Es
verdad que podría haberse encontrado un fundamento formal pa
ra la armonización de la teoría del todo del mundo y la teoría del
todo de Dios en la estructura de ambas totalidades -en el parentes
co de sus concepciones morfológicas fundamentales-, porque am
bas, conforme a sus interpretaciones clásicas, pueden concebirse
siempre como una única esfera infinitamente perfecta, y parece jus
tificable esperar que dos proyecciones diferentes de una esfera má
xima signifiquen de hecho sólo una y la misma.
verdad que podría haberse encontrado un fundamento formal pa
ra la armonización de la teoría del todo del mundo y la teoría del
todo de Dios en la estructura de ambas totalidades -en el parentes
co de sus concepciones morfológicas fundamentales-, porque am
bas, conforme a sus interpretaciones clásicas, pueden concebirse
siempre como una única esfera infinitamente perfecta, y parece jus
tificable esperar que dos proyecciones diferentes de una esfera má
xima signifiquen de hecho sólo una y la misma.
Sloterdijk - Esferas - v2
heces en tanto hombre auténtico. Dos hechos, ante todo, de la his
toria de la recepción testimonian que en él, no obstante, y a despe
cho de la doctrina de las dos naturalezas, el Dios verdadero obtuvo
la victoria sobre el hombre verdadero: primero, el hecho de que, si
es verdad que se han transmitido palabras del Señor, no se mencio
nan ni conservan excreciones físicas suyas; y, segundo, el hecho de
que, si es verdad que su cuerpo transfigurado ascendió a los cielos,
no se habla para nada de heces transfiguradas. En consecuencia, el
Hombre-Dios está sujeto decididamente a la diferencia entre sistema
y entorno, no como el cosmos platónico, que es sistema sin entorno.
Sobre el trasfondo de estas consideraciones aparece más clara la
diferencia entre el camino griego y el cristiano hacia una ecología
371
del absoluto. Mientras que el hacerse mundo de Dios genera un ani mal absoluto, que gracias a su autocoprofagia recorre un proceso vi tal sin exterioridad, por el hacerse hombre de Dios surge un híbri do metafísico, del que una parte ni come ni bebe desde la eternidad mientras que la otra crea, mediante comida y bebida terrenas, los presupuestos para excreciones correspondientes, de las que no es lí cito hablar en la inmanencia del culto. El animal-mundo griego es, pues, un ser que ni ingiere alimentos sacados del entorno ni hace deposiciones en él, dado que no dene entorno o, dicho de otro mo do, dado que renuncia a toda extemalización en beneficio de su au tonomía; mientras que el Hombre-Dios cristiano, si es verdad que fustiga al mundo, deja en él, sin duda alguna, las inmencionables deposiciones mencionadas. (Es posible que la objeción de algunos teólogos medievales de que Cristo comía pero no defecaba merezca citarse, pero no, desde luego, discutirse. ) El animal-mundo es suje to-objeto de una ecología absoluta, que consume todo sin dejar res to y no permite que nada salga hacia fuera (igual que -por citar un ejemplo casi actual todavía- hasta comienzos del siglo XX en el bu dismo tibetano gozaban de la mayor consideración como amuletos médicos píldoras de coprolitos del Dalai Lama, y hasta es posible que se tragaran realmente como medicinas en caso de necesidad ex trema, dado que los desechos del Dios vivo no pueden ser desecho alguno), mientras que el Hombre-Dios se ha obligado a una ecolo gía parcial, en la que hay que contar con restos perdidos y en la que se extemalizan desechos enérgicamente.
Con ello aparece con claridad la diferencia entre un recycling grie go y uno cristiano. Mientras que el Mundo-Dios está inevitablemen te estructurado autocoprofágicamente (esto es a lo que se remiten los holismos en definitiva, aunque no quieran ni puedan decirlo), el Hombre-Dios tiene que ser o bien anoréxico («no sólo de pan», por eso tan poco pan como sea posible), o bien dualista (la mesa de la cena y la letrina no están en el mismo mundo). En el recycling plató nico todo se convierte en alimento de Dios: esto significa que en el sistema oral-anal cósmico, o bien las excrecencias mismas tienen ca- rácter-de-haute-cuisine, o bien la boca del globo divino no tiene pala dar y no es capaz de diferenciar entre ambrosía y materias fecales.
372
Más importante aún que esa indiferencia de gusto es la inmunidad del cosmos (la tersura absoluta de su bóveda por el exterior), que no permite abertura alguna por la que pudiera evacuarse cualquier co sa afuera, a la nada. Del lado cristiano, el Hombre-Dios viene al mun do como a un penoso exilio, pero no para mostrar cómo se constru yen casas ecológicas y cómo se fertilizan los campos con estiércol animal y humano. Su misión recicladora se refiere exclusivamente a las almas. Baja para demostrar que es posible un mundo de absti nencia; según su doctrina, los seres humanos no están llamados al metabolismo ni a la deposición, y mucho menos a ser omnívoros tan to en la línea autocoprofágica como en la heterocoprofágica. La re lación cristiana con lo que procura salvación y redondez no está orientada cosmológica, sino pneumáticamente. Los pneumáticos comparten con los nómadas el privilegio de conservar un estilo fe- cófugo de vida en medio de poblaciones sedentarias; evitan las obli gaciones que encadenan a los seres humanos a habitáculos fijos; elu den la atmósfera que rodea la fidelidad a las letrinas. (En general: el Cristo ha de vivir de modo que jamás haya de utilizar un excusado propia; deja que las deposiciones evacúen sus deposiciones. )
La ecología pneumática se conforma con devolver las almas (in cluidos los cuerpos resucitados, si es preciso) a la casa paterna su- pranatural; el resto lo externaliza sin pesar alguno. La ecología cos mológica, por el contrario, está tan interesada en la internalización que sólo permite que el animal absoluto coma y deponga en sí mis mo. En consecuencia, las dos doctrinas más grandes de la economía doméstica no pueden ayudar a la tierra real: una, porque sólo se in teresa por el rescate de almas y considera el mundo como bastidor y desecho; otra, porque lo estima absoluto y niega así la posibilidad de todo desecho.
Pero las discretas concepciones ecológicas del recycling; que afir man venir en ayuda de la tierra desde la revolución de la higiene en el siglo XIX, siempre permanecerán fragmentarias porque les falta el valor y la fuerza para exigir la circulación o reciclaje total. La socie dad ecológica siempre será saboteada por un humanismo que se empeña en la imposibilidad de superación de la diferencia entre boca y ano.
373
Y la brisa resbala
[. . . ]
Entre un rigor de rayas
Que al mediodía ciñen
De exactitud. /Desierta
Refulgencia! La esfera,
Tan abstracta, se aflige.
Excurso 4
Panteón
Sobre la teoría de la cúpula
No hay nada en la gran técnica que antes no estuviera en la me
tafísica: una prueba de la capacidad de diagnosis cultural de esta fra
se, con la que la teoría de la técnica se convierte en filosófica, la
ofrece el edificio redondo más representativo del Viejo Mundo, el
Panteón de Roma, cuya construcción fue objeto de discusión entre
los años 115 y 125 d. C. , bayo el imperio de Trajano (98-117), y se ter
minó bajo el de Adriano (117-138); una maravilla del mundo de la
arquitectura en estricto sentido literal, cuya cúpula, con un vano de
más de 43 metros de diámetro interior, representó en la tierra a lo
largo de toda una era la primera y más grande construcción autén
ticamente esférica: ni siquiera los arquitectos de San Pedro se atre
vieron a superar el diámetro de luz de la gigantesca cúpula anti
gua185. La historia de las desafortunadas edificaciones anteriores que
se levantaron en el mismo lugar muestra que en el caso del Panteón
se trataba de construir un templo con cubierta teológico-celeste
muy delicada, sobreelevada: el templo de los Siete Dioses de los Pla
netas, construido a comienzos de siglo por el cuñado de Augusto,
Agripa, fue destruido por el gran incendio del año 80, y la recons
trucción de Domiciano que le sucedió, por un rayo en el año 110. Si
375
Jorge Guillén, Cántico
Trajano y Adriano emprendieron en tan corto plazo un tercer in
tento de renovar el santuario central de la teología romana de los
dioses del destino, es porque estaba en el aire la intención de cons
truir esta vez un edificio que afrontara los humores de los elemen
tos con más éxito que sus predecesores y que arrancara el beneplá
cito del todo para su construcción y conservación de modo más
convincente que las edificaciones anteriores.
De este modo, en el lugar, en la dedicación y en la prehistoria
-rodeada de dudosos omina- del Panteón confluyeron los ingre
dientes para que surgiera un extraordinario programa de arquitec
tura y teología. Que el monumentalismo imperial quiso ofrecerse
aquí un monumento es algo que el propio resultado manifiesta de
manera imponente y que lo que se pretendía construir era, además,
un edificio que se alzara ante los ciudadanos de la ecúmene como
lección política y como manifestación arquitectónica de una con
cepción del mundo insuperable: eso era asunto decidido en el
acuerdo entre los dos emperadores que encargaron la obra y su ar
quitecto, el sirio Apolodoro de Damasco. La operación del Panteón
se aprovechó del favor de un momento en el que la arquitectura y
la teología querían aventurarse juntas en un proyecto inaudito.
Las premisas generales del compromiso se remitían a mucho
tiempo atrás: los griegos habían matematizado el cielo y lo habían
entreverado con el simbolismo interconector de una geometría es
férica precisa; los romanos habían reunido en un grupo los dioses
de los planetas y los habían elevado a la categoría de protectores y
vigilantes de la asignación del destino a cada uno de los mortales;
los emperadores, finalmente, habían incautado el cielo como re
curso de fortuna para el imperio y completado el mare nostrum con
un coelum nostrum. De la síntesis de estos requerimientos a lo envol
vente nació el acontecimiento-edificio Panteón, que ha de ser con
siderado todavía como la introducción más resuelta a la esencia,
problema y logros de la philosophia perennis. Presenta un caso de eso
que -según la feliz formulación de un autor contemporáneo- me
rece ser descrito como «soluciones romanas a problemas griegos»186.
La translatio philosophiae ad romanos se convierte en el Panteón en un
hecho plausiblemente consumado, por más que a Heidegger se le
376
ocurriera que podía tratar peyorativamente la contribución romana a la historia del pensamiento, y por más que la mayoría de los re presentantes gremiales se complazcan en la idea de que se puede ig norar el Panteón y seguir siendo filósofo. Puede mostrarse fácil mente que se trata de un error, puesto que para ello sólo es necesario probar que la idea filosófica del todo puede explicitarse no sólo en escritos, sino también en forma de edificio. Hasta la in novación del platonismo por Plotino, la panteología romana, como teoría inmanente del edificio singular, representaba la cumbre del pensamiento en su época.
El Panteón es el resultado del encuentro de dos ambiciones de soberanía: una de ellas cesarista y la otra académica. Por lo que res pecta a la pretensión de los filósofos de pensar el todo en los con tornos de una forma clara, invulnerable, concluyentemente bella, ya Platón y sus sucesores y rivales, hasta el estoicismo, dijeron lo ne cesario. Incluso en la época de su mayor éxito político, los romanos tuvieron que dejarse instruir por el pensar heleno del círculo y la es fera. Por lo que respecta a los Césares, que habían asumido la he rencia de la victoriosa, demasiado victoriosa, República romana, fueron obligados por el espíritu de su cargo a reflexionar sobre el mantenimiento de la cohesión de una gigantesca periferia a través de un centro que reuniera e irradiara poder, y el resultado de esas meditaciones cesaristas sobre la analogía entre ciudad y orbe terrá queo suponía una disposición creciente a compenetrarse con el sol, o el Dios, que actúa, omnivivificante y omnirresponsablemente, de rramándose en derredor.
El Panteón consdtuye el punto medio entre esas dos fórmulas de soberanía. Pues si el extraordinario edificio, de un lado, atestigua con medios geométricos y macrosferológicos algo del misterio de la producción filosófica de espacio, se atribuye, de otro, a una crea ción urbano-imperial de espacio que entiende todavía el dominio del mundo como éxito de expansión doméstica y considera la vida del César como una misión de guardia o de vigía del ámbito del mundo dominado por los romanos.
Cuando, bajo tales premisas, los Césares discutieran con los filó sofos sobre el mayor signo posible del mundo, tuvo que entrar en
377
Corte transversal del Panteón.
juego una tercera fuerza, cuyo cometido fuera ofrecer a ambos par
tidos representaciones sensibles de sus pretensiones teológico-espa-
ciales y ontopolíticas. Esa fuerza no podía ser otra que la arquitec
tura, que más que aprehender en ideas su tiempo, lo que hace es
aprehender en edificios las ideas del tiempo. El ingeniero militar y
arquitecto Apolodoro de Damasco hizo posible el momento estelar
del pensamiento constructor cuando consiguió ganar a Trajano, y
más aún a su sucesor Adriano, para la causa de la edificación de un
templo esférico sin par. La proposición hegeliana de que lo racio
nal es real y lo real es racional tiene validez en la arquitectura con
preeminencia respecto a cualquier otro ámbito, pues es en ella
donde adquieren por primera vez espesor material las ideas de or
den de estructura lógica y geométrico-ideal. En el cemento romano
(opus caementitium), del que está hecho el núcleo de los muros y la
cúpula del Panteón, se realizó concretamente el concepto esférico.
Más allá de todos los modos nacional-romanos de sentir, Apolo
doro, el oriental filosóficamente formado, había entendido que des
pués del hacerse-imperio del mundo le correspondía el turno al ha
378
cerse-edificio del globo perfecto, y que sólo con esta realización ló gico-arquitectónica la imperialidad del imperio podía llegar a su plena expresión. En alianza con el helenófilo Adriano, y aplicando medios arquitectónicos, Apolodoro consiguió lo mismo que, según san Agustín, había conseguido un siglo antes Virgilio con su epope ya: el rearme simbólico de un gran espacio político, que se había consolidado militarmente antes de que ningún romano pudiera de cir qué habría de significar metafísicamente ese monstruo de poder.
Así, el arte del arquitecto preparaba el foro donde pudiera cele brarse la cumbre bilateral entre cesarismo y filosofía. Gracias a su audacia arquitectónica, que impresiona aún después de milenios, Apolodoro aventuró la tesis de que la arquitectura estaba en ese mo mento tan adelantada que podía medirse a la misma altura con las dos cumbres de la idea del mundo a la vez. Contentaba el lado ce sáreo con una idea arquitectónica que correspondía a las preocu paciones domésticas del imperio y de su guardián con formas es trictas y monumentales; al concepto filosófico le daba lo suyo al aceptar el reto de demostrar que la esfera ya no sólo podía ser cons truida como modelo a mano para estudios matemáticos y astronó micos, sino que también podía realizarse como gran templo y como símbolo formal construido de la amplitud cósmica. Sin duda fue Apolodoro el genio de la empresa, porque entendió cómo explicar la metafísica de la esfera a los señores del Palatino y dio ánimos a su emperador Trajano y a su sucesor para el gesto sin par de hacer ve nir a Roma el universojunto con todos sus dioses. (Parece que hu bo tensiones con Adriano, que llevó adelante la obra y la completó; algo comprensible después de que el emperador se identificara tan to con el proyecto que pretendía que le consideraran como el au téntico arquitecto; Dion Casio asegura incluso que Adriano hizo sgusticiar al gran arquitecto tras la terminación del Panteón; pero otras fuentes parecen contradecirlo. ) La necesaria sangre fría para esa sugestión no la habría logrado Apolodoro si no hubiera podido asegurar con buenos motivos al emperador, que acometió la em presa, que entretanto ya era técnicamente posible (con ayuda del hormigón y de una técnica avanzada de encofrado187) construir el cielo mismo, en tanto cielo-cobertura.
379
A la vista del edificio del Panteón hay que tomar en sentido lite
ral el giro «construir el cielo». Con la cúpula no sólo realizó Apolo-
doro la semiesfera más perfecta que se hubiera intentado jamás en
ese orden de magnitud, sino que, además, perfiló la invisible se
miesfera inferior del cielo, cuyo polo sur roza exactamente el suelo
de la nave, de modo que el diámetro de la cúpula de 43,30 metros
define también la altura de la sala. En estas proporciones métricas
se manifiesta la esencia filosófica del edificio: también el concepto
aristotélico de uranós o de cosmos se consigue abstrayendo de la vi
sión la semiesfera azul claro que hay sobre nuestras cabezas, y com
pletándola hasta convertirla en la representación del globo total del
mundo, tal como lo vería un Dios externo. Exactamente esto es lo
que se cumple en el Panteón por eljuego de conjunto de la cúpula
superior, visible y construida, y la inferior, invisible y no construida:
la primera, tomada ella sola en sí misma, representa el cielo de la vi
sión ingenua, y ambas en conjunto, el cielo de los filósofos, el uni
verso. Quien quiera entender el Panteón tiene que hacerse cargo de
ambas cúpulas simultáneamente: hay que apreciar su diferencia y
considerarla, a la vez, superada. Entonces consigue el ojo espiritual
la perfecta esferoscopia en ese templo de la geometría del ser.
Así pues, en su vista interior, el Panteón no es otra cosa que el
globo que soporta en sus hombros el Atlas Farnesio, traducido a un
formato que corresponde a la idea de que el cosmos divino es su lu
gar propio, el que se soporta a sí mismo, y a nosotros en él. Con es
to desaparecen las ingenuas figuras de estrellas de la sphaira griega,
que estaba concebida como una vista exterior, y dejan espacio a un
cielo en escalones, totalmente geometrizado, cuya vista se consigue
desde dentro de modo enteramente parmenídeo y anfiscópico. Un
mundo que produce arquitectos y emperadores con tales ideas y
medios ya no necesita atlantes míticos: el globo, que es el todo, se
adapta ahora a la forma sacra de la casa; y por voluntad de los dio
ses, que hablan a los seres humanos a través de éxitos, el nombre de
la casa, que también es el universo, reza en la época de los Césares:
Roma aetema. Por lo que respecta a la linterna, la atrevida abertura
redonda de 9 metros de diámetro en el vértice de la cúpula, hay que
decir que pone en ejercicio un momento platónico triunfal, ya que
380
durante el día deja entrar en la esfera una avalancha de luz, desde arriba y desde fuera, que hay que considerar como el simbolismo per fecto de la trascendencia. Este opeion no pretende ser una ventana por la que miren, seguros, los seres humanos a un mundo enmarcado; es el calvero [Lichtung] del espacio que significa el mundo18.
El Panteón no es sólo una tesis monumental que resume en sí misma el resultado de la cosmoteología antigua; remite también, con tanta claridad como discreción, a la diferencia entre esotérico y exotérico, sin la que en el mundo antiguo no podría haber sabi duría ni saber auténtico alguno. A la maravilla del Panteón perte nece el hecho de que desde fuera no pueda sospecharse lo que muestra dentro; y eso sucede porque, si es verdad que como todo edificio exento ofrece también una vista exterior, ésta es una, sin embargo, que no manifiesta la idea formal interior, sin que por ello pueda acusarse al arquitecto de camuflaje. A la mirada externa apa rece el Panteón como un edificio circular rechoncho, sobre cuya ba se cilindrica se tiende una cúpula rasa, señalada en el tránsito entre pared lateral y casquete por siete anillos escalonados; ante ese nú mero siete no resulta extraño acordarse de los dioses de los plane tas a quienes estaban dedicados los templos predecesores situados en ese mismo lugar. Hay que conceder que tampoco engaña la vis ta exotérica y que ésta mantiene una validez de derecho propio aun que no fuera corregida por la auténtica perspectiva: la contraria, la que ofrece desde dentro. El edificio de Apolodoro paga tributo al hecho de que en Roma, como antes en Atenas y en todas partes, en la época del pensamiento las grandes mayorías se contentan con pa sar por delante de los lugares de la verdad, con no hacer preguntas a las bocas de la verdad y con llegar tarde a las horas de la verdad. La diferencia interior-exterior del Panteón reformula profunda mente la famosa inscripción sobre la entrada de la Academia: que no entrara en ella quien no fuera geómetra. Pero en este caso -qui zá de modo diferente a como sucedía en el jardín platónico- basta con entrar con ojos abiertos en el edificio para, mediante una sim ple mirada en derredor a ese acontecimiento redondo sin par, con vertirse a una vida bajo el signo de la geometría universal.
Desde fuera no puede reconocerse en manera alguna que en el
381
interior se ha consumado algo que habría de cambiar para siempre,
desde la base misma, el estatus del cierre superior del espacio en los
edificios, el sentido mismo de tejados, techos y espacios abovedados.
Aquí no ha sucedido menos que la completa metafisicización de te
jado y techo; al cielo real le ha salido una competencia seria en for
ma de cúpula. Sólo quien entra en el templo abovedado se da cuen
ta de que la cúpula se ha convertido en el mensaje. Ya en el caso de
antiguas construcciones redondas y abovedadas en el Oriente Pró
ximo se había abierto paso la idea de que los tejados pretenden y
pueden llegar a ser más que meras cerraduras herméticas hacia
arriba del espacio construido189. Como demuestran numerosos mo
numentos paleoarquitectónicos, el motivo de la autoenvoltura en
formas uteromiméticas de cobijo es casi tan antiguo como la idea
misma de tejado. Que las casas significan siempre también meta
morfosis del espacio materno: eso es lo que proporciona a la arqui
tectura un puesto tan eminente como el que tiene en el desarrollo
histórico de las fuerzas espaciales de transferencia. Pero sólo con la
cúpula del Panteón se produjo la brecha que lleva a la poética ra
cional y a la metafísica del espacio abovedado de modo tan triunfal
y concluyente que a nadie que no haya contemplado y comprendi
do el cielo de cajitas del templo-cosmos romano se le permite ya la
pretensión de saber qué pueda ser altura espacial construida.
Todas las construcciones posteriores de cúpulas en la cultura
europea, desde la cúpula de Brunelleschi de la catedral de Floren
cia, o la cúpula de San Pedro de Roma y San Pablo de Londres, has
ta las salas de lectura abovedadas de la Bibliothéque Nationale y de
la British Library, sólo pueden comprenderse como comentarios y
contrapropuestas a la tesis filosófico-espacial de la cúpula del Pan
teón. No es casualidad que la discusión sobre cúpulas más intensa
de la historia de la humanidad, la controversia sobre la coronación
del nuevo edificio de San Pedro, cuya construcción comenzó en
1506 con la colocación de la primera piedra y (por lo que respecta
a la cúpula) fue terminado por Giacomo della Porta y Domenico
Fontana en 1592 según planos de Miguel Ángel (1475-1564), comien
ce con bosquejos arcaizantes del primer arquitecto Donato Bra
mante: en ellos puede reconocerse una réplica directa de la maciza
382
Grietas antiguas en la cúpula del Panteón.
cúpula del Panteón, asentada sobre columnas; algo que, a causa del
peso, hubiera resultado técnicamente irrealizable. La historia del
problema de la cúpula de San Pedro es la marcha o banco de prue
bas del racionalismo constructivo moderno. Bajo el punto de vista
de la moderna producción de espacio, no es menos interesante que
el giro copemicano simultáneo en cosmología. Pues la deslimita
ción del espacio hacia fuera no es en absoluto más dramática que su
embovedamiento en los grandiosos simbolismos espaciales de la
edad moderna incipiente. Mientras que la vieja cúpula del Panteón
podía reposar todavía sobre un cilindro mural de dimensiones casi
telúricas, las cúpulas de la edad moderna tienen que contar con el
agravante de no poder apoyarse en muros macizos cercanos al sue-
383
lo, sino, lejos de la tierra y artificialmente, elevarse a alturas gigan
tescas sobre atrevidas construcciones de pilares. En ello puede me
dirse la diferencia entre las pretensiones del constructivismo anti
guo y el moderno.
Pero lo que la Antigüedad y la edad moderna tienen en común
con respecto a las grandes edificaciones al borde de lo imposible es
la experiencia de que nada elevado puede sostenerse o perdurar sin
grietas y peligros de hundimiento. Ya pocos años después del cola
do de la cúpula del Panteón hubo que tapar anchas grietas meri
dianas en ella; la historia de la cúpula de San Pedro es desde el si
glo XVII hasta hoy una historia de experimentos de apoyo. Para
arquitectos e inmunólogos esta experiencia es menos irritante que
para filósofos, pues aquéllos saben de antemano que precisamente
el intento logrado de edificar el cielo conlleva el compromiso de te
ner que apuntalar más pronto o más tarde el cielo construido. (Es
ta es la idea pragmática fundamental del catolicismo de la Contra
rreforma: si Dios quiere que siga existiendo la Iglesia, no dejará que
se derrumbe, a pesar de sus grietas, el edificio romano; y si no quie
re, lo notaremos en que no seremos capaces de superar nuestros
problemas estáticos. ) La temprana ciencia de la estática de la cons
trucción se desarrolló como una cábala matemática para la atención
y cuidado de cúpulas en peligro. Por el contrario, a causa de la fri
volidad y marginalidad específicas de su profesión, los filósofos, des
de que ya no construyen ellos mismos, caen fácilmente en la tenta
ción de sacar de las grietas en los edificios del todo, hechos por otros
arquitectos, conclusiones no conservadoras, sino de«con»structoras.
Si se comprende el Panteón desde su programática esotérica re
sulta admisible la constatación de que sólo la arquitectura romana
realizó en la práctica el pathos de la filosofía griega, consistente en
representar el cosmos como todo bajo el signo de la domesticidad,
debido a que asimiló la casa al cosmos de un modo que los griegos
no hubieran podido conseguir con sus medios. Si el genio griego
-como hizo notar Hegel, elogiándolo- había logrado hacer del
cosmos algo casero, los constructores romanos de la época imperial
lograron hacer de la casa algo cósmico. En el Panteón, cualquier vi
sitante sin previa instrucción ontológica puede meditar sobre la idea
384
tirtiTnui
timS*rr'
r. 'rtintSurlm
Roma como centro del mundo, 1527, grabado.
fundamental de la filosofía antigua: que el ser-ahí del sabio signifi
ca la mudanza de la casa local a la universal. Ycon igual claridad res
plandece desde las cajitas de la cúpula la enseñanza fundamental de
la Antigüedad: que conocer y clasificar es lo mismo.
Con la construcción del Panteón, Apolodoro y Adriano repitie
ron y aclararon a su modo el enigma de la historia de éxitos romana.
Como han acentuado de muchas maneras conocedores de la situa
ción antigua, el dominio universal de los romanos no fue expresión
de un instinto ofensivo imperial, sino el resultado, más bien invo
luntariamente asumido, de un sentimiento de seguridad y domesti-
cidad hipertrofiado, unido a una voluntad histerizada de lealtad (fi-
des) a los aliados en las fronteras del imperio [Cicerón: «Nuestro
pueblo se ha apoderado ya de todas las naciones para defender pue
blos amigos (sociis defendendis)» (De república III, 23)]. Así pues, el im
385
Jtrk StKidif
pedo surgió de una orgía de domesticidad y sentido de lealtad: en
ello se asemeja a un sistema de filosofía que sólo se aventura al mun
do para vivir tranquila entre las habladurías. Entre los romanos, el
imperialismo es el síntoma de una exofobia general, que se trata te
rapéuticamente a sí misma internalizando todo lo que pudiera es
torbar del exterior.
De modo semejante, el Panteón pretendía terminar con las fuer
zas numinosas de los pueblos extranjeros expidiendo un pasaporte
romano a todos los dioses esenciales de fuera. Mucho antes de que
las universidades europeas y americanas inventaran el título de pro
fesor asociado, losjefes de los teólogos romanos habían descubier
to la función del Dios asociado. El otorgaría las fuerzas numinosas,
reconocidas interreligiosamente, con las que no estar conectado no
parecía aconsejable a los custodios de la estabilidad romana. Como
antes en Mesopotamia, en Roma se desarrolló un sentido de la ne
cesidad de una diplomacia religiosa que mediara entre las diversas
configuraciones del mundo de los dioses. El Panteón fue construido
para todas ellas, ecuménico y con forma de cielo, como una sala de
plenos, con el fin de conjurar en torno a la idea romana de casa to
dos los poderes que merecieran el nombre de Dios.
Este construir-mundo transforma el sentido de inmanencia con
consecuencias permanentes, ya que muestra hasta dónde llega una
imperiotécnica como cosmotécnica. Tal modo de construir a lo
grande y máximo no tiene aún nada que ver con lajactancia arqui
tectónica de la metrópoli en los posteriores Estados nacionales eu
ropeos, que amontonan fachadas cuando les falta una idea real de
mundo y una técnica efectiva de potencia mundial. El Panteón es la
prueba de que el universo se amoldó a la forma de casa, después de
que la casa supiera acomodarse a la forma de universo. Desde en
tonces, la totalidad es actual como tema de una historia técnica uni
versal; es esojustamente lo que actualmente se discute bajo la rúbri
ca de globalización (terrestre). En esa palabra se oculta la cuestión
de si el globo «es» o «sucede» o «se hace».
Enlazando con esas consideraciones, el sentido cosmotécnico de
la cúpula en la antigua Europa puede definirse concisamente: con
fiere perfiles arquitectónicos a la idea de inmanencia universal y de
386
para un lugar en la visibilidad al tema inmunitario de la metafísica
clásica: la mirada a lo gran envolvente, a lo que se cuida de todo y
todo lo mantiene unido. La cúpula sostiene el enunciado de que la
vida humana se desarrolla bajo un principio cooperativo y el cielo
se interesa por los fenómenos que él recubre. Con las cúpulas los
poderosos construyen la utopía de la atención con la que lo claro
superior se vuelve a lo inferior oscuro.
Lo que realmente triunfa en la cúpula del Panteón es una idea
de mundo, orden e inmanencia, cuya alta tensión ontoteológica
pronto contrasta fuertemente con los nuevos sentimientos religio
sos, que desde la periferia del imperio invaden en forma creciente
el centro. Mientras que todavía el emperador hace que se constru
ya un templo de todos los dioses, en el que todo lo que era mero
Dios regional o fuerza natural divinizada ha de poderse incorporar
a una forma de divinidad de rango máximo, por todas partes en el
imperio la gente va abandonando la religión filosófica de la trans
parencia (se podría decir también: la asamblea racional del pueblo
sous Vceil de Vempereur) y entregando su vida a las nuevas religiones
de poca claridad.
Esto es lo que incluye al Panteón, a su modo, en el amplio fra
caso de la filosofía tardoantigua. Pues con su luminosa creencia es
férica, con su totalismo festívojovial, con la sutil distribución de las
cajitas en el interior de la cúpula, que parece anticipar el concepto
pseudo-areopagita de jerarquía, el Panteón representa un verdade
ro sistema de emanación de cemento, que contenía en sí mismo
más inteligencia realizada que la que todos sus visitantes posteriores
aportaron juntos. Poco después de su conclusión el edificio se le
vanta ante los participantes en el culto como una máquina de sentí-
do, que si es verdad que puede utilizarse ritualmente, no podría vol
ver a construirse una segunda vez.
Oswald Spengler captó algo del aura de soledad esotérica que
rodea este edificio, magnífico por sus altas miras y totalmente acce
sible a la vez, en su genial observación de que el Panteón habría si
do la primera de todas las mezquitas190. Spengler conectaba con esa ex
presión su oscura tesis de que en el año 125 Roma ya hacía tiempo
que estaba en vías de salir del círculo del antiguo mundo anímico y
387
de caer en la sugestión de aquella «mágica cultura» que comenzaba
a desarrollarse en Oriente Próximo bajo numerosas asimilaciones
seudomorfóticas de pueblos y culturas extrañas. (Los conocedores
de la obra capital de Spengler saben que el autor dedicó a este com
plejo temático, bajo el título de «Problemas de la cultura árabe», un
libro dentro del libro, del que no se dice demasiado si se califica co
mo culminación de la filosofía especulativa de la cultura en el siglo
XX. ) El cambio de acento del mundo anímico antiguo al mágico ha
bría sido, en definitiva, el responsable de la penetración del Impe
rio romano por una religión seudomorfótica: el cristianismo en su
forma helenizada (que, a su vez, representaba un hermano anímico
del islam posterior, del prototipo de una religión de poca claridad,
que exige sumisión y ofrece devoción y entrega). Lo ciertamente co
rrecto en la indicación de Spengler es al menos esto: que, en la épo
ca del Panteón, Roma experimentaba una transformación del sen
tido de inmanencia y que el modo en el que los dioses manifestaban
su presencia intramundana se veía sometido a un cambio de gran
des consecuencias.
Hay mucho que hablar a favor de que en la visita al Panteón las
masas tardoantiguas ya sólo experimentaban un poco de lo que se
había deliberado y conseguido en la conversación en la cumbre en
tre cesarismo, filosofía y arquitectura. La época pertenecía cada vez
más a los mistagogos y apóstoles, que se dedicaban a la desmatema-
tización del cielo: hoy se hablaría de un reencantamiento del mundo.
A esos agentes de un sentimiento de inmanencia completamen
te transformado, profesamente alógico, telepático, milagro-depen
diente, hay que agradecer que las cúpulas posteriores, sobre todo
las del Oriente bizantino, no repitan ya la forma de construcción
panteológica, que quería erigir un monumento -duradero como
opus caementitiumr- a la participación noéüca del ser humano en el op-
timum formal de la casa del mundo, sino que vayan manifestando de
forma progresiva el cerco por todas partes del espacio humano por
un secreto impenetrable del mundo; Oswald Spengler ha glosado
esto de modo sugestivo por medio del símbolo central, filosófico-es-
pacialmente relevante, de la cultura mágica: la experiencia del
mundo como cueva. Este cambio aclara completamente la diferen-
388
Ceremonia en San Pedro el año jubilar de 1700.
cia entre el Panteón y la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla.
Mientras que el templo esférico romano había proporcionado a la
idea de mundo de la filosofía antigua su autoaclaración última en
forma de cristalización técnico-arquitectónica (en un edificio en el
que se entraba como ciudadano del mundo, procedente de una pro
vincia cualquiera, para salir de él como griego y neófito de la filo
sofía) , la iglesia de la Santa Sabiduría creó una sensación de inma
nencia numinosamente transfigurada y mágicamente cercada (de
modo que no se podía entrar en ella sin convertirse en el acto en
389
árabe ante litteram, en arrebatado debutante en asuntos de encanto
divino, de efecto mágico de Dios).
La suerte que corrió posteriormente el Panteón proporciona al
motivo de la redondez del cielo una nueva interpretación, que apa
rece como una retracción irónico-psicognóstica de la esfera a las
madres del origen: como regalo del emperador Focas de Bizancio,
el Panteón recayó en el obispo romano Bonifacio IV, a quien no se
le ocurrió nada mejor que convertir el edificio en una iglesia ma-
riana, consagrándola bajo la advocación de Sancta Maña ad martyresr,
suceso tan solemne tuvo lugar un día del año del Señor 609. Pero só
lo después, cuando la iglesia fue consagrada de nuevo bsyo el nom
bre de Santa María la Rotonda, sonó la hora más lúcida de la histo
ria del símbolo del mundo, en tanto que la esfericidad pública y
exacta de los metafísicos se volvió a fundir con la íntima rotundez
orgánica del cielo-inmanencia en Nuestra Señora del Ultimo Mes.
La curiosidad cosmotécnica de Santa Sofía, como la de todas las
mezquitas auténticas posteriores, consiste en que ya no está intere
sada en la convergencia filosófica de casa y ser, sino en la equiva
lencia mágica de mundo diáfano y caverna maravillosa. Esto propor
ciona a la arquitectura oriental la ventaja de un absurdo creador,
bsyo cuyo efecto la posterior arquitectura islámica se había de desa
rrollar hasta convertirse en una escuela de las maravillas. Pues, igual
que el Panteón tiene su fundamento tecnológico-teológico en la
fórmula «construir el cielo», la gran iglesia bizantina y la mezquita
lo tienen en el concepto «edificar la caverna del mundo».
El reencantamiento tardoantiguo del mundo introduce también
la construcción en una remistificación del espacio, sin que por ello
la arquitectura, como saber artístico de grandes edificios, pudiera
dejar de seguir su vocación constructivista. Pero la conversión en ca
sa del universo ya no corresponde ahora a la conversión en univer
so de la casa: más bien es la casa misma la que emprende una pere
grinación seudomorfótica y la que se transforma de nuevo en el
amurallado mundo mágico y en la cueva construida de antes. Con
ello, la arquitectura se pone al servicio de una idea contraarquitec
tónica de espacio: se convierte, en principio, en el arte de construir
390
Cúpula de la madrasa
de Shir Dar en Samarkanda.
Santa Sofía, litografía de Louis Haghe (1806-1885)
según una acuarela de Gaspare Fossati.
Sala de lectura de la Biblioteca
del Congreso, Washington.
la maravilla suspensa y la incomprensibilidad restablecida de Dios,
para acabar estancándose, enredada en sí misma, como testigo de
una paralización mágica y de un ya-no-saber-más técnico y cultural:
y como síntoma, además, de un ya-no-ser-capaz-de-más cosmofóbi-
co, que todavía hoy supone en el escenario del mundo, bsyo el nom
bre problemático de «nación islámica», una presencia mortificada o
humillada. Cuando se necesita la cúpula para servir de forma ar
quitectónica a la inmanencia de la caverna, la alta técnica se pone
al servicio de una idea de espacio de condición inferior. Esto puede
conducir momentáneamente a los resultados más encantadores. Pe
ro, a la larga, la cúpula orientalizada se convierte en guardiana de
la somnolencia de una razón estancada.
Cuando, por el contrario, la cúpula se elevó a gran altura sobre
las edificaciones de las iglesias modernas de Occidente, que satisfa
cían la exigencia espacial de la era moderna oceánica, demostró su
eficacia hasta el umbral del siglo X X como emblema, casi universal
mente utilizable, de la problemádca espacial neoeuropea: repre
sentar el mundo movido y descentrado en grandes edificios centra
dos. Con sus cúpulas, pensadas y construidas tanto para una vista
393
Lying in State in the Rotunda: sepelio nacional
del general Dwight David Eisenhower,
capilla ardiente bajo la cúpula del Capitolio,
del 30 al 31 de marzo de 1969.
exterior como interior, los gigantescos proyectos de San Pedro de
Roma y de San Pablo de Londres, que se levantan como torres triun
fales, dieron cabida en sí mismos al ímpetu de la tensión moderna
hacia lo gigantesco. Tras la «era del descubrimiento del mundo y
del ser humano», en ellos se descubre el sentido del clasicismo. Por
lo que se refiere al poder, estilísticamente la era moderna es el in
tento de expresar los volúmenes del mundo de la situación oceáni
ca en los legados formales de la Antigüedad. A esta regla se some-
394
Cúpula del Capitolio
de Washington, vista interior.
tieron prácticamente todos los grandes constructores estatales mo
dernos, desde Luis XV, bajo cuyo reinado se inició la construcción
del más tarde llamado Panteón Parisino («a medias antiguo, a me
diasjesuítico»,Julien Gracq), hasta la iglesia de San Nicolás en Ber
lín y la catedral de San Isaac en San Petersburgo. Y, naturalmente,
también el Capitolio en Washington (por no hablar de los abruma
doramente numerosos capitolios de cada uno de los estados de EE
UU) se debía a sí mismo autocoronarse con una cúpula en estilo
maximalista (la decisión, por cierto, se tomó tras un debate que ca
si tomó la dimensión de un debate constitucional). Con la cúpula
del Capitolio (que responde directamente a la de San Pablo de Lon
dres e indirectamente a la de San Pedro de Roma), acabada en 1864,
todavía durante la guerra civil, la translatio imperii de los europeos a
los americanos es un hecho estilísticamente cumplido, que sólo ha
bía de ser todavía políticamente consumado; la ocasión para esto úl
timo sería la entrada de EE UU en 1917 en la Primera Guerra Mun
dial. Que arquitectónicamente sea una fake, una mera fachada de
piedra sobre un entramado de hierro como soporte, es característi
co del clasicismo washingtoniano en general.
Pero la metamorfosis decisiva de la cúpula no se produjo por
obra de los constructores políticos de las innumerables, más o me
nos retóricas o verborreicas, paráfrasis de un edificio central, que
fueron edificadas en el Viejo y Nuevo Mundo hasta bastante más
allá del umbral del siglo XX (y en cuya línea se movían aún los pla
nos inflados de Hider y Speer para los edificios berlineses de la vic
toria final); se llevó a cabo a partir de los años veinte del siglo XIX
bsgo iniciativa privada y económica: con aquellas espléndidas cons
trucciones de pasajes cubiertos en París, Milán y Roma, en las que,
como Walter Benjamin ha mostrado, la productividad de espacio
del capital moderno realizó su idea más sugestiva hasta entonces.
Los pasajes plasman una idea de interior que ya no expresa la in
manencia del cosmos en un contorno divino inmunizador, sino una
que testimonia la circunvalación de la tierra por el tráfico de mer
cancías y la penetración de todos los contextos vitales por flujos de
dinero. En el pasaje se funden entre sí la piazza, la calle comercial y
el salón bayo el signo de la «mercancía» o del «estilo de vida». Quien
396
Cúpula central de la Gallería Vittorio
Emmanuele II en construcción, Milán 1865-1867.
cuenta con medios suficientes puede satisfacer aquí la necesidad de
prescindir del carácter de pared del cielo construido en favor de una
transparencia simulada. Este es el sentido inmunológico del mate
rial cristal, cuya gran carrera comienza con las cubiertas de los pa
sees, y con el que el dinero, que es el que construye su idea de es
pacio, posee una afinidad tan evidente como profunda.
Sólo con las utopías de cristal edificadas del constructivismo tem-
397
Nuevas galerías comerciales, Moscú, 1888-1893;
desde 1917, grandes almacenes del Estado (GUM);
brazo medianero del pasaje.
Maqueta de la cúpula del Parlamento de Berlín,
Norman Foster, 1998.
prano y con las desenfadadas e ingeniosas arquitecturas-mdoors de
finales del siglo XX, la producción de espacio en las cabezas de los
arquitectos, filósofos y diseñadores de ambientes da un paso decisi
vo más allá de los modelos de la vieja Europa. Así queda libre el ca
mino para grandes espacios reconstruidos que han dejado tras de sí
la contraposición tanto de exoterismo y esoterismo como de cen-
tralidad y descentralidad. En los nuevos espacios se plasma una idea
«ovalada» de espacio, liberada de la dogmática del espacio central
de la vieja Europa191. El siglo XXI, Finalmente, proyectará sus tejados-
mundos más allá de los viejos ideales morfológicos de cielo, casa y
caverna. El ser humano de la Modernidad, que ha de«con»struido
el firmamento y exonerado al cielo de sus funciones tradicionales
de inmunidad, es un inmunizado de otro modo, que por eso vive de
otro modo y construye de otro modo. Ha diseñado sus tejados y pa
redes laterales de nuevo, y suscrito seguros que han cambiado dra
máticamente su postura frente al riesgo universal. Como alguien que
399
Millenium-Dome, en en el recodo
Themse de Greenwich Village,
Londres, vista de enero de 1999.
piensa de otro modo, debía convertirse también en alguien que se
preocupa de otro modo; como mejor asegurado, también es alguien
que puede permitirse una medida enorme de apertura al mundo.
En la era venidera la cúpula se convertirá en signo de la persua
sión de que también el vacío quiere que se lo reconstruya. Puede
que Dios esté muerto, pero la construcción de cúpulas continúa y
con ella el debate sobre el techo apropiado para pender sobre las
cabezas de los seres humanos contemporáneos. Los techos de la
posmodernidad son hipótesis de trabajo para comunidades provi
sionales, y ya no dogmas ontológicos. Parece que el vacío construi
do perfila hoy el horizonte dentro del cual quienes nacen y mueren
han de preocuparse de sí mismos y de sus comunidades. Incluso la
primafacie megalómana Millenium-Dome en Greenwich, Londres, de
Richard Rogers, con la que Inglaterra quiso celebrar su entrada en
400
el tercer milenio, da testimonio del fuerte poder de empuje de esta
demanda político-simbólica de espacio. Una nación entera vibra ba
jo la impresión de una idea de espacio contemporánea y sin em
bargo difícilmente interpretable: según informes estadísticos, pare
ce que en el año 1997, en los periódicos de Gran Bretaña, la palabra
más utilizada (después del nombre de Diana) fue la de dome, cúpu
la192. Los debates sobre cúpulas siguen siendo indicadores de sensi
bilidad colectiva por el espacio. Como desde la época de las mura
llas de Jericó y Uruk, la capacidad constructora y arquitectónica
avanzada sirve hoy para vigorizar la tesis protocomunitaria de que
también en lo muy grande, incluso en lo global, ha de valer el pri
mado del interior. Nada hay en la arquitectura que no haya estado
antes en las ideas de inmunidad.
401
Capítulo 5
Deus sive sphaera
o:
El Uno-Todo que estalla
La esfera es la autoimagen del alma.
Marco Aurelio, Soliloquios II, 12
A cada instante comienza el ser; en tomo a todo aquí, gira la esfera allá.
El centro está en todas partes.
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra III,
«El convaleciente» 2
Cuando mejor se entendió a sí misma, la teología occidental fue
una meditación del centro surreal. Con un empeño tal que roza la
desesperanza, trata de un centro-todo que es imposible que pueda
ser el del mundo. Dado que en el diseño del mundo de la metafísica
clásica Dios y el mundo fueron separados por la primera diferencia,
el centro del mundo real -la tierra, pobre en luz,junto con los seres
humanos errantes sobre ella- y el centro del supramundo -el centro
de superabundancia divino y los bienaventurados espíritus que lo ro
dean- han de distanciarse para siempre. Por ello, la teoría del todo
sólo podía prosperar como teoría en dos partes, incluso en dos len
guas y, en definitiva, completamente escindida. Como cosmología o
ciencia del todo de la naturaleza, trataba del universum, como teolo
gíao ciencia del todo del espíritu, de Dios como fundamento o mis
terio del mundo. Parece natural pensar que ambos discursos pudie
ran componerse en una teoría general unitaria -considerando que
naturaleza y Dios espiritual fueran dos aspectos complementarios del
mismo continuum y sus teorías sólo proyecciones diferentes de la mis
ma realidad total, coherente en sí misma-, pero ello resultó imprac
ticable, a pesar de innumerables manifestaciones solemnes a su favor
y del refinamiento progresivo de sus repeticiones.
403
Desde un punto de vista moderno se ofrece una buena oportu
nidad de reconocer que los cosmólogos de la antigua Europa y los
teólogosjudeo-greco-cristianos en ningún momento hablaron de lo
mismo al tratar de lo que llamaban lo uno y el todo, a pesar de que
ambos partidos eran expertos en la totalidad y a pesar de la tenaci
dad que pusieron en su intento de hacer converger sus discursos.
Es
verdad que podría haberse encontrado un fundamento formal pa
ra la armonización de la teoría del todo del mundo y la teoría del
todo de Dios en la estructura de ambas totalidades -en el parentes
co de sus concepciones morfológicas fundamentales-, porque am
bas, conforme a sus interpretaciones clásicas, pueden concebirse
siempre como una única esfera infinitamente perfecta, y parece jus
tificable esperar que dos proyecciones diferentes de una esfera má
xima signifiquen de hecho sólo una y la misma. Pero este supuesto
se revela engañoso, y el análisis de ambas esferas máximas mostrará
que es imposible que puedan ser la misma: sí, que el ensamblaje de
una en otra -procurado incesantemente tanto por la philosophia
perennis como por la teología especulativa- sea realizable no sin im
plicaciones absurdas. Está claro que el Dios de los morfólogos tenía
ganas de mofarse a la vez de teólogos y cosmólogos en tanto se le
ocurrió presentarse en dos totalidades incompatibles, como si qui
siera violentar la proposición autoevidente máximum est unum, que
sugiere que habría un máximo, y sólo uno, que sería, únicamente él
y sin rival, el Uno-y-Todo.
Recordemos: Platón y Aristóteles tuvieron un éxito rotundo, en
principio, en su intento de demostrar que entre las muchas esferas
posibles sólo puede haber una que actualmente sea la omnicom-
prensiva. Platón había enseñado expresamente que el demiurgo no
había producido dos o innumerables cosmos, sino sólo uno, que en
su abundancia y completud representa una singularidad aislada (ere
mos) y engendrada como única (monogenes). Con los escolarcas ate
nienses toma forma el argumento decisivo para la posteridad de
que el máximo sólo puede ser uno y de que, por ello, todas las co
sas que existen corporalmente están reunidas dentro de un contor
no máximo, el de la cúpula real del cielo: Lo máximo es uno y único,
una tesis cuya sólida formalidad se impuso desde la Antigüedad has
404
ta los idealistas modernos, pasando por el Cusano. Si el mundo es la
totalidad de lo que está rodeado por un límite extremo, sólo puede
ser, en consecuencia, uno y único, dado que el concepto de lo má
ximo incluye necesariamente la integración total. Así, el cosmos de
los filósofos, generado y animado por el logos, se promueve hasta
convertirlo en la mayor de las totalidades y en la totalidad de lo en
volvente.
No obstante, para teólogos en la estela de Platón está claro que
Dios, por su parte, ha de superar y abarcar de modo incomparable
el mundo y todo lo que hay en él. Le corresponde la autoría en una
esfera-todo aún más poderosa, aunque de índole completamente
diferente: una esfera de todas las esferas, hiperfísica, noética, ener
gética, erótica, a la que sólo se puede llamar espacial en sentido im
propio, y en cuyo centro -aunque ¿qué significa centro en la su-
perespacialidad? - él, plenamente activo y omnisciente, goza de sí
mismo sin medida ni oposición alguna. Dios rodea todo y nada le
rodea a él mismo, dice el Pseudo-Areopagita, y con ello se expresa
claramente su superioridad en magnitud tanto espacial como hi-
perespacial. Si esta réplica de los teólogos idealistas posee un fun
damento válido -y desde el punto de vista inmanente hay mucho
que habla en favor de esa concesión-, no pueden ser una y la mis
ma la esfera de los doctores aristotélicos en naturalia, el cielo-mun
do que tolera la tierra en su centro y la «esfera»-Dios matemático-
mística, de la que proviene todo y que contiene todo dentro de sí.
Tampoco consigue quitar de en medio la contraposición intran
quilizadora de ambos proyectos máximos la famosa construcción
auxiliar de la idea metafísica de unidad, la de la analogía entis, que
permite al mundo, semejante en lo desemejante, seguir al Dios in
finitamente superior a una distancia sumisa.
Por lo que respecta a sus planteamientos y resultados, la teoría
de Dios y la teoría del mundo siguen siendo proyectos profunda
mente diferentes, por más que ambos -engañosamente semejantes
en sus formas expresas- se lleven a la práctica defado como teorías
de esferas de máximo rango. Con su principio dens sive natura, fue
Spinoza el primero que mostró cómo, si se está dispuesto a sacrifi
car la trascendencia, puede retirarse de la cartelera la comedia oc-
405
Imagen del mundo seudo-teocéntrica.
Nicolás de Oresme, Livre du ciel et du monde, 1377,
manuscrito de una traducción con comentarios de De coelo
de Aristóteles, hecha para Carlos V. El ilustrador lleva a cabo
una inversión del cosmos aristotélico: las siete cubiertas
de los planetas se abovedan de modo cosmográficamente
irregular en torno a Dios en lugar de en torno a la Tierra,
con la cubierta de las estrellas fijas y la de Saturno dentro,
y la de la Luna en el margen exterior.
cidental de la doble teoría. Por muy grande que sea la tentación de
identificar ambos constructos esféricos -el cosmológico-inmanente
y el ontoteológico-trascendente-, manifiestan disonancias substan
ciales ante las que ha de fracasar cualquier intento de unificación.
Sólo por un interés institucionalizado en consonancia y convergen
cia ha podido crearse la ilusión de que la ciencia escolástica greco-
cristiana llegó a constituir una unified theory, comprensiva de Dios y
mundo, y de que con ello alcanzó algo que podría calificarse de
imagen global coherente de lo existente y supraexistente o de siste
406
ma metafísico integrado. Sólo se necesita leer un poco más lenta
mente de lo habitual los textos oportunos para convencerse de que
no puede decirse tal cosa. En realidad, la llamada onto(cosmo) teo
logía de la era metafísica, a cuya engañosa homogeneidad pagó tri
buto incluso Martin Heidegger con su intento -superfluo de he
cho- de «destruirla», está escindida desde su fundamento. En su
base se manifiesta la diferencia insuperable entre dos proyectos de
totalidad esféricos, caprichosos y nunca realizables concéntrica
mente, en cuya ensambladura en el complejo de la llamada «meta
física» -si se considera a la luz correcta- no hay nada que destruir
porque ya falla como constructo.
Todos los intentos de hacer coincidir los centros, contornos y ani
llos interiores de las dos sublimes esferas de totalidad estaban con
denados al fracaso por cuestiones de principio, aunque el paralelis
mo de los retóricos entre Dios y mundo contribuyera desde el inicio
a velar la discrepancia de las cosas. Por ello, la metafísica clásica ni
necesita ni es capaz de una destrucción o de«con»strucción, dado que
ya una reconstrucción bienintencionada, aunque no torpe, desvela
con deslumbrante o, si se quiere, trágica claridad la inviabilidad del
proyecto metafísico: la disposición concéntrica e inconsútil de la es
fera del mundo y la esfera del supramundo, una en otra.
Así pues, lo que sería necesario n o es tanto una crítica del cen-
trismo como tal cuanto una diferenciación suficientemente cuida
dosa de los centros y de las periferias correspondientes. A partir de
ella resultaría claro que toda la tradición metafísica reposaba sobre
una confusión interesada entre espacios de trascendencia y de inma
nencia, es decir, sobre la confusión entre dos centros completamen
te diferentes y sus contornos. Hay que admitir que esta diferencia no
es fácil de captar para pensadores que, afirmativa o subversivamen
te, están bajo el embrujo de la tradición. Incluso el Cusano se dejó
obnubilar gustosamente por el espejismo constitutivo de su época,
que necesitaba soñar con el abrazo de la tierra por el cielo; por ello
enseñó, tan convencional como inútilmente, algo imposible: el
con(ex)centrismo del globo del cosmos y del globo de Dios, o, lo
que aquí significa lo mismo, el encierro redondo de toda inmanen
cia en una trascendencia envolvente:
407
Tfcrtmo
O í Lprincipiochemuouequefterote
O
Sono inaliigenae lepante.
MVKSIT
fi pánapioíbcmouc. KiSi'S
•ngclímoijam4Wcidi. t ukiccbctpwnopioaoc Ucagtfcmué
Esfera-mundo geocéntrica,
de una obra de Cecho d’Ascoli, Viena 1516.
Así pues, quien es el centro del mundo, a saber, el Dios bendito, es el
centro de la tierra y de todas las esferas y de todas las cosas del mundo, y es
alavezelcontornoinfinitodetodo1*
Obviamente, cosas así pueden escribirse, pero resulta imposible
pensarlas; y por una razón que en lo que sigue se presentará con
una nitidez que no conoce ninguna de las historiografías de la filo
sofía hasta ahora: la discrepancia entre la interpretación teoperifé-
rica y la teocéntrica del mundo -se podría decir también: entre la
ontología aristotélica de la majestad (Dios arriba) y la doctrina pla-
tónico-plotínica de la emanación (Dios en el medio)- es de un ma
terial más duro que cualquier afán de armonización de los sistemas.
No se puede construir el todo al mismo tiempo a partir de la tierra
y de Dios, y quien, a pesar de todo, lo intenta tiene que simular con-
centricidad donde de hecho no puede haberla. Qué o quién sea
efectivamente «el centro de la tierra» en el espacio de la imagen de
mundo medieval, lo pondremos de manifiesto después en el capí
tulo sobre las «Antiesferas» con un análisis fundamental satanológi-
co; y de qué equívocos ha de valerse uno para pensar a Dios como
el «centro de todas las esferas» es algo que puede mostrarse con de
talle en el Cusano mismo, considerando su tratado De ludo globi.
La confusión sobre el sentido de centro en el pensamiento alto-
medieval alcanza hasta los últimos niveles de la interpretación de
Dios y mundo. La «metafísica occidental» no habría podido mante
ner su consistencia en el punto decisivo sin un tejido espeso y elás
tico de autohipnosis piadosas, apoyado por un sistema de ideas fic
ticias institucionalizadas, que corresponde con precisión a lo que
hoy se llama discursos (según Foucault: rutinas del decir-cosas). El
precio de la libertad medieval de pensamiento, que sólo era posible
como licencia para la teoría en los límites del dogma, fue que había
que mantener latente el bifocalismo de la «imagen de mundo» y que
no se podía mantener diálogo explícito alguno sobre las contradic
ciones entre el emplazamiento geocéntrico o teocéntrico de pro
yección dentro de la burbuja de ilusión de la philosophia perennis.
La profundidad de la edificante confusión se muestra, entre otras
cosas, en que todavía el hombre loco de Nietzsche, que creyó anun
409
ciar la muerte de Dios, es víctima de la confusión de centros, sin si
quiera imaginar que en su intervención tendrían que haberse dis
tinguido dos conceptos radicalmente diferentes del Uno-y-Todo.
Cuando el hombre loco, en el ominoso parágrafo 125 de La gaya
ciencia, plantea sus preguntas excéntricas: «“¿Qué hemos hecho al
desprender la tierra de su sol? ” “¿Hay todavía un arriba y abajo? ”
“¿No vamos errantes como a través de una nada infinita? ”», por el
tono y contenido habla inconfundiblemente de la pérdida de la peri
feria que para la humanidad poscopernicana acompaña la despedi
da del aristotelismo en cosmología. Aquí se guarda duelo por la eva
poración del cielo de las estrellas fijas, cuya distancia desencadena
el shock del infinitismo. El pathos de las preguntas de Nietzsche de
lata cómo ha afectado la descentralización de la tierra y la liquida
ción de las cubiertas al sistema de inmunidad psicocósmico de la an
tigua Europa: «¿No nos llega el aliento del espacio vacío? », «¿no
hace más frío? ». Con tales expresiones parece como si el nihilismo
ronde ahora todas las puertas de las casas; el giro de la tierra se in
terpreta como una centrifugación fatal que nos lanza a un frío eter
no; que al cielo le falte la ultima cúpula ha de significar inmediata
mente la pérdida de seguridad de la vida. El agitado mensaje es fácil
de comprender: crece el desierto, el punto de orientación se ha per
dido, el exterior lo toma todo y ya sólo puede encontrarse sentido
en sistemas de autocobijo radicalmente artificiales, diseñados en con
tra de la falta de suelo objetiva (ya sólo puede encontrarse sentido
en una construcción-arca de segundo grado).
Pero: cuando el hombre loco proclama la muerte de Dios de un
aliento, habla de algo completamente diferente, a saber, de la pérdi
da del centro que se siguió del repliegue de la teología moderna de
posiciones platónico-plotínicas. Que Nietzsche gustara de presen
tar esta segunda pérdida como consecuencia de un crimen perpe
trado con lo supremo, mejor, con lo máximo, puede considerarse
una histerización tolerable en cuanto manifiesta conciencia de lo
agudo y delicado de la cuestión sucesoria. Pero el hecho como tal
resulta problemático, pues ¿con qué punta del círculo se habría
apuñalado al punto medio absoluto? Se impone ahora una doble
tarea: hacer que la tierra ruede fuera del centro del cosmos aristo
410
télico-tolemaico y extinguir el origen de toda luz en el centro de la
esfera neoplatónica de Dios; se trata de dos operaciones funda
mentalmente diferentes, cuya no distinción ha de llevar a aprecia
ciones confusas en todos los ámbitos implicados. No en último tér
mino se decide ante esa cuestión el propio sentido de Modernidad:
¿Se trata de una era posmetafísica, como se propala desde la altura
de todas las cátedras, o de una era metafísica-de-otro-modo, que
aún no se entiende bien a sí misma? ¿Se ha vuelto imposible en ella
la ontología en general, como no se cansan de decir los pensado
res precipitados, trascendentaltas y constructivistas, o es sólo que
ha cumplido ya su tarea un tipo histórico de pensamiento ontoló-
gico? ¿Ya ha dicho su última palabra, en general, el pensar filosófi
co, de modo que tendrían razón los teóricos de la alienación cuan
do miran al pasado con melancolía omninecrológica, o es, más
bien, que el viejo amor a la sabiduría ya está en camino de darse
una nueva forma histórica, digamos: la de un arte racional trans-
génico? Parece que el sentido de Modernidad mismo dependiera
de la interpretación de la catástrofe de las esferas metafísicas y, con
ello, de que uno se manifieste sobre si lo que ha de darse por per
dido es el centro o la periferia, o ambos, y qué centro, y qué peri
feria de qué esfera194.
Sin embargo: que todas estas posibles pérdidas signifiquen en
definitiva lo mismo es una convicción que se hace valer en las tra
diciones, tanto conservadoras como modernas, desde la edad mo
derna hasta hoy. Esta confusión viene de lejos, sus comienzos se re
trotraen al clasicismo griego, y toda la Edad Media está bajo su
signo. Que incluso Nietzsche cayera todavía en ella muestra la soli
dez de la ilusión antiguo-europeo-católica, que hubo de mantener
en vigor a cualquier precio la afirmación de que, si se consideraban
las cosas desde puntos de vista superiores, la esfera del mundo y la
de Dios sí estaban construidas de algún modo concéntricamente,
por no decir en unidad conjunta, tal como pretendía sugerir aque
lla frase del Cusano, que suena tan precisa, pero que lógica y obje
tivamente resulta completamente desesperanzada. La tesis de la
identidad, efectivamente, tenía que ser válida para que permitiera
suponer, con visos de éxito, que el apartamiento de la tierra del cen
411
tro del cosmos significaría metafísicamente lo mismo que la eva
cuación de Dios del centro del ser.
Pero esto es una sugestión sin apoyo objetivo. En realidad de ver
dad se trata de dos descentralizaciones toto coelo diferentes, a cada
una de las cuales corresponderían nuevas modalidades completa
mente diferentes de proveer la ocupación del lugar central, o de
dejarlo vacío. No han faltado a la Modernidad candidatos para apro
piarse de ambos centros vacantes del todo: la materia, el ser huma
no, el sujeto específico, la vanguardia, la raza, la estructura, el in
consciente, el capital, el lenguaje, el cerebro, los genes, la masa de
la explosión primordial. De todo esto, y de más cosas, se ha habla
do ya como fundamento y centro dominante, y cualquier cliente del
mercado desregularizado de sentido pudo decidirse á son goüt por
su apriori. Se ha intentado como nunca comprender de cuál siquie
ra de los centros a ocupar se trataba.
La historia de las ideas de los últimos doscientos años es, por
ello, la era de las luchas por la sucesión hereditaria en los centros
problemáticos de totalidades en apuros: es comprensible que ello
desemboque en propuestas pacifistas de relajarse, por fin, en una
«cultura sin centro»195. No es que no se pudiera comprender por
qué en este campo -inabarcable, debido a su ángulo extragrande-
la Ilustración resulta un negocio lento y cómo es que aquí se alcan
za poco sin una especie de observación orbital desde fuera y sin
visiones de conjunto radicalizadas. Pero, hasta que aquí se haya ins
taurado un mejor saber en un frente más amplio, los horribles sim-
plificadores y restauradores salmodiantes conservan su público des
valido, a conveniencia, en sus manos. Unos recurren a un Aristóteles
que satisface del mismo modo a arzobispos y socialdemócratas, los
otros vuelven a barnizar vestigios barrocos de la phihsophia perennis
para el público nostálgico. La intervención más conocida en este
campo la ofreció el delirante católico Hans Sedlmayr con su escrito
acusatorio, crítico de la Modernidad, La pérdida del centro. Las artes
plásticasdelsigloXIXy XX comosíntomay símbolodeltiempo(1948),enel
que lamentaba la pérdida de un centro del que nunca se pudo de
cir dónde estaba ubicado en realidad. (Así y todo, Sedlmayr ilustra
una vez más lo que era y pretendía el aristotelismo católico, cuando
412
achaca a la arquitectura moderna su desligamiento «de la base te
rrestre», ejemplarmente materializado en el proyecto de Ledoux
para la esférica Casa de los vigilantes del vestíbulo en Maupertuis [1775-
1780], que por su forma puramente geométrica vulneraba las leyes
de la existencia sublunar; en general, Sedlmayr advierte en la Mo
dernidad una tendencia inequívoca al desarrollo de «esferas inhu
manamente puras», lo que desemboca finalmente en una acusación
de autoendiosamiento y satanismo. ) Pero, Sedlmayr o anti-Sedlmayr,
la confusión sobre el sentido del centro y de su pérdida en la Mo
dernidad es más o menos igual de grande en todos los campos.
Si se quieren diferenciar claramente las dos figuras clásicas de lo
omniabarcante, la esfera del cielo y la esfera de Dios, basta mirar a
sus centros. Inmediatamente aparece la diferencia irreconciliable
entre el proyecto esférico geocéntrico y el teocéntrico. Esta dife
rencia es la que sabotea desde dentro y para siempre el propósito
teórico más sublime de la antigua Europa: el de dar una forma ló
gica al hén kaípán.
Como se explicó en el capítulo anterior, en el primer diseño de
la gran esfera el centro lo ocupa lo ultimum y pessimum ontológico:
topamos en él con la tierra, habitada por seres humanos mortales, y
con sus entrañas subterráneas, el infierno, caracterizado como el
polo negativo del universo y el lugar de mayor separación posible
del Dios de las alturas. A la cosmografía geocéntrica le resulta inhe
rente un infernocentrismo estructural: el anillo más interior del in
fierno en el núcleo de la tierra, donde un Satán de tres caras (con
tratrinitario) deja caer sus lágrimas desde seis ojos monstruosos en
el propio hielo eterno, constituye el monumento conmemorativo
de esa concepción del punto central absoluto del mundo físico.
Que la tradición le haya llamado también el príncipe del mundo
significa una consecuencia cosmológicamente correcta del agravio
aristotélico a la tierra.
Del Satán en el hielo hay que aprender lo que en última instan
cia significa ser-en-el-mundo según la interpretación católica: el de
monio no ha perdido el centro; lo es él mismo.
413
\nitAJ sí
Prmctpi
Tcrmmuj
Fons cJJi
Acíujf»
Em cfU\
Natura, tu
Cosmos en espiral de 22 escalones, que corresponden
a las letras del alfabeto hebreo. Este esquema, extremadamente
teoperiférico, sintetiza en una única serie el sistema areopagítico
de emanación (la emanación de las nueve inteligencias-ángeles
de Dios, 2-10, acto seguido el cosmos aristotélico de cubiertas,
11-18, finalmente los cuatro elementos, 19-22). La degradación de
la tierra (Terra, 22) mediante su doble determinación como elemento
y como cuerpo central y más alejado de Dios es evidente en este
híbrido diagrama. La esfera negra insinúa la existencia de una
segunda construcción, en este caso teocéntrica. Tomado de
Robert Fludd, Historia del macrocosmos y del microcosmos, 1617.
En torno a este depravado centro del mundo, el polo negativo
subterráneo, la superficie de la tierra, después de todo, conforma
una cubierta firme, iluminada, abierta al cielo: un medio sobre el
que se va realizando la vida humana, amenazada por el pastoso
abismo del mal, pero atraída, a la vez, por seductores más altos. La
onto-topología clásica no deja de repetir su axioma: que el lugar del
hombre es el «entre». En él actúan sin cesar las fuerzas vectoriales
de abajo y arriba. En tomo a esa esfera terrestre, conformada por la
fuerza de gravitación de la muerte y por la fuerza ascensional de la
esperanza, y a sus cementerios bajo la luna, se van depositando re
giones etéricas de mayor dignidad, una sobre otra, a partir de su sa
télite hacia arriba. En el esquema simplificado de ocho peldaños: las
cubiertas de la luna y del sol, después las cubiertas de los cinco pla
netas, y sobre ellas la esfera de las estrellas fijas, por la que el mun
do etéreo planetario limita con el cielo empíreo, el reino de los es
píritus bienaventurados.
El ejemplar viaje de Dante al cielo, ampliado a una secuencia
de diez peldaños, responde en lo esencial a este modelo geocén
trico; conduce, primero, al cielo lunar, habitado por bienaventu
rados que no pudieron cumplir una promesa; después, al cielo de
Mercurio, donde residen los héroes del honor, y al de Venus, don
de han encontrado su residencia permanente los amantes decen
tes; sobre éste se arquea el cuarto, la esfera del sol, poblado muy
oportunamente por teólogos con claridad de ideas, que durante su
vida ocultaron b¿yo hábitos sus cuerpos a la luz, pero que ahora, a
cambio, los doran ya transfigurados en un eterno baño de sol. Si
guiendo hacia arriba el poeta llega al quinto cielo, formado por la
cubierta de Marte, en la que están reunidos los mártires en tanto
héroes de guerra de la fe; después al cielo de Júpiter de los prínci
pes buenos y, finalmente, al cielo de Saturno de los contemplati
vos. Sobre éste se expande la octava bóveda, el cielo de las estrellas
fijas, al que sólo rodea, a su vez, el último receptáculo, el cielo de
cristal: éste, por sus propiedades translúcidas, fue postulado por
los doctores como el llamado primer diaphanum, para que la luz di
vina pudiera afluir desde arriba al cosmos físico196. Sobre la nonei-
415
dad de los espíritus bienaventurados se puede adivinar, finalmen
te, la decenidad inefable con el rosetón celeste y la morada de la
Trinidad.
Está claro que el paraíso de Dante se basa en un modelo cósmi-
co-supracósmico espurio, que sintetiza con mucha libertad motivos
aristotélicos y neoplatónicos en tanto adopta los órdenes de cubier
tas del cosmograma de Aristóteles y toma prestado de Platón y Plo-
tino la centralización de Dios en un punto de luz hiperluminoso. Ya
el hecho de que la luz central divina de Dante no alumbre en el cen
tro físico del mundo, sino que entre en el cosmos desde la periferia,
remite al papel ambiguo de la luz (como lux y como lumen) entre fí
sica y superfísica. En el esquema de Dante se mezclan francamente,
sin miedo a incompatibilidades, teología del cosmos y teología del
espíritu. Como es sabido, el poeta se comporta en su ascensión co
mo si no viajara dentro de radios cada vez mayores y de bóvedas de
cubiertas cada vez más amplias, como pertenece a un ascenso cos
mológicamente consecuente; persigue, más bien, un objetivo colo
cado en lo alto, un «centro» exento, en cierto modo, que se en
cuentra, paradójicamente, en el margen extremo y fuera del cosmos
escalonado. El poeta, con gran despreocupación, deja que la com
plicación topológica del cielo repose en sí misma; sólo Dios puede
saber cómo hay que arreglárselas para comprimirse en un único
punto central resplandeciente y presentarse, a la vez, como vallado
más amplio y avanzada más sublime de la estructura cósmica. Des
pués de todo, el no-teólogo puede admitir la idea de que Dios, si lo
hay, no tiene problemas de figura, y podría ser al mismo tiempo
punto y volumen-todo.
Por lo que respecta a esa esfera cósmica, geocéntricamente cons
tituida, en ella se mantiene la usual perspectiva humana al diferen
ciar arriba y abajo, y, por ello, su centro, en total acuerdo con la in
tuición cotidiana, se localiza «aquí abajo», mientras que la periferia,
naturalmente, sólo puede quedar «allí arriba». No en vano Dante,
cuando, ya casi al final del viaje, es elevado al cielo de cristal, echa
todavía una mirada hacia atrás y ve en el rincón más apartado del
universo la tierra en su ridicula, conmovedora pequeñez.
416
Gustave Doré, ilustraciones para
la Divina commedia de Dante, Paradiso, canto 12:
Cosí di quelle sempiterne rose
volgiensi área noi le due ghirlande,
e si l'eslrema a l %intima rispuose
[Así de aquellas rosas sempiternas/
las dos guirnaldas cerca de nosotros/
giraba, respondiendo una a la otra*].
’Divina comedia, trad. de Luis Martínez de Merlo, Giorgio Petrocchi (ed. ),
Cátedra, Madrid 1988. (N. del T. )
Col viso ritomai per tutte quante
le sette spere, e vidi questo globo
tal, ch’io sorrisi del suo vil seminante
(Paradiso, canto 22, 133-135)
[Recorrí con la vista aquellas siete/ esferas, y este globo vi en tal forma/ que
su vil apariencia me dio risa].
Con esto, el carácter espacial del viaje poético a través del mun
do luminoso de las esferas desaparece otra vez; entre sus resultados
pretendidos está el humillar a la tierra en las grandiosas dimensio
nes del cosmos197. Deus est res extensa: este principio spinozista tiene
cierto sentido ya para el Dios de la cosmología escolástica, en tan
to éste instaura el cielo o el mundo de éter como su extensión in
directa, de lo que se sigue, ciertamente, que en el esquema espacial
está menos «consigo» hacia abajo, para dejar de estarlo, completa
y finalmente, en lo más b¿go, en el punto de Satán, en el centro del
mundo de cuerpos. En este modelo, en consecuencia, bienaventu
ranza y malaventuranza se reparten según la diferencia entre arri
ba y abajo, de modo que quienes buscan salvación no pueden du
dar ni un instante de adonde ha de conducir su camino: hacia
arriba, elevándose a esferas más altas, siguiendo a Dios, presentido
allá arriba.
Quien, sin embargo, tuviera la idea de buscar a Dios dentrodel
globo del mundo nunca podría encontrar más que signos indirec
tos de su acción, vestigios, reliquias, guiños, jeroglíficos (razón por
la cual el teólogo se convierte fácilmente en un teo-detective). Por
más cerca que se sienta del objeto de su búsqueda: mientras se man
tenga en la inmanencia, el buscador ha de comprender siempre de
nuevo que el verdadero Dios sobrepasa todo lo que pueda captarse
sensible, espacial, simbólicamente. El modelo clásico de la búsque
da estéril de Dios en un espacio en el que por naturaleza él no pue
de estar como él mismo lo desarrolló san Agustín en el libro X de sus Confesiones,remitiéndose a motivos del salmo 139; todavía a co mienzos del siglo XIX,Jean Paul dio la réplica a este inútil viaje es pacial del alma con el viaje de su Cristo muerto a través del univer-
418
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 14:
. . . vidimi translato
sol con mia donna in piü alta salute
[. . . nos vi trasladados/
solos mi dama y yo a gloria más alta].
so vacío de Dios: «Subí a los soles y volé con las vías lácteas a través
de los desiertos del cielo; pero ningún Dios. . . »198.
Esta es la dirección de Dios en el mundo geocéntrico, incluso
después de la mayor aproximación a él: Excelsior, su residencia sólo
puede ser localizada en un estrato más alto que cualquiera de los fí
sica o simbólicamente más altos. Aquí está el motivo para compren
der palmariamente cómo es que en este esquema de mundo los se
res humanos están condenados a subir y traspasarlo todo cuando
buscan la verdad o el bien; se vuelve claro, a la vez, por qué los teó
logos ejercitan la escalada: ante ellos se eleva la tarea interminable
de pensar siempre a Dios más grande que lo máximo de aquello que
puede imaginarse como magnitud positiva. Quien anhela lo mejor
tiene que alcanzar el margen supremo del universo y dejarlo tam
bién a él tras de sí; desde este mundo inferior sólo se aproxima uno
a la verdad en subida vertical. De ahí que las simples ciencias hori
zontales no aporten salvación alguna, y ello por y para siempre, al
menos desde el punto de vista de teóricos que experimentan un de
safío vertical.
En el escrito seudoaristotélico del tardío siglo I d. C. Sobre el mun
do, se encuentra el clásico esbozo del esquema geocéntrico que to
dos los cosmógrafos y teólogos aristotélico-católicos ponen en la ba
se de su imagen del mundo:
El puesto primero y supremo lo ocupa él mismo, el Dios, y por eso se
llama el «Supremo», porque, según la palabra del poeta, reina «sobre la
cumbre más elevada» del cielo entero. El deleite más grande lo tiene el ele
mento más próximo a él (es decir, el etéreo), después el que viene a conti
nuación y así sucesivamente hasta llegar a nuestro ámbito. Por eso, porque
el influjo coadyuvante de Dios queda lejísimos, la tierra y todo lo terreno
aparecen tan débiles, disarmónicos y completamente llenos de confusión199.
Se puede elegir una perspectiva radicalmente opuesta conside
rando la construcción de la esfera teocéntrica en la que el lugar
central lo ocupa el optimum y summum: Dios. Aunque en ese diseño
aparece una complicación, respecto de la que nunca queda sufi
cientemente claro si puede ser superada por el ser humano. Pues en
420
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 27: «Al Padre, al Figlio, a lo Spirito Santo»,
cominció, «gloria! », tutto il paradiso,
si che m’inebriava il dolce canto
[«Al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo/
-em pezó-, Gloria» -todo el Paraíso,/
de tal modo que el canto me embriagaba].
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 31:
In forma dunque di candida rosa
mi si mostrava la milizia santa
che nel suo sangue Cristo fece sposa
[En forma pues de una cándida rosa/
se me mostraba la milicia santa/
desposada por Cristo con su sangre].
Tomado de Gregor Reisch, Margarita philosophica nova, 1508;
clásica imagen de mundo aristotélica en 10 esferas, con las cubiertas
de 1 Luna, 2 Mercurio, 3 Venus, 4 Sol, 5 Marte, 6Júpiter, 7 Saturno,
8 Firmamento, 9 Cielo acuoso o cristalino, 10 Primum mobile; más allá
del 10: el Empyreum como habitaculum Dei et omnium electorum.
la construcción de lo envolvente a partir de Dios ya no puede co
menzarse desde la condición de la inteligencia natural. Los teocen-
tristas tendrían que salir o partir de un origen que resulta inaccesi
ble -«en principio», dicen los iluminados- para intelectos
humanos. Lo que quiere decirse con salir o proceder de Dios pue
de explicarse con suficiente claridad, sin embargo, bajo premisas es
peculativas; pero lo que, después de todo lo que se sabe sobre in-
423
Cuaternidad. Foto de Lennart Nilsson.
tentos realizados, queda tan cuestionable como el primer día es si
los seres humanos son los oportunos para mantener tales discursos.
Sólo mediante un salto al comienzo -pero ¿quién es el saltador? -
podría conseguirse el punto de partida de la construcción teocén-
trica; hay que comenzar aquí con el arché divino, con aquel punto
originario, supraóntico, inconmensurablemente rico y denso, del
que «pro»viene incesantemente la plenitud del ente de un deter
minado modo: mediante derrame, irradiación, estallido o desplie
gue. Así pues, en el centro de la otra esfera encontraríamos -en ca
so de que pudiéramos saltar hasta allí, hasta lo absolutamente
implícito- al auténtico Dios de los filósofos, que por infiltración ne-
oplatónica se convirtió cada vez más también en el Dios de los teó
logos, sobre todo para los simpatizantes de una theologia mystica cris
tiana de tipo pseudo-areopagítico.
Si se supone a Dios como punto absoluto que desde su lugar
424
eterno se mundaniza, la estructura de la distancia entre centro y pe
riferia se invierte: el mundo y los seres humanos han de colocarse
ahora en el borde del globo de Dios; dicho fotológicamente: en el
ámbito de la luz sensiblemente amortiguada, mediada, oscurecida
por los medios; visto moralmente: en una posición de relativa leja
nía a Dios. Por lo que respecta a los seres humanos, que aparecen
como anfibios físico-metafísicos en ambos proyectos de totalidad, es
imposible que orienten del mismo modo su afán metafísico -el anhe
lo de superar su distancia a Dios- en el sistema teocéntrico que en
el geocéntrico. La apetencia de lo mejor cambia bruscamente de di
rección: de lo alto inaccesible a lo interior inaccesible. En corres
pondencia, el sentido de lejanía cambia también fundamentalmen
te. Quien quiere llegar del turbio mundo corporal a la claridad tiene
que estar dispuesto a una ascensión hasta la periferia más extrema:
de ello no han dejado dudajamás las ortodoxias católica e islámica;
quien, por el contrario, desea alcanzar el centro de irradiación di
vino tiene que aprender cómo concentrarse en un punto suma
mente interiorizado del abismo del alma propia: un interés al que
atienden las místicas monosféricas. Lo que en el geocentrismo apa
rece como añoranza del cielo superior summo meo-, en el teocen-
trismo se presenta como anhelo de retorno al centro profundo en
simismado - interior intimo meo- del espacio espiritual y anímico.
Formarse una idea de las propiedades y reivindicaciones de ese
otro centro fue el sentido del proyecto teórico de la antigua Europa
llamado teología, que, en su mejor época, con su racionalismo ma
gistral, pudo afirmar su preeminencia sobre todas las demás disci
plinas de la cultura racional monástica y universitaria. Cuando los
participantes en ese juego teórico fueron suficientemente despeja
dos como para entender la peculiaridad de su tarea, llevaron a cabo
la conversión al estilo de pensar «desde Dios», por el que desde la
época del neoplatonismo se reconoce al auténtico teocentrista200.
Quien no se convierte decididamente a un modo de ver radical
mente teórico no conseguirá en absoluto ver la otra esfera, la lumi
nosa. El alejamiento de la apariencia sensible que ello exige tiene
un precio del que los especialistas no se cansaron de afirmar que,
con buena voluntad y con la introducción correspondiente, puede
425
Matthias Grünewald, altar de Isenheim, detalle;
Dios Padre con emanación de ángeles, ca. 1512.
Fiat lux. La paloma-espíritu surgida de
la palabra «hágase» traza el primer círculo de luz.
Tomado de Robert Fludd, Geschichte des
Makrokosmos und des Mikrokosmos, 1617.
pagarse en plazos asumibles: se asegura que en el camino a lo ínti
mo, como en el de Santiago de Compostela, hay una pluralidad de
salidas viables, lugares de descanso edificantes a medio camino y un
trozo final obligatorio para todos, que ha de andarse en una actitud
de concentración y entrega. Y porque así son las cosas, también los
amigos de Dios pueden y deben realizar estudios, por más que el
examen quede para la mayoría a una distancia inconcebible: en la
profundidad de las galaxias de una inmersión que disuelve el yo.
Por lo que se refiere a los exámenes, su objetivo son menos los co-
427
Emanación de letras. Tomado de la representación
del alfabeto hebreo del Séfer Yetsirá.
nocimientos positivos que una docta ignorancia que responda con
aconceptualidad específica a la no-e-hiper-conceptuabilidad de lo má
ximo.
Caminos tan largos y contranaturales como el de la mística teo-
sófica o exacta sólo pueden recomendarse cuando la metajustifique
el esfuerzo (a no ser que el camino se declare como meta, cosa que
resulta inmediatamente evidente a nihilistas que creen en medios
sin fin y andaduras sin término). ¿Hacia dónde, sin embargo, se en
428
caminan los seres humanos cuando su objetivo final no está en la le
janía de arriba, sino en la lejanía de dentro? ¿A qué estudios se de
dican si en su decurso no hacen acopio de saber positivo, sino que
se limitan a alejarse siempre, y siempre un poco más, de los objetos
comunes?
Anacrónicamente podría compararse el planteamiento teocéntri-
co con la empresa de introducirse en un psicoanálisis con el Uno que
siguiera esta máxima: donde era yo, ha de llegar a ser él. Plotino lo
dice rotundamente: «Uno se contempla a sí mismo transformado en
él»201. Analistas posteriores de Dios, como el Cusano y Bruno, apare
cen como cazadores de la sabiduría, que afirmaban de sí mismos que
al final se transformarían, como Acteón, en lo cazado. Tras una cura
exitosa, estos rastreadores rastreados habrían de estar en situación de
contemplar el arcanum magnum del ser, la esfera luminosa de Dios,
en toda su magnificencia y de trasplantarse a su centro. Marsilio Fi-
cino no captó mal el tono original de Dios cuando en su Diálogo teo
lógico entre Dios y el alma hace decir a la divinidad que estalla ordena
damente: «Yo lleno y penetro y contengo el cielo y la tierra. Yo lleno
y no soy llenado, porque soy la llenura misma. Yo penetro y no soy
penetrado porque soy la fuerza de penetración misma. Yo envuelvo y
no soy envuelto porque yo mismo soy la virtud envolvente»202.
El pensar desde la «posición» teocéntrica hace presuposiciones
claramente exageradas, que sólo pueden cumplirse a través de un
proceso metódico de desprendimiento del sí mismo de los pensa
dores (desprendimiento del sí mismo que, naturalmente, significa
en realidad de verdad una afirmación suya), a lo largo del cual que
da oscuro hasta el final si es posible tal desprendimiento y si tal des
prendimiento procura lo que los ejercitantes esperan de él. Es ca
racterístico de este proceder una cierta capacidad de intuición y
deducción sobrehumana, que equivale al intento de asistir tan de
cerca como sea posible al origen o emanación primordiales de todas
las categorías de lo existente a partir del punto fontal. En la cerca
nía al punto absoluto no hay cogito alguno, sino sólo el testigo des
lumbrado del nacimiento de la luz. Si fuera posible el salto del
intelecto al inicio, éste se convertiría en confidente de procesos inau
ditos: en caso de que fuera apropiada aquí la metáfora pedestre, po-
429
Roma 1653.
dría seguir paso a paso el camino de Dios hacia el mundo. El testi
go ocular de la protuberancia divina contemplaría los fuegos artifi
ciales del despliegue de los principios: un acontecimiento soberano
de autodegradación a partir de lo absoluto, que todo lo saca de sí,
lo penetra, mantiene, contiene, comenzando por las primeras in
tuiciones luminosas en Dios, a través de nueve eslabones de ángeles,
430
conceptos generales, géneros, hasta llegar a la forma de la mínima
partícula de polvo al límite del universo. El intelecto asombrado po
dría asistir al espectáculo de cómo, a través de la emanación de los
primeros círculos de ideas, cascadasjerarquizadas de luz se expan
den concéntricamente por todos los lados a partir del centro gene
rativo: círculo a círculo, peldaño a peldaño, determinación a deter
minación, hasta que al final se alcance aquella zona relativamente
lejana al punto central, en la que las erupciones hiperclaras de luz
pura se hayan amortiguado lo suficiente como para crear, por la co
nexión de las ideas específicas o luces concretas con la materia pe
riférica, el cosmos accesible a los ojos sensibles. Pensar significa aquí
dejarse caer dentro del bullir de una explosión cosmogónica de luz.
Hay que conceder que el discurso de una esfera teocéntrica
mantiene un fuerte impacto metafórico, debido a que la emanación
de las categorías de lo existente a partir del origo divino es, en prin
cipio, un acontecimiento imperceptible e hiperespacial, que sólo
después de traducirse al lenguaje de la metafísica y metafórica de la
luz adquiere relación con circunstancias espaciales y perceptibles.
Pero precisamente en esas traducciones y figuraciones tiene su ele
mento el platonismo medieval, y quien en aquel tiempo quisiera
tratar con expresiones no-bíblicas de cómo el Dios de la teología
mística se las arregla para que haya mundo, apenas podía hacer otra
cosa que adherirse a los juegos de lenguaje que trataban de la
autoexpansión de la luz en la esfera escalonada203. Aquí todo reposa
en el «cuasi» y en el «por-decirlo-así», y, sin embargo, todo se dice
exactamente como se dice.
Quien siguiera cuidadosamente el extravase del centro hacia los
bordes a través de umbrales y peldaños,
. . . polen de la divinidadfloreciente,
articulaciones de la luz, pasillos, escaleras, tronos,
recintosdeesencia, muestrasdegozo, tumultos
de sentimiento ardientemente arrebatado, y de improviso único,
espejos: que recrean la propia belleza irradiada
d e v o l v i é n d o l a a l r o s t r o p r o p i o . . . 204,
431
podría darse cuenta directamente de a qué distancias precarias al
primer centro aparece el mundo terreno junto con sus criaturas ve
getales, animales, humanas: una configuración cercana al borde ex
tremo del globo de Dios, alcanzada y conformada aún por la luz, pe
ro troquelada también poderosamente por lo oscuro, nulo. Pues en
tanto el cosmos material representa un fenómeno para intelectos
preparados para mediaciones sensibles, a través de él sólo se realiza
una «exteriorización» oscurecida del torrente de luz. El observador
de la luz irradiante consigue penetración en la ambigüedad ontoló-
gica del mundo corporal, situado tan peligrosamente lejos del cen
tro de luz, pues, de una parte, sólo el poder del centro y de su con-
tinuum mantiene en el ser a los cuerpos: todo ente caracterizado
por la forma, hasta el mínimo insecto de una determinada especie,
toma parte en el efluvio, donador de ser, de las formas genéricas y
específicas, y, con ello, en el continuum de lo mejor que emana del
punto hiperóntico; de otra, sin embargo, a las formas se añaden adi
tamentos enturbiantes de materialidad vacía, de un-algo-originario
amorfo, que según crece la distancia se van compactando más y se
vuelven más pesados, inertes, opacos, hasta alcanzar una periferia
sin luz, sobre cuyo más allá los teólogos sólo aventuran funestas in
sinuaciones. Si no fuera inaceptable en el contexto escolástico con
siderar expresamente limitado el radio de Dios, se podría constatar
sin ambages que, más allá de su variopinta periferia creatural, la es
fera luminosa, cargada de esencia, habría de estar rodeada de una
noche de inanalizable lejanía a Dios.