Entonces vive de la
herencia
mime?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
tesis inmanente de una ma- nera uni?
voca, excluyente y con una positivided inexorable.
Todo queda subsumido bajo las fases econo?
micas esenciales, histo?
rica- mente determinantes en la sociedad entera, y su despliegue: el pensamiento en su totalidad tiene algo de lo que los artistas pa- risienses llaman le genTe cbei?
-d'oeuvre.
Que el infortunio es un efecto de la estringencia de tal despliegue y que e?
sta se halla en directa conexio?
n con el dominio, es algo que en la teori?
a critica al menos no viene expli?
cito, siendo una teori?
a que, como la tradi- cional, tambie?
n espera la salvacio?
n a trave?
s de un proceso escalo- nado.
La estringencia y la totalidad, los ideales, propios del pen- samiento burgue?
s, de necesidad y generalidad reproducen, en efec- to, la fo?
rmula de la historia, mas por ello mismo la constitucio?
n de la sociedad se condensa en los fijos y grandiosos conceptos contra los que se dirigen la cri?
tica y la praxis diale?
cticas.
Cuando W .
Benjamin hablaba de que hasta ahora la historia ha sido escrita desde el punto de vista del vencedor y que era preciso escribirla des- de el del vencido, debio?
an?
adir que el conocimiento tiene sin duda que reproducir la desdichada linealidad de la sucesio?
n de victoria y derrota, pero al mismo tiempo debe volverse hacia lo que en esta dina?
mica no ha intervenido, quedando al borde del camino - por asi?
decirlo, los materiales de desecho y los puntos ciegos que se le escapan a la diale?
ctica.
Es constitutivo de la esencia del vencido parecer inesencial, desplazado y grotesco en su impotencia.
Lo que trasciende a la sociedad dominante no es so?
lo la poten- cialidad que e?
sta desarrolla, sino tambie?
n y en la misma medida 10 que no encaja del todo en las leyes del movimiento histo?
rico.
La teori?
a se ve asi?
remitida a lo atravesado, a lo opaco, a lo inapren- sible, que como tal sin duda tiene en si algo de anacro?
nico, pero que no se queda en lo anticuado, porque ha podido darle un chasco a la dina?
mica histo?
rica.
Esto se ve mucho antes en el arte.
Libros infantiles como Atice in W ondeTland o StruwwelpeteT, ante los que la pregunta por el progreso o la reaccio?
n seri?
a ridi?
cula, con- tienen cifras de la historia incomparablemente ma?
s sugestivas que el gran teatro montado por Hebbel con la tema?
tica oficial de la culpa tra?
gica, el cambio de los tiempos, el curso del mundo y el individuo, y en las fastidiosas e insulsas obras para piano de Sade
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? ? ? ? ? traslucen experiencias que la continuacio? n de la escuela de Schon- berg, detra? s de la cual esta? todo el patbos de la evolucio? n musical, no puede ni son? ar. La grandiosidad de las conclusiones puede to- mar ruando menos se piensa el cara? cter de Jo provinciano. Los escritos de Benjami? n son un ensayo de hacer filoso? ficamente fe- cundo mediante enfoques siempre nuevos 10 no determinado por las grandes intenciones. Su legado consiste en la tarea de no dejar que dicho ensayo se quede u? nicamente en extran? os acertijos del pensamiento y revelar mediante el concepto lo carente de inten- cio? n: en la invitacio? n a pensar de forma a la vez diale? ctica y no d iale? ctica.
99
Prueba del oro. - Entre los conceptos a los que se contrae la moral burguesa tras la disolucio? n de sus normas religiosas y la formalizacio? n de sus normas auto? nomas, por encima de todos so- bresale el de la autenticidad. Cuando nada hay ya de obligatorio que exigir del hombre, por 10 menos que e? ste sea fntegramente lo que es. En la identidad de cada individuo consigo mismo, el postulado de la verdad i? ntegra, asi? como la glorificacio? n de lo fa? ctico, es traspuesto del conocimiento ilustrado a la e? tica. En esto coinciden justamente los pensadores de la burguesi? a tardi? a cri? ticamente independientes y hartos de los juicios tradicionales y de las frases idealistas. El veredicto de Ibsen, desde luego par- cial, sobre la mentira de la vida y la doctrina existencial de Kier- kegaard han hecho del ideal de autenticidad la parte principal de la metafi? sica. En el ana? lisis de Nietzsche, la palabra aute? ntico aparece ya como algo incuestionable, exceptuado del trabajo del concepto. En los confesos e inconfesos filo? sofos del fascismo, valores como la autenticidad, la perseverancia heroica en el <<es- tado de yecto. . (Geuorienbeit) de la existencia individual o la situacio? n-li? mite terminan convirtie? ndose en un medio para usurpar el pathos religioso-autoritario sin contenido religioso alguno. Ello incita a la denuncia de todo lo que no es 10 bastante sustancial, de lo que no es de buena cepa, en fin, de los judi? os: ya Richard W agner puso en juego la aute? nt ica manera alemana contra la bagatela latina, utilizando asi? la cri? tica al mercado cultural para hacer apologi? a de la barbarie. Pero tal utilizacio? n no es ajena al concepto de la autenticidad. Ya vendida su gastada vestimenta,
aparecen remiendos}' partes defectuosas que ya existi? an aunque invisibles, en los grandes di? as de la oposicio? n. La falsedad alienta en el sustrato mismo de la autenticidad, en el individuo. Si en el principium indiuiduasionis se oculta la ley del curso del mundo como reconocieron a una los dos anti? podas Hegel y Schopenhauer, la intuicio? n de la sustancialidad u? ltima y absoluta del yo es vi? c- tima de una ilusio? n que protege al orden existente mientras su
esencia se desmorona. La equiparacio? n de autenticidad y verdad es insostenible. Precisamente la serena autorreflexi o? n - a quel ~o;:Jo d~ comport amiento que Nietzsche llamaba psicologi? a-, la msrstencra sobre la verdad de uno mismo, siempre arroja el resul- tado, ya en las primeras experiencias conscientes de la infancia, de que los actos sobre los que se reflexiona no son del todo <<aute? n- ticos>>. Siempre contienen algo de imitacio? n, de juego, de querer
ser otro. La voluntad de llegar a lo ? ncondicionadamente firme al ser del ente, mediante una inmersio? n en la propia individualidad en lugar de llegar a un conocimiento social de la misma conduce a aquella mala infinitud que desde Kierkegaard habra? de'exorcizar el concepto de autenticidad. Nadie ha expresado esto tan cruda- mente como Schopenhauer. El atrabiliario precursor de la filosofi? a existencial y malicioso heredero de la gran especulacio? n fue un magni? fico conocedor de los fosos y galeri? as del absolutismo indivi-
~u~l. . Su visio? n va asociada con la tesis especulativa de que el individuo es so? lo feno? meno, no cosa en si? . <<Todo individuo --dice en una nota a pie de pa? gina del cuarto libro de El mundo como voluntad y represcntaci a? n-;- es, por una parte, el sujeto del cono- cimiento, es decir, condicio? n integrante de la posibilidad del mundo objetivo, y por otra feno? meno individual de la voluntad la misma que se objetiva en todas las cosas. Pero esta duplicidad de nuestro
ser no descansa en una unidad existente por si? misma: si asi? fuera podri? amos llegar a la conciencia de nosotros mismos independien- temente de los objetos del querer y el conocer, lo cual nos es imposible, pues cuando tratamos de llegar a este conocimiento y pretendemos alcanzar el fondo de nuestro ser concennando la inteligencia en nuestro interior, nos perdemos en un vado sin fono
do y nos vemos semejantes a una esfera hueca de cristal en la cual res~ena una voz cuyo origen no esta? en su interior, y al tratar aSI de apoderarnos de nosotros mismos nos encontramos estremecidos, con un fantasma sin consistencia>> (Grossherzog_WiI~ helm-Ernst. Ausgabe, 1, pp. 371 Y s. ). De este modo puso en evidencia el cara? cter mi? tico del puro ego, su nulidad. Este es una abstraccio? n. Lo que aparece como entidad originaria, como mo? nada,
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153
? ? ? ? ? es so? lo el resultado de un aislamiento social del proceso social. Precisamente como absoluto es el individuo mera forma refleja de las relaciones de propiedad. En e? l late la ficcio? n de que la unidad biolo? gica precede, como cosa lo? gica, al todo social. del cual so? lo la violencia le puede aislar y cuya contingencia pasa por medida de la verdad. No es que el yo este? meramente engranado con la socie- dad, sino que le debe a e? sta literalmente su existencia. Todo su contenido viene de ella. o, concretamente, de las relaciones obje- tivas. Y tanto ma? s se enriquece cuanto ma? s libremente se despliega en ella refleja? ndola, mientr as que la delimitaci o? n y la solid ificacio? n que el individuo reclama como su originariedad. en cuanto tales 10 limitan, lo empobrecen y lo reducen. Intentos como el de Kier- kegaard de lograr la plenitud del individuo mediante el recogi? - miento de e? ste en si? mismo. no en vano han desembocado precisa. mente en el sacrificio del individuo y en la misma abstraccio? n que e? l desacreditaba en los sistemas idealistas. La autenticidad no es otra cosa que el obstinado y altanero encastillarse en la forma monadol6gica que la opresi6n social imprime al hombre. Lo que no quiere marchitarse prefiere llevar el estigma de lo inaute? ntico.
Entonces vive de la herencia mime? tica. Lo humano se aferra a la imitacio? n: un hombre se hace verdaderamente hombre so? lo cuando imita a otros hombres. En este comportamiento, forma primaria del amor, olfatean los sacerdotes de la autenticidad la pista de aquella utopi? a que podri? a sacudir la estructura del dominio. Que Nietzsche, cuya reflexio? n alcanzo? hasta al concepto de verdad. se detuviese dogma? ticamente en el concepto de autentici dad, es algo que lo convierte en lo u? ltimo que hubiera querido ser: en un lute- rano, y su animosidad contra el histrionismo es del mismo cun? o que el antisemitismo que en el archihistrio? n Wagner llegaba a sublevarle. No es el histrionismo lo que tendri? a que haberle re- prochado a Wagner -pues todo arte, y de un modo sobresaliente la mu? sica, esta? ligado a la representacio? n, y en todas las e? pocas de Nietzsche resuena el eco milenario de las voces reto? ricas del senado romano-e, sino la negacio? n del histrionismo por parte del actor. Es ma? s: lo inaute? ntico que presume de contenido esencial no consistiri? a primariamente en pasarse a la mentira, sino que es lo aute? ntico mismo 10 que se torna mentira en cuanto se autenti- fica, esto es. en la reflexio? n de si mismo, en su posicio? n como aute? ntico, posicio? n en la que rebasa ya la identidad que en el mis- mo acto afirma. No hahri? a que hablar del ego como fundamento ontolo? gico , sino en todo caso teolo? gico - en nombr e de la imagen y semejanza de Dios. Quien desembarazado de los conceptos teo-
lo? gicos se aferra todavi? a al ego. contribuye a la justificacio? n de lo diabo? licamente positivo, del liso intere? s. Hace que e? ste cree falsa- mente el aura del sentido, y de! mandato de la razo? n sustentada en si? misma una hinchada superestructura mientras en e! mundo el ego real ya se ha conven ido en lo que Schopenhauer vio que se converti? a al abismarse en si? mismo: en fantasma. Su cara? cter ilusorio puede observarse en las implicaciones histo? ricas del con. cepro de autenticidad como tal. A e? l subyace la idea de la supre- mac~a del origen sobre Jo derivado. Pero esta idea esta? siempre asociada con un legitimismo social. Todas las capas dominantes asentadas desde antiguo, apelan a la autoctoni? a. Toda la filosofi? ;
de la interioridad. so capa de desprecio del mundo es la u? ltima sublimacio? n de la brutalidad del ba? rbaro en el sentido de que el que estaba primero es quien ma? s derecho tiene, y la prioridad del ego es tan falsa como la de todos los que hacen de si mismos su casa. En nada cambia este hecho cuando la autenticidad se refugia en la oposicio? n pbysei-tbesei? , en el argumento segu? n el cual lo que existe sin intervencio? n humana es mejor que Jo artificial.
Cuanto ma? s espesamente cubre el mundo la red de lo hecho por el hombre, tanto ma? s convulsamenre acentu? an los responsables de ello su naturalidad y su primirividad. El descubrimiento de la autenticidad cual u? ltimo bastio? n de la e? tica individualista es una respuesta a la produccio? n industrial en masa. So? lo cuando incon- ~a~les bienes estandarizados fingen en pro del beneficio ser algo UOl CO , toma cuerpo como anti? tesis, pero siguiendo los mismos cri- terios, la idea de 10 no reproducible como lo propiamente aute? n- tico". Anteriormente la cuestio? n de la autenticidad respecto a las creaciones del espi? ritu era tan poco planteable como la de la origl. nalidad, todavi? a desconocida para la e? poca de Bach. El engan? o de la autenticidad tiene su origen en la ofuscacio? n burguesa causada
por el proceso de intercambio. Lo aute? ntico, a lo que se reducen las mercanci? as y otros medios de cambio, adquiere el valor del oro. Peto como en el OtO,la autenticidad abstracta de sus quilates se convierte en fetiche. Ambos son tratados como si fueran el sus. trato. cuando en realidad no son sino una relacio? n social, cuando el oro y la autenticidad son justamente expresio? n de la fungibiJi- dad. de la comparabilidad de las cosas, y por tanto no son en si? , sino por otro. La inautenticidad de lo aute? ntico radica por ende en que en la sociedad dominada por el cambio, 10aute? ntico preten- de ser aquello que reemplaza no pudiendo de ningu? n modo serlo. Los apo? stoles de la autenticidad y representantes del poder que
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1~5
? ? ? ? ? desplaza a la circulacio? n bailan en los funerales de e? sta la danza de los velos del dinero.
100
Sur l'eau,-A la pregunta por el objetivo de la sociedad eman- cipada se dan respuestas como la realizacio? n de las posibilidades humanas o el enriquecimiento de la vida. Tan ilegi? tima la inevi- table pregunta, as! de inevitable lo comrarianre y triunfal de la respuesta, que hace recordar el ideal socialdemo? crata de persona- lidad de los barbudos naturalistas de los an? os noventa que quedan gozar de la vida. Lo delicado seri? a asi? lo ma? s grosero: que nadie
pase hambre. Para un estado que se define en te? rminos de las ne- cesidades humanas, todo lo dema? s queda del Iado de una conducta humana conformada al modelo de la produccio? n como fin en si? . En el ideal del hombre liberado, rebosante de energi? as y creador se ha infiltrado el fetichismo de la mercanci? a, que en la sociedad burguesa trae consigo la inhibicio? n, la impotencia y la esterilidad de lo siempre igual. El concepto de la dinamicidad, complementario de la eahistoricjdade burguesa. es llevado a lo absoluto cuando, como reflejo antropolo? gico de las leyes de la produccio? n, tendri? a en la sociedad emancipada que confrontarse cri? ticamente con las
necesidades. La idea de la actividad sin trabas, del hacer ininte- rrumpido, de la basta insaciabilidad, de la libertad como eferves- cencia se nutre del concepto burgue? s de la naturaleza. que desde su origen s610 ha servido para proclamar la violencia social como algo inmodificable, como un eterno estado de salud. En este es- tado, y no en la pretendida igualacio? n, es donde se quedaron los proyectos positivos del socialismo a los que Marx se resistio? : en el de la barbarie. Lo temible no es que la humanidad se relaje en la vida holgada, sino la salvaje prolongacio? n de lo social embo- zado en la madre naturaleza, la colectividad como el ciego furor por el hacer. La ingenuamente supuesta univocidad de la tenden- cia evolutiva al incremento de la produccio? n es una muestra de ese rasgo burgue? s de permitir el desarrollo en una sola direccio? n por ser la burguesi? a, como totalidad cerrada dominada por la cuan-
tificacio? n, hostil a la diferencia cualitativa. Si se concibe la socie- dad emancipada justamente como la emancipacio? n de dicha totali- dad, se perciben unas lineas de fuga que poco tienen que ver con el incremento de la produccio? n y su reflejo en los hombres. Si las
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personas desinhibidas no son precisamente las ma? s agradables, ni siquiera las ma? s libres, bien podri? a entonces la sociedad liberada de sus cadenas darse cuenta de que las fuerzas productivas no re- velan el sustrato u? ltimo del hombre, sino su figura histo? ricamente cortada para la produccio? n de mercanci? as. Quiza? la verdadera so- ciedad llegue a hartarse del desarrollo y deje, por pura libertad, sin aprovechar algunas posibilidades en lugar de pretender alcanzar, con desvariado i? mpetu, ignotas estrellas. Una humanidad que no conociera ya la necesidad au? n dejari? a traslucir algo de lo delirante e infructuoso de todas las organizaciones hasta entonces concebidas para escapar de la necesidad y que reproduci? an, agrandada, la ne- cesidad juma con la riqueza. Ello afectari? a hasta al propio goce de un modo ana? logo a como su esquema actual no puede separarse
de la laboriosidad, de la planificacio? n, de la arbitrariedad y de la sumisi o? n. Rien [aire comme una be? te , flot ar en el agua y mirar Pe- clficamenre al cielo, <<ser nada ma? s, sin otra determinacio? n ni com- plemento>> " , podri? a reemplazar al proceso, al hacer, al cumplir, haciendo asi? efectiva la promesa de la lo? gica diale? ctica de desem- bocar en su origen. Ninguno entre los conceptos abstractos esta? tan pro? ximo a la utopi? a realizada como el de la paz perpetua. Espectadores del progreso como Maupassam o Sternheim han contribuido a dar expresio? n a esta intencio? n de forma u? mida, la u? nica forma que su fragilidad permite.
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? ? ? ? ? traslucen experiencias que la continuacio? n de la escuela de Schon- berg, detra? s de la cual esta? todo el patbos de la evolucio? n musical, no puede ni son? ar. La grandiosidad de las conclusiones puede to- mar ruando menos se piensa el cara? cter de Jo provinciano. Los escritos de Benjami? n son un ensayo de hacer filoso? ficamente fe- cundo mediante enfoques siempre nuevos 10 no determinado por las grandes intenciones. Su legado consiste en la tarea de no dejar que dicho ensayo se quede u? nicamente en extran? os acertijos del pensamiento y revelar mediante el concepto lo carente de inten- cio? n: en la invitacio? n a pensar de forma a la vez diale? ctica y no d iale? ctica.
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Prueba del oro. - Entre los conceptos a los que se contrae la moral burguesa tras la disolucio? n de sus normas religiosas y la formalizacio? n de sus normas auto? nomas, por encima de todos so- bresale el de la autenticidad. Cuando nada hay ya de obligatorio que exigir del hombre, por 10 menos que e? ste sea fntegramente lo que es. En la identidad de cada individuo consigo mismo, el postulado de la verdad i? ntegra, asi? como la glorificacio? n de lo fa? ctico, es traspuesto del conocimiento ilustrado a la e? tica. En esto coinciden justamente los pensadores de la burguesi? a tardi? a cri? ticamente independientes y hartos de los juicios tradicionales y de las frases idealistas. El veredicto de Ibsen, desde luego par- cial, sobre la mentira de la vida y la doctrina existencial de Kier- kegaard han hecho del ideal de autenticidad la parte principal de la metafi? sica. En el ana? lisis de Nietzsche, la palabra aute? ntico aparece ya como algo incuestionable, exceptuado del trabajo del concepto. En los confesos e inconfesos filo? sofos del fascismo, valores como la autenticidad, la perseverancia heroica en el <<es- tado de yecto. . (Geuorienbeit) de la existencia individual o la situacio? n-li? mite terminan convirtie? ndose en un medio para usurpar el pathos religioso-autoritario sin contenido religioso alguno. Ello incita a la denuncia de todo lo que no es 10 bastante sustancial, de lo que no es de buena cepa, en fin, de los judi? os: ya Richard W agner puso en juego la aute? nt ica manera alemana contra la bagatela latina, utilizando asi? la cri? tica al mercado cultural para hacer apologi? a de la barbarie. Pero tal utilizacio? n no es ajena al concepto de la autenticidad. Ya vendida su gastada vestimenta,
aparecen remiendos}' partes defectuosas que ya existi? an aunque invisibles, en los grandes di? as de la oposicio? n. La falsedad alienta en el sustrato mismo de la autenticidad, en el individuo. Si en el principium indiuiduasionis se oculta la ley del curso del mundo como reconocieron a una los dos anti? podas Hegel y Schopenhauer, la intuicio? n de la sustancialidad u? ltima y absoluta del yo es vi? c- tima de una ilusio? n que protege al orden existente mientras su
esencia se desmorona. La equiparacio? n de autenticidad y verdad es insostenible. Precisamente la serena autorreflexi o? n - a quel ~o;:Jo d~ comport amiento que Nietzsche llamaba psicologi? a-, la msrstencra sobre la verdad de uno mismo, siempre arroja el resul- tado, ya en las primeras experiencias conscientes de la infancia, de que los actos sobre los que se reflexiona no son del todo <<aute? n- ticos>>. Siempre contienen algo de imitacio? n, de juego, de querer
ser otro. La voluntad de llegar a lo ? ncondicionadamente firme al ser del ente, mediante una inmersio? n en la propia individualidad en lugar de llegar a un conocimiento social de la misma conduce a aquella mala infinitud que desde Kierkegaard habra? de'exorcizar el concepto de autenticidad. Nadie ha expresado esto tan cruda- mente como Schopenhauer. El atrabiliario precursor de la filosofi? a existencial y malicioso heredero de la gran especulacio? n fue un magni? fico conocedor de los fosos y galeri? as del absolutismo indivi-
~u~l. . Su visio? n va asociada con la tesis especulativa de que el individuo es so? lo feno? meno, no cosa en si? . <<Todo individuo --dice en una nota a pie de pa? gina del cuarto libro de El mundo como voluntad y represcntaci a? n-;- es, por una parte, el sujeto del cono- cimiento, es decir, condicio? n integrante de la posibilidad del mundo objetivo, y por otra feno? meno individual de la voluntad la misma que se objetiva en todas las cosas. Pero esta duplicidad de nuestro
ser no descansa en una unidad existente por si? misma: si asi? fuera podri? amos llegar a la conciencia de nosotros mismos independien- temente de los objetos del querer y el conocer, lo cual nos es imposible, pues cuando tratamos de llegar a este conocimiento y pretendemos alcanzar el fondo de nuestro ser concennando la inteligencia en nuestro interior, nos perdemos en un vado sin fono
do y nos vemos semejantes a una esfera hueca de cristal en la cual res~ena una voz cuyo origen no esta? en su interior, y al tratar aSI de apoderarnos de nosotros mismos nos encontramos estremecidos, con un fantasma sin consistencia>> (Grossherzog_WiI~ helm-Ernst. Ausgabe, 1, pp. 371 Y s. ). De este modo puso en evidencia el cara? cter mi? tico del puro ego, su nulidad. Este es una abstraccio? n. Lo que aparece como entidad originaria, como mo? nada,
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? ? ? ? ? es so? lo el resultado de un aislamiento social del proceso social. Precisamente como absoluto es el individuo mera forma refleja de las relaciones de propiedad. En e? l late la ficcio? n de que la unidad biolo? gica precede, como cosa lo? gica, al todo social. del cual so? lo la violencia le puede aislar y cuya contingencia pasa por medida de la verdad. No es que el yo este? meramente engranado con la socie- dad, sino que le debe a e? sta literalmente su existencia. Todo su contenido viene de ella. o, concretamente, de las relaciones obje- tivas. Y tanto ma? s se enriquece cuanto ma? s libremente se despliega en ella refleja? ndola, mientr as que la delimitaci o? n y la solid ificacio? n que el individuo reclama como su originariedad. en cuanto tales 10 limitan, lo empobrecen y lo reducen. Intentos como el de Kier- kegaard de lograr la plenitud del individuo mediante el recogi? - miento de e? ste en si? mismo. no en vano han desembocado precisa. mente en el sacrificio del individuo y en la misma abstraccio? n que e? l desacreditaba en los sistemas idealistas. La autenticidad no es otra cosa que el obstinado y altanero encastillarse en la forma monadol6gica que la opresi6n social imprime al hombre. Lo que no quiere marchitarse prefiere llevar el estigma de lo inaute? ntico.
Entonces vive de la herencia mime? tica. Lo humano se aferra a la imitacio? n: un hombre se hace verdaderamente hombre so? lo cuando imita a otros hombres. En este comportamiento, forma primaria del amor, olfatean los sacerdotes de la autenticidad la pista de aquella utopi? a que podri? a sacudir la estructura del dominio. Que Nietzsche, cuya reflexio? n alcanzo? hasta al concepto de verdad. se detuviese dogma? ticamente en el concepto de autentici dad, es algo que lo convierte en lo u? ltimo que hubiera querido ser: en un lute- rano, y su animosidad contra el histrionismo es del mismo cun? o que el antisemitismo que en el archihistrio? n Wagner llegaba a sublevarle. No es el histrionismo lo que tendri? a que haberle re- prochado a Wagner -pues todo arte, y de un modo sobresaliente la mu? sica, esta? ligado a la representacio? n, y en todas las e? pocas de Nietzsche resuena el eco milenario de las voces reto? ricas del senado romano-e, sino la negacio? n del histrionismo por parte del actor. Es ma? s: lo inaute? ntico que presume de contenido esencial no consistiri? a primariamente en pasarse a la mentira, sino que es lo aute? ntico mismo 10 que se torna mentira en cuanto se autenti- fica, esto es. en la reflexio? n de si mismo, en su posicio? n como aute? ntico, posicio? n en la que rebasa ya la identidad que en el mis- mo acto afirma. No hahri? a que hablar del ego como fundamento ontolo? gico , sino en todo caso teolo? gico - en nombr e de la imagen y semejanza de Dios. Quien desembarazado de los conceptos teo-
lo? gicos se aferra todavi? a al ego. contribuye a la justificacio? n de lo diabo? licamente positivo, del liso intere? s. Hace que e? ste cree falsa- mente el aura del sentido, y de! mandato de la razo? n sustentada en si? misma una hinchada superestructura mientras en e! mundo el ego real ya se ha conven ido en lo que Schopenhauer vio que se converti? a al abismarse en si? mismo: en fantasma. Su cara? cter ilusorio puede observarse en las implicaciones histo? ricas del con. cepro de autenticidad como tal. A e? l subyace la idea de la supre- mac~a del origen sobre Jo derivado. Pero esta idea esta? siempre asociada con un legitimismo social. Todas las capas dominantes asentadas desde antiguo, apelan a la autoctoni? a. Toda la filosofi? ;
de la interioridad. so capa de desprecio del mundo es la u? ltima sublimacio? n de la brutalidad del ba? rbaro en el sentido de que el que estaba primero es quien ma? s derecho tiene, y la prioridad del ego es tan falsa como la de todos los que hacen de si mismos su casa. En nada cambia este hecho cuando la autenticidad se refugia en la oposicio? n pbysei-tbesei? , en el argumento segu? n el cual lo que existe sin intervencio? n humana es mejor que Jo artificial.
Cuanto ma? s espesamente cubre el mundo la red de lo hecho por el hombre, tanto ma? s convulsamenre acentu? an los responsables de ello su naturalidad y su primirividad. El descubrimiento de la autenticidad cual u? ltimo bastio? n de la e? tica individualista es una respuesta a la produccio? n industrial en masa. So? lo cuando incon- ~a~les bienes estandarizados fingen en pro del beneficio ser algo UOl CO , toma cuerpo como anti? tesis, pero siguiendo los mismos cri- terios, la idea de 10 no reproducible como lo propiamente aute? n- tico". Anteriormente la cuestio? n de la autenticidad respecto a las creaciones del espi? ritu era tan poco planteable como la de la origl. nalidad, todavi? a desconocida para la e? poca de Bach. El engan? o de la autenticidad tiene su origen en la ofuscacio? n burguesa causada
por el proceso de intercambio. Lo aute? ntico, a lo que se reducen las mercanci? as y otros medios de cambio, adquiere el valor del oro. Peto como en el OtO,la autenticidad abstracta de sus quilates se convierte en fetiche. Ambos son tratados como si fueran el sus. trato. cuando en realidad no son sino una relacio? n social, cuando el oro y la autenticidad son justamente expresio? n de la fungibiJi- dad. de la comparabilidad de las cosas, y por tanto no son en si? , sino por otro. La inautenticidad de lo aute? ntico radica por ende en que en la sociedad dominada por el cambio, 10aute? ntico preten- de ser aquello que reemplaza no pudiendo de ningu? n modo serlo. Los apo? stoles de la autenticidad y representantes del poder que
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? ? ? ? ? desplaza a la circulacio? n bailan en los funerales de e? sta la danza de los velos del dinero.
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Sur l'eau,-A la pregunta por el objetivo de la sociedad eman- cipada se dan respuestas como la realizacio? n de las posibilidades humanas o el enriquecimiento de la vida. Tan ilegi? tima la inevi- table pregunta, as! de inevitable lo comrarianre y triunfal de la respuesta, que hace recordar el ideal socialdemo? crata de persona- lidad de los barbudos naturalistas de los an? os noventa que quedan gozar de la vida. Lo delicado seri? a asi? lo ma? s grosero: que nadie
pase hambre. Para un estado que se define en te? rminos de las ne- cesidades humanas, todo lo dema? s queda del Iado de una conducta humana conformada al modelo de la produccio? n como fin en si? . En el ideal del hombre liberado, rebosante de energi? as y creador se ha infiltrado el fetichismo de la mercanci? a, que en la sociedad burguesa trae consigo la inhibicio? n, la impotencia y la esterilidad de lo siempre igual. El concepto de la dinamicidad, complementario de la eahistoricjdade burguesa. es llevado a lo absoluto cuando, como reflejo antropolo? gico de las leyes de la produccio? n, tendri? a en la sociedad emancipada que confrontarse cri? ticamente con las
necesidades. La idea de la actividad sin trabas, del hacer ininte- rrumpido, de la basta insaciabilidad, de la libertad como eferves- cencia se nutre del concepto burgue? s de la naturaleza. que desde su origen s610 ha servido para proclamar la violencia social como algo inmodificable, como un eterno estado de salud. En este es- tado, y no en la pretendida igualacio? n, es donde se quedaron los proyectos positivos del socialismo a los que Marx se resistio? : en el de la barbarie. Lo temible no es que la humanidad se relaje en la vida holgada, sino la salvaje prolongacio? n de lo social embo- zado en la madre naturaleza, la colectividad como el ciego furor por el hacer. La ingenuamente supuesta univocidad de la tenden- cia evolutiva al incremento de la produccio? n es una muestra de ese rasgo burgue? s de permitir el desarrollo en una sola direccio? n por ser la burguesi? a, como totalidad cerrada dominada por la cuan-
tificacio? n, hostil a la diferencia cualitativa. Si se concibe la socie- dad emancipada justamente como la emancipacio? n de dicha totali- dad, se perciben unas lineas de fuga que poco tienen que ver con el incremento de la produccio? n y su reflejo en los hombres. Si las
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personas desinhibidas no son precisamente las ma? s agradables, ni siquiera las ma? s libres, bien podri? a entonces la sociedad liberada de sus cadenas darse cuenta de que las fuerzas productivas no re- velan el sustrato u? ltimo del hombre, sino su figura histo? ricamente cortada para la produccio? n de mercanci? as. Quiza? la verdadera so- ciedad llegue a hartarse del desarrollo y deje, por pura libertad, sin aprovechar algunas posibilidades en lugar de pretender alcanzar, con desvariado i? mpetu, ignotas estrellas. Una humanidad que no conociera ya la necesidad au? n dejari? a traslucir algo de lo delirante e infructuoso de todas las organizaciones hasta entonces concebidas para escapar de la necesidad y que reproduci? an, agrandada, la ne- cesidad juma con la riqueza. Ello afectari? a hasta al propio goce de un modo ana? logo a como su esquema actual no puede separarse
de la laboriosidad, de la planificacio? n, de la arbitrariedad y de la sumisi o? n. Rien [aire comme una be? te , flot ar en el agua y mirar Pe- clficamenre al cielo, <<ser nada ma? s, sin otra determinacio? n ni com- plemento>> " , podri? a reemplazar al proceso, al hacer, al cumplir, haciendo asi? efectiva la promesa de la lo? gica diale? ctica de desem- bocar en su origen. Ninguno entre los conceptos abstractos esta? tan pro? ximo a la utopi? a realizada como el de la paz perpetua. Espectadores del progreso como Maupassam o Sternheim han contribuido a dar expresio? n a esta intencio? n de forma u? mida, la u? nica forma que su fragilidad permite.
