La tragedia del judaismo, frente al mundo cristiano, surge del
hecho de que su negativa cuenta más que cualquier otra; tienen,
por decirlo así, que mantenerse apartados de la celebración de los
otros y no pueden bailar en torno al becerro de oro de la presencia.
hecho de que su negativa cuenta más que cualquier otra; tienen,
por decirlo así, que mantenerse apartados de la celebración de los
otros y no pueden bailar en torno al becerro de oro de la presencia.
Sloterdijk - Esferas - v2
Efectivamente, con ese acto de perfecta in
teligencia señorial Augusto consiguió terminar con la guerra civil y
devolver al imperio aquella larga paz que la historia habría de re
cordar como pax augusta.
El escrito de Séneca Sobre la clemencia sigue siendo, con todo, uno
de los más dudosos logros de adaptación a las circunstancias del
tiempo de un pensador de primer rango; los intentos del filósofo de
guiar al guía Nerón fracasaron, como se sabe, ante la moral insanity
de su pupilo. En el carácter del adolescente Nerón parecen haber
sido realmente implantados impulsos a una cierta benignidad tea
tral, ya que Séneca puede recordar a su protegido un episodio en el
que éste, que se había estado pensando la concesión de un indulto
a dos atracadores, cuando finalmente se le instó -a él, cuya volun
tad era contraria (invitoy a aceptar el papel para la redacción del
documento ejecutivo de la sentencia condenatoria, gritó: «¡Me gus
taría no saber escribir! » (vellem litteras nescirem! ). Ante ello Séneca ha
ce la siguiente consideración:
Una expresión digna de que la oyeran todos los pueblos que habitan el
Imperio romano [. . . ]. Se transmitirá esa benignidad de tu ánimo [. . . ]. De la
cabeza sale (exit) la salud328.
642
Séneca no había comprendido aún que para el joven Nerón el
mostrarse humano era interesante sobre todo como un gesto tea
tral, pero sí entendía muy bien que la función del emperador era la
de ser un centro del que bajo cualquier circunstancia «sale» algo.
Por lo que concierne a la emisión exitosa de un menszye de cle
mencia convincente, los romanos habrían de esperar todavía para
ello hasta el emperador Tito Flavio, que, durante su reinado de dos
años (79-81 d. C. ), consiguió no firmar ninguna pena de muerte329.
Mientras los emperadores utilizaron más bien juegos de len-
gu¿ye estoicos que platónicos para su autointerpretación en el car
go, las tentaciones maníacas provenientes de su situación en la cús
pide del círculo terrestre llamaron la atención sólo en forma de
psicopatías privadas: un foso discreto y ancho, sin embargo, separa
el furor Caesarum del furor platónicas:, se atribuiría demasiado valor a
los fantasmas relativos al dios-hombre de Calígula si se quisieran in
terpretar a la luz de las doctrinas helenísticas de la unificación o de
la gnosis filosófica. En sus Soliloquios, el estoico Marco Aurelio si
guió la estrategia higiénica del autoexamen, con el sabio cuidado
de mantener bajo control las tendencias a la inflación maníaca, in
herentes a su cargo; lo que le importaba era rechazar la tentación
del esplendor y la magnificencia: «Todo pasa volando en un día,
tanto el elogiador como el elogiado»330. Quien, como soberano, só
lo quisiera verse reflejado en medios cercanos a la corte, en acla
maciones, rumores y alabanzas, en poemas de homenaje y adhe
sión y en prosa lisonjera, se perdería en un santiamén como señor
de sí mismo.
Parece que tras los emperadores-filósofos del siglo II se consu
men las reservas estoicas en la autorreflexión imperial. No obstan
te, la platonización subliminal, a largo plazo, del cargo de empera
dor sólo se puso en movimiento por la política cultural agresiva de
monarcas posteriores, sobre todo por el absolutismo desenfrenado
del dominas, que se transformará, por su parte, sin solución de con
tinuidad de estilo, en la teocracia bizantina. En todo ello la supre
macía la ganan tendencias epifánicas: los emperadores caen pro
gresivamente, tanto explícita como implícitamente, en la sugestión
de autointerpretaciones teárquicas y radiocráticas. Se interpretan a
643
sí mismos, sin excepción, como signos del ser, brillando sobre el
trasfondo de imperio y mundo.
No es casualidad que Diocleciano, en el que rompe la ola abso
lutista, como en su tiempo Alejandro el Grande, hubiera impuesto
en su ceremonial cortesano la prosquinesis persa, la inclinación de
rodillas, no sólo para los súbditos normales, sino también para los
más altos oficiales y empleados de la corte, en correspondencia con
el modo de dominio señorial «en presencia real». Como luz apare
cida ex oriente, el emperador, junto con sus corregentes en la tetrar-
quía, podía colocarse entre la corona de rayos en la cercanía del
Uno -él mismo una emanación funcional de Dios, por decirlo así,
de la que salen los rayos soberanos hasta el borde del globo terres
tre-, a pesar de que ya no puede hablarse de divinización en vida en
Diocleciano y tras él. También la procedencia mediata del empera
dor del sol -el tennojaponés ha reclamado para sí hasta el siglo XX
un mito análogo: su descendencia de la diosa del sol Amaterasu-
presupone la posibilidad de representación pura y reivindica para el
señor del imperio la presencia real de la plenitud. De ahí las im
prescindibles coronas de rayos, que dejan claro, con evidencia sensi
ble, cómo en el imperio el poder concedido y la luz lejana coinciden.
La cuestión decisiva para el desarrollo posterior de la historia im
perial de los medios es, ahora, la de si los dos tipos fundamentales
de comunicación, fundada plenipotenciaria y metafísicamente, pro
veniente del centro del ser, el apostólico y el imperial, pueden en
contrarse de otro modo que no sea en conflicto. El hecho de que
en los tiempos de fricción entre Imperio e Iglesia -de Nerón a Dio
cleciano- la plenipotencia obispal y la plenitud de poderes imperial
no puedan reducirse a un denominador común no es sorprenden
te ni histórica ni sistémicamente. Pero ¿cómo se configuran mutua
mente ambas fuentes de emisión cuando la polémica antítesis entre
cristianismo y paganismo ha dejado de ser el asunto principal, dado
que el imperio mismo se ha colocado bsyo el signum crucis? La res
puesta a ello se encuentra en la historia del imperialismo cristiani
zado: como se ha mostrado ya, el cristianismo no tuvo, primero, que
ser imperializado, a su vez, dado que ya estaba constituido por sí
644
mismo en forma de imperio, tanto en la línea del desarrollo pauli
no como en la del romano-petrínico (lo que no supuso daño en ab
soluto a su realidad comunitaria, intensamente local). Este impe
rialismo cristianizado se acuñó en forma doble: por una parte, en la
historia de los dos imperios romanos cristianos, el bizantino, como
continuación, y el Sacro Imperio Romano Germánico, como trans
posición; por otra, en la historia del papado.
Por ambos grupos de fenómenos ha de pasearse quien quiere ex
perimentar cómo llegaron a realizarse las conexiones, de gran reper
cusión histórica, entre radiocracia emanacionista y lógica apostólica
de emisión. El hecho de que los imperios se agiten permanentemen
te en comunicaciones sobre glorias del monarca, éxitos y tareas del
imperio, y que en esa autoexcitación encuentren su fundamento me
diático de unidad, se puede ratificar concluyentemente a partir del
análisis del culto antiguo al soberano y de su transformación, de ám
bito imperial, en carismas y distribuciones de goces de poder.
Por motivos arquitectónicos de poder un espacio imperial sólo
tiene consistencia como semiosfera de un acuerdo sobre un estado
de fortuna o prosperidad presente, o sobre su restablecimiento des
de la decadencia y el peligro. Pero que esa agitación del imperio en
comunicaciones sobre su estado de gracia incluya ahora también
en su servicio emisor a los representantes apostólicos de un reino es-
catológico de salvación, de signo cristiano, es algo que hay que con
siderar necesariamente como una curiosidad histórico-medial.
Aquí se pone de relieve el problema, que nunca se ha tratado sis
temáticamente, de cómo grandes cuerpos políticos y eclesiales des
de el final de la Antigüedad hasta el umbral de la edad moderna
han organizado y fundamentado su coherencia semiosférica.
Así pues, desde la perspectiva teórico-mediática ambas pregun
tas histórico-culturales -¿cómo es posible el imperio cristiano? y
¿cómo es posible un papado efectivo? - son sólo formulaciones com
plementarias de la pregunta fundamental sistemática: ¿cómo es po
sible la síntesis de emanacionismo y apostolado? Sólo desde este
punto de vista la historia de los medios puede seguir la pista de los
secretos de las macrosferas políticas realmente existentes en la era
metafísica de la civilización europea.
645
Oráculo etrusco del hígado
(modelo para la enseñanza)”1.
La naturaleza esférica de los imperios sagrados presupone, como
hemos visto, una apertura de espacio suficientemente penetrante,
producida por las radiaciones y emisiones realizadas a partir del cen
tro regente. La pregunta por la confluencia, o bien cooperación, de
las producciones de signos apostólicas y emanacionistas puede trans
formarse, a su vez, en este planteamiento problemático: ¿cómo es
posible que el dominio sobre los mensajeros se convierta en poder
emisor radial, y cómo es posible, al contrario, que la posesión de
una emisión de rayos lleve al poder a mensajeros hablantes? (hay
que reparar, aquí, en el doble significado irreprimible de la expre
sión «emisión»: emisión de rayos, irradiación, y envío, misión).
Es fácil suponer ahora -y la empina lo confirma pródigamente-
que la liaison entre motivos apostólicos y emanacionistas puede ser
tejida desde ambos lados. Esto sucedió, por una parte, en tanto el ti
po carismático del gobernante enviado por los dioses para bien de
los mortales es incluido inmediatamente en el orden de la sucesión
apostólica, como sucedió en toda regla con Eusebio de Cesárea, en
sus elogios dedicados al emperador-salvador Constantino, al que co
646
locó directamente en la primera guardia de los enviados de Cristo
cuando se atrevió a llamarlo el decimotercer apóstol; por otra, en
tanto el apostolado fue sobrealimentado o cargado con motivos epi-
fanicos y emanacionistas: un rasgo que caracterizará sobre todo al
hemisferio de la ortodoxia griega. En el paradigma helenístico del
cristianismo332, por inspiraciones platónicas, no sólo se formuló e
impuso con éxito la «cristología desde arriba», también se crearon
en él una iconología, una pneumatología y una politología que pue den sintetizarse en la imagen de una «apostología desde arriba». Predicación y manifestación se aproximan en este hemisferio, oca sionalmente hasta el punto de que la misión apostólica es absorbi da, por decirlo así, por la epifanía.
Esto lo ilustra del modo más evidente posible el culto de los «ico nos no pintados» de Cristo, de los cuales el más famoso en el siglo VI se convirtió nada menos que en palladium, es decir, en signo pro tector del Imperio de Bizancio; esta imagen la llevó incluso consigo el emperador romano-oriental, en el año 622, en la campaña militar contra los persas, campaña que fue considerada como una guerra santa. La leyenda radicalmente epifánica pretendía que las miste riosas imágenes de Cristo habrían tomado existencia por proyec ción directa desde el cielo o, según una expresión contemporánea, «teográficamente», pintadas por Dios (más frecuentemente aún: «aquiropoiéticamente», no hechas con las manos)3. Esto sólo pue de imaginarse de modo que un haz de rayos procedente del supra- mundo arrojara el eidos de Cristo directamente sobre un lienzo te rreno, materializándolo de esa manera. Según la lógica bizantina, pues, el cielo está emitiendo continuamente imágenes. A los repre sentantes apostólicos se les mantiene en corto con las riendas, en tanto que el mundo superior se reserva la preeminencia por su per manente irradiación en el inferior.
Una imagen completamente diferente se ofrece en el Occidente
latino, donde el apostolado del obispo de Roma, por su amalga-
miento con el espíritu del derecho romano y de la burocracia im
perial, se convierte ampliamente en un asunto de ejercicio sacrali-
zado del poder, mientras que, por razones sistémicas, al motivo de
647
Hans Memling, Santa Verónica,
ca. 1440, Washington.
la aparición epifánica de la luz en presencia real sólo se le permite
jugar un papel exiguo. Pedro no está presente en Roma como el
mensajero diáfano de arriba sino como el apóstol-piedra, menos co
mo icono aureolado del Evangelio que como primer vasallo y fun-
damentador del regnum paralelo. De todos modos, las relaciones po
líticas depravadas de Occidente no permiten pensar hasta el siglo
VIII en un papel eminente del obispo de Roma. Sólo después del es
tablecimiento del dúo papa-emperador en el siglo IX, el problema
europeo de la representación desarrolló su característico dramatis
mo antitético. Desde la emancipación política yjurídico-eclesial de
Occidente de la primacía del emperador bizantino -comenzando
con la coronación, semejante a un golpe de Estado, de Carlomagno
por León III el día de Navidad del año 800 en Roma-, durante la
Edad Media europeo-occidental el papa y el emperador dependían
648
uno de otro como gemelos siameses, que no podían ser separados a causa de entrelazamientos de órganos interiores. Compartían el se creto indecible de una usurpación común, aunque en el papado los síntomas del secreto patógeno afloraban con mayor virulencia y eran motivo de declaraciones más espectaculares y de gestos más ex travagantes.
El secreto a voces del papado es su celosa rivalidad frente a la
teocracia bizantina, tranquila y segura en sí misma, provista de to
dos los privilegios de la legitimidad y continuidad, por más que se
encontrara a menudo en un estado lábil y poco vistoso. Sólo con es
fuerzo consiguió olvidarse en la ciudad del Tíber que ya en el con
cilio ecuménico de Constantinopla, en el año 381, se había impues
to una tendencia antirromana en cuestiones de la dirección de la
Iglesia334. (La tesis de Lacan de que el inconsciente está estructura
do como un lenguzye podría modificarse con la mirada puesta en la
posición de los papas afirmando que el inconsciente funciona como
un cargo o una dignidad imposible. )
El paso inicial hacia la autoterapia papal fue la participación
complaciente del obispo romano en el proyecto imperial del gran
rey franco Carlomagno, que se interesó en la reanimación de una
estructura imperial de tipo romano en el noroeste europeo con los
flancos como pueblo fundamental. En bien de ese plan de gran im
perio, Carlomagno estuvo dispuesto a aliarse con la única fuente
que podía conferir una corona imperial en Europa. El elevado pa
pel que hubo de recaer en el papado en la coronación del empera
dor de Occidente y que podía considerarse como una re-transferen-
cia del Imperio de Bizancio hacia Roma sólo supuso, sin embargo, en
principio, una primera ayuda para el complejo estructural de infe
rioridad de la Santa Sede. Tan pronto como se consolidó el eje neo-
occidental entre Roma y Aquisgrán, aparte de débiles protestas pro
venientes del Este (sólo en el año 812 se dignó Bizancio reconocer
el segundo imperio occidental como magnitud y autoridad subor
dinada: en analogía con la graduación de Diocleciano entre empe
radores plenos, los Augustos, y emperadores suplementarios, los
Césares), y después de que se hubiera conformado un complejo te
rritorial en suelo europeo noroccidental, cuyo dominio podría ser
649
interesante para una institución teocrática, el papado -tras su recu
peración de la «pomocracia» noble-romana del siglo X- hubo de
preparar su segundo golpe para compensar con fuerzas propias la
humillación bizantina.
Esto no pudo suceder de otro modo que mediante una declara
ción de guerra espiritual al «propio» imperio, que de la renovatio im-
perii Romanorum de los Otones había salido más atractivo que nunca.
Éste tendría que responder del complejo de soberanía del papado
rindiendo tributo a la pretensión de liderazgo de Roma no sólo en
el ámbito espiritual sino también en el profano. Los emperadores
del Sacro Imperio Romano nunca consiguieron comprender co
rrectamente que el papel que se les había atribuido era el de un cé-
sar «interior» en un papado augusto que, en lugar del cesaropapis-
mo imposible en Roma, a lo que había de aspirar era a una solución
dual, es decir, a un papocesarismo o papoaugustismo, ciertamente
con preeminencia estricta del representante de Dios sobre el mo
narca: una preeminencia que en la unión personal oriental no su
ponía ningún dualismo incómodo, pero que en un sistema dual de
por sí desencadena conflictos explosivos. Contra su voluntad, pero
impotente, una degradada Iglesia romana hubo de contemplar có
mo los emperadores del siglo X, por su parte, se habían asimilado al
modelo bizantino y se etiquetaban a sí mismos de monarcas apostó
licos. Sin entusiasmo real, todavía Carlomagno hubo de escuchar
himnos de alabanza clericales dirigidos a él como a un segundo
Constantino. Otón III, como hijo de la bizantina Theophanu edu
cado como un niño prodigio teocrático, ya se entendía como «otro
san Pablo» y copiaba sin sonrojo la fórmula paulinojustiniana de
serum Iesu Christi; en documentos de la época se le representa, como
protector, sobre el Espíritu Santo y en posesión de símbolos pneu-
matocráticos de plenipotencia como la paloma y el crisma. Que Ro
ma no gustara de tales bizantinismos germánicos es algo que no ne
cesita demostrarse con detenimiento. Significa un acopio de fuerzas
romano el hecho de que el papa Benedicto VIII, en la coronación
del emperador Enrique II (luego llamado el Santo) en el año 1014,
escenificara la ingeniosa ocurrencia de colocar en la mano del mo
narca un globo imperial e introducir, con ello, como dádiva papal
650
al emperador, un símbolo que implicaba la omnisoberanía de Cris
to. El sentido del acto, que elevaba al donante y postergaba al re
ceptor, era evidente, sobre todo porque un globo imperial es un ob
jeto que no puede rechazar el receptor. Enrique refrescó la mano
en que se le había colocado el globo imperial pasando pronto a los
abades de Cluny el regalo del obispo romano. La epopeya de los
globos imperiales posteriores (hubo 36 objetos de ese tipo en las cá
maras del tesoro de la vieja Europa) ha sido expuesta por Percy
Emst Schramm en investigaciones conocidas, con tanta viveza como
permite un tema tan monótono335.
Desde este trasfondo, los motivos ad-hoc para el ataque de la Igle
sia romana al imperio parecen plausibles y transparentes: en su par
te crónica se refieren a la clara instrumentalización del sistema ecle-
sial-imperial alemán por el poder imperial, especialmente por su
prerrogativa de nombrar obispos; en su aspecto actual proceden de
las funciones prioritarias traumáticas del emperador Enrique III en
el Sínodo de Sutri en el año 1046, en el que él, bajo el título de un
vicarius Dei y como caput ecclesiae, destituyó a tres falsos papas y co
locó en el cargo a uno «verdadero», su propio candidato. Con ello,
la cicatriz bizantina se abrió de nuevo en el sistema romano como
herida alemana. La reacción no se hizo esperar mucho tiempo. El
síntoma de la neurosis actual del papa es el borrador incompara
blemente brutal y profético (no publicado en su tiempo) de un de
creto de Gregorio VII del año 1075, de dudosa fama, b¿yo el título de
Dictatus Papae, con el que comenzó la campaña de insubordinación
de Roma contra el imperio y la reconquista de la Iglesia europea pa
ra la curia romana. Algunas frases de las veintisiete estipulaciones
que contiene ese documento rezan:
I. Que la Iglesia romana sólo está fundada por Dios.
8. Que sólo el Papa puede llevar las insignias imperiales.
9. Que todos los príncipes han de besar sólo los pies del Papa.
10. Que sólo su nombre ha de ser nombrado en los rezos litúrgicos en
todas las iglesias.
II. Que el nombre del Papa es único.
12. Que el Papa puede destituir emperadores.
651
19. Que nadie puedejuzgarle.
23. Que todo Papa es santificado por los méritos de san Pedro536.
Con cierto derecho se ha interpretado la autoexaltación del pa
pado con respecto al imperio como la primera en la serie de las re
voluciones europeas337. Si se hace que valga esta interpretación, un
tanto demasiado teológica y favorable a Roma, el Dictatus señala el gi
ro a un fuerte esplritualismo neoapostólico y su lucha contra el
compromiso semipagano de los señores feudales episcopales con las
fuerzas locales de salvación, que apenas disimulaba la acomodación
realizada por doquier de los símbolos cristianos a las viejas tradicio
nes noble-guerreras y mágico-étnicas. La «revolución del papa» se
ñala un primer intento centralista de dominio en Europa de inspi
ración eclesial-neorromana.
Desde la perspectiva teórico-mediática resulta evidente por qué
ello significaba un centralismo carismático de calidad radicalmen
te apostólica. La ofensiva papal se había impuesto la meta de re
formar el espacio de salvación católico como imperio político-espi
ritual; lo que importaba a Roma era conseguir aquella situación
ideal en la que un único portador de salvación -el vicarius Dei- hu
biera terminado con la ancestral capacidad de autosalvación de los
innumerables cultos diseminados, satisfechos de sí mismos, con to
dos los autoabastecimientos en este sentido de familias, tribus y
pueblos semipaganos, para convertir a todos los europeos en in
mediatos receptores de salvación de la fuente romana. El fantasma
católico del punto central, que llegó al poder con Gregorio, veía la
Santa Sede rodeada de una humanidad cristiana en la que cual
quier individuo se entendiera como alma inmediatamente romana
desde el punto de vista espiritual yjurídico-eclesiástico.
Con este proyecto resultó evidente cuán lejos conseguía ir en el
imaginario una apostolocracia pura. A un monopolio romano de
emisión de tal amplitud sólo podía aspirarse con ayuda de un gru
po disciplinado de apóstoles para cuya creación el medio impres
cindible era la imposición del celibato. La «revolución del papa»
conllevó al menos en este punto consecuencias indelebles: contri
buyó lo suyo a crear el tipo de eclesiástico perteneciente a una Or
652
den, sin familia, socializado en un gran cuerpo matemo-eclesial, co
misionare y utilizable por antonomasia, aquel ecclesiasticus del que
depende no sólo la historia de la inteligencia de escuela en la Edad
Media y en la edad moderna temprana europeas, sino, más aún, la
misión universal católica en la era de los descubrimientos.
Quien quiera estudiar la historia de la globalización hará bien en
considerar la participación del papado en la formación de una elite
de hijos de la madre Iglesia, capaces de emisión en vistas a teleco
municaciones con zonas inexploradas de la tierra y con destinata
rios desconocidos338. Sólo esos apóstoles papamóviles, casi progra
mabas sin contexto, eran apropiados para la entrada en el servicio
exterior mundial en la temprana edad moderna. Ysólo un papado
que junto a la insistencia en el aspecto pétreo de san Pedro consi
guiera también una movilidad neopaulina era capaz de mostrarse a
la altura del reto ante la situación europea multiétnica, y más aún,
después, ante la mundialización. Por ese motivo, el romanismo ca
tólico no se pudo permitir mecerse en el sagrado letargo del mo
noteísmo pneumático de Bizancio, sino que, con mayor o menor
continuidad (prescindiendo de la depresión aviñonesca), desde el
Dictatus Papae -hasta que la Revolución francesa lo llevó definitiva
mente a la defensiva- permaneció al ataque apostólico.
Que el papocesarismo romano -a excepción del breve instante
de triunfo bayo Inocencio III (Lotario de Segni)- nunca pudiera
realizar sus objetivos estructurales se entiende por sí mismo desde
aspectos macrosferológicos, porque la emisora central romana nun
ca poseyó las instalaciones de conexión que hubieran sido necesa
rias para penetrar con efectividad los espacios locales de salvación.
Con sus posibilidades específicas de emisión nunca estuvo el papa
en condiciones de separar los poderes regios regionales de sus fuen
tes sacras, ni de quitar su capa mágica a los príncipes. Las emisoras
mágicas centrales, los portadores de carismas terapéuticos y psica-
gógicos, permanecieron activos por todas partes. Roma y sus obis
pos apenas consiguieron bautizar a los sanadores o salvadores loca
les y enseñar a los sacerdotes de los pueblos algunas secuencias en
latín. No es casualidad que -como Marc Bloch ha mostrado en su fa
moso libro- fuera la realeza francesa la que sacara fuerza política de
653
(Izquierda)Columna de Constantino en Estambul;
la estatua perdida en la cima de la columna, una estatua
reformada de Apolo procedente de Ilion, mostraba
al emperador en una corona de rayos, sosteniendo
en la mano izquierda un globo con una Victoria alada.
(Derecha)Globo de berilo con Niké de bronce,
presum iblem ente del siglo V
a. C.
(Izquierda) Columna de Trajano
en Roma, desde 1588 coronada por
una estatua de san Pedro.
(Derecha) Columna de Marco Aurelio,
coronada por una estatua de san Pedro
en la época de Sixto V, 1589.
su antiguo poder taumatúrgico de salvación y se enfrentara al pa
pado en el momento álgido de su poder: se tomó la libertad de tras
ladar y dirigir de Roma a Aviñón al representante de Cristo como si
se tratara de un vasallo más339. Por lo demás, el espacio imperial ale
mán permaneció virulento también en su figura fracasada; conti
nuó echando ponzoñosas flores tardías hasta el siglo XIX; sí, hasta la
655
época de Hitler, por supuesto. Críticos de la mentalidad alemana
pensaron, seguramente con razón, poder percibir en ésta huellas de
una frustración imperialjamás olvidada: lo que no se puede enten
der sino tomando en serio el concepto de imperio como referencia
a un sistema de apetito de poder insuperable durante mucho tiem
po. Efectivamente, sólo será derogado por el sistema de apetito de
éxito del capitalismo moderno y de sus «culturas empresariales».
Todavía el fundador de un imperio de espíritus imaginario, nue
vo, gnóstico-alemán, el iniciador del idealismo alemán y posterior
político de cátedra en Berlín, Johann Gottlieb Fichte, en la octava
lección de sus cursos de Erlangen Sobre la esencia del sabio y sus mani
festaciones en el ámbito de la verdad del semestre de verano de 1805
-medio año después de la autocoronación de Napoleón Bonaparte
como emperador de los franceses, en París, en presencia de León
VII-, bajo el título Del regente, presentó una teoría real que puede in
terpretarse como actualización de la mística alemana del imperio
con los medios de la filosofía idealista de la reflexión. Para Fichte el
regente es un puro representante de la idea dominante y, dentro de
esa propiedad, irrecusablemente una epifanía él mismo:
Él se reconoce como uno de los primeros y más inmediatos servidores
de la divinidad, como una de las extremidades corporalmente existentes,
por medio de las cuales ella interviene directamente en la realidad [. . . ], él
jamás quiere, sin más, que algo suceda, sino que suceda lo que quiere la
idea. Mientras ésta no le habla, calla también él, pues sólo para ella tiene él
lenguaje [. . . ]. De ese modo la idea le captura y le penetra por completo, ab
solutamente y sin reservas, y no queda nada de su persona y del curso de su
vida que no arda en ella como una ofrenda permanente. Y así es él, pues,
la manifestación más inmediata de Dios en el mundo540.
Este párrafo permite reconocer que también el idealismo ale
mán, tanto en su teoría de signos como con su politología (y con su
idea de funcionario), está en el continuum de la lógica de pureza de
la vieja Europa y representa, con ello, un capítulo tardío de la his
toria del transparentismo; la teoría de la figura de Fichte trata de los
últimos iconos vivos; quiere la iconostasis como gobierno. Desde el
656
Decoración suntuosa de Elpidio
Benedetti con ocasión de la fiesta
de curación de Luis XIV, detalle.
punto de vista argumental, el teorema de Fichte constituye el pun
to de sutura entre la interpretación premoderna y moderna del
mundo, dado que, por una parte, repite la clásica metafísica del ol
vido de sí serviciable, pero, por otra, en su fundamentación se sien
te comprometido con una Modernidad lógica que, renunciando a
proposiciones de la vieja ontología, obliga al absoluto a pasar por el
ojo de la aguja de la subjetividad reflex-ionante.
Naturalmente, la concepción fichteana de representación no per
tenece a una perspectiva apostólica, sino emanacionista, porque el
regente, como figura del ser, es irradiado inmediatamente en la rea
lidad profana, con mayor exactitud: se activa él mismo como radia
ción irradiada. Pero también el papado, que parece deber todos sus
logros a la apostolicidad, no podía substraerse en el punto culmen
de su triunfo a la coacción a autorrepresentarse epifánicamente; es
to se muestra, sobre todo, en eljuego de lenguaje omnipresente de
sol y luna, con el que desde el siglo XI la propaganda papal intentó
ilustrar el primado del dador de luz papal frente al receptor de luz
imperial.
De estos esbozos lacónicos, quizá sobredibujados, se infieren tan
tas cosas que la posibilidad de representación pura, incluso en el es
657
pació nuclear de la telecomunicación metafísica, en el caso de la re
presentación del Dios-Hombre por medio de un vicarius o seruus Ch-
risti, ya desde el punto de vista empírico e histórico seguía siendo
problemática a cada instante -por no hablar del análisis lógico y sis
temático-, dado que la presencia del emisor se mostraba dispersa y
desparramada tanto en las emisiones como en los enviados. No só
lo el modo de emisión estaba atravesado por una ambigüedad im
penetrable, a causa de la oscilación entre el estándar apostólico y el
emanacionista; el enviado, a su vez, tampoco se podía identificar
unívocamente, porque en el momento de madurez del conflicto la
representación de Dios se había descompuesto en tres pretensiones
del mayor rango, la cesaropapista bizantina, la papista y la imperial,
cuya pertinaz coexistencia habría de producir un efecto corrosivo
sobre toda simple creencia en la representación. Que el papado,
además, se presentara temporalmente cismático, como monstruo
con dos, a veces incluso con tres, cabezas, hacía del encuentro en
tre ser y signo algo chillonamente grotesco.
Los signos yuxtapuestos de plenitud del ser tenían que hacerse
sospechosos mutuamente de que, en cada caso, los otros dos fueran
signos vacíos (o, por lo menos, de menor rango) o simulacros ten
tadores, puesto que sólo uno de ellos podía ser verdaderamente
portador de presencia. Pero ¿cómo identificar la representación au
téntica? La recomendación de la parábola del anillo lessinguiana, la
de reconocer el verdadero anillo de salvación por sus efectos bene
factores en la vida del portador, no se podía aplicar en este caso por
que cada uno de los tres sistemas de representación sabía reivindi
car para sí la plenitud de signos de éxito; deJacto, cada uno de ellos
era capaz de emisión y producía por sí mismo los signos confirma
dores de la plenitud de verdad en la vida y de la cobertura por el éxi
to real. De modo que cada uno, en su espacio de emisión, se daba
plenamente la razón a sí mismo, cosa que, por lo demás, desde el
punto de vista semiológico es el rasgo fundamental de lo que en
sentido ontológicamente pleno se llama un «mundo»: en un mun
do que merezca ese título los criterios o indicios de la verdad de la
imagen de mundo pueden encontrarse en el mundo mismo, ex
ceptuando las verdades especiales reveladas, que necesariamente se
658
presentan desde fuera, y aquellos signos empíricos perturbadores,
que indican que este mundo, por más que se valga perfectamente a
sí mismo, puede verse implicado en una concurrencia de mundos
que ha de soslayar o ganar si quiere mantenerse.
De manera inquietante, la fórmula de compromiso de la paz re
ligiosa tras la era de las guerras confesionales, cuius regio eius religio,
fue anticipada por el triatlón cristiano de Bizancio, Roma y Aquis-
grán: de hecho, pues, durante toda la Edad Media; sólo que de aquí
no salió ningún principio de paz, sino un rearme de los espacios de
los que cada uno afirmaba de sí detentar la verdadera representa
ción de lo divino. Qué ideas tiene que hacerse un ser humano de
Dios y de los signos del ser es algo que depende, pues, de en qué es
fera de representación se encuentre por el azar del nacimiento. Ello
prefigura la guerra de los espacios de salvación y de las esferas de
signos del ser. La historia europea del último milenio ha sido estruc
tural y fácticamente durante buen trecho el desarrollo de las ten
siones polémicas entre los centros de la máxima representación:
tensiones tanto intramonoteístas, que se presentaban como luchas
entre las fracciones del cristianismo, como intermonoteístas, en tan
to guerra mundial entre los califas, como representantes de los pro
fetas, por una parte, y las tres cúspides representantes de Dios de la
cristosfera, por otra. La ingenua expresión de historiador «guerra
mundial» descubre aquí su estructura profunda, dado que el fenó
meno de la guerra mundial sólo puede entenderse a partir de la co
lisión entre posiciones sobre el presente salvífico, representadas al
mayor rango, y entre sus sistemas de emisión. «El imperio es el co
rreo, y el correo es la guerra»341. De lo que se sigue que cualquier
teoría suficiente del signo pleno, de la emisión y del acuse de reci
bo es asunto de Estado Mayor.
En este teatro universal monoteísta, en el que se emiten o pro
claman dentro del mundo diversos mensajes supremos por las más
altas instancias representativas, el pueblojudío ocupa un lugar apar
te, peligroso, expuesto a peligros. Lo extraordinario y excéntrico de
la posición judía se anuncia, en principio, en que no se deja inte
grar consonantemente en ninguno de los tres imperios cristianos de
659
representantes, aunque los fragmentos del judaismo de la diáspora
pudieran haberse integrado más o menos sin conflictos en las es
tructuras políticas de los dominios cristianos. Eljudaismo -no tanto
como etnia cuanto como posición en el espacio monoteísta de men
saje- estaba condenado al excentrismo porque, por su mera exis
tencia, constituía la espina en la carne de las teologías cristianas de
representación y de sus aparatos políticos.
Si se contemplaba seriamente el hecho judío desde la perspecti
va bizantina, romanopapal y germanoimperial, su presencia señala
ba la inconformidad con el axioma del mundo cristiano: que en la
persona del fariseo crucificado y resucitado, Jesús de Nazaret, el Me
sías anunciado por los profetas, había aparecido en presencia cor
poral el rey ungido de la salvación, para cumplir las profecías y, más
allá de las fronteras del judaismo, restituir a todos los seres huma
nos preparados para la buena nueva al reino de salvación de un
Dios que no era otro que el del judaismo. Si hasta el año 135 en Pa
lestina ydespués en la diáspora siguió existiendo eljudaismo como
judaismo «imperturbable» fue sólo porque nunca habría podido
aceptar la doctrina de la presencia mesiánica.
Así pues, en tanto que poscristianamente el judaismo sólo pudo
persistir mediante negación y como negación del supuesto aconte
cimiento mesiánico, la existencia de ese pueblo adoptó un rasgo
inevitablemente anticristiano a los ojos de la Iglesia y del Estado cris
tiano. El anticristo no era algo que había de ser temido por los
cristianos como tentación venidera: como prehistoria persistente
del cristianismo, era más antigua que este mismo. La diabolización
de la resistenciajudía fue la respuesta más cercana a esto. Que los
pueblos paganos no lo tuvieran fácil a menudo con la aceptación
del mensaje cristiano era algo que desde la perspectiva de los mi
sioneros podía aclararse también, quizá incluso perdonarse, porque
el Evangelio era un mensaje completamente nuevo, desacostum
brado e inaudito para ellos. Para la no-aceptación de la Buena Nue
va por parte de los judíos valían otras reglas de juego; a ellos no
había que explicarles largamente la nueva mesiánica, ellos la en
tendían mejor que cualquiera, pero la consideraban como una no
ticia falsa, por no decir como una doctrina herética blasfema. Para
660
la mayoría de los judíos el incidente de Jesús no era otra cosa que
una suma de malentendidos seductores: un torbellino de errores,
agrupados en torno a un error central demoníaco, la ilusión del Me
sías. Si los ortodoxos hubieran podido seguir los acontecimientos
de la tristemente célebre Sagrada Cena, en esa macabra comida de
cordero y bebida de sangre-vino apenas habrían reconocido otra co
sa que una falta de gusto elevada hasta el delirio. Con airada per
plejidad, y hasta bochorno, el grueso de los judíos ortodoxos, fari
seos y pueblo, observaban el insondable extravío del híbrido rabino
prodigioso, que se daba importancia ante sus partidarios con auto-
designaciones ilusorias y había sobrepasado los límites hacia el abis
mo con su imperdonable «Yo soy» (Marcos 14, 62).
Desde el punto de vistajudío, ese «Yo soy» mesiánico es una me
ra expresión escandalosa y con ello un signo vacío que no posee den
sidad teológica ni solidez metafísica alguna. Sólo considerar que, a
pesar de todo, fuera quizá un signo completo sería ya indicio de una
crisis mental infausta. El predicado proposicional, el verdadero Me
sías, no puede estar presente en el sujeto de la proposición, el yo de
Jesús, y, aparte del escándalo, el hablante no puede producir con ese
enunciado, en el mejor de los casos, más que lo que la crítica lin
güística medieval llamará un flatus vocis, un soplo de aire a través de
cuerdas vocales que resuenan sin manifestar nada que arroje sentido
válido; en el peor de los casos, un demonio se habría apoderado de
la subjetividad del hablante para colocar en el mundo una terrible
quimera vocal que, reforzada en la escritura, habría de suscitar mun
dos enteros de conciencia ilusa y engañada. Como era imposible que
la ortodoxia judía -dejando de lado, por el momento, la corriente
helenista liberal, descomprometida- se sobrepusiera a sí misma, de
cidiéndose a contestar afirmativamente la cuestión de la mesianidad
de Jesús, para ella, desde la perspectiva de la historia sagrada, y si se
prescinde de una tentación eventual, momentáneamente avivada,
con el incidente de Jesús no había sucedido nada.
Nunca se podrán valorar suficientemente las consecuencias de
esa opción por la nada, por la ausencia de presencia mesiánica.
Pues, desde la perspectiva de los afirmadores, en adelante eljudais
mo se fue convirtiendo cada vez más en el pueblo de los negadores,
661
sí, en el pueblo de la nada, que habría de comportarse como un ob
servador exterior diabólico con ocasión de la celebración de la ve
nida de Dios dentro de los sistemas cristianos de presencialización.
La conciencia cristianajamás podría olvidar del todo que la miraba
desde fuera un testigo que no podía disimular su desdén por el
error de los presencialistas. La verdad es que: si se adopta, aunque
nada más sea por un instante, la posiciónjudía con respecto a la in
novación cristiana, inmediatamente se plantea la pregunta de qué
es lo que hicieron propiamente los cristianos para seguir con éxito
tan irreprimible y celo tan desconsiderado a un Mesías que no esta
ba ahí, o, más bien, que quedó en mero pretendiente. ¿Qué signifi
ca hacer profesión de fe de la presencia real de un Dios nunca apa
recido? ¿Qué significa traducir un mensaje no válido a todas las
lenguas de la tierra, y erigir pulpitos, obispados y escuelas en todos
los rincones del orbe para la promulgación de un signo vacío?
Las preguntas son de una espantosa ironía, puesto que movilizan
contextos y relaciones hipergrandes, sobreobjetivas, superridículas.
Jamás un mero deseo privado de burla bastaría para evocar, ni de le
jos, objetos de tanto peso. ¿Qué hacen, dicho en serio, esos cristianos
que han apostado su vida a un signo vacío y cargan con toda la res
ponsabilidad de difundirlo? ¿De dónde procede el poder del signo de
la cruz, si el fariseo crucificado en el medio no tenía preeminencia
metafísica alguna frente a los dos malhechores de izquierda y dere
cha? ¿Qué mueve a los cristianos cuando con tanto ímpetu se colocan
en la sucesión de un poderdante que no podía tener poder alguno?
Estas «preguntasjudías» idealizadas no se plantean, además, des
de la perspectiva de una cultura extraña, como, por ejemplo, desde
el punto de vista de una analítica estoica o budista de las ilusiones.
Estoicos o budistas no se interesan genuinamente por una figura que
se llame Mesías, y no tienen opinión alguna sobre la circunstancia de
si una persona determinada ha sido eso o no lo ha sido; tampoco
quieren adquirir ninguna, porque, desde su punto de vista, tener
opinión sobre ese asunto no puede conducir sino a un superfluo es
trechamiento de conciencia. Por eso, su exterioridad frente a los
afirmadores cristianos es de otra calidad completamente diferente
a la del judaismo, que en asuntos mesianológicos está condenado a
662
una posición terminante, y llegado el caso, como es comprensible, a
una negativa. Mientras que estoicos y budistas afrontan la tesis cris
tiana de la presencia del Mesías, por decirlo así, desde una exterio
ridad exterior, que no hace daño, en principio, y deja abierta cual
quier opción, como quien dice, a los judíos les corresponde, post
Christum crucifixum, la posición de la exterioridad interior; su no tie
ne peso sistemático porque, como negación íntima, conmueve la
raíz del sistema entero de presencialización de los afirmadores.
Por eso, ocasional y sintomáticamente, el cristianismo sueña con
forzar a posteriori el asentimiento judío. Para esto es significante la
leyenda del icono sangrante de Constantinopla, que divulgó Santia
go de la Vorágine: un día una imagen de Cristo de la iglesia de la
Sagrada Sabiduría fue atacada con la espada por un judío furioso y
herida en el cuello; acto seguido salió un chorro de sangre de la
imagenyrocióalrenegadojudío;asustado,arrojólaimagenenuna
fuente, donde fue encontrada más tarde; y eljudío abjuró de su obs
tinación y se convirtió al Dios cristiano; una historia semejante se
cuenta de Berit, en Siria; allí, la sangre derramada por la imagen de
Cristo se recogió en una botella que fue llevada a Roma y conserva
da en una iglesia342. Historias de este tipo celebran la venganza del
signo pleno sobre los escépticos. Por lo demás, el género de los mi
lagros de iconos y milagros de hostias, en conjunto, es característi
co de una ola, más bien epifánica que apostólica, de fijaciones per
suasivas de signos frente a un medio escéptico.
Como hemos dicho, la negatividadjudía resultó tan pesada por
que tampoco los afirmadores podían negar que los judíos son el
pueblo que debía saberlo. Por eso, los sistemáticos de la verdad cris
tiana, los apologetas, se ven obligados a interesarse por los motivos
del errorjudío. Aquí comienza lo que desde el siglo XIX se llamará
crítica de la falsa conciencia. Ya Tertuliano, en su escrito Contra los
judíos (capítulo 14), intentó explicar su no adhesión a la festividad
de la presencia mesiánica desde un malentendido profundamente
anclado: si ignoran tan obstinadamente la llegada de su propio li
berador potencial es porque no habrían aprendido a distinguir en
tre la primera llegada, en la pobreza, y la segunda, en la majestad.
Mientras que la segunda venida se realizará con toda evidencia, la
663
primera sólo se manifiesta a la fe; por eso, con la llegada de la evi
dencia asaltará a la mayoría el pánico, mientras que para los cre
yentes significará el cumplimiento de su esperanza. Por eso, en rela
ción con esa diferencia, los cristianos, por su fe, ya están en posesión
de la comprensión verdadera, mientras que losjudíos prefieren su
ofuscación habitual a la verdad revolucionaria.
La tragedia del judaismo, frente al mundo cristiano, surge del
hecho de que su negativa cuenta más que cualquier otra; tienen,
por decirlo así, que mantenerse apartados de la celebración de los
otros y no pueden bailar en torno al becerro de oro de la presencia.
Si hubiera que reducir a un concepto lo propio de la espiritualidad
judía habría que decir que al hecho de serjudío pertenece la ple
nipotencia de la negación: una postura negativa frente a todas las
epifanías religiosas extrañas, así como frente a eventuales afirma
ciones de presencia mesiánica en la religión propia. En los signosju
díos del ser puede haber, en todo caso, referencias previas a una
presencia futura, remitida siempre a más tarde, pero ningún ins
tante pleno, cumplido, en el que se celebraran las nupcias entre ser
y sentido. Para eljudaismo quedan separados para siempre signos y
presencia de Dios mediante una distancia mayestática. Los signos,
leídos al modo judío, estimulan a la discreción ontológica y signifi
can reserva frente a la profusión.
Si se aplicara -da igual como historiador que como semiólogo-
esa misma óptica discreta al fenómeno cristiano, se plantearía es
pontáneamente la pregunta de qué o a quién representan propia
mente los cristianos cuando se refieren a un primer signo, cuya ple
nitud se niega, y qué sucede con su plenipotencia cuando remiten
a un promotor, cuya mesianidad impugnan los portadores origina
riamente competentes de las esperanzas mesiánicas. ¿Qué es lo que
sucedió, pues, básicamente cuando los afirmadores se independiza
ron de los negadores? ¿Es la independencia de ese sí tan fuerte en
sí misma que puede fortalecerse y regenerarse por sus propios me
dios, sin que le afecte ningún ataque de fuera? ¿Qué significa si
quiera representación cuando en un proceso corto los representan
tes han eliminado cualquier duda de que haya habido alguna vez
algo representable? ¿Yqué es o significa esa presencia, que depen
664
de tan completamente de relaciones de representación que con to
da la presión de autoridades imperiales pudo pasar perfectamente
por real aunque nunca hubiera ocurrido?
Estas preguntas, que habían de aparecer inevitablemente en la
raya limítrofe judeocristiana y cuyo potencial de fuerza nunca se
puede valorar con suficiente altura, tras los procesos de seculariza
ción de la era moderna y la ruptura del monopolio informativo cris
tiano en la sociedad moderna se convirtieron, por decirlo así, en
preguntas de cada cual; pero, como tales, ya no se plantean explíci
tamente sino que se van retirando debido a esa palabra de cada
cual: indiferencia. La moderna fórmula del derecho misionero
-que cualquiera pueda representar de modo plenamente legítimo
lo que le parezca correcto y digno mientras no cause violencia a na
die, así como que cualquiera pueda hablar sin representar nada- só
lo ha solucionado el problema en apariencia, haciéndolo invisible
dentro de una relajación sólo a medias sensata e inteligente. Por eso
todos se estremecen, sorprendidos, cuando alguien, con una pala
bra peligrosa, remueve los viejos secretos del discurso plenipoten
ciario y su presencia en los medios profanos.
Un suceso como la muerte en accidente de la princesa de Gales,
Diana, y las honras fúnebres, sin par, del 6 de septiembre de 1997 en
la catedral de Westminster y en las calles de Londres, un aconteci
miento que por su resonancia en los ánimos y los medios adquirió
una dimensión cuasi-numinosa -se habló de la transmisión o co
bertura más amplia en la historia de la televisión-, dejó a la inteli
gencia moderna en un mutismo elocuente, que no en último tér
mino puede explicarse por su repliegue anticipado de las
cuestiones lógico-mediáticas y lógico-metafísicas que precisamente
se plantean. El poder de los mensajeros va mucho más allá que el
mensaje: la historia entera del cristianismo lo demuestra y los gran
des relámpagos mediáticos de nuestros días lo dejan claro de vez en
cuando; ese poder llega tan lejos que la representación y transmi
sión de un mensaje consigue validez como actividad de tipo propio
y derecho propio, independientemente de si la representación está
respaldada o no por la presencia del original en la imagen, inde
665
pendientemente, incluso, de la cuestión de si ha habido siquiera al
guna vez un original.
La representación tiene preeminencia: ésta es la información de
finitiva que puede conseguirse por la hipotética adopción de la po
sición judía frente a la afirmativa mesiánica. La mirada judía cons
tata sin parpadeo: que el emperador-papa de Bizancio, el papa
romano y el emperador alemán -así como la larga serie de prínci
pes apostólicos en la vieja Europa- se presentan cada uno a su mo
do y con sus medios como vicarii Dei sobre la tierra, a pesar de que
en el núcleo de sus sistemas de representación haya -dicho judía
mente- un signo vacío. De ello puede extraerse una consecuencia
importante: que el vacío de un signo no desconcertará jamás a los
decididos a representar. Nada consigue desviar de su camino el ím
petu del furor representativo una vez que ya ha alcanzado un mo
mento crítico por ganancia de autoridad y rutinización. Represen
tar, entendido como actividad de derecho propio, aspira a ser la
representación de una plenitud: una plenitud que sólo puede ser
asegurada por la total determinación del signo a transmitir por obra
del mensajero mismo. Un mensajero al que le importa su fuerza no
puede hacer otra cosa que transmitir una información fuerte de un
remitente fuerte y guarnecer con el propio poder el poder del re
mitente (y con el del remitente, el suyo propio). No se transmite
más que lo que el transmisor transmite. Todos los sistemas de deseo
de poder y de sentido descansan en ese principio de proliferación.
Si se busca una interpretación para esta -considerada ingenua
mente- relación desconcertante, se muestra de inmediato que la ple
nitud del signo mismo es función de su plena determinación por el
representante. Si la presencia de Dios en el signo fuera una eviden
cia general indudable, nunca podría formarse una cadena de repre
sentantes, dado que todos, y siempre, percibirían inmediatamente la
presencia de Dios. En ese caso los intérpretes serían superfluos y has
ta un estorbo. Sólo si Dios está encubierto pueden aparecer inter
mediarios que pretendan haber mirado tras la cortina; sólo si Dios
no está manifiesto tiene sentido la afirmación de que se manifiesta a
veces. Así se aclara la posición del intermediario, cuya misión co
666
mienza siempre con la decisión insuperable de colocarse él mismo
entre Dios y los receptores de los signos de su presencia. La decisión
del mensajero es la relación mediocrática fundamental que consti
tuye y mantiene simbólicamente los grandes grupos.
Esa condición jamás puede ser reflejada en el sistema metafísico
de emisión mismo; a no ser de forma negativa: como condena de los
falsos apóstoles y de los sacerdotes mendaces en sistemas de emisión
igualmente construidos. En el apóstol de otra religión y en el disi
dente herético de la propia se puede reconocer fácilmente que él
mismo se ha nombrado a sí mismo o se ha hecho creer algo, con
éxito, a sí mismo. Por el contrario, la misión propia, los mensajeros
convencidos la sienten necesariamente mucho más -toda una di
mensión más- verdadera, más objetiva y, en consecuencia, más se
ductora y comprometedora. Vista desde el representante genuino,
sería verdadera incluso aunque él no la representara; y esta suposi
ción es totalmente consistente porque, por una parte, todos los re
presentantes han de ser representables, a su vez, por principio, y
porque, por otra, a todo representante le precedió otro, de hecho,
hasta llegar a aquel Pablo con el que comienza la escuadrilla cris
tiana. En lajerga de los ontólogos y teólogos del encuentro, la mar
cha en una escuadrilla de mensajeros gusta de reproducirse mistifi-
cadamente bajo la fórmula de que Dios y el ser son quienes se han
anticipado a la propia presencia y discurso. En realidad, sólo un
menssyero anterior puede anticipar al presente.
Lo que acabamos de designar como «decisión del mensajero» re
mite de nuevo al fenómeno, mencionado reiteradamente, del cam
bio de sujeto; por su forma psicológica significa el consentimiento
del sujeto en someterse a un gran complementador precedente: un
otro interior, cuya grandeza perselibere el impulso a su propaga
ción o transmisión pública. Si el complementador no fuera más que
el amigo o la amada, el lenguaje de ese amor podría consumirse en
susurros privados, y un eventual excedente suyo sólo podría publi
carse como literatura. Cuando el amado es Dios, las declaraciones
de amor y de lealtad tienen que presentarse como una misión a lo
grande. El mensajero prueba su amor por el Gran Otro hablando
de amor a un tercero.
667
Volvemos, así, a percatamos de cómo motivos microsféricos irrum
pen en la praxis macrosférica y le proporcionan su tonalidad perso
nal. La compartición de la subjetividad con un otro interior de for
mato monoteísta conduce -como ya hemos dicho- a un estrés de
verdad, veritativo, que ha de ser descargado en praxis misionera. Pa
ra los socios humanos de ese dúo con pretensiones, casi sería inso
portable estar uncidos con un gran Dios sin imperio. Por naturaleza,
ese gran Dios es el compañero providencial mundanamente más
grande. Para ayudar a Dios a conseguir su reino y participar él mis
mo de ese goce de reino, se desarrolla en el compañero humano del
Dios con forma de reino y demanda de reino la unidad de acción de
servir y emitir, como entrada necesaria en el contrato apostólico.
De estas consideraciones se deduce que la representación del ab
soluto es un acto de derecho propio, en el que lo representado se
manifiesta a la vez que la acción representativa o -dado que esto no
es posible inmediatamente- lo hace en la imagen, en la noticia. Re
presentar significa producir imágenes y palabras, y llenar espacios
de presencia de imagen y palabra. Como gesto de naturaleza pro
pia, ese representar es originariamente teopoiético, divinizador, y
corresponde al verbo griego theapoiein, convertir en dios: una pala
bra en la que, como en la latina divinización, ya estaba expresada
claramente la contribución activa del representante en la produc
ción de la imagen sagrada. Como es natural, esa palabra tuvo que
ser desterrada del vocabulario positivo de la metafísica monoteísta y
de la religión cristiana, dado que sólo parecía utilizable para las teo-
poesías de las posiciones paganas o heréticas, mientras que la doc
trina propia no podía reflejarse como teopoesía, teofactum, fetiche,
sino exclusivamente como doctrina recibida, aceptada, verdadera
objetivamente. Los representantes que quieren ser puros se arre
dran ante la idea de ser autores de palabras de Dios o escultores de
imágenes de Dios, como ante el mal mismo, aunque defació estén
implicados en un proceso inacabable del formular y reformular teo
poiético. Cuanto más dura el proceso de emisión, más se apila el
monte de formulaciones históricas de los representantes: y entre
ellas hay muchas a las que ya no se atreven a recurrir los represen
668
tantes «puros» que ejercen como tales. (En torno a 1996,Juan Pa
blo II expresó 94 veces, en manifestaciones oficiales de la Santa
Sede, reconocimientos de culpa y de pesar por los errores e injusti
cias de sus predecesores y de la Iglesia católica en general. )
Desde Giambattista Vico, el fundador de las ciencias del espíritu,
que, como resulta más claro cada vez, habían de llamarse mejor
ciencias de las esferas, se ha puesto sobre el tapete el argumento de
que antes de la Modernidad la realidad histórica de los pueblos es
tá constituida eo ipso teopoiéticamente y de que la ciencia de los se
res humanos ha de ser, por tanto, la ciencia de las formas de vida
autocreadoras. Con esta referencia aparece a la vista el motivo por
el que en la Modernidad la poetología -incluso y precisamente en
las primeras cosas- ha aventajado finalmente en rango a la ontolo-
gía y a la teología: la reflexividad de las relaciones modernas de co
municación hizo aparecer el carácter artificial y remilgado de la
esencia metafísica de los mensajeros, funcionarios y signos, en ge
neral, a una luz tan nítida que parece imposible volver ya nunca más
a los estándares de autoengaño de la antigua Europa. Nunca más el
remitente se dejará separar tanto del transmisor que la idea metafí
sica y feudal de la entrega pura de mensajes objetivos pueda seguir
valiendo. ¿No ha incluido también al cielo, hace ya mucho tiempo,
la crisis de los autores? ¿Yno es la crisis de los representantes el pen-
dant necesario hacia el ocaso del remitente absoluto? ¿Dónde han
quedado los carteros olvidados de sí mismos, que antes ocupaban
todos los puestos interesantes? ¿En quién piensa aún Martin Buber
(salvo en sí mismo) cuando dice que a quien no piensa en sí mismo
se le entregan todas las llaves?
Ahora sólo importaría que los teólogos se deshicieran de su ró
tulo profesional y se reconocieran como teopoetas, y que, acto se
guido, las antiguas facultades teológicas se volvieran a unir con la li
teratura comparada y la antropología cultural. ¿Fue en vano que
Platón pensara en los poetas cuando acuñó la palabra theológod
¿Quién podría hablar aún de Dios o de dioses sin confesarse poeta?
Esta regla abarca también al mismo Dios y a los dioses, en tanto sus
autorretratos se presentan por regla general como revelaciones y
sus poemas como creaciones de mundos. Los carteros de antes, los
669
apóstoles sin yo, han sido desenmascarados como autores y reescri
tores de sus entregas; y esto no sólo desde que Joseph Klausner (in
troduciendo las cargas explosivas de Nietzsche en eljudaismo), en
su libro sobre san Pablo de 1939, presentara al apóstol de los pue
blos como el auténtico fundador del cristianismo: una tesis con la
que ha conectado el filósofo judío de la religión Jacob Taubes, ra
dicalizándola. La idea del transmisor -sea de lo que sea- puro, olvi
dado de sí, totalmente transferido al remitente, se ha liquidado am
pliamente por sí misma debido a un simple aumento de la atención
a los puntos problemáticos. Como se puede decir en tono relajado,
los grandes remitentes son ficciones de representantes, surgidas del
espíritu de distribución imperial del deseo de poder y de sentido.
Por lo que respecta a transportes puros de emisiones, como re
lativamente mejor se garantizan hoy es con los servicios privados de
mensajería, que se hacen pagar cara su puntualidad desinteresada,
olvidada de sí misma. Todos los demás repartidores, también los sa
cros, pueden reconocerse, a su vez, como gentes de negocios me
diáticos, que buscan participaciones en el mercado de misivas, y es
to generalmente por motivos que no podrían calificarse fácilmente
de desprendidos u olvidados de sí. (Pues ¿qué es más egoísta que la
salvaguarda de intereses de identidad en beneficiarios de posiciones
tradicionales? ) De todos modos, en la Modernidad es el remitente
el que paga el porte, mientras que en la era metafísica se encarga
ban de ello los receptores. ¿No fue toda la historia económica de los
monoteísmos clásicos un gran intento de hacer que pagara el porte
no el remitente, sino el receptor? El monoteísmo fue erigido sobre
una economía del agradecimiento: dependiente del agradecimien
to adelantado de los destinatarios por misivas que merecían cual
quier porte yjustificaban cualquier reembolso. La Modernidad pu
so en su lugar la economía de los codiciosos que invierten en tanto
pueden esperar recibir más de lo que arriesgaron.
A una última insurrección de la metafísica de los carteros se lle
gó en el siglo XX, curiosamente del lado de una teologíajudaica que
comenzó a interesarse por san Pablo como agente secreto de una
misión judía universal. Si san Pablo ha de ser reivindicado como
670
apóstol general deljudaismo -cosa que han hecho autores como Ro- senzweig, Ben-Horin, Taubes y otros con la pasión de la ironía-, en tonces no sirve de nada el fantasma del menssyero puro. Pues san Pablo, en relación con embayadas judías, está en debate en princi pio como falseador, en una segunda mirada quizá como agente se creto, pero en ningún caso como enviado puro. Sea como sea, los teólogos citados critican en primer lugar el hermetismo religioso- nacional del judaismo histórico y reprochan a éste no haber satisfe cho su encargo, formulado por el segundo Isaías, de ser la luz de los pueblos, por culpa de su rígida clausura étnica343. Por el contrario, Pablo, el disidente, el traidor aparente, habría hecho justicia al en cargo misionero universal del judaismo, aunque no con un menssye que pudiera valer ya, sin más, como mensaje de Israel. Ben-Horin, que ha aguzado especialmente, en conexión con Franz Rosenzweig, la teoríajudía del cartero, dice expresamente al respecto:
¿Era ese mensaje todavía el mensaje de Israel? La [. . . ] pregunta fue ne
gada por el judaismo histórico. Se sentía traicionado por Pablo, no repre
sentado [. . . ], y sin embargo fue Pablo quien cumplió, en representación, el
encargo de Israel de ser «luz de los pueblos». Franz Rosenzweig hizo ob
servar una vez que no fue el judaismo, sino el cristianismo, quien extendió
la Biblia hebrea hasta las islas más apartadas [. . . ]. La Biblia de Israel [. . . ] por
la propaganda de la fe que llevó a cabo Pablo se convirtió en el best-sellerdel
mundo antiguo344.
Con ello, Pablo, como apóstoljudío, es provisto aposteriori por el
remitente religioso-nacional de una plenipotencia religiosa univer
sal. Todo el argumento está cargado de ironía histórico-teológica, en
tanto, según él, el cristianismo puesto en circulación por Pablo apa
rece como parcel Service para el reparto de Antiguos Testamentos en
el orbe no judío: con lo que los Nuevos Testamentos habían de ser
considerados como suplementos problemáticos. A quien este argu
mento le parezca indecente que considere que la temprana histo
riografía eclesiástica, por su parte, interpretó la dispersión de losju
díos por todo el imperio -tras la destrucción del templo en el año 70
y, completamente, tras la sublevación de Bar Kóhba en el 135- con
671
un argumento análogo como praeparatio evangélica, pues donde ya
había judíos podían seguir más fácilmente misioneros cristianos: lo
que bien puede valer también como una clásica figura parasitológi
ca de pensamiento.
Esta construcción permite reconocer lo que cuesta querer salvar
al remitente después de que el mensajero está ya ahí como desnu
do. Sobre todo es interesante porque identifica a Pablo como un
mensajero que también después de la experiencia de Damasco se
equivocó de remitente. Si se hubiera comprendido correctamente a
sí mismo nunca habría debido decir que no era él mismo, sino Cris
to, quien vivía en él: más bien vivía en él el mandato deuteroisaíaco,
para el que la predicación de la enseñanza y figura de Cristo sólo
era una forma de cobertura. Este argumento aboca a un semio-psi-
co-análisis del apóstol, que hace dependiente un proceso secunda
rio cristiano de un proceso primario judío. No otro es el sentido de
aquella «recuperación de Pablo para eljudaismo» sobre la que cier
tos rabinos dialogan con tanto gusto durante largos fines de sema
na académicos con ciertos teólogos cristianos.
El proceso primario esjudío: con él se establece la existencia de
un inconsciente profético, y, como todo inconsciente auténtico,
tampoco éste puede no emitir lo que le fue inculcado que emitiera.
En consecuencia, este inconsciente no puede no hablar de elec
ción. Si lo expresamos positivamente, extrapolando las referencias
de Rosenzweig y Ben-Horin: el volumen de deseo de poder del in
consciente judío promete más de lo que podrían reclamar los inte
resados católicos, ya que ofrece o pone ante la vista lo insuperable.
Nada proporciona más gusto imaginario anticipado de poder y gus
to real de poder que el mareaje de un sujeto con un signo de elegi
do. Nadie conseguirá querer liberarse de un inconsciente tal; sí, el
predestinadojamásestaráencondicionessiquieradeanalizarloyde
exponerlo, así, a un trance crítico. Hay que desconfiar aquí, más
que en ningún otro caso, del fantasma del autoanálisis. Por eso Sig-
mund Freud, el inanalizado «profeta del inconsciente», en el que el
inconsciente del profeta estaba perfectamente marcado y perfecta
mente emboscado (no reprimido), hizo todo lo posible por borrar
la huella que conducía a su propio caso. Con gran arte de sugestión
672
dirigió la atención al inconsciente libidinoso-sexual de los neuróti-
cos profanos y se cuidó bien de que no se hablara del inconsciente
libidinoso del elegido.
La misión de agente secreto de san Pablo habría consistido, pues,
en marcar a los pueblos nojudíos con el inconscientejudío ycon su
signo, el de la elección. Como dio a entender Jacob Taubes, en una
interpretación tan iluminada como de fuego fatuo, por esa salida de
la clausura nacional-religiosa deljudaismo habría de cumplirse el ac
to fundacional de un nuevo pueblo de Dios fuera del judaismo: un
pueblo de Dios que es definido por Taubes, al que no le son extra
ños, por lo demás, bruscos tonos elitistas, como pueblo-proyecto es
trictamente universalista e igualitarista345. Según ello, el sentido de la
misión paulina habría sido la transmisión del privilegio de elección
a todos los pueblos fuera del «pueblo realmente elegido». Elección
para todos: una paradoja que, naturalmente, sólo puede funcionar
en la latencia, porque al aparecer en lo explícito arruina inmediata
mente a sus agentes y agencias. El signo de la pertenencia al nuevo
pueblo inclusivo-exclusivo de Dios ya no podía, extrajudíamente, ser
transmitido como character indelebilis al cuerpo de los hombres: por
eso san Pablo no vio otra salida que derogar la ley de la circuncisión
para los seguidores de Cristo masculinos nojudíos.
Con ello, se fue a pique el primer signo de la elección. Por ese
motivo san Pablo tuvo que hacer hincapié en un signo transferible
a toda costa: de ahí su obsesión por la cruz. Sólo éste servía como
signo representativo del protosigno no-transferible. En su interpre
tación y propagación puede comprobarse que la operación central
del pensamiento paulino es la recodificación de la elección, pre
destinación. Esta sólo tiene éxito si se puede conseguir un concep
to superior de circuncisión que salve el significado sin exigir el acto:
y san Pablo encontró ese concepto. Estar circunciso significa para
él: haber aceptado un debilitamiento por la fe en un Dios sufriente,
para participar después, para siempre, en el sistema más soberano
de goce del poder y del sentido. En cuanto se sabe de qué es metá
fora la circuncisión, la metáfora puede cambiarse. La metaforiza-
ción paulina de la circuncisión viene prefigurada en el preceptoju
dío: «Habéis de cercenar el prepucio de vuestro corazón y no seguir
673
siendo duros de cabeza» (Deuteronomio 10, 16). Un grado de cir
cuncisión así tiene que darse, ciertamente, en seres humanos que,
por lo demás, siempre defienden con gusto, inquebrantablemente,
su arrogancia; esto, suponiendo que el monoteísmo tenga sentido,
y que los seres humanos puedan hacerse comunitarios por una hu
millación bien integrada. (Lacan, dicho sea de paso, desde una po
sición fundamental criptocatólica, se adhirió estrechamente al pro
ceder de san Pablo, comprometiendo a sus pacientes, dado que no
podían ser circuncidados, al credo en una castración simbólica y en
una deficiencia constitutiva. )
El signo del Dios sufriente, la cruz, señala a los renacidos en el
proceso de transferencia y ampliación de la conciencia de elegido.
De ahí el pathos estaurológico de san Pablo; la cruz, staurós, ha de
sustituir al cuchillo de la circuncisión, pero tiene que imprimir la
misma información en la carne bautizada: ¡elección para todos en
el pueblo pneumático! Según san Pablo, el inconsciente tiene la es
tructura de una vinculación imposible.
Sólo allí donde la discreta transferencia de la fuente de deseo
de ser consigue elección también para los creyentes no-judíos se es
tablece -por infección inconsciente o por asunción consciente- la
identificación con la ley y con el precepto de amor. Si se toma en
serio esa transferencia ética, la teoría del cartero del cristianismo
no sólo es una construcción desesperada de teólogos para salvar la
posición judía en su peculiaridad histórica; describe un procedi
miento que, a pesar de su apenas soportable ironía, pertenece a la
historia positiva de las ideas y al proceso moral de la civilización oc
cidental.
Este rebrote, aparentemente último, de la metafísica del cartero,
que pretendió que la carta judía se repartiera globalmente por el
correo cristiano, fue superado de nuevo por el teólogo seglar pro
testante, jurista, sociólogo y filósofo del lenguaje Eugen Rosenstock-
Huessy con una teoría general de los repartos postales que, a sus
ojos, había de ser, a la vez, la auténdca teoría de las culturas y de las
comunicaciones creadoras de pueblos. Rosenstock-Huessy, unido al
filósofojudío Franz Rosenzweig por una amistad exasperada, consi
674
deraba misión suya rechazar, desde una perspectiva cristiana, la iró
nica teoría de la evangelización judía per christianos. Esto sólo pudo
conseguirse por una extensión radical de la base evangélica, datan
do con anterioridad las buenas nuevas, que se retrotraen, así, hasta
los comienzos de las comunicaciones humanas. Si los apóstoles cris
tianos habían de ser algo más que agentes secretos de un incons
cientejudío yrepartidores del best-selleroriental que supone el Anti
guo Testamento, que ha de ser distribuido en todo el mundo como
suplemento al Nuevo, necesitaban a sus espaldas un remitente que
tuviera más que enviar y decir, desde objetivos religioso-universales,
que el programa religioso-nacional del judaismo.
Rosenstock cree poder identificar a ese remitente: lo encuentra
en una figura procesual teológica, en un Espíritu Santo lingüístico
generalizado. La ingeniosa maniobra de Rosenstock consistió en se
parar el milagro de Pentecostés de su fecha y repartirlo por toda la
historia del lenguaje. Lleva la fecha de este acontecimiento hasta los
comienzos del lenguaje en general y hasta los primeros gestos de la
comunicación face-to-face humana, y lo hace devenir crónico, des
pués de Cristo, en la historia de la libertad y revolución de Europa,
América y resto del mundo, en tanto en ella es posible ya el discur
so libre. Para Rosenstock el retroceso a los primerísimos comienzos
del lenguaje es importante, ante todo, porque sólo así puede ase
gurarse el pluralismo de los puntos de partida, de las pautas, para
comunicaciones conformadoras de pueblos. «Es impensable que, al
hablar, nosotros hagamos algo diferente a los seres humanos de to
dos los tiempos. » Rosenstock considera los arroyos de las cien mil
lenguas que hablaban los grupos humanos arcaicos, y que a co
mienzos de la época imperial confluyeron en ríos de lenguas cultas
y lenguas universales, como gigantescos procedimientos de convo
catoria, en los que, por doquier, los antepasados muertos,junto con
su sabiduría y ofuscación, hablan a través de las generaciones vivas.
«Dime quién te habla y sabré quién eres. » «Somos hijos de la escu
cha»546. Desde este punto de vista, toda la época arcaica, así como el
Viejo Mundo, se convierte en una propedéutica del pleno hablar.
Antes de Cristo pueden distinguirse, en lo esencial, cuatro corrien
tes lingüísticas que condicionan cuatro modos de escuchar y trans
675
mitir. Un habla fructífera es posible en el continuum de las palabras
de los antepasados y de los muertos, en el continuum de las doctri
nas sobre los fenómenos celestes, en el continuum de los cantos de
las musas y en el continuum de los discursos proféticos sobre los ho
rrores del fin del mundo.
Sólo en la escucha de los discursos que surgen de esas fuentes la
humanidad se convierte en un instrumento de música y discusión,
cuya resonancia se prueba con mensajes más exigentes cada vez.
Con la parte fundamentadora de su filosofía del lenguaje, Ro-
senstock-Huessy hace un incurso inspirador en la antropología ge
neral de la comunicación; considera a todos los pueblos antiguos y
sus lenguajes como contribuyentes a un proceso universal de ani
maciones mediante una multiplicidad de interpelaciones, coinci
dencias, nombramientos, misiones. Rosenstock reconoce por do
quier el cambio de sujeto apostólico, el hablar por el otro. Para él
el imperativo se convierte en universal. Este gesto ampliador tiene,
entre otros, el sentido estratégico de relativizar el privilegio proféti-
co del judaismo; el profetismo es sólo uno entre diversos gestos que
posibilitan y hacen adelantar el habla plena y plenipotenciaria; ha
de poder compararse con el genio teopoético de otros espacios, con
el saber cosmológico de otros reinos y con las comunicaciones mu-
saicas de otros pueblos.
A la ampliación sigue la polémica. Pues Rosenstock, si bien es
verdad que pretende remitir las demandas extralimitadas a sus lí
mites, los que se establecen para el profetismojudío, pretende tam
bién conceder al mesianismo -en su forma cristiana, se entiende- el
cumplimiento de la plenitud lingüística. En consecuencia, para él,
el trabajo del mundo arcaico y antiguo no fue otra cosa que el pro
ceso de preparación para las palabras que pronunció Jesús; a éste,
el «fruto de los labios» de la humanidad, corresponde «el lugar cen
tral en la historia del lenguaje». Cristo no es sólo un caso de profe
tismo, sino suma y confluencia de las antiguas corrientes lingüísti
cas. Quien quiera entender qué es lenguaje tiene que escuchar los
lógoi que formuló Cristo. Las palabras de Cristo son para Rosenstock
el resultado y la florescencia de todo y de lo mejor que hasta en
tonces se dijo: palabras de antepasados, poetas, rapsodas, profetas.
676
Cristianismo es seguir hablando a ese nivel; la verdad cristiana es
cuatrilingüe.
Quien se asimile a la revolución performativa cristiana, con ello
ya está reclutado para la guerra santa comunicativa de los cristianos
contra el gran resto de la humanidad, fijado aún en la época arcai
ca y antigua: en los tiempos anteriores a la experiencia de la palabra
plena. Rosenstock manifiesta sin rodeos en quién piensa al decir es
to, y, dado que mete en el mismo saco a los grupos principales de
quienes no conectan con el hablante divino, consigue una enume
ración singular de contrarios:
Los nazis, losjudíos, los fascistas, los chinos, los marxistas niegan la pa
labra como nuestro verdadero ascendiente*47.
El criterio de la curiosa lista es la negativa común de los citados
a explicarse a sí mismos por sus comunicaciones mutuas a través del
acontecimiento pentecostal. Rosenstock, ciertamente, puede prote
ger la escuadrilla apostólico-cristiana de carteros de la ironía judía,
superelevando la historia del lenguaje en su totalidad a un proceso
dirigido por el Espíritu Santo, que clama a través de las generacio
nes. Pero como efecto colateral de esa defensa se produce una de
claración de enemistosidad a todos los colectivos no-pentecostales.
Lo que Hegel había hecho con el concepto al reconstruir en el
tiempo su autocaptación lo repite Rosenstock con la comunicación,
en tanto presenta su desarrollo como proceso de enrolamiento de
los seres humanos en el servicio del lenguaje y del amor. El verda
dero espíritu del tiempo sería el espíritu del lenguaje, que es quien
establece los imperativos cotidianos del amor. Así como el concep
to del concepto desemboca en la contemplación de la verdad reali
zada, así la comunicación de la comunicación acaba en el conjuro a
formar parte de la corriente lingüística creadora de humanidad: Ro
senstock habla al final como un ministro de comunicación univer
sal que estatuye que el sentido de todas las redes mediáticas está en
el reparto de la embajada de amor. Su pentecostés procesual es el
supercorreo que expide, a escala universal, órdenes de alistamiento
en la historia de amor que sigue caminando hacia delante; el su-
677
percorreo que introduce su misiva en todos los buzones, incluso en
los que tienen la pegatina: ¡no propaganda!
«La representación tiene prioridad»: como hemos visto, tene
mos buenas razones para recurrir a esa frase desde la perspecdva es-
ferológica. Pues se impone la presunción de que todo el asunto de
los representantes no es más que un episodio de poder en la histo
ria de las producciones de esferas. La propagación de órdenes-men
sajes-convocatorias en nombre de una verdad central que hay que
representar incondicionalmente corresponde a un modo de con
formación de esferas en formatos imperiales. Su ideal es la emisión
a la redonda, por todas partes, de la embajada desde un centro ema
nante, autocomunicante.
En cuanto se ha aclarado un poco la obnubilación del pensar
por ese modo de emisión -y ese esclarecimiento sucede esencial
mente por la experiencia del moderno pluralismo de mensajes- se
reconoce que el representacionismo metafísico significa una situa
ción histórica de un fenómeno mucho más general: precisamente
de la esferopoiesis en grande, que hemos reconstruido en sus rasgos
fundamentales. «Representar» no sería, pues, sino una mala expre
sión, históricamente limitada, para «conformar esferas»: para la fun
ción primaria comunicativa, que comienza mucho antes del mono
teísmo y que se continúa, más allá del monopolio monoteísta, en lo
imprevisible e inabarcable.
Qué es lo que tiene que ver esto con telecomunicaciones pleni
potenciarias y discursos representativos de mensajeros es algo que
sólo puede entenderse adecuadamente, pues, desde la lógica de
conformaciones macrosféricas de espacio bajo signos centristas. El
presente esbozo insinúa cómo se forma el sistema nervioso teleco
municativo de grandes cuerpos imperiales y eclesiales. En él de
sempeña el papel clave, desde siempre, la radiocracia apertora de
espacio y destructora de distancia, apoyada por una semántica me-
tafisico-central y religioso-central que lo penetra todo.
La Modernidad -incluso cuando utiliza todavía expresiones apa
rentemente monocentristas como «radio»difusión- ha creado un
678
modo posmetafísico de conformación de espacio que, a causa de su
irreprimible policentrismo, ha hecho perder pie a todos los fantas
mas centristas yjerarquistas: a excepción del enclave de los papas
(nos referimos a Roma, no a Valréas). Precisamente por ello los
conservadores pudieron acusar a la edad moderna de rebelión con
tra el círculo sagrado de los comunicadores del monopolio y como
pérdida del centro.
En realidad, esas formulaciones combativas y acusadoras sólo sig
nifican que la historia de las creaciones de esferas -con susjuegos
de lenguaje propios de cada época, con su border politics y sus fun
ciones de verdad- ha sobrepasado su Edad Media metafísica, es de
cir, el estadio de las monosferas totalistas. Desde el viaje de Colón,
la historia del «mundo» ha tenido que llegar, obviamente, a la se
cuencia, largamente delineada, de la guerra mundial, por la senci
lla razón de que su contenido es la colisión de las monosferas re
gionales, metafisizadas cada cual a su modo (por no hablar, por el
momento, de los numerosos mundos, sociedades, lenguajes más pe
queños, indefensos, sometidos y destruidos).
Si los europeos aparecían como vencedores en la primera ronda
de esas colisiones de mundos fue, sobre todo, porque fueron los pri
meros en destruir o perder su sistema macrosférico de inmunidad,
su cobijo bajo un homogéneo cielo católico y, nolens volens, en abrir
se al pluralismo de las confesiones y de los imperialismos. Esto les
proporcionó la temible fuerza de irrupción en la primera ronda de
la globalización terrestre, que puede señalarse plausiblemente con
las fechas 1492 y 1945.
Ante su propia historia cismática, para los europeos de esa épo
ca se hizo trizas su viejo sueño de un receptáculo omnicomprensi-
vo, sin exterior alguno. Esto vale, al menos, desde la Reforma y la
subsiguiente época de las guerras de religión, que fue, a la vez, la de
la competencia entre aquellos imperios nacionales ascendentes,
que se repartieron entre sí el globo terráqueo en zonas de intereses
y de misión. No es casual que la cosmología europea consiguiera en
ese tiempo abrirse camino a través de las cubiertas celestes aristoté-
lico-católicas hasta el universo infinito. Desde entonces, los euro
peos tomaron conocimiento de un exterior que sólo con un gran
679
despliegue de desmentidos pudo agruparse en torno a un centro ro
mano o jerosolimitano. Desde los comienzos del colonialismo los
señores europeos habrían tenido que saber y poder comprender
que la llamada periferia era algo completamente disdnto del borde
de un centro que residía en la madre patria. Así y todo, los roman
ticismos y restauraciones holistas consiguieron retrasar de nuevo,
durante casi una era, la conciencia de la situación, hasta que, final
mente, hacia mediados del siglo XX, el tiempo del sueño de un pun
to central de la vieja Europa tuvo un fin superexplícitamente brutal.
Lo que se ha llamado los años heroicos de la filosofía, sobre todo el
idealismo alemán junto con su epílogo marxista, ofreció una de las
mayores contribuciones al cierre hermético de la provincia europea
frente a las llamadas periferias, que habían acercado tanto, sin em
bargo, los enciclopedistas y colonizadores.
Sólo cuando se puso en marcha el debate actual postsocialista en
torno a la globalización tuvieron que quitarse sus gafas soñadoras
los europeos continentales. Poco a poco comienzan a comprender
lo que significa que las evidencias europeas, junto con sus regula
ciones filosóficas y antropológicas del lenguaje, sólo poseen validez
regional yno reflejan por principio el commonsensede una hipotéti
ca humanidad global.
Fue sobre todo la literatura europea moderna la que primero se
apartó del sueño filosófico-católico de una verdadera misión unita
ria y de un lenguaje universal definitivo, y la que se puso en camino
hacia un plurilingüismo esencial. Desde el punto de vista de la his
toria de los medios, esta puesta en camino va unida al paso de la
economía de palacio eclesial-estatal de los mensajes a la economía
de mercado literaria y periodística.
La última, desde sus comienzos en el siglo XIV, se presenta bajo
una forma dúplice: por una parte, como mercado de las literaturas
triviales, de las novelas y novedades, en el que los mensajes ya no se
componen centrados en el remitente, sino en el receptor, acomo
dándose a las expectativas de diversión y edificación del público;
por otra, como mercado de la literatura de genio, que es verdad que
permanece centrada en gran medida en el remitente, puesto que el
680
autor oficia como revelación local de una fuente trascendente de
emisión, pero que también señala con ello el tránsito a relaciones
no-monopolizadoras y neopoliteístas. Novalis expresó la idea de que
en el futuro incluso el nombre de Cristo habría de ponerse en plu
ral. La historia del arte trivializó este impulso e hizo desfilar en pro
cesiones cronológicas a los mesías productores. En el mercado del
genio la religión monopolizadora de antaño se disuelve en un pro
ceso de revelación desregulado, en el que salen a la luz tantos dio
ses como grandes artistas. Se podría decir, sin ambages, que el cen
tralismo religioso se fue a pique por la legalización de la genialidad
(así como, desde el punto de vista morfológico, la agonía de Dios
comenzó con la colocación del centro en todas partes y con la des
realización de la periferia*4*). Si se anula, además, la condición de
que el arte ha de ser grande para poder hacerse público, la cultura
de masas moderna queda ya establecida en esbozo. En ella puede
festejarse la permanente revelación de la trivialidad; pero, dado que
ahí no hay nada que festejar realmente, a los participantes no les
queda otra que hacer girar continuamente el molino del autoa-
plauso para lo tampoco-tan-especial.
La opción por la cultura trivial no es ella misma trivial; así como
en la Antigüedad tardía la decisión fue por la primacía del Evange
lio frente a las musas, la Modernidad posmodernizada (si no enga
ña todo) vota por la primacía de la democracia frente al arte y la fi
losofía. Las consecuencias más bien agradables de esto: coexistencia
pacífica de todos los mensajes sin poder y sin contenido; la cultura
de las listas de los mejores como eterno retorno del otro insignifi
cante; autosonografía de las sociedades de medios con la mezcla
siempre igual y siempre nueva de nonsense y no-nonsense; libertad de
elección entre diferentes formas de actuación de la misma deca
dencia; emancipación de los hablantes de la exigencia de tener que
decir algo. Por lo que respecta a las consecuencias más bien desa
gradables, no son aquí nuestro tema.
teligencia señorial Augusto consiguió terminar con la guerra civil y
devolver al imperio aquella larga paz que la historia habría de re
cordar como pax augusta.
El escrito de Séneca Sobre la clemencia sigue siendo, con todo, uno
de los más dudosos logros de adaptación a las circunstancias del
tiempo de un pensador de primer rango; los intentos del filósofo de
guiar al guía Nerón fracasaron, como se sabe, ante la moral insanity
de su pupilo. En el carácter del adolescente Nerón parecen haber
sido realmente implantados impulsos a una cierta benignidad tea
tral, ya que Séneca puede recordar a su protegido un episodio en el
que éste, que se había estado pensando la concesión de un indulto
a dos atracadores, cuando finalmente se le instó -a él, cuya volun
tad era contraria (invitoy a aceptar el papel para la redacción del
documento ejecutivo de la sentencia condenatoria, gritó: «¡Me gus
taría no saber escribir! » (vellem litteras nescirem! ). Ante ello Séneca ha
ce la siguiente consideración:
Una expresión digna de que la oyeran todos los pueblos que habitan el
Imperio romano [. . . ]. Se transmitirá esa benignidad de tu ánimo [. . . ]. De la
cabeza sale (exit) la salud328.
642
Séneca no había comprendido aún que para el joven Nerón el
mostrarse humano era interesante sobre todo como un gesto tea
tral, pero sí entendía muy bien que la función del emperador era la
de ser un centro del que bajo cualquier circunstancia «sale» algo.
Por lo que concierne a la emisión exitosa de un menszye de cle
mencia convincente, los romanos habrían de esperar todavía para
ello hasta el emperador Tito Flavio, que, durante su reinado de dos
años (79-81 d. C. ), consiguió no firmar ninguna pena de muerte329.
Mientras los emperadores utilizaron más bien juegos de len-
gu¿ye estoicos que platónicos para su autointerpretación en el car
go, las tentaciones maníacas provenientes de su situación en la cús
pide del círculo terrestre llamaron la atención sólo en forma de
psicopatías privadas: un foso discreto y ancho, sin embargo, separa
el furor Caesarum del furor platónicas:, se atribuiría demasiado valor a
los fantasmas relativos al dios-hombre de Calígula si se quisieran in
terpretar a la luz de las doctrinas helenísticas de la unificación o de
la gnosis filosófica. En sus Soliloquios, el estoico Marco Aurelio si
guió la estrategia higiénica del autoexamen, con el sabio cuidado
de mantener bajo control las tendencias a la inflación maníaca, in
herentes a su cargo; lo que le importaba era rechazar la tentación
del esplendor y la magnificencia: «Todo pasa volando en un día,
tanto el elogiador como el elogiado»330. Quien, como soberano, só
lo quisiera verse reflejado en medios cercanos a la corte, en acla
maciones, rumores y alabanzas, en poemas de homenaje y adhe
sión y en prosa lisonjera, se perdería en un santiamén como señor
de sí mismo.
Parece que tras los emperadores-filósofos del siglo II se consu
men las reservas estoicas en la autorreflexión imperial. No obstan
te, la platonización subliminal, a largo plazo, del cargo de empera
dor sólo se puso en movimiento por la política cultural agresiva de
monarcas posteriores, sobre todo por el absolutismo desenfrenado
del dominas, que se transformará, por su parte, sin solución de con
tinuidad de estilo, en la teocracia bizantina. En todo ello la supre
macía la ganan tendencias epifánicas: los emperadores caen pro
gresivamente, tanto explícita como implícitamente, en la sugestión
de autointerpretaciones teárquicas y radiocráticas. Se interpretan a
643
sí mismos, sin excepción, como signos del ser, brillando sobre el
trasfondo de imperio y mundo.
No es casualidad que Diocleciano, en el que rompe la ola abso
lutista, como en su tiempo Alejandro el Grande, hubiera impuesto
en su ceremonial cortesano la prosquinesis persa, la inclinación de
rodillas, no sólo para los súbditos normales, sino también para los
más altos oficiales y empleados de la corte, en correspondencia con
el modo de dominio señorial «en presencia real». Como luz apare
cida ex oriente, el emperador, junto con sus corregentes en la tetrar-
quía, podía colocarse entre la corona de rayos en la cercanía del
Uno -él mismo una emanación funcional de Dios, por decirlo así,
de la que salen los rayos soberanos hasta el borde del globo terres
tre-, a pesar de que ya no puede hablarse de divinización en vida en
Diocleciano y tras él. También la procedencia mediata del empera
dor del sol -el tennojaponés ha reclamado para sí hasta el siglo XX
un mito análogo: su descendencia de la diosa del sol Amaterasu-
presupone la posibilidad de representación pura y reivindica para el
señor del imperio la presencia real de la plenitud. De ahí las im
prescindibles coronas de rayos, que dejan claro, con evidencia sensi
ble, cómo en el imperio el poder concedido y la luz lejana coinciden.
La cuestión decisiva para el desarrollo posterior de la historia im
perial de los medios es, ahora, la de si los dos tipos fundamentales
de comunicación, fundada plenipotenciaria y metafísicamente, pro
veniente del centro del ser, el apostólico y el imperial, pueden en
contrarse de otro modo que no sea en conflicto. El hecho de que
en los tiempos de fricción entre Imperio e Iglesia -de Nerón a Dio
cleciano- la plenipotencia obispal y la plenitud de poderes imperial
no puedan reducirse a un denominador común no es sorprenden
te ni histórica ni sistémicamente. Pero ¿cómo se configuran mutua
mente ambas fuentes de emisión cuando la polémica antítesis entre
cristianismo y paganismo ha dejado de ser el asunto principal, dado
que el imperio mismo se ha colocado bsyo el signum crucis? La res
puesta a ello se encuentra en la historia del imperialismo cristiani
zado: como se ha mostrado ya, el cristianismo no tuvo, primero, que
ser imperializado, a su vez, dado que ya estaba constituido por sí
644
mismo en forma de imperio, tanto en la línea del desarrollo pauli
no como en la del romano-petrínico (lo que no supuso daño en ab
soluto a su realidad comunitaria, intensamente local). Este impe
rialismo cristianizado se acuñó en forma doble: por una parte, en la
historia de los dos imperios romanos cristianos, el bizantino, como
continuación, y el Sacro Imperio Romano Germánico, como trans
posición; por otra, en la historia del papado.
Por ambos grupos de fenómenos ha de pasearse quien quiere ex
perimentar cómo llegaron a realizarse las conexiones, de gran reper
cusión histórica, entre radiocracia emanacionista y lógica apostólica
de emisión. El hecho de que los imperios se agiten permanentemen
te en comunicaciones sobre glorias del monarca, éxitos y tareas del
imperio, y que en esa autoexcitación encuentren su fundamento me
diático de unidad, se puede ratificar concluyentemente a partir del
análisis del culto antiguo al soberano y de su transformación, de ám
bito imperial, en carismas y distribuciones de goces de poder.
Por motivos arquitectónicos de poder un espacio imperial sólo
tiene consistencia como semiosfera de un acuerdo sobre un estado
de fortuna o prosperidad presente, o sobre su restablecimiento des
de la decadencia y el peligro. Pero que esa agitación del imperio en
comunicaciones sobre su estado de gracia incluya ahora también
en su servicio emisor a los representantes apostólicos de un reino es-
catológico de salvación, de signo cristiano, es algo que hay que con
siderar necesariamente como una curiosidad histórico-medial.
Aquí se pone de relieve el problema, que nunca se ha tratado sis
temáticamente, de cómo grandes cuerpos políticos y eclesiales des
de el final de la Antigüedad hasta el umbral de la edad moderna
han organizado y fundamentado su coherencia semiosférica.
Así pues, desde la perspectiva teórico-mediática ambas pregun
tas histórico-culturales -¿cómo es posible el imperio cristiano? y
¿cómo es posible un papado efectivo? - son sólo formulaciones com
plementarias de la pregunta fundamental sistemática: ¿cómo es po
sible la síntesis de emanacionismo y apostolado? Sólo desde este
punto de vista la historia de los medios puede seguir la pista de los
secretos de las macrosferas políticas realmente existentes en la era
metafísica de la civilización europea.
645
Oráculo etrusco del hígado
(modelo para la enseñanza)”1.
La naturaleza esférica de los imperios sagrados presupone, como
hemos visto, una apertura de espacio suficientemente penetrante,
producida por las radiaciones y emisiones realizadas a partir del cen
tro regente. La pregunta por la confluencia, o bien cooperación, de
las producciones de signos apostólicas y emanacionistas puede trans
formarse, a su vez, en este planteamiento problemático: ¿cómo es
posible que el dominio sobre los mensajeros se convierta en poder
emisor radial, y cómo es posible, al contrario, que la posesión de
una emisión de rayos lleve al poder a mensajeros hablantes? (hay
que reparar, aquí, en el doble significado irreprimible de la expre
sión «emisión»: emisión de rayos, irradiación, y envío, misión).
Es fácil suponer ahora -y la empina lo confirma pródigamente-
que la liaison entre motivos apostólicos y emanacionistas puede ser
tejida desde ambos lados. Esto sucedió, por una parte, en tanto el ti
po carismático del gobernante enviado por los dioses para bien de
los mortales es incluido inmediatamente en el orden de la sucesión
apostólica, como sucedió en toda regla con Eusebio de Cesárea, en
sus elogios dedicados al emperador-salvador Constantino, al que co
646
locó directamente en la primera guardia de los enviados de Cristo
cuando se atrevió a llamarlo el decimotercer apóstol; por otra, en
tanto el apostolado fue sobrealimentado o cargado con motivos epi-
fanicos y emanacionistas: un rasgo que caracterizará sobre todo al
hemisferio de la ortodoxia griega. En el paradigma helenístico del
cristianismo332, por inspiraciones platónicas, no sólo se formuló e
impuso con éxito la «cristología desde arriba», también se crearon
en él una iconología, una pneumatología y una politología que pue den sintetizarse en la imagen de una «apostología desde arriba». Predicación y manifestación se aproximan en este hemisferio, oca sionalmente hasta el punto de que la misión apostólica es absorbi da, por decirlo así, por la epifanía.
Esto lo ilustra del modo más evidente posible el culto de los «ico nos no pintados» de Cristo, de los cuales el más famoso en el siglo VI se convirtió nada menos que en palladium, es decir, en signo pro tector del Imperio de Bizancio; esta imagen la llevó incluso consigo el emperador romano-oriental, en el año 622, en la campaña militar contra los persas, campaña que fue considerada como una guerra santa. La leyenda radicalmente epifánica pretendía que las miste riosas imágenes de Cristo habrían tomado existencia por proyec ción directa desde el cielo o, según una expresión contemporánea, «teográficamente», pintadas por Dios (más frecuentemente aún: «aquiropoiéticamente», no hechas con las manos)3. Esto sólo pue de imaginarse de modo que un haz de rayos procedente del supra- mundo arrojara el eidos de Cristo directamente sobre un lienzo te rreno, materializándolo de esa manera. Según la lógica bizantina, pues, el cielo está emitiendo continuamente imágenes. A los repre sentantes apostólicos se les mantiene en corto con las riendas, en tanto que el mundo superior se reserva la preeminencia por su per manente irradiación en el inferior.
Una imagen completamente diferente se ofrece en el Occidente
latino, donde el apostolado del obispo de Roma, por su amalga-
miento con el espíritu del derecho romano y de la burocracia im
perial, se convierte ampliamente en un asunto de ejercicio sacrali-
zado del poder, mientras que, por razones sistémicas, al motivo de
647
Hans Memling, Santa Verónica,
ca. 1440, Washington.
la aparición epifánica de la luz en presencia real sólo se le permite
jugar un papel exiguo. Pedro no está presente en Roma como el
mensajero diáfano de arriba sino como el apóstol-piedra, menos co
mo icono aureolado del Evangelio que como primer vasallo y fun-
damentador del regnum paralelo. De todos modos, las relaciones po
líticas depravadas de Occidente no permiten pensar hasta el siglo
VIII en un papel eminente del obispo de Roma. Sólo después del es
tablecimiento del dúo papa-emperador en el siglo IX, el problema
europeo de la representación desarrolló su característico dramatis
mo antitético. Desde la emancipación política yjurídico-eclesial de
Occidente de la primacía del emperador bizantino -comenzando
con la coronación, semejante a un golpe de Estado, de Carlomagno
por León III el día de Navidad del año 800 en Roma-, durante la
Edad Media europeo-occidental el papa y el emperador dependían
648
uno de otro como gemelos siameses, que no podían ser separados a causa de entrelazamientos de órganos interiores. Compartían el se creto indecible de una usurpación común, aunque en el papado los síntomas del secreto patógeno afloraban con mayor virulencia y eran motivo de declaraciones más espectaculares y de gestos más ex travagantes.
El secreto a voces del papado es su celosa rivalidad frente a la
teocracia bizantina, tranquila y segura en sí misma, provista de to
dos los privilegios de la legitimidad y continuidad, por más que se
encontrara a menudo en un estado lábil y poco vistoso. Sólo con es
fuerzo consiguió olvidarse en la ciudad del Tíber que ya en el con
cilio ecuménico de Constantinopla, en el año 381, se había impues
to una tendencia antirromana en cuestiones de la dirección de la
Iglesia334. (La tesis de Lacan de que el inconsciente está estructura
do como un lenguzye podría modificarse con la mirada puesta en la
posición de los papas afirmando que el inconsciente funciona como
un cargo o una dignidad imposible. )
El paso inicial hacia la autoterapia papal fue la participación
complaciente del obispo romano en el proyecto imperial del gran
rey franco Carlomagno, que se interesó en la reanimación de una
estructura imperial de tipo romano en el noroeste europeo con los
flancos como pueblo fundamental. En bien de ese plan de gran im
perio, Carlomagno estuvo dispuesto a aliarse con la única fuente
que podía conferir una corona imperial en Europa. El elevado pa
pel que hubo de recaer en el papado en la coronación del empera
dor de Occidente y que podía considerarse como una re-transferen-
cia del Imperio de Bizancio hacia Roma sólo supuso, sin embargo, en
principio, una primera ayuda para el complejo estructural de infe
rioridad de la Santa Sede. Tan pronto como se consolidó el eje neo-
occidental entre Roma y Aquisgrán, aparte de débiles protestas pro
venientes del Este (sólo en el año 812 se dignó Bizancio reconocer
el segundo imperio occidental como magnitud y autoridad subor
dinada: en analogía con la graduación de Diocleciano entre empe
radores plenos, los Augustos, y emperadores suplementarios, los
Césares), y después de que se hubiera conformado un complejo te
rritorial en suelo europeo noroccidental, cuyo dominio podría ser
649
interesante para una institución teocrática, el papado -tras su recu
peración de la «pomocracia» noble-romana del siglo X- hubo de
preparar su segundo golpe para compensar con fuerzas propias la
humillación bizantina.
Esto no pudo suceder de otro modo que mediante una declara
ción de guerra espiritual al «propio» imperio, que de la renovatio im-
perii Romanorum de los Otones había salido más atractivo que nunca.
Éste tendría que responder del complejo de soberanía del papado
rindiendo tributo a la pretensión de liderazgo de Roma no sólo en
el ámbito espiritual sino también en el profano. Los emperadores
del Sacro Imperio Romano nunca consiguieron comprender co
rrectamente que el papel que se les había atribuido era el de un cé-
sar «interior» en un papado augusto que, en lugar del cesaropapis-
mo imposible en Roma, a lo que había de aspirar era a una solución
dual, es decir, a un papocesarismo o papoaugustismo, ciertamente
con preeminencia estricta del representante de Dios sobre el mo
narca: una preeminencia que en la unión personal oriental no su
ponía ningún dualismo incómodo, pero que en un sistema dual de
por sí desencadena conflictos explosivos. Contra su voluntad, pero
impotente, una degradada Iglesia romana hubo de contemplar có
mo los emperadores del siglo X, por su parte, se habían asimilado al
modelo bizantino y se etiquetaban a sí mismos de monarcas apostó
licos. Sin entusiasmo real, todavía Carlomagno hubo de escuchar
himnos de alabanza clericales dirigidos a él como a un segundo
Constantino. Otón III, como hijo de la bizantina Theophanu edu
cado como un niño prodigio teocrático, ya se entendía como «otro
san Pablo» y copiaba sin sonrojo la fórmula paulinojustiniana de
serum Iesu Christi; en documentos de la época se le representa, como
protector, sobre el Espíritu Santo y en posesión de símbolos pneu-
matocráticos de plenipotencia como la paloma y el crisma. Que Ro
ma no gustara de tales bizantinismos germánicos es algo que no ne
cesita demostrarse con detenimiento. Significa un acopio de fuerzas
romano el hecho de que el papa Benedicto VIII, en la coronación
del emperador Enrique II (luego llamado el Santo) en el año 1014,
escenificara la ingeniosa ocurrencia de colocar en la mano del mo
narca un globo imperial e introducir, con ello, como dádiva papal
650
al emperador, un símbolo que implicaba la omnisoberanía de Cris
to. El sentido del acto, que elevaba al donante y postergaba al re
ceptor, era evidente, sobre todo porque un globo imperial es un ob
jeto que no puede rechazar el receptor. Enrique refrescó la mano
en que se le había colocado el globo imperial pasando pronto a los
abades de Cluny el regalo del obispo romano. La epopeya de los
globos imperiales posteriores (hubo 36 objetos de ese tipo en las cá
maras del tesoro de la vieja Europa) ha sido expuesta por Percy
Emst Schramm en investigaciones conocidas, con tanta viveza como
permite un tema tan monótono335.
Desde este trasfondo, los motivos ad-hoc para el ataque de la Igle
sia romana al imperio parecen plausibles y transparentes: en su par
te crónica se refieren a la clara instrumentalización del sistema ecle-
sial-imperial alemán por el poder imperial, especialmente por su
prerrogativa de nombrar obispos; en su aspecto actual proceden de
las funciones prioritarias traumáticas del emperador Enrique III en
el Sínodo de Sutri en el año 1046, en el que él, bajo el título de un
vicarius Dei y como caput ecclesiae, destituyó a tres falsos papas y co
locó en el cargo a uno «verdadero», su propio candidato. Con ello,
la cicatriz bizantina se abrió de nuevo en el sistema romano como
herida alemana. La reacción no se hizo esperar mucho tiempo. El
síntoma de la neurosis actual del papa es el borrador incompara
blemente brutal y profético (no publicado en su tiempo) de un de
creto de Gregorio VII del año 1075, de dudosa fama, b¿yo el título de
Dictatus Papae, con el que comenzó la campaña de insubordinación
de Roma contra el imperio y la reconquista de la Iglesia europea pa
ra la curia romana. Algunas frases de las veintisiete estipulaciones
que contiene ese documento rezan:
I. Que la Iglesia romana sólo está fundada por Dios.
8. Que sólo el Papa puede llevar las insignias imperiales.
9. Que todos los príncipes han de besar sólo los pies del Papa.
10. Que sólo su nombre ha de ser nombrado en los rezos litúrgicos en
todas las iglesias.
II. Que el nombre del Papa es único.
12. Que el Papa puede destituir emperadores.
651
19. Que nadie puedejuzgarle.
23. Que todo Papa es santificado por los méritos de san Pedro536.
Con cierto derecho se ha interpretado la autoexaltación del pa
pado con respecto al imperio como la primera en la serie de las re
voluciones europeas337. Si se hace que valga esta interpretación, un
tanto demasiado teológica y favorable a Roma, el Dictatus señala el gi
ro a un fuerte esplritualismo neoapostólico y su lucha contra el
compromiso semipagano de los señores feudales episcopales con las
fuerzas locales de salvación, que apenas disimulaba la acomodación
realizada por doquier de los símbolos cristianos a las viejas tradicio
nes noble-guerreras y mágico-étnicas. La «revolución del papa» se
ñala un primer intento centralista de dominio en Europa de inspi
ración eclesial-neorromana.
Desde la perspectiva teórico-mediática resulta evidente por qué
ello significaba un centralismo carismático de calidad radicalmen
te apostólica. La ofensiva papal se había impuesto la meta de re
formar el espacio de salvación católico como imperio político-espi
ritual; lo que importaba a Roma era conseguir aquella situación
ideal en la que un único portador de salvación -el vicarius Dei- hu
biera terminado con la ancestral capacidad de autosalvación de los
innumerables cultos diseminados, satisfechos de sí mismos, con to
dos los autoabastecimientos en este sentido de familias, tribus y
pueblos semipaganos, para convertir a todos los europeos en in
mediatos receptores de salvación de la fuente romana. El fantasma
católico del punto central, que llegó al poder con Gregorio, veía la
Santa Sede rodeada de una humanidad cristiana en la que cual
quier individuo se entendiera como alma inmediatamente romana
desde el punto de vista espiritual yjurídico-eclesiástico.
Con este proyecto resultó evidente cuán lejos conseguía ir en el
imaginario una apostolocracia pura. A un monopolio romano de
emisión de tal amplitud sólo podía aspirarse con ayuda de un gru
po disciplinado de apóstoles para cuya creación el medio impres
cindible era la imposición del celibato. La «revolución del papa»
conllevó al menos en este punto consecuencias indelebles: contri
buyó lo suyo a crear el tipo de eclesiástico perteneciente a una Or
652
den, sin familia, socializado en un gran cuerpo matemo-eclesial, co
misionare y utilizable por antonomasia, aquel ecclesiasticus del que
depende no sólo la historia de la inteligencia de escuela en la Edad
Media y en la edad moderna temprana europeas, sino, más aún, la
misión universal católica en la era de los descubrimientos.
Quien quiera estudiar la historia de la globalización hará bien en
considerar la participación del papado en la formación de una elite
de hijos de la madre Iglesia, capaces de emisión en vistas a teleco
municaciones con zonas inexploradas de la tierra y con destinata
rios desconocidos338. Sólo esos apóstoles papamóviles, casi progra
mabas sin contexto, eran apropiados para la entrada en el servicio
exterior mundial en la temprana edad moderna. Ysólo un papado
que junto a la insistencia en el aspecto pétreo de san Pedro consi
guiera también una movilidad neopaulina era capaz de mostrarse a
la altura del reto ante la situación europea multiétnica, y más aún,
después, ante la mundialización. Por ese motivo, el romanismo ca
tólico no se pudo permitir mecerse en el sagrado letargo del mo
noteísmo pneumático de Bizancio, sino que, con mayor o menor
continuidad (prescindiendo de la depresión aviñonesca), desde el
Dictatus Papae -hasta que la Revolución francesa lo llevó definitiva
mente a la defensiva- permaneció al ataque apostólico.
Que el papocesarismo romano -a excepción del breve instante
de triunfo bayo Inocencio III (Lotario de Segni)- nunca pudiera
realizar sus objetivos estructurales se entiende por sí mismo desde
aspectos macrosferológicos, porque la emisora central romana nun
ca poseyó las instalaciones de conexión que hubieran sido necesa
rias para penetrar con efectividad los espacios locales de salvación.
Con sus posibilidades específicas de emisión nunca estuvo el papa
en condiciones de separar los poderes regios regionales de sus fuen
tes sacras, ni de quitar su capa mágica a los príncipes. Las emisoras
mágicas centrales, los portadores de carismas terapéuticos y psica-
gógicos, permanecieron activos por todas partes. Roma y sus obis
pos apenas consiguieron bautizar a los sanadores o salvadores loca
les y enseñar a los sacerdotes de los pueblos algunas secuencias en
latín. No es casualidad que -como Marc Bloch ha mostrado en su fa
moso libro- fuera la realeza francesa la que sacara fuerza política de
653
(Izquierda)Columna de Constantino en Estambul;
la estatua perdida en la cima de la columna, una estatua
reformada de Apolo procedente de Ilion, mostraba
al emperador en una corona de rayos, sosteniendo
en la mano izquierda un globo con una Victoria alada.
(Derecha)Globo de berilo con Niké de bronce,
presum iblem ente del siglo V
a. C.
(Izquierda) Columna de Trajano
en Roma, desde 1588 coronada por
una estatua de san Pedro.
(Derecha) Columna de Marco Aurelio,
coronada por una estatua de san Pedro
en la época de Sixto V, 1589.
su antiguo poder taumatúrgico de salvación y se enfrentara al pa
pado en el momento álgido de su poder: se tomó la libertad de tras
ladar y dirigir de Roma a Aviñón al representante de Cristo como si
se tratara de un vasallo más339. Por lo demás, el espacio imperial ale
mán permaneció virulento también en su figura fracasada; conti
nuó echando ponzoñosas flores tardías hasta el siglo XIX; sí, hasta la
655
época de Hitler, por supuesto. Críticos de la mentalidad alemana
pensaron, seguramente con razón, poder percibir en ésta huellas de
una frustración imperialjamás olvidada: lo que no se puede enten
der sino tomando en serio el concepto de imperio como referencia
a un sistema de apetito de poder insuperable durante mucho tiem
po. Efectivamente, sólo será derogado por el sistema de apetito de
éxito del capitalismo moderno y de sus «culturas empresariales».
Todavía el fundador de un imperio de espíritus imaginario, nue
vo, gnóstico-alemán, el iniciador del idealismo alemán y posterior
político de cátedra en Berlín, Johann Gottlieb Fichte, en la octava
lección de sus cursos de Erlangen Sobre la esencia del sabio y sus mani
festaciones en el ámbito de la verdad del semestre de verano de 1805
-medio año después de la autocoronación de Napoleón Bonaparte
como emperador de los franceses, en París, en presencia de León
VII-, bajo el título Del regente, presentó una teoría real que puede in
terpretarse como actualización de la mística alemana del imperio
con los medios de la filosofía idealista de la reflexión. Para Fichte el
regente es un puro representante de la idea dominante y, dentro de
esa propiedad, irrecusablemente una epifanía él mismo:
Él se reconoce como uno de los primeros y más inmediatos servidores
de la divinidad, como una de las extremidades corporalmente existentes,
por medio de las cuales ella interviene directamente en la realidad [. . . ], él
jamás quiere, sin más, que algo suceda, sino que suceda lo que quiere la
idea. Mientras ésta no le habla, calla también él, pues sólo para ella tiene él
lenguaje [. . . ]. De ese modo la idea le captura y le penetra por completo, ab
solutamente y sin reservas, y no queda nada de su persona y del curso de su
vida que no arda en ella como una ofrenda permanente. Y así es él, pues,
la manifestación más inmediata de Dios en el mundo540.
Este párrafo permite reconocer que también el idealismo ale
mán, tanto en su teoría de signos como con su politología (y con su
idea de funcionario), está en el continuum de la lógica de pureza de
la vieja Europa y representa, con ello, un capítulo tardío de la his
toria del transparentismo; la teoría de la figura de Fichte trata de los
últimos iconos vivos; quiere la iconostasis como gobierno. Desde el
656
Decoración suntuosa de Elpidio
Benedetti con ocasión de la fiesta
de curación de Luis XIV, detalle.
punto de vista argumental, el teorema de Fichte constituye el pun
to de sutura entre la interpretación premoderna y moderna del
mundo, dado que, por una parte, repite la clásica metafísica del ol
vido de sí serviciable, pero, por otra, en su fundamentación se sien
te comprometido con una Modernidad lógica que, renunciando a
proposiciones de la vieja ontología, obliga al absoluto a pasar por el
ojo de la aguja de la subjetividad reflex-ionante.
Naturalmente, la concepción fichteana de representación no per
tenece a una perspectiva apostólica, sino emanacionista, porque el
regente, como figura del ser, es irradiado inmediatamente en la rea
lidad profana, con mayor exactitud: se activa él mismo como radia
ción irradiada. Pero también el papado, que parece deber todos sus
logros a la apostolicidad, no podía substraerse en el punto culmen
de su triunfo a la coacción a autorrepresentarse epifánicamente; es
to se muestra, sobre todo, en eljuego de lenguaje omnipresente de
sol y luna, con el que desde el siglo XI la propaganda papal intentó
ilustrar el primado del dador de luz papal frente al receptor de luz
imperial.
De estos esbozos lacónicos, quizá sobredibujados, se infieren tan
tas cosas que la posibilidad de representación pura, incluso en el es
657
pació nuclear de la telecomunicación metafísica, en el caso de la re
presentación del Dios-Hombre por medio de un vicarius o seruus Ch-
risti, ya desde el punto de vista empírico e histórico seguía siendo
problemática a cada instante -por no hablar del análisis lógico y sis
temático-, dado que la presencia del emisor se mostraba dispersa y
desparramada tanto en las emisiones como en los enviados. No só
lo el modo de emisión estaba atravesado por una ambigüedad im
penetrable, a causa de la oscilación entre el estándar apostólico y el
emanacionista; el enviado, a su vez, tampoco se podía identificar
unívocamente, porque en el momento de madurez del conflicto la
representación de Dios se había descompuesto en tres pretensiones
del mayor rango, la cesaropapista bizantina, la papista y la imperial,
cuya pertinaz coexistencia habría de producir un efecto corrosivo
sobre toda simple creencia en la representación. Que el papado,
además, se presentara temporalmente cismático, como monstruo
con dos, a veces incluso con tres, cabezas, hacía del encuentro en
tre ser y signo algo chillonamente grotesco.
Los signos yuxtapuestos de plenitud del ser tenían que hacerse
sospechosos mutuamente de que, en cada caso, los otros dos fueran
signos vacíos (o, por lo menos, de menor rango) o simulacros ten
tadores, puesto que sólo uno de ellos podía ser verdaderamente
portador de presencia. Pero ¿cómo identificar la representación au
téntica? La recomendación de la parábola del anillo lessinguiana, la
de reconocer el verdadero anillo de salvación por sus efectos bene
factores en la vida del portador, no se podía aplicar en este caso por
que cada uno de los tres sistemas de representación sabía reivindi
car para sí la plenitud de signos de éxito; deJacto, cada uno de ellos
era capaz de emisión y producía por sí mismo los signos confirma
dores de la plenitud de verdad en la vida y de la cobertura por el éxi
to real. De modo que cada uno, en su espacio de emisión, se daba
plenamente la razón a sí mismo, cosa que, por lo demás, desde el
punto de vista semiológico es el rasgo fundamental de lo que en
sentido ontológicamente pleno se llama un «mundo»: en un mun
do que merezca ese título los criterios o indicios de la verdad de la
imagen de mundo pueden encontrarse en el mundo mismo, ex
ceptuando las verdades especiales reveladas, que necesariamente se
658
presentan desde fuera, y aquellos signos empíricos perturbadores,
que indican que este mundo, por más que se valga perfectamente a
sí mismo, puede verse implicado en una concurrencia de mundos
que ha de soslayar o ganar si quiere mantenerse.
De manera inquietante, la fórmula de compromiso de la paz re
ligiosa tras la era de las guerras confesionales, cuius regio eius religio,
fue anticipada por el triatlón cristiano de Bizancio, Roma y Aquis-
grán: de hecho, pues, durante toda la Edad Media; sólo que de aquí
no salió ningún principio de paz, sino un rearme de los espacios de
los que cada uno afirmaba de sí detentar la verdadera representa
ción de lo divino. Qué ideas tiene que hacerse un ser humano de
Dios y de los signos del ser es algo que depende, pues, de en qué es
fera de representación se encuentre por el azar del nacimiento. Ello
prefigura la guerra de los espacios de salvación y de las esferas de
signos del ser. La historia europea del último milenio ha sido estruc
tural y fácticamente durante buen trecho el desarrollo de las ten
siones polémicas entre los centros de la máxima representación:
tensiones tanto intramonoteístas, que se presentaban como luchas
entre las fracciones del cristianismo, como intermonoteístas, en tan
to guerra mundial entre los califas, como representantes de los pro
fetas, por una parte, y las tres cúspides representantes de Dios de la
cristosfera, por otra. La ingenua expresión de historiador «guerra
mundial» descubre aquí su estructura profunda, dado que el fenó
meno de la guerra mundial sólo puede entenderse a partir de la co
lisión entre posiciones sobre el presente salvífico, representadas al
mayor rango, y entre sus sistemas de emisión. «El imperio es el co
rreo, y el correo es la guerra»341. De lo que se sigue que cualquier
teoría suficiente del signo pleno, de la emisión y del acuse de reci
bo es asunto de Estado Mayor.
En este teatro universal monoteísta, en el que se emiten o pro
claman dentro del mundo diversos mensajes supremos por las más
altas instancias representativas, el pueblojudío ocupa un lugar apar
te, peligroso, expuesto a peligros. Lo extraordinario y excéntrico de
la posición judía se anuncia, en principio, en que no se deja inte
grar consonantemente en ninguno de los tres imperios cristianos de
659
representantes, aunque los fragmentos del judaismo de la diáspora
pudieran haberse integrado más o menos sin conflictos en las es
tructuras políticas de los dominios cristianos. Eljudaismo -no tanto
como etnia cuanto como posición en el espacio monoteísta de men
saje- estaba condenado al excentrismo porque, por su mera exis
tencia, constituía la espina en la carne de las teologías cristianas de
representación y de sus aparatos políticos.
Si se contemplaba seriamente el hecho judío desde la perspecti
va bizantina, romanopapal y germanoimperial, su presencia señala
ba la inconformidad con el axioma del mundo cristiano: que en la
persona del fariseo crucificado y resucitado, Jesús de Nazaret, el Me
sías anunciado por los profetas, había aparecido en presencia cor
poral el rey ungido de la salvación, para cumplir las profecías y, más
allá de las fronteras del judaismo, restituir a todos los seres huma
nos preparados para la buena nueva al reino de salvación de un
Dios que no era otro que el del judaismo. Si hasta el año 135 en Pa
lestina ydespués en la diáspora siguió existiendo eljudaismo como
judaismo «imperturbable» fue sólo porque nunca habría podido
aceptar la doctrina de la presencia mesiánica.
Así pues, en tanto que poscristianamente el judaismo sólo pudo
persistir mediante negación y como negación del supuesto aconte
cimiento mesiánico, la existencia de ese pueblo adoptó un rasgo
inevitablemente anticristiano a los ojos de la Iglesia y del Estado cris
tiano. El anticristo no era algo que había de ser temido por los
cristianos como tentación venidera: como prehistoria persistente
del cristianismo, era más antigua que este mismo. La diabolización
de la resistenciajudía fue la respuesta más cercana a esto. Que los
pueblos paganos no lo tuvieran fácil a menudo con la aceptación
del mensaje cristiano era algo que desde la perspectiva de los mi
sioneros podía aclararse también, quizá incluso perdonarse, porque
el Evangelio era un mensaje completamente nuevo, desacostum
brado e inaudito para ellos. Para la no-aceptación de la Buena Nue
va por parte de los judíos valían otras reglas de juego; a ellos no
había que explicarles largamente la nueva mesiánica, ellos la en
tendían mejor que cualquiera, pero la consideraban como una no
ticia falsa, por no decir como una doctrina herética blasfema. Para
660
la mayoría de los judíos el incidente de Jesús no era otra cosa que
una suma de malentendidos seductores: un torbellino de errores,
agrupados en torno a un error central demoníaco, la ilusión del Me
sías. Si los ortodoxos hubieran podido seguir los acontecimientos
de la tristemente célebre Sagrada Cena, en esa macabra comida de
cordero y bebida de sangre-vino apenas habrían reconocido otra co
sa que una falta de gusto elevada hasta el delirio. Con airada per
plejidad, y hasta bochorno, el grueso de los judíos ortodoxos, fari
seos y pueblo, observaban el insondable extravío del híbrido rabino
prodigioso, que se daba importancia ante sus partidarios con auto-
designaciones ilusorias y había sobrepasado los límites hacia el abis
mo con su imperdonable «Yo soy» (Marcos 14, 62).
Desde el punto de vistajudío, ese «Yo soy» mesiánico es una me
ra expresión escandalosa y con ello un signo vacío que no posee den
sidad teológica ni solidez metafísica alguna. Sólo considerar que, a
pesar de todo, fuera quizá un signo completo sería ya indicio de una
crisis mental infausta. El predicado proposicional, el verdadero Me
sías, no puede estar presente en el sujeto de la proposición, el yo de
Jesús, y, aparte del escándalo, el hablante no puede producir con ese
enunciado, en el mejor de los casos, más que lo que la crítica lin
güística medieval llamará un flatus vocis, un soplo de aire a través de
cuerdas vocales que resuenan sin manifestar nada que arroje sentido
válido; en el peor de los casos, un demonio se habría apoderado de
la subjetividad del hablante para colocar en el mundo una terrible
quimera vocal que, reforzada en la escritura, habría de suscitar mun
dos enteros de conciencia ilusa y engañada. Como era imposible que
la ortodoxia judía -dejando de lado, por el momento, la corriente
helenista liberal, descomprometida- se sobrepusiera a sí misma, de
cidiéndose a contestar afirmativamente la cuestión de la mesianidad
de Jesús, para ella, desde la perspectiva de la historia sagrada, y si se
prescinde de una tentación eventual, momentáneamente avivada,
con el incidente de Jesús no había sucedido nada.
Nunca se podrán valorar suficientemente las consecuencias de
esa opción por la nada, por la ausencia de presencia mesiánica.
Pues, desde la perspectiva de los afirmadores, en adelante eljudais
mo se fue convirtiendo cada vez más en el pueblo de los negadores,
661
sí, en el pueblo de la nada, que habría de comportarse como un ob
servador exterior diabólico con ocasión de la celebración de la ve
nida de Dios dentro de los sistemas cristianos de presencialización.
La conciencia cristianajamás podría olvidar del todo que la miraba
desde fuera un testigo que no podía disimular su desdén por el
error de los presencialistas. La verdad es que: si se adopta, aunque
nada más sea por un instante, la posiciónjudía con respecto a la in
novación cristiana, inmediatamente se plantea la pregunta de qué
es lo que hicieron propiamente los cristianos para seguir con éxito
tan irreprimible y celo tan desconsiderado a un Mesías que no esta
ba ahí, o, más bien, que quedó en mero pretendiente. ¿Qué signifi
ca hacer profesión de fe de la presencia real de un Dios nunca apa
recido? ¿Qué significa traducir un mensaje no válido a todas las
lenguas de la tierra, y erigir pulpitos, obispados y escuelas en todos
los rincones del orbe para la promulgación de un signo vacío?
Las preguntas son de una espantosa ironía, puesto que movilizan
contextos y relaciones hipergrandes, sobreobjetivas, superridículas.
Jamás un mero deseo privado de burla bastaría para evocar, ni de le
jos, objetos de tanto peso. ¿Qué hacen, dicho en serio, esos cristianos
que han apostado su vida a un signo vacío y cargan con toda la res
ponsabilidad de difundirlo? ¿De dónde procede el poder del signo de
la cruz, si el fariseo crucificado en el medio no tenía preeminencia
metafísica alguna frente a los dos malhechores de izquierda y dere
cha? ¿Qué mueve a los cristianos cuando con tanto ímpetu se colocan
en la sucesión de un poderdante que no podía tener poder alguno?
Estas «preguntasjudías» idealizadas no se plantean, además, des
de la perspectiva de una cultura extraña, como, por ejemplo, desde
el punto de vista de una analítica estoica o budista de las ilusiones.
Estoicos o budistas no se interesan genuinamente por una figura que
se llame Mesías, y no tienen opinión alguna sobre la circunstancia de
si una persona determinada ha sido eso o no lo ha sido; tampoco
quieren adquirir ninguna, porque, desde su punto de vista, tener
opinión sobre ese asunto no puede conducir sino a un superfluo es
trechamiento de conciencia. Por eso, su exterioridad frente a los
afirmadores cristianos es de otra calidad completamente diferente
a la del judaismo, que en asuntos mesianológicos está condenado a
662
una posición terminante, y llegado el caso, como es comprensible, a
una negativa. Mientras que estoicos y budistas afrontan la tesis cris
tiana de la presencia del Mesías, por decirlo así, desde una exterio
ridad exterior, que no hace daño, en principio, y deja abierta cual
quier opción, como quien dice, a los judíos les corresponde, post
Christum crucifixum, la posición de la exterioridad interior; su no tie
ne peso sistemático porque, como negación íntima, conmueve la
raíz del sistema entero de presencialización de los afirmadores.
Por eso, ocasional y sintomáticamente, el cristianismo sueña con
forzar a posteriori el asentimiento judío. Para esto es significante la
leyenda del icono sangrante de Constantinopla, que divulgó Santia
go de la Vorágine: un día una imagen de Cristo de la iglesia de la
Sagrada Sabiduría fue atacada con la espada por un judío furioso y
herida en el cuello; acto seguido salió un chorro de sangre de la
imagenyrocióalrenegadojudío;asustado,arrojólaimagenenuna
fuente, donde fue encontrada más tarde; y eljudío abjuró de su obs
tinación y se convirtió al Dios cristiano; una historia semejante se
cuenta de Berit, en Siria; allí, la sangre derramada por la imagen de
Cristo se recogió en una botella que fue llevada a Roma y conserva
da en una iglesia342. Historias de este tipo celebran la venganza del
signo pleno sobre los escépticos. Por lo demás, el género de los mi
lagros de iconos y milagros de hostias, en conjunto, es característi
co de una ola, más bien epifánica que apostólica, de fijaciones per
suasivas de signos frente a un medio escéptico.
Como hemos dicho, la negatividadjudía resultó tan pesada por
que tampoco los afirmadores podían negar que los judíos son el
pueblo que debía saberlo. Por eso, los sistemáticos de la verdad cris
tiana, los apologetas, se ven obligados a interesarse por los motivos
del errorjudío. Aquí comienza lo que desde el siglo XIX se llamará
crítica de la falsa conciencia. Ya Tertuliano, en su escrito Contra los
judíos (capítulo 14), intentó explicar su no adhesión a la festividad
de la presencia mesiánica desde un malentendido profundamente
anclado: si ignoran tan obstinadamente la llegada de su propio li
berador potencial es porque no habrían aprendido a distinguir en
tre la primera llegada, en la pobreza, y la segunda, en la majestad.
Mientras que la segunda venida se realizará con toda evidencia, la
663
primera sólo se manifiesta a la fe; por eso, con la llegada de la evi
dencia asaltará a la mayoría el pánico, mientras que para los cre
yentes significará el cumplimiento de su esperanza. Por eso, en rela
ción con esa diferencia, los cristianos, por su fe, ya están en posesión
de la comprensión verdadera, mientras que losjudíos prefieren su
ofuscación habitual a la verdad revolucionaria.
La tragedia del judaismo, frente al mundo cristiano, surge del
hecho de que su negativa cuenta más que cualquier otra; tienen,
por decirlo así, que mantenerse apartados de la celebración de los
otros y no pueden bailar en torno al becerro de oro de la presencia.
Si hubiera que reducir a un concepto lo propio de la espiritualidad
judía habría que decir que al hecho de serjudío pertenece la ple
nipotencia de la negación: una postura negativa frente a todas las
epifanías religiosas extrañas, así como frente a eventuales afirma
ciones de presencia mesiánica en la religión propia. En los signosju
díos del ser puede haber, en todo caso, referencias previas a una
presencia futura, remitida siempre a más tarde, pero ningún ins
tante pleno, cumplido, en el que se celebraran las nupcias entre ser
y sentido. Para eljudaismo quedan separados para siempre signos y
presencia de Dios mediante una distancia mayestática. Los signos,
leídos al modo judío, estimulan a la discreción ontológica y signifi
can reserva frente a la profusión.
Si se aplicara -da igual como historiador que como semiólogo-
esa misma óptica discreta al fenómeno cristiano, se plantearía es
pontáneamente la pregunta de qué o a quién representan propia
mente los cristianos cuando se refieren a un primer signo, cuya ple
nitud se niega, y qué sucede con su plenipotencia cuando remiten
a un promotor, cuya mesianidad impugnan los portadores origina
riamente competentes de las esperanzas mesiánicas. ¿Qué es lo que
sucedió, pues, básicamente cuando los afirmadores se independiza
ron de los negadores? ¿Es la independencia de ese sí tan fuerte en
sí misma que puede fortalecerse y regenerarse por sus propios me
dios, sin que le afecte ningún ataque de fuera? ¿Qué significa si
quiera representación cuando en un proceso corto los representan
tes han eliminado cualquier duda de que haya habido alguna vez
algo representable? ¿Yqué es o significa esa presencia, que depen
664
de tan completamente de relaciones de representación que con to
da la presión de autoridades imperiales pudo pasar perfectamente
por real aunque nunca hubiera ocurrido?
Estas preguntas, que habían de aparecer inevitablemente en la
raya limítrofe judeocristiana y cuyo potencial de fuerza nunca se
puede valorar con suficiente altura, tras los procesos de seculariza
ción de la era moderna y la ruptura del monopolio informativo cris
tiano en la sociedad moderna se convirtieron, por decirlo así, en
preguntas de cada cual; pero, como tales, ya no se plantean explíci
tamente sino que se van retirando debido a esa palabra de cada
cual: indiferencia. La moderna fórmula del derecho misionero
-que cualquiera pueda representar de modo plenamente legítimo
lo que le parezca correcto y digno mientras no cause violencia a na
die, así como que cualquiera pueda hablar sin representar nada- só
lo ha solucionado el problema en apariencia, haciéndolo invisible
dentro de una relajación sólo a medias sensata e inteligente. Por eso
todos se estremecen, sorprendidos, cuando alguien, con una pala
bra peligrosa, remueve los viejos secretos del discurso plenipoten
ciario y su presencia en los medios profanos.
Un suceso como la muerte en accidente de la princesa de Gales,
Diana, y las honras fúnebres, sin par, del 6 de septiembre de 1997 en
la catedral de Westminster y en las calles de Londres, un aconteci
miento que por su resonancia en los ánimos y los medios adquirió
una dimensión cuasi-numinosa -se habló de la transmisión o co
bertura más amplia en la historia de la televisión-, dejó a la inteli
gencia moderna en un mutismo elocuente, que no en último tér
mino puede explicarse por su repliegue anticipado de las
cuestiones lógico-mediáticas y lógico-metafísicas que precisamente
se plantean. El poder de los mensajeros va mucho más allá que el
mensaje: la historia entera del cristianismo lo demuestra y los gran
des relámpagos mediáticos de nuestros días lo dejan claro de vez en
cuando; ese poder llega tan lejos que la representación y transmi
sión de un mensaje consigue validez como actividad de tipo propio
y derecho propio, independientemente de si la representación está
respaldada o no por la presencia del original en la imagen, inde
665
pendientemente, incluso, de la cuestión de si ha habido siquiera al
guna vez un original.
La representación tiene preeminencia: ésta es la información de
finitiva que puede conseguirse por la hipotética adopción de la po
sición judía frente a la afirmativa mesiánica. La mirada judía cons
tata sin parpadeo: que el emperador-papa de Bizancio, el papa
romano y el emperador alemán -así como la larga serie de prínci
pes apostólicos en la vieja Europa- se presentan cada uno a su mo
do y con sus medios como vicarii Dei sobre la tierra, a pesar de que
en el núcleo de sus sistemas de representación haya -dicho judía
mente- un signo vacío. De ello puede extraerse una consecuencia
importante: que el vacío de un signo no desconcertará jamás a los
decididos a representar. Nada consigue desviar de su camino el ím
petu del furor representativo una vez que ya ha alcanzado un mo
mento crítico por ganancia de autoridad y rutinización. Represen
tar, entendido como actividad de derecho propio, aspira a ser la
representación de una plenitud: una plenitud que sólo puede ser
asegurada por la total determinación del signo a transmitir por obra
del mensajero mismo. Un mensajero al que le importa su fuerza no
puede hacer otra cosa que transmitir una información fuerte de un
remitente fuerte y guarnecer con el propio poder el poder del re
mitente (y con el del remitente, el suyo propio). No se transmite
más que lo que el transmisor transmite. Todos los sistemas de deseo
de poder y de sentido descansan en ese principio de proliferación.
Si se busca una interpretación para esta -considerada ingenua
mente- relación desconcertante, se muestra de inmediato que la ple
nitud del signo mismo es función de su plena determinación por el
representante. Si la presencia de Dios en el signo fuera una eviden
cia general indudable, nunca podría formarse una cadena de repre
sentantes, dado que todos, y siempre, percibirían inmediatamente la
presencia de Dios. En ese caso los intérpretes serían superfluos y has
ta un estorbo. Sólo si Dios está encubierto pueden aparecer inter
mediarios que pretendan haber mirado tras la cortina; sólo si Dios
no está manifiesto tiene sentido la afirmación de que se manifiesta a
veces. Así se aclara la posición del intermediario, cuya misión co
666
mienza siempre con la decisión insuperable de colocarse él mismo
entre Dios y los receptores de los signos de su presencia. La decisión
del mensajero es la relación mediocrática fundamental que consti
tuye y mantiene simbólicamente los grandes grupos.
Esa condición jamás puede ser reflejada en el sistema metafísico
de emisión mismo; a no ser de forma negativa: como condena de los
falsos apóstoles y de los sacerdotes mendaces en sistemas de emisión
igualmente construidos. En el apóstol de otra religión y en el disi
dente herético de la propia se puede reconocer fácilmente que él
mismo se ha nombrado a sí mismo o se ha hecho creer algo, con
éxito, a sí mismo. Por el contrario, la misión propia, los mensajeros
convencidos la sienten necesariamente mucho más -toda una di
mensión más- verdadera, más objetiva y, en consecuencia, más se
ductora y comprometedora. Vista desde el representante genuino,
sería verdadera incluso aunque él no la representara; y esta suposi
ción es totalmente consistente porque, por una parte, todos los re
presentantes han de ser representables, a su vez, por principio, y
porque, por otra, a todo representante le precedió otro, de hecho,
hasta llegar a aquel Pablo con el que comienza la escuadrilla cris
tiana. En lajerga de los ontólogos y teólogos del encuentro, la mar
cha en una escuadrilla de mensajeros gusta de reproducirse mistifi-
cadamente bajo la fórmula de que Dios y el ser son quienes se han
anticipado a la propia presencia y discurso. En realidad, sólo un
menssyero anterior puede anticipar al presente.
Lo que acabamos de designar como «decisión del mensajero» re
mite de nuevo al fenómeno, mencionado reiteradamente, del cam
bio de sujeto; por su forma psicológica significa el consentimiento
del sujeto en someterse a un gran complementador precedente: un
otro interior, cuya grandeza perselibere el impulso a su propaga
ción o transmisión pública. Si el complementador no fuera más que
el amigo o la amada, el lenguaje de ese amor podría consumirse en
susurros privados, y un eventual excedente suyo sólo podría publi
carse como literatura. Cuando el amado es Dios, las declaraciones
de amor y de lealtad tienen que presentarse como una misión a lo
grande. El mensajero prueba su amor por el Gran Otro hablando
de amor a un tercero.
667
Volvemos, así, a percatamos de cómo motivos microsféricos irrum
pen en la praxis macrosférica y le proporcionan su tonalidad perso
nal. La compartición de la subjetividad con un otro interior de for
mato monoteísta conduce -como ya hemos dicho- a un estrés de
verdad, veritativo, que ha de ser descargado en praxis misionera. Pa
ra los socios humanos de ese dúo con pretensiones, casi sería inso
portable estar uncidos con un gran Dios sin imperio. Por naturaleza,
ese gran Dios es el compañero providencial mundanamente más
grande. Para ayudar a Dios a conseguir su reino y participar él mis
mo de ese goce de reino, se desarrolla en el compañero humano del
Dios con forma de reino y demanda de reino la unidad de acción de
servir y emitir, como entrada necesaria en el contrato apostólico.
De estas consideraciones se deduce que la representación del ab
soluto es un acto de derecho propio, en el que lo representado se
manifiesta a la vez que la acción representativa o -dado que esto no
es posible inmediatamente- lo hace en la imagen, en la noticia. Re
presentar significa producir imágenes y palabras, y llenar espacios
de presencia de imagen y palabra. Como gesto de naturaleza pro
pia, ese representar es originariamente teopoiético, divinizador, y
corresponde al verbo griego theapoiein, convertir en dios: una pala
bra en la que, como en la latina divinización, ya estaba expresada
claramente la contribución activa del representante en la produc
ción de la imagen sagrada. Como es natural, esa palabra tuvo que
ser desterrada del vocabulario positivo de la metafísica monoteísta y
de la religión cristiana, dado que sólo parecía utilizable para las teo-
poesías de las posiciones paganas o heréticas, mientras que la doc
trina propia no podía reflejarse como teopoesía, teofactum, fetiche,
sino exclusivamente como doctrina recibida, aceptada, verdadera
objetivamente. Los representantes que quieren ser puros se arre
dran ante la idea de ser autores de palabras de Dios o escultores de
imágenes de Dios, como ante el mal mismo, aunque defació estén
implicados en un proceso inacabable del formular y reformular teo
poiético. Cuanto más dura el proceso de emisión, más se apila el
monte de formulaciones históricas de los representantes: y entre
ellas hay muchas a las que ya no se atreven a recurrir los represen
668
tantes «puros» que ejercen como tales. (En torno a 1996,Juan Pa
blo II expresó 94 veces, en manifestaciones oficiales de la Santa
Sede, reconocimientos de culpa y de pesar por los errores e injusti
cias de sus predecesores y de la Iglesia católica en general. )
Desde Giambattista Vico, el fundador de las ciencias del espíritu,
que, como resulta más claro cada vez, habían de llamarse mejor
ciencias de las esferas, se ha puesto sobre el tapete el argumento de
que antes de la Modernidad la realidad histórica de los pueblos es
tá constituida eo ipso teopoiéticamente y de que la ciencia de los se
res humanos ha de ser, por tanto, la ciencia de las formas de vida
autocreadoras. Con esta referencia aparece a la vista el motivo por
el que en la Modernidad la poetología -incluso y precisamente en
las primeras cosas- ha aventajado finalmente en rango a la ontolo-
gía y a la teología: la reflexividad de las relaciones modernas de co
municación hizo aparecer el carácter artificial y remilgado de la
esencia metafísica de los mensajeros, funcionarios y signos, en ge
neral, a una luz tan nítida que parece imposible volver ya nunca más
a los estándares de autoengaño de la antigua Europa. Nunca más el
remitente se dejará separar tanto del transmisor que la idea metafí
sica y feudal de la entrega pura de mensajes objetivos pueda seguir
valiendo. ¿No ha incluido también al cielo, hace ya mucho tiempo,
la crisis de los autores? ¿Yno es la crisis de los representantes el pen-
dant necesario hacia el ocaso del remitente absoluto? ¿Dónde han
quedado los carteros olvidados de sí mismos, que antes ocupaban
todos los puestos interesantes? ¿En quién piensa aún Martin Buber
(salvo en sí mismo) cuando dice que a quien no piensa en sí mismo
se le entregan todas las llaves?
Ahora sólo importaría que los teólogos se deshicieran de su ró
tulo profesional y se reconocieran como teopoetas, y que, acto se
guido, las antiguas facultades teológicas se volvieran a unir con la li
teratura comparada y la antropología cultural. ¿Fue en vano que
Platón pensara en los poetas cuando acuñó la palabra theológod
¿Quién podría hablar aún de Dios o de dioses sin confesarse poeta?
Esta regla abarca también al mismo Dios y a los dioses, en tanto sus
autorretratos se presentan por regla general como revelaciones y
sus poemas como creaciones de mundos. Los carteros de antes, los
669
apóstoles sin yo, han sido desenmascarados como autores y reescri
tores de sus entregas; y esto no sólo desde que Joseph Klausner (in
troduciendo las cargas explosivas de Nietzsche en eljudaismo), en
su libro sobre san Pablo de 1939, presentara al apóstol de los pue
blos como el auténtico fundador del cristianismo: una tesis con la
que ha conectado el filósofo judío de la religión Jacob Taubes, ra
dicalizándola. La idea del transmisor -sea de lo que sea- puro, olvi
dado de sí, totalmente transferido al remitente, se ha liquidado am
pliamente por sí misma debido a un simple aumento de la atención
a los puntos problemáticos. Como se puede decir en tono relajado,
los grandes remitentes son ficciones de representantes, surgidas del
espíritu de distribución imperial del deseo de poder y de sentido.
Por lo que respecta a transportes puros de emisiones, como re
lativamente mejor se garantizan hoy es con los servicios privados de
mensajería, que se hacen pagar cara su puntualidad desinteresada,
olvidada de sí misma. Todos los demás repartidores, también los sa
cros, pueden reconocerse, a su vez, como gentes de negocios me
diáticos, que buscan participaciones en el mercado de misivas, y es
to generalmente por motivos que no podrían calificarse fácilmente
de desprendidos u olvidados de sí. (Pues ¿qué es más egoísta que la
salvaguarda de intereses de identidad en beneficiarios de posiciones
tradicionales? ) De todos modos, en la Modernidad es el remitente
el que paga el porte, mientras que en la era metafísica se encarga
ban de ello los receptores. ¿No fue toda la historia económica de los
monoteísmos clásicos un gran intento de hacer que pagara el porte
no el remitente, sino el receptor? El monoteísmo fue erigido sobre
una economía del agradecimiento: dependiente del agradecimien
to adelantado de los destinatarios por misivas que merecían cual
quier porte yjustificaban cualquier reembolso. La Modernidad pu
so en su lugar la economía de los codiciosos que invierten en tanto
pueden esperar recibir más de lo que arriesgaron.
A una última insurrección de la metafísica de los carteros se lle
gó en el siglo XX, curiosamente del lado de una teologíajudaica que
comenzó a interesarse por san Pablo como agente secreto de una
misión judía universal. Si san Pablo ha de ser reivindicado como
670
apóstol general deljudaismo -cosa que han hecho autores como Ro- senzweig, Ben-Horin, Taubes y otros con la pasión de la ironía-, en tonces no sirve de nada el fantasma del menssyero puro. Pues san Pablo, en relación con embayadas judías, está en debate en princi pio como falseador, en una segunda mirada quizá como agente se creto, pero en ningún caso como enviado puro. Sea como sea, los teólogos citados critican en primer lugar el hermetismo religioso- nacional del judaismo histórico y reprochan a éste no haber satisfe cho su encargo, formulado por el segundo Isaías, de ser la luz de los pueblos, por culpa de su rígida clausura étnica343. Por el contrario, Pablo, el disidente, el traidor aparente, habría hecho justicia al en cargo misionero universal del judaismo, aunque no con un menssye que pudiera valer ya, sin más, como mensaje de Israel. Ben-Horin, que ha aguzado especialmente, en conexión con Franz Rosenzweig, la teoríajudía del cartero, dice expresamente al respecto:
¿Era ese mensaje todavía el mensaje de Israel? La [. . . ] pregunta fue ne
gada por el judaismo histórico. Se sentía traicionado por Pablo, no repre
sentado [. . . ], y sin embargo fue Pablo quien cumplió, en representación, el
encargo de Israel de ser «luz de los pueblos». Franz Rosenzweig hizo ob
servar una vez que no fue el judaismo, sino el cristianismo, quien extendió
la Biblia hebrea hasta las islas más apartadas [. . . ]. La Biblia de Israel [. . . ] por
la propaganda de la fe que llevó a cabo Pablo se convirtió en el best-sellerdel
mundo antiguo344.
Con ello, Pablo, como apóstoljudío, es provisto aposteriori por el
remitente religioso-nacional de una plenipotencia religiosa univer
sal. Todo el argumento está cargado de ironía histórico-teológica, en
tanto, según él, el cristianismo puesto en circulación por Pablo apa
rece como parcel Service para el reparto de Antiguos Testamentos en
el orbe no judío: con lo que los Nuevos Testamentos habían de ser
considerados como suplementos problemáticos. A quien este argu
mento le parezca indecente que considere que la temprana histo
riografía eclesiástica, por su parte, interpretó la dispersión de losju
díos por todo el imperio -tras la destrucción del templo en el año 70
y, completamente, tras la sublevación de Bar Kóhba en el 135- con
671
un argumento análogo como praeparatio evangélica, pues donde ya
había judíos podían seguir más fácilmente misioneros cristianos: lo
que bien puede valer también como una clásica figura parasitológi
ca de pensamiento.
Esta construcción permite reconocer lo que cuesta querer salvar
al remitente después de que el mensajero está ya ahí como desnu
do. Sobre todo es interesante porque identifica a Pablo como un
mensajero que también después de la experiencia de Damasco se
equivocó de remitente. Si se hubiera comprendido correctamente a
sí mismo nunca habría debido decir que no era él mismo, sino Cris
to, quien vivía en él: más bien vivía en él el mandato deuteroisaíaco,
para el que la predicación de la enseñanza y figura de Cristo sólo
era una forma de cobertura. Este argumento aboca a un semio-psi-
co-análisis del apóstol, que hace dependiente un proceso secunda
rio cristiano de un proceso primario judío. No otro es el sentido de
aquella «recuperación de Pablo para eljudaismo» sobre la que cier
tos rabinos dialogan con tanto gusto durante largos fines de sema
na académicos con ciertos teólogos cristianos.
El proceso primario esjudío: con él se establece la existencia de
un inconsciente profético, y, como todo inconsciente auténtico,
tampoco éste puede no emitir lo que le fue inculcado que emitiera.
En consecuencia, este inconsciente no puede no hablar de elec
ción. Si lo expresamos positivamente, extrapolando las referencias
de Rosenzweig y Ben-Horin: el volumen de deseo de poder del in
consciente judío promete más de lo que podrían reclamar los inte
resados católicos, ya que ofrece o pone ante la vista lo insuperable.
Nada proporciona más gusto imaginario anticipado de poder y gus
to real de poder que el mareaje de un sujeto con un signo de elegi
do. Nadie conseguirá querer liberarse de un inconsciente tal; sí, el
predestinadojamásestaráencondicionessiquieradeanalizarloyde
exponerlo, así, a un trance crítico. Hay que desconfiar aquí, más
que en ningún otro caso, del fantasma del autoanálisis. Por eso Sig-
mund Freud, el inanalizado «profeta del inconsciente», en el que el
inconsciente del profeta estaba perfectamente marcado y perfecta
mente emboscado (no reprimido), hizo todo lo posible por borrar
la huella que conducía a su propio caso. Con gran arte de sugestión
672
dirigió la atención al inconsciente libidinoso-sexual de los neuróti-
cos profanos y se cuidó bien de que no se hablara del inconsciente
libidinoso del elegido.
La misión de agente secreto de san Pablo habría consistido, pues,
en marcar a los pueblos nojudíos con el inconscientejudío ycon su
signo, el de la elección. Como dio a entender Jacob Taubes, en una
interpretación tan iluminada como de fuego fatuo, por esa salida de
la clausura nacional-religiosa deljudaismo habría de cumplirse el ac
to fundacional de un nuevo pueblo de Dios fuera del judaismo: un
pueblo de Dios que es definido por Taubes, al que no le son extra
ños, por lo demás, bruscos tonos elitistas, como pueblo-proyecto es
trictamente universalista e igualitarista345. Según ello, el sentido de la
misión paulina habría sido la transmisión del privilegio de elección
a todos los pueblos fuera del «pueblo realmente elegido». Elección
para todos: una paradoja que, naturalmente, sólo puede funcionar
en la latencia, porque al aparecer en lo explícito arruina inmediata
mente a sus agentes y agencias. El signo de la pertenencia al nuevo
pueblo inclusivo-exclusivo de Dios ya no podía, extrajudíamente, ser
transmitido como character indelebilis al cuerpo de los hombres: por
eso san Pablo no vio otra salida que derogar la ley de la circuncisión
para los seguidores de Cristo masculinos nojudíos.
Con ello, se fue a pique el primer signo de la elección. Por ese
motivo san Pablo tuvo que hacer hincapié en un signo transferible
a toda costa: de ahí su obsesión por la cruz. Sólo éste servía como
signo representativo del protosigno no-transferible. En su interpre
tación y propagación puede comprobarse que la operación central
del pensamiento paulino es la recodificación de la elección, pre
destinación. Esta sólo tiene éxito si se puede conseguir un concep
to superior de circuncisión que salve el significado sin exigir el acto:
y san Pablo encontró ese concepto. Estar circunciso significa para
él: haber aceptado un debilitamiento por la fe en un Dios sufriente,
para participar después, para siempre, en el sistema más soberano
de goce del poder y del sentido. En cuanto se sabe de qué es metá
fora la circuncisión, la metáfora puede cambiarse. La metaforiza-
ción paulina de la circuncisión viene prefigurada en el preceptoju
dío: «Habéis de cercenar el prepucio de vuestro corazón y no seguir
673
siendo duros de cabeza» (Deuteronomio 10, 16). Un grado de cir
cuncisión así tiene que darse, ciertamente, en seres humanos que,
por lo demás, siempre defienden con gusto, inquebrantablemente,
su arrogancia; esto, suponiendo que el monoteísmo tenga sentido,
y que los seres humanos puedan hacerse comunitarios por una hu
millación bien integrada. (Lacan, dicho sea de paso, desde una po
sición fundamental criptocatólica, se adhirió estrechamente al pro
ceder de san Pablo, comprometiendo a sus pacientes, dado que no
podían ser circuncidados, al credo en una castración simbólica y en
una deficiencia constitutiva. )
El signo del Dios sufriente, la cruz, señala a los renacidos en el
proceso de transferencia y ampliación de la conciencia de elegido.
De ahí el pathos estaurológico de san Pablo; la cruz, staurós, ha de
sustituir al cuchillo de la circuncisión, pero tiene que imprimir la
misma información en la carne bautizada: ¡elección para todos en
el pueblo pneumático! Según san Pablo, el inconsciente tiene la es
tructura de una vinculación imposible.
Sólo allí donde la discreta transferencia de la fuente de deseo
de ser consigue elección también para los creyentes no-judíos se es
tablece -por infección inconsciente o por asunción consciente- la
identificación con la ley y con el precepto de amor. Si se toma en
serio esa transferencia ética, la teoría del cartero del cristianismo
no sólo es una construcción desesperada de teólogos para salvar la
posición judía en su peculiaridad histórica; describe un procedi
miento que, a pesar de su apenas soportable ironía, pertenece a la
historia positiva de las ideas y al proceso moral de la civilización oc
cidental.
Este rebrote, aparentemente último, de la metafísica del cartero,
que pretendió que la carta judía se repartiera globalmente por el
correo cristiano, fue superado de nuevo por el teólogo seglar pro
testante, jurista, sociólogo y filósofo del lenguaje Eugen Rosenstock-
Huessy con una teoría general de los repartos postales que, a sus
ojos, había de ser, a la vez, la auténdca teoría de las culturas y de las
comunicaciones creadoras de pueblos. Rosenstock-Huessy, unido al
filósofojudío Franz Rosenzweig por una amistad exasperada, consi
674
deraba misión suya rechazar, desde una perspectiva cristiana, la iró
nica teoría de la evangelización judía per christianos. Esto sólo pudo
conseguirse por una extensión radical de la base evangélica, datan
do con anterioridad las buenas nuevas, que se retrotraen, así, hasta
los comienzos de las comunicaciones humanas. Si los apóstoles cris
tianos habían de ser algo más que agentes secretos de un incons
cientejudío yrepartidores del best-selleroriental que supone el Anti
guo Testamento, que ha de ser distribuido en todo el mundo como
suplemento al Nuevo, necesitaban a sus espaldas un remitente que
tuviera más que enviar y decir, desde objetivos religioso-universales,
que el programa religioso-nacional del judaismo.
Rosenstock cree poder identificar a ese remitente: lo encuentra
en una figura procesual teológica, en un Espíritu Santo lingüístico
generalizado. La ingeniosa maniobra de Rosenstock consistió en se
parar el milagro de Pentecostés de su fecha y repartirlo por toda la
historia del lenguaje. Lleva la fecha de este acontecimiento hasta los
comienzos del lenguaje en general y hasta los primeros gestos de la
comunicación face-to-face humana, y lo hace devenir crónico, des
pués de Cristo, en la historia de la libertad y revolución de Europa,
América y resto del mundo, en tanto en ella es posible ya el discur
so libre. Para Rosenstock el retroceso a los primerísimos comienzos
del lenguaje es importante, ante todo, porque sólo así puede ase
gurarse el pluralismo de los puntos de partida, de las pautas, para
comunicaciones conformadoras de pueblos. «Es impensable que, al
hablar, nosotros hagamos algo diferente a los seres humanos de to
dos los tiempos. » Rosenstock considera los arroyos de las cien mil
lenguas que hablaban los grupos humanos arcaicos, y que a co
mienzos de la época imperial confluyeron en ríos de lenguas cultas
y lenguas universales, como gigantescos procedimientos de convo
catoria, en los que, por doquier, los antepasados muertos,junto con
su sabiduría y ofuscación, hablan a través de las generaciones vivas.
«Dime quién te habla y sabré quién eres. » «Somos hijos de la escu
cha»546. Desde este punto de vista, toda la época arcaica, así como el
Viejo Mundo, se convierte en una propedéutica del pleno hablar.
Antes de Cristo pueden distinguirse, en lo esencial, cuatro corrien
tes lingüísticas que condicionan cuatro modos de escuchar y trans
675
mitir. Un habla fructífera es posible en el continuum de las palabras
de los antepasados y de los muertos, en el continuum de las doctri
nas sobre los fenómenos celestes, en el continuum de los cantos de
las musas y en el continuum de los discursos proféticos sobre los ho
rrores del fin del mundo.
Sólo en la escucha de los discursos que surgen de esas fuentes la
humanidad se convierte en un instrumento de música y discusión,
cuya resonancia se prueba con mensajes más exigentes cada vez.
Con la parte fundamentadora de su filosofía del lenguaje, Ro-
senstock-Huessy hace un incurso inspirador en la antropología ge
neral de la comunicación; considera a todos los pueblos antiguos y
sus lenguajes como contribuyentes a un proceso universal de ani
maciones mediante una multiplicidad de interpelaciones, coinci
dencias, nombramientos, misiones. Rosenstock reconoce por do
quier el cambio de sujeto apostólico, el hablar por el otro. Para él
el imperativo se convierte en universal. Este gesto ampliador tiene,
entre otros, el sentido estratégico de relativizar el privilegio proféti-
co del judaismo; el profetismo es sólo uno entre diversos gestos que
posibilitan y hacen adelantar el habla plena y plenipotenciaria; ha
de poder compararse con el genio teopoético de otros espacios, con
el saber cosmológico de otros reinos y con las comunicaciones mu-
saicas de otros pueblos.
A la ampliación sigue la polémica. Pues Rosenstock, si bien es
verdad que pretende remitir las demandas extralimitadas a sus lí
mites, los que se establecen para el profetismojudío, pretende tam
bién conceder al mesianismo -en su forma cristiana, se entiende- el
cumplimiento de la plenitud lingüística. En consecuencia, para él,
el trabajo del mundo arcaico y antiguo no fue otra cosa que el pro
ceso de preparación para las palabras que pronunció Jesús; a éste,
el «fruto de los labios» de la humanidad, corresponde «el lugar cen
tral en la historia del lenguaje». Cristo no es sólo un caso de profe
tismo, sino suma y confluencia de las antiguas corrientes lingüísti
cas. Quien quiera entender qué es lenguaje tiene que escuchar los
lógoi que formuló Cristo. Las palabras de Cristo son para Rosenstock
el resultado y la florescencia de todo y de lo mejor que hasta en
tonces se dijo: palabras de antepasados, poetas, rapsodas, profetas.
676
Cristianismo es seguir hablando a ese nivel; la verdad cristiana es
cuatrilingüe.
Quien se asimile a la revolución performativa cristiana, con ello
ya está reclutado para la guerra santa comunicativa de los cristianos
contra el gran resto de la humanidad, fijado aún en la época arcai
ca y antigua: en los tiempos anteriores a la experiencia de la palabra
plena. Rosenstock manifiesta sin rodeos en quién piensa al decir es
to, y, dado que mete en el mismo saco a los grupos principales de
quienes no conectan con el hablante divino, consigue una enume
ración singular de contrarios:
Los nazis, losjudíos, los fascistas, los chinos, los marxistas niegan la pa
labra como nuestro verdadero ascendiente*47.
El criterio de la curiosa lista es la negativa común de los citados
a explicarse a sí mismos por sus comunicaciones mutuas a través del
acontecimiento pentecostal. Rosenstock, ciertamente, puede prote
ger la escuadrilla apostólico-cristiana de carteros de la ironía judía,
superelevando la historia del lenguaje en su totalidad a un proceso
dirigido por el Espíritu Santo, que clama a través de las generacio
nes. Pero como efecto colateral de esa defensa se produce una de
claración de enemistosidad a todos los colectivos no-pentecostales.
Lo que Hegel había hecho con el concepto al reconstruir en el
tiempo su autocaptación lo repite Rosenstock con la comunicación,
en tanto presenta su desarrollo como proceso de enrolamiento de
los seres humanos en el servicio del lenguaje y del amor. El verda
dero espíritu del tiempo sería el espíritu del lenguaje, que es quien
establece los imperativos cotidianos del amor. Así como el concep
to del concepto desemboca en la contemplación de la verdad reali
zada, así la comunicación de la comunicación acaba en el conjuro a
formar parte de la corriente lingüística creadora de humanidad: Ro
senstock habla al final como un ministro de comunicación univer
sal que estatuye que el sentido de todas las redes mediáticas está en
el reparto de la embajada de amor. Su pentecostés procesual es el
supercorreo que expide, a escala universal, órdenes de alistamiento
en la historia de amor que sigue caminando hacia delante; el su-
677
percorreo que introduce su misiva en todos los buzones, incluso en
los que tienen la pegatina: ¡no propaganda!
«La representación tiene prioridad»: como hemos visto, tene
mos buenas razones para recurrir a esa frase desde la perspecdva es-
ferológica. Pues se impone la presunción de que todo el asunto de
los representantes no es más que un episodio de poder en la histo
ria de las producciones de esferas. La propagación de órdenes-men
sajes-convocatorias en nombre de una verdad central que hay que
representar incondicionalmente corresponde a un modo de con
formación de esferas en formatos imperiales. Su ideal es la emisión
a la redonda, por todas partes, de la embajada desde un centro ema
nante, autocomunicante.
En cuanto se ha aclarado un poco la obnubilación del pensar
por ese modo de emisión -y ese esclarecimiento sucede esencial
mente por la experiencia del moderno pluralismo de mensajes- se
reconoce que el representacionismo metafísico significa una situa
ción histórica de un fenómeno mucho más general: precisamente
de la esferopoiesis en grande, que hemos reconstruido en sus rasgos
fundamentales. «Representar» no sería, pues, sino una mala expre
sión, históricamente limitada, para «conformar esferas»: para la fun
ción primaria comunicativa, que comienza mucho antes del mono
teísmo y que se continúa, más allá del monopolio monoteísta, en lo
imprevisible e inabarcable.
Qué es lo que tiene que ver esto con telecomunicaciones pleni
potenciarias y discursos representativos de mensajeros es algo que
sólo puede entenderse adecuadamente, pues, desde la lógica de
conformaciones macrosféricas de espacio bajo signos centristas. El
presente esbozo insinúa cómo se forma el sistema nervioso teleco
municativo de grandes cuerpos imperiales y eclesiales. En él de
sempeña el papel clave, desde siempre, la radiocracia apertora de
espacio y destructora de distancia, apoyada por una semántica me-
tafisico-central y religioso-central que lo penetra todo.
La Modernidad -incluso cuando utiliza todavía expresiones apa
rentemente monocentristas como «radio»difusión- ha creado un
678
modo posmetafísico de conformación de espacio que, a causa de su
irreprimible policentrismo, ha hecho perder pie a todos los fantas
mas centristas yjerarquistas: a excepción del enclave de los papas
(nos referimos a Roma, no a Valréas). Precisamente por ello los
conservadores pudieron acusar a la edad moderna de rebelión con
tra el círculo sagrado de los comunicadores del monopolio y como
pérdida del centro.
En realidad, esas formulaciones combativas y acusadoras sólo sig
nifican que la historia de las creaciones de esferas -con susjuegos
de lenguaje propios de cada época, con su border politics y sus fun
ciones de verdad- ha sobrepasado su Edad Media metafísica, es de
cir, el estadio de las monosferas totalistas. Desde el viaje de Colón,
la historia del «mundo» ha tenido que llegar, obviamente, a la se
cuencia, largamente delineada, de la guerra mundial, por la senci
lla razón de que su contenido es la colisión de las monosferas re
gionales, metafisizadas cada cual a su modo (por no hablar, por el
momento, de los numerosos mundos, sociedades, lenguajes más pe
queños, indefensos, sometidos y destruidos).
Si los europeos aparecían como vencedores en la primera ronda
de esas colisiones de mundos fue, sobre todo, porque fueron los pri
meros en destruir o perder su sistema macrosférico de inmunidad,
su cobijo bajo un homogéneo cielo católico y, nolens volens, en abrir
se al pluralismo de las confesiones y de los imperialismos. Esto les
proporcionó la temible fuerza de irrupción en la primera ronda de
la globalización terrestre, que puede señalarse plausiblemente con
las fechas 1492 y 1945.
Ante su propia historia cismática, para los europeos de esa épo
ca se hizo trizas su viejo sueño de un receptáculo omnicomprensi-
vo, sin exterior alguno. Esto vale, al menos, desde la Reforma y la
subsiguiente época de las guerras de religión, que fue, a la vez, la de
la competencia entre aquellos imperios nacionales ascendentes,
que se repartieron entre sí el globo terráqueo en zonas de intereses
y de misión. No es casual que la cosmología europea consiguiera en
ese tiempo abrirse camino a través de las cubiertas celestes aristoté-
lico-católicas hasta el universo infinito. Desde entonces, los euro
peos tomaron conocimiento de un exterior que sólo con un gran
679
despliegue de desmentidos pudo agruparse en torno a un centro ro
mano o jerosolimitano. Desde los comienzos del colonialismo los
señores europeos habrían tenido que saber y poder comprender
que la llamada periferia era algo completamente disdnto del borde
de un centro que residía en la madre patria. Así y todo, los roman
ticismos y restauraciones holistas consiguieron retrasar de nuevo,
durante casi una era, la conciencia de la situación, hasta que, final
mente, hacia mediados del siglo XX, el tiempo del sueño de un pun
to central de la vieja Europa tuvo un fin superexplícitamente brutal.
Lo que se ha llamado los años heroicos de la filosofía, sobre todo el
idealismo alemán junto con su epílogo marxista, ofreció una de las
mayores contribuciones al cierre hermético de la provincia europea
frente a las llamadas periferias, que habían acercado tanto, sin em
bargo, los enciclopedistas y colonizadores.
Sólo cuando se puso en marcha el debate actual postsocialista en
torno a la globalización tuvieron que quitarse sus gafas soñadoras
los europeos continentales. Poco a poco comienzan a comprender
lo que significa que las evidencias europeas, junto con sus regula
ciones filosóficas y antropológicas del lenguaje, sólo poseen validez
regional yno reflejan por principio el commonsensede una hipotéti
ca humanidad global.
Fue sobre todo la literatura europea moderna la que primero se
apartó del sueño filosófico-católico de una verdadera misión unita
ria y de un lenguaje universal definitivo, y la que se puso en camino
hacia un plurilingüismo esencial. Desde el punto de vista de la his
toria de los medios, esta puesta en camino va unida al paso de la
economía de palacio eclesial-estatal de los mensajes a la economía
de mercado literaria y periodística.
La última, desde sus comienzos en el siglo XIV, se presenta bajo
una forma dúplice: por una parte, como mercado de las literaturas
triviales, de las novelas y novedades, en el que los mensajes ya no se
componen centrados en el remitente, sino en el receptor, acomo
dándose a las expectativas de diversión y edificación del público;
por otra, como mercado de la literatura de genio, que es verdad que
permanece centrada en gran medida en el remitente, puesto que el
680
autor oficia como revelación local de una fuente trascendente de
emisión, pero que también señala con ello el tránsito a relaciones
no-monopolizadoras y neopoliteístas. Novalis expresó la idea de que
en el futuro incluso el nombre de Cristo habría de ponerse en plu
ral. La historia del arte trivializó este impulso e hizo desfilar en pro
cesiones cronológicas a los mesías productores. En el mercado del
genio la religión monopolizadora de antaño se disuelve en un pro
ceso de revelación desregulado, en el que salen a la luz tantos dio
ses como grandes artistas. Se podría decir, sin ambages, que el cen
tralismo religioso se fue a pique por la legalización de la genialidad
(así como, desde el punto de vista morfológico, la agonía de Dios
comenzó con la colocación del centro en todas partes y con la des
realización de la periferia*4*). Si se anula, además, la condición de
que el arte ha de ser grande para poder hacerse público, la cultura
de masas moderna queda ya establecida en esbozo. En ella puede
festejarse la permanente revelación de la trivialidad; pero, dado que
ahí no hay nada que festejar realmente, a los participantes no les
queda otra que hacer girar continuamente el molino del autoa-
plauso para lo tampoco-tan-especial.
La opción por la cultura trivial no es ella misma trivial; así como
en la Antigüedad tardía la decisión fue por la primacía del Evange
lio frente a las musas, la Modernidad posmodernizada (si no enga
ña todo) vota por la primacía de la democracia frente al arte y la fi
losofía. Las consecuencias más bien agradables de esto: coexistencia
pacífica de todos los mensajes sin poder y sin contenido; la cultura
de las listas de los mejores como eterno retorno del otro insignifi
cante; autosonografía de las sociedades de medios con la mezcla
siempre igual y siempre nueva de nonsense y no-nonsense; libertad de
elección entre diferentes formas de actuación de la misma deca
dencia; emancipación de los hablantes de la exigencia de tener que
decir algo. Por lo que respecta a las consecuencias más bien desa
gradables, no son aquí nuestro tema.