El papel de María es paradigmático de la situación de la subjeti
vidad humana en el esquema metafísico-cristiano en tanto se mues
tra en él más instructivamente que en ninguna otra parte cómo el
ser humano epicéntrico ha de responder a su solicitud por la lla
mada del centro.
vidad humana en el esquema metafísico-cristiano en tanto se mues
tra en él más instructivamente que en ninguna otra parte cómo el
ser humano epicéntrico ha de responder a su solicitud por la lla
mada del centro.
Sloterdijk - Esferas - v2
Bajo esta constelación de cosas, el globo terráqueo, solo, se con
virtió en el signo masivo de reconocimiento de la orientación joven-
69
Fábrica de globos terráqueos en París, 1954.
hegeliana y pragmatista del pensar. Él representa en la imagen de
la tierra la base irreductible de todo asunto humano. A quien hable
de la tierra en el futuro le será lícito pensar que se está refiriendo al
suelo de todos los suelos. Y, en realidad, ¿no se había propuesto el
siglo XIX como tarea epocal suya traer el concepto desde las alturas
de un cielo ficticio de ideas a la tierra real recuperada? ¿No se ha
bía convertido «inmanencia» en la palabra rectora del pensamiento
filosófico avanzado? ¿No se había convertido la apertura a las cosas
70
mismas, el descenso de las falsas alturas a los fundamentos auténti
cos, en la figura capital, lógica y cinética, de toda «crítica»? El ar
caico ejercicio de mirar a lo alto de un cielo metafórico y metafísi-
co perdió su plausibilidad cuando se decidió reconquistar el suelo
de los hechos humanos, es decir, de la praxis específica.
La era incipiente de la técnica acumulativa y de la antropología
segura de sí misma ya no quiere saber más de trascendencias ni de
globos celestes. Con la destrucción astronómica, óptica y filosófica
del cielo, también sus representaciones fueron condenadas a la fal
ta de objetividad. En el futuro, la palabra «cielo» ya no habría de sig
nificar otra cosa que un efecto óptico, que se produce con ocasión
de la percepción del espacio cósmico en el medio de una atmósfe
ra de planetas. Ese cielo llegó a revelarse metafísicamente vacío y
antropológicamente indiferente. De repente, el hombre fue el ser
que no tiene nada que buscar arriba, pero sí mucho -sí mismo- que
perder. Consecuentemente, el cielo ya no representaba una tarea
metafísica ni globográfica, en todo caso sí una aeronáutica.
Por eso, las riquezas de la esencia humana no debían dilapidar
se por más tiempo en alturas quiméricas. Con la alfabetización ge
neral, las constelaciones cayeron en el olvido; la pictografía del cie
lo ya no encontraba lectores, y sólo en subculturas astrologizantes
Cáncer, Virgo, Sagitario y demás pudieron sobrevivir, aunque pe
nosamente. En su artístico bastidor de madera o de metal, el solita
rio globo terráqueo se convirtió en el significante de la posición
posmetafísica en la que se encuentra el hombre, como ser de su
perficie terrícola, sobre el globo que le sostiene en el espacio cós
mico, condenado al autoabrigo en un espacio sin cubierta.
Con esta remisión a la crisis del cielo en la historia moderna de
las ideas se pone de relevancia con mayor nitidez lo que hay de ex
traño y de difícilmente comprensible para los modernos en el glo
bo más viejo. Pues lo que el Atlas Famesio lleva sobre las espaldas es
precisamente el otro globo, el que ya no comprendemos sin más co
mo herederos y partícipes que somos del mundo moderno: aquel
globo del cielo que elevó a representación el universo en su totali
dad y que puso ante los ojos de sus contempladores la imago mundi
71
en toda su sublime e irresistible redondez. A pesar de su presencia
sensible, aparentemente sencilla, ese cuerpo marmóreo, guarneci
do de constelaciones, quedó como una conformación, real y virtual
a la vez, llena de connotaciones abismales. Representaba una imagen
en el sentido pretenciosamente filosófico de la palabra: una ima
gen dada de lo no-dado. Si es lícito, con Marx, atribuir alguna vez a
un medio construido por el hombre «caprichos metafísicos»,junto
con el dinero, ninguno mejor para la ocasión que el globo celeste
antiguo-europeo. En él se cumple eso de que no puede haber onto-
logía válida que no necesite de una onto-grafía complementaria27.
Con ello, como hemos explicado, la sphaira griega no es otra co
sa que la imagen o el significante de la totalidad cósmica. Quien ve
la imagen de la esfera ve la esfera misma. Sólo que aquí se plantea in
mediatamente la pregunta de quién puede considerar que ve la to
talidad real del cielo. Su representación en imagen apela a una po
tencia visual que no tiene su asiento en ojos humanos, porque los
pares de ojos del ser humano, aunque se salieran de sus órbitas, ja
más podrían encontrar enfrente u n cielo exterior y objetivo. La per
cepción humana sólo puede reunir impresiones de circunstancias
que se producen bajo la bóveda del cielo, pero nunca puede ver el
cielo desde fuera. De modo que el globo celeste se manifiesta como
una figura hiperbólica que sólo acredita una visión sobrehumana.
Hay que expresarlo tan excéntricamente como lo exige el asun
to: lo que muestra el cielo farnésico es la cosmovisión de Dios. Pues,
suponiendo que fuera correcta la representación metafísica de Dios
como una inteligencia omniobservante, excéntrica, en suspenso so
bre las formas finitas, ver el cielo desde fuera, tal como lo represen
ta el globo del atlante, sería un privilegio divino. Al bajar los ojos a
lo corporal-finito, una inteligencia así sería capaz, en efecto, de ver
cómo se abre bajo sí o ante sí el todo cósmico. Si tuviera ante los
ojos un acceso imperturbable al cosmos y pudiera encontrar placer
en la contemplación de la única figura digna de ella, la potencia vi
sual hiperurania divina habría de mirar simplemente al universo co
mo tal, prescindiendo constantemente de eventuales detalles esca
brosos. Aunque ¿de dónde habrían de provenir éstos, dado que el
uranós es un cielo sin la posibilidad de una nube siquiera?
72
Con la vista ante sí de la sphaira realmente existente el observador
trascendental estaría frente a su verdadero domo. Delante de la su
blime cúpula del universo el narcisismo de Dios estaría como en ca
sa: pues el observador absolutamente noético podría reconocer, con
la más íntima satisfacción, su propia esencia en la más espiritual de
todas las formas, en el espléndidamente corporeizado hén kaí pán.
Los antiguos constructores de esferas y escultores de globos po
nían en el mundo, con ello, nada menos que un medio eficiente de
imitar a Dios con los medios de la geometría y de las artes gráficas.
Al hacerlo, el arte egipcio de la medición de la tierra se transforma
en el griego de la medición del cielo, sí, en el de la medición divi
na. Cuando en el futuro se hable de geometría ello significará pro
piamente uranometría, teometría. Dado que sólo el Dios de los fi
lósofos goza de una cosmovisión que merezca tal nombre, es decir,
de una representación comprehensiva y completa de lo existente, el
hombre, mediante la producción de una imagen del cosmos cons
truida geométricamente, puede participar, por precariamente que
sea, en esa visión de Dios. Por eso la imagen suprema, la sphaira,
es más que un signo arbitrario que signifique el mundo. No sólo es
apropiada en sentido máximo al original: atrae, además, al observa
dor, introduciéndolo en lo representado. Dado que, en tanto infor
ma y envuelve al observador, comienza a vivir en él como idea efec
tiva, la esfera se manifiesta como el auténtico icono dinámico de lo
existente. Lleva al ojo humano a una posición excéntrica que pare
ce que sólo podría corresponder a un Dios separado28; diviniza, en
consecuencia, al intelecto humano que ha comprendido las reglas
de la producción de la esfera. Así, dado que según su dinámica in
terna introduce y finaliza el tránsito de la intuición sensible a la re
presentación intelectual, la sphaira puede designarse como la figura
metafísica de pensamiento par excellence.
Con ello queda expresado lo inmenso y colosal de la esfera so
bre los hombros del Atlas Famesicr. en ese globo del cielo vemos con
los ojos el secreto de la metafísica occidental. Aunque ese Atlas no
fuera el ejemplar29más antiguo y prácticamente el único conserva
do de su género, constituiría, en cualquier caso, el objeto más dig-
73
Soportar, coger, sostener, estar-a-la-base.
Sobre el todo y su pedestal.
no y excesivo de meditación filosófica: pues como representación
de lo irrepresentable proporciona su forma definitiva de validez al
pensar que desde lo dado sensiblemente quiere elevarse a visiones
comprehensivas. Es lo sublime mismo, conformado como forma y
comprendido como comprehensor.
Y sin embargo este globo encierra una monumental ambigüe
dad; pues, en cuanto salió a la luz la figura de la esfera como con
cepto mental, hubo de decidirse si el espíritu humano se siente in
74
cluido dentro de ella misma o se sitúa fuera de ella. Con la seduc
tora configuración del todo en una esfera única se manifiesta el lí
mite y peligro de la representación metafísica. La visión de la sphai-
ra como imago de la totalidad seduce al vidente para que aparte la
mirada o prescinda, en principio o para siempre, de su auténtico lu
gar en lo existente y se introduzca en una vida ficticia de espectador
más allá del mundo. Por ello, al filosofar le es inherente desde el co
mienzo una especie de vértigo y engaño divino. Lo que Heidegger
llamará el olvido del ser comienza ya con las instrucciones antiguas
para una visión bienaventurada del globo desde fuera. Como figura
suprema del pensar representativo, la sphaira induce a los mortales
al juego de una observación-desde-fuera, en principio jovial, des
pués feudal o subyugante, que acabará un día en los sueños instru-
mentalizadores politécnicos y en el dominio violento del saber so
bre la vida cósicamente planteada en su totalidad. Representar
feudal, subyugante o instrumentalizadoramente significa concebir
el todo como algo que está situado ahí delante y colocarse uno mis
mo, a salvo, enfrente. ¿Habría sido ya, pues, la globalización metafí
sica de lo existente la invitación al olvido del ser y la primera trai
ción al lugar existencial del ser humano?
Por lo que respecta a la estatua famésica, las cosas todavía no se
han desarrollado tanto como para ser oportunas advertencias de
teorías críticas modernas frente a la lógica señorial o feudal y fren
te al entumecimiento que conlleva la cosificación. La representa
ción sinóptica sigue siendo, en principio, un privilegio exclusivo del
observador que está ante la estatua. Bajo el peso, en su ceguera for
zada, brutalmente excluido del todo que soporta, el Atlas mismo es
tá ahí, por decirlo así, carente de cualquier imagen de mundo. Si
nos remitimos a su gesto flexionado, él no tiene aún acceso alguno
a la levedad de la teoría, ni concepto auténtico del objeto que car
ga. Unido a su bola sólo por la percepción de su enorme peso, ape
nas sabe de ella lo que pueden entender sus espaldas agobiadas.
Tiene del mundo el preconcepto que le transmite su peso. Sólo el
prejuicio del carácter de peso le pone en comunicación con la tota
lidad de lo existente: filosofa, por decirlo así, con los músculos ten-
75
Atlas Farnesio, detalle.
sos, doblada la cerviz y encogida el alma. Es el peso del mundo el
que le ilumina, a él, el extraño filósofo; la carga le procura acceso a
una oscura verdad sobre el todo. Este Atlas no puede todavía apa
recer como un señor de manos libres, sin apoyo, y menos aún como
técnico o experimentador en sentido moderno, ya que, debido a su
constante encorvadura bajo el peso incompartible, no ha llegado
aún al principio de descarga, alivio o distensión.
Desde esta perspectiva resulta inherente a esta forma atlántica,
aunque se la viera como una efigie relativamente moderna, un halo
de profundidad preteórica: se la puede entender, por su substancia
mitológica, como un guiño proveniente de espacios presocráticos,
en los que la sabiduría todavía no había caído bajo el dictado de la
cultura científica. Además, este Atlas es de naturaleza completa
mente apragmática, puesto que su acción, soportar el cielo, signifi
ca lo contrario del «poner la mano» técnico, instrumental, en cosas
transformables o producibles. Como embelesado, persiste en una
meditación muscular eterna. Semejante a un héroe prehomérico, es
un sufridor del destino, no un superador de circunstancias; la solu
ción de nudos problemáticos no es lo suyo. En todo caso, también
76
tiene a mano el mundo, al menos donde sus manos tocan la cu
bierta esférica, aunque este tener-a-mano no goce del apoyo del ojo
enterado de la situación o incluso del ojo teórico: no está, por tan
to, en el camino de la técnica. Pues para volverse técnico necesita
ría descargarse mediante la representación y el experimento, y pre
cisamente esto es aún inalcanzable para el atlante.
Rafael, La escuela de Atenas, 1510,
grupo de cosmólogos, detalle.
Si el Atlas pudiera un día -y eso queda cercano como impulso de
necesidad- traspasar30la bola a otro portador o colocarla sobre un
pedestal, esas mismas manos titánicas, libres ya, serían apropiadas
también para manipular y deformar el todo que ahora sí está a-la-
mano. Comprendemos inmediatamente que, con ello, entraría en
77
juego el concepto heideggeriano de técnica como praxis titanoide
de representación, producción y deformación. Pues la técnica será
exactamente lo que domine cuando el portador del mundo deje
su carga-imagen y conquiste, manipulándolo y transformándolo, el
mundo representado y descargado (Heidegger diría: cuando lo que
está-a-la-base se interprete como sujeto y el sujeto como lo que do-
mina-por-encima).
Hay al menos un gran testimonio del pensamiento griego tem
prano que prueba que la elección entre pena-de-esclavos sin teoría
y teoría-de-señores sin pena no representa una alternativa completa
con respecto a la pregunta por la relación entre ser y pensar.
En los fragmentos que nos han llegado de la obra de Parméni-
des se manifiesta una cultura teórica para la cual la esencia de la es
fera no se revela precisamente en una visión externa irreflexiva ni,
sobre todo, en la posición servil titánica.
Para Parménides la teoría de la esfera no significa otra cosa que
visión panorámica libre en el interior de un existente abierto, que in
forma sobre sí desde sí mismo. Por eso para él nunca se plantea si
quiera la idea de un emplazamiento exterior. Cuando él, en un mo
mento decisivo de su poema, anuncia la doctrina, tan famosa como
oscura, de que el pensar y el ser - noetn y eínai- son idénticos, con
esa sentencia da el salto de tigre del pensamiento al centro abierto
del mundo. Desde ninguna otra parte más que desde dentro, inma
nentemente, permaneciendo dentro, la esfera del ser se deja captar
en pensamientos, mirándola: y no en un recorrido circular progre
sivo, rumiando las opiniones acostumbradas en torno a las cosas o
rastreando los detalles cambiantes que uno encuentra en derredor,
sino sólo por una mirada súbita a lo no-dividido, «íntegro», conti
nuo, redondo, uno. Parménides revela, así, el espacio de los filóso
fos como el de la inmensidad iluminada.
De golpe el ámbito entero de lo circundante se vuelve claro, lo
paulatino no es filosófico. El todo resplandece súbitamente a la luz
de los proyectores de una visión panorámica simultánea que explo
ra el entorno en un abrir y cerrar de ojos. Precisamente con ello la
esfera absoluta se ofrece ya, también, desde dentro, irremisible-
78
Giovanni Battista Piranesi,
cúpula del Panteón.
mente y para siempre, a la inteligencia que mira en derredor. Esta
vista sincrónica, panóptica, al interior del uno-todo, que vibra en sí
mismo como una vasija-esfera iluminada, es la que reclama la diosa
como la única visión verdadera. Es imposible que se trate de una vis
ta a distancia y exteriorizante de un todo situado ahí enfrente; de
signa, más bien, un valor-límite extático de la concepción natural
del mundo surgida de la situación fundamental característica del
ser-en-el-mundo.
La gran visión intuitiva en lo uno, abierto, todo-en-derredor, no
la intentan prácticamente nunca los mortales corrientes porque es
tán apegados siempre a lo circunstancialmente actual y a lo que se
encuentra más cerca, y dentro de la esfera son ciegos a ella. Enre
dados en cosas que hacer, historias y opiniones, se pierden esa si
tuación excepcional de apertura teórica que significa la visión pa
nóptica en el interior del ser desencubierto. Con ello, no «realizan»
su situación en el mismo, el imperturbablemente uniforme, y se
pierden en opiniones dispersas sobre esto y aquello. Incapaces de
79
Andreas Weininger, proyecto
para un teatro esférico, 1925-1926.
recogerse en la presencia de espíritu, requerida en vistas a una sú
bita visión panorámica del claro, del todo inmóvil, los mortales no
consiguen llegar al emplazamiento que la diosa señala por primera
vez a su favorito, el filósofo, como el auténtico y salvífico.
En la escuela de visión de la mirada panóptica filosófica, o de la
percepción omniabarcante, siente y comprende el pensador lo que
significa «saber» todo: ver todo lo visible, reconocer todo lo envol
vente aprehendido en el anillo del ser, y todo esto para siempre, y
siempre en la misma luz del percibir, del percatarse, si percibir y per
catarse han de significar aquí que todo lo que es sólo puede ser efec
tivamente nombrado de un mismo e idéntico modo, diciendo de ello
simplemente: «que es»31. No otra cosa significa la medición, hecha de
un solo envite, de la esfera del ser en la meditación originaria que
permite afirmar de todo lo que es la característica común «ente», eón.
A lo ente en su totalidad se lo determina soberanamente como «aper-
80
Oculus omnia videns, ilustración en
Carolus Bovillus, Líber de sapiente, 1510.
tura para la visión panorámica espiritual en ese mismo ente». Por eso
ser significa aquí tanto como pender en el claro homogéneo de la es
fera, abierta desde dentro por un percatarse panóptico. «Lo mismo
es percatarse y ser. »32
Ni está dividido [lo ente], pues es todo igual; ni hay más aquí, esto im
pediría que fuese continuo, ni menos allí, sino que está todo lleno de ente.
Por tanto, es todo continuo, pues lo ente toca a lo enteM.
. . . Pero, puesto que su límite es el último, es completo por doquier, se
mejante a la masa de una esfera bien redonda (eukyklou sphaíres), igual en
fuerza a partir del centro por todas partes34.
También en el caso de esta cuasi-esfera ontológica, que no se
concibe con el compás de los matemáticos sino con sentido panóp
tico para el apelativo «es»„ común a todo ente -por lo que a su po-
81
HSamisJ®^P ccuius
Humanus oculus,
iluminación, media visión y ceguera.
sible ampliación va siempre unido un sentido impropio, aunque
¿cuál propiamente? -, se plantea la cuestión de quién sería capaz de
percibirla y dónde habría de colocarse el vidente para «realizarla».
Mientras que el globo del cielo, como se ha mostrado, en tanto ob
jeto de representación, sólo sería visible para un observador metafí-
sico o para un usurpador excéntrico que imitara la cosmovisión di
vina, el globo ontológico de Parménides sólo podría mostrarse a un
extático, que, como inteligencia absolutamente contemplativa, mi
rando enajenadamente alrededor, se colocara dentro del «corazón
no-tembloroso de la verdad».
Quien se apropia de la vista exterior del todo del cielo tiene en
mientes el prototipo de la objetualidad en general: el universo co
mo superobjeto que no contiene al superobservador. La esfera par-
menídea, por el contrario, encarna el prototipo de una figura om-
niinmanente de inclusión, y, dado que sólo está constituida por un
predicado: «que es lo que entra dentro de un percatarse panorámi
82
co», no tiene la estructura de una cosa, sino la de un hecho o esta
do de cosas espiritual: la de un panorama abovedado, por decirlo
así, animado desde el interior por todas partes, iluminado unifor
memente35. Si el observador del cielo hubiera de adoptar una posi
ción absolutamente excéntrica, el vidente de la esfera del ser par-
menídea habría de centrarse a sí mismo absolutamente, y esto en tal
medida que tendría que tomar distancia radicalmente de sus atadu
ras a las impresiones sensibles y a los dimes y diretes que se produ
cen dentro de la sociedad humana: tendría que estar loco por el
centro.
Si la cosmovisión desde fuera conllevó ya un cierto excentricis-
mo o una locura cosmológica, el concentricismo del pensamiento
eleático depende de una contralocura: de la capacidad de colocar
se en el medio absoluto y allí, en contemplación extática, verse ro
deado de plenitud inmóvil, «íntegra». El ojo espacial parmenídeo,
en su mirada circular fulminante, capta el uno y único continente
de la apertura del ser que da cuenta de sí misma generosamente. Es
verdad que en su poema el filósofo no habla abiertamente de que
la esfera del ser signifique el Dios verdadero y su clari-videncia, pe
ro toda la tendencia de su ontología hace que ésta apunte a con
vertir al filósofo en partícipe de la vista panorámica del interior del
Uno inmóvil. Sólo a él, al super-loco, le puede ser concedida la in
tuición privilegiada -desde el punto visual más íntimo- de la con
cepción del mundo del Dios redondo. Pues ¿quién sino un Dios que
desde dentro mira adentro-afuera de su mundo podría satisfacer la
condición de captar en su totalidad, en plena anfiscopia, la esfera
inmóvildelser? 36
Se impone la consideración de si en ambos casos de intuición de
la esfera —tanto en el excentricismo metafisico-globalizante como
en el concentricismo extádco-panorámico- no sólo han aparecido
en concurrencia mutua dos estilos diferentes de teología filosófica:
uno exoteológico y otro endoteológico, por decirlo así; uno que co
loca al Dios y a su inteligencia enfrente de la totalidad del ente cósi
co, y otro que traslada al Dios inteligente adentro, al centro del ser,
y le permite la inspección desde dentro en la esfera-todo. Va de su
yo que este segundo camino, dado que puede ser orientado a través
83
Cine panorámico ruso,
proyecto de los años veinte.
del interior de la autorrelación humana, sigue siendo con mucho el
más fértil y enigmático; sólo él es también el que puede liberarse,
quizá, de la sospecha moderna frente al pensar «arcaico» de la uni
dad y totalidad. Sus estribaciones alcanzan hasta la mística tardome-
dieval y el idealismo alemán, incluso hasta las duras interpretacio
nes heideggerianas del ser-en-el-mundo, que afirman sobrepasar
todas las conveniencias metafísicas tradicionales, pero no pueden
ocultar su estructura criptoparmenídea.
84
Masaki Fujihata, Impalpability, 1998.
Mano fetal, fotografía de Lennart Nilsson.
Halo en el Polo Sur, 2 de enero de 1990,
foto de Walter Tape.
También la ontología de Gilíes Deleuze, con su agudizado pathos
spinozista de inmanencia, permanece aún dentro del continuum
parmenídeo.
Fuera como fuera quebrado por la intervención de Platón, el
impulso eleático trazó al pensamiento posterior la tarea de inspec
cionar, desde la posición extático-concéntrica, un ente panorámico
organizado como un mundo-entorno lejano-cercano: la suprema fi
losofía es la anfi-teoría del anfi-cosmos. ¿Cómo habría de conse
guirse esto sino por medio de un segundo tipo de locura teológica?
Quizá sea Nietzsche quien haya formulado el comentario más
acertado sobre Parménides:
En tomo al héroe todo se convierte en tragedia, en tomo al semidiós to
do en sátira; y en tom o a Dios todo se convierte ¿en qué? , ¿en «mundo» qui
zá? (Más allá del bien y del mal, § 150).
86
III. Transportar a Dios
Clarificaremos en lo que sigue cómo el fenómeno fundamental
del mundo microsférico -la evocación recíproca de los dos que es
tán unidos en una relación fuerte- se repite también en la macros-
fera, en el universo con forma de esfera. La pareja también tiene
que conseguir para sí la esfera absoluta. Ya hemos mostrado, con
alusiones a ello, que cuando se piensa desde un único centro do
minante se impone la pregunta sobre el papel y el significado de los
epicentros. Además: si una esfera máxima finita ha de contener al
ente en su totalidad, ¿qué sucede, entonces, con su exterior y su en
frente? ¿Cómo valorar el resto no abarcado por ella y cómo colo
carlo (en caso de que exista)?
Yexiste: el resto salta a la vista. La figura farnesia del Atlas nos ha
puesto ante los ojos sensiblemente la paradoja de la esfera omni-
. comprensiva. Si el globo celeste ha de representar en verdad el sím
bolo autoverificador de la inclusividad absoluta, ¿qué sucede en
tonces con el infortunado Atlas que tan evidentemente no está
contenido en aquello que sustenta entre sus manos? ¿Qué sucede
con la cualidad de totalidad de un figura omnicomprensiva del to
do, fuera de la cual pulula un ser excluido, perdido, proscrito? En
su desventura estatuaria el Atlas encama la pregunta que intranqui
liza desde el comienzo a toda metafísica armonística de la esfera:
¿qué peso tienen los puntos excéntricos en un mundo redondo in
clusivo, en el que todo poder proviene del centro? ¿Qué han de sig
nificar los lugares, que parecen caídos del contorno del todo y se
encuentran en un exterior inhóspito e inesencial?
Una mirada a la situación del desdichado atlante, que ha de ser
vir de apoyo al todo, basta para comprender que cualquier mundo
finito construido centrísticamente está infestado de una inevitable
excentricidad; pues si el todo conforma una esfera ciertamente gi
gantesca, pero finita, no puede dejar de plantearse la pregunta por
un exterior restante. La ingrata posición del cosmóforo indica ya
que el todo bien redondo podría ser amenazado por una rebelión
de esclavos de las potencias inferiores y exteriores, y que, en cual
quier caso, el todo sólo puede subsistir en su euforia geométrica si
87
Globo celeste en las manos del
cosmógrafo Gemma Frisius (1508-1555),
detalle de un retrato postumo, 1557.
consigue, y mientras consiga, mantener en jaque lo excéntrico des
de el centro. Precisamente esa relación es la que plasmaron los grie
gos mediante la dictadura olímpica sobre el viejo dios titánico,
transferido abayo y afuera; dictadura que se ejerce con el fin de do
mesticar el caos por la forma cosmificante.
Puede replicarse que, en su inevitable ingenuidad plástica, nues
tra figura de Adas no puede hacer otra cosa que pagar un doble tri
buto a la imaginería mítica y al pensar representativo. Pero ¿no mos
tró Parménides un camino para evitar el extravío causado por la
percepción exterior, un camino para conseguir una in-spección ra
dicalmente inmanente, obtenida desde dentro, en una esfera abso
lutamente sin exterior alguno? ¿No se establecería por ese camino,
sin tacha y sin turbiedad alguna, el dominio del centro por restos
excéntricos?
También ahora puede decirse de la visión parmenídea de la es
fera, precisamente, que está infestada asimismo de una excentrici-
88
Examen de la placenta, foto de Lennart Nilsson.
dad irreprimible, aunque completamente distinta. Esta excentrici
dad no se produce, como en el caso del Atlas, por una posición apar
tada del todo, sino por la dificultad insuperable para el común de los
mortales de colocarse en el emplazamiento de un centro absoluto.
No puede considerarse una condición marginal arbitraria de la doc
trina parmenídea que sea transmitida por boca de una diosa a un fi
lósofo arrobado: lejos de los habitáculos cotidianos, después de una
ascensión tempestuosa a un magnífico lugar, suprahumano. Pues lo
que enseña la diosa, la extática anfiscopia en la esfera eternamente
inmóvil de lo «que es», establece una norma para la mirada filosófi
ca que no puede ser llevada a cabo en absoluto por ojos mortales. Es
tos, apegados a la ilusión de la vida agitada, cambiante, nunca consi
guen acceder, efectivamente, a la posición extático-panorámica del
punto medio, sólo desde la cual puede producirse la visión ontoló-
gica en redondo: la ontoscopia como anfiscopia. Es, por consiguien
89
te, la visión y la vida corriente humana la que se manifiesta excéntri
ca con relación a aquel centro desde el que ha de ser lanzada la mi
rada panorámica de Dios y del filósofo a lo Uno y Unico.
Con ello se ha puesto en evidencia un segundo excentricismo
que conlleva consecuencias mucho más íntimas y tenaces que el pri
mero: para diferenciarlo de la exterioridad del observador lo lla
maremos epicentrismo. La filosofía se acerca al intelecto humano
corriente con la pretensión de comprender: yo no veo el mundo
desde el centro, como lo vería si estuviera en situación de hacer que
el Dios inspeccionara con mis ojos su mundo; yo mismo soy, tal co
mo soy, un enturbiamiento de la mirada absoluta; yo miro al mun
do desde un punto epicéntrico y no veo, por eso, nada que sea un
todo permanente, sino sólo el destello cromático de una totalidad
invisible. A través del velo de las opiniones, imágenes y situaciones
nunca capto otra cosa que fragmentos y vistas parciales de la oscura
máquina del devenir.
Así pues, si con la mirada puesta en la figura del Adas hemos des
cubierto una tensión entre la esfera del universo y su imposible vis
ta excéntrica por fuera, por el análisis de la visión parmenídea de la
esfera se produce una tensión indisoluble entre la mirada absoluta,
absolutamente centrada, al interior de la esfera ontológica y la con
cepción epicéntrica del mundo desde el emplazamiento existencial.
Por tanto, ver sensiblemente el mundo significa: no contemplarlo
en su interior desde el punto medio real. Con ello se ha pronun
ciado una sentencia de graves consecuencias sobre la conditio humana
los seres humanos, en tanto no consigan llegar a la situación excep
cional extática de la anfiscopia filosófica, semejante a la divina, están
condenados siempre y sin restricción a existir en emplazamientos
epicéntríeos medio ciegos. Por expresarlo con relación a la antro
pología griega: desde ahora ya no son sólo los brotoí, los mortales, si
no también los removidos-del-centro, los perdidos en las circuns
tancias, los seres marginales, los obnubilados situacionalmente. Los
seres humanos son los marginales de Dios y, como tales, incurable
mente epicéntricos, semiciegos, semiclarividentes. Esta temprana
conclusión de la filosofía griega significa un gran acontecimiento
en la historia de la clarificación de las autorrelaciones humanas,
90
puesto que, a continuación, los seres humanos de culturas desarro
lladas, a despecho de su inmemorial etno- y egocentrismo, tienen ya
que comprenderse para siempre como seres-no-punto-medio.
La filosofía clásica significa la exigencia de entender que el me
dio está en otra parte. Es verdad que cuando están en sus cabales los
seres humanos son requeridos y están cautivados por el centro, pe
ro no son ese centro mismo. Lo que en el siglo XX, sobre todo en
los discursos del antimodernismo católico, se ha llamado la pérdida
del centro, es, visto desde la perspectiva de los mortales ilustrados,
un acontecimiento que sucedió toda una era antes, condicionado
por la interpretación metafísica, de nuevo cuño, del espacio. Esta sa
có a relucir algo digno de atención: que los seres humanos se des
plazan del centro porque un punto que no está en ellos mismos se
impone en su pensamiento como punto medio absoluto «enfren
te». Desde entonces, ser humano significa existir en un epicentro
del absoluto. Existencia epicéntrica, a su vez, significa: saberse exha
lado e influido por el aliento de un centro supremo sin poder con
fundirse con él mismo.
Y precisamente con ello, en el espacio de la vida desdoblada,
consciente, se produce una situación que causa la repetición exacta
de las relaciones íntimas microsféricas a nivel macrosférico. Pues la
tensa relación entre epicentro humano y centro divino es réplica de
la originaria evocación recíproca que se produce en la relación fuer
te de los dos unificados, ahora, sin embargo, a la altura de la com
prensión del mundo que va madurando lógica y prácticamente. En
sentido clásico, pues, pensar metafísicamente significa meditar so
bre la fascinación que ejerce el centro sobre los puntos epicéntricos
en derredor suyo.
En la relación del Atlas con su esfera celeste no puede apreciarse
todavía nada de este sublime epicentrismo metafísico. Su exteriori
dad cara a la esfera máxima y a su centro es de calidad excéntrica,
no epicéntrica. Por eso en su modo de sostener el todo no se ad
vierte qué podría aportar a la estabilidad de la esfera que está sobre
sus espaldas: se podría dar otro apoyo a la esfera sin que experi
mentara ningún cambio digno de mención. Así pues, no puede su
ponerse ninguna relación esencial o íntimamente condicionante del
91
Atlas con su carga celeste, y en el cielo mismo, por su parte, no hay
nada que hiciera necesario para su entera realización el apoyo en un
soporte exterior. (Prescindimos aquí, por un instante, de la exigen
cia antes aludida de que la plena realización del cielo podría ser con
dicionada también por el amor-esfuerzo del pensador resistente. )
Otra cosa completamente distinta sucede con los papeles sus
tentadores que recaen en los seres humanos cuando, como epicen
tros, están subordinados a un centro y son utilizados y atraídos por
él. Los prototipos más claros de tales utilizaciones íntimas de seres
humanos como portadores de lo absoluto se encuentran en la his
toria de la salvación cristiana, y, ciertamente, en todas las ocasiones
en las que se coloca a individuos humanos en una relación fuerte
con el centro divino y son empleados por él como colaboradores en
el autocumplimiento de la salvación. En tanto pretende extender la
salvación, la praxis cristiana entera es teofórica, es decir, está fun
dada en el sustento del absoluto por fuerzas finitas. Esta relación se
corporeíza de manera especialmente clara en la María encinta de
Dios y en el legendario cargador Cristóforo. La fama de ambas fi
guras va indisolublemente unida a su teoforía o transporte de Dios.
En ambos casos está claro qué significa, en la nueva ordenación
metafísica de los espacios y papeles, implicarse y dejarse implicar co
mo sujeto epicéntrico humano en la acción del sujeto central divino.
El caso de la Virgen María es especialmente elocuente porque en
él parece darse sólo, en principio, la situación fundamental de la
creación raímosférica de intimidad: aquí, como en cualquier diada
que se desarrolla normalmente bien, ambos partners son llamados a
escena, como polos de su ámbito de cercanía, por la íntima resonan
cia que se produce entre madre e hijo. Aquí la prioridad la tiene, ine
vitablemente, la madre, ya que es la anfitriona de la nueva vida y ofre
ce, por decirlo así, el escenario en el que se produce el encuentro de
ambos polos. Para la escena naturalista madre-hijo no sería desacer
tado admitir un declive de animación de la madre al niño; no de otro
modo concibió Hegel el proceso de animación originario en sus lec
ciones de psicología: «La madre es el genio del niño»37.
Sin embargo, el orden metafísico de la relación desquicia el ma
triarcado psicológico. En el caso de María ese desquiciamiento lle-
92
Maestro cracoviano,
María con el niño, 1420-1430, Cracovia.
ga tan lejos que la madre ya no puede considerarse la productora
del niño, hasta el extremo de que incluso su embarazo no ha de de
pender de una causalidad natural generativa. De este modo, María,
como portadora del hijo, se convierte en una especie de atlanta
íntima, ya que su niño, como Hombre-Dios sobrenaturalmente in
troducido en ella, aunque necesitado de parto, se coloca tan avasa
lladoramente en el centro que la madre -más allá del ámbito natu
ral de juego de sus obligaciones de aguante- se convierte en una
mera condición marginal de la autorrealización divina. Lleva en su
cuerpo, si no al absoluto mismo, sí a su intermediario. De modo que
puede aplicarse también a María la definición biológica de madre
de Richard Dawkins: «Considero a una madre como una máquina
que está programada de modo que hace todo lo que está en su po
der para diseminar copias de los genes encerrados en ella»38, con la
salvedad de que María se pone a disposición de un gen divino del
que sólo se ha de hacer una copia. En el contexto esferológico, por
el contrario, «madre» es -recordemos- el sinónimo más poderoso
de la inmunidad no-técnica, con respecto a lo cual hay que tener en
cuenta que la mecanización de la maternidad representa el progra
ma manifiesto de la civilización posteológica.
El papel de María es paradigmático de la situación de la subjeti
vidad humana en el esquema metafísico-cristiano en tanto se mues
tra en él más instructivamente que en ninguna otra parte cómo el
ser humano epicéntrico ha de responder a su solicitud por la lla
mada del centro. Ecce ancilla domini;fiat mihi secundum verbum tuum
(Lucas I, 38). Como esclava del Señor, la mujer embarazada olvida
toda voluntad propia y se pone a las órdenes del centro: hágase en
mí según tu palabra. Con ello, la intimidad madre-hijo se traslada a
un escenario histórico-salvífico y la preñez mariana se convierte en
una acción del absoluto a través del útero de la mujer. La macros-
fera ha utilizado completamente para sí a la microsfera: parece que
se ha logrado la máxima transferencia. En todo ello, la encinta se
transforma en lo contrario de una gran mádre y, al parecer, tampo
co puede hablarse de un primado de la gestante sobre el gestado.
Con vistas a María, el eslogan «Mi vientre me pertenece» sería sata
nismo extremo. Pues desde el principio y para siempre el Cristo que
está en ella es más bien hijo de Dios que hijo de madre. Resulta, así,
que la madre depende más de ese niño que ese niño de su madre.
Dicho de otro modo, la portadora de Dios se ha convertido nada
más que en una condición marginal de Dios. En la estructura pro
funda vale: él la porta para que ella le porte a él. En consecuencia,
María tampoco es simplemente el otro polo de animación natural-
humano ni el adecuado vis-a-vis íntimo de su propio hijo. Más bien
ella misma queda al margen, por decirlo así, de ese proceso de for
mación del niño, dado que es el Hombre-Dios el que se realiza en
ella. La participación íntima de María se queda en el umbral del
acontecimiento. María se encuentra en el polo inferior de una rela
ción mayestática y desde esa situación sólo puede colocarse ella mis
ma en el modo de la sumisión.
94
Custodia de gala de María grávida con espejo:
autoconocimiento frente al seno materno,
Viena, Geistliche Schatzkammer.
Terra nutrix, en Michael Maier,
Atalanta fugiens, Oppenheim 1618.
Por eso vale para ella, como para Cristo, un estatus de dos natu
ralezas, pues como madre natural es, a la vez, madre de alquiler de
Dios; esto lo ha dejado bien claro la mariología católica. De modo
que le estaba permitido -en virtud de una potestad educadva- cas
tigarymimaralNiñoJesússóloenlamedidaenquesusgolpesysus
caricias pertenecían al guión antropológico de los días terrenales
del Dios-Hombre.
Si desde el caso mariano levantamos la vista a lo general habría
que decir: siempre el epicentro ha de dar lo mejor de sí mediante
su total autodisposición en las acciones del centro. Que el epicen-
96
José de Ribera, San Cristóbal, 1637, detalle.
tro, el ser humano, se vuelva digno por delegación del centro es, a
la luz del paradigma metafísico, la utopia de la relación fuerte entre
un punto y el centro. Se podría hablar, pues, de formación de gran
des esferas por disposición anticipativa de la episubjenvidad huma
na en la subjetividad plena divina. Aunque lo que ella realmente de
sea sólo se pone en evidencia por intermediarios o representantes
autorizados89.
Así surge el modelo normativo de los grandes mundos: la meta
física de la cooperación, el servicio al centro. El epicentro sensato se
deja emplear por doquier como trabajador en la viña del centro.
Eso mismo no puede suceder al modo de la sumisión de un cadá
ver, pues cuando el sujeto sólo coopera pasivamente el Dios mismo
tiene que encargarse del impulso entero que promueva la acción
por parte del servidor: el instrumento, a su vez, ha de estar preveni
do positivamente, y por eso las energías espontáneas de los epicen
97
tros humanos están invitadas a ponerse en movimiento -como si
participaran de algún modo en la energía del centro- para seguir
las intenciones del centro. En ese esquema, la sumisión de los epi-
sujetos humanos nunca puede concebirse sólo como una recepción
pasiva de estímulos provenientes del centro, sino que ha de dejarse
introducir en el proyecto central activamente, como una especie de
co-espontaneidad inteligente. No menos es lo que expresa la lección
mañana a la era metafisico-cristiana: el centro adyacente tiende ha
cia el centro mediante sumisión activa. Efectivamente, la mística
cristiana ha tomado como modelo la gravidez de María reiterada
mente y ha recomendado como algo salvífico para cualquier alma
hacer suyo el embarazo de María. El camino de la subjetividad mo
derna conduce, a través de la cooperación con Dios, a la igualdad
mística de condición con él y, desde ésta -después de la muerte de
Dios-, a la situación comprometida, aunque triunfal, de quedar so
la como trabajadora para todo.
Aunque la gravidez de María depare el modelo más radical y más
profundamente intimizado de relación fuerte entre epicentro y cen
tro en un universo metafísicamente geometrizado -y con ello per
mita reconocer la matriz de toda la mística servicial-, no ha sido el
único ni, en determinadas épocas, el más popular. La leyenda dorada
de Santiago de la Vorágine ofrece con la leyenda de Cristóbal [Cris-
tóforo] un segundo modelo sugestivo de transporte humano de
Dios. Cristóbal, un gigante de la tierra de los «cananeos», de doce
codos de estatura, que por su aspecto salvaje infundía terror a quie
nes lo miraban, se había convertido al cristianismo movido por el
deseo de servir a nadie más que al señor más grande. Pero ¿quién
había de ser el señor supremo? Cristóbal se dio cuenta de que su
primer patrono, un rey, temía al demonio como a alguien más po
deroso que él, de modo que perdió la fe en su soberanía y se enro
ló con el imponente Satán. Pero también su segundo señor, el de
monio, huyó ante una imagen de Cristo: de lo que el héroe de la
leyenda dedujo que ningún otro que el representado había de ser
el supremo de todos los soberanos, aunque permaneciera invisible
en este mundo y sólo confirmara su presencia por medio de signos
98
y milagros. Se hace instruir en el servicio del nuevo señor por un piadoso ermitaño que le propone que transporte gente a través de un río hondo y peligroso. Un día oye la voz de un niño que pide, por tres veces, que le ayude a cruzar el río.
Cristóbal se acercó a él, lo alzó del suelo, lo colocó cómodamente sobre
sus hombros, tomó en sus manos el varal que le servía de bastón y se intro
dujo en el agua. De pronto el nivel del cauce comenzó a subir incesante
mente y al mismo tiempo a aumentar el peso del niño cual si su cuerpo de
jase de ser carne y se tomase plomo. A cada paso que daba aumentaba el
caudal del agua visiblemente y hacíase más pesada la carga que transporta
ba en sus fornidos hombros. Al llegar hacia el medio del cauce creyó que
no podría soportar un momento más el peso del niño ni el ímpetu de la co
rriente. Lleno de angustia y temiendo que no le iba a ser posible salir con
vida del apurado trance en que se hallaba, hizo un esfuerzo supremo y, sa
cando de sus agotadas energías unas fuerzas sobrehumanas, consiguió lle
gar a la otra orilla, puso al chiquillo en el suelo, y en tono desfallecido ex
clamó: «¡Ay, pequeño! ¡Qué gravísimo peligro hemos corrido! ¡En menudo
aprieto me has puesto! ¡He sentido en mis espaldas un peso mayor que si
llevara sobre ellas el mundo entero! ». «Cristóbal», comentó el niño, «aca
bas de decir una gran verdad; no te extrañe que hayas sentido ese peso por
que, como muy bien has dicho, sobre tus hombros acarreabas al mundo en
tero y al creador de ese mundo. Yo soy Cristo, tu rey. Con este trabajo que
desempeñas me estás prestando un extraordinario servicio»40.
En el gigante cristiano del río reconocemos sin diñcultad a nues tro Adas. Pero éste ya no soporta el cielo como castigo por su parti cipación en la revuelta de las potencias antiguas contra el Olimpo. El ütán en el exilio se ha convertido en un servidor de Dios que auxilia a videros y peregrinos. En la escena del río se vuelve palma rio el cambio del esquema-Atlas: en lugar de un papel solitario de levantamiento de pesos aparece una relación fuerte con un patrón. Pues el atlante cristiano ya no soporta inmediatamente el todo del mundo sobre las espaldas; entre el todo pesado y su portador la le yenda ha introducido una magnitud humano-divina como medio, el Cristo mismo como personaje infantil. Con ello, el Cristóforo lleva
99
Maestro de Messkirch, Cristóforo, siglo XVII,
Kunstmuseum de Basilea, detalle.
en sus hombros el niño que se ha convertido en el propio cosmófo-
ro. Pero, en tanto soporta al portador del cosmos, el Adas cristiano
toma sobre sus hombros el peso no aminorado del mundo, acre
centado incluso por la ligera carga del Señor infantil.
En esta imagen se puede apreciar cómo la narración cristíana
descongela la figura antigua y cómo introduce su rigidez estatuaria
en la corriente terrena-supraterrena. La metamorfosis decisiva del
Adas sucede por la transformación de un esclavo-adeta, obstinada
mente filosofante, en un vasallo íntimo de Dios; con ese cambio, el
100
El Atlas político: «¡Oh, qué carga más
pesada! », en W. J. von Wallrabe, Nueva descripción
histórica de la vida de Carlos V, 1683.
acto arcaico de fuerza se convierte en una ocasión apasionada de re
lación; o en el lenguaje de las consideraciones de antes: en una rela
ción servicial entre centro adyacente y centro del ser.
La gran popularidad de la leyenda de san Cristóbal -que fue
plasmada durante siglos en innúmeras versiones figurativas- no só
lo se basa en la circunstancia de que hace que resuene toda una ri
ca serie mitológica de tonos concomitantes; su fascinación se debe,
101
sobre todo, a que de una manera sencilla y profunda incrusta la re ferencia del cristianismo al todo del mundo en una relación fuerte con un enfrente personal. Así se supera la maldición prehumana del Atías. Con el trabajo de cristóforo se vencen la exterioridad y la es clavitud bsyo condiciones extrañas. Desde ahora, eljuego con la esfe ra del ser siempre significará también un asunto íntimo. El portador entra en relación personal directa con el centro de la esfera y sólo en una indirecta con su volumen y su peso. La carga del mundo ya no recae sobre un titán solitario como un peso muerto, sino que se convierte en parte de la historia de amor entre el epicentro huma no y el centro divino. Ya que es el Niño-Dios el que soporta directa mente el globo del mundo, el esfuerzo de Cristóbal adquiere rasgos de cooperación; y precisamente porque sólo es inmediato al niño que está sobre sus hombros, y mediato al peso del mundo, consigue tomar parte en la pantoforía divina. El, el sirviente ejemplar, porta al portador que todo lo porta: de ese modo hace la experiencia de lo que significa convertirse en intermediario de Dios.
Se muestra, pues, cómo irrumpe un deshielo interinteligente so bre las imágenes especulativas del mito y de la física antigua. La es fera que significa el mundo ya no está ante el observador sólo como figura geométrica; tampoco es ya solamente un entorno unlversali zado: se ha convertido en el emblema de la relación fuerte entre ser humano y punto central. Ahora pueden utilizarse para la monarquía del centro incluso fuerzas viriles titánicas, libres ya del espíritu de contradicción del rebelde y de arbitrariedad fálica; lo que era es fuerzo recalcitrante se convierte en impulso servicial. Con ello, el cristianismo instauró en el mundo, más allá de la doctrina funda mental de los Evangelios, un principio de solidaridad anclado en un espacio dual, puesto que concibe, ingenua y reflexivamente a la vez, la acción solidaria como cooperación del epicentro en el proyecto del centro. Puede ser que mucho de lo que el presente considera co mo crisis de las solidaridades en la sociedad, o como debilitamiento del lazo de unión social, haya que remitirlo en última instancia al ocaso de esa metafísica de la cooperación. Todo contemporáneo atento puede cerciorarse fácilmente de que las filosofías contempo ráneas de equipo están muy lejos de subsanar esa pérdida41.
102
Más grande que Atlas.
Bola del mundo sobre los hombros
de Amor, emblema del siglo xvn.
Cuán poderosamente ha influido el modelo de la cooperación
cristofórica en los destinos modernos de la humanidad puede ilus
trarlo la referencia al más grande Cristóforo del comienzo de la
edad moderna, Cristóbal Colón, el navegante, el exponente ejem
plar de la maníaca cultura moderna del riesgo, que tras su primer
desembarco en las islas índico-occidentales comenzó a entenderse,
cada vez más abiertamente, como apóstol náutico y como portador
de salvación. En sus últimos años firmaba sus cartas, sin recato, con
el casi apostólico epíteto de Xroferens, como si hubiera hecho de su
nombre de pila su programa espiritual y hubiera interpretado la tra
vesía del Atlántico como una prosecución del papel de cristóforo en
el vado oceánico.
En la magia nominal de Colón se revela algo de los secretos psi-
103
Atlas en el Rockefeller Center,
de Lee Lawrie, Nueva York, 1937.
t
•S• A
j>í í^y
• £*•
XpoFtREÑÍ
Firma de Cristóbal Colón.
copolíticos de la historia europea de éxitos tras 1492: esa magia re
mite a la unidad operativa de siervos y señores, sin la cual no puede
entenderse la dinámica de ansia de poder y la vehemencia empren
dedora de la forma neoeuropea de subjetividad. Apenas cincuenta
años después del descubrimiento de América toma forma la nueva
psicopolítica en la Orden de losjesuitas, oficializada en 1540. La Com-
pagnia di Gesú es una Orden radicalmente cristofórica compuesta
por empresarios religiosos que no esperan que Dios los conduzca al
éxito, sino que confían plenamente en su propia anticipación. Ellos
son los activistas de la globalización de estilo católico. Con ironía fa
nática, se someten a las cargas más pesadas, impulsados por la cer
teza de que sólo su aceptación depara poder real.
IV. El evangelio morfológico y su destino
Para los modernos, cuyo pensamiento, desde los días de los dis
cípulos disidentes de Hegel, se caracteriza por descentralizaciones y
excentricidad existencial, apenas existe aún un acceso a los mundos
olvidados de magnificencia esférica metafísica. Ya no pueden com
prender realmente -a no ser que emprendan un trabajo rememo
rativo en contra de la corriente de la tendencia civilizatoria descen
105
,
tralizante- en qué medida la historia del espíritu de los últimos dos
mil años ha sido la marcha triunfal de un tema morfológico que so
brepuja a todo. Aunque los manuales de filosofía, e incluso los ar
chiveros de la philosophia perennis, hablen, en el mejor de los casos,
aludiendo a la vieja ontología de la esfera42, y los agentes habituales
del gremio, incluidos susjóvenes salvajes, vivan desde hace mucho
tiempo como detrás de una pared de olvido que no traspasa ningún
rayo de recuerdo: eso no cambia nada al respecto de que la vieja
metafísica europea, cuando más centrada «en sí misma» estuvo, fue
toda ella una única meditación entusiástica de la esfera animada y
de la existencia cómplice. Por eso, nunca importó a los pensadores
clásicos construir lo que hoy, con falso balbuceo (anti)cartesiano, se
llama fundamentación última; lo que buscaron fue una última en
voltura o, como diremos también en lo que sigue, una inmunidad
última. Se puede constatar casi definitoriamente: entendida como
ontoteología y cosmología filosófica, la metafísica clásica no fue otra
cosa que un ritual-teoría inmensamente circunstanciado y comple
jo en honor de Su Majestad la Forma Redonda. Sólo quien des
ciende a suficiente profundidad en los archivos del Uno (y, como
hemos visto en Esferas I, hay an-archivos protoescénicos antepuestos
a los archivos discursivos) puede hacerse una idea de la amplitud
del culto a las monosferas. Su tarea consistía en apaciguar la in
quietud humana en un mundo ampliado abismalmente, abierto pe
ligrosamente, por medio de la iniciación en la forma más edifican
te, más envolvente, de inmunidad: el universo; literalmente: lo que
abarca todo en un único giro. La buena nueva del evangelio del ser
en la redondez del orbe reza: cualquier punto del universo, por
muy alejado que esté del centro, y aunque fuera mi propia existen
cia temblando de desamparo, es alcanzado y posibilitado, potencial
y actualmente, por un rayo que dimana del centro. Y precisamente
porque todo lo que es proviene de un centro bueno, origen de to
do (omne ens est bonum, todo lo bueno tiene poder de inmunidad),
puede también mi vacilante luz vital cerciorarse de su cobijo en un
todo impregnado de espíritu, animado, completamente inmunizado.
Esto sólo tiene un presupuesto: yo tendría que aceptar y ratificar
que todo ente, incluido yo mismo con mis abismos y negaciones, es
106
algo que en un sentido eminente queda dentro, en el ámbito de ac
ción de una forma organizadora: de lo cual no se sigue otra cosa
que todo lo que es está localizado, contenido, rodeado por una má
xima periferia. Con la imagen de la esfera se extiende el evangelio
de la inclusión total: nada real puede estar realmente fuera; ningu
na cosa existe separada del corpus y continuum del Uno. La medita
ción filosófica de lo envolvente deja claro que, bajo cualquier cir
cunstancia, un universo, por muy grande que se suponga, puede ser
representado como espacio interior y, con ello, como esfera compar
tida de fuerza y de sentido. Lo que parece esoterismo es sólo esos-
ferismo43.
Cuando todo el poder procede del centro no hay exterioridad
absoluta, ningún punto perdido, ningún ente que hubiera de exis
tir verdaderamente apartado: a no ser que él mismo se colocara a sí
mismo fuera con intenciones rebeldes (pero incluso entonces re
sultaría problemática una exterioridad real). Dado que el todo cen
trado atrae todo hacia sí, en cuanto que remite a él como centro
cualquier punto distanciado en derredor, la totalidad esférica nun
ca conforma sólo un bloque inmóvil; está animada por la vida de re
lación del centro y por las ubérrimas correspondencias de los pun
tos epicéntricos entre sí. Esto es lo que reconocen, eufóricos, los
partidarios del principio-plenitud: la esfera inteligible vive. Y vive
gracias a la fuerza irradiante y al gusto por la relación del centro. Es
te expande sus rayos en un estallido incesante y reproduce su tota
lidad continuamente en tanto recoge una y otra vez hacia sí los pun
tos epicéntricos. El punto medio -que posee el sitio de Dios en el
círculo absoluto- se cerciora constantemente de todos los puntos
que están en el espacio en derredor suyo en tanto los produce y re
conoce; conforma todo en torno de sí puesto que se completa inin
terrumpidamente a sí mismo, reintegrando en sí cualquier punto
por lejano que esté. Es completo lo que tiene el poder de gastarse y
de recuperarse. Por eso el centro viviente no suelta los puntos de los
radios; mantiene a todos agrupados en tomo a sí en una asamblea
vibrante y, como hace el Dios de la canción infantil con las estrellas,
el centro cuenta los puntos sin que le falte uno entre todos los que
componen la inmensa cifra.
107
Por su naturaleza, la ontología de la esfera -la doctrina funda
mental de la vieja metafísica occidental, que parecía más secreta
cuanto más claramente se expresaba, y más poderosa cuanto más
permanecía en latencia- es una meditación sobre la imposibilidad de
que al sentido se le escape algo. El ser, como la casa, no pierde nada.
Cuando al todo se lo considera como esfera, cada individuo puede -y
debe también en caso de duda- incluirse en su perímetro: una cir
cunstancia en la que se hacen discemibles satisfacción y coerción.
Cuando el individuo puede encontrar su felicidad en la participación
en el todo, el recuerdo mismo del centro de la esfera se transforma
inmediatamente en un ejercicio terapéutico, salvífico. Pues mostrar
la esfera significa entonces nada menos que expandir la buena nue
va de la pertenencia de los puntos dispersos al centro organizador.
Cuando san Agustín escribió: «Nuestro corazón está inquieto hasta
que no descanse en ti», estaba inmerso en un diálogo entre epicen
tro y centro, motivado por el anhelo del punto arrojado al mundo de
ser recogido y cobijado por el centro protector.
En ese caso la metafísica era deudora de una idea de sentido
protectora y puso enjuego una concepción entusiástica de anima
ción o vivificación a través del centro. ¿No proporcionó ya el mito
del arquitecto de Platón un testimonio de hasta qué punto era ca
paz de proceder sin escrúpulos tal modo de pensar cuando se tra
taba de llevar a cabo su objetivo inmunológico: a saber, represen
tar la totalidad de lo existente bajo el signo del psiquismo? Pues
¿quién podía no darse cuenta de cómo convergen aquí lo esférico
y lo psíquico? El concepto de alma del mundo -cuyo decurso al
canza desde Platón hasta Schelling- testimonia cuánto se esperaba
en otro tiempo de la transferencia de lo psíquico a lo cósmico. En
él sobrevive el animismo como racionalismo44. No sin razón Nietzs-
che barruntó en la metafísica que había hecho escuela a través de
Platón una tendencia que persuadía a ojos cerrados de una impos
tura de altos vuelos; y apenas puede negarse que con el platonismo
la reflexión se colocó en una senda que había de llevar de lo ex
céntrico a lo concéntrico, a pensar en redondo las cosas irregula
res, a sobreinterpretar lo muerto como vivo. La escuela de escuelas
misma, la Academia, ¿qué era sino un seminario al que se atrajo a
108
toda una prole de predicadores de las grandes esferas, devotos del
circulo y del globo?
Cuando en la Antigüedad tardía progresaba la alfabetización fi
losófica del cristianismo no pudo dejar de suceder que los teólogos
se sintieran coaccionados a acomodar su discurso sobre la relación
de hombre y Dios a los moldes de la metafísica del centro y de la es
fera. Al hacerlo, salió a la luz, por muy encubiertamente que fuera,
la verdad de que, mucho antes que la buena nueva personal, un
evangelio morfológico había fascinado a las inteligencias del mun
do antiguo. Aunque Cristo, como los emperadores romanos, fuera
saludado por sus teólogos con el título de sotér, salvador y redentor,
como más redentora, y por motivos tan profundos pero más anti
guos, había aparecido ya la esfera en el pensar. El Dios de los mor-
fólogos, que remite todos los puntos a sí mismo, es, según la natu
raleza de las cosas, más antiguo y profundo que el Dios de las
basílicas, que vuelve a reunir las almas perdidas.
Elaborar la identidad críptica de cristología y metafísica de la es
fera: éste fue, desde el punto de vista estructural-profundo, el pro
grama de la historia cristiana del espíritu, aunque los teólogos, en
verdad, apenas tuvieran nunca claro que sólo como agentes de un
proyecto epocal de inmunización podían lograr sus éxitos. En él, la
salvación venía de la forma que se había hecho mundo. Cristo salva
como ya salvaba la esfera, pero si la esfera podía salvar es porque su
centro significa la fuente anónima de toda salvación y de todo re
tomo a lo íntegro. Habrá que esperar hasta mediados del siglo XV para que un pensador de tono relajado describa esta relación. Con Nicolás de Cusa la doctrina filosófica de la esfera clarifica definiti vam ente su intención:
CuandoélJesucristo,erasemejanteanosotros,moviólaesferadesuvi
da de tal modo que él quedó en el centro de la vida. . . Ynuestra esfera sigue
a la suya. . . 45
En el capítulo quinto de este volumen, que trata de las teologías
explícitas de la esfera, intentaremos esclarecer lo que todavía queda
109
Bola de juego de Nicolás de Cusa.
oscuro aquí, aunque la tesis latente de la reflexión cusana aparece
ya claramente: todos los misterios de la así llamada, cristianamente,
redención -dicho filosóficamente: del salvamento de la pérdida en
lo exterior, no redondo, incoherente- desembocan en la cuestión de
si los epicentros, las almas humanas, pueden superar su distancia
del centro absoluto de vida: ese centro que para los metafísicos cris
tianos no puede ser otro que el Dios replegado simplísimamente en
sí mismo (simplicissimus) y desplegado, a la vez, incluyéndolo todo.
El affaire entre el alma y Dios se basa, después de esto, en un pre
supuesto esferológico entusiasta: ambos sólo tienen que ver uno
con otro, en una relación fuerte, si pertenecen a un espacio interior
común: Dios como centro y el alma como punto fuera del centro,
pero, sin duda, en un radio que procede del centro irradiante. Si el
alma no estuviera posicionada en un rayo enviado (o, como dirá Ke-
pler, eyaculado) por el centro, no habría ninguna relación entre
ella y el punto de emanación; sería, en sentido literal, excéntrica,
sin relación con el centro, despegada de él, perdida en la corriente
de un exterior absoluto, incapaz de salvación, no necesitada de ella,
sólo «en casa» en relaciones consigo misma y en sus complementos
del «mundo-entorno».
En la concepción metafísica del mundo los únicos candidatos a
una excentricidad así son Satán y los grandes pecadores de su sé
quito; es decir, aquellas «existencias» que se han apuntado con pe
tulancia a un modo de ser anarquista, teófugo, desdeñoso de la sal
vación. En el campo filosófico quienes se acercan más a esta postura
110
son los antiguos atomistas y materialistas que mencionaron por pri
mera vez la posibilidad de un vacío infinito sin centro. En el marco
de la metafísica clásica esa posición es inaceptable46, y el hecho de
que le resulte desechable manifiesta la reacción de inmunidad del
mundo esférico autocobijante contra la tesis atea de la exterioridad.
Pues reconocer una existencia excéntrica como modo legítimo del
ser-en-el-mundo significaría negar la necesidad de la relación entre
centro y epicentro. Con ello se le habría robado su poder envol
vente a la esfera sagrada; la diferencia entre la existencia en ella y
fuera de ella se volvería insignificante. Esto significaría libertad reli
giosa con relación a la esfera única, es decir, licencia para la indife
rencia morfológica. En consecuencia, el ser-en-la-esfera ya no conti
nuaría siendo para todos los seres la condición de su salvación; sí,
no habría en absoluto salvación alguna, redención alguna, rescate
alguno de la exterioridad, e incluso la falta del salvador universal no
se echaría en falta universalmente. Sólo podrían distinguirse aún,
más allá de salvación o pérdida, éxitos o fracasos en juegos autorre-
ferenciales entre puntos excéntricos; ello manifestaría ya caracterís
ticas modernas, cuyos criterios son la renuncia a la coexistencia de
todos en un espacio interior común y la positivización del tráfago
enajenado como «comunicación» universal.
Que haya muchas viviendas en la casa del padre único no es lo
que confiere a la multiplicidad de mundos en la Modernidad el ti
rón unificante, sino que en el mercado global haya muchos puestos,
marcas, direcciones. Así como la casa es el símbolo del interior bue
no, el mercado es el modelo del exterior no-tan-malo. Mientras que
la esfera del ser valía como poder inclusivo por antonomasia, la ex
periencia fundamental de la Modernidad, el concierto de innúme
ras excentricidades autorreferentes, se habría considerado como ca
racterística del infierno. El ser-en-la-esfera tenía precisamente el
sentido de desprender a los puntos-individuos de su autorreferencia
egoísta y, en una gran extraversión ontológica y moral, remitirlos al
centro común a todos: de este modo se convertiría todo yo en un va
sallo del centro; encontraría su felicidad en la liberación del error
satánico-demasiado-humano de elegirse a sí mismo como punto de
referencia privilegiado.
111
Constructor de esferas,
catedral de Friburgo.
Lucas Cranach, Melancolía, 1532,
Statens Museum for Kunst,
Copenhague, detalle.
Por eso la esfera es más que un símbolo geométrico y una ima
gen teórico-cosmológica; conduce, a la vez, al punto de vista de la
ética y erótica altruistas. Cuando el centro mantiene en tensión los
epicentros, los puntos, tienen puesta, a priori, su mirada en él: ya que
el centro es quien insiste, frente a todos los puntos, en el privilegio
del otro. Con ello, teocentrismo y altruismo son estructuralmente lo
mismo. Pero, en la máxima esfera, los puntos individuales no están
conectados sólo con el punto medio; la energía del pacto teocéntri-
co reverbera en el punto individual y le capacita para solidarizarse
en los radios más amplios con los puntos adyacentes. Por eso, la con
ciencia de coexistencia en la esfera induce esa fuerza que el Zara-
tustra de Nietzsche llamará amor al lejano. Como compromiso de
amor en la lejanía la esfera de los teólogos es la figura ontológica de
alianza más poderosa. Por el balanceo común a todo ente fuera del
centro entre tendencias centrífugas (egoístas) y centrípetas (altruis
tas), todas las inteligencias finitas están en resonancia existencial
unas con otras: cada una de ellas sabe, o podría saber, qué significa
113
no ser el centro de todo y sin embargo considerarse tal. Lo que las
une a pesar de toda emulación es su intento común de ser: es decir,
de cerciorarse de su poder-ser. En este sentido, el ser común en la
esfera proporciona la fundamentación última de la solidaridad de
los puntos.
Desde esta perspectiva se entiende muy bien por qué los euro
peos estuvieron poseídos a lo largo de dos mil años por representa
ciones cosmológicas de cubiertas cósmicas. El bimilenio de la meta
física de la esfera es coextensivo con la era de las teorías de esferas
celestes: sólo bajo el patronazgo filosófico pudieron florecer los mo
delos cosmológicos que colocaron la tierra en el centro de un siste
ma de cielos redondos compactos. Las cubiertas planetarias super
puestas, envueltas todas ellas por un firmamento extremo, el cielo
de las estrellas fijas, que a su vez sólo era superado por la morada de
los bienaventurados en Dios, únicamente producen, más allá de
cualquier fundamentación formal en los discursos astronómicos
desde Aristóteles, un sentido plausible para una imagen histórica
del mundo cuando se las entiende también como proyecciones cos
mológicas de una exigencia morfológica insuperable durante mu
cho tiempo. Sirven para la impermeabilización del mundo en el
sentido de una inmunología universal. La cosmología de las cubier
tas sella con medios físicos el pacto entre el centro y el universo de
los puntos: muestra, con una evidencia casi insolente, qué significa
querer ser y permanecer bajo cualquier circunstancia en un mundo
interior.
La poderosa necesidad lo mantiene, al ente, en las cadenas del límite
que lo circunda; por eso no es lícito que lo ente sea inconcluso47.
Platón y Aristóteles elaboraron el motivo del límite-forma bueno;
consuman la idea de que la totalidad sólo subsiste en pregnancia es
férica, posibilitando así su transmisión a lo largo de la tradición. La
Edad Media agudizó al extremo los delirios de las cubiertas y ence
rró la tierra, y las almas humanas sobre ella, en numerosos estratos
de bóvedas celestes más o menos compactas, como si este lugar per
dido, y sin embargo elegido, del cosmos, en el que Dios había repo
114
sado para hacerse hombre, hubiera de ser blindado frente al míni
mo aliento del exterior. Rodeado de ocho, diez, doce, catorce mu
rallas y fosos, el mundo de los seres humanos gozó sobre la tierra del
dudoso privilegio de permanecer en el castillo interior del ser48.
Pero, dado que en el paradigma metafísico el mismo ser huma
no es un pequeño mundo, se repite en él mismo este múltiple cer
co del interior, manifestándose él mismo como una estructura de
cubiertas y muros en tomo al punto numinoso más íntimo que
constituye el centro de la mismidad humana. No es de extrañar,
pues, que el Homo metaphysicus nunca o casi nunca penetre en su úl
timo centro. Vive sólo en los barrios exteriores de su propio espacio
anímico, escalonado hasta lo profundo, y sabe con san Agustín que
el gran otro le es más próximo que sí mismo: interior intimo meo. Con
incansables esfuerzos de imaginación, por medio de un delirio de
cúpulas, cubiertas y esferas huecas, que lo penetra todo, se refuer
za, tanto por dentro como por fuera, el cobijo de todos los puntos
epicéntricos por la vida absoluta del centro.
Desde el punto de vista inmunológico y morfológico se puede
afirmar que la acción más importante de Dios en la era metafísica ha
sido la del aseguramiento de la frontera frente a la nada, el exterior
y la infinitud. Esta línea, la más sensible de todas, sólo podía defen
derse mediante la construcción de cubiertas. De ahí se siguió -aun
que suene insoportablemente teológico-inmanente- que el Dios só
lo logró permanecer «en vigor» mientras los representantes de sus
intereses consiguieron presentarlo como una esfera autocobijante,
gigantesca pero finita. En cuanto la teología comenzó a tomarse en
serio el devastador atributo de el infinito -y ése es, desde el punto de
vista histórico-metafísico, el acontecimiento endógeno que dio lugar
a la Modernidad—destruyó la función esferopoiética de Dios, porque
en una esfera infinita se pierde la diferencia metafísicamente explo
siva e inmunológicamente decisiva de dentro y fuera. En una esfera
de radio infinito y perímetro infinito todo estaría esparcido en cual
quier parte y, por ello, exteriorizado sin más por doquier. No otro es
el resultado de la infinitización de Dios y universo.
Fueron los teólogos más sagaces los que mataron a Dios cuando
ya no pudieron reprimir por más tiempo el concebirlo como infini-
115
Multiplicidad de sistemas solares.
Ilustración en una Cosmología
cartesiana del siglo XVIII.
Jürgen Klauke, Gran imagen del mundo n,
Colonia, 1991, tríptico.
to actual y extensivamente. La proposición «Dios ha muerto» signi
fica en primer lugar una tragedia morfológica: la aniquilación, por
una infinitización implacable, de la esfera de inmunidad, intuitiva,
clara, imaginariamente satisfactoria. Dios se convierte en algo invi
sible, oscuro, desemejante, amorfo: un monstruo para la capacidad
intuitiva humana, un no-receptáculo, un abismo y agujero absoluto.
De pronto, dado que ha desaparecido la barrera entre interior y ex
terior, ya no se puede entender en qué habría de consistir la venta
ja de estar dentro de ese Dios de infinitud.
Con la abolición de la inmunidad divina comienza la permanen
te crisis atea de los dempos modernos. En un tono místico susurran
te, en los círculos iluminados tardomedievales se expande el disan-
gelio* morfológico, cuyo significado y repercusión no entienden la
mayoría de quienes lo transmiten conmovidos. Pues, creyendo que
comunican algo misterioso estimulante, algo paradójico arrobante,
lo que anuncian, como a escondidas, es: «Dios es una esfera infinita
cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ningu
na»49. Ese «en todas partes» introduce la agonía de la forma centra
*Palabra con el prefijo griego dis> en lugar de eu (de «evangelio»). Significaría,
así, «mala nueva» en vez de «buena nueva». (N. del T. )
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da y ese «en ninguna», la crisis del proyecto metafísico de envolver todo lo existente en lo anímico. En el momento en que se le atribu ye el predicado infinito, la esfera muere por sobredimensionamien- to en lo no-intuitivo.