fora-- que es inmune a
cualquier
tipo de especificacio?
Hans-Ulrich-Gumbrecht
gicamente, nos preocupa ahora ma?
s la
Tierra que cuando todavi? a acaricia? bamos la idea de dejarla atra? s. Al mismo tiempo, y desde una pers- pectiva individual, el poder de cubrir el planeta, li- teralmente, con nuestros sistemas de comunicacio? n ha crecido de forma exponencial.
Por u? ltimo, en lugar de crear batallones de ro- bots que trabajen por nosotros, hemos desarrollado, sobre todo durante las tres u? ltimas de? cadas, la con- vergencia de nuestra mente con dispositivos elec- tro? nicos, hecho e? ste que, en lugar de propiciar una relacio? n amo/esclavo, parece una prolongacio? n de nuestra eficacia mental, y a veces incluso fi? sica, basada en el acoplamiento o en la integracio? n pros- te? tica de nuestros cuerpos con las ma? quinas. Nadie emplea la electro? nica sin trabajar para uno mismo,
y al mismo tiempo estamos, inevitablemente, tra- bajando para los dema? s. A primera vista, el mundo de los ordenadores da la impresio? n de que hemos ganado independencia y autonomi? a, pero esta visio? n optimista pasa por alto la naturaleza adictiva de este acoplamiento, y tal vez menosprecie tambie? n la ges- tacio? n, como resultado de nuestro uso acumulativo de los ordenadores, de un cerebro externo colec- tivo que podri? a terminar ejerciendo un poder ciego superior al imaginado por ningu? n estado totalitario. Porque con cada correo electro? nico que enviamos y cada pa? gina web que visitamos estamos contribu- yendo a la complejidad e intensidad de la red tec- nolo? gica dentro de la cual nos comunicamos o, lo que es pra? cticamente lo mismo, en la que vivimos.
[4]
A menudo se dice, al menos desde la perspectiva de la cultura occidental, que la globalizacio? n esta? en marcha desde hace al menos dos siglos. Si defini- mos la globalizacio? n como la creciente independen- cia de la informacio? n del espacio fi? sico, entonces el salto cuantitativo convertido en calidad --tanto en el sentido de ir a lugares para adquirir unos cono- cimientos especi? ficos como en el de la circulacio? n de conocimientos-- se produjo con el desarrollo de las redes de ferrocarril a principios del siglo xix. El auge y la reformulacio? n del concepto de cosmopo- litismo fue un si? ntoma de esta primera fase de un desarrollo a largo plazo. Su segunda etapa estuvo marcada por la aparicio? n de una serie de nuevas tecnologi? as de la comunicacio? n, empezando con el tele? fono, siguiendo con la radio y culminando con la televisio? n, la cual, tras unos inicios sorprenden- temente lentos, conquisto? el mundo entero en el transcurso de unos diez an? os, a partir de finales de la de? cada de los cuarenta. Hoy en di? a, a la gente joven le resulta difi? cil imaginar que los hinchas bra- silen? os no pudieran ver por televisio? n (assistir, como se dice, interesantemente, en portugue? s brasilen? o) en 1958 el partido en que su equipo gano? contra Suecia la Copa del Mundo de Fu? tbol en Estocolmo. El avance de mayor calado, sin embargo --aunque tal vez haya sido el menos espectacular-- fue el proceso de transformacio? n electro? nica y socializa- cio? n de un gran sector (todavi? a en expansio? n) de la humanidad: extendio? nuestra capacidad individual y colectiva para recibir y hacer circular informacio? n a escalas antes inimaginables. Ante nosotros se ex- tiende un nuevo umbral del que so? lo nos separan barreras legales, no tecnolo? gicas. Se trata del pro- yecto de Google que promete hacer accesibles en una pantalla de ordenador todos los documentos que existen en el planeta.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht 233
si la globaliza- cio? n ha aumentado para la mayori? a de nosotros las posibilidades
de sacar una foto con nuestras ca? maras digitales del Taj Mahal,
la O? pera de Sidney o las iglesias barrocas de Ouro Preto, tambie? n
ha disminuido la intensidad con
la que las cosas del mundo esta? n presentes para nosotros, con la que son tangibles.
Imaginar la realizacio? n de este proyecto --y lle- gara? , tarde o temprano-- nos ayuda a comprender que el principal desafi? o de la era electro? nica desde el punto de vista existencial ha sido la eliminacio? n de la dimensio? n de espacio en mu? ltiples niveles de nuestra experiencia y nuestro comportamiento. Si comprendemos que el proceso de la socializacio? n electro? nica --que, por supuesto, no es sino? nimo de globalizacio? n-- es la fuente de energi? a ma? s pode- rosa, entonces descubriremos una paradoja fasci- nante. Apoyada en la electro? nica, la globalizacio? n ha expandido y fortalecido nuestro control sobre el espacio del planeta (al cual hemos regresado recien- temente para establecer nuestros li? mites) hasta un nivel tal vez insuperable, mientras que, al mismo tiempo, ha excluido casi por completo el espacio de nuestra existencia.
Y no estoy hablando so? lo de la velocidad a la que puede viajar la informacio? n hoy o las fabulo- sas cantidades en las que esta? disponible y circula, como si el espacio ya no tuviera importancia alguna. Personalmente, no logro olvidar una ca? lida noche de viernes en Ri? o de Janeiro, cuando me reuni? con un grupo de amigos en un bonito restaurante en la playa de Botafogo, bajo el Pan de Azu? car, y observe? cerca de nosotros una mesa con cuatro atractivos jo? venes, evidentemente dos parejas, que en un de- terminado momento de la velada estaban hablando con otras personas por sus tele? fonos mo? viles. No importa si hablaban con amigos de Ri? o de Janeiro o de otra parte (puede que fuera incluso Nueva Zelanda): el hecho es que, a pesar de la belleza in- superable del entorno en el que se encontraban, la atencio? n de aquellos jo? venes estaba separada, en los cuatro casos, del lugar donde estaban sus cuer- pos. O, dicho de forma ma? s drama? tica, la situacio? n de sus cuerpos no teni? a relevancia alguna para la actividad de sus mentes. Desde la perspectiva de una escena como e? sta, tan comu? n hoy por hoy, se hace evidente que los ori? genes de la globalizacio? n se remontan mucho ma? s atra? s del siglo xix. Si la capacidad de separar la mente del cuerpo ha sido una condicio? n (y, ma? s recientemente, tambie? n una consecuencia) de la globalizacio? n, entonces globa- lizacio? n es lo mismo que Modernidad, puesto que depende de y comienza con la fo? rmula cartesiana de la autorreferencia humana: <<Pienso, luego existo>> (o, adaptada a los tiempos actuales, <<Produzco, hago circular y recibo informacio? n, luego existo>>). Ambas fo? rmulas presuponen la exclusio? n del cuerpo (y del espacio en cuanto dimensio? n de su articulacio? n) de la comprensio? n y definicio? n de lo que significa ser humano.
Eso quiere decir que, si la globalizacio? n ha au- mentado para la mayori? a de nosotros las posibili-
dades de sacar una foto con nuestras ca? maras digitales del Taj Mahal, la O? pera de Sidney o las iglesias barrocas de Ouro Preto, tambie? n ha dismi- nuido la intensidad con la que las cosas del mundo esta? n presentes para nosotros, con la que son tan- gibles. Aunque seri? a difi? cil argumentar que una relacio? n presencial y tangible con el mundo mate- rial que nos rodea es mejor que una basada en el conocimiento y la informacio? n, es interesante ver que muchos turistas de hoy en di? a no saben muy bien co? mo reaccionar ante la presencia real de unos monumentos, despue? s de haber invertido cantida- des importantes de dinero para poder verlos fi? sica- mente. De forma que terminan sacando cientos de fotografi? as que con toda probabilidad sera? n de me- nor calidad que las que ya han visto en sus casas por Internet; y e? sta es so? lo una de las muchas ra- zones por las que, probablemente, nunca dedicara? n tiempo a ver las fotos que sacaron. Una vez ma? s, me abstendre? de afirmar que esta relacio? n --en gran medida digital-- con el mundo material es existencialmente inferior a una relacio? n basada en la presencia fi? sica. En cualquier caso, sin embargo, parece omitir --o ma? s bien excluir directamente-- determinadas dimensiones pocas veces menciona- das de la existencia individual que, como reaccio? n a dicha omisio? n, parecen volverse ma? s evidentes.
[5]
Antes de que tratemos de averiguar cua? les son los aspectos de nuestra existencia que normalmente se pasan por alto, y que las presiones de la globa- lizacio? n hacen visibles, deberi? amos intentar iden- tificar otros feno? menos que tambie? n afectan a nuestras vidas, porque, aunque puedan estar de algu? n modo relacionados con la globalizacio? n, esta? n muy lejos de ser ide? nticos en el entramado espacio- presencia fi? sica. Uno de los aspectos ma? s comu? n- mente observados es la aparicio? n y ampliacio? n constante de un espacio especi? fico --una red de canales seri? a una buena meta?
fora-- que es inmune a cualquier tipo de especificacio? n o matiz local. Me refiero, por ejemplo, al espacio de los grandes aero- puertos, donde se exhiben los logos y el disen? o de las grandes li? neas ae? reas internacionales y se con- centran cafe? s y tiendas libres de impuestos con las marcas que encontramos en todas partes (tanto en su versio? n original como, en especial en los antes llamados pai? ses del Tercer Mundo, en imitaciones, un mercado en fuerte expansio? n). Starbucks y Mo? venpick, Montblanc, Chanel, Armani, Dolce & Gabbana y Prada (? ha mencionado alguien alguna vez que las marcas italianas --y la comida italiana en general-- han tenido mucha mayor presencia y
234
las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
e? xito en este mercado concreto que Estados Unidos, cuyos desafortunados McDonald's --por no hablar del inenarrable payaso Ronald McDonald-- suelen, en cambio, cargar con las culpas? ). La excelente peli? cula Lost in Translation trataba de ilustrar la imparable expansio? n y el perfeccionamiento de este emblema? tico canal de globalizacio? n, hasta el punto de que no es posible escapar a e? l. Porque te lleva del aeropuerto a tu hotel en el centro de Tokio o de Moscu? , y de ahi? --y, a ser posible, en autobu? s con aire acondicionado-- a los lugares histo? ricos y de intere? s turi? stico de dichas ciudades, antes de devolverte al aeropuerto.
Por lo tanto, se ha vuelto difi? cil encontrar situa- ciones que merezcan llamarse experiencias in situ (que seri? a la traduccio? n del te? rmino alema? n Erle- ben), en el sentido de que sean situaciones para las que no disponemos de conceptos prefabricados, ni de un enfoque sopesado ni, en el peor de los ca- sos, de billetes y un gui? a turi? stico. Esta situacio? n explica la moda --ya no tan nueva ni tan parado? - jica-- imperante en el turismo actual de ofrecer a los clientes potenciales vacaciones de aventura (o, como las llaman en los pai? ses de habla germana,
Erlebnis-Urlauben). Mientras tanto, aquellos sec- tores de las grandes ciudades y los pai? ses exo? ticos capaces de proporcionar aventuras y Erlebnisse se han vuelto demasiado peligrosos y hostiles. Las fa- velas brasilen? as, por ejemplo, nunca han sido esos enclaves roma? nticos rebosantes de samba y roman- ces apasionados descritos en la hermosa peli? cula francesa de la de? cada de los cincuenta Orfeo negro, pero hoy en di? a ningu? n turista demasiado curioso sobreviviri? a en ellas una sola noche, por muy bue- nas intenciones que abrigara.
El ingle? s (seguido de lejos por el espan? ol) se ha convertido en la koine? , la lengua comu? n de nues- tro mundo globalizado, a pesar de todos los esfuer- zos agresivos y poli? ticamente correctos por evitarlo. Sin duda, eso ha tenido mucho ma? s que ver con determinadas caracteri? sticas de la lengua inglesa (propiedades que comparte en gran medida con el espan? ol) que con el papel de Estados Unidos como antigua potencia hegemo? nica, y no estoy subrayando este punto para defender a Estados Unidos, sino porque quiero ilustrar hasta que? punto la globaliza- cio? n es un proceso que tiene ma? s de evolucio? n que de operacio? n o accio? n poli? tica planeada expresa- mente. Lo que le ha otorgado al ingle? s la categori? a de koine? es el hecho de que, debido a su relativa falta de complejidad en los aspectos morfolo? gico, sinta? ctico y fone? tico, quienes lo estudian pueden adquirir ra? pidamente una competencia elemental que les permite participar en formas de comuni- cacio? n ba? sica. E? sa es la ventaja. La desventaja es
que muchos hablantes nunca llegan a superar un nivel de comunicacio? n pidgin (lengua de contacto), lo que, trasladado a la comunicacio? n diaria, reduce su capacidad de expresarse en ingle? s a un mi? nimo inaceptable. Adema? s, y a diferencia de aquellas lenguas cuyas estructuras y convenciones permane- cen estables gracias a la autoridad de instituciones como la Acade? mie Franc? aise o la Real Academia Espan? ola (siendo e? sta u? ltima menos ri? gida que la primera), el ingle? s parece ser extremadamente to- lerante con sus hablantes pidgin, hasta el punto de aceptar determinadas variaciones de la norma que e? stos producen. Por lo tanto, es concebible imagi- nar que la relativa flexibilidad del idioma ingle? s en cuanto institucio? n cultural converge con el contexto histo? rico --el actual--, que esta? deseoso de (o al menos preparado para) adoptar el estilo informal de gobernanza en sus operaciones e interacciones, y que nos estimula a vivir a caballo entre diferentes zonas horarias. En este sentido, nuestro mundo es muy diferente del de los siglos xvii y xviii, cuando el france? s era la lengua koine? y la fe en la autoridad y dignidad de las soluciones racionales era ilimitada (lo que equivale a decir que so? lo habi? a una u? nica solucio? n correcta y posible para cada problema). Ahora, en cambio, los creadores de marcas se resis- ten a perseguir judicialmente a los falsificadores, y los grama? ticos consideran que el empleo de lenguas pidgin puede resultar productivo. Algunas mentes cri? ticas dira? n que semejante desidia alcanzo? propor- ciones drama? ticas, de consecuencias irreversibles para nuestro planeta, con la aceptacio? n de los viajes por aire (y de otros medios de locomocio? n basados en la combustio? n) como pra? ctica comu? n y requisito para la globalizacio? n y, por lo tanto, para nuestra cre- ciente independencia del espacio fi? sico, a pesar de sus devastadoras consecuencias para el medioam- biente. Una respuesta posible a estas cri? ticas seri? a que nuestra creciente conciencia de dichas huellas ecolo? gicas demuestra que por lo menos hemos em- pezado a reaccionar a los excesos de la globalizacio? n.
[6]
Permi? tanme que insista: la creciente independencia de la informacio? n del espacio fi? sico y la impresio? n generalizada de que la existencia humana podri? a en algu? n momento alcanzar una situacio? n similar pare- cen haber activado una nueva conciencia de deter- minadas necesidades ba? sicas para la humanidad. Aqui? reside el potencial para una antropologi? a nega- tiva desencadenada por la globalizacio? n. Pero tambie? n quiero mencionar que el deseo actual de recuperar las dimensiones del cuerpo y el espacio puede expli- carse muy bien con un argumento diferente, uno que
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht 235
238 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
no tiene que ver con la globalizacio? n. Desde un punto de vista filoso? fico y epistemolo? gico, tiene sentido afirmar que la concepcio? n cartesiana, y por lo tanto incorpo? rea, del ser humano soli? a asociarse a la di- mensio? n especi? fica del presente en una construccio? n historicista del tiempo, es decir, del presente como algo meramente de transicio? n, tal y como daba por hecho el historicismo. Al adaptar la experiencia del pasado a las condiciones presentes y futuras el su- jeto soli? a escoger, dentro del marco del presente inmediato, de entre las muchas oportunidades que el futuro pareci? a brindar. Esto, escoger entre mu? lti- ples posibilidades futuras basa? ndose en la experien- cia pasada, es lo que soli? amos llamar accio? n.
Hoy tenemos la creciente sensacio? n de que nues- tro presente se ha ampliado y esta? cercado por un fu- turo que no alcanzamos a ver, y cuyo acceso nos esta? negado, y un pasado que no somos capaces de dejar atra? s. Sin embargo, si el sujeto cartesiano depen- diera del presente (historicista) en cuanto presente de mera transicio? n, entonces el presente --nuevo y en constante expansio? n-- no podri? a ser ya el del sujeto cartesiano. Esta visio? n parece explicar, en contra de la esencia de la tradicio? n cartesiana, nues- tra renovada preocupacio? n por los aspectos fi? sicos de la existencia humana y el espacio en cuanto di- mensio? n en la que e? stos aparecen, aunque no entra necesariamente en contradiccio? n con una visio? n de los propios efectos de incorporeidad que son conse- cuencia de la globalizacio? n, es decir, con el enfoque que hasta ahora hemos adoptado. Porque se podri? a afirmar, entre otras cosas, que la nueva y poshisto- ricista construccio? n del tiempo es tambie? n una rea- ccio? n al feno? meno y los efectos de la globalizacio? n.
Sin lugar a dudas, el si? ntoma ma? s visible y ubi- cuo del deseo y la necesidad de recuperar la di- mensio? n corpo? rea de la existencia humana es la institucio? n del deporte tal y como se ha desarrollado, de forma masiva y al mismo tiempo compleja, desde principios del siglo xix. Nunca antes los deportes habi? an penetrado en todos los grupos y enclaves so- ciales, nunca habi?
Tierra que cuando todavi? a acaricia? bamos la idea de dejarla atra? s. Al mismo tiempo, y desde una pers- pectiva individual, el poder de cubrir el planeta, li- teralmente, con nuestros sistemas de comunicacio? n ha crecido de forma exponencial.
Por u? ltimo, en lugar de crear batallones de ro- bots que trabajen por nosotros, hemos desarrollado, sobre todo durante las tres u? ltimas de? cadas, la con- vergencia de nuestra mente con dispositivos elec- tro? nicos, hecho e? ste que, en lugar de propiciar una relacio? n amo/esclavo, parece una prolongacio? n de nuestra eficacia mental, y a veces incluso fi? sica, basada en el acoplamiento o en la integracio? n pros- te? tica de nuestros cuerpos con las ma? quinas. Nadie emplea la electro? nica sin trabajar para uno mismo,
y al mismo tiempo estamos, inevitablemente, tra- bajando para los dema? s. A primera vista, el mundo de los ordenadores da la impresio? n de que hemos ganado independencia y autonomi? a, pero esta visio? n optimista pasa por alto la naturaleza adictiva de este acoplamiento, y tal vez menosprecie tambie? n la ges- tacio? n, como resultado de nuestro uso acumulativo de los ordenadores, de un cerebro externo colec- tivo que podri? a terminar ejerciendo un poder ciego superior al imaginado por ningu? n estado totalitario. Porque con cada correo electro? nico que enviamos y cada pa? gina web que visitamos estamos contribu- yendo a la complejidad e intensidad de la red tec- nolo? gica dentro de la cual nos comunicamos o, lo que es pra? cticamente lo mismo, en la que vivimos.
[4]
A menudo se dice, al menos desde la perspectiva de la cultura occidental, que la globalizacio? n esta? en marcha desde hace al menos dos siglos. Si defini- mos la globalizacio? n como la creciente independen- cia de la informacio? n del espacio fi? sico, entonces el salto cuantitativo convertido en calidad --tanto en el sentido de ir a lugares para adquirir unos cono- cimientos especi? ficos como en el de la circulacio? n de conocimientos-- se produjo con el desarrollo de las redes de ferrocarril a principios del siglo xix. El auge y la reformulacio? n del concepto de cosmopo- litismo fue un si? ntoma de esta primera fase de un desarrollo a largo plazo. Su segunda etapa estuvo marcada por la aparicio? n de una serie de nuevas tecnologi? as de la comunicacio? n, empezando con el tele? fono, siguiendo con la radio y culminando con la televisio? n, la cual, tras unos inicios sorprenden- temente lentos, conquisto? el mundo entero en el transcurso de unos diez an? os, a partir de finales de la de? cada de los cuarenta. Hoy en di? a, a la gente joven le resulta difi? cil imaginar que los hinchas bra- silen? os no pudieran ver por televisio? n (assistir, como se dice, interesantemente, en portugue? s brasilen? o) en 1958 el partido en que su equipo gano? contra Suecia la Copa del Mundo de Fu? tbol en Estocolmo. El avance de mayor calado, sin embargo --aunque tal vez haya sido el menos espectacular-- fue el proceso de transformacio? n electro? nica y socializa- cio? n de un gran sector (todavi? a en expansio? n) de la humanidad: extendio? nuestra capacidad individual y colectiva para recibir y hacer circular informacio? n a escalas antes inimaginables. Ante nosotros se ex- tiende un nuevo umbral del que so? lo nos separan barreras legales, no tecnolo? gicas. Se trata del pro- yecto de Google que promete hacer accesibles en una pantalla de ordenador todos los documentos que existen en el planeta.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht 233
si la globaliza- cio? n ha aumentado para la mayori? a de nosotros las posibilidades
de sacar una foto con nuestras ca? maras digitales del Taj Mahal,
la O? pera de Sidney o las iglesias barrocas de Ouro Preto, tambie? n
ha disminuido la intensidad con
la que las cosas del mundo esta? n presentes para nosotros, con la que son tangibles.
Imaginar la realizacio? n de este proyecto --y lle- gara? , tarde o temprano-- nos ayuda a comprender que el principal desafi? o de la era electro? nica desde el punto de vista existencial ha sido la eliminacio? n de la dimensio? n de espacio en mu? ltiples niveles de nuestra experiencia y nuestro comportamiento. Si comprendemos que el proceso de la socializacio? n electro? nica --que, por supuesto, no es sino? nimo de globalizacio? n-- es la fuente de energi? a ma? s pode- rosa, entonces descubriremos una paradoja fasci- nante. Apoyada en la electro? nica, la globalizacio? n ha expandido y fortalecido nuestro control sobre el espacio del planeta (al cual hemos regresado recien- temente para establecer nuestros li? mites) hasta un nivel tal vez insuperable, mientras que, al mismo tiempo, ha excluido casi por completo el espacio de nuestra existencia.
Y no estoy hablando so? lo de la velocidad a la que puede viajar la informacio? n hoy o las fabulo- sas cantidades en las que esta? disponible y circula, como si el espacio ya no tuviera importancia alguna. Personalmente, no logro olvidar una ca? lida noche de viernes en Ri? o de Janeiro, cuando me reuni? con un grupo de amigos en un bonito restaurante en la playa de Botafogo, bajo el Pan de Azu? car, y observe? cerca de nosotros una mesa con cuatro atractivos jo? venes, evidentemente dos parejas, que en un de- terminado momento de la velada estaban hablando con otras personas por sus tele? fonos mo? viles. No importa si hablaban con amigos de Ri? o de Janeiro o de otra parte (puede que fuera incluso Nueva Zelanda): el hecho es que, a pesar de la belleza in- superable del entorno en el que se encontraban, la atencio? n de aquellos jo? venes estaba separada, en los cuatro casos, del lugar donde estaban sus cuer- pos. O, dicho de forma ma? s drama? tica, la situacio? n de sus cuerpos no teni? a relevancia alguna para la actividad de sus mentes. Desde la perspectiva de una escena como e? sta, tan comu? n hoy por hoy, se hace evidente que los ori? genes de la globalizacio? n se remontan mucho ma? s atra? s del siglo xix. Si la capacidad de separar la mente del cuerpo ha sido una condicio? n (y, ma? s recientemente, tambie? n una consecuencia) de la globalizacio? n, entonces globa- lizacio? n es lo mismo que Modernidad, puesto que depende de y comienza con la fo? rmula cartesiana de la autorreferencia humana: <<Pienso, luego existo>> (o, adaptada a los tiempos actuales, <<Produzco, hago circular y recibo informacio? n, luego existo>>). Ambas fo? rmulas presuponen la exclusio? n del cuerpo (y del espacio en cuanto dimensio? n de su articulacio? n) de la comprensio? n y definicio? n de lo que significa ser humano.
Eso quiere decir que, si la globalizacio? n ha au- mentado para la mayori? a de nosotros las posibili-
dades de sacar una foto con nuestras ca? maras digitales del Taj Mahal, la O? pera de Sidney o las iglesias barrocas de Ouro Preto, tambie? n ha dismi- nuido la intensidad con la que las cosas del mundo esta? n presentes para nosotros, con la que son tan- gibles. Aunque seri? a difi? cil argumentar que una relacio? n presencial y tangible con el mundo mate- rial que nos rodea es mejor que una basada en el conocimiento y la informacio? n, es interesante ver que muchos turistas de hoy en di? a no saben muy bien co? mo reaccionar ante la presencia real de unos monumentos, despue? s de haber invertido cantida- des importantes de dinero para poder verlos fi? sica- mente. De forma que terminan sacando cientos de fotografi? as que con toda probabilidad sera? n de me- nor calidad que las que ya han visto en sus casas por Internet; y e? sta es so? lo una de las muchas ra- zones por las que, probablemente, nunca dedicara? n tiempo a ver las fotos que sacaron. Una vez ma? s, me abstendre? de afirmar que esta relacio? n --en gran medida digital-- con el mundo material es existencialmente inferior a una relacio? n basada en la presencia fi? sica. En cualquier caso, sin embargo, parece omitir --o ma? s bien excluir directamente-- determinadas dimensiones pocas veces menciona- das de la existencia individual que, como reaccio? n a dicha omisio? n, parecen volverse ma? s evidentes.
[5]
Antes de que tratemos de averiguar cua? les son los aspectos de nuestra existencia que normalmente se pasan por alto, y que las presiones de la globa- lizacio? n hacen visibles, deberi? amos intentar iden- tificar otros feno? menos que tambie? n afectan a nuestras vidas, porque, aunque puedan estar de algu? n modo relacionados con la globalizacio? n, esta? n muy lejos de ser ide? nticos en el entramado espacio- presencia fi? sica. Uno de los aspectos ma? s comu? n- mente observados es la aparicio? n y ampliacio? n constante de un espacio especi? fico --una red de canales seri? a una buena meta?
fora-- que es inmune a cualquier tipo de especificacio? n o matiz local. Me refiero, por ejemplo, al espacio de los grandes aero- puertos, donde se exhiben los logos y el disen? o de las grandes li? neas ae? reas internacionales y se con- centran cafe? s y tiendas libres de impuestos con las marcas que encontramos en todas partes (tanto en su versio? n original como, en especial en los antes llamados pai? ses del Tercer Mundo, en imitaciones, un mercado en fuerte expansio? n). Starbucks y Mo? venpick, Montblanc, Chanel, Armani, Dolce & Gabbana y Prada (? ha mencionado alguien alguna vez que las marcas italianas --y la comida italiana en general-- han tenido mucha mayor presencia y
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e? xito en este mercado concreto que Estados Unidos, cuyos desafortunados McDonald's --por no hablar del inenarrable payaso Ronald McDonald-- suelen, en cambio, cargar con las culpas? ). La excelente peli? cula Lost in Translation trataba de ilustrar la imparable expansio? n y el perfeccionamiento de este emblema? tico canal de globalizacio? n, hasta el punto de que no es posible escapar a e? l. Porque te lleva del aeropuerto a tu hotel en el centro de Tokio o de Moscu? , y de ahi? --y, a ser posible, en autobu? s con aire acondicionado-- a los lugares histo? ricos y de intere? s turi? stico de dichas ciudades, antes de devolverte al aeropuerto.
Por lo tanto, se ha vuelto difi? cil encontrar situa- ciones que merezcan llamarse experiencias in situ (que seri? a la traduccio? n del te? rmino alema? n Erle- ben), en el sentido de que sean situaciones para las que no disponemos de conceptos prefabricados, ni de un enfoque sopesado ni, en el peor de los ca- sos, de billetes y un gui? a turi? stico. Esta situacio? n explica la moda --ya no tan nueva ni tan parado? - jica-- imperante en el turismo actual de ofrecer a los clientes potenciales vacaciones de aventura (o, como las llaman en los pai? ses de habla germana,
Erlebnis-Urlauben). Mientras tanto, aquellos sec- tores de las grandes ciudades y los pai? ses exo? ticos capaces de proporcionar aventuras y Erlebnisse se han vuelto demasiado peligrosos y hostiles. Las fa- velas brasilen? as, por ejemplo, nunca han sido esos enclaves roma? nticos rebosantes de samba y roman- ces apasionados descritos en la hermosa peli? cula francesa de la de? cada de los cincuenta Orfeo negro, pero hoy en di? a ningu? n turista demasiado curioso sobreviviri? a en ellas una sola noche, por muy bue- nas intenciones que abrigara.
El ingle? s (seguido de lejos por el espan? ol) se ha convertido en la koine? , la lengua comu? n de nues- tro mundo globalizado, a pesar de todos los esfuer- zos agresivos y poli? ticamente correctos por evitarlo. Sin duda, eso ha tenido mucho ma? s que ver con determinadas caracteri? sticas de la lengua inglesa (propiedades que comparte en gran medida con el espan? ol) que con el papel de Estados Unidos como antigua potencia hegemo? nica, y no estoy subrayando este punto para defender a Estados Unidos, sino porque quiero ilustrar hasta que? punto la globaliza- cio? n es un proceso que tiene ma? s de evolucio? n que de operacio? n o accio? n poli? tica planeada expresa- mente. Lo que le ha otorgado al ingle? s la categori? a de koine? es el hecho de que, debido a su relativa falta de complejidad en los aspectos morfolo? gico, sinta? ctico y fone? tico, quienes lo estudian pueden adquirir ra? pidamente una competencia elemental que les permite participar en formas de comuni- cacio? n ba? sica. E? sa es la ventaja. La desventaja es
que muchos hablantes nunca llegan a superar un nivel de comunicacio? n pidgin (lengua de contacto), lo que, trasladado a la comunicacio? n diaria, reduce su capacidad de expresarse en ingle? s a un mi? nimo inaceptable. Adema? s, y a diferencia de aquellas lenguas cuyas estructuras y convenciones permane- cen estables gracias a la autoridad de instituciones como la Acade? mie Franc? aise o la Real Academia Espan? ola (siendo e? sta u? ltima menos ri? gida que la primera), el ingle? s parece ser extremadamente to- lerante con sus hablantes pidgin, hasta el punto de aceptar determinadas variaciones de la norma que e? stos producen. Por lo tanto, es concebible imagi- nar que la relativa flexibilidad del idioma ingle? s en cuanto institucio? n cultural converge con el contexto histo? rico --el actual--, que esta? deseoso de (o al menos preparado para) adoptar el estilo informal de gobernanza en sus operaciones e interacciones, y que nos estimula a vivir a caballo entre diferentes zonas horarias. En este sentido, nuestro mundo es muy diferente del de los siglos xvii y xviii, cuando el france? s era la lengua koine? y la fe en la autoridad y dignidad de las soluciones racionales era ilimitada (lo que equivale a decir que so? lo habi? a una u? nica solucio? n correcta y posible para cada problema). Ahora, en cambio, los creadores de marcas se resis- ten a perseguir judicialmente a los falsificadores, y los grama? ticos consideran que el empleo de lenguas pidgin puede resultar productivo. Algunas mentes cri? ticas dira? n que semejante desidia alcanzo? propor- ciones drama? ticas, de consecuencias irreversibles para nuestro planeta, con la aceptacio? n de los viajes por aire (y de otros medios de locomocio? n basados en la combustio? n) como pra? ctica comu? n y requisito para la globalizacio? n y, por lo tanto, para nuestra cre- ciente independencia del espacio fi? sico, a pesar de sus devastadoras consecuencias para el medioam- biente. Una respuesta posible a estas cri? ticas seri? a que nuestra creciente conciencia de dichas huellas ecolo? gicas demuestra que por lo menos hemos em- pezado a reaccionar a los excesos de la globalizacio? n.
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Permi? tanme que insista: la creciente independencia de la informacio? n del espacio fi? sico y la impresio? n generalizada de que la existencia humana podri? a en algu? n momento alcanzar una situacio? n similar pare- cen haber activado una nueva conciencia de deter- minadas necesidades ba? sicas para la humanidad. Aqui? reside el potencial para una antropologi? a nega- tiva desencadenada por la globalizacio? n. Pero tambie? n quiero mencionar que el deseo actual de recuperar las dimensiones del cuerpo y el espacio puede expli- carse muy bien con un argumento diferente, uno que
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht 235
238 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
no tiene que ver con la globalizacio? n. Desde un punto de vista filoso? fico y epistemolo? gico, tiene sentido afirmar que la concepcio? n cartesiana, y por lo tanto incorpo? rea, del ser humano soli? a asociarse a la di- mensio? n especi? fica del presente en una construccio? n historicista del tiempo, es decir, del presente como algo meramente de transicio? n, tal y como daba por hecho el historicismo. Al adaptar la experiencia del pasado a las condiciones presentes y futuras el su- jeto soli? a escoger, dentro del marco del presente inmediato, de entre las muchas oportunidades que el futuro pareci? a brindar. Esto, escoger entre mu? lti- ples posibilidades futuras basa? ndose en la experien- cia pasada, es lo que soli? amos llamar accio? n.
Hoy tenemos la creciente sensacio? n de que nues- tro presente se ha ampliado y esta? cercado por un fu- turo que no alcanzamos a ver, y cuyo acceso nos esta? negado, y un pasado que no somos capaces de dejar atra? s. Sin embargo, si el sujeto cartesiano depen- diera del presente (historicista) en cuanto presente de mera transicio? n, entonces el presente --nuevo y en constante expansio? n-- no podri? a ser ya el del sujeto cartesiano. Esta visio? n parece explicar, en contra de la esencia de la tradicio? n cartesiana, nues- tra renovada preocupacio? n por los aspectos fi? sicos de la existencia humana y el espacio en cuanto di- mensio? n en la que e? stos aparecen, aunque no entra necesariamente en contradiccio? n con una visio? n de los propios efectos de incorporeidad que son conse- cuencia de la globalizacio? n, es decir, con el enfoque que hasta ahora hemos adoptado. Porque se podri? a afirmar, entre otras cosas, que la nueva y poshisto- ricista construccio? n del tiempo es tambie? n una rea- ccio? n al feno? meno y los efectos de la globalizacio? n.
Sin lugar a dudas, el si? ntoma ma? s visible y ubi- cuo del deseo y la necesidad de recuperar la di- mensio? n corpo? rea de la existencia humana es la institucio? n del deporte tal y como se ha desarrollado, de forma masiva y al mismo tiempo compleja, desde principios del siglo xix. Nunca antes los deportes habi? an penetrado en todos los grupos y enclaves so- ciales, nunca habi?