a
verdaderamente
signi- fica.
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
De la cri?
tica de la conciencia burguesa so?
lo queda el encogimiento de hombros con que todos los me?
dicos manifiestan su secreta certidumbre de la muerte.
En la psicologfe, en el fraude abismal de lo puramente interior, que no en vano tiene que ver con las <<properties>> de los hombres, se refleja lo que la organizacio?
n de la sociedad burguesa desde siem- pre hizo con la propiedad exterior.
La desarrollo?
como un resul- tado del intercambio social, pero con una cla?
usula objetiva de re- tencio?
n que cada burgue?
s daba por sobreentendida.
De este modo, el individuo recibe la investidura de la clase, y los que la otorgan esta?
n dispuestos a retira?
rsela en cuanto la propiedad general pue?
da resultar peligrosa a su propio principio, que es precisamente e!
de la retencio?
n.
La psicologi?
a repite con las cualidades lo acon- tecido con la propiedad.
Expropia al individuo al concederle su clase de felicidad.
40
Hablar siempre, pensar nunca. - D csde que con la ayuda del
cine. las soap operas y el horney la psicologi? a profunda penetra 62
en los u? ltimos rincones, la cultura organizada corta a los hombres el acceso a la u? ltima posibilidad de la experiencia de si? mismos. El esclarecimiento ya facilitado transforma no so? lo la reflexio? n esponta? nea, sino tambie? n la visio? n anali? tica, cuya fuerza es igual a la energi? a y el sufrimiento con que se alcanza, en productos de masas, y los dolorosos secretos de la historia individual, que el me? todo ortodoxo se inclina ya a reducir a fo? rmulas, en vulgares convenciones. La disolucio? n de las racionalizaciones se torna ella misma una racionalizacio? n. En lugar de tomar sobre si? la labor
de aurognosis, los adoctrinados adquieren la capacidad de subsu. mir todos los conflictos bajo conceptos como complejo de infe- rioridad, dependencia materna, extroversio? n e introversio? n, que en el fondo son poco menos que inu? tiles. El horror al abismo del yo es eliminado mediante la conciencia de que no se trata ma? s que de una artritis o de sinus troubles, De ese modo pierden los conflictos su aspecto amenazador. Son aceptados; pero en modo alguno dominados, sino encajados en la superficie de la vida nor- mada como gajes inevitables de la misma. Slmultaneenre son ab- sorbidos como un mal universal por el mecanismo de la inmediata identificacio? n del individuo con la instancia social, mecanismo que
desde hace tiempo ha definido las conductas presuntamente ncr- males. En el lugar de la catar sis, cuya excelencia es de todos mo- dos dudosa, aparece la procurad o? n del placer de ser hasta en la propia debilidad un exponente de la mayori? a y asi? conseguir no tant? , como antan? o los internados en los sanatorios, el prestigio del Interesante caso patolo? gico como, justamente en virtud de los defectos que se padecen, acreditar la pertenencia a esa mayoria y concentrar en si? el poder y la magnitud de lo colectivo. El narci- s. is~? , que con ~a ~ecadencia del yo queda privado de su objeto Hbi? dinal, es sustituido por el placer masoquista de no ser ma? s un
yo, y la generacio? n en ascenso vela por su ausencia de yo ma? s celosamente que por ninguno de sus bienes, como si fuese una posesio? n comu? n duradera. El imperio de la cosificacio? n y de la norma se expande asi? hasta abarcar su extrema contradiccio? n: lo supuestamente anormal y cao? tico. Lo inconmensurable se vuelve de ese modo conmensurable, y el individuo apenas es ya capaz de acto alguno que no sea susceptible de figurar como ejemplo de e? sta o aquella constelacio? n pu? blicamente reconocida. Esta identi- cacio? n exteriormente aceptada y en cierto modo efectuada ma? s alla? de la dina? mica propia acaba eliminando, junto con la genuina conciencia del propio acto, el acto mismo. Este se torna una reac- cio? n provocable y revocable de a? tomos estereotipados a esti? mulos
63
? ? estereotipados. Por otra parte, la convencionalizacie? ri del psico- ana? lisis lleva a efecto su particular castracio? n: los motivos sexua- les, en parte negados, en parte aprobados, se vuelven completa- mente inofensivos, mas tambie? n completamente fu? tiles. Junto con la angustia que producen se desvanece igualmente el placer que pueden producir. De este modo, el propio psicoana? lisis resulta ser una vi? ctima de la sustitucio? n del Super-Yo recibido por la acepta- cio? n tenaz de lo externo carente de relacio? n que e? l mismo ensen? o? a comprender. El u? himo de los grandes teoremas de la autocrl- rica burguesa se ha convertido en un medio para volver absoluta la autoalienacio? n burguesa en sus u? ltimas fases y aun desvanecer el recuerdo de la vieja herida donde arraiga la esperanza de una
vida mejor en el futu ro.
41
Dentro y /uera. -Por piedad, por negligencia o por ca? lculo se deja a la filosofi? a seguir faenando en ci? rculos acade? micos cada vez ma? s estrechos, y hasta en ellos mismos se aspira con reno- vado empen? o a sustituirla por la tautologi? a organizada. El que se entrega a la meditacio? n desde su puesto de funcionario se crea, como hace cien an? os, la obligacio? n de ser en toda ocasio? n tan ino- cente como los colegas de quienes depende su carrera. Pero el pen- samiento extraecad e? mico, que intenta escapar a tal obligacio? n tanto como a la contradiccio? n entre unas materias pomposas y el trata-
miento pequen? o-burgue? s de las mismas, se halla expuesto a un peligro no mucho menor: elde la presio? n econo? mica del mercado, de la que, al menos en Europa, los profesores estaban a salvo. El filo? sofo que desea ganarse el sustento como escritor debe ofrec:r en cada ocasio? n cosas finas y selectas, afirmarse en el monopolio de lo raro frente al de lo oficial. El desagradable concepto de la exquisitez espiritual inventado por los pedantes obtiene al fi~al
entre los enemigos de e? stos su vergonzoso derecho. Cuando e! vre- jo articulista sin fortuna suspira ante la exigencia del direc tor de! perio? dico de escribir con ma? s brillantez, denuncia con toda natu- ralidad la ley que secretamente impera, detra? s de las obras, sobre el eros cosmogo? nico y el cosmos ateo, la metamorfosis de los dio- ses y el misterio del Evangelio de San Juan. El estilo de vida del bohemio rezagado a que se halla abocado el filo? sofo no acade? mico le lleva con todo a una fatal afinidad con el arte industrial, la
cursileri? a y la pseudoerudicio? n sectaria. El Munich anterior a la primera guerra mundial fue un foco de aquella espiritualidad cuya protesta contra el racionalismo de las escuelas en el culto a los bailes de disfraces desemboco? con ma? s rapidez si cabe en el fascis- mo que el feble sistema del viejo Rickert. El poder de I? a progre. siva organizacio? n del pensamiento es tan grande que a los que resuelven mantenerse fuera los empuja a la vanidad del resenti? - miento, a la garruleri? a de la autoalabanza y, a los inferiores, a la simulacio? n. Cuando los profesores titulares sientan el princi- pio del sum ergo cogito para luego quedar a merced del sistema abierto de la agorafobia y sentirse arrojados en la comunidad del pueblo, sus adversarios se extravi? an, si no se mantienen bien aler- ta, por los dominios de la grafologi? a y la gimnasia rftmica. A los obsesos de alla? corresponden aqui? los paranoicos. La ferviente opo- sicio? n a la investigacio? n de meros hechos, la legitima conciencia de que el cienrismo olvida lo mejor acentu? a, en tanto que conciencia ingenua, la escisio? n que padece. En lugar de entender los hechos
en los que los otros se escudan, recoge desordenadamente lo que en su precipitacio? n encuentra, emprende la huida y juega con los conocimientos apo? crifos, con el par de categori? as aisladas e hipos- tasiadas y consigo misma de forma tan acri? tica que al cabo la re- misio? n a los hechos inflexibles sale ganando. Es ni ma? s ni menos el elemento cri? tico lo que el pensamiento aparentemente indepen- diente pierde. La insistencia en el misterio co? smico oculto bajo la corteza, que deja respetuosamente intacta su relacio? n con la corteza misma, confirma con harta frecuencia, precisamente mediante esa abstencio? n, que dicha relacio? n tiene tambie? n su sentido, un sen- tido que es necesario admitir sin ma? s cuestio? n. Entre la delecta- cio? n en el vaci? o y la mentira de la abundancia, la clase dominante del espi? ritu no admite ningu? n tercero.
A pesar de todo, la visio? n de lo lejano, el odio a la banalidad, la bu? squeda de lo au? n no manido, de 10 au? n no captado por el esquema conceptual universal, constituyen la u? ltima posibilidad para el pensamiento. En una jerarqui? a espiritual que continuamen. te reclama responsabilidad, so? lo la irresponsabilidad es capaz de conocer directamente lo que esa jerarqui?
a verdaderamente signi- fica. La esfera de la circulacio? n, cuyas marcas ostentan los intelec- tuales independientes, abre al espi? ritu con el que comercia sus u? ltimos refugios en un momento en que e? stos propiamente ya no existen. El que ofrece algo u? nico que nadie quiere ya comprar personifica, aun contra su voluntad, la libertad de cambio.
64
65
? ? ? 42
Liher'tUi de pensamiento. -El desbancamiento de la filosofi? a por la ciencia ha conducido, como se sabe. a una separacio? n de los dos elementos cuya unidad constituye, de acuerdo con Hegel, la vida de la filosofi? a: la reflexio? n y la especulacio? n. A las deter- minaciones de la reflexio? n se les cede desengan? adamente el reino de la verdad, donde la especulacio? n es tolerada de mala gana so? lo
con vistas a la formulacio? n de hipo? tesis. las cuales habra? n de inven- tarse fuera de las horas laborales y tenerse listas en el plazo ma? s breve. Pero quien creyera que el plano especulativo se manten- dri? a inaherado en su naturaleza exrraci? enun? ca, sin verse afectado por las actividades de la estadi? stica universal, se equivocari? a de punta a cabo. Para empezar, la disociacio? n de la reflexio? n es ya de por s? nociva para la especulacio? n. Esta o bien queda degrada- da a una repeticio? n erudita de modelos filoso? ficos tradicionales o bien degenera, en su distanciamiento de unos hechos ciegos, en un descontrolado comentario de la personal visio? n del mundo. Pero no contenta con eso, la propia actividad cienti? fica se incorpora la especulacio? n. Entre las funciones pu? blicas del psicoana? lisis, esa incorporacio? n no es la u? lrima. Su medio es la libre asociacio? n. El camino hacia el inconsciente de los pacientes es allanado excu- sa? ndolos de la responsabilidad de la reflexio? n, y la propia teori? a anali? tica sigue la misma vi? a, ya dejando que la marcha o el estan- camiento de las asociaciones le indiquen sus diagno? sticos, ya con- fia? ndose los analistas, y precisamente los ma? s dotados, como Grod- deck, a su propia asociacio? n. En el diva? n se proyecta, relajado,
lo que una vez, en la ca? redra, fue obra de la extrema tensio? n del pensamiento desde Schelling y Hegel: el desciframiento del feno? - meno. Pero tal aflojamiento de la tensio? n afecta a la calidad de las ideas: la diferencia apenas es menor de la que existe entre la filosofi? a de la revelacio? n y el cotilleo de una suegra. El mismo mo- vimiento del espi? ritu que una vez hubo de elevar su <<material>> a concepto , es ahora rebajado a mero material para el orden con- ceptual. Cualquier cosa que a alguien se le ocurra es suficiente para que los expertos decidan si el responsable es un cara? cter obsesivo, un tipo oral o un histe? rico. Debido a la mitigacio? n de la responsabilidad que supone el desligami? emo de la reflexio? n y
del control del entendimiento, la propia especulacio? n queda, como objeto, en manos de la ciencia, y su subjetividad disuelta en ella. Cuando el esquema rector del ana? lisis le hace recordar a la idea
sus orfgenes inconscientes, olvida que es una idea. De juicio ver- dadero ~asa a ser materia neutral. En lugar de entregarse a la elaboracio? n dcl concepto para lograr ser duen? a de si? misma se confi? a impotente a la labor del doctor, que supone lo sabe ya todo. De ese modo, la especulacio? n queda definitivamente rota y convertida en un hecho a incluir en alguna de las ramas de la clasificacio? n como un documento ma? s de lo inmodificable.
43
No amedrenJarse. _Que? sea objetivamente la verdad es bien ~ifi? cil decidi~Jo, pero en el trato con los hombres no hay que de- Jar~e. aterronzar por ello. Hay criterios que para lo primero son sufi? clcnres. Uno de los ma? s seguros consiste en que a uno se le objete que una asercio? n suya es <<demasiado subjetiva>>. Pero si se lo emplea sobre todo con aquella indignacio? n en la que resuena la ~riosa armoni? a de t~as las gentes razonables, entonces hay raaon para quedar unos instantes en paz con uno mismo. Los con-
ceptos de. 10. subjetivo y lo objetivo se han invertido por comple- tooLo objetivo es la parle incontrastable del feno? meno su efigie i~~uestionablemente aceptada, la fachada compuesta de 'datos ele- sl~lcados, en suma lo subjetivo; y subjetivo se llama a lo que de- rriba todo eso, accede a la experiencia especi? fica de la cosa, se des-
embaraza de las convenciones de la opinio? n e instaura la relacio? n con el objeto en sustitucio? n de las decisiones mayoritarias de aque- llos que no llegan a intuirlo y menos aun a pensarlo, en suma a lo objetivo. Cua? n fu? til es la objecio? n formal de la relatividad sub- jetiva, ~ . pone de manifiesto en su propio terreno, el de los jui- CIOS ~steucos. El que. alguna vez, por la fuerza de sus precisas reacciones ante la seriedad de la disciplina de una obra ani? sri? ca. se somete a su ley formal inmanente y a la sugestio? n de su com- posicio? n, ve co? mo se le desvanece la prevencio? n de 10 meramente
subjetivo de su experiencia como una mi? sera ilusio? n, y cada paso que avanza, merced a su inervacio? n en extremo subjetiva en su familiarizacio? n con la obra tiene una fuerza objetiva inccmpara- blemcnre mayor que las grandes y consagradas conceptualizaciones acerca, por ejemplo, del <<estilo>>, cuya pretensio? n cienti? fica se impone a costa de tal experiencia. Esto es doblemente cierto en l~ era del positivismo y de la industria cultural, cuya objetividad viene calculada por los sujetos que la organizan. Frente a e? sta, la
66
67
? ? ? ? ? ? razo? n se ha refugiado toda ella, y en completa reclusio? n, en las idiosincrasias, a las que la arbitrariedad de los poderosos acusa de arbitrariedad porque quieren la impotencia de los sujetos; y ello por temor a la objetividad, que en tales sujetos se halla la- tente.
44
Para postsocTtI? ticos. - P a ra el intelectual que se propone hacer lo que antan? o se llam6 filosofi? a, nada es ma? s incongruente que, en la discusio? n - y casi podri? a decirse en la argumentacio? n-, quiera tener razo? n. El propio querer tener razo? n es, hasta en la ma? s sutil forma lo? gica de la reflexio? n, una expresio? n de aquel espi? ritu de auroafirmacie? n cuya disolucio? n constituye precisamen- te el designio de la filosofi? a. Yo conoci? a una persona que invi- taba una tras otra a todas las celebridades en el campo de la teo- ri? a del conocimiento, de la ciencia natural y de las ciencias hu- manas, discuti? a con cada una su sistema y, despue? s de que ya no se atrevi? an a presentar argumentos contra su formalismo, daba por irrefutablemente va? lidas sus concepciones. Algo de esa Inge- nuidad obra todavi? a dondequiera que la filosofi? a, aun de lejos, imita el gesto de la conviccio? n. A e? ste subyace el supuesto de una umoersi? tas i? itererum, de un acuerdo 11 priori entre los espi? - ritus que pueden comunicarse entre si? y, por ende, un total confor- mismo. Cuando los filo? sofos, a quienes, como es sabido, les resulta siempre tan difi? cil guardar silencio, se ponen a discutir, debieran dar a entender que nunca tienen razo? n, mas de una manera que conduzca al contrincante al encuentro con la falsedad. 10 esencial seri? a poseer conocimientos que no fuesen absolutamente execres e invulenrables ~ stos desembocan sin remedio en la taurolo- gi? a-, sino tales que ante ellos surgiera por si? sola la pregunta por su exactitud. -Pero ello no comporta una tendencia al irra- ci? onali? smo o a la ereccio? n de tesis arbitrarias justificadas por la fe en las revelaciones de la intuicio? n, sino la eliminacio? n de la diferencia entre tesis y argumento. Pensar di? ale? cti?
40
Hablar siempre, pensar nunca. - D csde que con la ayuda del
cine. las soap operas y el horney la psicologi? a profunda penetra 62
en los u? ltimos rincones, la cultura organizada corta a los hombres el acceso a la u? ltima posibilidad de la experiencia de si? mismos. El esclarecimiento ya facilitado transforma no so? lo la reflexio? n esponta? nea, sino tambie? n la visio? n anali? tica, cuya fuerza es igual a la energi? a y el sufrimiento con que se alcanza, en productos de masas, y los dolorosos secretos de la historia individual, que el me? todo ortodoxo se inclina ya a reducir a fo? rmulas, en vulgares convenciones. La disolucio? n de las racionalizaciones se torna ella misma una racionalizacio? n. En lugar de tomar sobre si? la labor
de aurognosis, los adoctrinados adquieren la capacidad de subsu. mir todos los conflictos bajo conceptos como complejo de infe- rioridad, dependencia materna, extroversio? n e introversio? n, que en el fondo son poco menos que inu? tiles. El horror al abismo del yo es eliminado mediante la conciencia de que no se trata ma? s que de una artritis o de sinus troubles, De ese modo pierden los conflictos su aspecto amenazador. Son aceptados; pero en modo alguno dominados, sino encajados en la superficie de la vida nor- mada como gajes inevitables de la misma. Slmultaneenre son ab- sorbidos como un mal universal por el mecanismo de la inmediata identificacio? n del individuo con la instancia social, mecanismo que
desde hace tiempo ha definido las conductas presuntamente ncr- males. En el lugar de la catar sis, cuya excelencia es de todos mo- dos dudosa, aparece la procurad o? n del placer de ser hasta en la propia debilidad un exponente de la mayori? a y asi? conseguir no tant? , como antan? o los internados en los sanatorios, el prestigio del Interesante caso patolo? gico como, justamente en virtud de los defectos que se padecen, acreditar la pertenencia a esa mayoria y concentrar en si? el poder y la magnitud de lo colectivo. El narci- s. is~? , que con ~a ~ecadencia del yo queda privado de su objeto Hbi? dinal, es sustituido por el placer masoquista de no ser ma? s un
yo, y la generacio? n en ascenso vela por su ausencia de yo ma? s celosamente que por ninguno de sus bienes, como si fuese una posesio? n comu? n duradera. El imperio de la cosificacio? n y de la norma se expande asi? hasta abarcar su extrema contradiccio? n: lo supuestamente anormal y cao? tico. Lo inconmensurable se vuelve de ese modo conmensurable, y el individuo apenas es ya capaz de acto alguno que no sea susceptible de figurar como ejemplo de e? sta o aquella constelacio? n pu? blicamente reconocida. Esta identi- cacio? n exteriormente aceptada y en cierto modo efectuada ma? s alla? de la dina? mica propia acaba eliminando, junto con la genuina conciencia del propio acto, el acto mismo. Este se torna una reac- cio? n provocable y revocable de a? tomos estereotipados a esti? mulos
63
? ? estereotipados. Por otra parte, la convencionalizacie? ri del psico- ana? lisis lleva a efecto su particular castracio? n: los motivos sexua- les, en parte negados, en parte aprobados, se vuelven completa- mente inofensivos, mas tambie? n completamente fu? tiles. Junto con la angustia que producen se desvanece igualmente el placer que pueden producir. De este modo, el propio psicoana? lisis resulta ser una vi? ctima de la sustitucio? n del Super-Yo recibido por la acepta- cio? n tenaz de lo externo carente de relacio? n que e? l mismo ensen? o? a comprender. El u? himo de los grandes teoremas de la autocrl- rica burguesa se ha convertido en un medio para volver absoluta la autoalienacio? n burguesa en sus u? ltimas fases y aun desvanecer el recuerdo de la vieja herida donde arraiga la esperanza de una
vida mejor en el futu ro.
41
Dentro y /uera. -Por piedad, por negligencia o por ca? lculo se deja a la filosofi? a seguir faenando en ci? rculos acade? micos cada vez ma? s estrechos, y hasta en ellos mismos se aspira con reno- vado empen? o a sustituirla por la tautologi? a organizada. El que se entrega a la meditacio? n desde su puesto de funcionario se crea, como hace cien an? os, la obligacio? n de ser en toda ocasio? n tan ino- cente como los colegas de quienes depende su carrera. Pero el pen- samiento extraecad e? mico, que intenta escapar a tal obligacio? n tanto como a la contradiccio? n entre unas materias pomposas y el trata-
miento pequen? o-burgue? s de las mismas, se halla expuesto a un peligro no mucho menor: elde la presio? n econo? mica del mercado, de la que, al menos en Europa, los profesores estaban a salvo. El filo? sofo que desea ganarse el sustento como escritor debe ofrec:r en cada ocasio? n cosas finas y selectas, afirmarse en el monopolio de lo raro frente al de lo oficial. El desagradable concepto de la exquisitez espiritual inventado por los pedantes obtiene al fi~al
entre los enemigos de e? stos su vergonzoso derecho. Cuando e! vre- jo articulista sin fortuna suspira ante la exigencia del direc tor de! perio? dico de escribir con ma? s brillantez, denuncia con toda natu- ralidad la ley que secretamente impera, detra? s de las obras, sobre el eros cosmogo? nico y el cosmos ateo, la metamorfosis de los dio- ses y el misterio del Evangelio de San Juan. El estilo de vida del bohemio rezagado a que se halla abocado el filo? sofo no acade? mico le lleva con todo a una fatal afinidad con el arte industrial, la
cursileri? a y la pseudoerudicio? n sectaria. El Munich anterior a la primera guerra mundial fue un foco de aquella espiritualidad cuya protesta contra el racionalismo de las escuelas en el culto a los bailes de disfraces desemboco? con ma? s rapidez si cabe en el fascis- mo que el feble sistema del viejo Rickert. El poder de I? a progre. siva organizacio? n del pensamiento es tan grande que a los que resuelven mantenerse fuera los empuja a la vanidad del resenti? - miento, a la garruleri? a de la autoalabanza y, a los inferiores, a la simulacio? n. Cuando los profesores titulares sientan el princi- pio del sum ergo cogito para luego quedar a merced del sistema abierto de la agorafobia y sentirse arrojados en la comunidad del pueblo, sus adversarios se extravi? an, si no se mantienen bien aler- ta, por los dominios de la grafologi? a y la gimnasia rftmica. A los obsesos de alla? corresponden aqui? los paranoicos. La ferviente opo- sicio? n a la investigacio? n de meros hechos, la legitima conciencia de que el cienrismo olvida lo mejor acentu? a, en tanto que conciencia ingenua, la escisio? n que padece. En lugar de entender los hechos
en los que los otros se escudan, recoge desordenadamente lo que en su precipitacio? n encuentra, emprende la huida y juega con los conocimientos apo? crifos, con el par de categori? as aisladas e hipos- tasiadas y consigo misma de forma tan acri? tica que al cabo la re- misio? n a los hechos inflexibles sale ganando. Es ni ma? s ni menos el elemento cri? tico lo que el pensamiento aparentemente indepen- diente pierde. La insistencia en el misterio co? smico oculto bajo la corteza, que deja respetuosamente intacta su relacio? n con la corteza misma, confirma con harta frecuencia, precisamente mediante esa abstencio? n, que dicha relacio? n tiene tambie? n su sentido, un sen- tido que es necesario admitir sin ma? s cuestio? n. Entre la delecta- cio? n en el vaci? o y la mentira de la abundancia, la clase dominante del espi? ritu no admite ningu? n tercero.
A pesar de todo, la visio? n de lo lejano, el odio a la banalidad, la bu? squeda de lo au? n no manido, de 10 au? n no captado por el esquema conceptual universal, constituyen la u? ltima posibilidad para el pensamiento. En una jerarqui? a espiritual que continuamen. te reclama responsabilidad, so? lo la irresponsabilidad es capaz de conocer directamente lo que esa jerarqui?
a verdaderamente signi- fica. La esfera de la circulacio? n, cuyas marcas ostentan los intelec- tuales independientes, abre al espi? ritu con el que comercia sus u? ltimos refugios en un momento en que e? stos propiamente ya no existen. El que ofrece algo u? nico que nadie quiere ya comprar personifica, aun contra su voluntad, la libertad de cambio.
64
65
? ? ? 42
Liher'tUi de pensamiento. -El desbancamiento de la filosofi? a por la ciencia ha conducido, como se sabe. a una separacio? n de los dos elementos cuya unidad constituye, de acuerdo con Hegel, la vida de la filosofi? a: la reflexio? n y la especulacio? n. A las deter- minaciones de la reflexio? n se les cede desengan? adamente el reino de la verdad, donde la especulacio? n es tolerada de mala gana so? lo
con vistas a la formulacio? n de hipo? tesis. las cuales habra? n de inven- tarse fuera de las horas laborales y tenerse listas en el plazo ma? s breve. Pero quien creyera que el plano especulativo se manten- dri? a inaherado en su naturaleza exrraci? enun? ca, sin verse afectado por las actividades de la estadi? stica universal, se equivocari? a de punta a cabo. Para empezar, la disociacio? n de la reflexio? n es ya de por s? nociva para la especulacio? n. Esta o bien queda degrada- da a una repeticio? n erudita de modelos filoso? ficos tradicionales o bien degenera, en su distanciamiento de unos hechos ciegos, en un descontrolado comentario de la personal visio? n del mundo. Pero no contenta con eso, la propia actividad cienti? fica se incorpora la especulacio? n. Entre las funciones pu? blicas del psicoana? lisis, esa incorporacio? n no es la u? lrima. Su medio es la libre asociacio? n. El camino hacia el inconsciente de los pacientes es allanado excu- sa? ndolos de la responsabilidad de la reflexio? n, y la propia teori? a anali? tica sigue la misma vi? a, ya dejando que la marcha o el estan- camiento de las asociaciones le indiquen sus diagno? sticos, ya con- fia? ndose los analistas, y precisamente los ma? s dotados, como Grod- deck, a su propia asociacio? n. En el diva? n se proyecta, relajado,
lo que una vez, en la ca? redra, fue obra de la extrema tensio? n del pensamiento desde Schelling y Hegel: el desciframiento del feno? - meno. Pero tal aflojamiento de la tensio? n afecta a la calidad de las ideas: la diferencia apenas es menor de la que existe entre la filosofi? a de la revelacio? n y el cotilleo de una suegra. El mismo mo- vimiento del espi? ritu que una vez hubo de elevar su <<material>> a concepto , es ahora rebajado a mero material para el orden con- ceptual. Cualquier cosa que a alguien se le ocurra es suficiente para que los expertos decidan si el responsable es un cara? cter obsesivo, un tipo oral o un histe? rico. Debido a la mitigacio? n de la responsabilidad que supone el desligami? emo de la reflexio? n y
del control del entendimiento, la propia especulacio? n queda, como objeto, en manos de la ciencia, y su subjetividad disuelta en ella. Cuando el esquema rector del ana? lisis le hace recordar a la idea
sus orfgenes inconscientes, olvida que es una idea. De juicio ver- dadero ~asa a ser materia neutral. En lugar de entregarse a la elaboracio? n dcl concepto para lograr ser duen? a de si? misma se confi? a impotente a la labor del doctor, que supone lo sabe ya todo. De ese modo, la especulacio? n queda definitivamente rota y convertida en un hecho a incluir en alguna de las ramas de la clasificacio? n como un documento ma? s de lo inmodificable.
43
No amedrenJarse. _Que? sea objetivamente la verdad es bien ~ifi? cil decidi~Jo, pero en el trato con los hombres no hay que de- Jar~e. aterronzar por ello. Hay criterios que para lo primero son sufi? clcnres. Uno de los ma? s seguros consiste en que a uno se le objete que una asercio? n suya es <<demasiado subjetiva>>. Pero si se lo emplea sobre todo con aquella indignacio? n en la que resuena la ~riosa armoni? a de t~as las gentes razonables, entonces hay raaon para quedar unos instantes en paz con uno mismo. Los con-
ceptos de. 10. subjetivo y lo objetivo se han invertido por comple- tooLo objetivo es la parle incontrastable del feno? meno su efigie i~~uestionablemente aceptada, la fachada compuesta de 'datos ele- sl~lcados, en suma lo subjetivo; y subjetivo se llama a lo que de- rriba todo eso, accede a la experiencia especi? fica de la cosa, se des-
embaraza de las convenciones de la opinio? n e instaura la relacio? n con el objeto en sustitucio? n de las decisiones mayoritarias de aque- llos que no llegan a intuirlo y menos aun a pensarlo, en suma a lo objetivo. Cua? n fu? til es la objecio? n formal de la relatividad sub- jetiva, ~ . pone de manifiesto en su propio terreno, el de los jui- CIOS ~steucos. El que. alguna vez, por la fuerza de sus precisas reacciones ante la seriedad de la disciplina de una obra ani? sri? ca. se somete a su ley formal inmanente y a la sugestio? n de su com- posicio? n, ve co? mo se le desvanece la prevencio? n de 10 meramente
subjetivo de su experiencia como una mi? sera ilusio? n, y cada paso que avanza, merced a su inervacio? n en extremo subjetiva en su familiarizacio? n con la obra tiene una fuerza objetiva inccmpara- blemcnre mayor que las grandes y consagradas conceptualizaciones acerca, por ejemplo, del <<estilo>>, cuya pretensio? n cienti? fica se impone a costa de tal experiencia. Esto es doblemente cierto en l~ era del positivismo y de la industria cultural, cuya objetividad viene calculada por los sujetos que la organizan. Frente a e? sta, la
66
67
? ? ? ? ? ? razo? n se ha refugiado toda ella, y en completa reclusio? n, en las idiosincrasias, a las que la arbitrariedad de los poderosos acusa de arbitrariedad porque quieren la impotencia de los sujetos; y ello por temor a la objetividad, que en tales sujetos se halla la- tente.
44
Para postsocTtI? ticos. - P a ra el intelectual que se propone hacer lo que antan? o se llam6 filosofi? a, nada es ma? s incongruente que, en la discusio? n - y casi podri? a decirse en la argumentacio? n-, quiera tener razo? n. El propio querer tener razo? n es, hasta en la ma? s sutil forma lo? gica de la reflexio? n, una expresio? n de aquel espi? ritu de auroafirmacie? n cuya disolucio? n constituye precisamen- te el designio de la filosofi? a. Yo conoci? a una persona que invi- taba una tras otra a todas las celebridades en el campo de la teo- ri? a del conocimiento, de la ciencia natural y de las ciencias hu- manas, discuti? a con cada una su sistema y, despue? s de que ya no se atrevi? an a presentar argumentos contra su formalismo, daba por irrefutablemente va? lidas sus concepciones. Algo de esa Inge- nuidad obra todavi? a dondequiera que la filosofi? a, aun de lejos, imita el gesto de la conviccio? n. A e? ste subyace el supuesto de una umoersi? tas i? itererum, de un acuerdo 11 priori entre los espi? - ritus que pueden comunicarse entre si? y, por ende, un total confor- mismo. Cuando los filo? sofos, a quienes, como es sabido, les resulta siempre tan difi? cil guardar silencio, se ponen a discutir, debieran dar a entender que nunca tienen razo? n, mas de una manera que conduzca al contrincante al encuentro con la falsedad. 10 esencial seri? a poseer conocimientos que no fuesen absolutamente execres e invulenrables ~ stos desembocan sin remedio en la taurolo- gi? a-, sino tales que ante ellos surgiera por si? sola la pregunta por su exactitud. -Pero ello no comporta una tendencia al irra- ci? onali? smo o a la ereccio? n de tesis arbitrarias justificadas por la fe en las revelaciones de la intuicio? n, sino la eliminacio? n de la diferencia entre tesis y argumento. Pensar di? ale? cti?