»
Salió el wazir, brillando en su pupila
El fuego del rencor: y la Sultana,
Luego que oyó el rumor de los cerrojos
De la postrera cámara lejana,
La carta á desplegar volvió tranquila,
Devorando lo escrito con los ojos.
Salió el wazir, brillando en su pupila
El fuego del rencor: y la Sultana,
Luego que oyó el rumor de los cerrojos
De la postrera cámara lejana,
La carta á desplegar volvió tranquila,
Devorando lo escrito con los ojos.
Jose Zorrilla
Tal es Zahara: y en la altura
Del cerro en que está fundada,
Y por la fragosa hondura
De sus barrancos guardada,
Siempre estuviera segura.
De los Moros, como el nido
De un águila suspendido
En inaccesible peña,
Si menos la hubiera sido
Su fortuna zahareña.
Pero su alcaide cristiano
Nació con estrella aciaga,
Y Dios apartó su mano
Del infeliz castellano,
Y el rayo de Dios la amaga.
Porque ¡ay! ¿qué la han de valer
Su muro y torres de piedra,
Si los ha de mantener,
Sin fortuna y sin poder,
Gonzalo Arias de Saavedra?
¡Desventurada es la historia
De este buen Gobernador,
Bravo capitán sin gloria,
Blanco de mala memoria
Y de fortuna peor!
Desdichada fué su raza:
No hubo cálculo ni traza
Que al revés no le saliera,
Ni bando, opinión ó plaza
Que, suya, prevaleciera.
Siguió su padre Hernán Arias
De Enrique el Rey las banderas
Á las de Isabel contrarias,
Y perdieron las primeras
Sus empresas temerarias.
Del de Cádiz se allegó
Hernán á los partidarios,
Y el encono se extinguió
De los grandes sus contrarios,
Y Hernán Arias se fugó.
De los Moros amparóse
Y por los Moros mantuvo
Á Tarifa; mas tornóse
La suerte: capitulóse,
Y Arias que entregarse tuvo.
Caballeros en Castilla
Intercedieron por él,
Y, olvidando su mancilla,
Le indultó Doña Isabel
Confinándole á Sevilla.
Bien único hereditario,
En su aljarafe tenía
Un torreón solitario,
Y allí su infortunio varió
Fuése á llorar noche y día.
Mas he aquí que maltratado
Por el tiempo el edificio,
Y él imposibilitado
De gastar sólo un cornado
De su hacienda en beneficio,
En un temblor que agitó
Las tierras circunvecinas
Su torre se desplomó,
Y Hernán Arias pereció
Sepultado entre sus ruinas.
¡Desventurado Hernán Arias!
Las estrellas tan contrarias
Le fueron en paz y en guerra,
Que hasta se le abrió la tierra
Sin exequias funerarias.
Su hijo Gonzalo, heredero
De su fortuna fatal,
Aunque habido por guerrero
Valiente y buen caballero,
Lo pasó siempre bien mal.
De su padre la memoria,
Lo siniestro de su historia
Y proverbial desventura,
Le hicieron, sin prez ni gloria,
Pasar una vida obscura.
Dotado de alto valor,
De ciencia y destreza rara
En la guerra, con honor
De alcaide gobernador
Le enviaron al fin á Zahara.
Dióle la reina Isabel
Compadecida este cargo:
Pero, dándoselo á él,
El mejor panal de miel
Se le hubiera vuelto amargo.
Era Gonzalo un valiente
Y entendido capitán,
Tan audaz como prudente:
Mas ¿qué hará si no le dan
Ni bastimentos ni gente?
«Tu lealtad y tu bravura
»Tendrán á Zahara segura»
Le dijeron, y le enviaron
Á Zahara: mas no contaron
Con su innata desventura.
Sin víveres y sin oro
Con que pagar sus soldados,
No puede ni su decoro
Sostener, ni contra el Moro
Tenerles subordinados.
Su gente se le rebela
Y él, sólo, en continua vela,
Su fortaleza recorre,
Y hace á veces centinela
El mismo en alguna torre.
«Si no por obligación,
»Por vuestro bien ayudadme,»
Les dijo en una ocasión:
Y su alférez Luis Monzón
Contestóle ébrio: «Pagadme. »
Y el pobre Gobernador,
Sin influencia y sin pan,
Se vió inútil capitán
De gentes que sin temor
Ni amor hacia él están.
Pedía al gobierno amparo
De víveres ó dinero:
Pero el gobierno reparo
No ponía, y el frontero
Seguía en su desamparo.
Dos veces quiso salir
Á correr la mora tierra:
Mas sus gentes, al oir
Que se trataba de guerra,
No le quisieron seguir.
Tal era la situación
De Zahara en esta ocasión;
Tal es el afán que arredra
El brío del corazón
De Gonzalo Arias Saavedra.
Por eso sus castellanos
Se están mal entretenidos
En casa de los villanos,
En pensamientos livianos
Con las mozas divertidos;
Pues por demás licenciosos
Son siempre nuestros soldados,
Cuando en puestos apartados
Les dejan vivir ociosos,
Por libres ó mal pagados.
El Rey moro, que sondara
Su abandono y su pobreza,
Se dijo: «Es cosa bien clara
Que me da la fortaleza
Quien así la desampara:
Conque tomarla es razón. »
Y Hasán dispuso á este fin
Misteriosa expedición,
Dándole gente en unión
La Alhambra y el Albaicín.
Salió, pues, de la ciudad
Muley en la obscuridad,
Sin decir de esta salida
La razón desconocida,
Para más seguridad.
Y es fama que el Africano,
De Bib-arrambla al pasar
Bajo el arco, dijo ufano:
«Le tengo de festonar
Con cabezas de Cristiano. »
Era una tarde nublada
De tormenta amenazada:
El viento ronco mugía,
Y en anchas gotas caía
Á espacios lluvia pesada.
Cerróse en obscuridad
El cielo: la tempestad
Desgarró las nubes pardas,
Y brilló en las alabardas
El relámpago fugaz.
Entre la enramada espesa
De un pinar de que se ampara,
Con la gente de su empresa
Iba Muley á hacer presa
En la descuidada Zahara.
Caídos los martinetes
Sobre las mojadas telas
Revueltas á los almetes,
Caminaban los jinetes
El lodo hasta las espuelas.
Mohino el Rey por demás,
De los pasos el compás
Oyendo con mal humor,
Iba: junto á él un tambor
Y los peones detrás.
Tras éstos los saeteros
Y hasta cien arcabuceros:
Luego los escaladores,
Luego trompas y atambores,
Y luego los ingenieros.
Tras ellos, en pelotones
Flanqueados por dos alas
De jinetes con lanzones,
Muchos negros con escalas
Para entrar los torreones.
La media noche sería,
¡Espantosa noche á fe!
Cuando de la roca umbría
Sobre que Zahara dormía
Se detuvieron al pie.
Contó el Rey cuidadosamente
Las hogueras y señales,
En que convino prudente
Con sus guías, y la gente
Partió en dos bandos iguales.
Guardando el cerro dejó
Los jinetes: apostó
Los saeteros mejores,
Y él con los escaladores
Por el peñasco trepó.
La obscuridad, la tormenta,
Patrocinan su ascensión
Ardua, silenciosa y lenta:
Todo Muley lo hubo en cuenta
Con astuta previsión.
El ruido de sus pisadas
Sofoca el ruido del viento,
Y las aguas despeñadas
Por las ásperas quebradas
Con estrépito violento.
Tal vez descienden rodando
De roca en roca chocando
Pedazos de las montañas,
Pinos, chozas y alimañas
Consigo al valle arrastrando.
Tal vez una encina añosa,
Arraigada en un peñón
Todo un siglo, estrepitosa
Se rompe con temerosa
Y atronadora explosión.
Tal vez algún lobo, fuera
De su cueva sorprendido,
Bajo una peña cogido
Invoca á la muerte fiera
Con un espantoso aullido.
Tal vez por algún torrente
Arrastrada una serpiente
De un precipicio á la hondura,
Rasga la atmósfera obscura
Con un silbido estridente.
¡Horrible noche es aquella,
En que, mientras contra Zahara
Ronca tempestad se estrella,
De la tempestad se ampara
Muley audaz contra ella!
La villa desventurada,
Por el viento sacudida,
Por el turbión anegada
Y en las tinieblas velada,
Reposaba adormecida.
Apena en un torreón
De su vieja ciudadela,
Encogido en un rincón
Murmura escasa oración
Un cristiano centinela.
Tal vez duerme sin afán
Al calor de su gabán
En su garita, al arrullo
Que viento y agua le dan
Con su continuo murmullo.
Y tal vez, sobre la mano
La barba y en la rodilla
El codo, sueña el cristiano
Una aurora de verano
En un lugar de Castilla.
II
¡Tremenda noche! La lluvia,
Desgajándose á torrentes
Por las quebradas vertientes
De la sierra, con fragor
Á la hondura de sus valles
Consigo arrastrando baja
Los árboles que descuaja
Del vendaval el furor.
¡Tremenda noche! Iracundos
Los rebeldes elementos
Amagan de sus cimientos
Las montañas arrancar:
Y, en la cresta de la roca
Donde se halla suspendida,
Con ímpetu sacudida
Tiembla Zahara sin cesar.
Á una aspillera asomado
De su antigua ciudadela,
El buen Arias está en vela,
Ocupado en escuchar
Los rumores que á su oído
En sus alas trae el viento,
Y un fatal presentimiento
No le deja sosegar.
Nada sus tenaces ojos
Ven en noche tan cerrada:
No percibe ni oye nada
En la densa lobreguez,
Más que el velo tenebroso
Y la voz de la tormenta,
Cuya furia se acrecienta
Con horrible rapidez.
Á sus pies reposa Zahara:
Sus tejados ve, á la lumbre
Del relámpago, en la cumbre
Donde el pueblo se fundó:
Mas la roja llamarada
Que el relámpago refleja
Le deslumbra y no le deja
Comprender lo que á ella vió.
Al resplandor instantáneo
Con que el pueblo se ilumina,
Cree tal vez ver la colina
Con el pueblo vacilar:
Y á veces, en el instante
De iluminarse de lleno,
Cree ver de Zahara en el seno
Vagas visiones errar.
Blancos bultos, misteriosas
Sombras, móviles reflejos
Tras los muros á lo lejos
Moverse y lucir cree ver;
Cual si, haciendo de ellas vallas,
Los espíritus del monte
De sus torres y murallas
Se quisieran guarecer.
¡Delirios vanos! ¡Quimeras
De su débil fantasía!
Pasa el pobre noche y día
En continua agitación,
Y, con fe supersticiosa
Creyendo en su fatalismo,
Recela hasta de sí mismo,
Trastornando su razón.
¡Ilusiones! Arias sólo
Oye el vendaval que brama
Y el agua que se derrama
Por los tejados rodar,
Y en los muros del castillo
El rumor acelerado
De los pasos del soldado
Que acaban de relevar.
Oye el sordo remolino
Con que rueda la tormenta
Haciendo girar violenta
Las veletas de metal,
Y zumbar estremecida
La mal sujeta campana,
Y temblar en la ventana
El desprendido cristal.
Todos reposan en Zahara,
La atalaya de Castilla:
Sólo se oyen por la villa,
En la densa obscuridad,
El agua de las goteras
Y el rumor del vago viento,
Que ruge con el acento
De la ronca tempestad.
Sólo en apartada torre
Del mal guardado castillo,
Con el fulgor amarillo
De una lámpara al morir,
Velan algunos soldados
Y se siente desde fuera
El rumor de una quimera
Y jurar y maldecir.
Óyense sus carcajadas,
Sus apodos insolentes:
Pues en esto han tales gentes
Contentamiento y placer;
Se juntan en borracheras
Para acabarlas riñendo,
Y vuelven en concluyendo
Desde reñir á beber.
Y al calor de las orgías
Y al vapor de los licores,
Disertan de sus amores
En obsceno platicar;
Pues su lengua irreligiosa,
Sin respetos y sin vallas,
Sólo de sangre y batallas
Ó mujeres ha de hablar.
De éstas se miran algunas,
Con los soldados más mozos
En impúdicos retozos
Y deshonesto ademán,
Que, osadas y descompuestas,
Ó blasfemando ó riñendo,
Hasta embriagarse bebiendo
Desatinadas están.
La trémula llamarada
De una hoguera agonizante
Presta á su rudo semblante
Una expresión más feroz;
Y, recibiendo la bóveda
La algazara en su ancho hueco,
Remeda con largo eco
La desentonada voz.
Harto de vino y de amores,
En dos bancos apoyado,
Cantaba un viejo soldado
Al són de un roto rabel,
É hiriendo á compás la mesa
Con plato, jarra ó cuchillo
Aullaban el estribillo
Ellos y ellas con él.
Brindaban, y á cada brindis
Insensatos blasfemaban,
Y reían y danzaban
Completando la embriaguez:
Y sus sombras, en silencio,
Gigantescas, agitadas,
Cual fantasmas convidadas
Erraban por la pared.
«¡Á ellos! » gritaron voces:
Y entraron el aposento,
Diez á diez y ciento á ciento,
Los moros del Rey Hasán;
Y apenas á las espadas
Acudieron los cristianos,
Les cercenaron las manos
En donde tan mal están.
Lidiaron acaso algunos:
Pero tantos les entraron,
Que al fin les acuchillaron
Con las hembras á la par.
Á los gritos de los Moros
Los Cristianos despertaban:
¡Pero los tristes se hallaban
Cautivos al despertar!
La soñolienta pupila
Prestaba crédito apenas
Á las cuerdas y cadenas
Con que atados dos á dos
Por los Árabes se vieron,
Á quienes con lengua y ojos
Pedían piedad de hinojos
En el nombre de su Dios.
Las lágrimas de las madres,
De los niños los sollozos,
Los esfuerzos de los mozos,
El dolor de la vejez,
Son inútil resistencia:
Porque á todos los infieles,
Atados como lebreles
Les arrastran á la vez.
En vano lucha la virgen
Desesperada con ellos,
Que con sus propios cabellos
Mordaza ó cordel la dan:
En vano niños y enfermos
Yacen sin fuerzas postrados;
En tropel como ganados
Todos á los hierros van
Fueron tristísimas horas
Las de noche tan sangrienta.
¡Á quien de ella pidan cuenta,
Malas cuentas ha de dar!
Mas no Arias, á quien el mundo
Con su fe abandona en Zahara,
Porque Dios no desampara
Á quien de Él se va á amparar.
Corazones como el suyo,
Almas cual la que le anima,
Dios tan sólo las estima
En su pristino valor:
Aniquilado bien pronto
El cuerpo que les encierra,
Vuelve su polvo á la tierra
Y su esencia al Criador.
Creyó al fin Gonzalo Arias,
Desde la torre en que vela,
Sentir en la ciudadela
Un verdadero rumor
De voces y de pisadas,
Y distinguir en la sombra
Muchas gentes agolpadas
Á la muralla exterior.
Iba el caracol de piedra
Á tomar del muro, cuando
Por él su escudero entrando
Dijo: «¡Los moros, Señor! »
Asió al punto Arias Saavedra
Un hacha y un triple escudo
Que halló á mano, y torvo y mudo
Lanzóse hacia el corredor.
Por el caracol torcido
Se hundió como una callada
Sombra, y la puerta ferrada
De las almenas abrió.
Confuso tropel de moros
Llenaba el adarve estrecho:
Gonzalo Arias derecho
Á los Moros se lanzó.
Tendió del primer hachazo
Los dos que halló delanteros,
Y al querer tirar del brazo
La mano de otro segó.
Á tan repentino ataque
La morisma, acorralada,
Abrió círculo espantada
Y en el centro le dejó.
Mas Arias, que no veía
De vergüenza y de ira ciego,
Cerróse con ellos luego
Con ímpetu asolador:
Y, al ver el horrendo estrago
Que en ellos su brazo hacía,
Ninguno se le atrevía,
Embargados de pavor.
Pero sobre ellos cargaba
Gonzalo Arias con tal brío,
Que adelante les llevaba
Sin dejarles revolver;
Y uno, que frente arrestado
Le hizo, entre dos almenas
Le derribó atravesado
Y en el foso fué á caer.
Aquel hombre despechado,
De mirada centelleante,
De colérico semblante
Y de fuerzas de Titán,
Sin más que un broquel y un hacha,
Pálido y medio desnudo,
Peleando solo y mudo
Con desesperado afán;
Aquel hombre aparecido
De repente en medio de ellos,
Erizados los cabellos,
Cual de un vértigo infernal
Poseído, hizo á los Moros
Concebir honda pavura,
Contemplando en su figura
Algo sobrenatural.
Un instinto irresistible
De temor supersticioso
De aquel hombre misterioso
En tropel les hizo huir,
Cual si vieran, bajo el rostro
De aquel hombre temerario,
Un espíritu contrario
De Mahoma combatir.
Abandonó, pues, el muro
Todo el pelotón alarbe,
Y dejó sobre el adarve
Solo á aquel hombre fatal.
Crispado, calenturiento,
Á las almenas de piedra
Asomóse Arias Saavedra
Presa de angustia mortal.
Allá abajo, en las tinieblas,
Por las calles de la villa
En la lengua de Castilla
Invocar á Dios oyó.
«¡Á Dios (dijo con desprecio)
Á Dios invocáis ahora!
¡Miserables! Ya no es hora:
Sucumbid, pues, como yo. »
Y á largos pasos tomando
Del castillo la escalera,
Fué á dar como una pantera
En el patio principal.
Un capitán de Granada
Allí amarrados tenía
Cuantos perdonado había
La cimitarra fatal.
Arias, de un salto, se puso
Delante del africano
Y, asiendo con una mano
Las bridas de su corcel,
Le dió en el frontal de acero
Tan descomunal hachazo,
Que caballo y caballero
Vinieron á tierra de él.
Los Árabes que más cerca
Del capitán se encontraron,
Sobre Gonzalo cargaron
Con gritería infernal:
Pero dieron con un hombre:
Y el primero que imprudente
Se llegó á Arias, en la frente
Recibió el golpe mortal.
El capitán, desenvuelto
De su caballo caído,
Vino como tigre herido
Sobre el alcaide á su vez:
Recibió su corvo alfanje
El castellano forzudo
Dos veces en el escudo,
Con serena intrepidez;
Y al verle ébrio de coraje
Descargarle el tercer tajo,
Metióle el hacha por bajo
Y el brazo le cercenó.
Saltó el pedazo partido
Con la cimitarra al suelo,
Y el Moro, con un aullido
De dolor, se desmayó.
Saltó Arias de él por encima
Y, del caballo tendido
Quedándose guarecido,
Volvió la lid á empezar.
Acométenle los Moros:
Mas ningún golpe le ofende
Por delante, y se defiende
La espalda con un pilar.
Entraba en esto en el patio
El viejo Rey de Granada:
Mas detúvose á la entrada
Á admirar el varonil
Aliento de aquel solo hombre
Que, sin casco ni armadura,
Tiene á raya la bravura
De los hijos del Genil.
Estaba Gonzalo Arias
De sangre y sudor cubierto
Tras del caballo, que muerto
Á sus plantas derribó,
Anhelante de fatiga,
Descolorido y rasgado,
Como un espectro evocado
Del panteón que le guardó.
Al ver con cuánta destreza
De tantos se defendía,
De tan alta bizarría
Pagado el viejo Muley:
«¡Teneos! » gritó á los Moros;
Y, yéndose al Castellano,
Le dijo afable: «Cristiano,
Ríndete: yo soy el Rey. »
No pudo Arias de cansancio
Contestar. «Quienquier que fueres
(Añadió el Rey), valiente eres:
Ríndete á mí y salvo irás. »
Arias, ronco de fatiga,
Pero con alma serena,
Dijo: «Muerto, enhorabuena:
Pero rendido, jamás. »
«Cristiano, repuso el Moro,
Yo soy Muley y rendirte
Á mí no será desdoro. »
Y Arias dijo: «Y yo, Muley,
Soy Gonzalo Arias Saavedra,
Y mientras me quede aliento
Y en Zahara quede una piedra,
La mantendré por mi Rey. »
Ahogó la piedad del Moro
Respuesta tan arrogante,
Y, colérico, «¡Adelante,
Saeteros! » exclamó.
Atravesado de flechas
Hincó Arias una rodilla
Gritando «¡Cristo y Castilla
Por los Arias! » Y espiró.
Cortáronle la cabeza,
Y en el arzón delantero
La ató un negro de Baeza
Por trofeo de valor.
Tal fué el fin desventurado
Del bravo alcaide de Zahara:
La suerte le negó avara
Todo, menos el honor.
* * * * *
Cuando del día siguiente
Comenzó á lucir la aurora,
Daba á Granada la vuelta
La morisma victoriosa.
Marchaba Muley delante,
Y, en el centro de su tropa,
Dos mil cautivos atados
Al carro de su victoria.
Mandó el Rey que los Cristianos,
Guardados por buena escolta,
Fueran delante á Granada
Por la vereda más corta;
Pero prevenido habiéndole
Que, por si las tierras próximas
Se levantan, con presteza
Caminar es lo que importa:
«¿En qué está, dijo, el retraso?
--En los cautivos que estorban.
--Pues bien, dijo con desprecio,
Obligadles á que corran,
Y lleguen los que llegaren:
Los mozos á las mazmorras,
Las muchachas al harén
Y los viejos á la horca. »
III
Era la noche del siguiente día
En que el fiero Muley salió de Zahara,
Vencedor insolente. Era una obscura
Y nebulosa noche: no lucía
En el cielo la luna: venda impura
De nubarrones cárdenos cubría
La luz serena de su antorcha clara.
Ceñían por doquier el horizonte
Negros grupos de nubes apiñadas,
De vapores eléctricos preñadas,
Y alcanzábanse á ver de monte en monte
Del frecuente relámpago, azuladas,
Arder las repentinas llamaradas.
Á un balcón de la torre de Comares
Asomada en silencio, la altanera
Aija escuchaba con el alma entera
Lejano són de gritos populares
Que, por la densa atmósfera perdidos,
Traía á sus oídos,
De cuándo en cuándo, ráfaga ligera.
Tras ella Abú Abdilá sobre su hombro
El noble rostro juvenil tendía,
Como su madre oyendo con asombro
La confusa y extraña vocería
Que, en las tinieblas de la noche, el viento
Con eco sordo resonar hacía
Bajo el techo del cóncavo aposento.
--«¡Oyes, hijo Abdilá! con ansia dijo
La sultana. --Sí, madre, y no comprendo. . . . .
Contestó Abú Abdil. ¡Tal vez maldijo
Nuestra fortuna Aláh! » Con ojo fijo
La espesa sombra penetrar queriendo,
Aija le interrumpió:--«Calla: estoy viendo
Moverse algo en el bosque. . . . . ¿Oistes, hijo?
--¿Un ruiseñor? --Sin duda: mas no canta
Tan recio el ruiseñor. . . . . escucha atento.
¿Le oiste? --Sí. --Pues bien, hijo, ese aliento
De un pájaro no cabe en la garganta.
--Oid, Señora, oid; más cerca el pío
Del ave se oyó ahora. --Es una seña
Que viene de las márgenes del río.
--Sí, y en hacerse comprender se empeña. »
Acercáronse más á la calada
Barandilla exterior del antepecho:
Mas Aija, de repente y sin ser dueña
De sí misma, cubriendo con su pecho
El pecho de Abú Abdil, gritó: «¡Hijo mío! »
Silbando entró por el postigo estrecho
Del balcón una flecha disparada
Desde el bosque, y, tocando en la labrada
Piedra del arco, rechazó, en el lecho
De Abú Abdil cayendo despuntada.
«¡Traidores! » exclamó Aija, á nuestra vida
También atentan! » Mas alegremente
La interrumpió Abdilá, teniendo asida
La flecha: «Madre (dijo) trae cosida
Una carta. --Lee pues. » Rumor de gente
Se oyó en el corredor en este instante,
Y una esclava, asomándose á la puerta,
Dijo: «¡El wazir! » Para la audaz Sultana
Fué cosa nada más que de un momento
En el pecho ocultar la carta abierta,
La flecha devolver por la ventana,
Y serena quedar sobre su asiento.
Al punto mismo Abú-l'Kazín, ministro
De las venganzas de Muley, entraba
El nocturno registro
Á hacer que en el salón acostumbraba,
Desque la torre de Comares era
Del Granadino Príncipe y su madre,
Por orden de Muley, prisión severa.
Saludó Abú-l'Kazín con afectada
Ceremonia, mostrando que lo hacía
Sin respeto y en pura cortesía:
Aija, en sus almohadones recostada,
Ni volvió la cabeza desdeñosa,
Ni le otorgó siquiera una mirada;
Abú Abdilá, imitando á su orgullosa
Madre, no contestó tampoco nada.
Abú-l'Kazín entonces, en sombrío
Silencio y con feroz torvo semblante,
La estancia registró con vigilante
Y prolija atención. «Es deber mío,»
Dijo al fin, dirigiendo á la Sultana
Una mirada donde el odio brilla,
Y añadió: «Nuestro Rey llega mañana
Vencedor de las armas de Castilla. »
Aquí, consigo sin poder, la Mora
Díjole: «¿Son por ello esos clamores
Que turban el reposo? --Sí, Señora:
El pueblo aplaude, como siempre, ahora
Á los Reyes que vuelven vencedores. »
Una mirada le lanzó de fuego
La Mora y con desdén le dijo luego:
«Tienes razón, Abú-l'Kazín: mañana,
Si volvieren vencidos, por traidores
Les silbará la multitud villana.
--Vele Aláh por el Rey, y no permita
Que el pueblo tenga por traidor, Sultana
Á quien abrigue sangre Nazarita!
--Eso te digo yo. Los hijos tienen
La sangre de los padres, y el que incita
Al padre contra el hijo, lo previenen
Las suras del Korán, á Dios irrita
Y su raza por Dios será maldita.
--Sultana, tus palabras. . . . . --El anuncio
Son del desprecio en que te tengo. --Holgara
La razón en saber. --Está muy clara.
--Pronúnciala, Sultana. --La pronuncio:
Tu padre, Abú-l'Kazin, fué tornadizo
Y traidor á su Dios, y yo detesto
Á los hijos de padre que tal hizo.
No lo olvides jamás. --¡Oh! lo protesto.
--Déjanos, pues, en paz. --La vez postrera
Volveré nada más, cuando el severo
Rey de Granada de su ley el yugo
Imponeros me ordene. --Aguarda fuera
Sus órdenes en tanto, carcelero,
Hasta que hayas de entrar como verdugo.
»
Salió el wazir, brillando en su pupila
El fuego del rencor: y la Sultana,
Luego que oyó el rumor de los cerrojos
De la postrera cámara lejana,
La carta á desplegar volvió tranquila,
Devorando lo escrito con los ojos.
Mirábala Abdilá con impaciencia,
Procurando leer en su semblante
Lo que ella en el escrito. En apariencia,
Si el wazir la acechara en este instante.
No pudiera, al mirar su indiferencia.
Sospechar que el papel era importante.
Leyó con avidez, pero serena:
Y aquella alma viril, que dominaba
Del placer el exceso y de la pena.
No dejó percibir á quien miraba
El gozo inmenso de que estaba llena.
¡Tanto era altiva, perspicaz y brava!
«Hijo mío Abdilá, dijo tras breve
Pausa, vas á partir. La muerte fiera.
De tu padre á la vuelta, aquí te espera,
Y abajo espera quien salvarte debe.
No el Cielo señaló tu real cabeza
Para ceñir una corona en vano;
Tu destino de Rey he aquí que empieza;
Cumple, pues, tu destino soberano. »
Dijo y le dió la carta, que decía:
«Vuelve tu esposo vencedor, Sultana,
»Y la guadaña de la muerte impía
»Su mano trae; no aguardes á mañana:
»Cuando oigas luego que en silbar porfía
»El ruiseñor al pie de tu ventana,
»Descuelga á tu hijo Abú Abdilá por ella.
»Y un buen caballo le valdrá y su estrella.
»No temas ni vaciles: los verjeles
»De este valle, á tu vista tan tranquilo,
»Á un escuadrón de Abencerrajes fieles
»Dan á estas horas misterioso asilo.
»Mi escritura conoces, no receles,
»Sultana, una traición: pende de un hilo
»Del Príncipe la vida: mas, burlada
»La muerte, volverá. . . . . Rey de Granada.
»Aunque en firmar sé acaso que aventuro
»Mi cabeza, la suya es lo primero:
»Sírvate pues mi nombre de seguro
»Y alumbre tu razón Aláh infinito. »
Al pie de este renglón, claro y entero,
De ALY-MACER el nombre estaba escrito.
Leía Abú Abdilá, y á la lectura
De la carta fatal palidecía:
Y, leyendo en su rostro su pavura,
La madre el ceño varonil fruncía.
«Hijo de Reyes, como Rey procura
Obrar, le dijo al fin. ¿Fortuna impía
Te acosa? Acosa, pues, á tu fortuna:
Mala es mejor tenerla que ninguna. »
Tal diciendo, la intrépida Sultana
Llamó en voz baja á sus esclavas. Quiso
Abú-l'Kazín dejárselas, por vana
Demostración de libertad y viso
De autoridad y pompa soberana,
En la prisión. Entraron al aviso
Todas de su señora, y la severa
Sultana las habló de esta manera:
«Necesito una escala: en el momento
Desgarrad vuestras tocas y almaizales;
Los tapices que tiene el aposento
Trizas haced: mis lienzos y mis chales
Rasgad y, hasta que lleguen al cimiento
De la torre, anudad los desiguales
Pedazos: no os paréis en necias dudas:
Rasgadlo todo, aunque os quedéis desnudas. »
Hechas á obedecer, sin más demora
Rasgaron la oriental tapicería
Que la ostentosa cámara decora,
El chal con que cada una se ceñía,
El rico pabellón de crujidora
Seda que el lecho de Abdilá tenía.
Cuanto á las manos se las vino asieron,
Y, formando un cordón, le retorcieron.
La Sultana y el Príncipe, afanosos,
En tal ocupación las ayudaron,
Y de esta ocupación con los curiosos
Incidentes, que alegre la tornaron,
Del alma de Abdilá los temerosos
Tristes presentimientos se ahuyentaron:
Y rebosaba en gozo y osadía
Cuando el largo cordón se concluía.
Á poco un risueñor en la enramada
Los tres largos silbidos de su trino
Precursores lanzó. Corrió agitada
La Sultana al balcón, y más vecino
Volvió á silbar el ruiseñor: callada
É inmóvil escuchó: su oído fino
Y ojo avaro alcanzaron, en la hondura,
De un hombre el movimiento y la figura.
Un momento después, en la maleza
Que al mismo pie del torreón crecía,
El ruiseñor silbó: la fortaleza
Y la continuidad con que lo hacía
Su voz, de la que dió naturaleza
Al ruiseñor un tanto desdecía
De cerca oída: pero al libre viento
Era bien fácil confundir su acento.
Ató Aija á Abú Abdil por la cintura
La punta de los lienzos anudados,
De su firmeza y solidez segura;
Los brazos un momento entrelazados
Tuvieron madre é hijo con ternura
Cordial: los labios trémulos, rasados
De lágrimas los ojos, no encontraron
Palabras, mas sus lágrimas hablaron.
Deshízose la madre la primera
Del cariñoso lazo, y saltó el hijo
Por la baranda del balcón afuera,
Teniendo el lienzo las mujeres fijo.
«Madre, dijo él, ¡adiós por vez postrera!
--¡Hijo de mi alma, adiós! ella le dijo,
Y, bajando la voz:--honra tu nombre,
No vuelvas sino Rey: lucha y sé hombre. »
Dijo: y, á una señal, franqueza dando
Las esclavas al lienzo, por la obscura
Región del aire, suelto, fué bajando
El Príncipe Abdilá: justa pavura
Le acongojó cuándo se vió colgando
Sobre la inmensa tenebrosa hondura;
Vaciló su cerebro y, los antojos
Del miedo por no ver, cerró los ojos.
Un momento después cuatro forzudos
Brazos en las tinieblas de él asieron:
Una daga cortó junto á los nudos
El lienzo, á hombros tomáronle, y huyeron.
Los brazos de las Moras, á tan rudos
Esfuerzos no hechos, libres se sintieron
De repente del peso, y la Sultana
Se echó con ansiedad á la ventana.
Miró, escuchó, sin voz, sin movimiento,
Parando en su atención hasta el latido
Del corazón y el curso del aliento:
Pero ni gente, ni señal, ni ruido
Se percibía: á la merced del viento
El lienzo por abajo desprendido
Flotaba, y era todo allá en la hondura
Silencio, soledad, sombra, pavura.
Apartóse en silencio la Sultana
Del ajimez: la tela recogida
Poco á poco volvió por la ventana:
Mas al entrar la punta suspendida
Por fuera del balcón, de la Africana
El corazón mortal volvió á la vida;
La punta trae de salvación un gaje
Infalible: el blasón Abencerraje.
Besóle la Sultana, y su altanera
Tranquilidad cobró: despidió luego
Sus esclavas y, sola, dijo, fiera
Reverberando en su mirada el fuego
Del corazón: «Que venga cuando quiera
Muley. » Y en los cojines con sosiego
Tendiéndose, al pesar y al miedo ajena
Segura de Abú Abdil, durmió serena.
IV
Y he aquí que la Sultana
Cual Reina soberana,
Y acaso en su ventana
Detrás de la persiana
Oyó sobrecogida
Que por la peña hendida
Diez hombres que, en huída
Corriendo á toda brida
que el real Generalife,
en esta noche mora,
velaba en esta hora,
tendida en un diván,
cruzar el arrecife,
conduce hacia la sierra,
veloz y són de guerra,
hacia la sierra van.
El rostro peregrino
Zoraya hacia el camino
De polvo un remolino
Sombra el país vecino
¿Quien puede á estos parajes
Lanzarse en tan salvajes
Tan ásperos pasajes
Los diez Abencerrajes
llegando á la ventana,
miró: mas ¡vana empresa!
velaba con espesa
al ojo más sutil.
(se dijo la Sultana)
caballos, audazmente
salvando? --Solamente
que salvan á Abú Abdil.
FIN DE LOS VERSOS CONTENIDOS EN EL TOMO PRIMERO.
Zorrilla, al publicar este Poema en 1852, ilustró el tomo primero con
notas y discursos que, si entonces juzgaba de necesidad para satisfacer
á lectores y críticos, hoy parecen excusados, después del casi medio
siglo que separa la primitiva de la presente edición. El poeta quiso
demostrar que á la factura de los versos había hecho preceder un
estudio de la lengua árabe, de la historia del reino de Granada, de las
vicisitudes de la conquista y de cuantos personajes iban á figurar en
los diversos libros del Poema. Dudaba, tal vez, de que se le tuviese
por verídico en las tradiciones, lenguaje, usos y costumbres de los
moros; por lo cual puntualizó en multitud de notas la exactitud de
los conceptos y hasta la pureza de las palabras. Reconocidas por la
crítica estas cualidades en la obra, no es necesario reproducir tan
numerosos comprobantes, que, en vez de esclarecer, embarazan la lectura
y sonoridad de los versos. Por esto se han suprimido aquí, del mismo
modo que una extensa biografía de Mahoma, inserta al final del volumen
y que el propio Zorrilla declara ser en su mayor parte traducción de
acreditados libros franceses.
Hay, sin embargo, en los discursos y desahogos del autor ciertos
pasajes que no deben suprimirse, porque corresponden á la historia
literaria del tiempo y al carácter peculiar del poeta, tales como
la explicación de la dedicatoria á su amigo Muriel y la sátira con
que Zorrilla se revuelve contra los censores anticipados de su obra,
émulos, á su juicio, tan impotentes como menguados.
He aquí la manera con que explica la _Fantasía_ dedicada á D. Bartolomé
Muriel en las primeras páginas del libro:
«Habiéndome algunos amigos manifestado en París deseos de
conocer mi Poema de Granada antes de su publicación, se
reunieron una noche en casa del Sr. Muriel para oirme leer
algunos de sus libros ó cantos, á pesar de mi propósito de
no manifestar su manuscrito. La circunstancia de hallarse
presentes á esta lectura D. Fernando de la Vera y D. Cayo
Quiñones de León, cuyos antepasados tomaron en la conquista
de Granada no poca parte, y á cuyas hazañas consagro en
mis versos no pocos recuerdos, me obligaron á continuar en
siguientes noches la lectura de mi obra, á cuyo objeto reunió
el Sr. Muriel una corta sociedad de amigos en su elegante
casa. La amistad cordial que al Sr. Muriel me une, y las
agradables horas pasadas en sus aposentos, cubiertos de
preciosos cuadros y llenos de artísticas curiosidades, me
inspiraron esta fantasía, procurándome la ocasión de darle con
ella un público testimonio de mi amistad y de lo caras que son
á mi corazón las memorias de la suya. »
Sobre las censuras anticipadas y murmuraciones más ó menos cultas que
se hacían del Poema cuando aún no se había publicado, escribe Zorrilla
lo siguiente:
«Á los desocupados escritores de anónimos y á los autores
rapsodistas, á quienes apesara desdichadamente la reputación
ajena, pero que no pueden labrarse la propia sino royendo los
talones de los que van delante de ellos, en su incapacidad de
abrirse por sí mismos un camino, les aconsejaré que antes dé
seguirme á Granada den una vuelta por Toledo, donde hallarán
á mi buen amigo el Sr. D. León Carbonero y Sol, quien, con
honra suya y provecho de la juventud, explica en aquella
ciudad la lengua árabe, y el cual, con su rica erudición
oriental y poética, y su excelente método de enseñanza, les
pondrá tal vez con el tiempo en estado de caminar conmigo por
los senderos montañosos que conducen á la Real alcazaba de la
Alhambra.
Á los literatos que, á pesar de lo expuesto, me supongan más
ambiciosos intentos ó más vanaglorioso amor propio, dispuestos
á no ver de mi obra más que los defectos, hijos naturales de
una temeraria osadía ó de una quijotesca vanidad; y á los
sabios críticos que quieran aprovechar la ocasión de lucir
sobre Granada sus académicas disertaciones y sus artículos
enciclopédicos, les contaré solamente un cuento, que estoy
sintiendo corrérseme en el papel por los puntos de la pluma,
el cual, aunque viejo, espero que les ayude á formar su
juicio sobre mi Poema, si lo leen; que sí lo leerán, pues yo
procuraré dárselo despacito para que lo rumien y digieran.
Lidiaba una tarde en la plaza de Sevilla el famoso Pedro
Romero, el diestro de mejor trapo y más certero pulso que
pisó jamás arena del redondel. Llegado el caso de estoquear
un toro de mal trapío y torcida intención que, empeorado
con la lidia, tomaba el bulto y dejaba el capote, comenzó
Romero á trastearle cuidadosa y maestramente, arrastrándole la
muleta para encariñarle á ella y traerle después sin riesgo
á una estocada por los altos y á una muerte de buena ley. Un
chusco sevillano, mozo y rico, decidor y zambrero, amigo de
los ganaderos y conocedor de las marcas de sus ganaderías,
apadrinador de la gente de cuadrilla, acompañador de los
encierros y presenciador de los apartados, donde gustaba
lucir el potro cartujo, la manta jerezana, la espuela vaquera
y el castoreño apresillado, y gran partidario, en fin, de
Costillares, hallando sin duda largo el juego de Romero, cuyo
riesgo no comprendía, y pareciéndole la ocasión oportuna para
zumbarle en presencia de su rival, empezó á decirle con no
poco esforzadas voces y dejo no menos provocador:--«¡Bueno,
señor incomparable, bueno: que va á llevar ese toro más pasos
que las procesiones del Viernes Santo! De matar se trata, que
no de pasear esa oveja mansa. ¡Que no se diga que por tanto
paso se pasa el tiempo y no se pasa la pavura! ¡Vamos, un
puntazo por lo que sea! . . . . y que no haya que dar á esa espada
una compañera sacada de las costillas, como nuestra madre
Eva. » La alusión á Costillares produjo el efecto que el chusco
deseaba, y aplaudieron sus partidarios y rieron los de los
tendidos; lo cual oyendo Romero, dejando plantada á la fiera
y á los espectadores suspensos, llegóse bajo el palco del
zumbador mancebo, la muleta recogida en la zurda y el estoque
suspendido en el dedo corazón, y díjole con aquella sorna
peculiar de la gente de plaza:--«Su mercé parece, por sus
razones, profesor del arte, y se ve á la legua lo acostumbrado
que está á dar lecciones como maestro: conque no le deje por
poco, y tome sin cortedad el lugar que le corresponde, que yo
estoy pronto á escucharle. Baje, pues, su mercé y hágame su
explicación á la cabeza de la res. »
Y decía bien Pedro Romero: las lecciones de torear se dan á la
cabeza del toro. »
París, 15 Abril 1852.
JOSÉ ZORRILLA.
FIN DEL TOMO PRIMERO
RECUERDOS
DEL
TIEMPO VIEJO
POR
D. JOSÉ ZORRILLA.
BARCELONA.
IMPRENTA DE LOS SUCESORES DE RAMIREZ Y C. ^A
Pasaje de Escudillers, número 4.
1880.
Este libro no necesitaba prólogo: la carta del señor Velarde, con la
cual va honrado, y la primera mia, contestacion á ella, justifican la
publicacion en _El Imparcial_ de los artículos cuya coleccion forma
el texto de este volúmen; y el motivo de coleccionarlos en él, es la
demanda que de su coleccion me han hecho los amigos que me leen y los
libreros que me venden.
Y que no se me ofenda ningun librero, ni se me engalle ningun Académico
por esta frase: porque se dice que se lee y que se vende á Quevedo
ó á Valera cuando se leen y se venden sus obras: lo mismo me sucede
á mí; unos me leen y otros me venden; y si los que me venden no me
vendieran, no me leerian los que me leen, y yo publico este libro por
agradecimiento á los unos y á los otros.
La razon y la escusa de lo que en él de mí mismo digo, van tambien
alegadas en su relato; pero de las circunstancias en que le he escrito
y del motivo de imprimirle dividido en dos partes y no en Madrid sinó
en Barcelona, me conviene, aunque necesario no sea, decir cuatro
palabras; siquiera no encuentren cuatro lectores á quienes leérmelas
interese, ni media docena que en leérmelas se complazcan.
Un 27 de Junio, á las siete de la mañana, entró la muerte calladamente
en mi casa, y dispersó con su guadaña una familia, para cuya reunion
habia yo trabajado mucho tiempo y agotado mis ahorros. En el inmenso
y legítimo duelo en que aquella muerte dejaba sumida mi casa, en cuyo
escondido hogar me habia ya sumido modestamente _á vivir en el olvido
y á morir en paz con Dios_, quedábame por solo recurso y por última
esperanza el resto de las dos veces mermada pension, que en 1871 me
habia concedido el Gobierno, cuyo ministro de Estado era el Excmo. Sr.
D. Cristino Martos; pero llegado el ocho de Julio, y transcurrido el
nueve, y pasado el diez, y visto que la libranza en que de Roma debia
venir mi mensualidad vencida no venia, telegrafié á mi apoderado en la
capital del Orbe Cristiano, preguntándole por ella. ¡Ay de mí! con mi
telegrama se cruzó la carta suya, en que me participaba que por causa
de economías inexcusables en la Administracion de los Lugares Píos
españoles en Italia, mi comision habia sido suprimida: en consecuencia
y ajustadas por él mis cuentas con aquella piadosa Administracion, me
remitia los últimos sesenta y cinco duros que me restaban que cobrar
hasta la fecha de la supresion de mi sueldo.
Quedéme yo con la libranza delante de los ojos, el verano delante de
mí y detrás de mí los siete individuos de mi familia; y el ministro
de Estado en los baños, y el de Fomento en sus haciendas, y el Sr.
Cánovas mi amparador en Cotterets, y en Francia mi paño de lágrimas el
Capitan General Jovellar; quien en tales casos molesta por mí á todos
los ministros, y no pierde ocasion ni perdona empeño por sacarme del
mio. La moda, que deja á Madrid desierto durante el verano, me dejaba
á mí en Madrid como en medio del Sahara: la tierra bajo mis piés, el
cielo sobre mi cabeza, mi esperanza en Dios, y Dios tras el velo azul
del aire; que es impenetrable cortinaje del pabellon que le guarda de
las miradas de los hombres. ¿Cómo pasé yo aquellos tres meses?
No puedo hacer al tiempo volver atrás: no puedo quitarme de encima ni
uno solo de mis sesenta y cuatro años: no puedo hacer volver á mis
manos el capital pagado por las deudas de mi herencia paterna, ni lo
por mí gastado en vivir bien ó mal: no puedo rescindir los contratos de
venta de mi _Don Juan_ ni de mi _Zapatero y el Rey_, escritos cuando
la ley de propiedad no existia: esta ley no tiene efecto retroactivo
ni protege mi propiedad por lesion enorme: y no puedo pedir limosna en
España, sinó poniéndome al pecho un cartel que diga: «este es el autor
de _Don Juan Tenorio_, que mantiene en la primera quincena de Noviembre
todos los teatros de verso de España y América;»--pero para esto seria
preciso que yo esplicase cómo el autor de tal obra podia pedir limosna;
cosa muy fácil de esplicar, pero muy difícil de comprender.
Antes de pedirla escribí á mis editores de Barcelona, los Sres.
Montaner y Simon, dándoles cuenta de la suspension de mi sueldo
y pidiéndoles trabajo en su casa. Los Sres. Montaner y Simon me
contestaron que «los editores no tenian en su casa trabajo digno
de mí: pero que los amigos me enviaban adjunta una letra contra su
corresponsal. » El Arzobispo de Valencia, de cuya ciudad soy hijo
adoptivo, partió conmigo la limosna de sus pobres; el empresario
del Teatro Español me ofreció una cantidad que jamás pude cobrar en
contaduría; y al volver á Madrid el Sr. Conde de Toreno, ministro de
Fomento, me presenté en su antecámara, en la cual no me detuvo ni
un minuto. Expúsele en dos palabras mi posicion: asombróse de ella,
confesándome que estaba muy léjos de imaginársela tal; y prometiéndome
exponerla en consejo de ministros, en la primera ocasion, me dió cita
para el dia siguiente en el gabinete del señor Cárdenas, Subsecretario,
con quien iba inmediatamente á consultar un medio de venir en mi
auxilio. Al dia siguiente el Sr. Cárdenas, con una delicadeza y un
tacto que no podré jamás olvidar, me dijo: «que el señor Conde de
Toreno, sabiendo que para continuar ciertos trabajos legendarios en que
me ocupaba, necesitaria hacer algun viaje á alguna biblioteca ó archivo
de provincia, me daba por su mano una pequeñez para ayuda de gastos,» y
puso en la mia un bono de dos mil pesetas contra el Tesoro.
Pero miéntras todas estas cosas pasaban, habia pasado otra, principal
engendradora, orígen y causa más inmediatos de la confeccion de lo
en este libro compaginado. El Sr. D. Federico Balart, á quien suelo
pedir opinion y consejos sobre mis obras ántes de publicarlas, y á
quien voy ahora muchas veces á distraer de una mortal pesadumbre con mi
escéntrica conversacion y mis ideas estrafalarias, habia ido á hablar
en mi favor al propietario de _El Imparcial_. El Excmo. Sr. D. Eduardo
Gasset y Artime me abrió su casa, sus brazos y las columnas del _Lúnes_
de su periódico, pagándome mis artículos en más de lo que valen; el
Sr. Ortega Munilla, Director de los _Lúnes_, me hizo la distincion de
colocármelos inmediatamente despues de su semanal revista, y en la
redaccion de _El Imparcial_ encontré una nueva familia, que aceptó mi
compañía con cariño tan afectuoso y tan respetuosa cordialidad, que me
hicieron subir á los ojos dos lágrimas de gratitud, que no pudieron ya
sostener las ralas hebras que me restan de mis ántes espesas pestañas.
Miéntras, gracias al Sr. Gasset y Artime, volvia á contar con el pan
cotidiano, pasó al ministerio de Estado el señor Conde de Toreno,
volvió del extranjero el Sr. Presidente del Consejo de ministros, y
falleció el del Congreso, Adelardo Lopez de Ayala. --Pocos dias despues
del entierro de éste, el Sr. Cánovas del Castillo, cuya casa he tenido
siempre abierta y cuya amistad nunca se ha desmentido, me envió una
carta para el ministro de Estado; á cuya presentacion el Sr. Conde de
Toreno me dijo: «por el correo de hoy va á Roma la órden de continuar
pagando á V. su sueldo; pero tengo el sentimiento de haber tenido que
mermar de él doce mil reales, porque las economías ya hechas en la
Administracion de los Lugares Píos, no me han permitido devolverle los
treinta y seis mil reales que ántes cobraba. »--Recibí con gratitud lo
que se me daba, y me volví á mi casa, no ya como ántes resuelto
á vivir en el olvido
y á morir en paz con Dios,
como mi edad y la conveniencia de retirarme ya de la arena literaria me
lo exigian, sinó decidido por necesidad á luchar otra vez con la vida
y á morir sobre el trabajo; á lo que parece que me condenan mis viejos
pecados y las nuevas economías de los Lugares Píos. Ya varias veces en
algunos periódicos, que no sé por qué me son hostiles, se me ha echado
en cara el _no saber retirarme á tiempo_; pero no me han dicho á dónde;
puesto que saben que no puedo retirarme á un monasterio. Ya me habia
yo retirado á mi casa, y hacia ya año y medio que rehusaba presentarme
hasta en el ateneo, donde tántas consideraciones se me han tenido y
tántos aplausos se me han prodigado: pero al retirarme el gobierno
el sueldo con que únicamente podia retirarme como se me aconsejaba,
tuve yo por mejor consejo volver al trabajo y vivir honradamente de él
miéntras con él sustentarme pueda, que dejarme morir de inanicion y de
pesadumbre por dar gusto á los ya no le tienen de que viva yo entre la
gente, porque conceptúan que sesenta y cuatro años son demasiada larga
vida para un hombre á quien aun hay algunos que estiman y aplauden.
Pero juguemos limpio y hablemos claro por última vez. Yo no he pedido
amparo al gobierno para mi vejez alegando mérito alguno en mis obras,
ni yo he dicho á la nacion ni al gobierno que tuviesen _obligacion_
de ampararme: no: pero he propuesto esta cuestion. --«Mis obras, que
son tan malas como afortunadas, han enriquecido á muchos, y mi _Don
Juan_ mantiene en el mes de Octubre todos los teatros de España y las
Américas Españolas, ¿es justo que el que mantiene á tantos muera en el
hospital ó en el manicomio, por haber producido su _Don Juan_ en tiempo
en que aun no existia la ley de propiedad literaria? »
Y el gobierno ante quien espuse esta cuestion me subvencionó sobre los
fondos de los Lugares Píos españoles en Roma, y mi subvencion tiene el
carácter piadoso y de limosna con el que yo la pedí, sin que por ello
me crea ni deshonrado ni humillado: y miéntras con ella he vivido,
en lugar de echarme á dormir sobre mis doradas pajas, he entregado
concluido en 1873 á los editores Montaner y Simon mi leyenda del Cid
que consta de diez y nueve mil versos, y mi leyenda de los Tenorios
que tiene ocho mil; y hoy cuando lo que de mi subvencion me resta no
me basta por la posicion en que mi reputacion me coloca, recojo los
últimos destellos de mi decadente ingenio, los últimos alientos de
mis cansados pulmones, y los últimos átomos de honra y de brío que en
el corazon me restan, y me arrojo otra vez en los brazos del trabajo,
en vez de arrojarme por el balcon, ó en el fango de la holgazanería
á quejarme de la nacion y de sus gobiernos, á quienes no alcanza ni
obligacion ni responsabilidad alguna en la posicion en que me han
colocado mis circunstancias personales y mis negocios de familia.
Díme, pues, al trabajo, y entré en el del periodismo; que es el más
rudo por ser el más perentorio y asíduo, el más expuesto á la crítica y
el más coartado y riesgoso por la estrechez de la ley de imprenta, que
suele tener que regir en nuestro inquieto país; y siguiendo á medias
por no poderlo seguir por entero el consejo de los que retirarme me
aconsejaban, me retiré al segundo recinto del alcázar de las Bellas
Letras, descendí de sus salones de su piso principal á su piso bajo
con puerta y vistas al patio; es decir, que me retiré del gremio de
los poetas y renunciando á la poesía, me despedí del público de Madrid
en un romance cuyos versos son los últimos que he escrito, no volví á
presentarme como versificador ni como lector en acto alguno público y
anuncié que iba á escribir en prosa; comenzando á devanarme los sesos
en discurrir cómo servir con mi prosa los intereses del Sr. Gasset y
Artime, y algun manjar no indigesto á los suscritores de _El Imparcial_.
La primera carta del bravo Velarde me dió pié para contar lo pasado
en el cementerio al borde de la tumba de Larra: y por este recuerdo,
como quien tira de un hilo de una madeja enredada, fuí yo tirando de
mis pobres recuerdos del tiempo viejo, hasta formar con ellos el mal
devanado ovillo de lo contenido en este libro. --Viejo é ignorante, no
supe escribir más que mis personales memorias: los lectores de _El
Imparcial_, tal vez sorprendidos de leerme en prosa, tal vez pagados de
la anticuada construccion de la mia, y acaso más que de lo que yo en
ella decia, de la ingenuidad algo infantil con que yo lo iba diciendo,
encontraron entretenidos mis artículos del TIEMPO VIEJO: unos porque
refrescaban los suyos, y otros porque no habiendo alcanzado la época de
que en ellos hablo, ó lo que en ellos traigo á cuento ignoraban, ó lo
habian oido contar de muy diferente modo.
Como quiera que fuere, miéntras los publicaba en el periódico, recibí
varias cartas, unas anónimas y otras firmadas, en las cuales algunos me
aconsejaban que coleccionase mis artículos; y el Sr. Gasset y Artime,
renunciando generosamente en mi favor sus derechos á la propiedad
de mi por él tan bien pagado trabajo, me otorgó omnímoda y perpétua
facultad para hacer de él lo que más me conviniera. --El Sr. Ortega
Munilla se ofreció espontáneamente á ayudarme en tal publicacion y se
ocupaba ya de sus preliminares pormenores, cuando ocurrieron á la par
su desastrada caida del caballo y mi impensado viaje á Barcelona: cuyos
dos imprevistos acontecimientos me obligan á publicar este libro en la
capital del Principado y no en la coronada villa.
Pero ¿por qué? ¿A qué vine yo á Barcelona por siete dias y por qué me
quedo en ella por siete meses?
En uno y medio que en ella llevo no he tenido tiempo hasta hoy de
hacerme tal pregunta, y voy á ver si averiguo alguna razon que me sirva
de respuesta.
A pesar de mi necesidad de descanso, de la tenacidad con que há cerca
de dos años que rehuso toda invitacion á presentarme en público, y á
pesar, en fin, de mi deseo de complacer á los que me dicen «retírese
V. », es decir, «quítese V. de en medio», aun hay algunos que recordando
mis mejores años y olvidando los transcurridos, me buscan y me
solicitan con la vana ilusion de que aun puedo, como en otro tiempo,
cooperar en beneficio de sus empresas; y el país en donde por mí se
conservan mas ilusiones y simpatías es en Cataluña y sobre todo en
Barcelona. Así que el 27 de Octubre próximo pasado el empresario y el
director de la compañía de verso del teatro Principal de esta ciudad
me ofrecieron una indemnizacion por gastos de viaje, si emprendia
uno para enderezar y poner derecho sobre la escena á mi buen _Don
Juan Tenorio_; quien no sé por qué no queria tenerse este año muy en
equilibrio. Tenia yo que abocarme con mis editores Montaner y Simon,
para tratar de poner tambien en pié de imprenta á mi valiente Burgalés
Rodrigo Diaz, que agarrado al pupitre de mis editores, parece que
tampoco quiere dejarse meter en prensa; y con la esperanza de matar dos
pájaros de una pedrada, acepté la proposicion del viaje á Barcelona;
pero miéntras la libranza del empresario llegaba á Madrid, y ciertos
asuntos de mi jóven amigo el pintor Padró, que debia de acompañarme, se
allanaban, se perdieron cuarenta y ocho horas y llegué yo tarde para
enderezar á mi rebelde y voluntarioso _Don Juan_, y aún no he tenido
tiempo para tener cinco minutos de conversacion con mis editores del
Cid; porque el pueblo Barcelonés, que no me habia olvidado en los once
años que he pasado ausente de Cataluña, que se acordaba de que en
Barcelona habia yo tenido casa, y me habia _re_casado en su parroquia
de Santa Ana, y le habia leido muchos versos y me habia dado muchas
fiestas, en las cuales habia yo procurado derramar toda la espansiva
alegría de mi corazon de muchacho y toda la poesía de mi desordenada
imaginacion de loco, creyendo que para mí el tiempo no habia pasado
y que no habian pasado por él ni por mí los once años transcurridos,
se empeñó en pedirme, como quien pide peras al olmo, que hiciera y le
dijera lo que para él habia hecho y dicho cuando, con once años ménos,
aún tenia once partes de aliento más. Echó á un lado á mi pobre _Don
Juan_, y poniéndome en lugar suyo sobre la escena, oyó mi palabra ronca
con la cariñosa atencion de una madre que escucha la respiracion de su
hijo que duerme; me colmó de aplausos, me coronó de flores, no me dejó
ni dormir ni trabajar á fuerza de obsequios y convites; sus periódicos
publicaron mi retrato, las sociedades literarias se apoderaron de mí
y enfloraron el teatro catalan para escucharme; el Ateneo me dió una
velada y una primorosa medalla, y los Sucesores de Ramirez pusieron á
mi disposicion su magnífico establecimiento tipográfico; y esta vuelta
mia á Cataluña fué la vuelta del hijo pródigo al paterno hogar, y el
pueblo Barcelonés me dijo: «Sorrilla, parla, enrahona: ets á casa
teva;» y cayó en gracia cuanto hice y dije, y se me abrieron todas las
puertas y me recibieron como á hermano en todas las familias: y hé aquí
cómo y por qué se imprimen en Barcelona estos mis RECUERDOS DEL TIEMPO
VIEJO.
En ellos repito y amplifico lo que en este prólogo apunto: ni se hasta
dónde con ellos iré á parar, ni me detendrá en mi marcha el temor
de encontrarme al fin de ella cara á cara con mis contemporáneos,
despues de haberme juzgado á mí mismo y á los que conmigo abrieron
las puertas á la revolucion política y literaria del primer tercio de
nuestra centuria. La ingenuidad infantil y la sincera buena fé con
que hasta aquí los he escrito, creo que garantizan mi leal veracidad
para el porvenir: pero una vez que Dios prolonga mi vida hasta los
actuales y corrientes dias, á ellos pertenezco aún y en ellos voy á
vivir y de ellos voy á hablar y en ellos voy á meter mi baza y voy
por ellos á trabajar como trabajé por los pasados; y espero en Dios
que este trabajo no me deshonrará, porque fio en la justicia de mi
pueblo español que me rodeará del respeto á que siempre ha considerado
acreedor á quien envejece y muere sobre el trabajo, por no sucumbir á
la miseria y deshonrarse en la haraganería vergonzosa de los ingenios
vergonzantes por holgazanes.
Para no hacer de estos recuerdos un libro demasiado voluminoso, y en
tan pequeños caractéres impreso que resulte tan difícil como enojoso
de leer y de tener en las manos, lo he dividido en dos tomos pequeños.
No teniendo además la vanidad de creer que este miserable y prosáico
engendro mio, sea para mí la gallina de los huevos de oro, y deseando
saber el número de ejemplares que necesito para mis lectores, y por
el pedido del primero regular la tirada del segundo, suplico á mis
suscriptores que hagan la suscripcion al segundo al recibir ó comprar
el primero, en el recibo que le acompaña.
El tomo II llevará un apéndice nuevo en verso y prosa; y toda la obra
corregida y ampliada como permite el libro y no admite el periódico, va
dedicada al mas moderno y al mejor y mas bravo de mis amigos.
_Al Egregio Poeta_
DON JOSÉ VELARDE
_en prenda de amistad y agradecimiento_.
_José Zorrilla. _
Barcelona 1. º de Enero de 1881.
I.
EL POETA ZORRILLA.
Era la tarde del 15 de Febrero de 1837. En el cementerio de la puerta
de Fuencarral, un numeroso concurso se apiñaba en derredor de un jóven
desconocido, delgado, pálido, de larga cabellera y expresivos ojos,
que, acongojado y convulso, leia, ante un féretro adornado con una
corona de laurel, una sentida poesía.
El concurso lo formaba todo el Madrid artístico; el féretro encerraba
el cadáver de Larra; el poeta era Zorrilla.
Aquella tarde fria y nebulosa fué solemne; vió la conjuncion de dos
crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al
hundirse otro sol en el ocaso.
A los desgarradores acentos de «La noche buena del poeta», de Fígaro,
último canto del cisne moribundo, cuyos ecos aún extremecian el aire,
se unieron los acordes del arpa de Zorrilla, primeros cantos de la
alondra al alba.
España, al perder al más grande de sus críticos, encontró al más
popular de sus poetas.
Desde aquel dia, la Fama fatigada va dando á todos los vientos el
nombre del vate inmortal. Desde aquel dia, sus estrofas sublimes
palpitan en todos los labios, y, como la voz divina, despiertan la
inspiracion en el alma de la juventud y la lanzan á la vida del arte.
Poeta formado de las entrañas de su pueblo, sus ideas, sus
sentimientos, aunque universales por lo que tienen de humanos, son ante
todo españoles; tánto que al vibrar su lira nos parece escuchar el
acento de la patria.
Vário y múltiple en sus concepciones y en la manera de expresarlas,
ora arrebatado, elocuente y profundo, ora tierno, sencillo y vulgar,
siempre ameno, siempre inesperado, siempre poeta, pulsa todas las
cuerdas y se reviste como Protéo de todas las formas para llegar á
todos los corazones.
Tiene su poesía algo de la ola que se hace espuma, de la luz que se
quiebra en colores, de la flor que se disuelve en aroma, algo, en fin,
de lo bello, inmaterializándose para confundirse en lo infinito; y es,
que así como la larva ha de trocarse en mariposa para volar, la poesía
ha de espiritualizarse para subir al cielo, que es su patria verdadera.
Hay una poesía que jamás envejece, que no puede morir, que halla eco en
todas las almas y hace latir al unísono todos los corazones; lenguaje
universal que entienden el niño y el viejo, el ignorante y el sabio, y
es la poesía de la naturaleza.
Y la naturaleza es la musa de Zorrilla, le da sus colores, le presta
sus armonías y encarna en sus versos que nos repiten los gemidos del
lago, las endechas del ruiseñor, los extremecimientos del trueno, y
nos pintan la nube que se tornasola, la espuma que bulle y el árbol que
florece.
Zorrilla ha sido anatematizado por los retóricos que jamás han previsto
á los poetas ni los han comprendido, preciándose de las medianías que
siguen sus reglas y odiando al génio que las deshace. Siguió cantando
el poeta y cayeron en el olvido las odas ampulosas, frias y limadas, y
surgió la poesía del sentimiento y se ensancharon los horizontes del
arte.
¡Siempre la misma lucha entre el sabio y el poeta, y siempre el poeta
vencedor!
Las murallas que guardan lo desconocido son de cristal para el génio
que penetra en el fondo de lo insondable. La obra del sabio es
perfectible, la del génio perfecta; aquel aprecia los pormenores, éste
abarca el conjunto; el uno halla, el otro crea; el sabio, para meditar,
se inclina hácia la tierra; el poeta, cuando canta, mira al cielo; y
es que el uno no va más allá de lo humano, y el otro se remonta á lo
divino.
Zorrilla venció. Hoy todos le respetan. Ni la envidia le muerde, pues
ni arrastrándose puede escalar la montaña de laureles que le sirve de
pedestal.
¿Y cómo no respetarle, si las doradas ilusiones, los dulces recuerdos
y los sueños juveniles de nuestras dos últimas generaciones están
iluminados por el fuego de la inspiracion del gran poeta? Sí; sus
versos fueron lo primero que balbucearon despues de las plegarias
maternales; y aquellas impresiones, como el troquel en el metal, han
dejado un sello imborrable en las almas.
Poeta de la tradicion, á su mágico acento, los héroes castellanos se
alzan de sus sepulcros de piedra apercibidos al combate; desfila la
comunidad por el cláustro sombrío de la gótica abadía, salmodiando
sus preces al rayo misterioso de la luna; aparece el castillo feudal
entre los riscos y breñas de la montaña; se coronan de arqueros las
almenas, suspira la hermosa castellana al escuchar la enamorada trova;
baja rechinando el puente levadizo para dar hospitalidad al peregrino,
y el terrible señor de horca y cuchillo apresta su mesnada ó se
lanza venablo en mano, azuzando la jauría por el bosque enmarañado
persiguiendo al colmilludo jabalí. Ahora surgen la tapada, el rodrigon
ceñudo, la dueña mediadora y el doncel galanteador; ahora se acuchillan
en la tortuosa callejuela dos rondadores de una misma dama, á la luz
mortecina de un retablo, ó bien se puebla de cármenes y harenes la vega
granadina, y resuenan en el Generalife los ecos de la zambra, y el
sarraceno corre la pólvora, y, como sol entre nubes, asoma al calado
ajimez la hermosísima sultana exclareciendo el dia con la luz de sus
ojos.
¡Qué poder el del génio! En vano curiosos eruditos é historiadores
concienzudos se afanan en dar á conocer el verdadero carácter de D.
Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey D. Sebastian en el
inhospitalario suelo de Africa, y en negar la vida borrascosa de
Mañara, ó sea de D. Juan Tenorio.