rgano receptivo del mercado, a
imitador
de ideas y estilos escogidos fuera de todo compromiso.
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
- Si se hiciese el intento de acomodar el sis- tema de la industria cultural en las grandes perspectivas de la historia universal, habri?
a que definirlo como la explotacio?
n plani- ficada de la vieja ruptura entre los hombres y su cultura.
El ca- ra?
cter dual del progreso, que siempre ha desarrollado el potencial de la libertad de consuno con la realidad de la opresio?
n, ha llevado a que los pueblos se ordenasen cada vez ma?
s perfectamente a la dominacio?
n de la naturaleza y a la organizacio?
n de la sociedad, pero a la vez fuesen, debido a la coaccio?
n que ejerci?
a la cultura, incapaces de comprender el factor que impulsaba a la cultura ma?
s alle?
de esa integracio?
n.
En la cultura, lo humano, lo ma?
s inme- diato, lo que representa su ser propio respecto al mundo, se ha
vuelto extran? o pata los hombres. Estos hacen con el mundo causa comu? n contra si? mismos, y lo ma? s enajenado, la omnipresencia de la mercanci? a, su propia disposicio? n como ape? ndices de la ma- quinaria, se les convierte en imagen engan? osa de la inmediatez. Las grandes obras de arte y las grandes construcciones filoso? ficas han permanecido incomprendidas no por su excesiva distancia del nu? cleo de la experiencia humana, sino por todo lo contrario, y la propia incomprensio? n podri? a reducirse fa? cilmente a una bien na- roria comprensio? n: la vergu? enza por la participacio? n en la injus- licia universal, que se intensificari? a si se perm itiese el comprender . Por eso los hombres se aferran a algo que, confirmando el aspecto mutilado de su esencia en la llaneza de su apariencia, se burla de ellos. De esta inevitable ofuscacio? n han vivido parasitariamente en todas las e? pocas de civilizacio? n urbana los lacayos de lo esta- blecido: la comedia a? tica tardi? a y la industria del arte del Hele- nismo caen ya dentro de lo kitsch aun sin disponer todavi? a de la te? cnica de la reproduccio? n meca? nica ni de ese aparato industrial cuyo prototipo parecen evocarlo directamente las ruinas de Pom- peya. Le? anse las centenarias novelas de aventuras, como las de Cooper, y se encontrara? en ellas en forma rudimentaria el esquema entero de Hollywood. Probablemente el estancamiento de la in- dustria cultural no es primariamente el resultado de su monopoli- zacio? n, sino que desde el comienzo fue algo inseparable de lo que se llama distraccio? n. El kitsch es ese sistema de invariantes con que la mentira filoso? fica reviste a sus solemnes proyectos. Nada de e? l puede ba? sicamente modificarse, pues la indisciplina total de la humanidad debe por fuerza convencer de que nada puede cam- biarse. Pero mientras la marcha de la civilizacio? n se desarrollaba de forma ano? nima y sin seguir ningu? n plan , el espi? ritu objetivo no era consciente de ese elemento ba? rbaro como necesariamente inherente a e? l. En su ilusio? n de estar creando la libertad cuando lo que haci? a era facilirar la dominacio? n, al menos rehusaba contribuir directa- mente a la reproduccio? n de la misma. Proscribio? el kitsch que le acompan? aba como su sombra con un celo que en realidad no hada sino expresar de otra manera la maja conciencia de la alta cultura, que cree no estar bajo la dominacio? n y de cuya deformidad es el kitsch un recordatorio. Hoy, cuando la conciencia de los domina. dores empieza a coincidir con la tendencia general de la sociedad, la tensio? n entre la cultura y el kitsch desaparece. La cultura hace tiempo que no arrastra ya, impotente, el peso de su despreciado adversario, sino que lo toma bajo su direccio? n. Al administrar la humanidad entera, administra tambie? n la brecha entre humanidad
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? ? y cultura. Con subjetiva soberani? a se dispone, y no sin humor, hasta de la rudeza, la apati? a y la limitacio? n objetivamente impues- tas a los sometidos. Nada caracteriza tan fielmente a esta situacio? n, a la vez integradora y antago? nica, como esa instalacio? n de la bar- baric. Pero adema? s, la voluntad de los disponedores puede apo- yarse en la voluntad universal. Su sociedad de masas no so? lo tiene gangas para los clientes, sino que adema? s ha creado a los clientes mismos. Estos se han vuelto hambrientos del cine, la radio y las revistas; lo que siempre les ha dejado insatisfechos del orden, que toma de ellos sin darles lo que les promete, so? lo ha desper- tado en ellos el deseo de que el carcelero se acuerde de sus pero sonas y les ofrezca piedras con su mano izquierda para calmar su hambre mientras con la derecha retiene el pan. Desde hace un cuarto de siglo, los viejos burgueses, que au? n deben saber de otras situaciones. acuden sin reparos a la industria cultural, cuyo pero
fecro ca? lculo incluye a los corazones menesterosos. No tienen nin- gu? n motivo para indignarse con aquella juventud corrompida hasta la me? dula por el fascismo. Los privados de su subjetividad, los culturalmente desheredados, son los legi? timos herederos de la cultu ra.
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M6nada. - EI individuo debe su cristalizacio? n a las formas de la economi? a polftlce, especialmente al mercado urbano. Incluso como oponente a la presio? n de la socializacio? n es e? l su ma? s aute? n- tico producto y se asemeja a ella. Ese rasgo de independencia que le permite tal oposicio? n tiene su origen en el intere? s individual monadolo? gico y su sedimentacio? n como cara? cter. Precisamente en su individuacio? n refleja el individuo la ley social inexpllcita de la sin embargo bien conducida explotacio? n. Peto esto tambie? n quiere decir que su decadencia en la fase actual no se deriva del indivi- duo, sino de la tendencia social, igual que e? sta toma cuerpo a
trave? s de la individuacio? n y no como un simple enemigo de la misma. Esto es 10 que separa a la cri? tica reaccionaria de la cultura de la otra cri? tica. La critica reaccionaria con bastante frecuencia logra cierta comprensio? n de la decadencia de la individualidad y de la crisis de la sociedad, pero la responsabilidad ontolo? gica la carga sobre el individuo en si? como entidad independiente y vuelta ha- cia adentro: de ah! que el reproche de superficialidad, dc increen-
cia y de insustancialidad sea la u? ltima palabra que tiene que decir y la regresio? n su consuelo. Individualistas como Huxley y Jaspers condenan al individuo por su vaciedad meca? nica y su debilidad neuro? tica, pero el sentido de su juicio condenatorio esta? ma? s cerca de hacer de e? l una vi? ctima que de hacer una cri? tica del pnncipium individuetionis de la sociedad. Como media verdad, su pole? mica es ya entera falsedad. Se habla de la sociedad como un inmediato convivir de los hombres de cuya actitud deriva el todo en lugar de considerarla como un sistema que no s610 los engloba y defor- ma, sino que adema? s alcanza a aquella humanidad que una vez los determino? como individuos. En la interpretacio? n panhumana de esta situacio? n como tal, todavi? a se admite en la acusacio? n la cruda realidad material que ata al ser humano a la inhumanidad. En sus buenos tiempos, la burguesi? a fue bien consciente, cuando refle- xionaba histo? ricamente, de tal implicacio? n, y so? lo desde que su
doctrina degenero? en tenaz apologe? tica frente al socialismo la ha olvidado. Entre los me? ritos de la Historia d~ la cultura gri~ga de Jakob Burckhardt no es el menor de ellos el que asociara la obliteracio? n de la individualidad heleni? stica no simplemente con la decadencia objetiva de la potis, sino justamente con el culto del individuo: <<Desde la muerte de Demo? stones y de Focie? n, la ciu- dad quedo? sorprendentemente desierta de personalidades poli? ticas, y no so? lo de e? stas, pues ya Epi? curo, nacido en 342 en el seno de una familia de clerucos de origen a? tico en Samos, es el u? ltimo ateniense universal>> (3. - OO. , tomo IV, p. 515). La situacio? n en la que desaparece el individuo es la del individualismo desenfre- nado, en la que <<todo es posible>>: <<Ahora se rendira? culto sobre todo a los individuos en vez de a los dioses>> (ibid. , p. . 516). Que la liberacio? n del individuo en la poi? is socavada no refuerza la opo- sicio? n, sino que la elimina, y con ella la propia individualidad, como luego acontecera? en los estados dictatoriales, constituye el modelo de una de las contradicciones centrales que desde el si. glo XIX llevara? n al fascismo. La mu? sica dc Beethoven, cuyo esce- nario lo constituyen las formas socialmente transmitidas y que, asce? ticameme opuesta a la expresio? n del sentimiento privado, deja escuchar el ceo resueltamente orquestado de la lucha social, extrae justamente de ese ascetismo toda la fuerza y la plenitud de lo individual. La de Richard Strauss, enteramente al servicio de la exigencia individual y dirigida al ensalzamiento del individuo auto- suficiente, reduce a e? ste a mero o?
rgano receptivo del mercado, a imitador de ideas y estilos escogidos fuera de todo compromiso. En el seno de la sociedad represiva, la emancipacio? n del individuo
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? ? ? ? no beneficia a e? ste, sino que lo perjudica. La libertad frente a la sociedad le priva de la fuerza para ser libre. Pues por real que pueda ser el individuo en su relacio? n con los otros, concebido como algo absoluto es una mera abstraccio? n. En e? l no hay conteni- do alguno que no-est e? socialmente constituido ni movimiento algu- no que rebase a la sociedad que no este? orientado de modo que la situaci6n social le rebase a e? l. Hasta la doctrina cristiana acerca de la muerte y la inmortalidad, en la que se funda la concepcio? n de la individualidad absoluta, careceri? a por completo de valor si no comprendiera a toda la humanidad. El individuo que espera la inmortalidad de un modo absoluto y para si? solo no hari? a en
tal restriccio? n sino llevar el principio de eutoconservacie? n a un absurdo al que so? lo quita? ndoselo de la cabeza puede poner freno. Socialmente considerada, la absolutizaci6n del individuo denuncia el paso de la mediacio? n universal de la relacio? n social, que en cuanto relacio? n de cambio reclama a la vez la restriccio? n de cada intere? s particular realizado en dicho cambio, a la dominacio? n di- recta de la que se hacen duen? os los ma? s fuertes. Mediante esta disolucio? n en el individuo de todo lo mediador, en virtud de lo cual pudo e? ste ser un trozo del sujeto social, el individuo se em- pobrece, se embrutece y regresa al estado de mero objeto social. En tanto que abstraccamente realizado en el sentido hegeliano, el individuo se elimina a s? mismo: los innumerables que no conocen ma? s que a ai mismos y su escueto y errabundo intere? s, son los
mismos que capitulan tan pronto como los atrapa la organizacio? n o el terror. Si hoy parece persistir un vestigio de lo humano u? nicamente en el individuo en tanto que perece, ese vestigio ex- horta a poner fin a esa fatalidad que individu? a a los hombres u? nicamente para poder separarlos tanto ma? s perfectamente en su aislamiento. El principio conservador resulta, pues, superado en su contrario.
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Legado. - E l pensamiento diale? ctico es el ensayo de romper el cara? cter impositivo de la lo? gica con los medios de e? sta. Pero al tener que servirse de esos medios, a cada momento corre el peli- gro de sucumbir e? l mismo a ese cara? cter impositivo: la astucia de la razo? n es capaz de imponerse aun a la propia diale? ctica. Lo exis-
tente no puede superarse ma? s que por medio de lo general obre- 150
nido de lo existente mismo. Lo general triunfa sobre lo existente por obra de su propio concepto, y es por eso que en tal triunfo el poder de lo meramente existente amenaza siempre con renacer de la misma violencia que lo quebro? . En el absolutismo de la nega- cio? n, el movimiento del pensamiento, asi? como el de la historia, es llevado conforme al esquema de la anti? tesis inmanente de una ma- nera uni? voca, excluyente y con una positivided inexorable. Todo queda subsumido bajo las fases econo? micas esenciales, histo? rica- mente determinantes en la sociedad entera, y su despliegue: el pensamiento en su totalidad tiene algo de lo que los artistas pa- risienses llaman le genTe cbei? -d'oeuvre. Que el infortunio es un efecto de la estringencia de tal despliegue y que e? sta se halla en directa conexio? n con el dominio, es algo que en la teori? a critica al menos no viene expli? cito, siendo una teori? a que, como la tradi- cional, tambie? n espera la salvacio? n a trave? s de un proceso escalo- nado. La estringencia y la totalidad, los ideales, propios del pen- samiento burgue? s, de necesidad y generalidad reproducen, en efec- to, la fo? rmula de la historia, mas por ello mismo la constitucio? n de la sociedad se condensa en los fijos y grandiosos conceptos contra los que se dirigen la cri? tica y la praxis diale? cticas. Cuando W . Benjamin hablaba de que hasta ahora la historia ha sido escrita desde el punto de vista del vencedor y que era preciso escribirla des- de el del vencido, debio? an? adir que el conocimiento tiene sin duda que reproducir la desdichada linealidad de la sucesio? n de victoria y derrota, pero al mismo tiempo debe volverse hacia lo que en esta dina? mica no ha intervenido, quedando al borde del camino - por asi? decirlo, los materiales de desecho y los puntos ciegos que se le escapan a la diale? ctica. Es constitutivo de la esencia del vencido parecer inesencial, desplazado y grotesco en su impotencia. Lo que trasciende a la sociedad dominante no es so? lo la poten- cialidad que e? sta desarrolla, sino tambie? n y en la misma medida 10 que no encaja del todo en las leyes del movimiento histo? rico. La teori? a se ve asi? remitida a lo atravesado, a lo opaco, a lo inapren- sible, que como tal sin duda tiene en si algo de anacro? nico, pero que no se queda en lo anticuado, porque ha podido darle un chasco a la dina? mica histo? rica. Esto se ve mucho antes en el arte. Libros infantiles como Atice in W ondeTland o StruwwelpeteT, ante los que la pregunta por el progreso o la reaccio? n seri? a ridi? cula, con- tienen cifras de la historia incomparablemente ma? s sugestivas que el gran teatro montado por Hebbel con la tema? tica oficial de la culpa tra? gica, el cambio de los tiempos, el curso del mundo y el individuo, y en las fastidiosas e insulsas obras para piano de Sade
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? ? ? ? ? traslucen experiencias que la continuacio? n de la escuela de Schon- berg, detra? s de la cual esta? todo el patbos de la evolucio? n musical, no puede ni son? ar. La grandiosidad de las conclusiones puede to- mar ruando menos se piensa el cara? cter de Jo provinciano. Los escritos de Benjami? n son un ensayo de hacer filoso? ficamente fe- cundo mediante enfoques siempre nuevos 10 no determinado por las grandes intenciones. Su legado consiste en la tarea de no dejar que dicho ensayo se quede u? nicamente en extran? os acertijos del pensamiento y revelar mediante el concepto lo carente de inten- cio? n: en la invitacio? n a pensar de forma a la vez diale? ctica y no d iale? ctica.
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Prueba del oro. - Entre los conceptos a los que se contrae la moral burguesa tras la disolucio? n de sus normas religiosas y la formalizacio? n de sus normas auto? nomas, por encima de todos so- bresale el de la autenticidad. Cuando nada hay ya de obligatorio que exigir del hombre, por 10 menos que e? ste sea fntegramente lo que es. En la identidad de cada individuo consigo mismo, el postulado de la verdad i? ntegra, asi? como la glorificacio? n de lo fa? ctico, es traspuesto del conocimiento ilustrado a la e? tica. En esto coinciden justamente los pensadores de la burguesi? a tardi? a cri? ticamente independientes y hartos de los juicios tradicionales y de las frases idealistas. El veredicto de Ibsen, desde luego par- cial, sobre la mentira de la vida y la doctrina existencial de Kier- kegaard han hecho del ideal de autenticidad la parte principal de la metafi? sica. En el ana? lisis de Nietzsche, la palabra aute? ntico aparece ya como algo incuestionable, exceptuado del trabajo del concepto. En los confesos e inconfesos filo? sofos del fascismo, valores como la autenticidad, la perseverancia heroica en el <<es- tado de yecto. . (Geuorienbeit) de la existencia individual o la situacio? n-li? mite terminan convirtie? ndose en un medio para usurpar el pathos religioso-autoritario sin contenido religioso alguno. Ello incita a la denuncia de todo lo que no es 10 bastante sustancial, de lo que no es de buena cepa, en fin, de los judi? os: ya Richard W agner puso en juego la aute? nt ica manera alemana contra la bagatela latina, utilizando asi? la cri? tica al mercado cultural para hacer apologi? a de la barbarie. Pero tal utilizacio? n no es ajena al concepto de la autenticidad. Ya vendida su gastada vestimenta,
aparecen remiendos}' partes defectuosas que ya existi? an aunque invisibles, en los grandes di? as de la oposicio? n. La falsedad alienta en el sustrato mismo de la autenticidad, en el individuo. Si en el principium indiuiduasionis se oculta la ley del curso del mundo como reconocieron a una los dos anti? podas Hegel y Schopenhauer, la intuicio? n de la sustancialidad u? ltima y absoluta del yo es vi? c- tima de una ilusio? n que protege al orden existente mientras su
esencia se desmorona. La equiparacio? n de autenticidad y verdad es insostenible. Precisamente la serena autorreflexi o? n - a quel ~o;:Jo d~ comport amiento que Nietzsche llamaba psicologi? a-, la msrstencra sobre la verdad de uno mismo, siempre arroja el resul- tado, ya en las primeras experiencias conscientes de la infancia, de que los actos sobre los que se reflexiona no son del todo <<aute? n- ticos>>. Siempre contienen algo de imitacio? n, de juego, de querer
ser otro. La voluntad de llegar a lo ? ncondicionadamente firme al ser del ente, mediante una inmersio? n en la propia individualidad en lugar de llegar a un conocimiento social de la misma conduce a aquella mala infinitud que desde Kierkegaard habra? de'exorcizar el concepto de autenticidad. Nadie ha expresado esto tan cruda- mente como Schopenhauer. El atrabiliario precursor de la filosofi?
vuelto extran? o pata los hombres. Estos hacen con el mundo causa comu? n contra si? mismos, y lo ma? s enajenado, la omnipresencia de la mercanci? a, su propia disposicio? n como ape? ndices de la ma- quinaria, se les convierte en imagen engan? osa de la inmediatez. Las grandes obras de arte y las grandes construcciones filoso? ficas han permanecido incomprendidas no por su excesiva distancia del nu? cleo de la experiencia humana, sino por todo lo contrario, y la propia incomprensio? n podri? a reducirse fa? cilmente a una bien na- roria comprensio? n: la vergu? enza por la participacio? n en la injus- licia universal, que se intensificari? a si se perm itiese el comprender . Por eso los hombres se aferran a algo que, confirmando el aspecto mutilado de su esencia en la llaneza de su apariencia, se burla de ellos. De esta inevitable ofuscacio? n han vivido parasitariamente en todas las e? pocas de civilizacio? n urbana los lacayos de lo esta- blecido: la comedia a? tica tardi? a y la industria del arte del Hele- nismo caen ya dentro de lo kitsch aun sin disponer todavi? a de la te? cnica de la reproduccio? n meca? nica ni de ese aparato industrial cuyo prototipo parecen evocarlo directamente las ruinas de Pom- peya. Le? anse las centenarias novelas de aventuras, como las de Cooper, y se encontrara? en ellas en forma rudimentaria el esquema entero de Hollywood. Probablemente el estancamiento de la in- dustria cultural no es primariamente el resultado de su monopoli- zacio? n, sino que desde el comienzo fue algo inseparable de lo que se llama distraccio? n. El kitsch es ese sistema de invariantes con que la mentira filoso? fica reviste a sus solemnes proyectos. Nada de e? l puede ba? sicamente modificarse, pues la indisciplina total de la humanidad debe por fuerza convencer de que nada puede cam- biarse. Pero mientras la marcha de la civilizacio? n se desarrollaba de forma ano? nima y sin seguir ningu? n plan , el espi? ritu objetivo no era consciente de ese elemento ba? rbaro como necesariamente inherente a e? l. En su ilusio? n de estar creando la libertad cuando lo que haci? a era facilirar la dominacio? n, al menos rehusaba contribuir directa- mente a la reproduccio? n de la misma. Proscribio? el kitsch que le acompan? aba como su sombra con un celo que en realidad no hada sino expresar de otra manera la maja conciencia de la alta cultura, que cree no estar bajo la dominacio? n y de cuya deformidad es el kitsch un recordatorio. Hoy, cuando la conciencia de los domina. dores empieza a coincidir con la tendencia general de la sociedad, la tensio? n entre la cultura y el kitsch desaparece. La cultura hace tiempo que no arrastra ya, impotente, el peso de su despreciado adversario, sino que lo toma bajo su direccio? n. Al administrar la humanidad entera, administra tambie? n la brecha entre humanidad
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? ? y cultura. Con subjetiva soberani? a se dispone, y no sin humor, hasta de la rudeza, la apati? a y la limitacio? n objetivamente impues- tas a los sometidos. Nada caracteriza tan fielmente a esta situacio? n, a la vez integradora y antago? nica, como esa instalacio? n de la bar- baric. Pero adema? s, la voluntad de los disponedores puede apo- yarse en la voluntad universal. Su sociedad de masas no so? lo tiene gangas para los clientes, sino que adema? s ha creado a los clientes mismos. Estos se han vuelto hambrientos del cine, la radio y las revistas; lo que siempre les ha dejado insatisfechos del orden, que toma de ellos sin darles lo que les promete, so? lo ha desper- tado en ellos el deseo de que el carcelero se acuerde de sus pero sonas y les ofrezca piedras con su mano izquierda para calmar su hambre mientras con la derecha retiene el pan. Desde hace un cuarto de siglo, los viejos burgueses, que au? n deben saber de otras situaciones. acuden sin reparos a la industria cultural, cuyo pero
fecro ca? lculo incluye a los corazones menesterosos. No tienen nin- gu? n motivo para indignarse con aquella juventud corrompida hasta la me? dula por el fascismo. Los privados de su subjetividad, los culturalmente desheredados, son los legi? timos herederos de la cultu ra.
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M6nada. - EI individuo debe su cristalizacio? n a las formas de la economi? a polftlce, especialmente al mercado urbano. Incluso como oponente a la presio? n de la socializacio? n es e? l su ma? s aute? n- tico producto y se asemeja a ella. Ese rasgo de independencia que le permite tal oposicio? n tiene su origen en el intere? s individual monadolo? gico y su sedimentacio? n como cara? cter. Precisamente en su individuacio? n refleja el individuo la ley social inexpllcita de la sin embargo bien conducida explotacio? n. Peto esto tambie? n quiere decir que su decadencia en la fase actual no se deriva del indivi- duo, sino de la tendencia social, igual que e? sta toma cuerpo a
trave? s de la individuacio? n y no como un simple enemigo de la misma. Esto es 10 que separa a la cri? tica reaccionaria de la cultura de la otra cri? tica. La critica reaccionaria con bastante frecuencia logra cierta comprensio? n de la decadencia de la individualidad y de la crisis de la sociedad, pero la responsabilidad ontolo? gica la carga sobre el individuo en si? como entidad independiente y vuelta ha- cia adentro: de ah! que el reproche de superficialidad, dc increen-
cia y de insustancialidad sea la u? ltima palabra que tiene que decir y la regresio? n su consuelo. Individualistas como Huxley y Jaspers condenan al individuo por su vaciedad meca? nica y su debilidad neuro? tica, pero el sentido de su juicio condenatorio esta? ma? s cerca de hacer de e? l una vi? ctima que de hacer una cri? tica del pnncipium individuetionis de la sociedad. Como media verdad, su pole? mica es ya entera falsedad. Se habla de la sociedad como un inmediato convivir de los hombres de cuya actitud deriva el todo en lugar de considerarla como un sistema que no s610 los engloba y defor- ma, sino que adema? s alcanza a aquella humanidad que una vez los determino? como individuos. En la interpretacio? n panhumana de esta situacio? n como tal, todavi? a se admite en la acusacio? n la cruda realidad material que ata al ser humano a la inhumanidad. En sus buenos tiempos, la burguesi? a fue bien consciente, cuando refle- xionaba histo? ricamente, de tal implicacio? n, y so? lo desde que su
doctrina degenero? en tenaz apologe? tica frente al socialismo la ha olvidado. Entre los me? ritos de la Historia d~ la cultura gri~ga de Jakob Burckhardt no es el menor de ellos el que asociara la obliteracio? n de la individualidad heleni? stica no simplemente con la decadencia objetiva de la potis, sino justamente con el culto del individuo: <<Desde la muerte de Demo? stones y de Focie? n, la ciu- dad quedo? sorprendentemente desierta de personalidades poli? ticas, y no so? lo de e? stas, pues ya Epi? curo, nacido en 342 en el seno de una familia de clerucos de origen a? tico en Samos, es el u? ltimo ateniense universal>> (3. - OO. , tomo IV, p. 515). La situacio? n en la que desaparece el individuo es la del individualismo desenfre- nado, en la que <<todo es posible>>: <<Ahora se rendira? culto sobre todo a los individuos en vez de a los dioses>> (ibid. , p. . 516). Que la liberacio? n del individuo en la poi? is socavada no refuerza la opo- sicio? n, sino que la elimina, y con ella la propia individualidad, como luego acontecera? en los estados dictatoriales, constituye el modelo de una de las contradicciones centrales que desde el si. glo XIX llevara? n al fascismo. La mu? sica dc Beethoven, cuyo esce- nario lo constituyen las formas socialmente transmitidas y que, asce? ticameme opuesta a la expresio? n del sentimiento privado, deja escuchar el ceo resueltamente orquestado de la lucha social, extrae justamente de ese ascetismo toda la fuerza y la plenitud de lo individual. La de Richard Strauss, enteramente al servicio de la exigencia individual y dirigida al ensalzamiento del individuo auto- suficiente, reduce a e? ste a mero o?
rgano receptivo del mercado, a imitador de ideas y estilos escogidos fuera de todo compromiso. En el seno de la sociedad represiva, la emancipacio? n del individuo
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? ? ? ? no beneficia a e? ste, sino que lo perjudica. La libertad frente a la sociedad le priva de la fuerza para ser libre. Pues por real que pueda ser el individuo en su relacio? n con los otros, concebido como algo absoluto es una mera abstraccio? n. En e? l no hay conteni- do alguno que no-est e? socialmente constituido ni movimiento algu- no que rebase a la sociedad que no este? orientado de modo que la situaci6n social le rebase a e? l. Hasta la doctrina cristiana acerca de la muerte y la inmortalidad, en la que se funda la concepcio? n de la individualidad absoluta, careceri? a por completo de valor si no comprendiera a toda la humanidad. El individuo que espera la inmortalidad de un modo absoluto y para si? solo no hari? a en
tal restriccio? n sino llevar el principio de eutoconservacie? n a un absurdo al que so? lo quita? ndoselo de la cabeza puede poner freno. Socialmente considerada, la absolutizaci6n del individuo denuncia el paso de la mediacio? n universal de la relacio? n social, que en cuanto relacio? n de cambio reclama a la vez la restriccio? n de cada intere? s particular realizado en dicho cambio, a la dominacio? n di- recta de la que se hacen duen? os los ma? s fuertes. Mediante esta disolucio? n en el individuo de todo lo mediador, en virtud de lo cual pudo e? ste ser un trozo del sujeto social, el individuo se em- pobrece, se embrutece y regresa al estado de mero objeto social. En tanto que abstraccamente realizado en el sentido hegeliano, el individuo se elimina a s? mismo: los innumerables que no conocen ma? s que a ai mismos y su escueto y errabundo intere? s, son los
mismos que capitulan tan pronto como los atrapa la organizacio? n o el terror. Si hoy parece persistir un vestigio de lo humano u? nicamente en el individuo en tanto que perece, ese vestigio ex- horta a poner fin a esa fatalidad que individu? a a los hombres u? nicamente para poder separarlos tanto ma? s perfectamente en su aislamiento. El principio conservador resulta, pues, superado en su contrario.
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Legado. - E l pensamiento diale? ctico es el ensayo de romper el cara? cter impositivo de la lo? gica con los medios de e? sta. Pero al tener que servirse de esos medios, a cada momento corre el peli- gro de sucumbir e? l mismo a ese cara? cter impositivo: la astucia de la razo? n es capaz de imponerse aun a la propia diale? ctica. Lo exis-
tente no puede superarse ma? s que por medio de lo general obre- 150
nido de lo existente mismo. Lo general triunfa sobre lo existente por obra de su propio concepto, y es por eso que en tal triunfo el poder de lo meramente existente amenaza siempre con renacer de la misma violencia que lo quebro? . En el absolutismo de la nega- cio? n, el movimiento del pensamiento, asi? como el de la historia, es llevado conforme al esquema de la anti? tesis inmanente de una ma- nera uni? voca, excluyente y con una positivided inexorable. Todo queda subsumido bajo las fases econo? micas esenciales, histo? rica- mente determinantes en la sociedad entera, y su despliegue: el pensamiento en su totalidad tiene algo de lo que los artistas pa- risienses llaman le genTe cbei? -d'oeuvre. Que el infortunio es un efecto de la estringencia de tal despliegue y que e? sta se halla en directa conexio? n con el dominio, es algo que en la teori? a critica al menos no viene expli? cito, siendo una teori? a que, como la tradi- cional, tambie? n espera la salvacio? n a trave? s de un proceso escalo- nado. La estringencia y la totalidad, los ideales, propios del pen- samiento burgue? s, de necesidad y generalidad reproducen, en efec- to, la fo? rmula de la historia, mas por ello mismo la constitucio? n de la sociedad se condensa en los fijos y grandiosos conceptos contra los que se dirigen la cri? tica y la praxis diale? cticas. Cuando W . Benjamin hablaba de que hasta ahora la historia ha sido escrita desde el punto de vista del vencedor y que era preciso escribirla des- de el del vencido, debio? an? adir que el conocimiento tiene sin duda que reproducir la desdichada linealidad de la sucesio? n de victoria y derrota, pero al mismo tiempo debe volverse hacia lo que en esta dina? mica no ha intervenido, quedando al borde del camino - por asi? decirlo, los materiales de desecho y los puntos ciegos que se le escapan a la diale? ctica. Es constitutivo de la esencia del vencido parecer inesencial, desplazado y grotesco en su impotencia. Lo que trasciende a la sociedad dominante no es so? lo la poten- cialidad que e? sta desarrolla, sino tambie? n y en la misma medida 10 que no encaja del todo en las leyes del movimiento histo? rico. La teori? a se ve asi? remitida a lo atravesado, a lo opaco, a lo inapren- sible, que como tal sin duda tiene en si algo de anacro? nico, pero que no se queda en lo anticuado, porque ha podido darle un chasco a la dina? mica histo? rica. Esto se ve mucho antes en el arte. Libros infantiles como Atice in W ondeTland o StruwwelpeteT, ante los que la pregunta por el progreso o la reaccio? n seri? a ridi? cula, con- tienen cifras de la historia incomparablemente ma? s sugestivas que el gran teatro montado por Hebbel con la tema? tica oficial de la culpa tra? gica, el cambio de los tiempos, el curso del mundo y el individuo, y en las fastidiosas e insulsas obras para piano de Sade
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? ? ? ? ? traslucen experiencias que la continuacio? n de la escuela de Schon- berg, detra? s de la cual esta? todo el patbos de la evolucio? n musical, no puede ni son? ar. La grandiosidad de las conclusiones puede to- mar ruando menos se piensa el cara? cter de Jo provinciano. Los escritos de Benjami? n son un ensayo de hacer filoso? ficamente fe- cundo mediante enfoques siempre nuevos 10 no determinado por las grandes intenciones. Su legado consiste en la tarea de no dejar que dicho ensayo se quede u? nicamente en extran? os acertijos del pensamiento y revelar mediante el concepto lo carente de inten- cio? n: en la invitacio? n a pensar de forma a la vez diale? ctica y no d iale? ctica.
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Prueba del oro. - Entre los conceptos a los que se contrae la moral burguesa tras la disolucio? n de sus normas religiosas y la formalizacio? n de sus normas auto? nomas, por encima de todos so- bresale el de la autenticidad. Cuando nada hay ya de obligatorio que exigir del hombre, por 10 menos que e? ste sea fntegramente lo que es. En la identidad de cada individuo consigo mismo, el postulado de la verdad i? ntegra, asi? como la glorificacio? n de lo fa? ctico, es traspuesto del conocimiento ilustrado a la e? tica. En esto coinciden justamente los pensadores de la burguesi? a tardi? a cri? ticamente independientes y hartos de los juicios tradicionales y de las frases idealistas. El veredicto de Ibsen, desde luego par- cial, sobre la mentira de la vida y la doctrina existencial de Kier- kegaard han hecho del ideal de autenticidad la parte principal de la metafi? sica. En el ana? lisis de Nietzsche, la palabra aute? ntico aparece ya como algo incuestionable, exceptuado del trabajo del concepto. En los confesos e inconfesos filo? sofos del fascismo, valores como la autenticidad, la perseverancia heroica en el <<es- tado de yecto. . (Geuorienbeit) de la existencia individual o la situacio? n-li? mite terminan convirtie? ndose en un medio para usurpar el pathos religioso-autoritario sin contenido religioso alguno. Ello incita a la denuncia de todo lo que no es 10 bastante sustancial, de lo que no es de buena cepa, en fin, de los judi? os: ya Richard W agner puso en juego la aute? nt ica manera alemana contra la bagatela latina, utilizando asi? la cri? tica al mercado cultural para hacer apologi? a de la barbarie. Pero tal utilizacio? n no es ajena al concepto de la autenticidad. Ya vendida su gastada vestimenta,
aparecen remiendos}' partes defectuosas que ya existi? an aunque invisibles, en los grandes di? as de la oposicio? n. La falsedad alienta en el sustrato mismo de la autenticidad, en el individuo. Si en el principium indiuiduasionis se oculta la ley del curso del mundo como reconocieron a una los dos anti? podas Hegel y Schopenhauer, la intuicio? n de la sustancialidad u? ltima y absoluta del yo es vi? c- tima de una ilusio? n que protege al orden existente mientras su
esencia se desmorona. La equiparacio? n de autenticidad y verdad es insostenible. Precisamente la serena autorreflexi o? n - a quel ~o;:Jo d~ comport amiento que Nietzsche llamaba psicologi? a-, la msrstencra sobre la verdad de uno mismo, siempre arroja el resul- tado, ya en las primeras experiencias conscientes de la infancia, de que los actos sobre los que se reflexiona no son del todo <<aute? n- ticos>>. Siempre contienen algo de imitacio? n, de juego, de querer
ser otro. La voluntad de llegar a lo ? ncondicionadamente firme al ser del ente, mediante una inmersio? n en la propia individualidad en lugar de llegar a un conocimiento social de la misma conduce a aquella mala infinitud que desde Kierkegaard habra? de'exorcizar el concepto de autenticidad. Nadie ha expresado esto tan cruda- mente como Schopenhauer. El atrabiliario precursor de la filosofi?
