la
Alhambra.
Á los literatos que, á pesar de lo expuesto, me supongan más
ambiciosos intentos ó más vanaglorioso amor propio, dispuestos
á no ver de mi obra más que los defectos, hijos naturales de
una temeraria osadía ó de una quijotesca vanidad; y á los
sabios críticos que quieran aprovechar la ocasión de lucir
sobre Granada sus académicas disertaciones y sus artículos
enciclopédicos, les contaré solamente un cuento, que estoy
sintiendo corrérseme en el papel por los puntos de la pluma,
el cual, aunque viejo, espero que les ayude á formar su
juicio sobre mi Poema, si lo leen; que sí lo leerán, pues yo
procuraré dárselo despacito para que lo rumien y digieran.
Lidiaba una tarde en la plaza de Sevilla el famoso Pedro
Romero, el diestro de mejor trapo y más certero pulso que
pisó jamás arena del redondel. Llegado el caso de estoquear
un toro de mal trapío y torcida intención que, empeorado
con la lidia, tomaba el bulto y dejaba el capote, comenzó
Romero á trastearle cuidadosa y maestramente, arrastrándole la
muleta para encariñarle á ella y traerle después sin riesgo
á una estocada por los altos y á una muerte de buena ley. Un
chusco sevillano, mozo y rico, decidor y zambrero, amigo de
los ganaderos y conocedor de las marcas de sus ganaderías,
apadrinador de la gente de cuadrilla, acompañador de los
encierros y presenciador de los apartados, donde gustaba
lucir el potro cartujo, la manta jerezana, la espuela vaquera
y el castoreño apresillado, y gran partidario, en fin, de
Costillares, hallando sin duda largo el juego de Romero, cuyo
riesgo no comprendía, y pareciéndole la ocasión oportuna para
zumbarle en presencia de su rival, empezó á decirle con no
poco esforzadas voces y dejo no menos provocador:--«¡Bueno,
señor incomparable, bueno: que va á llevar ese toro más pasos
que las procesiones del Viernes Santo! De matar se trata, que
no de pasear esa oveja mansa. ¡Que no se diga que por tanto
paso se pasa el tiempo y no se pasa la pavura! ¡Vamos, un
puntazo por lo que sea! . . . . y que no haya que dar á esa espada
una compañera sacada de las costillas, como nuestra madre
Eva. » La alusión á Costillares produjo el efecto que el chusco
deseaba, y aplaudieron sus partidarios y rieron los de los
tendidos; lo cual oyendo Romero, dejando plantada á la fiera
y á los espectadores suspensos, llegóse bajo el palco del
zumbador mancebo, la muleta recogida en la zurda y el estoque
suspendido en el dedo corazón, y díjole con aquella sorna
peculiar de la gente de plaza:--«Su mercé parece, por sus
razones, profesor del arte, y se ve á la legua lo acostumbrado
que está á dar lecciones como maestro: conque no le deje por
poco, y tome sin cortedad el lugar que le corresponde, que yo
estoy pronto á escucharle. Baje, pues, su mercé y hágame su
explicación á la cabeza de la res. »
Y decía bien Pedro Romero: las lecciones de torear se dan á la
cabeza del toro. »
París, 15 Abril 1852.
JOSÉ ZORRILLA.
FIN DEL TOMO PRIMERO
RECUERDOS
DEL
TIEMPO VIEJO
POR
D. JOSÉ ZORRILLA.
BARCELONA.
IMPRENTA DE LOS SUCESORES DE RAMIREZ Y C. ^A
Pasaje de Escudillers, número 4.
1880.
Este libro no necesitaba prólogo: la carta del señor Velarde, con la
cual va honrado, y la primera mia, contestacion á ella, justifican la
publicacion en _El Imparcial_ de los artículos cuya coleccion forma
el texto de este volúmen; y el motivo de coleccionarlos en él, es la
demanda que de su coleccion me han hecho los amigos que me leen y los
libreros que me venden.
Y que no se me ofenda ningun librero, ni se me engalle ningun Académico
por esta frase: porque se dice que se lee y que se vende á Quevedo
ó á Valera cuando se leen y se venden sus obras: lo mismo me sucede
á mí; unos me leen y otros me venden; y si los que me venden no me
vendieran, no me leerian los que me leen, y yo publico este libro por
agradecimiento á los unos y á los otros.
La razon y la escusa de lo que en él de mí mismo digo, van tambien
alegadas en su relato; pero de las circunstancias en que le he escrito
y del motivo de imprimirle dividido en dos partes y no en Madrid sinó
en Barcelona, me conviene, aunque necesario no sea, decir cuatro
palabras; siquiera no encuentren cuatro lectores á quienes leérmelas
interese, ni media docena que en leérmelas se complazcan.
Un 27 de Junio, á las siete de la mañana, entró la muerte calladamente
en mi casa, y dispersó con su guadaña una familia, para cuya reunion
habia yo trabajado mucho tiempo y agotado mis ahorros. En el inmenso
y legítimo duelo en que aquella muerte dejaba sumida mi casa, en cuyo
escondido hogar me habia ya sumido modestamente _á vivir en el olvido
y á morir en paz con Dios_, quedábame por solo recurso y por última
esperanza el resto de las dos veces mermada pension, que en 1871 me
habia concedido el Gobierno, cuyo ministro de Estado era el Excmo. Sr.
D. Cristino Martos; pero llegado el ocho de Julio, y transcurrido el
nueve, y pasado el diez, y visto que la libranza en que de Roma debia
venir mi mensualidad vencida no venia, telegrafié á mi apoderado en la
capital del Orbe Cristiano, preguntándole por ella. ¡Ay de mí! con mi
telegrama se cruzó la carta suya, en que me participaba que por causa
de economías inexcusables en la Administracion de los Lugares Píos
españoles en Italia, mi comision habia sido suprimida: en consecuencia
y ajustadas por él mis cuentas con aquella piadosa Administracion, me
remitia los últimos sesenta y cinco duros que me restaban que cobrar
hasta la fecha de la supresion de mi sueldo.
Quedéme yo con la libranza delante de los ojos, el verano delante de
mí y detrás de mí los siete individuos de mi familia; y el ministro
de Estado en los baños, y el de Fomento en sus haciendas, y el Sr.
Cánovas mi amparador en Cotterets, y en Francia mi paño de lágrimas el
Capitan General Jovellar; quien en tales casos molesta por mí á todos
los ministros, y no pierde ocasion ni perdona empeño por sacarme del
mio. La moda, que deja á Madrid desierto durante el verano, me dejaba
á mí en Madrid como en medio del Sahara: la tierra bajo mis piés, el
cielo sobre mi cabeza, mi esperanza en Dios, y Dios tras el velo azul
del aire; que es impenetrable cortinaje del pabellon que le guarda de
las miradas de los hombres. ¿Cómo pasé yo aquellos tres meses?
No puedo hacer al tiempo volver atrás: no puedo quitarme de encima ni
uno solo de mis sesenta y cuatro años: no puedo hacer volver á mis
manos el capital pagado por las deudas de mi herencia paterna, ni lo
por mí gastado en vivir bien ó mal: no puedo rescindir los contratos de
venta de mi _Don Juan_ ni de mi _Zapatero y el Rey_, escritos cuando
la ley de propiedad no existia: esta ley no tiene efecto retroactivo
ni protege mi propiedad por lesion enorme: y no puedo pedir limosna en
España, sinó poniéndome al pecho un cartel que diga: «este es el autor
de _Don Juan Tenorio_, que mantiene en la primera quincena de Noviembre
todos los teatros de verso de España y América;»--pero para esto seria
preciso que yo esplicase cómo el autor de tal obra podia pedir limosna;
cosa muy fácil de esplicar, pero muy difícil de comprender.
Antes de pedirla escribí á mis editores de Barcelona, los Sres.
Montaner y Simon, dándoles cuenta de la suspension de mi sueldo
y pidiéndoles trabajo en su casa. Los Sres. Montaner y Simon me
contestaron que «los editores no tenian en su casa trabajo digno
de mí: pero que los amigos me enviaban adjunta una letra contra su
corresponsal. » El Arzobispo de Valencia, de cuya ciudad soy hijo
adoptivo, partió conmigo la limosna de sus pobres; el empresario
del Teatro Español me ofreció una cantidad que jamás pude cobrar en
contaduría; y al volver á Madrid el Sr. Conde de Toreno, ministro de
Fomento, me presenté en su antecámara, en la cual no me detuvo ni
un minuto. Expúsele en dos palabras mi posicion: asombróse de ella,
confesándome que estaba muy léjos de imaginársela tal; y prometiéndome
exponerla en consejo de ministros, en la primera ocasion, me dió cita
para el dia siguiente en el gabinete del señor Cárdenas, Subsecretario,
con quien iba inmediatamente á consultar un medio de venir en mi
auxilio. Al dia siguiente el Sr. Cárdenas, con una delicadeza y un
tacto que no podré jamás olvidar, me dijo: «que el señor Conde de
Toreno, sabiendo que para continuar ciertos trabajos legendarios en que
me ocupaba, necesitaria hacer algun viaje á alguna biblioteca ó archivo
de provincia, me daba por su mano una pequeñez para ayuda de gastos,» y
puso en la mia un bono de dos mil pesetas contra el Tesoro.
Pero miéntras todas estas cosas pasaban, habia pasado otra, principal
engendradora, orígen y causa más inmediatos de la confeccion de lo
en este libro compaginado. El Sr. D. Federico Balart, á quien suelo
pedir opinion y consejos sobre mis obras ántes de publicarlas, y á
quien voy ahora muchas veces á distraer de una mortal pesadumbre con mi
escéntrica conversacion y mis ideas estrafalarias, habia ido á hablar
en mi favor al propietario de _El Imparcial_. El Excmo. Sr. D. Eduardo
Gasset y Artime me abrió su casa, sus brazos y las columnas del _Lúnes_
de su periódico, pagándome mis artículos en más de lo que valen; el
Sr. Ortega Munilla, Director de los _Lúnes_, me hizo la distincion de
colocármelos inmediatamente despues de su semanal revista, y en la
redaccion de _El Imparcial_ encontré una nueva familia, que aceptó mi
compañía con cariño tan afectuoso y tan respetuosa cordialidad, que me
hicieron subir á los ojos dos lágrimas de gratitud, que no pudieron ya
sostener las ralas hebras que me restan de mis ántes espesas pestañas.
Miéntras, gracias al Sr. Gasset y Artime, volvia á contar con el pan
cotidiano, pasó al ministerio de Estado el señor Conde de Toreno,
volvió del extranjero el Sr. Presidente del Consejo de ministros, y
falleció el del Congreso, Adelardo Lopez de Ayala. --Pocos dias despues
del entierro de éste, el Sr. Cánovas del Castillo, cuya casa he tenido
siempre abierta y cuya amistad nunca se ha desmentido, me envió una
carta para el ministro de Estado; á cuya presentacion el Sr. Conde de
Toreno me dijo: «por el correo de hoy va á Roma la órden de continuar
pagando á V. su sueldo; pero tengo el sentimiento de haber tenido que
mermar de él doce mil reales, porque las economías ya hechas en la
Administracion de los Lugares Píos, no me han permitido devolverle los
treinta y seis mil reales que ántes cobraba. »--Recibí con gratitud lo
que se me daba, y me volví á mi casa, no ya como ántes resuelto
á vivir en el olvido
y á morir en paz con Dios,
como mi edad y la conveniencia de retirarme ya de la arena literaria me
lo exigian, sinó decidido por necesidad á luchar otra vez con la vida
y á morir sobre el trabajo; á lo que parece que me condenan mis viejos
pecados y las nuevas economías de los Lugares Píos. Ya varias veces en
algunos periódicos, que no sé por qué me son hostiles, se me ha echado
en cara el _no saber retirarme á tiempo_; pero no me han dicho á dónde;
puesto que saben que no puedo retirarme á un monasterio. Ya me habia
yo retirado á mi casa, y hacia ya año y medio que rehusaba presentarme
hasta en el ateneo, donde tántas consideraciones se me han tenido y
tántos aplausos se me han prodigado: pero al retirarme el gobierno
el sueldo con que únicamente podia retirarme como se me aconsejaba,
tuve yo por mejor consejo volver al trabajo y vivir honradamente de él
miéntras con él sustentarme pueda, que dejarme morir de inanicion y de
pesadumbre por dar gusto á los ya no le tienen de que viva yo entre la
gente, porque conceptúan que sesenta y cuatro años son demasiada larga
vida para un hombre á quien aun hay algunos que estiman y aplauden.
Pero juguemos limpio y hablemos claro por última vez.
Yo no he pedido
amparo al gobierno para mi vejez alegando mérito alguno en mis obras,
ni yo he dicho á la nacion ni al gobierno que tuviesen _obligacion_
de ampararme: no: pero he propuesto esta cuestion. --«Mis obras, que
son tan malas como afortunadas, han enriquecido á muchos, y mi _Don
Juan_ mantiene en el mes de Octubre todos los teatros de España y las
Américas Españolas, ¿es justo que el que mantiene á tantos muera en el
hospital ó en el manicomio, por haber producido su _Don Juan_ en tiempo
en que aun no existia la ley de propiedad literaria? »
Y el gobierno ante quien espuse esta cuestion me subvencionó sobre los
fondos de los Lugares Píos españoles en Roma, y mi subvencion tiene el
carácter piadoso y de limosna con el que yo la pedí, sin que por ello
me crea ni deshonrado ni humillado: y miéntras con ella he vivido,
en lugar de echarme á dormir sobre mis doradas pajas, he entregado
concluido en 1873 á los editores Montaner y Simon mi leyenda del Cid
que consta de diez y nueve mil versos, y mi leyenda de los Tenorios
que tiene ocho mil; y hoy cuando lo que de mi subvencion me resta no
me basta por la posicion en que mi reputacion me coloca, recojo los
últimos destellos de mi decadente ingenio, los últimos alientos de
mis cansados pulmones, y los últimos átomos de honra y de brío que en
el corazon me restan, y me arrojo otra vez en los brazos del trabajo,
en vez de arrojarme por el balcon, ó en el fango de la holgazanería
á quejarme de la nacion y de sus gobiernos, á quienes no alcanza ni
obligacion ni responsabilidad alguna en la posicion en que me han
colocado mis circunstancias personales y mis negocios de familia.
Díme, pues, al trabajo, y entré en el del periodismo; que es el más
rudo por ser el más perentorio y asíduo, el más expuesto á la crítica y
el más coartado y riesgoso por la estrechez de la ley de imprenta, que
suele tener que regir en nuestro inquieto país; y siguiendo á medias
por no poderlo seguir por entero el consejo de los que retirarme me
aconsejaban, me retiré al segundo recinto del alcázar de las Bellas
Letras, descendí de sus salones de su piso principal á su piso bajo
con puerta y vistas al patio; es decir, que me retiré del gremio de
los poetas y renunciando á la poesía, me despedí del público de Madrid
en un romance cuyos versos son los últimos que he escrito, no volví á
presentarme como versificador ni como lector en acto alguno público y
anuncié que iba á escribir en prosa; comenzando á devanarme los sesos
en discurrir cómo servir con mi prosa los intereses del Sr. Gasset y
Artime, y algun manjar no indigesto á los suscritores de _El Imparcial_.
La primera carta del bravo Velarde me dió pié para contar lo pasado
en el cementerio al borde de la tumba de Larra: y por este recuerdo,
como quien tira de un hilo de una madeja enredada, fuí yo tirando de
mis pobres recuerdos del tiempo viejo, hasta formar con ellos el mal
devanado ovillo de lo contenido en este libro. --Viejo é ignorante, no
supe escribir más que mis personales memorias: los lectores de _El
Imparcial_, tal vez sorprendidos de leerme en prosa, tal vez pagados de
la anticuada construccion de la mia, y acaso más que de lo que yo en
ella decia, de la ingenuidad algo infantil con que yo lo iba diciendo,
encontraron entretenidos mis artículos del TIEMPO VIEJO: unos porque
refrescaban los suyos, y otros porque no habiendo alcanzado la época de
que en ellos hablo, ó lo que en ellos traigo á cuento ignoraban, ó lo
habian oido contar de muy diferente modo.
Como quiera que fuere, miéntras los publicaba en el periódico, recibí
varias cartas, unas anónimas y otras firmadas, en las cuales algunos me
aconsejaban que coleccionase mis artículos; y el Sr. Gasset y Artime,
renunciando generosamente en mi favor sus derechos á la propiedad
de mi por él tan bien pagado trabajo, me otorgó omnímoda y perpétua
facultad para hacer de él lo que más me conviniera. --El Sr. Ortega
Munilla se ofreció espontáneamente á ayudarme en tal publicacion y se
ocupaba ya de sus preliminares pormenores, cuando ocurrieron á la par
su desastrada caida del caballo y mi impensado viaje á Barcelona: cuyos
dos imprevistos acontecimientos me obligan á publicar este libro en la
capital del Principado y no en la coronada villa.
Pero ¿por qué? ¿A qué vine yo á Barcelona por siete dias y por qué me
quedo en ella por siete meses?
En uno y medio que en ella llevo no he tenido tiempo hasta hoy de
hacerme tal pregunta, y voy á ver si averiguo alguna razon que me sirva
de respuesta.
A pesar de mi necesidad de descanso, de la tenacidad con que há cerca
de dos años que rehuso toda invitacion á presentarme en público, y á
pesar, en fin, de mi deseo de complacer á los que me dicen «retírese
V. », es decir, «quítese V. de en medio», aun hay algunos que recordando
mis mejores años y olvidando los transcurridos, me buscan y me
solicitan con la vana ilusion de que aun puedo, como en otro tiempo,
cooperar en beneficio de sus empresas; y el país en donde por mí se
conservan mas ilusiones y simpatías es en Cataluña y sobre todo en
Barcelona. Así que el 27 de Octubre próximo pasado el empresario y el
director de la compañía de verso del teatro Principal de esta ciudad
me ofrecieron una indemnizacion por gastos de viaje, si emprendia
uno para enderezar y poner derecho sobre la escena á mi buen _Don
Juan Tenorio_; quien no sé por qué no queria tenerse este año muy en
equilibrio. Tenia yo que abocarme con mis editores Montaner y Simon,
para tratar de poner tambien en pié de imprenta á mi valiente Burgalés
Rodrigo Diaz, que agarrado al pupitre de mis editores, parece que
tampoco quiere dejarse meter en prensa; y con la esperanza de matar dos
pájaros de una pedrada, acepté la proposicion del viaje á Barcelona;
pero miéntras la libranza del empresario llegaba á Madrid, y ciertos
asuntos de mi jóven amigo el pintor Padró, que debia de acompañarme, se
allanaban, se perdieron cuarenta y ocho horas y llegué yo tarde para
enderezar á mi rebelde y voluntarioso _Don Juan_, y aún no he tenido
tiempo para tener cinco minutos de conversacion con mis editores del
Cid; porque el pueblo Barcelonés, que no me habia olvidado en los once
años que he pasado ausente de Cataluña, que se acordaba de que en
Barcelona habia yo tenido casa, y me habia _re_casado en su parroquia
de Santa Ana, y le habia leido muchos versos y me habia dado muchas
fiestas, en las cuales habia yo procurado derramar toda la espansiva
alegría de mi corazon de muchacho y toda la poesía de mi desordenada
imaginacion de loco, creyendo que para mí el tiempo no habia pasado
y que no habian pasado por él ni por mí los once años transcurridos,
se empeñó en pedirme, como quien pide peras al olmo, que hiciera y le
dijera lo que para él habia hecho y dicho cuando, con once años ménos,
aún tenia once partes de aliento más. Echó á un lado á mi pobre _Don
Juan_, y poniéndome en lugar suyo sobre la escena, oyó mi palabra ronca
con la cariñosa atencion de una madre que escucha la respiracion de su
hijo que duerme; me colmó de aplausos, me coronó de flores, no me dejó
ni dormir ni trabajar á fuerza de obsequios y convites; sus periódicos
publicaron mi retrato, las sociedades literarias se apoderaron de mí
y enfloraron el teatro catalan para escucharme; el Ateneo me dió una
velada y una primorosa medalla, y los Sucesores de Ramirez pusieron á
mi disposicion su magnífico establecimiento tipográfico; y esta vuelta
mia á Cataluña fué la vuelta del hijo pródigo al paterno hogar, y el
pueblo Barcelonés me dijo: «Sorrilla, parla, enrahona: ets á casa
teva;» y cayó en gracia cuanto hice y dije, y se me abrieron todas las
puertas y me recibieron como á hermano en todas las familias: y hé aquí
cómo y por qué se imprimen en Barcelona estos mis RECUERDOS DEL TIEMPO
VIEJO.
En ellos repito y amplifico lo que en este prólogo apunto: ni se hasta
dónde con ellos iré á parar, ni me detendrá en mi marcha el temor
de encontrarme al fin de ella cara á cara con mis contemporáneos,
despues de haberme juzgado á mí mismo y á los que conmigo abrieron
las puertas á la revolucion política y literaria del primer tercio de
nuestra centuria. La ingenuidad infantil y la sincera buena fé con
que hasta aquí los he escrito, creo que garantizan mi leal veracidad
para el porvenir: pero una vez que Dios prolonga mi vida hasta los
actuales y corrientes dias, á ellos pertenezco aún y en ellos voy á
vivir y de ellos voy á hablar y en ellos voy á meter mi baza y voy
por ellos á trabajar como trabajé por los pasados; y espero en Dios
que este trabajo no me deshonrará, porque fio en la justicia de mi
pueblo español que me rodeará del respeto á que siempre ha considerado
acreedor á quien envejece y muere sobre el trabajo, por no sucumbir á
la miseria y deshonrarse en la haraganería vergonzosa de los ingenios
vergonzantes por holgazanes.
Para no hacer de estos recuerdos un libro demasiado voluminoso, y en
tan pequeños caractéres impreso que resulte tan difícil como enojoso
de leer y de tener en las manos, lo he dividido en dos tomos pequeños.
No teniendo además la vanidad de creer que este miserable y prosáico
engendro mio, sea para mí la gallina de los huevos de oro, y deseando
saber el número de ejemplares que necesito para mis lectores, y por
el pedido del primero regular la tirada del segundo, suplico á mis
suscriptores que hagan la suscripcion al segundo al recibir ó comprar
el primero, en el recibo que le acompaña.
El tomo II llevará un apéndice nuevo en verso y prosa; y toda la obra
corregida y ampliada como permite el libro y no admite el periódico, va
dedicada al mas moderno y al mejor y mas bravo de mis amigos.
_Al Egregio Poeta_
DON JOSÉ VELARDE
_en prenda de amistad y agradecimiento_.
_José Zorrilla. _
Barcelona 1. º de Enero de 1881.
I.
EL POETA ZORRILLA.
Era la tarde del 15 de Febrero de 1837. En el cementerio de la puerta
de Fuencarral, un numeroso concurso se apiñaba en derredor de un jóven
desconocido, delgado, pálido, de larga cabellera y expresivos ojos,
que, acongojado y convulso, leia, ante un féretro adornado con una
corona de laurel, una sentida poesía.
El concurso lo formaba todo el Madrid artístico; el féretro encerraba
el cadáver de Larra; el poeta era Zorrilla.
Aquella tarde fria y nebulosa fué solemne; vió la conjuncion de dos
crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al
hundirse otro sol en el ocaso.
A los desgarradores acentos de «La noche buena del poeta», de Fígaro,
último canto del cisne moribundo, cuyos ecos aún extremecian el aire,
se unieron los acordes del arpa de Zorrilla, primeros cantos de la
alondra al alba.
España, al perder al más grande de sus críticos, encontró al más
popular de sus poetas.
Desde aquel dia, la Fama fatigada va dando á todos los vientos el
nombre del vate inmortal. Desde aquel dia, sus estrofas sublimes
palpitan en todos los labios, y, como la voz divina, despiertan la
inspiracion en el alma de la juventud y la lanzan á la vida del arte.
Poeta formado de las entrañas de su pueblo, sus ideas, sus
sentimientos, aunque universales por lo que tienen de humanos, son ante
todo españoles; tánto que al vibrar su lira nos parece escuchar el
acento de la patria.
Vário y múltiple en sus concepciones y en la manera de expresarlas,
ora arrebatado, elocuente y profundo, ora tierno, sencillo y vulgar,
siempre ameno, siempre inesperado, siempre poeta, pulsa todas las
cuerdas y se reviste como Protéo de todas las formas para llegar á
todos los corazones.
Tiene su poesía algo de la ola que se hace espuma, de la luz que se
quiebra en colores, de la flor que se disuelve en aroma, algo, en fin,
de lo bello, inmaterializándose para confundirse en lo infinito; y es,
que así como la larva ha de trocarse en mariposa para volar, la poesía
ha de espiritualizarse para subir al cielo, que es su patria verdadera.
Hay una poesía que jamás envejece, que no puede morir, que halla eco en
todas las almas y hace latir al unísono todos los corazones; lenguaje
universal que entienden el niño y el viejo, el ignorante y el sabio, y
es la poesía de la naturaleza.
Y la naturaleza es la musa de Zorrilla, le da sus colores, le presta
sus armonías y encarna en sus versos que nos repiten los gemidos del
lago, las endechas del ruiseñor, los extremecimientos del trueno, y
nos pintan la nube que se tornasola, la espuma que bulle y el árbol que
florece.
Zorrilla ha sido anatematizado por los retóricos que jamás han previsto
á los poetas ni los han comprendido, preciándose de las medianías que
siguen sus reglas y odiando al génio que las deshace. Siguió cantando
el poeta y cayeron en el olvido las odas ampulosas, frias y limadas, y
surgió la poesía del sentimiento y se ensancharon los horizontes del
arte.
¡Siempre la misma lucha entre el sabio y el poeta, y siempre el poeta
vencedor!
Las murallas que guardan lo desconocido son de cristal para el génio
que penetra en el fondo de lo insondable. La obra del sabio es
perfectible, la del génio perfecta; aquel aprecia los pormenores, éste
abarca el conjunto; el uno halla, el otro crea; el sabio, para meditar,
se inclina hácia la tierra; el poeta, cuando canta, mira al cielo; y
es que el uno no va más allá de lo humano, y el otro se remonta á lo
divino.
Zorrilla venció. Hoy todos le respetan. Ni la envidia le muerde, pues
ni arrastrándose puede escalar la montaña de laureles que le sirve de
pedestal.
¿Y cómo no respetarle, si las doradas ilusiones, los dulces recuerdos
y los sueños juveniles de nuestras dos últimas generaciones están
iluminados por el fuego de la inspiracion del gran poeta? Sí; sus
versos fueron lo primero que balbucearon despues de las plegarias
maternales; y aquellas impresiones, como el troquel en el metal, han
dejado un sello imborrable en las almas.
Poeta de la tradicion, á su mágico acento, los héroes castellanos se
alzan de sus sepulcros de piedra apercibidos al combate; desfila la
comunidad por el cláustro sombrío de la gótica abadía, salmodiando
sus preces al rayo misterioso de la luna; aparece el castillo feudal
entre los riscos y breñas de la montaña; se coronan de arqueros las
almenas, suspira la hermosa castellana al escuchar la enamorada trova;
baja rechinando el puente levadizo para dar hospitalidad al peregrino,
y el terrible señor de horca y cuchillo apresta su mesnada ó se
lanza venablo en mano, azuzando la jauría por el bosque enmarañado
persiguiendo al colmilludo jabalí. Ahora surgen la tapada, el rodrigon
ceñudo, la dueña mediadora y el doncel galanteador; ahora se acuchillan
en la tortuosa callejuela dos rondadores de una misma dama, á la luz
mortecina de un retablo, ó bien se puebla de cármenes y harenes la vega
granadina, y resuenan en el Generalife los ecos de la zambra, y el
sarraceno corre la pólvora, y, como sol entre nubes, asoma al calado
ajimez la hermosísima sultana exclareciendo el dia con la luz de sus
ojos.
¡Qué poder el del génio! En vano curiosos eruditos é historiadores
concienzudos se afanan en dar á conocer el verdadero carácter de D.
Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey D. Sebastian en el
inhospitalario suelo de Africa, y en negar la vida borrascosa de
Mañara, ó sea de D. Juan Tenorio.
¿Quiénes les han de creer? Para el pueblo, para todo el mundo, no hay
más D. Pedro de Castilla que el del _Zapatero y el Rey_, ni otro D.
Sebastian que el de _Traidor, inconfeso y mártir_, y D. Juan Tenorio
fué sevillano y mató al Comendador, y amó á D. ª Inés, y cenó con los
muertos y se fué á la gloria; porque no ha habido, ni hay, ni habrá
jamás verdades más creidas, más amadas y más libres del olvido que las
creaciones del génio.
Las obras de Zorrilla vivirán siempre. El fuego de la inspiracion, que
algunos creen fuego fátuo, es como la lava que se endurece y adquiere
la consistencia del bronce para resistir al tiempo. A más, que la
mano del «Cristo de la Vega», al desclavarse para jurar, decretó la
inmortalidad de nuestro poeta.
¿Cómo premia la patria los merecimientos de su exclarecido hijo?
Hoy que la edad le agobia y el trabajo le fatiga, le ha retirado la
modesta asignacion con que vivia y lo ha abandonado á la miseria, sin
duda para que ciña á un tiempo á sus sienes la corona de laurel de la
poesía y la de espinas del martirio.
José VELARDE.
II.
AL JÓVEN POETA
D. JOSÉ VELARDE.
Llegó á mis manos con retraso, porque vivo en el retiro de mi hogar,
por donde acaba de pasar la muerte, el artículo que me dedicó V. en el
número de _El Imparcial_, del lunes 29 de Setiembre; y he andado dos
dias perplejo y caviloso, sin poder hallar cómo darme por entendido de
lo que de mí dice V. en él. Corriendo empero, el tiempo, temiendo por
una parte que mi silencio le parezca descortesía, y no queriendo por
otra dar motivo á que el público crea que, hinchado de vanidad, acepto,
como buena y corriente moneda, todas las extremadas excelencias que á
mis versos atribuye, me resuelvo á dar á V. simplemente las gracias
en cuatro palabras; que cuanto más le parezcan vulgares, más han de
parecerle sinceras.
Yo soy, Sr. Velarde, lo único que he podido ser: lo único que Dios ha
querido que sea: un poeta español, hijo ignorante y desatalentado
de la naturaleza, que ha cantado á su patria, como ha podido; como
los pájaros cantan en la selva, como susurran las abejas al elaborar
sus panales; yo no me he jactado nunca de haber hecho mas, y á mi
presentacion en el Ateneo el año pasado, lo dije en esta quintilla de
mi _Canto del Fénix_:
Lo que hice, lo que dije, todo ese laberinto
de versos que concentran la esencia de mi sér,
de Dios son obra: un estro no pude haber distinto:
yo obré y hablé sintiendo y hablando por instinto:
ni supe hacer más que eso, ni pude más hacer.
Esta mi poesía del _Canto del Fénix_ es una respuesta anticipada que
yo dí á los primores con que V. en su artículo tan cariñosamente me
obsequia; y como sé que V. la sabe de memoria, no necesito añadir una
palabra más; V. que va hoy á la cabeza de aquella á quien yo llamé
estirpe generosa de la progénie nueva,
creyéndome ya en el caso en que yo me ponia en la penúltima estrofa de
mi _Canto del Fénix_, que dice:
Y si las tempestades que el porvenir amasa
en mi país me obligan á mendigar mi pan,
no dejes que en él nadie las puertas de su casa
empedernido cierre, ó esquivo diga--«¡Pasa! »--
al que mató á D. Pedro, al que salvó á D. Juan,
saltó V. el primero á la arena á romper la primera lanza en pró del
viejo, en quien V. ve un gigante á través del prisma del entusiasmo
con que le mira. Gracias, mil gracias, Sr. Velarde: ya sabia yo que la
juventud literaria de la generacion que á la mia sigue, no habia de
abandonar nunca al poeta que no ha inculcado más que amor á la patria,
y respeto á las creencias y á las tradiciones de sus padres.
No puedo, sin embargo, permitir á su entusiasmo juvenil, que atribuya á
la patria el abandono en que deja mi vejez la supresion de un sueldo,
que á cargo de los Lugares Píos Españoles de Roma se me concedió, para
llevar á cabo mi legendario del Cid y de otras obras que me ha oido V.
leer en el salon del Ateneo. No, Sr. Velarde, no: la patria no tiene
nada que ver en esto; y nadie ménos que yo tendria razon para quejarse
de su patria, porque las economías necesarias en el presupuesto del
Ministerio de Estado hayan alcanzado hasta mi ya mermada pension; la
cual, si sola no podria sacar de ningun apuro á la administracion de
los Lugares Píos Españoles de Roma, tal vez unida á las demás economías
hechas en Julio último pueda contribuir á alguna obra perentoriamente
necesaria para el decoro nacional. _Suum cuique_, y dejemos á la patria
en el buen lugar que en este caso la corresponde.
¿Qué es la patria? La tierra; la nacion, el lugar en que se nace. Y
como la nacion la forman los habitantes de la tierra, la patria vive y
se expresa por la vida y las acciones de los ciudadanos de cada nacion.
¿Y cómo ha tratado su patria al poeta Zorrilla? Como no ha tratado
nunca á ningun poeta, incluso al fénix de los ingenios Lope de Vega;
quien tal vez debió parte de la gloria y los obsequios que su época
le tributó á su favor en la corte y al carácter que le imprimia su
dignidad sacerdotal. Yo no pertenezco á ninguna clase de la sociedad,
porque los poetas no estamos clasificados en ninguna categoría social;
no he pertenecido jamás á ningun partido político, á ninguna Academia,
ni á ningun Instituto que haya podido alcanzarme favor con poder
alguno, y por consiguiente, nadie ha tenido interés en aplaudirme ni en
adularme.
Yo me ausenté de mi patria en 1847 por razones que á nadie importan: me
fuí el 55 á América por pesares y desventuras, que nadie sabrá hasta
despues de mi muerte, con la esperanza de que la fiebre amarilla, la
viruela negra ó cualquiera otra enfermedad de cualquier color acabaran
oscuramente conmigo en aquellas remotas regiones. No quiso Dios que
allá muriera. Su proteccion visible me salvó de los naufragios, de las
pestes y de las guerras civiles; y cuando volví en 1866 á mi patria,
¿cómo me recibió España? Como su padre amoroso al hijo pródigo, como su
santa familia á Lázaro el resucitado, como Roma á los triunfadores, á
quienes coronaba en el Capitolio. Barcelona y Tarragona me obsequiaron
con regatas y fiestas de noche y dia; la Universidad de Zaragoza renovó
por mí una solemnidad que sólo habia dedicado á los reyes de Aragon;
Búrgos y Valladolid me alfombraron de flores mi camino, y un altar de
la parroquia en que fuí bautizado está desde entónces cubierto con cien
coronas, para las cuales no concebí mejor depósito. Valencia, despues
de haberse vuelto loca por mí, como una muchacha atolondrada que se
enamora de un viejo, me hizo su hijo adoptivo, y yo la escribiré un
libro con el cual espero probarla mi gratitud. Granada se desbordó en
entusiasmo en honor mio en 1846 á la sola promesa de escribirla mi aún
no concluido poema; y aún se recuerda allí una representacion de _Don
Juan Tenorio_, al fin de la cual el beneficiado Pepe Calvo, padre de
Rafael, la empresa y yo, convidando al público á la mesa á que habia
venido la estátua del Comendador, hicimos al capitan general, al
gobernador de la Alhambra y á las hermosas granadinas comer todos los
dulces y beber todo el Champagne que habia en la ciudad. Amanecia ya,
y ni autoridades ni pueblo se daban cuenta de que nadie estaba en su
juicio ni en su lugar.
Madrid, declarado en estado de sitio, y prohibida en él la reunion
pública de más de cinco personas, reunió cuatro mil, para acompañarme
á mi casa desde la estacion, una mañana de Octubre de 1866. No pasa un
mes de Noviembre en que no haga en mi favor alguna ruidosa demostracion
en alguna representacion de mi _Don Juan_: y el Ateneo, en fin,
tomándome bajo su amparo, ha abierto conmigo á la poesía sus salones,
en los cuales no habian penetrado aún más que las ciencias. En resúmen,
mi patria, representada por la sociedad, no ha podido hacer más en
España por un poeta, á quien indudablemente estima en más de lo que
vale, sólo porque su poesía es la expresion del carácter nacional y de
las pátrias tradiciones.
Cuando en 1859 la muerte le privó en la Habana de un compañero, y
destruyendo su fortuna con la de Cipriano de las Cagigas, el Capitan
general de la Isla, D. José de la Concha, le colmó de atenciones y de
consuelos, y el banquero D. Manuel Calvo le alojó espléndidamente en su
tranquilo y salubre cafetal; procurándole en él la soledad necesaria
para el trabajo, y salvándole la vida y el honor con los cuidados de su
amistad.
El poeta Zorrilla, que es el que más debe á su patria, representada por
la sociedad de su época, es el que ménos puede quejarse de ella, si la
considera representada por su Gobierno.
Cuando en 1871 le pidió su proteccion para emprender su _Leyenda del
Cid_, obra de largo aliento, con la cual queria corresponder á la
excesiva reputacion que por sus poco importantes trabajos se le habia
acordado, el Sr. D. Cristino Martos, Ministro de Estado entónces, le
dió una comision de archivos y bibliotecas en Italia; pretexto tan
visible como honroso para acordarle una pension, que no podia tener
nombre y carácter absoluto de tal, por no haber antecedentes de que
se hubiera pensionado en España á ningun poeta; y acompañada de una
gentilísima carta autógrafa, le envió la credencial de la Gran Cruz de
Cárlos III, que constituia su persona en una alta dignidad, y de cuya
Excelencia nadie se ha acordado nunca; porque á nadie se le ocurre en
España que el poeta Zorrilla sea más ni ménos que el poeta Zorrilla,
cuya larga intimidad con el público autoriza ya á todo el mundo para
tutearle y llamarle Pepe.
Hoy, que las perentorias economías de los Lugares Píos de Roma me
obligaron á pedir amparo al señor Ministro de Fomento, escudándose con
una carta del Capitan general Jovellar, que honra á Zorrilla con su
amistad desde que se conocieron, ¿cómo ha recibido á Zorrilla el Sr.
Conde de Toreno? Hijo de aquel ilustrado repúblico, que fué gloria del
Parlamento y honra de las letras, dió al poeta cuanto tenia facultades
de dar, miéntras discurria medio mejor de asegurar su porvenir; y el
Sr. Cárdenas allanó ante sus pasos todos los difíciles que hay que dar
en las oficinas del Ministerio de Hacienda para el cobro de su interina
subvencion.
Los editores de Barcelona, Montaner y Simon, se apresuraron á ofrecer
los servicios de su amistad; un ilustre prelado partió con él la
limosna de los pobres de su diócesis, y V. mismo, Sr. Velarde, á
la cabeza de la juventud literaria de Madrid, inició _algo_ que le
agradece en el alma y que no olvidará jamás el viejo poeta desheredado.
Empieza V. su artículo por un recuerdo de la tarde del 15 de Febrero
de 1837: un lunes le diré á V. de aquel dia lo que nadie sabe: y entre
tanto, conste que cree que seria un loco y un ingrato si se quejara
ni exigiera más de su patria; pero que no teme que España deje morir
sin pan al viejo matador del rey D. Pedro, al loco salvador de D. Juan
Tenorio, su agradecido autor el poeta,
José ZORRILLA.
III.
_Sr. D. José Velarde_:
Ofrecí á V. , mi cariñoso amigo y generoso encomiador, decirle algo del
15 de Febrero de 1837, y no se me cuece el pan por cumplirle á V. mi
oferta; no sólo para que V. sepa á qué atenerse sobre lo acontecido
en aquel dia y especialmente en aquella tarde, al viejo y asendereado
poeta, á quien V. hoy tánto encomia, sino para disipar la neblina
de cuentos y de pormenores absurdos en que los narradores vulgares,
los chistosos de oficio y los amigos indiscretos ó pretenciosos han
rodeado despues la verdad de lo que en aquel dia sucedió. La gente
meridional, y sobre todo los españoles, tenemos la pretension de ser
todos buenos narradores; y cuando algo se nos cuenta, no lo repetimos
jamás sin añadir cada cual algo de su cosecha: con cuya manía resulta
que el hecho más sencillo, al pasar por unas cuantas bocas, queda tan
desfigurado, que pueden contárselo como nuevo al primero que lo relató,
sin que éste reconozca ya lo relatado por él, en la décima relacion del
hecho, que en vez del suyo, corre de boca en boca.
Y hay otra circunstancia peor en este modo de narrar, inherente
tambien á nuestro país; y es, que la mayor parte de los que, añadiendo
pormenores á la narracion de los hechos, convierten al fin las más
sencillas verdades en absurdas y fantásticas mentiras, llegan á creerse
estas de buena fé; y pueden jurar que han sido de ellas parte ó
testigos, alucinados por su fantasía meridional, que les hace preferir
á la deseada verdad la fábula más fantástica é inverosímil.
Hé aquí por qué, mi buen amigo Sr. Velarde, quisiera yo contar á V.
algunas cosas de aquel buen tiempo viejo, que no está aún tan léjos de
nosotros que de él no vivan presenciales testigos, pero á quiénes el
afan de ponderar, ó de darse personal importancia, ha hecho desfigurar
de tal manera las cosas que en él pasaron, que hay quien hoy me cuenta
á mí de mí mismo lo que jamás pasó, ni pudo pasar por mí; y yo callo
y escucho, convencido de lo inútil que seria intentar convencerle de
que yo, y no él, soy quien debe saber la verdad; pero vamos al 15 de
Febrero de 1837.
Permítame V. que le recuerde á vuela pluma los ensayos por que pasé,
ántes de representar mi papel en la escena del cementerio.
Metióme mi padre á los nueve años en el Real Seminario de Nobles,
establecido por los jesuitas en el edificio que es hoy, en la calle
del Duque de Alba, cuartel de la Guardia civil, y trasladado en 1828
al que hoy es hospital militar, en la calle de la Princesa. Tengo
para mí que la idea de los buenos padres de la Compañía de Jesús,
al establecer un colegio tan lujoso y tan privilegiado, para entrar
en el cual era preciso hacer pruebas de nobleza, fué la de tener
más tarde por discípulos á los hijos de todas las familias nobles,
importantes ó influyentes de España; como quiera que fuese, halléme
yo allí condiscípulo de los primeros títulos de Castilla, y recibí
una educacion muy superior á la que hasta entónces solian recibir los
jóvenes de la clase media; mi padre era el primero de mi familia que,
saliendo de nuestro modesto solar de Torquemada, habia por sus estudios
llegado á un honroso puesto en la alta magistratura.
En aquel colegio comencé yo á tomar la mala costumbre de descuidar lo
principal por cuidarme de lo accesorio: y negligente en los estudios
sérios de la filosofía y las ciencias exactas, me apliqué al dibujo,
á la esgrima y á las bellas letras, leyendo á escondidas á Walter
Scott, á Fenimore Cooper y á Chateaubriand, y cometiendo en fin á los
doce años mi primer delito de escribir versos. Celebráronmelos los
jesuitas y fomentaron mi inclinacion; díme yo á recitarlos, imitando á
los actores á quienes veia en el teatro, cuando alguna vez iba al del
Príncipe, que presidian entónces los alcaldes de casa y corte, cuya
toga vestia mi padre; híceme célebre en los exámenes y actos públicos
del Seminario, y llegué á ser galan en el teatro en que se celebraban
estos, y se ejecutaban unas comedias del teatro antiguo, refundidas
por los jesuitas; en las cuales, atendiendo á la moral, los amantes se
transformaban en hermanos, y con cuyo sistema resultaba un galimatías
de moralidad que hacia sonreir al malicioso Fernando VII y fruncir
el entrecejo á su hermano el infante D. Cárlos, que asistian alguna
vez á nuestras funciones de Navidad. Don Cárlos enviaba á sus hijos á
nuestras aulas y á cumplir con la iglesia en nuestra capilla; á la cual
habia enviado Su Santidad Gregorio XVI su bendicion y los cuerpos de
cera de dos santos jóvenes mártires, degollados en Roma en tiempos de
no recuerdo qué mónstruo imperial, cuyas figuras degolladas me daban á
mí tal miedo, que no pasé jamás de noche por delante de la capilla en
cuyos altares laterales yacian.
Salió mi padre desterrado de Madrid y Sitios Reales el 1832, y yo
del Seminario el 33. Murió á poco el Rey Don Fernando VII. Sopló la
revolucion; encendióse la guerra civil, envióme mi padre desde su
destierro de Lerma á estudiar leyes á la Universidad de Toledo, donde
siguiendo mi mismo sistema del Seminario, en vez de asistir asíduamente
á la Universidad, me dí á dibujar los peñascos de la Vírgen del Valle,
el castillo de San Servando y los puentes del Tajo; y vagando dia y
noche como encantado por aquellas calles moriscas, aquellas sinagogas y
aquellas mezquitas convertidas en templos, en vez de llenarme la cabeza
de definiciones de Heinecio y de Vinnio, incrusté en mi imaginacion los
góticos rosetones y las preciosas cresterías de la Catedral y de San
Juan de los Reyes, entre las leyendas de la torre de D. Rodrigo, de
los palacios de Galiana y del Cristo de la Vega, á quien debo hoy mi
reputacion de poeta legendario.
Mi tio, el prebendado á cuya casa me habia enviado mi padre, que
habia creido recibir en ella á un pajecillo que le ayudara á misa
y le acompañara al coro llevándole el paraguas y el breviario, se
escandalizó de que yo leyera á Víctor Hugo; á quien él confundia,
sin que lograra yo sacárselo de la cabeza, con Hugo de San Víctor,
expositor de Sagrada teología, de quien él suponia que los franceses
habrian encontrado algunos versos inéditos; tomó muy á mal mi amistad
con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro
Madrazo eran condiscípulos mios de colegio, y concluyó por escribir
á mi padre que yo no era más que un botarate, que más _iba para
pinta-monas_ que para abogado, segun los papelotes que llenaba de
piedras, de torres y de inscripciones ya en posesion de los buhos y
cubiertas de telarañas.
No pluguieron mucho á mi padre los informes del prebendado toledano; y
al año siguiente me envió á continuar mis estudios á Valladolid, bajo
la inspeccion de un procurador de aquella Chancillería, y la proteccion
del Rector de la Universidad, el ilustrado D. Manuel Tarancon, Obispo
despues de Córdoba y muerto Arzobispo de Sevilla. Hícelo yo allí mucho
peor que en Toledo; y evocando mis recuerdos de niño en la ciudad donde
habia nacido, y encontrándome otra vez á Pedro Madrazo en aquella
Universidad, continué dándome á estudiar piedras, ruinas y tradiciones,
ayudado por los periódicos y publicaciones literarias que recibia de
Madrid Pedro Madrazo; cuya casa era entónces emporio del arte, donde
brillaban ya los cuadros de su hermano Federico, y donde Ochoa tenia la
redaccion de _El Artista_, el primer periódico literario é ilustrado de
España.
Atraquéme, pues, de Casimire de la Vigne, de Víctor Hugo, de Espronceda
y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del
Romancero y de Jorge Manrique, y no pude digerir cuatro páginas del
Heinecio, ni de las Pandectas: en vista de lo cual, el procurador á
quien por él estaba encargado, escribió á mi padre punto más de lo
escrito por el prebendado: esto es, que yo no era más que un holgazan
vagabundo, que me andaba por los cementerios á media noche como un
vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en
fin, amigo de los hijos de los que no lo habian sido nunca de mi
padre, como Miguel de los Santos Alvarez. Parece que su padre y el mio,
ambos abogados relatores en otro tiempo de la Chancillería, realista
mi padre y liberal el de Alvarez, no se habian mirado nunca de buen
ojo. Los hijos, inconscientes y ajenos de las divisiones de los padres,
nos amamos de mozos, y aún somos amigos en la vejez: cuestion de los
tiempos y de los caractéres.
Enojóse mi padre, y con razon, con las noticias del bilioso procurador;
gané yo curso por favor del Sr. Tarancon, y díjome mi padre, al
enviarme por tercera vez á la Universidad de Valladolid: «tú tienes
traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te gradúas este año de
bachiller á cláustro pleno, te pongo unas polainas y te envio á cavar
tus viñas de Torquemada. » Era mi padre muy hombre para hacer tal con
su hijo; pero ya era yo hombre perdido para los estudios sérios:
odiaba á Justiniano y se me daba una higa de todos los doctores _in
utroque_ de todas las Universidades de España: adoraba en sueños
á García Gutierrez, á Hartzenbusch y á Espronceda; y ver una obra
mia impresa, y apretar la mano de amigo á estos ilustres poetas, me
parecia destino de más prez que el de llegar á ser un Floridablanca;
_el demonio_ de la poesía estaba ya posesionado de todo mi sér; y
con disgusto de Tarancon y estupefaccion del procurador, anuncié
redondamente que así me graduaria yo á cláustro pleno aquel año, como
que volaran bueyes. Metiéronme, pues, en una galera, que iba para
Lerma, á cargo del mayoral: pensé yo en el camino que mi vida en mi
casa no iba á serme muy agradable; y sin pensar ¡insensato! en la
amargura y desesperacion en que iba á sumir á mi desterrada familia, en
un descuido del conductor, eché á lomos de una yegua, que no era mia y
que por aquellos campos pastaba, y me volví á Valladolid por el valle
de Esgueba, que era otro camino del que la galera habia traido.
Sirvióme mucho la equitacion que en el colegio me enseñaron, porque
la yegua era reacia y antojadiza; mas no me convenia en modo alguno
dejarla volverse á la querencia de su establo, y entré sobre ella en
Valladolid al anochecer, donde la vendí: y acomodándome en otra galera
que para Madrid al amanecer salia, me desembanasté á los tres dias en
la calle de Alcalá, y me perdí á la ventura por las de esta coronada
villa, huyendo de mis santos deberes y en pos de mis locas esperanzas,
ahogando la voz de mi conciencia, y escuchando y siguiendo la de mi
desatinada locura.
Mi familia, no creyéndome capaz de la resolucion de abandonar para
siempre mi casa paterna, me buscó por las de mis parientes de las
provincias de Búrgos y de Palencia, donde suponia que me habria
guarecido; y habiendo yo hecho mi fuga dándome por hijo de un artista
italiano, gracias á mis principios de dibujo y á la lengua italiana que
me era familiar, tardó mucho en dar con mi rastro. Presentéme yo á mis
amigos y condiscípulos de Madrid; pero pronto tuve que esquivarme de
los duques de Villahermosa y de los Madrazo, que recibieron cartas de
mi padre, y que en vista de mi tenaz resistencia á volver á mi hogar,
no creyeron prudente insistir con quien tan obstinadamente rechazaba
sus amistosas amonestaciones.
Entónces. . . . ¡ay de mí! busqué y contraje otras amistades; unas de las
que no quiero volver á acordarme, otras de las que jamás me olvidaré;
como la de Manuel Assas, con quien gané algunos pocos reales enviando
mis dibujos de la torre de Fuensaldaña y otros, con artículos
arqueológicos escritos por Assas en francés, al _Museo de las familias_
de París, y la de Jacinto Salas y Quiroga: poeta ya casi olvidado, que
contó con mi pluma en donde quiera que llegó á meter los puntos de la
suya. Entónces prediqué en las mesas del café Nuevo una política de
locos, que hizo reir sin hacer afortunadamente prosélitos; y entónces
escribí en un periódico que solo duró dos meses, al cabo de los cuales
dió la policía tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de
hacer un viaje á Filipinas por cuenta del ministerio de la Gobernacion.
Ví yo la justicia, por el balcon, entrar por la puerta principal que
bajo él estaba; y montando en la baranda de otro que se abria sobre un
patio de una vecina casa, por la parte posterior de la de la redaccion,
caí diestra y silenciosamente á cuatro piés sobre sus enyerbadas
losas; emboqué un callejon oscuro que ante mí se abria, y justificando
mi apellido, me escurrí por él hasta la calle opuesta de la manzana;
enfilé tranquilamente la de Peregrinos, subí la de Postas, mirando
atentamente las tiendas como si tuviera letras que cobrar en alguna de
ellas; y de recodo en recodo, y de callejon en pasadizo, dí conmigo en
la de la Esgrima, y en ella de manos á boca con un gitano á quien habia
salvado de ser fusilado dos años hacia en la tierra de Aranda. Víle y
conocióme; preguntóme y respondíle; comprendióme á media palabra, y
llevándome á un cuarto del núm. 30 y. . . tantos, trenzóme la melena,
coloróme el semblante, y endosándome unas calzoneras y una chaqueta
de pana, con un sombrero con más falda que una dolorosa de procesion,
y una faja más ancha que la del Zodíaco, me sacó entre los de su
cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirviéndome de infalible
seña gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta, servia de seña
personal á los que me buscaban, de parte de mi familia, para volverme
á mi casa, y de órden del gobernador de las tres ppp, D. Pio Pita
Pizarro, á los que pretendian enviarme á saber lo que en Filipinas
ocurria. Pasó una revolucion á los pocos dias con la desastrosa
muerte del general Quesada en Hortaleza; pasó. . . lo que pasa en las
revoluciones, un juicio final en cuarenta y ocho horas; y al cabo de
diez dias torné yo á pasar destrenzado y desteñido por la Puerta de
Toledo, y volví á vivir á salto de mata, y á dormir en casa de un
cestero, que de portero habíamos tenido en la redaccion de marras. . . y
así me cogió en Madrid el dia 12 de febrero de 1837, anterior con tres
al del entierro de Larra, cuyos pormenores quedarán para una siguiente
carta, á la cual sirve de preliminar esta de su afectísimo y agradecido
amigo.
IV.
Comienzo á apercibirme, mi buen amigo Sr. Velarde, de que es más
difícil de lo que creí la tarea que me he impuesto ahora, y de que
hemos andado poco acertados en dar publicidad á estas mis cartas.
Agloméranse en mi memoria, segun las voy escribiendo, tántos
pormenores, imposibles de suprimir si he de hacerme comprender;
pasábanme tántas y táles cosas, y pasaba yo por tales y tan estrechos
pasos y pasadizos en los dias de la muerte y del entierro de Larra,
que me temo que ni la benevolencia del director y de la redaccion de
_El Imparcial_ para conmigo, ni la paciencia de sus lectores quieran
pasarme el importuno relato de tan íntimos y personales recuerdos.