ta de la pobreza, sobre la que ejerce violencia: la
felicidad
a la que .
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
ste insulso y agrietado a los ojos cercanos y nosta?
lgicos.
Pero el placet [utile, la afliccio?
n por una clase ociosa histo?
ricamente sentenciada de la que todo burgue?
s destaca su superfluidad, la absurda energi?
a disipada en los disipa- dores, compensa mucho ma?
s que la serena atencio?
n a lo relevante.
El esquema de la decadencia en que Proust encuadra la imagen de su sociery se revela como el de una poderosa tendencia evolutiva.
Lo que Charlus, Saint-Loup y Swann van perdiendo es lo mismo que le falta a toda la generacio?
n posterior, que ya no conoce el nombre del u?
ltimo narrador.
La exce?
ntrica psicologi?
a de la de?
ca- Jet/ce esboza la antropologi?
a negativa de la sociedad de masas: Proust da cuenta con alergia de lo que despue?
s se hara?
con toda forma de amor.
La relacio?
n de intercambio a la que el amor par- cialmente se opuso a lo largo de la e?
poca burguesa ha acabado por absorberlo; la u?
ltima inmediatez se convierte en vk rima de la lejani?
a de todos los contratantes entre si?
.
El amor se enfri?
a con el valor que el propio yo se adjudica.
Amar significa para e?
ste amar ma?
s, y quien ama ma?
s habita en la injusticia.
Se hace sospechoso a los ojos de la amada y, refleja?
ndose en e?
l mismo, su afecto enferma de despotismo posesivo e imaginacio?
n autodestructiva.
<<Las relaciones con una mujer amada - leemos en Le tempJ re- trouve?
- pueden ser plato?
nicas por una razo?
n ajena a la virtud de la mujer o a la naturaleza poco sensual del amor que e?
sta ins-
pira. Esta razo? n puede ser que el enamorado, demasiado impacien- te, no sepa, por el exceso mismo de su amor, esperar con una si- mulacio? n de indiferencia el momento en que lograra? lo que desee. Vuelve continuamente a la carga, no cesa de escribir a la mujer amada, intenta a cada momento verla, ella le rechaza, e? l se dcses- pera. Entonces ella comprende que si le concede su compan? i? a, su amistad, estos bienes parecera? n ya tan considerables al que los creyo? inasequibles, que la mujer puede evitarse el dar ma? s, y apro- vechar un momento en que el hombre no pueda pasar sin verla, en que quiera, cueste lo que cueste, terminar la guerra, imponie? n- dole una paz cuya primera condicio? n sera? el platonismo de las relaciones [ . . . ] Las mujeres adivinan todo esto y saben que pue- den permitirse el lujo de no darse jama? s a aquellos en quienes notan, si han estado demasiado nerviosos para oculta? rselo los primeros di? as, el incurable deseo que de ellas sienten. >> El joven Morel es ma? s fuerte que su influyente amante. <<. . . era e? l elque mandaba si no queri? a rendirse. Y para que no quisiera rendirse,
quiza? bastaba que se sintiera amado. . . . El motivo personal de la balzaquiana duquesa de Lengeais se ha difundido universalmente. La calidad de cada uno de los incontables automo? viles que en las tardes de domingo regresan a Nueva York se corresponde con el atractivo de la chica que lo ocupa-e-La disoludo? n objetiva de la sociedad se manifiesta subjetivamente en que el impulso ero? tico se ha debilitado demasiado como para unir las mo? nadas aurosufi-
cier nes, como si la humanidad imitase la teori? a ffsica del universo en expasio? n. A la frfgida inasequibilidad del ser amado con el tiempo convertida en una institucio? n reconocida de la cuitura de masas, responde el <<incurable deseo>> del amante. Cuando Casa- nova deci? a de una mujer que no teni? a prejuicios, queri? a decir que ninguna convencio? n religiosa le impedi? a entregarse; hoy una mujer sin prejuicios seri? a la que ya no cree ma? s en el amor y no
da ocasio? n a que la engan? en invirtiendo ma? s de lo que pueda esperar a cambio. La sexualidad, por la que supuestamente se mantiene la tensio? n, se ha convertido en la ilusio? n que antes es- t? ba en la renuncia. Cuando la organizacio? n de la vida ya no deja tiempo para el placer consciente de si mismo y lo sustituye por las ocupaciones fisiolo? gicas, el sexo mismo desinhibido se desexua. liza. Propiamente los sujetos ya no desean la embriaguez, sino tan so? lo la compensacio? n que pueda traer una ocupacio? n que pre- feriri? an ahorrarse por superflua.
108
Princesa plebeya. -So? lo excitan la fantasi? a las mujeres a las que les falta la fantasi? a. El nimbo ma? s colorista es el que tienen ~quel1as que, permanentemente volcadas a lo exterior, resultan Insustanciales. La atraccio? n que despiertan procede de la escasez de conciencia de si? mismas, y sin duda tambie? n de uno mismo. A este respecto Osear Wilde hablaba de la esfinge sin enigma. Reproducen una imagen predeterminada: cuanto ma? s pura aparien-
cia son, sin perjuicio de toda nota personal, ma? s se asemejan a los arquetipos - Preziosa, Peregrina, Albetti na--, que hacen presentir en toda individuacio? n la mera apariencia y terminan siempre de- fraudando en cuanto se descubre lo que son. Su vida toma el as-
* Traduccio? n de Consuelo Bcrgcs, Alianza Editorial, Madrid, 1969, pa? - ginas 156-l. 58. [N. dtl T. J
168
169
? ? ? pecto de las i. lu. stra. ci~nes o el de una perpetua fiesta infantil, y tal aspecto hace mjusncra a su menesterosa existencia empi? rica. Storm trato? este tema en su libro Pole Poppenspa? ler, una historia infan- t! l. ~n trasfondo. El mozo friso? n se enamora de la pequen? a de los nnnteros ambulantes ba? varos. <<Cuando por fin me volvi? vi un v:e~t~do rojo que se acercaba a mi? ; y era ella, era ella, la pequen? a ntmtera. A pesar de su descolorido traje me pareci? a salida de un mundo de ensuen? o. Me arme? de valor y le dije: ? Quieres que de- mos un paseo, Lisei? Me miro? desconfiada con sus ojos negros. ? Un paseo>, repitio? parsimoniosa. ? Ah, pues esta? s tu? listo! ? A do? nde vas entonces? - Al tendero. ? Quieres comprarte un vesti-
do nuevo~, pregunte? sin darme cuenta de mi torpeza. Ella solto? una carcalad~. ,iAh, vamos! - No, esto no son simples harapos. ? Harapos, Lisei? - iClaro! , son restos de los trajes que llevan los mun? ecos; asi? sale ma? s barato. >> La pobreza obliga a Lise? a con- tentarse con lo gastado - los <<haraposs-c,. , aunque le gustari? a llevar otras cosas. Inconscientemente ha de desconfi? ar de todo lo que no se justifique pra? cticamente, vie? ndolo como un exceso. La
fantasi? a es compan? era de la pobreza. Porque lo gastado s610 tiene encanto para elque lo contempla. Pero tambie? n la fantasi? a necesi.
ta de la pobreza, sobre la que ejerce violencia: la felicidad a la que . se abandona la describe con los trazos del sufrimiento. La justina de Sade pasando de un lecho de tortura a otro es aqui? notre inte? restante b e? rome, asi? como Mignon, en el momento en que es azotada, la criatura interesante. La princesa de los suen? os y ~a nin? a de azotes son la misma persona, so? lo que no lo saben. Aun hay huellas de esto en las relaciones de los pueblos no? rdicos con los meridionales: los adinerados puritanos buscan inu? tilmente elcontacto con las morenas que llegan del extranjero, y no es que l~ marcha. ~el mundo que ellos imponen se lo impida so? lo a ellos, SIOO tambi e? n y sobre todo a las vagantes. El sedentario envidia el nomadismo, la bu? squeda de pastos frescos, y el carromato verde
es la casa sobre ruedas, en cuya ruta le acompan? an las estrellas. El cara? ct~r infantil, vertido en movimientos arbitrarios que dan al que vive en una penosa inestabilidad el aliento momenta? neo para seguir viviendo, quiere representar la vida no deformada la plenitud, y, sin embargo, relega a e? sta al a? mbito de la auto- conservacio? n, de cuyas necesidades aparenta estar libre. Tal es el ci? rculo de la nostalgia burguesa de lo ingenuo. El vado de alma de aquellos a los que, al margen de la cultura, 10 cotidiano les prohi? be toda autodeterminacio? n - la delicia y el tormento- se convierte en los bien colocados, que aprendieron de la cultura el
avergonzarse del alma, en fantasmagori? a del a1111n. El lUlllll ~i' 1'1, I de en lo vado de alma cual cifra de lo pleno de e? sta porque 1'11 tI los que viven son especta? culo para los desesperados deseos di' 1111 vacio? n que s610 en lo perdido tienen su objeto: para el amor el brillo del alma es e! de su ausencia. Asi? so? lo parece humana la expresio? n de los ojos ma? s pro? xima a la de! animal, a la de las criaturas alejadas de la reflexio? n del yo. A la postre el alma es el anhelo de salvacio? n de lo carente de alma.
109
L'inutile beaute? . - Las mujeres de singular belleza esta? n con- condenadas a la infelicidad. Incluso aquellas a las que las circuns- tancias benefician, las favorecidas por el nacimiento, la riqueza o el talento, parecen como perseguidas o posei? das por un impulso de destruccio? n de ellas mismas y de todas las relaciones humanas en que entran. Un ora? culo las pone ante una alternativa de fatali- dades. O bien ut ilizan la belleza para conseguir el e? xito , y ento n- ces pagan con la infelicidad esa condicio? n, porque como no pue- den amar envenenan el amor hacia ellas y quedan con las manos
vadas; o bien el privilegio de la belleza les da a? nimo y seguri- dad para asumir el intercambio, se toman en serio la felicidad que se prometen y no escatiman nada de si? mismas, confirmadas por la inclinacio? n que todos sienten hacia ellas, en el sentido de que su valor no deben solamente mostrarlo. En su juventud pue- den elegir. Pero ello las hace volubles: nada es definitivo, todo puede en cualquier momento sustituirse por otra cosa. Muy temo
prano, y sin considerarlo mucho, se casan y se someten asi? a con- diciones pedestres, se despojan en cierto sentido del privilegio de las posibilidades infinitas, se reducen a seres humanos. Pero al mismo tiempo se agarran al suen? o infantil del poder sin li? mites que su vida pareci? a prometerles y no cesan de desden? ar - aunque no a la manera burguesa - lo que man? ana pudiera ser mejor . Tal es su tipo de cara? cter destructivo. Precisamente el hecho de que una vez fueran bors de concosrs las situ? a en un segundo plano de la competencia, a la que ahora se entregan ma? nicamente. Todavi? a les queda el gesto de la irresistible cuando los motivos se han des. vanecido; el encanto se hunde cuando, en lugar de representar una esperanza, se asienta en 10 dome? stico. Pero la vi? ctima es ahora la resistible; queda sometida al orden sobre el que antes
170
171
? ? so? lo se deslizaba. Su generosidad sufre su castigo. Tanto la perdida como la posei? da son ma? rtires de la felicidad. La belleza integrada se ha convertido con e! tiempo en elemento calculable de la exis- tencia, en mero suceda? neo de la vida inexistente sin que rebase mi? nimamente esa nulidad. Ha roto, para si? misma y para los de- ma? s, su promesa de felicidad. Y la que aun aprueba esta situa- cio? n se rodea de un aura de desdicha y es ella misma alcanzada por la desdicha. Aqui? e! mundo ilustrado ha absorbido por com- pleto al mito. So? lo la envidia de los dioses ha sobrevivido.
110
Conrlanze. -En todas partes la sociedad burguesa insiste en el esfuerzo de la voluntad; so? lo el amor es involuntario, pura inme- diacio? n del sentimiento. En el ansia de e? l, que significa la dis- pensa del trabajo, la idea burguesa del amor trasciende la socie- dad burguesa. Pero al insertar directamente lo verdadero en lo falso general trueca aque? l en e? ste. No se trata so? lo de que el puro sentimiento, si es que au? n es posible en un sistema econ6- micamente determi nado , se convierte asi? en coartada para el do- minio del intere? s en la sociedad dejando testimonio de una huma- nidad que no existe. Ocurre tambie? n que el cara? cter involuma- rio del amor mismo, incluso cuando no esta? de antemano mezclado con fines pra? cticos, cont ribuye a aquella totalidad tan pronto como se establece como principio. Si el amor debe ser representacio? n de
una sociedad mejor dentro de la existente, no puede serlo como un enclave de paz, sino so? lo en la oposicio? n consciente. La cual precisamente exige ese momento de voluntad que los burgueses, para los que el amor nunca sera? lo bastante natural, le prohi? ben. Amar significa ser capaz de hacer que la inmediatez no se atrofie por la omni? moda presio? n de la mediacio? n, por la economi? a, y en ese empen? o la inmediatez, mediada consigo misma, se constituye en una tenaz presio? n contraria. So? lo ama el que tiene fuerzas para aferrarse al amor, Cuando la ventaja social, sublimada, con- forma incluso el impulso sexual haciendo esponta? neamente apare- cer atractivos ora II estos ora a aquellos mediante mil rnatizacio- ncs de lo sancionado por el orden, a esa ventaja se opone la in- clinacio? n afectiva, una vez suscitada, al perseverar en si? misma donde la gravitacio? n de la sociedad - antes de toda intriga, que
el senumrento es una prueba que esa actitud, mientras dura, vaya ma? s alla? del sentimiento, aunque sea en la forma de la ob- sesio? n. Pero aquel afecto que, bajo la apariencia de una espon- taneidad irreflexiva y orgullosa de su supuesta sinceridad, se aban- dona por entero a lo que considera la voz del corazo? n y deserta cuando le parece no escuchar esa voz, es, en esa soberana indepen- dencia, precisamente el instrumento de la sociedad. Pasivamente, y sin saberlo, registra los nu? meros que van saliendo en la ruelta de los intereses. Al traicionar a la persona amada se traiciona a
si? mismo. El mandato de fidelidad que imparte la sociedad es un medio para la privacio? n de libertad, mas so? lo mediante la fidelidad materializa la libertad la insubordinacio? n contra el mandato de la socieda d.
111
Fdemo? n y BauciJ. -EI tirano de la casa deja que su mujer le ayude a ponerse el abrigo. Ella cumple soli? citamente con el servicio del amor acompan? a? ndolo de una mirada que dice: que? le vaya hacer, darle su pequen? a felicidad, asi? es e? l, simplemente un hom- bre. El matrimonio patriarcal se venga del amo con la indulgencia que pone la mujer y que se ha hecho fo? nnula en el iro? nico lamen. to por el descontento y la falta de independencia del marido. Debajo de la falaz ideologi? a que coloca al hombre en un puesto super ior hay otra ideologi? a secreta , no menos falsa, que lo redu- ce a un puesto inferior , a vi? ctima de la manipulacio? n , de la manio- bra, del engan? o. El he? roe en zapatillas es la sombra del que tiene que enfrentarse a una vida hostil. Con la misma obtusa inteligen- cia con que la esposa juzga al esposo, juzgan generalmente los nin? os a los adultos. En la desproporcio? n que hay ent re su actitud autoritaria y su desamparo, desproporcio? n que necesariamente se manifiesta en la esfera privada, bay algo de ridi? culo. Todo matri- monio que interpreta bien su papel resulta co? mico, y esto es lo que trata de equilibrar la paciente comprensio? n de la mujer. Ape- nas hay mujer que lleve suficiente tiempo casada que no desaprue- be con sus cuchicheos las pequen? as debilidades del marido, La falsa proximidad estimula la malignidad, y en el a? mbito del con- sumo el ma? s fuerte es quien tiene la sarte? n por el mango. La dia- le? ctica del sen? or y el siervo de Hegel impera, hoy como ayer, en el orden arcaico de la casa, acentuada adema? s por el hecho de que
173
luego norma lment e pone a su servicio-s- no se lo permit e . 172
Par a
? ? ? ?
pira. Esta razo? n puede ser que el enamorado, demasiado impacien- te, no sepa, por el exceso mismo de su amor, esperar con una si- mulacio? n de indiferencia el momento en que lograra? lo que desee. Vuelve continuamente a la carga, no cesa de escribir a la mujer amada, intenta a cada momento verla, ella le rechaza, e? l se dcses- pera. Entonces ella comprende que si le concede su compan? i? a, su amistad, estos bienes parecera? n ya tan considerables al que los creyo? inasequibles, que la mujer puede evitarse el dar ma? s, y apro- vechar un momento en que el hombre no pueda pasar sin verla, en que quiera, cueste lo que cueste, terminar la guerra, imponie? n- dole una paz cuya primera condicio? n sera? el platonismo de las relaciones [ . . . ] Las mujeres adivinan todo esto y saben que pue- den permitirse el lujo de no darse jama? s a aquellos en quienes notan, si han estado demasiado nerviosos para oculta? rselo los primeros di? as, el incurable deseo que de ellas sienten. >> El joven Morel es ma? s fuerte que su influyente amante. <<. . . era e? l elque mandaba si no queri? a rendirse. Y para que no quisiera rendirse,
quiza? bastaba que se sintiera amado. . . . El motivo personal de la balzaquiana duquesa de Lengeais se ha difundido universalmente. La calidad de cada uno de los incontables automo? viles que en las tardes de domingo regresan a Nueva York se corresponde con el atractivo de la chica que lo ocupa-e-La disoludo? n objetiva de la sociedad se manifiesta subjetivamente en que el impulso ero? tico se ha debilitado demasiado como para unir las mo? nadas aurosufi-
cier nes, como si la humanidad imitase la teori? a ffsica del universo en expasio? n. A la frfgida inasequibilidad del ser amado con el tiempo convertida en una institucio? n reconocida de la cuitura de masas, responde el <<incurable deseo>> del amante. Cuando Casa- nova deci? a de una mujer que no teni? a prejuicios, queri? a decir que ninguna convencio? n religiosa le impedi? a entregarse; hoy una mujer sin prejuicios seri? a la que ya no cree ma? s en el amor y no
da ocasio? n a que la engan? en invirtiendo ma? s de lo que pueda esperar a cambio. La sexualidad, por la que supuestamente se mantiene la tensio? n, se ha convertido en la ilusio? n que antes es- t? ba en la renuncia. Cuando la organizacio? n de la vida ya no deja tiempo para el placer consciente de si mismo y lo sustituye por las ocupaciones fisiolo? gicas, el sexo mismo desinhibido se desexua. liza. Propiamente los sujetos ya no desean la embriaguez, sino tan so? lo la compensacio? n que pueda traer una ocupacio? n que pre- feriri? an ahorrarse por superflua.
108
Princesa plebeya. -So? lo excitan la fantasi? a las mujeres a las que les falta la fantasi? a. El nimbo ma? s colorista es el que tienen ~quel1as que, permanentemente volcadas a lo exterior, resultan Insustanciales. La atraccio? n que despiertan procede de la escasez de conciencia de si? mismas, y sin duda tambie? n de uno mismo. A este respecto Osear Wilde hablaba de la esfinge sin enigma. Reproducen una imagen predeterminada: cuanto ma? s pura aparien-
cia son, sin perjuicio de toda nota personal, ma? s se asemejan a los arquetipos - Preziosa, Peregrina, Albetti na--, que hacen presentir en toda individuacio? n la mera apariencia y terminan siempre de- fraudando en cuanto se descubre lo que son. Su vida toma el as-
* Traduccio? n de Consuelo Bcrgcs, Alianza Editorial, Madrid, 1969, pa? - ginas 156-l. 58. [N. dtl T. J
168
169
? ? ? pecto de las i. lu. stra. ci~nes o el de una perpetua fiesta infantil, y tal aspecto hace mjusncra a su menesterosa existencia empi? rica. Storm trato? este tema en su libro Pole Poppenspa? ler, una historia infan- t! l. ~n trasfondo. El mozo friso? n se enamora de la pequen? a de los nnnteros ambulantes ba? varos. <<Cuando por fin me volvi? vi un v:e~t~do rojo que se acercaba a mi? ; y era ella, era ella, la pequen? a ntmtera. A pesar de su descolorido traje me pareci? a salida de un mundo de ensuen? o. Me arme? de valor y le dije: ? Quieres que de- mos un paseo, Lisei? Me miro? desconfiada con sus ojos negros. ? Un paseo>, repitio? parsimoniosa. ? Ah, pues esta? s tu? listo! ? A do? nde vas entonces? - Al tendero. ? Quieres comprarte un vesti-
do nuevo~, pregunte? sin darme cuenta de mi torpeza. Ella solto? una carcalad~. ,iAh, vamos! - No, esto no son simples harapos. ? Harapos, Lisei? - iClaro! , son restos de los trajes que llevan los mun? ecos; asi? sale ma? s barato. >> La pobreza obliga a Lise? a con- tentarse con lo gastado - los <<haraposs-c,. , aunque le gustari? a llevar otras cosas. Inconscientemente ha de desconfi? ar de todo lo que no se justifique pra? cticamente, vie? ndolo como un exceso. La
fantasi? a es compan? era de la pobreza. Porque lo gastado s610 tiene encanto para elque lo contempla. Pero tambie? n la fantasi? a necesi.
ta de la pobreza, sobre la que ejerce violencia: la felicidad a la que . se abandona la describe con los trazos del sufrimiento. La justina de Sade pasando de un lecho de tortura a otro es aqui? notre inte? restante b e? rome, asi? como Mignon, en el momento en que es azotada, la criatura interesante. La princesa de los suen? os y ~a nin? a de azotes son la misma persona, so? lo que no lo saben. Aun hay huellas de esto en las relaciones de los pueblos no? rdicos con los meridionales: los adinerados puritanos buscan inu? tilmente elcontacto con las morenas que llegan del extranjero, y no es que l~ marcha. ~el mundo que ellos imponen se lo impida so? lo a ellos, SIOO tambi e? n y sobre todo a las vagantes. El sedentario envidia el nomadismo, la bu? squeda de pastos frescos, y el carromato verde
es la casa sobre ruedas, en cuya ruta le acompan? an las estrellas. El cara? ct~r infantil, vertido en movimientos arbitrarios que dan al que vive en una penosa inestabilidad el aliento momenta? neo para seguir viviendo, quiere representar la vida no deformada la plenitud, y, sin embargo, relega a e? sta al a? mbito de la auto- conservacio? n, de cuyas necesidades aparenta estar libre. Tal es el ci? rculo de la nostalgia burguesa de lo ingenuo. El vado de alma de aquellos a los que, al margen de la cultura, 10 cotidiano les prohi? be toda autodeterminacio? n - la delicia y el tormento- se convierte en los bien colocados, que aprendieron de la cultura el
avergonzarse del alma, en fantasmagori? a del a1111n. El lUlllll ~i' 1'1, I de en lo vado de alma cual cifra de lo pleno de e? sta porque 1'11 tI los que viven son especta? culo para los desesperados deseos di' 1111 vacio? n que s610 en lo perdido tienen su objeto: para el amor el brillo del alma es e! de su ausencia. Asi? so? lo parece humana la expresio? n de los ojos ma? s pro? xima a la de! animal, a la de las criaturas alejadas de la reflexio? n del yo. A la postre el alma es el anhelo de salvacio? n de lo carente de alma.
109
L'inutile beaute? . - Las mujeres de singular belleza esta? n con- condenadas a la infelicidad. Incluso aquellas a las que las circuns- tancias benefician, las favorecidas por el nacimiento, la riqueza o el talento, parecen como perseguidas o posei? das por un impulso de destruccio? n de ellas mismas y de todas las relaciones humanas en que entran. Un ora? culo las pone ante una alternativa de fatali- dades. O bien ut ilizan la belleza para conseguir el e? xito , y ento n- ces pagan con la infelicidad esa condicio? n, porque como no pue- den amar envenenan el amor hacia ellas y quedan con las manos
vadas; o bien el privilegio de la belleza les da a? nimo y seguri- dad para asumir el intercambio, se toman en serio la felicidad que se prometen y no escatiman nada de si? mismas, confirmadas por la inclinacio? n que todos sienten hacia ellas, en el sentido de que su valor no deben solamente mostrarlo. En su juventud pue- den elegir. Pero ello las hace volubles: nada es definitivo, todo puede en cualquier momento sustituirse por otra cosa. Muy temo
prano, y sin considerarlo mucho, se casan y se someten asi? a con- diciones pedestres, se despojan en cierto sentido del privilegio de las posibilidades infinitas, se reducen a seres humanos. Pero al mismo tiempo se agarran al suen? o infantil del poder sin li? mites que su vida pareci? a prometerles y no cesan de desden? ar - aunque no a la manera burguesa - lo que man? ana pudiera ser mejor . Tal es su tipo de cara? cter destructivo. Precisamente el hecho de que una vez fueran bors de concosrs las situ? a en un segundo plano de la competencia, a la que ahora se entregan ma? nicamente. Todavi? a les queda el gesto de la irresistible cuando los motivos se han des. vanecido; el encanto se hunde cuando, en lugar de representar una esperanza, se asienta en 10 dome? stico. Pero la vi? ctima es ahora la resistible; queda sometida al orden sobre el que antes
170
171
? ? so? lo se deslizaba. Su generosidad sufre su castigo. Tanto la perdida como la posei? da son ma? rtires de la felicidad. La belleza integrada se ha convertido con e! tiempo en elemento calculable de la exis- tencia, en mero suceda? neo de la vida inexistente sin que rebase mi? nimamente esa nulidad. Ha roto, para si? misma y para los de- ma? s, su promesa de felicidad. Y la que aun aprueba esta situa- cio? n se rodea de un aura de desdicha y es ella misma alcanzada por la desdicha. Aqui? e! mundo ilustrado ha absorbido por com- pleto al mito. So? lo la envidia de los dioses ha sobrevivido.
110
Conrlanze. -En todas partes la sociedad burguesa insiste en el esfuerzo de la voluntad; so? lo el amor es involuntario, pura inme- diacio? n del sentimiento. En el ansia de e? l, que significa la dis- pensa del trabajo, la idea burguesa del amor trasciende la socie- dad burguesa. Pero al insertar directamente lo verdadero en lo falso general trueca aque? l en e? ste. No se trata so? lo de que el puro sentimiento, si es que au? n es posible en un sistema econ6- micamente determi nado , se convierte asi? en coartada para el do- minio del intere? s en la sociedad dejando testimonio de una huma- nidad que no existe. Ocurre tambie? n que el cara? cter involuma- rio del amor mismo, incluso cuando no esta? de antemano mezclado con fines pra? cticos, cont ribuye a aquella totalidad tan pronto como se establece como principio. Si el amor debe ser representacio? n de
una sociedad mejor dentro de la existente, no puede serlo como un enclave de paz, sino so? lo en la oposicio? n consciente. La cual precisamente exige ese momento de voluntad que los burgueses, para los que el amor nunca sera? lo bastante natural, le prohi? ben. Amar significa ser capaz de hacer que la inmediatez no se atrofie por la omni? moda presio? n de la mediacio? n, por la economi? a, y en ese empen? o la inmediatez, mediada consigo misma, se constituye en una tenaz presio? n contraria. So? lo ama el que tiene fuerzas para aferrarse al amor, Cuando la ventaja social, sublimada, con- forma incluso el impulso sexual haciendo esponta? neamente apare- cer atractivos ora II estos ora a aquellos mediante mil rnatizacio- ncs de lo sancionado por el orden, a esa ventaja se opone la in- clinacio? n afectiva, una vez suscitada, al perseverar en si? misma donde la gravitacio? n de la sociedad - antes de toda intriga, que
el senumrento es una prueba que esa actitud, mientras dura, vaya ma? s alla? del sentimiento, aunque sea en la forma de la ob- sesio? n. Pero aquel afecto que, bajo la apariencia de una espon- taneidad irreflexiva y orgullosa de su supuesta sinceridad, se aban- dona por entero a lo que considera la voz del corazo? n y deserta cuando le parece no escuchar esa voz, es, en esa soberana indepen- dencia, precisamente el instrumento de la sociedad. Pasivamente, y sin saberlo, registra los nu? meros que van saliendo en la ruelta de los intereses. Al traicionar a la persona amada se traiciona a
si? mismo. El mandato de fidelidad que imparte la sociedad es un medio para la privacio? n de libertad, mas so? lo mediante la fidelidad materializa la libertad la insubordinacio? n contra el mandato de la socieda d.
111
Fdemo? n y BauciJ. -EI tirano de la casa deja que su mujer le ayude a ponerse el abrigo. Ella cumple soli? citamente con el servicio del amor acompan? a? ndolo de una mirada que dice: que? le vaya hacer, darle su pequen? a felicidad, asi? es e? l, simplemente un hom- bre. El matrimonio patriarcal se venga del amo con la indulgencia que pone la mujer y que se ha hecho fo? nnula en el iro? nico lamen. to por el descontento y la falta de independencia del marido. Debajo de la falaz ideologi? a que coloca al hombre en un puesto super ior hay otra ideologi? a secreta , no menos falsa, que lo redu- ce a un puesto inferior , a vi? ctima de la manipulacio? n , de la manio- bra, del engan? o. El he? roe en zapatillas es la sombra del que tiene que enfrentarse a una vida hostil. Con la misma obtusa inteligen- cia con que la esposa juzga al esposo, juzgan generalmente los nin? os a los adultos. En la desproporcio? n que hay ent re su actitud autoritaria y su desamparo, desproporcio? n que necesariamente se manifiesta en la esfera privada, bay algo de ridi? culo. Todo matri- monio que interpreta bien su papel resulta co? mico, y esto es lo que trata de equilibrar la paciente comprensio? n de la mujer. Ape- nas hay mujer que lleve suficiente tiempo casada que no desaprue- be con sus cuchicheos las pequen? as debilidades del marido, La falsa proximidad estimula la malignidad, y en el a? mbito del con- sumo el ma? s fuerte es quien tiene la sarte? n por el mango. La dia- le? ctica del sen? or y el siervo de Hegel impera, hoy como ayer, en el orden arcaico de la casa, acentuada adema? s por el hecho de que
173
luego norma lment e pone a su servicio-s- no se lo permit e . 172
Par a
? ? ? ?