Tal vez
descienden
rodando
De roca en roca chocando
Pedazos de las montañas,
Pinos, chozas y alimañas
Consigo al valle arrastrando.
De roca en roca chocando
Pedazos de las montañas,
Pinos, chozas y alimañas
Consigo al valle arrastrando.
Jose Zorrilla
ZORAYA
¿Y sabes que propalan por Granada
Que Dios está por él?
MULEY HASÁN
Pero los hombres
Crédito no les dan.
ZORAYA
Rey, te equivocas:
Aly-Athar el de Loja y la Alpujarra
Toda con él, sus esperanzas locas
Apoyan con la fe y la cimitarra.
MULEY HASÁN
La fe y mis cimitarras á sus breñas
Les volverán.
ZORAYA
Te engañas: los villanos
Reniegan de su fe, según las señas.
Pues pactan contra ti con los cristianos.
MULEY HASÁN
Zoraya, sus delirios ha venido
Á contarte algún loco. Te detestan
Y ambicionan reinar: mas nunca han sido
Del Nazareno amigos.
ZORAYA
Pues se aprestan
Los Nazarenos á su voz. . . . .
MULEY HASÁN
¡Patrañas
Por derviches lunáticos vertidas!
ZORAYA
Empresas ciertas, aunque asaz extrañas:
Peligrosas, Muley, mas emprendidas.
Yo, por ti en vela, presentí el estrago
De este huracán que nubecilla asoma;
Sé que es tu hijo y te dirán que lo hago
Por amor á los míos: pero toma.
Tal diciendo Zoraya, de entre el raso
De los blandos cojines tunecinos,
Prevenidos sin duda para el caso
De antemano, sacó dos pergaminos:
Y con aquella singular sonrisa
En cuya móvil expresión graciosa
Algo tal vez siniestro se divisa,
Á Muley presentóselos la hermosa:
Y al tomarlos Muley: «Mira, le dijo,
»Á través de esta tinta venenosa,
«El alma de la madre y la del hijo. »
Desplególos Muley, aproximándose
Al vaso de alabastro transparente
Donde la luz ardía, demudándose
Su semblante al lëer: con ojo ardiente
La Mora le espió, de su creciente
Cólera apercibiéndose, y su flecha,
Viendo herir en el blanco, dulcemente
En el mullido lecho reclinándose,
Tornó á la antigua calma, indiferente.
Más torvo, más feroz á cada instante
Según adelantaba en su lectura
Se tornaba del Árabe el semblante.
Fulguraban sus ojos: insegura
Plegaba una sonrisa repugnante
Su desdeñoso labio, y la amargura
De la hiel que el escrito rebosaba
En su lívida faz amarilleaba.
«¡Traidores! --dijo al fin, el pergamino
Con los crispados dedos estrujando. --
¡Traidores! En buen hora, en su destino
Con ceguedad estúpida fiando,
Abrirse intenten al poder camino
Y astutos formen revoltoso bando:
¡Pero poner por escalón del trono
Al cristiano! . . . Jamás se lo perdono.
Jamás: jamás. » Y con ahogado acento
Repitiendo «jamás,» como una fiera
Enjaulada, cruzaba el aposento
De uno á otro lado, cual si presa fuera
De vértigo infernal. Sagaz, atento
Y abierto apenas de la Mora el ojo,
Por más que indiferente pareciera,
Seguía con afán su movimiento,
La progresión pesando de su enojo.
De repente Muley frente á la Mora
Paróse, y cual si en ella se aprestara
La cólera á estrellar que en sí atesora
El exaltado corazón, la dijo
Con destemplada voz y cara á cara:
«¿Y por qué medios, tan sagaz, penetras
Los secretos de Aija y de su hijo?
¿Quién te trajo las llaves
Del misterio encerrado en estas letras?
Si esto es una verdad, ¿cómo la sabes? »
--«Señor, dijo Zoraya levantando
La cabeza con calma,
Desecha tu temor, templa tu ira:
Quien vendió á Abú Abdil vendió su alma
Al padre del pecado y la mentira.
Este secreto de tu raza infando
Yace en la tumba ya: libre respira,
Muley: la esclava te veló tu sueño
Y el mensajero vil de esa escritura,
Al descolgarse audaz de tu alcazaba
Por la torre del Agua, sepultura
Á demandar no más bajó á tu esclava.
--¡Á ti, Zoraya! --Á mí; porque yo vivo
Tan sólo para ti,--Mas. . . . . no comprendo. . . . .
--¿De qué me sirve, pues, tanto cautivo
Como me das, Muley? De los traidores
Argos les hice yo: de ellos aprendo:
Y como ellos también, compro traidores;
Me acechan sin cesar, y les acecho:
Tus secretos espían, y yo el suyo
Bajo á buscar al fondo de su pecho.
No tienen mis esclavos otro oficio,
Ni Abú Abdil ni Aija un pensamiento
Oculto para mí: mi sér, mi vida,
Consagrados están á tu servicio.
En esos pergaminos te presento
La desnuda verdad: está cumplida
Mi obligación. Desde hoy nuestra existencia,
Señor, está en tu mano.
Lee y lee sin pasión: juzga y sentencia:
Castiga justo, ó liberal perdona:
Tú eres el soberano:
Mas escoge entre el hijo y la corona.
En cuanto á mí, Señor, yo soy tu esclava;
Que en la balanza igual de tu justicia
No sea yo jamás peso, ni traba.
El noble amor, que abrigo
En mi pecho por ti, no es de cristiano
Cobarde corazón; yo, pues, contigo
Triunfaré ó moriré como sultana
Que tu lecho y tu amor no partió en vano,
Amir: porque mi sangre es castellana,
Pero mi corazón es africano. »
Calló Zoraya y se tornó en el lecho
Á reclinar tranquila:
Y el Rey quedó como de mármol hecho
Contemplándola, inmóvil y derecho,
Dilatada de asombro la pupila.
Jamás la vió ni la creyó dotada
De corazón tan varonil y entero,
Ni sospechó que su alma apasionada
Atesorara amor tan verdadero.
Indolente, pasiva, abandonada,
Henchida la juzgó de amor sincero
Siempre: mas siempre tímida, indecisa,
Y á toda intriga al parecer ajena,
Con el cariño de su Rey pagada
De su dorada esclavitud, precisa
Por los preceptos de la fe agarena.
Hombre Muley de cabellera cana,
Pero de joven corazón y aliento
Heroico y viril, halló contento
Un alma varonil en la sultana.
Absorto de ello en el primer momento
En crëer vaciló lo que veía:
Bajó á su corazón su pensamiento
Y ahogó su voluntad con la alegría:
Y cuanto más dudaba,
Tanto más en la duda se engreía:
Y cuanto más crecía
La inacción que su sér paralizaba,
El fuego del amor que le hechizaba
Más violento en su pecho se encendía.
Conocíalo bien la artificiosa
Y astuta renegada, y contemplando
Llegada la ocasión, que codiciosa
Preparó en muchos años con constante
Mañoso afán y con prudencia mucha,
La máscara arrojó de su semblante
Y cara á cara se aprestó á la lucha.
Ya era Muley su esclavo: sus antojos
Leyes eran para él: sólo tenía
Para adorarla corazón, y ojos
Sólo para mirar lo que veía
Por sus ojos Zoraya. Era ya tarde
Para que su razón iluminara
Su avasallado corazón: yacía
Ciego esclavo á los pies de su señora:
Y el Monarca despótico, el guerrero
Indomable, el león de las arenas
Abrasadas de Zahara,
Esclavo de la esclava á quien adora,
Era no más que tímido cordero
Amarrado de amor con las cadenas.
Pero ¡así estaba escrito, y aun lo llora
La gente del desierto que en sus venas
La sangre guarda de la raza Mora!
Por eso fascinado, enloquecido
Por su pasión, Muley veía sólo
De la Mora el amor apetecido
Tanto por él, pero jamás el dolo,
Mas nunca la ambición de soberana:
Y por eso rendido
Á tal fascinación, con ambas manos
Tomó los pies enanos
De la Mora gentil, y enardecido
Por su insana pasión, puso sobre ellos
Muchas veces sus labios soberanos.
«Sí (exclamó): tú lo has dicho, que conmigo
Vencerás ó caerás como sultana:
Y has dicho la verdad; tú soberana
Conmigo reinarás: yo te lo digo. »
Volvió la renegada la cabeza
Hacia el Rey otra vez con la sonrisa
De un ángel (y la aureola de belleza
De una visión que en sueños se divisa
Circundaba su faz), y en el sonoro
Idioma de los Árabes le dijo:
«Amir, tú eres mi dueño y yo te adoro.
Te dije la verdad: mas es tu hijo. »
Agolpóse la sangre á la mejilla
Del Rey á estas palabras, y con rabia
Concentrada exclamó: «No es hijo mío
Quien favor contra mí pide á Castilla.
De la palma jamás la dulce savia
Fecundó la mortífera cicuta:
No es hijo mío quien mi fe mancilla,
Y yo, sin vacilar, contra el impío
Alzaré de las leyes la cuchilla.
--Piénsalo, Amir. --Mi ley es absoluta.
--Muley, en su favor habló el destino.
--Yo haré mentir la predicción aciaga,
Y su estrella fatal, que nos amaga,
Apagaré en mitad de su camino. »
Reverberaban de Muley los ojos
Y chispeaban los ojos de la Mora
Con vívidos destellos:
Éstos de la ambición devoradora
Con el triunfante resplandor, y aquéllos
Con el torvo fulgor de los enojos.
Pasaron todavía unos instantes
De plática en secreto
Uno de otro en los brazos: el objeto
De tal conversación le comprendía
El corazón no más de ambos amantes:
Sólo el susurro de su voz se oía.
Á poco, de los brazos de la Mora
Desprendiéndose el Árabe, embozóse
En su blanco alquicel y hacia el calado
Arco del mirador adelantóse.
Siguióle hasta el umbral la encantadora
Sultana, con un beso regalado
Sellando el labio de Muley, quien presto
Á desaparecer por la excusada
Galería la dijo: «Aláh te guarde,
Lucero de la aurora.
--Él te acompañe, Amir, dijo Zoraya:
Perdona empero al alma enamorada
Si duelo te causó. --La llama que arde
Inextinguible, inmensa
En mi pecho, Zoraya idolatrada,
Al amor que en el tuyo se atesora,
Digna procurará dar recompensa.
--Los destinos, Señor. . . . . --Yo haré que fijos
En tu favor los astros permanezcan:
Yo te lo juro, luz del alma mía,
Tú reinarás y reinarán tus hijos:
Deja que el tiempo corra y ellos crezcan. »
Dijo el Rey y tomó la galería:
Y por verle cruzar el lindo huerto
Adonde oculta la escalera baja
Y la esclava le espera al entreabierto
Postigo, descorrió la celosía
Del dorado balcón de Lindaraja
Zoraya, y saludóle muchas veces,
Mientras en el jardín le distinguía
Desde los arabescos ajimeces.
Y he aquí que mientras ella contemplaba
El jardín, y la espalda al aposento
Para mirar á su Señor tornaba,
Bajo la celosía que se alzaba
De una de las ventanas que en el muro
Lateral de la cámara se abrían,
Sagaz, osado, atento,
Como á la voz secreta de un conjuro
Asomó un rostro pálido un momento:
Un rostro de mujer en que lucían
Dos ojos como rayos en lo obscuro.
Clavaron estos ojos en la Mora,
Vuelta hacia el huerto aún, una mirada
Rencorosa, tenaz, devoradora:
Y las palabras lúgubres dejando
Una á una á salir con voz ahogada,
Cual sin querer la idea formulando
En la palabra apenas pronunciada,
Murmuró la mujer allí asomada:
«¿Tú reinarás y reinarán tus hijos,
»Porque hará que los astros permanezcan
»En tu favor resplandeciendo fijos? . . . . .
»¡Deja que el tiempo corra y ellos crezcan! »
Dijo: y, volviendo el rostro la sultana
Hacia el rico aposento,
Tornó á desaparecer en un momento
El rostro de mujer de la ventana.
II
EL SALÓN DE COMARES
Amanecía apenas: los reflejos
De la rosada luz del sol naciente
Á dorar comenzaban á lo lejos
De la ancha sierra la arbolada frente:
Y empezaba la aurora purpurina
Ostentosa á tender su velo de oro
Prendido en el Oriente,
Sobre la extensa vega granadina,
Ceñidor de verdura,
Morisco chal que envuelve la cintura
De la ciudad en donde reina el Moro.
Comenzaba á sus cárdenos fulgores
La tierra fértil á tomar colores,
Exhalando de sí el aroma suave
De la humedad nocturna, y comenzaba
La flor á abrirse, á gorjear el ave,
Y la brisa del alba revoltosa
Á estremecer del bosque, donde erraba,
La cabellera verde y rumorosa.
Fresca, gentil, risueña,
Á la primera luz de la mañana
Se despertaba la ciudad sultana,
De cien ciudades orgullosa dueña:
La ciudad del amor y de las flores:
La ardiente y hermosísima africana,
Que reclina su frente soberana
Sobre el fresco tapiz de mil colores
Que á sus pies tiende su florida tierra,
Y cuyas orlas por doquier remata
Con caireles de lázuli y de plata,
Ya el mar que en torno de ella se dilata,
Ya la nevada fronteriza sierra.
Asomado á un balcón de la alta torre
Llamada de Comares, cuyo asiento
El Darro besa que á su planta corre
Regando huertas mil en curso lento,
Esperaba el Rey árabe la hora
De recibir al castellano Vera,
Quien no quería que en la Corte Mora
La venidera aurora
Su embajada sin dar le amaneciera.
La gente granadina
Con la nueva alarmada
De aquella ceremonia, aglomerada
Ante Bib-el-Leujar, la matutina
Luz aguardaba con afán, curiosa
De conocer el fin de esta embajada,
Más misteriosa cuanto no esperada.
Mil interpretaciones
Daba á su objeto el vulgo: comentaban
Los viejos y santones
Las causas y políticas razones
Que pudieron mover al Rey cristiano
Á enviar á la ciudad del africano
La enseña militar de sus legiones:
Mas fatigaban el discurso en vano;
Ignoraba hasta el Rey las intenciones
Con que vino á su Corte el castellano.
Este á su vez, y en tanto, prevenido
Para cumplir con su misión, oía,
Desde la torre que ocupaba, el ruido
Que de ella al pie la multitud hacía.
Ya antes del alba con atento oído,
Ojo sagaz y espíritu mañero,
La situación inspeccionado había
De la árabe ciudad el caballero.
De pechos en la almena
De su torre moruna,
Al resplandor de la creciente luna
La contempló de fortalezas llena,
De muros bien cercada,
Bajo un clima feliz y en cultivada
Campiña, rica, saludable, amena,
Por tres ríos á par fecundizada,
Y favorita, en fin, sin duda alguna
Del amor, de la próspera fortuna:
Y el noble castellano, inteligente
En el arte y estudios de la guerra,
Vió que estaba en su tierra
Bien prevenida la africana gente.
Comprendió de Don Juan el buen sentido
En la quietud de su nocturna vela,
Que había el moro Rey, muy entendido,
Coronado sus torres y alminares
Por uno y otro atento centinela,
Y diestra y sabiamente repartido
Sus vigías y puestos militares:
Concluyendo por fin Don Juan de Vera
De la ciudad entera
La nocturna revista,
Diciéndose á sí mismo sin reparo
Cuánto iba á ser al Castellano caro
Lograr de aquella tierra la conquista.
Hallábase en la torre todavía
El buen Comendador, rectificando
Á la primera luz del nuevo día
El juicio que hecho por la noche había,
Cuando vió que á su torre aproximando
Un escuadrón de Moros se venía,
La plaza del aljibe atravesando.
Dejó la almena, convocó su gente
Y, á la plaza bajando,
La tendió de los Árabes enfrente.
Entonces el wazir, que administraba
La justicia del reino
Y el gobierno interior de la alcazaba
Del granadino Rey, ante la fila
De los jinetes árabes saliendo,
Fuése para Don Juan, con faz tranquila
Y sosegada voz así diciendo:
«La fe de Aláh te alumbre, castellano.
»Has demandado con la luz primera
»Al Rey hablar: ven pues, que ya te espera
»Del Consejo en presencia el soberano. »
Encontrando la arenga algo altanera
Y contemplando al Árabe un momento,
«Vamos» dijo no más Don Juan de Vera:
Y á paso noble, majestuoso y lento,
De la ancha plaza atravesó el espacio
Que apartaba no más su alojamiento
De las doradas puertas del palacio.
De la soberbia torre de Comares
En la ostentosa cámara, alfombrada
Con alkatifas persas, perfumada
Con pebeteros de oro y con millares
De extrañas, ricas y olorosas flores
Que en sus pensiles dan los Alijares,
Esperaba Muley al castellano
En medio de su Corte y su nobleza,
Queriendo ante los ojos del cristiano
Hacer ostentación de su grandeza.
Con la rosada luz de la mañana
Resplandecía en toda su hermosura
La labor africana
De aquella estancia regia, que figura
Un pabellón de rica filigrana,
Trabajo de algún Genio por ventura
Según la tradición mahometana.
En torno de Muley, sobre divanes
De púrpura, los viejos consejeros,
Los kadís y los nobles capitanes
Del ejército, estaban los primeros.
De su Rey menos cerca,
De pie, con respetuosos ademanes,
Los demás cortesanos caballeros
Ocupaban el patio de la alberca
Á sombra de sus frescos arrayanes.
El estanque y las fuentes del palacio,
Ornadas con vistosos surtidores,
Poblaban el espacio
De caños de cruzados saltadores
Que, deshechos en gotas en la altura,
Doblaban del ambiente la frescura
Como perlas cayendo entre las flores,
Que al borde crecen de la alberca pura
Llena de pececillos de colores.
Del wazir precedido
Y de diez caballeros Castellanos
Por decoro seguido,
Armado de los pies hasta las manos,
Del manto de Santiago revestido,
Con apostura grave y altanera,
Por medio de los nobles Africanos
El patio atravesó Don Juan de Vera.
Torva mirada de los ojos fieros
Del círculo de Moros caballeros
Pesó sobre Don Juan desde su entrada,
Manteniéndose en él tenaz, clavada,
Hasta los pies de el granadino trono;
Bien revelando el animoso encono
Con que su roja Cruz se ve en Granada.
Don Juan, empero, en ademán tranquilo,
Y mesurado aunque orgulloso porte,
Avanzó hasta el marmóreo peristilo
Que da entrada al salón do está la corte:
Llegó hasta el trono de Muley, y en tierra,
Sin humildad, hincando una rodilla,
Presentóle una caja en que se encierra
Su regia credencial dada en Sevilla.
Tomóla sin abrirla el Africano
Con altivo desdén, y del prolijo
Ceremonial haciendo al castellano
Amplia merced, lacónico le dijo:
«Ya te escucha Muley: habla, cristiano. »
Púsose en pie Don Juan, y con pausada
Voz, que pudo entender el más lejano,
De esta manera expuso su embajada:
«Yo, Don Juan de la Vera, caballero
»Comendador del Orden de Santiago,
»En nombre de mi Rey vengo: primero,
»Á reclamar el atrasado pago
»De tu tributo anual íntegro, entero,
»Y después, de Castilla con Granada
»La tregua á prolongar, que es acabada. »
Dijo Don Juan y enrojeció el semblante
Del Árabe la cólera: en la estancia
Rumor universal cundió al instante
De indignación terrible, la arrogancia
De tal mensaje oyendo: más de un guante
Se alzó en contestación de su jactancia:
Más de un Moro dió un paso hacia adelante,
Puesta la mano en el alfanje: empero
Sus iras atajó Muley severo.
«Cristiano (dijo el Rey con voz airada),
»Ve á decir á los Reyes castellanos
»Que han muerto ya los Reyes de Granada
»Que pagaban tributo á los cristianos:
»Que la moneda entonces acuñada
»No conocemos ya, ni nuestras manos
»Labran ya más metales que el acero
»De que forja su arnés el caballero.
»Oiste: parte, pues. Yo te perdono
»La vida y la embajada. Á la frontera
»Del reino salvo llegarás: mi encono
»No infringirá mi fe: mas la postrera
»Colina al transponer donde mi trono
»Se respeta y tremola mi bandera,
»De mí hablar oirás, yo te lo juro,
»Castellano. Ve en paz, que vas seguro. »
«Moros, dijo Don Juan con altanero
Mas tranquilo ademán: si mi mensaje
Os ofendió, ved bien que el mensajero
Ni un punto le ha añadido: mi lenguaje
Fué exactamente el de mi Rey: y espero
Que ninguno por él me hará el ultraje
De esquivar con desdén, si es que me halla,
El bote de mi lanza en la batalla. »
Dijo Don Juan. Los nobles Africanos,
De los valientes siempre apreciadores,
Abrieron en silencio á los cristianos
Paso, ahogando en el pecho los rencores
De raza y religión. Los castellanos
Volvieron á montar sus piafadores
Corceles: y, dejando á rienda suelta
La ciudad, dieron á Castilla vuelta.
* * * * *
Cuando el sol de aquel día en Occidente
Irradiaba sus últimos reflejos,
Ya transponía la cristiana gente
Los cerros fronterizos. Á lo lejos
Les vió desde sus torres impaciente
El árabe Monarca, cuyos viejos
Mas perspicaces ojos todavía
Penetran la confusa lejanía.
El brillo de las lanzas castellanas
Apenas se sumió en el horizonte,
Y apenas, embozada en sus livianas
Sombras, la noche á descender del monte
Comenzó, cuando Hasán sus africanas
Armas pidió diciendo: «Que se apronte
»Una hueste elegida y numerosa
»Á partir en la noche silenciosa. »
«Yo la conduciré. » Llamó en seguida
Á su wazir Abú-l'Kazín, que era
Gobernador de la ciudad, y «cuida
»(le dijo) bien de que se cumpla entera
»Mi voluntad. Después de mi partida
»Pon á Aija en una torre prisionera
»Con su hijo, y á habitar manda que vaya
»En el Generalife la Zoraya.
»Ten á ésta como mi única sultana,
»Á Aija y Abú Abdil como traidores.
»Yo á tocar á una villa castellana
»Una alborada voy con mis tambores,
»Y tardaré lo más una semana
»En volver á la Alhambra. ¡Ea, señores,
»Á caballo y silencio! los soldados
»En Bib-arrambla esperan convocados. »
Dijo Muley, su intimación postrera
Dirigiendo á sus guardias: y, montando
En su caballo de batalla, que era
Un árabe veloz, partió tomando
La cuesta de Gomeles, con guerrera
Planta en la plaza real desembocando:
Y, al frente de su hueste, de Granada
Salió á empresa de todos ignorada.
LIBRO TERCERO
ZAHARA
I
GONZALO ARIAS DE SAAVEDRA
Está Zahara en una altura
Entre montaña y colina,
Sentada en la peña dura
Que asoma la cresta obscura
Por entre Ronda y Medina.
Cuando encienden los cristianos
De noche hogueras en ella,
No distinguen los paisanos
Si son sus fuegos lejanos
Luz de atalaya ó de estrella;
Y cuando el alba naciente
Dora la almenada villa,
Se confunde fácilmente
Con la armadura que brilla
El riëlar de la fuente.
Sus atalayas pusieron
Los moros en ella un día,
De fosos la circuyeron,
Y apriesa la abastecieron
Porque el invierno venía.
Tuviéronla muchos años
De los cristianos guardada,
Con mil ardides extraños,
Causándoles muchos daños
En guerra tan prolongada.
Á la sombra guarecidos
De sus breñas y pinares,
Bajaban como bandidos
Y robaban atrevidos
Alquerías y lugares.
Toleraban los cristianos
En silencio sus desmanes:
Pero pensando á las manos
Coger á los africanos
De aquel peñón gavilanes.
Estaban los insolentes,
Aunque pocos, confiados,
Conociéndose valientes:
Los cristianos, más prudentes,
Les cogieron descuidados.
Todos los de aquella tierra,
Procurándose en secreto
Mil utensilios de guerra,
Atravesaron la sierra
De asaltarla con objeto.
Y una noche la asaltaron,
Y guardarla no supieron
Los Moros que la fundaron;
Cinco veces la cobraron
Y otras cinco la perdieron.
Entonces los vencedores
Doblaron su alta muralla,
Y abrieron fosos mayores
Para guardar previsores
La prenda de la batalla.
Estrecha y sola una senda
Dejaron en todo el cerro,
Porque mejor se defienda,
Si se empeña otra contienda,
Su sola puerta de hierro.
Por eso en sus torreones
Y en sus anchos murallones
Guardó la morisca villa,
Sobrepuestos, los blasones
De los Reyes de Castilla.
Tal es Zahara: y en la altura
Del cerro en que está fundada,
Y por la fragosa hondura
De sus barrancos guardada,
Siempre estuviera segura.
De los Moros, como el nido
De un águila suspendido
En inaccesible peña,
Si menos la hubiera sido
Su fortuna zahareña.
Pero su alcaide cristiano
Nació con estrella aciaga,
Y Dios apartó su mano
Del infeliz castellano,
Y el rayo de Dios la amaga.
Porque ¡ay! ¿qué la han de valer
Su muro y torres de piedra,
Si los ha de mantener,
Sin fortuna y sin poder,
Gonzalo Arias de Saavedra?
¡Desventurada es la historia
De este buen Gobernador,
Bravo capitán sin gloria,
Blanco de mala memoria
Y de fortuna peor!
Desdichada fué su raza:
No hubo cálculo ni traza
Que al revés no le saliera,
Ni bando, opinión ó plaza
Que, suya, prevaleciera.
Siguió su padre Hernán Arias
De Enrique el Rey las banderas
Á las de Isabel contrarias,
Y perdieron las primeras
Sus empresas temerarias.
Del de Cádiz se allegó
Hernán á los partidarios,
Y el encono se extinguió
De los grandes sus contrarios,
Y Hernán Arias se fugó.
De los Moros amparóse
Y por los Moros mantuvo
Á Tarifa; mas tornóse
La suerte: capitulóse,
Y Arias que entregarse tuvo.
Caballeros en Castilla
Intercedieron por él,
Y, olvidando su mancilla,
Le indultó Doña Isabel
Confinándole á Sevilla.
Bien único hereditario,
En su aljarafe tenía
Un torreón solitario,
Y allí su infortunio varió
Fuése á llorar noche y día.
Mas he aquí que maltratado
Por el tiempo el edificio,
Y él imposibilitado
De gastar sólo un cornado
De su hacienda en beneficio,
En un temblor que agitó
Las tierras circunvecinas
Su torre se desplomó,
Y Hernán Arias pereció
Sepultado entre sus ruinas.
¡Desventurado Hernán Arias!
Las estrellas tan contrarias
Le fueron en paz y en guerra,
Que hasta se le abrió la tierra
Sin exequias funerarias.
Su hijo Gonzalo, heredero
De su fortuna fatal,
Aunque habido por guerrero
Valiente y buen caballero,
Lo pasó siempre bien mal.
De su padre la memoria,
Lo siniestro de su historia
Y proverbial desventura,
Le hicieron, sin prez ni gloria,
Pasar una vida obscura.
Dotado de alto valor,
De ciencia y destreza rara
En la guerra, con honor
De alcaide gobernador
Le enviaron al fin á Zahara.
Dióle la reina Isabel
Compadecida este cargo:
Pero, dándoselo á él,
El mejor panal de miel
Se le hubiera vuelto amargo.
Era Gonzalo un valiente
Y entendido capitán,
Tan audaz como prudente:
Mas ¿qué hará si no le dan
Ni bastimentos ni gente?
«Tu lealtad y tu bravura
»Tendrán á Zahara segura»
Le dijeron, y le enviaron
Á Zahara: mas no contaron
Con su innata desventura.
Sin víveres y sin oro
Con que pagar sus soldados,
No puede ni su decoro
Sostener, ni contra el Moro
Tenerles subordinados.
Su gente se le rebela
Y él, sólo, en continua vela,
Su fortaleza recorre,
Y hace á veces centinela
El mismo en alguna torre.
«Si no por obligación,
»Por vuestro bien ayudadme,»
Les dijo en una ocasión:
Y su alférez Luis Monzón
Contestóle ébrio: «Pagadme. »
Y el pobre Gobernador,
Sin influencia y sin pan,
Se vió inútil capitán
De gentes que sin temor
Ni amor hacia él están.
Pedía al gobierno amparo
De víveres ó dinero:
Pero el gobierno reparo
No ponía, y el frontero
Seguía en su desamparo.
Dos veces quiso salir
Á correr la mora tierra:
Mas sus gentes, al oir
Que se trataba de guerra,
No le quisieron seguir.
Tal era la situación
De Zahara en esta ocasión;
Tal es el afán que arredra
El brío del corazón
De Gonzalo Arias Saavedra.
Por eso sus castellanos
Se están mal entretenidos
En casa de los villanos,
En pensamientos livianos
Con las mozas divertidos;
Pues por demás licenciosos
Son siempre nuestros soldados,
Cuando en puestos apartados
Les dejan vivir ociosos,
Por libres ó mal pagados.
El Rey moro, que sondara
Su abandono y su pobreza,
Se dijo: «Es cosa bien clara
Que me da la fortaleza
Quien así la desampara:
Conque tomarla es razón. »
Y Hasán dispuso á este fin
Misteriosa expedición,
Dándole gente en unión
La Alhambra y el Albaicín.
Salió, pues, de la ciudad
Muley en la obscuridad,
Sin decir de esta salida
La razón desconocida,
Para más seguridad.
Y es fama que el Africano,
De Bib-arrambla al pasar
Bajo el arco, dijo ufano:
«Le tengo de festonar
Con cabezas de Cristiano. »
Era una tarde nublada
De tormenta amenazada:
El viento ronco mugía,
Y en anchas gotas caía
Á espacios lluvia pesada.
Cerróse en obscuridad
El cielo: la tempestad
Desgarró las nubes pardas,
Y brilló en las alabardas
El relámpago fugaz.
Entre la enramada espesa
De un pinar de que se ampara,
Con la gente de su empresa
Iba Muley á hacer presa
En la descuidada Zahara.
Caídos los martinetes
Sobre las mojadas telas
Revueltas á los almetes,
Caminaban los jinetes
El lodo hasta las espuelas.
Mohino el Rey por demás,
De los pasos el compás
Oyendo con mal humor,
Iba: junto á él un tambor
Y los peones detrás.
Tras éstos los saeteros
Y hasta cien arcabuceros:
Luego los escaladores,
Luego trompas y atambores,
Y luego los ingenieros.
Tras ellos, en pelotones
Flanqueados por dos alas
De jinetes con lanzones,
Muchos negros con escalas
Para entrar los torreones.
La media noche sería,
¡Espantosa noche á fe!
Cuando de la roca umbría
Sobre que Zahara dormía
Se detuvieron al pie.
Contó el Rey cuidadosamente
Las hogueras y señales,
En que convino prudente
Con sus guías, y la gente
Partió en dos bandos iguales.
Guardando el cerro dejó
Los jinetes: apostó
Los saeteros mejores,
Y él con los escaladores
Por el peñasco trepó.
La obscuridad, la tormenta,
Patrocinan su ascensión
Ardua, silenciosa y lenta:
Todo Muley lo hubo en cuenta
Con astuta previsión.
El ruido de sus pisadas
Sofoca el ruido del viento,
Y las aguas despeñadas
Por las ásperas quebradas
Con estrépito violento.
Tal vez descienden rodando
De roca en roca chocando
Pedazos de las montañas,
Pinos, chozas y alimañas
Consigo al valle arrastrando.
Tal vez una encina añosa,
Arraigada en un peñón
Todo un siglo, estrepitosa
Se rompe con temerosa
Y atronadora explosión.
Tal vez algún lobo, fuera
De su cueva sorprendido,
Bajo una peña cogido
Invoca á la muerte fiera
Con un espantoso aullido.
Tal vez por algún torrente
Arrastrada una serpiente
De un precipicio á la hondura,
Rasga la atmósfera obscura
Con un silbido estridente.
¡Horrible noche es aquella,
En que, mientras contra Zahara
Ronca tempestad se estrella,
De la tempestad se ampara
Muley audaz contra ella!
La villa desventurada,
Por el viento sacudida,
Por el turbión anegada
Y en las tinieblas velada,
Reposaba adormecida.
Apena en un torreón
De su vieja ciudadela,
Encogido en un rincón
Murmura escasa oración
Un cristiano centinela.
Tal vez duerme sin afán
Al calor de su gabán
En su garita, al arrullo
Que viento y agua le dan
Con su continuo murmullo.
Y tal vez, sobre la mano
La barba y en la rodilla
El codo, sueña el cristiano
Una aurora de verano
En un lugar de Castilla.
II
¡Tremenda noche! La lluvia,
Desgajándose á torrentes
Por las quebradas vertientes
De la sierra, con fragor
Á la hondura de sus valles
Consigo arrastrando baja
Los árboles que descuaja
Del vendaval el furor.
¡Tremenda noche! Iracundos
Los rebeldes elementos
Amagan de sus cimientos
Las montañas arrancar:
Y, en la cresta de la roca
Donde se halla suspendida,
Con ímpetu sacudida
Tiembla Zahara sin cesar.
Á una aspillera asomado
De su antigua ciudadela,
El buen Arias está en vela,
Ocupado en escuchar
Los rumores que á su oído
En sus alas trae el viento,
Y un fatal presentimiento
No le deja sosegar.
Nada sus tenaces ojos
Ven en noche tan cerrada:
No percibe ni oye nada
En la densa lobreguez,
Más que el velo tenebroso
Y la voz de la tormenta,
Cuya furia se acrecienta
Con horrible rapidez.
Á sus pies reposa Zahara:
Sus tejados ve, á la lumbre
Del relámpago, en la cumbre
Donde el pueblo se fundó:
Mas la roja llamarada
Que el relámpago refleja
Le deslumbra y no le deja
Comprender lo que á ella vió.
Al resplandor instantáneo
Con que el pueblo se ilumina,
Cree tal vez ver la colina
Con el pueblo vacilar:
Y á veces, en el instante
De iluminarse de lleno,
Cree ver de Zahara en el seno
Vagas visiones errar.
Blancos bultos, misteriosas
Sombras, móviles reflejos
Tras los muros á lo lejos
Moverse y lucir cree ver;
Cual si, haciendo de ellas vallas,
Los espíritus del monte
De sus torres y murallas
Se quisieran guarecer.
¡Delirios vanos! ¡Quimeras
De su débil fantasía!
Pasa el pobre noche y día
En continua agitación,
Y, con fe supersticiosa
Creyendo en su fatalismo,
Recela hasta de sí mismo,
Trastornando su razón.
¡Ilusiones! Arias sólo
Oye el vendaval que brama
Y el agua que se derrama
Por los tejados rodar,
Y en los muros del castillo
El rumor acelerado
De los pasos del soldado
Que acaban de relevar.
Oye el sordo remolino
Con que rueda la tormenta
Haciendo girar violenta
Las veletas de metal,
Y zumbar estremecida
La mal sujeta campana,
Y temblar en la ventana
El desprendido cristal.
Todos reposan en Zahara,
La atalaya de Castilla:
Sólo se oyen por la villa,
En la densa obscuridad,
El agua de las goteras
Y el rumor del vago viento,
Que ruge con el acento
De la ronca tempestad.
Sólo en apartada torre
Del mal guardado castillo,
Con el fulgor amarillo
De una lámpara al morir,
Velan algunos soldados
Y se siente desde fuera
El rumor de una quimera
Y jurar y maldecir.
Óyense sus carcajadas,
Sus apodos insolentes:
Pues en esto han tales gentes
Contentamiento y placer;
Se juntan en borracheras
Para acabarlas riñendo,
Y vuelven en concluyendo
Desde reñir á beber.
Y al calor de las orgías
Y al vapor de los licores,
Disertan de sus amores
En obsceno platicar;
Pues su lengua irreligiosa,
Sin respetos y sin vallas,
Sólo de sangre y batallas
Ó mujeres ha de hablar.
De éstas se miran algunas,
Con los soldados más mozos
En impúdicos retozos
Y deshonesto ademán,
Que, osadas y descompuestas,
Ó blasfemando ó riñendo,
Hasta embriagarse bebiendo
Desatinadas están.
La trémula llamarada
De una hoguera agonizante
Presta á su rudo semblante
Una expresión más feroz;
Y, recibiendo la bóveda
La algazara en su ancho hueco,
Remeda con largo eco
La desentonada voz.
Harto de vino y de amores,
En dos bancos apoyado,
Cantaba un viejo soldado
Al són de un roto rabel,
É hiriendo á compás la mesa
Con plato, jarra ó cuchillo
Aullaban el estribillo
Ellos y ellas con él.
Brindaban, y á cada brindis
Insensatos blasfemaban,
Y reían y danzaban
Completando la embriaguez:
Y sus sombras, en silencio,
Gigantescas, agitadas,
Cual fantasmas convidadas
Erraban por la pared.
«¡Á ellos! » gritaron voces:
Y entraron el aposento,
Diez á diez y ciento á ciento,
Los moros del Rey Hasán;
Y apenas á las espadas
Acudieron los cristianos,
Les cercenaron las manos
En donde tan mal están.
Lidiaron acaso algunos:
Pero tantos les entraron,
Que al fin les acuchillaron
Con las hembras á la par.
Á los gritos de los Moros
Los Cristianos despertaban:
¡Pero los tristes se hallaban
Cautivos al despertar!
La soñolienta pupila
Prestaba crédito apenas
Á las cuerdas y cadenas
Con que atados dos á dos
Por los Árabes se vieron,
Á quienes con lengua y ojos
Pedían piedad de hinojos
En el nombre de su Dios.
Las lágrimas de las madres,
De los niños los sollozos,
Los esfuerzos de los mozos,
El dolor de la vejez,
Son inútil resistencia:
Porque á todos los infieles,
Atados como lebreles
Les arrastran á la vez.
En vano lucha la virgen
Desesperada con ellos,
Que con sus propios cabellos
Mordaza ó cordel la dan:
En vano niños y enfermos
Yacen sin fuerzas postrados;
En tropel como ganados
Todos á los hierros van
Fueron tristísimas horas
Las de noche tan sangrienta.
¡Á quien de ella pidan cuenta,
Malas cuentas ha de dar!
Mas no Arias, á quien el mundo
Con su fe abandona en Zahara,
Porque Dios no desampara
Á quien de Él se va á amparar.
Corazones como el suyo,
Almas cual la que le anima,
Dios tan sólo las estima
En su pristino valor:
Aniquilado bien pronto
El cuerpo que les encierra,
Vuelve su polvo á la tierra
Y su esencia al Criador.
Creyó al fin Gonzalo Arias,
Desde la torre en que vela,
Sentir en la ciudadela
Un verdadero rumor
De voces y de pisadas,
Y distinguir en la sombra
Muchas gentes agolpadas
Á la muralla exterior.
Iba el caracol de piedra
Á tomar del muro, cuando
Por él su escudero entrando
Dijo: «¡Los moros, Señor! »
Asió al punto Arias Saavedra
Un hacha y un triple escudo
Que halló á mano, y torvo y mudo
Lanzóse hacia el corredor.
Por el caracol torcido
Se hundió como una callada
Sombra, y la puerta ferrada
De las almenas abrió.
Confuso tropel de moros
Llenaba el adarve estrecho:
Gonzalo Arias derecho
Á los Moros se lanzó.
Tendió del primer hachazo
Los dos que halló delanteros,
Y al querer tirar del brazo
La mano de otro segó.
Á tan repentino ataque
La morisma, acorralada,
Abrió círculo espantada
Y en el centro le dejó.
Mas Arias, que no veía
De vergüenza y de ira ciego,
Cerróse con ellos luego
Con ímpetu asolador:
Y, al ver el horrendo estrago
Que en ellos su brazo hacía,
Ninguno se le atrevía,
Embargados de pavor.
Pero sobre ellos cargaba
Gonzalo Arias con tal brío,
Que adelante les llevaba
Sin dejarles revolver;
Y uno, que frente arrestado
Le hizo, entre dos almenas
Le derribó atravesado
Y en el foso fué á caer.
Aquel hombre despechado,
De mirada centelleante,
De colérico semblante
Y de fuerzas de Titán,
Sin más que un broquel y un hacha,
Pálido y medio desnudo,
Peleando solo y mudo
Con desesperado afán;
Aquel hombre aparecido
De repente en medio de ellos,
Erizados los cabellos,
Cual de un vértigo infernal
Poseído, hizo á los Moros
Concebir honda pavura,
Contemplando en su figura
Algo sobrenatural.
Un instinto irresistible
De temor supersticioso
De aquel hombre misterioso
En tropel les hizo huir,
Cual si vieran, bajo el rostro
De aquel hombre temerario,
Un espíritu contrario
De Mahoma combatir.
Abandonó, pues, el muro
Todo el pelotón alarbe,
Y dejó sobre el adarve
Solo á aquel hombre fatal.
Crispado, calenturiento,
Á las almenas de piedra
Asomóse Arias Saavedra
Presa de angustia mortal.
Allá abajo, en las tinieblas,
Por las calles de la villa
En la lengua de Castilla
Invocar á Dios oyó.
«¡Á Dios (dijo con desprecio)
Á Dios invocáis ahora!
¡Miserables! Ya no es hora:
Sucumbid, pues, como yo. »
Y á largos pasos tomando
Del castillo la escalera,
Fué á dar como una pantera
En el patio principal.
Un capitán de Granada
Allí amarrados tenía
Cuantos perdonado había
La cimitarra fatal.
Arias, de un salto, se puso
Delante del africano
Y, asiendo con una mano
Las bridas de su corcel,
Le dió en el frontal de acero
Tan descomunal hachazo,
Que caballo y caballero
Vinieron á tierra de él.
Los Árabes que más cerca
Del capitán se encontraron,
Sobre Gonzalo cargaron
Con gritería infernal:
Pero dieron con un hombre:
Y el primero que imprudente
Se llegó á Arias, en la frente
Recibió el golpe mortal.
El capitán, desenvuelto
De su caballo caído,
Vino como tigre herido
Sobre el alcaide á su vez:
Recibió su corvo alfanje
El castellano forzudo
Dos veces en el escudo,
Con serena intrepidez;
Y al verle ébrio de coraje
Descargarle el tercer tajo,
Metióle el hacha por bajo
Y el brazo le cercenó.
Saltó el pedazo partido
Con la cimitarra al suelo,
Y el Moro, con un aullido
De dolor, se desmayó.
Saltó Arias de él por encima
Y, del caballo tendido
Quedándose guarecido,
Volvió la lid á empezar.
Acométenle los Moros:
Mas ningún golpe le ofende
Por delante, y se defiende
La espalda con un pilar.
Entraba en esto en el patio
El viejo Rey de Granada:
Mas detúvose á la entrada
Á admirar el varonil
Aliento de aquel solo hombre
Que, sin casco ni armadura,
Tiene á raya la bravura
De los hijos del Genil.
Estaba Gonzalo Arias
De sangre y sudor cubierto
Tras del caballo, que muerto
Á sus plantas derribó,
Anhelante de fatiga,
Descolorido y rasgado,
Como un espectro evocado
Del panteón que le guardó.
Al ver con cuánta destreza
De tantos se defendía,
De tan alta bizarría
Pagado el viejo Muley:
«¡Teneos! » gritó á los Moros;
Y, yéndose al Castellano,
Le dijo afable: «Cristiano,
Ríndete: yo soy el Rey. »
No pudo Arias de cansancio
Contestar. «Quienquier que fueres
(Añadió el Rey), valiente eres:
Ríndete á mí y salvo irás. »
Arias, ronco de fatiga,
Pero con alma serena,
Dijo: «Muerto, enhorabuena:
Pero rendido, jamás. »
«Cristiano, repuso el Moro,
Yo soy Muley y rendirte
Á mí no será desdoro. »
Y Arias dijo: «Y yo, Muley,
Soy Gonzalo Arias Saavedra,
Y mientras me quede aliento
Y en Zahara quede una piedra,
La mantendré por mi Rey. »
Ahogó la piedad del Moro
Respuesta tan arrogante,
Y, colérico, «¡Adelante,
Saeteros! » exclamó.
Atravesado de flechas
Hincó Arias una rodilla
Gritando «¡Cristo y Castilla
Por los Arias! » Y espiró.
Cortáronle la cabeza,
Y en el arzón delantero
La ató un negro de Baeza
Por trofeo de valor.
Tal fué el fin desventurado
Del bravo alcaide de Zahara:
La suerte le negó avara
Todo, menos el honor.
* * * * *
Cuando del día siguiente
Comenzó á lucir la aurora,
Daba á Granada la vuelta
La morisma victoriosa.
Marchaba Muley delante,
Y, en el centro de su tropa,
Dos mil cautivos atados
Al carro de su victoria.
Mandó el Rey que los Cristianos,
Guardados por buena escolta,
Fueran delante á Granada
Por la vereda más corta;
Pero prevenido habiéndole
Que, por si las tierras próximas
Se levantan, con presteza
Caminar es lo que importa:
«¿En qué está, dijo, el retraso?
--En los cautivos que estorban.
--Pues bien, dijo con desprecio,
Obligadles á que corran,
Y lleguen los que llegaren:
Los mozos á las mazmorras,
Las muchachas al harén
Y los viejos á la horca. »
III
Era la noche del siguiente día
En que el fiero Muley salió de Zahara,
Vencedor insolente. Era una obscura
Y nebulosa noche: no lucía
En el cielo la luna: venda impura
De nubarrones cárdenos cubría
La luz serena de su antorcha clara.
Ceñían por doquier el horizonte
Negros grupos de nubes apiñadas,
De vapores eléctricos preñadas,
Y alcanzábanse á ver de monte en monte
Del frecuente relámpago, azuladas,
Arder las repentinas llamaradas.
Á un balcón de la torre de Comares
Asomada en silencio, la altanera
Aija escuchaba con el alma entera
Lejano són de gritos populares
Que, por la densa atmósfera perdidos,
Traía á sus oídos,
De cuándo en cuándo, ráfaga ligera.
Tras ella Abú Abdilá sobre su hombro
El noble rostro juvenil tendía,
Como su madre oyendo con asombro
La confusa y extraña vocería
Que, en las tinieblas de la noche, el viento
Con eco sordo resonar hacía
Bajo el techo del cóncavo aposento.
--«¡Oyes, hijo Abdilá! con ansia dijo
La sultana. --Sí, madre, y no comprendo. . . . .
Contestó Abú Abdil. ¡Tal vez maldijo
Nuestra fortuna Aláh! » Con ojo fijo
La espesa sombra penetrar queriendo,
Aija le interrumpió:--«Calla: estoy viendo
Moverse algo en el bosque. . . . . ¿Oistes, hijo?
--¿Un ruiseñor? --Sin duda: mas no canta
Tan recio el ruiseñor. . . . . escucha atento.
¿Le oiste? --Sí. --Pues bien, hijo, ese aliento
De un pájaro no cabe en la garganta.
--Oid, Señora, oid; más cerca el pío
Del ave se oyó ahora. --Es una seña
Que viene de las márgenes del río.
--Sí, y en hacerse comprender se empeña. »
Acercáronse más á la calada
Barandilla exterior del antepecho:
Mas Aija, de repente y sin ser dueña
De sí misma, cubriendo con su pecho
El pecho de Abú Abdil, gritó: «¡Hijo mío! »
Silbando entró por el postigo estrecho
Del balcón una flecha disparada
Desde el bosque, y, tocando en la labrada
Piedra del arco, rechazó, en el lecho
De Abú Abdil cayendo despuntada.
«¡Traidores! » exclamó Aija, á nuestra vida
También atentan! » Mas alegremente
La interrumpió Abdilá, teniendo asida
La flecha: «Madre (dijo) trae cosida
Una carta. --Lee pues. » Rumor de gente
Se oyó en el corredor en este instante,
Y una esclava, asomándose á la puerta,
Dijo: «¡El wazir! » Para la audaz Sultana
Fué cosa nada más que de un momento
En el pecho ocultar la carta abierta,
La flecha devolver por la ventana,
Y serena quedar sobre su asiento.
Al punto mismo Abú-l'Kazín, ministro
De las venganzas de Muley, entraba
El nocturno registro
Á hacer que en el salón acostumbraba,
Desque la torre de Comares era
Del Granadino Príncipe y su madre,
Por orden de Muley, prisión severa.
Saludó Abú-l'Kazín con afectada
Ceremonia, mostrando que lo hacía
Sin respeto y en pura cortesía:
Aija, en sus almohadones recostada,
Ni volvió la cabeza desdeñosa,
Ni le otorgó siquiera una mirada;
Abú Abdilá, imitando á su orgullosa
Madre, no contestó tampoco nada.
Abú-l'Kazín entonces, en sombrío
Silencio y con feroz torvo semblante,
La estancia registró con vigilante
Y prolija atención. «Es deber mío,»
Dijo al fin, dirigiendo á la Sultana
Una mirada donde el odio brilla,
Y añadió: «Nuestro Rey llega mañana
Vencedor de las armas de Castilla. »
Aquí, consigo sin poder, la Mora
Díjole: «¿Son por ello esos clamores
Que turban el reposo? --Sí, Señora:
El pueblo aplaude, como siempre, ahora
Á los Reyes que vuelven vencedores. »
Una mirada le lanzó de fuego
La Mora y con desdén le dijo luego:
«Tienes razón, Abú-l'Kazín: mañana,
Si volvieren vencidos, por traidores
Les silbará la multitud villana.
--Vele Aláh por el Rey, y no permita
Que el pueblo tenga por traidor, Sultana
Á quien abrigue sangre Nazarita!
--Eso te digo yo. Los hijos tienen
La sangre de los padres, y el que incita
Al padre contra el hijo, lo previenen
Las suras del Korán, á Dios irrita
Y su raza por Dios será maldita.
--Sultana, tus palabras. . . . . --El anuncio
Son del desprecio en que te tengo. --Holgara
La razón en saber. --Está muy clara.
--Pronúnciala, Sultana. --La pronuncio:
Tu padre, Abú-l'Kazin, fué tornadizo
Y traidor á su Dios, y yo detesto
Á los hijos de padre que tal hizo.
No lo olvides jamás. --¡Oh! lo protesto.
--Déjanos, pues, en paz. --La vez postrera
Volveré nada más, cuando el severo
Rey de Granada de su ley el yugo
Imponeros me ordene. --Aguarda fuera
Sus órdenes en tanto, carcelero,
Hasta que hayas de entrar como verdugo. »
Salió el wazir, brillando en su pupila
El fuego del rencor: y la Sultana,
Luego que oyó el rumor de los cerrojos
De la postrera cámara lejana,
La carta á desplegar volvió tranquila,
Devorando lo escrito con los ojos.
Mirábala Abdilá con impaciencia,
Procurando leer en su semblante
Lo que ella en el escrito. En apariencia,
Si el wazir la acechara en este instante.
No pudiera, al mirar su indiferencia.
Sospechar que el papel era importante.
Leyó con avidez, pero serena:
Y aquella alma viril, que dominaba
Del placer el exceso y de la pena.
No dejó percibir á quien miraba
El gozo inmenso de que estaba llena.
¡Tanto era altiva, perspicaz y brava!
«Hijo mío Abdilá, dijo tras breve
Pausa, vas á partir. La muerte fiera.
De tu padre á la vuelta, aquí te espera,
Y abajo espera quien salvarte debe.
No el Cielo señaló tu real cabeza
Para ceñir una corona en vano;
Tu destino de Rey he aquí que empieza;
Cumple, pues, tu destino soberano. »
Dijo y le dió la carta, que decía:
«Vuelve tu esposo vencedor, Sultana,
»Y la guadaña de la muerte impía
»Su mano trae; no aguardes á mañana:
»Cuando oigas luego que en silbar porfía
»El ruiseñor al pie de tu ventana,
»Descuelga á tu hijo Abú Abdilá por ella.
»Y un buen caballo le valdrá y su estrella.
»No temas ni vaciles: los verjeles
»De este valle, á tu vista tan tranquilo,
»Á un escuadrón de Abencerrajes fieles
»Dan á estas horas misterioso asilo.
»Mi escritura conoces, no receles,
»Sultana, una traición: pende de un hilo
»Del Príncipe la vida: mas, burlada
»La muerte, volverá. . . . . Rey de Granada.
»Aunque en firmar sé acaso que aventuro
»Mi cabeza, la suya es lo primero:
»Sírvate pues mi nombre de seguro
»Y alumbre tu razón Aláh infinito. »
Al pie de este renglón, claro y entero,
De ALY-MACER el nombre estaba escrito.
Leía Abú Abdilá, y á la lectura
De la carta fatal palidecía:
Y, leyendo en su rostro su pavura,
La madre el ceño varonil fruncía.
«Hijo de Reyes, como Rey procura
Obrar, le dijo al fin. ¿Fortuna impía
Te acosa? Acosa, pues, á tu fortuna:
Mala es mejor tenerla que ninguna. »
Tal diciendo, la intrépida Sultana
Llamó en voz baja á sus esclavas. Quiso
Abú-l'Kazín dejárselas, por vana
Demostración de libertad y viso
De autoridad y pompa soberana,
En la prisión. Entraron al aviso
Todas de su señora, y la severa
Sultana las habló de esta manera:
«Necesito una escala: en el momento
Desgarrad vuestras tocas y almaizales;
Los tapices que tiene el aposento
Trizas haced: mis lienzos y mis chales
Rasgad y, hasta que lleguen al cimiento
De la torre, anudad los desiguales
Pedazos: no os paréis en necias dudas:
Rasgadlo todo, aunque os quedéis desnudas. »
Hechas á obedecer, sin más demora
Rasgaron la oriental tapicería
Que la ostentosa cámara decora,
El chal con que cada una se ceñía,
El rico pabellón de crujidora
Seda que el lecho de Abdilá tenía.
Cuanto á las manos se las vino asieron,
Y, formando un cordón, le retorcieron.
La Sultana y el Príncipe, afanosos,
En tal ocupación las ayudaron,
Y de esta ocupación con los curiosos
Incidentes, que alegre la tornaron,
Del alma de Abdilá los temerosos
Tristes presentimientos se ahuyentaron:
Y rebosaba en gozo y osadía
Cuando el largo cordón se concluía.
Á poco un risueñor en la enramada
Los tres largos silbidos de su trino
Precursores lanzó. Corrió agitada
La Sultana al balcón, y más vecino
Volvió á silbar el ruiseñor: callada
É inmóvil escuchó: su oído fino
Y ojo avaro alcanzaron, en la hondura,
De un hombre el movimiento y la figura.
Un momento después, en la maleza
Que al mismo pie del torreón crecía,
El ruiseñor silbó: la fortaleza
Y la continuidad con que lo hacía
Su voz, de la que dió naturaleza
Al ruiseñor un tanto desdecía
De cerca oída: pero al libre viento
Era bien fácil confundir su acento.
Ató Aija á Abú Abdil por la cintura
La punta de los lienzos anudados,
De su firmeza y solidez segura;
Los brazos un momento entrelazados
Tuvieron madre é hijo con ternura
Cordial: los labios trémulos, rasados
De lágrimas los ojos, no encontraron
Palabras, mas sus lágrimas hablaron.
Deshízose la madre la primera
Del cariñoso lazo, y saltó el hijo
Por la baranda del balcón afuera,
Teniendo el lienzo las mujeres fijo.
«Madre, dijo él, ¡adiós por vez postrera!
--¡Hijo de mi alma, adiós! ella le dijo,
Y, bajando la voz:--honra tu nombre,
No vuelvas sino Rey: lucha y sé hombre. »
Dijo: y, á una señal, franqueza dando
Las esclavas al lienzo, por la obscura
Región del aire, suelto, fué bajando
El Príncipe Abdilá: justa pavura
Le acongojó cuándo se vió colgando
Sobre la inmensa tenebrosa hondura;
Vaciló su cerebro y, los antojos
Del miedo por no ver, cerró los ojos.
Un momento después cuatro forzudos
Brazos en las tinieblas de él asieron:
Una daga cortó junto á los nudos
El lienzo, á hombros tomáronle, y huyeron.
Los brazos de las Moras, á tan rudos
Esfuerzos no hechos, libres se sintieron
De repente del peso, y la Sultana
Se echó con ansiedad á la ventana.
Miró, escuchó, sin voz, sin movimiento,
Parando en su atención hasta el latido
Del corazón y el curso del aliento:
Pero ni gente, ni señal, ni ruido
Se percibía: á la merced del viento
El lienzo por abajo desprendido
Flotaba, y era todo allá en la hondura
Silencio, soledad, sombra, pavura.
Apartóse en silencio la Sultana
Del ajimez: la tela recogida
Poco á poco volvió por la ventana:
Mas al entrar la punta suspendida
Por fuera del balcón, de la Africana
El corazón mortal volvió á la vida;
La punta trae de salvación un gaje
Infalible: el blasón Abencerraje.
Besóle la Sultana, y su altanera
Tranquilidad cobró: despidió luego
Sus esclavas y, sola, dijo, fiera
Reverberando en su mirada el fuego
Del corazón: «Que venga cuando quiera
Muley.