n de que la
conduccio?
Hans-Ulrich-Gumbrecht
bamos en Mariana la primera vez, incluso canto?
--pra?
cticamente sin acento, aunque no hablaba ingle?
s-- varias canciones de Jackson que habi?
an sido e?
xitos muchos an?
os atra?
s.
Yo, en cambio, siendo californiano como el cantante, so?
lo sabi?
a su nombre y que habi?
a muerto haci?
a poco, y, desde luego, no habri?
a sido capaz de identificar ninguna de sus canciones.
Por lo tanto, nuestra conversacio?
n fue un ejemplo ti?
pico de lo que en la era de la globalizacio?
n llamamos hibridacio?
n: un tipo de situacio?
n que a menudo hace difi?
cil man- tener una conversacio?
n porque el conocimiento esta?
distribuido de formas inesperadas.
Obviamente, no hay necesidad de viajar al inte- rior de Brasil, ni a ningu? n otro lugar remoto, para
experimentar los efectos de la globalizacio? n. Cada vez que nos sentamos ante nuestro ordenador para escribir un correo electro? nico, las herramientas y los efectos ma? s poderosos de la globalizacio? n se concentran en las puntas de nuestros dedos, lite- ralmente. Puesto que, suponiendo que dispongamos de la direccio? n necesaria, el ordenador convierte en vecinos a nuestros colegas y a un usuario de, por ejemplo, Australia, equidistante a efectos de co- municacio? n, no tardo ni una fraccio? n de segundo ma? s en estar presente en la pantalla de un orde- nador de Nueva Zelanda que en una situada en mi propio despacho. Obviamente, los ordenadores no vuelven tangibles a las personas conectadas, pero si? pueden hacerlas audibles y visibles en tiempo real. La globalizacio? n es globalizacio? n de la informacio? n (en el sentido ma? s amplio de la palabra), y la con- secuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? si- cas especi? ficas.
[2]
En cuanto mencionamos o empezamos a describir los efectos de la globalizacio? n, surge inevitablemente la tentacio? n de alabarla o condenarla. Mi amigo Gary me conto? el otro di? a que tiene acceso a 40 millones de a? lbumes con mu? sica de todos los pai? ses, culturas y periodos histo? ricos con un programa que cuesta so? lo unos pocos do? lares al mes, y que esto habri? a sido inimaginable hace so? lo unos pocos an? os, cuando paso? de coleccionar vinilos a CD. Nosotros, los inte- lectuales, no perdemos la ocasio? n de fruncir el cen? o, imbuidos de un honorable sentido de la responsabi- lidad pedago? gica, ante la superabundancia de he- rramientas para comunicarnos y lo que e? stas han hecho para reducir nuestra capacidad de mantener la atencio? n o para anular la imaginacio? n de las ge- neraciones jo? venes (? por supuesto, no la nuestra! ); o nos quejamos, con un toque de amargura marxista, de lo que es un nuevo paso en el aparentemente interminable proceso de desposesio? n de los produc- tores de sus productos (por no hablar de los excesos de la explotacio? n econo? mica). Esta cri? tica y esta eu- foria sin fin son so? lo parte de los dos discursos dia- metralmente opuestos que han acompan? ado las distintas etapas de la cultura moderna desde hace ya siglos sin dar muestras de una capacidad anali? tica ni una perspicacia verdaderas. Por esa razo? n, en este ensayo tratare? de mantenerme alejado de ambas posturas, y no alabare? ni criticare? la globalizacio? n. Tampoco me perdere? en detalladas descripciones del feno? meno globalizador, por muy relevantes que puedan ser, por la sencilla razo? n de que los mayores especialistas en globalizacio? n de nuestro tiempo
La globalizacio? n es informacio? n (en el sentido ma? s amplio
de la palabra),
y la consecuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? sicas especi? ficas.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht
231
232 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
figuran entre los autores de este libro, y no estoy en situacio? n de competir con ellos.
Lo que tratare? de hacer --que es lo que se su- pone que define la perspectiva especi? fica de mi con- tribucio? n a este libro-- en lugar de alabar, criticar o analizar feno? menos de la globalizacio? n, puede des- cribirse como la conciliacio? n de dos movimientos de reflexio? n diferentes pero a la vez convergentes. En primer lugar, quiero centrarme en la globaliza- cio? n desde una perspectiva existencial. En otras palabras: quiero comprender co? mo la globalizacio? n transforma estructuras y situaciones de la vida in- dividual (en lugar de escribir sobre su impacto en la sociedad, el sistema econo? mico o la poli? tica). Lo hare? partiendo de una premisa que ha pertenecido al existencialismo desde que inicio? su andadura, en la primera mitad del siglo xix. Me refiero a la suposicio? n de que las normas absolutas (o divinas) sobre lo que hace o? ptima una vida y la manera de lograrlo no esta? n (o han dejado de estar) a nuestro alcance. La segunda (y complementaria) reflexio? n la explicare? desde un punto de vista histo? rico. El primer existencialismo convirtio? su primer reto, a saber, la dificultad de creer en algo cuya identidad era difi? cil (si no humanamente imposible) iden- tificar, en la parado? jica concepcio? n de un orden divino usurpado a ese dios silencioso, en lo que llamamos antropologi? a negativa. Yo tambie? n tratare? de argumentar mis ideas dentro del marco de una antropologi? a negativa. Es decir, que quiero hablar sobre algunos elementos duraderos, metahisto? ricos y transculturales de la vida humana en un momento en el que un alto grado de escepticismo parece volver inaceptables estas aspiraciones. Al hacerlo, me apoyare? en mi intuicio? n de que el proceso de globalizacio? n, al desatender determinados deseos y necesidades humanas ba? sicas, ha contribuido, parado? jicamente, a hacerlos ma? s visibles, ya que nuestra vida cotidiana pone de manifiesto que es- ta? n insatisfechos. Asi? que mi idea de la globaliza- cio? n es antropolo? gica en la medida en que trata de identificar determinados rasgos universales de la existencia humana, y es negativa por la sospecha de que algunas de estas estructuras se vuelven me- nos aparentes cuando ma? s intervienen.
Empezare? mi argumentacio? n describiendo el contraste entre el futuro histo? ricamente especi? fico que profetizaban no so? lo los intelectuales a me- diados del siglo xx y principios del xxi y la realidad presente [3]. Sobre esta base demostrare? co? mo la globalizacio? n puede considerarse una prolongacio? n de la Modernidad debido a su coincidencia con la idea cartesiana de eliminar el cuerpo como parte de la autorreferencia humana [4]. Asi? pues, la Mo- dernidad y la globalizacio? n tienen en comu? n que
nos pueden volver independientes de la dimensio? n espacial. En la parte [5] identificare? y describire? otros aspectos de la globalizacio? n relacionados con la tradicio? n cartesiana, mientras que en la [6] co- mentare? las reacciones ante la globalizacio? n, y co? mo nos permiten articular una antropologi? a negativa. Para concluir, en la [7] describire? tres li? neas posi- bles de convergencia entre este argumento y otras posturas filoso? ficas de nuestro tiempo.
[3]
En uno de los parques Disney ma? s antiguos, el de Anaheim, California, hay una atraccio? n llamada Fu- tureland [Tierra del futuro] que considero de especial intere? s histo? rico, tanto que creo que deberi? a ser rebautizada, tal vez junto con el resto del parque, con el nombre Tierra futura del pasado, puesto que escenifica al detalle el porvenir que el mundo pro- fetizaba mediada la de? cada de los cincuenta, cuando Disneylandia abrio? sus puertas por primera vez. Esta atraccio? n tiene unos coches pequen? os con dos asientos en cuya conduccio? n no intervienen de ma- nera alguna los pasajeros. En lugar de ello, se su- pone que cada coche tiene que encontrar por si? mismo un camino a trave? s de un itinerario relativa- mente complejo de curvas, colinas e intersecciones, dando asi? la impresio?
n de que la conduccio? n es un mecanismo automa? tico dentro de un poderoso cir- cuito que sustituye las necesidades humanas de desplazamiento y transporte. Suen? os de vida auto- ma? tica de esta clase siempre han llevado consigo inevitablemente la idea de un estado benigno que domina, absorbe y determina cualquier aspecto de la vida individual, en una especie de versio? n opti- mista (despue? s de todo, estamos hablando de Dis- neylandia) de 1984, de Orwell. Otras atracciones esta? n inspiradas --lo que se antoja un contrasen- tido hoy por hoy-- por las utopi? as pasadas sobre viajar al espacio: recrean unos tambaleantes y, en ocasiones, precarios vuelos a galaxias remotas, y en otros casos la sensacio? n de estar desplaza? ndose con movimientos ra? pidos y bruscos giros por la os- curidad absoluta del universo. Por u? ltimo, y en ter- cer lugar, este viejo parque Disney esta? plagado de vestigios de nuestras antiguas creencias en robots como ma? quinas de forma y apariencia ma? s o menos humana (sus versiones de menor taman? o suelen parecer aspiradoras) que se suponi? a que hari? an aquellas tareas de las que la desidia humana siem- pre ha aspirado a liberarse, y que el espi? ritu predo- minantemente socialdemo? crata del siglo xx ha declarado indignas de las personas.
Me parece notable que ninguna de estas tres dimensiones principales del hoy histo? rico futuro de
mediados de la de? cada de los cincuenta sea una realidad presente ni algo probable en el futuro que imaginamos en este momento. La abrumadora idea del estado total que se hace cargo de todos los de- seos y todas las necesidades de los seres humanos, y cuya versio? n hiperbo? lica inspiro? la novela de Orwell, se ha desvanecido con la desintegracio? n de los go- biernos comunistas en Europa del Este a partir de 1989, independientemente de si uno celebra o la- menta este hecho histo? rico. La tendencia nueva y general es la de limitar e incluso eliminar el poder del Estado, tal y como refleja el nuevo concepto de gobernanza, que prescribe una serie de orientacio- nes de cara? cter informal para un comportamiento interactivo que, en lugar de venir impuesto por las leyes del Estado, emerge de pactos entre estados nacionales y corporaciones (a menudo multinacio- nales). Podemos afirmar entonces que disponemos de mucha mayor libertad (tenemos ma? s autonomi? a y estamos menos guiados automa? ticamente) que los conductores del Futureland de Disney, y en ocasio- nes eso es algo que nos lleva a la confusio? n. Des- pue? s de todo, los sistemas de navegacio? n que tanto nos gusta usar hoy siguen reaccionando de manera bastante flexible a la informacio? n que les damos, e incluso a nuestras equivocaciones.
De igual forma --tal vez ma? s evidente-- nues- tros ambiciosos suen? os de viajar por el espacio y colonizar planetas extranjeros, o tal vez incluso otras galaxias, han desparecido pra? cticamente (es curioso: al mismo tiempo, ha dejado de preocu- parnos el crecimiento demogra? fico). Una vez ma? s, y tal vez de forma ma? s definitiva que en los u? lti- mos siglos, la Tierra constituye el confi? n u? ltimo de nuestras preocupaciones y nuestros proyectos, y esa puede muy bien ser la caracteri? stica esencial y menos mencionada de la globalizacio? n (que de alguna manera sigue cultivando una autoimagen y una reto? rica de agresiva expansio? n). Tanto colectiva como ideolo? gicamente, nos preocupa ahora ma? s la
Tierra que cuando todavi? a acaricia? bamos la idea de dejarla atra? s. Al mismo tiempo, y desde una pers- pectiva individual, el poder de cubrir el planeta, li- teralmente, con nuestros sistemas de comunicacio? n ha crecido de forma exponencial.
Por u? ltimo, en lugar de crear batallones de ro- bots que trabajen por nosotros, hemos desarrollado, sobre todo durante las tres u? ltimas de? cadas, la con- vergencia de nuestra mente con dispositivos elec- tro? nicos, hecho e? ste que, en lugar de propiciar una relacio? n amo/esclavo, parece una prolongacio? n de nuestra eficacia mental, y a veces incluso fi? sica, basada en el acoplamiento o en la integracio? n pros- te? tica de nuestros cuerpos con las ma? quinas. Nadie emplea la electro? nica sin trabajar para uno mismo,
y al mismo tiempo estamos, inevitablemente, tra- bajando para los dema? s. A primera vista, el mundo de los ordenadores da la impresio? n de que hemos ganado independencia y autonomi? a, pero esta visio? n optimista pasa por alto la naturaleza adictiva de este acoplamiento, y tal vez menosprecie tambie? n la ges- tacio? n, como resultado de nuestro uso acumulativo de los ordenadores, de un cerebro externo colec- tivo que podri? a terminar ejerciendo un poder ciego superior al imaginado por ningu? n estado totalitario. Porque con cada correo electro? nico que enviamos y cada pa? gina web que visitamos estamos contribu- yendo a la complejidad e intensidad de la red tec- nolo? gica dentro de la cual nos comunicamos o, lo que es pra? cticamente lo mismo, en la que vivimos.
[4]
A menudo se dice, al menos desde la perspectiva de la cultura occidental, que la globalizacio? n esta? en marcha desde hace al menos dos siglos. Si defini- mos la globalizacio? n como la creciente independen- cia de la informacio? n del espacio fi? sico, entonces el salto cuantitativo convertido en calidad --tanto en el sentido de ir a lugares para adquirir unos cono- cimientos especi? ficos como en el de la circulacio? n de conocimientos-- se produjo con el desarrollo de las redes de ferrocarril a principios del siglo xix. El auge y la reformulacio? n del concepto de cosmopo- litismo fue un si? ntoma de esta primera fase de un desarrollo a largo plazo. Su segunda etapa estuvo marcada por la aparicio? n de una serie de nuevas tecnologi? as de la comunicacio? n, empezando con el tele? fono, siguiendo con la radio y culminando con la televisio? n, la cual, tras unos inicios sorprenden- temente lentos, conquisto? el mundo entero en el transcurso de unos diez an? os, a partir de finales de la de? cada de los cuarenta. Hoy en di? a, a la gente joven le resulta difi? cil imaginar que los hinchas bra- silen? os no pudieran ver por televisio? n (assistir, como se dice, interesantemente, en portugue? s brasilen? o) en 1958 el partido en que su equipo gano? contra Suecia la Copa del Mundo de Fu? tbol en Estocolmo. El avance de mayor calado, sin embargo --aunque tal vez haya sido el menos espectacular-- fue el proceso de transformacio? n electro? nica y socializa- cio? n de un gran sector (todavi? a en expansio? n) de la humanidad: extendio? nuestra capacidad individual y colectiva para recibir y hacer circular informacio? n a escalas antes inimaginables. Ante nosotros se ex- tiende un nuevo umbral del que so? lo nos separan barreras legales, no tecnolo? gicas. Se trata del pro- yecto de Google que promete hacer accesibles en una pantalla de ordenador todos los documentos que existen en el planeta.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht 233
si la globaliza- cio? n ha aumentado para la mayori? a de nosotros las posibilidades
de sacar una foto con nuestras ca? maras digitales del Taj Mahal,
la O? pera de Sidney o las iglesias barrocas de Ouro Preto, tambie? n
ha disminuido la intensidad con
la que las cosas del mundo esta? n presentes para nosotros, con la que son tangibles.
Imaginar la realizacio? n de este proyecto --y lle- gara? , tarde o temprano-- nos ayuda a comprender que el principal desafi? o de la era electro? nica desde el punto de vista existencial ha sido la eliminacio? n de la dimensio? n de espacio en mu? ltiples niveles de nuestra experiencia y nuestro comportamiento. Si comprendemos que el proceso de la socializacio? n electro? nica --que, por supuesto, no es sino? nimo de globalizacio? n-- es la fuente de energi? a ma? s pode- rosa, entonces descubriremos una paradoja fasci- nante. Apoyada en la electro? nica, la globalizacio? n ha expandido y fortalecido nuestro control sobre el espacio del planeta (al cual hemos regresado recien- temente para establecer nuestros li? mites) hasta un nivel tal vez insuperable, mientras que, al mismo tiempo, ha excluido casi por completo el espacio de nuestra existencia.
Y no estoy hablando so? lo de la velocidad a la que puede viajar la informacio? n hoy o las fabulo- sas cantidades en las que esta? disponible y circula, como si el espacio ya no tuviera importancia alguna. Personalmente, no logro olvidar una ca? lida noche de viernes en Ri? o de Janeiro, cuando me reuni? con un grupo de amigos en un bonito restaurante en la playa de Botafogo, bajo el Pan de Azu? car, y observe? cerca de nosotros una mesa con cuatro atractivos jo? venes, evidentemente dos parejas, que en un de- terminado momento de la velada estaban hablando con otras personas por sus tele? fonos mo? viles. No importa si hablaban con amigos de Ri? o de Janeiro o de otra parte (puede que fuera incluso Nueva Zelanda): el hecho es que, a pesar de la belleza in- superable del entorno en el que se encontraban, la atencio? n de aquellos jo? venes estaba separada, en los cuatro casos, del lugar donde estaban sus cuer- pos. O, dicho de forma ma? s drama? tica, la situacio? n de sus cuerpos no teni? a relevancia alguna para la actividad de sus mentes. Desde la perspectiva de una escena como e? sta, tan comu? n hoy por hoy, se hace evidente que los ori? genes de la globalizacio? n se remontan mucho ma? s atra? s del siglo xix. Si la capacidad de separar la mente del cuerpo ha sido una condicio? n (y, ma? s recientemente, tambie? n una consecuencia) de la globalizacio? n, entonces globa- lizacio? n es lo mismo que Modernidad, puesto que depende de y comienza con la fo? rmula cartesiana de la autorreferencia humana: <<Pienso, luego existo>> (o, adaptada a los tiempos actuales, <<Produzco, hago circular y recibo informacio?
Obviamente, no hay necesidad de viajar al inte- rior de Brasil, ni a ningu? n otro lugar remoto, para
experimentar los efectos de la globalizacio? n. Cada vez que nos sentamos ante nuestro ordenador para escribir un correo electro? nico, las herramientas y los efectos ma? s poderosos de la globalizacio? n se concentran en las puntas de nuestros dedos, lite- ralmente. Puesto que, suponiendo que dispongamos de la direccio? n necesaria, el ordenador convierte en vecinos a nuestros colegas y a un usuario de, por ejemplo, Australia, equidistante a efectos de co- municacio? n, no tardo ni una fraccio? n de segundo ma? s en estar presente en la pantalla de un orde- nador de Nueva Zelanda que en una situada en mi propio despacho. Obviamente, los ordenadores no vuelven tangibles a las personas conectadas, pero si? pueden hacerlas audibles y visibles en tiempo real. La globalizacio? n es globalizacio? n de la informacio? n (en el sentido ma? s amplio de la palabra), y la con- secuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? si- cas especi? ficas.
[2]
En cuanto mencionamos o empezamos a describir los efectos de la globalizacio? n, surge inevitablemente la tentacio? n de alabarla o condenarla. Mi amigo Gary me conto? el otro di? a que tiene acceso a 40 millones de a? lbumes con mu? sica de todos los pai? ses, culturas y periodos histo? ricos con un programa que cuesta so? lo unos pocos do? lares al mes, y que esto habri? a sido inimaginable hace so? lo unos pocos an? os, cuando paso? de coleccionar vinilos a CD. Nosotros, los inte- lectuales, no perdemos la ocasio? n de fruncir el cen? o, imbuidos de un honorable sentido de la responsabi- lidad pedago? gica, ante la superabundancia de he- rramientas para comunicarnos y lo que e? stas han hecho para reducir nuestra capacidad de mantener la atencio? n o para anular la imaginacio? n de las ge- neraciones jo? venes (? por supuesto, no la nuestra! ); o nos quejamos, con un toque de amargura marxista, de lo que es un nuevo paso en el aparentemente interminable proceso de desposesio? n de los produc- tores de sus productos (por no hablar de los excesos de la explotacio? n econo? mica). Esta cri? tica y esta eu- foria sin fin son so? lo parte de los dos discursos dia- metralmente opuestos que han acompan? ado las distintas etapas de la cultura moderna desde hace ya siglos sin dar muestras de una capacidad anali? tica ni una perspicacia verdaderas. Por esa razo? n, en este ensayo tratare? de mantenerme alejado de ambas posturas, y no alabare? ni criticare? la globalizacio? n. Tampoco me perdere? en detalladas descripciones del feno? meno globalizador, por muy relevantes que puedan ser, por la sencilla razo? n de que los mayores especialistas en globalizacio? n de nuestro tiempo
La globalizacio? n es informacio? n (en el sentido ma? s amplio
de la palabra),
y la consecuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? sicas especi? ficas.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht
231
232 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
figuran entre los autores de este libro, y no estoy en situacio? n de competir con ellos.
Lo que tratare? de hacer --que es lo que se su- pone que define la perspectiva especi? fica de mi con- tribucio? n a este libro-- en lugar de alabar, criticar o analizar feno? menos de la globalizacio? n, puede des- cribirse como la conciliacio? n de dos movimientos de reflexio? n diferentes pero a la vez convergentes. En primer lugar, quiero centrarme en la globaliza- cio? n desde una perspectiva existencial. En otras palabras: quiero comprender co? mo la globalizacio? n transforma estructuras y situaciones de la vida in- dividual (en lugar de escribir sobre su impacto en la sociedad, el sistema econo? mico o la poli? tica). Lo hare? partiendo de una premisa que ha pertenecido al existencialismo desde que inicio? su andadura, en la primera mitad del siglo xix. Me refiero a la suposicio? n de que las normas absolutas (o divinas) sobre lo que hace o? ptima una vida y la manera de lograrlo no esta? n (o han dejado de estar) a nuestro alcance. La segunda (y complementaria) reflexio? n la explicare? desde un punto de vista histo? rico. El primer existencialismo convirtio? su primer reto, a saber, la dificultad de creer en algo cuya identidad era difi? cil (si no humanamente imposible) iden- tificar, en la parado? jica concepcio? n de un orden divino usurpado a ese dios silencioso, en lo que llamamos antropologi? a negativa. Yo tambie? n tratare? de argumentar mis ideas dentro del marco de una antropologi? a negativa. Es decir, que quiero hablar sobre algunos elementos duraderos, metahisto? ricos y transculturales de la vida humana en un momento en el que un alto grado de escepticismo parece volver inaceptables estas aspiraciones. Al hacerlo, me apoyare? en mi intuicio? n de que el proceso de globalizacio? n, al desatender determinados deseos y necesidades humanas ba? sicas, ha contribuido, parado? jicamente, a hacerlos ma? s visibles, ya que nuestra vida cotidiana pone de manifiesto que es- ta? n insatisfechos. Asi? que mi idea de la globaliza- cio? n es antropolo? gica en la medida en que trata de identificar determinados rasgos universales de la existencia humana, y es negativa por la sospecha de que algunas de estas estructuras se vuelven me- nos aparentes cuando ma? s intervienen.
Empezare? mi argumentacio? n describiendo el contraste entre el futuro histo? ricamente especi? fico que profetizaban no so? lo los intelectuales a me- diados del siglo xx y principios del xxi y la realidad presente [3]. Sobre esta base demostrare? co? mo la globalizacio? n puede considerarse una prolongacio? n de la Modernidad debido a su coincidencia con la idea cartesiana de eliminar el cuerpo como parte de la autorreferencia humana [4]. Asi? pues, la Mo- dernidad y la globalizacio? n tienen en comu? n que
nos pueden volver independientes de la dimensio? n espacial. En la parte [5] identificare? y describire? otros aspectos de la globalizacio? n relacionados con la tradicio? n cartesiana, mientras que en la [6] co- mentare? las reacciones ante la globalizacio? n, y co? mo nos permiten articular una antropologi? a negativa. Para concluir, en la [7] describire? tres li? neas posi- bles de convergencia entre este argumento y otras posturas filoso? ficas de nuestro tiempo.
[3]
En uno de los parques Disney ma? s antiguos, el de Anaheim, California, hay una atraccio? n llamada Fu- tureland [Tierra del futuro] que considero de especial intere? s histo? rico, tanto que creo que deberi? a ser rebautizada, tal vez junto con el resto del parque, con el nombre Tierra futura del pasado, puesto que escenifica al detalle el porvenir que el mundo pro- fetizaba mediada la de? cada de los cincuenta, cuando Disneylandia abrio? sus puertas por primera vez. Esta atraccio? n tiene unos coches pequen? os con dos asientos en cuya conduccio? n no intervienen de ma- nera alguna los pasajeros. En lugar de ello, se su- pone que cada coche tiene que encontrar por si? mismo un camino a trave? s de un itinerario relativa- mente complejo de curvas, colinas e intersecciones, dando asi? la impresio?
n de que la conduccio? n es un mecanismo automa? tico dentro de un poderoso cir- cuito que sustituye las necesidades humanas de desplazamiento y transporte. Suen? os de vida auto- ma? tica de esta clase siempre han llevado consigo inevitablemente la idea de un estado benigno que domina, absorbe y determina cualquier aspecto de la vida individual, en una especie de versio? n opti- mista (despue? s de todo, estamos hablando de Dis- neylandia) de 1984, de Orwell. Otras atracciones esta? n inspiradas --lo que se antoja un contrasen- tido hoy por hoy-- por las utopi? as pasadas sobre viajar al espacio: recrean unos tambaleantes y, en ocasiones, precarios vuelos a galaxias remotas, y en otros casos la sensacio? n de estar desplaza? ndose con movimientos ra? pidos y bruscos giros por la os- curidad absoluta del universo. Por u? ltimo, y en ter- cer lugar, este viejo parque Disney esta? plagado de vestigios de nuestras antiguas creencias en robots como ma? quinas de forma y apariencia ma? s o menos humana (sus versiones de menor taman? o suelen parecer aspiradoras) que se suponi? a que hari? an aquellas tareas de las que la desidia humana siem- pre ha aspirado a liberarse, y que el espi? ritu predo- minantemente socialdemo? crata del siglo xx ha declarado indignas de las personas.
Me parece notable que ninguna de estas tres dimensiones principales del hoy histo? rico futuro de
mediados de la de? cada de los cincuenta sea una realidad presente ni algo probable en el futuro que imaginamos en este momento. La abrumadora idea del estado total que se hace cargo de todos los de- seos y todas las necesidades de los seres humanos, y cuya versio? n hiperbo? lica inspiro? la novela de Orwell, se ha desvanecido con la desintegracio? n de los go- biernos comunistas en Europa del Este a partir de 1989, independientemente de si uno celebra o la- menta este hecho histo? rico. La tendencia nueva y general es la de limitar e incluso eliminar el poder del Estado, tal y como refleja el nuevo concepto de gobernanza, que prescribe una serie de orientacio- nes de cara? cter informal para un comportamiento interactivo que, en lugar de venir impuesto por las leyes del Estado, emerge de pactos entre estados nacionales y corporaciones (a menudo multinacio- nales). Podemos afirmar entonces que disponemos de mucha mayor libertad (tenemos ma? s autonomi? a y estamos menos guiados automa? ticamente) que los conductores del Futureland de Disney, y en ocasio- nes eso es algo que nos lleva a la confusio? n. Des- pue? s de todo, los sistemas de navegacio? n que tanto nos gusta usar hoy siguen reaccionando de manera bastante flexible a la informacio? n que les damos, e incluso a nuestras equivocaciones.
De igual forma --tal vez ma? s evidente-- nues- tros ambiciosos suen? os de viajar por el espacio y colonizar planetas extranjeros, o tal vez incluso otras galaxias, han desparecido pra? cticamente (es curioso: al mismo tiempo, ha dejado de preocu- parnos el crecimiento demogra? fico). Una vez ma? s, y tal vez de forma ma? s definitiva que en los u? lti- mos siglos, la Tierra constituye el confi? n u? ltimo de nuestras preocupaciones y nuestros proyectos, y esa puede muy bien ser la caracteri? stica esencial y menos mencionada de la globalizacio? n (que de alguna manera sigue cultivando una autoimagen y una reto? rica de agresiva expansio? n). Tanto colectiva como ideolo? gicamente, nos preocupa ahora ma? s la
Tierra que cuando todavi? a acaricia? bamos la idea de dejarla atra? s. Al mismo tiempo, y desde una pers- pectiva individual, el poder de cubrir el planeta, li- teralmente, con nuestros sistemas de comunicacio? n ha crecido de forma exponencial.
Por u? ltimo, en lugar de crear batallones de ro- bots que trabajen por nosotros, hemos desarrollado, sobre todo durante las tres u? ltimas de? cadas, la con- vergencia de nuestra mente con dispositivos elec- tro? nicos, hecho e? ste que, en lugar de propiciar una relacio? n amo/esclavo, parece una prolongacio? n de nuestra eficacia mental, y a veces incluso fi? sica, basada en el acoplamiento o en la integracio? n pros- te? tica de nuestros cuerpos con las ma? quinas. Nadie emplea la electro? nica sin trabajar para uno mismo,
y al mismo tiempo estamos, inevitablemente, tra- bajando para los dema? s. A primera vista, el mundo de los ordenadores da la impresio? n de que hemos ganado independencia y autonomi? a, pero esta visio? n optimista pasa por alto la naturaleza adictiva de este acoplamiento, y tal vez menosprecie tambie? n la ges- tacio? n, como resultado de nuestro uso acumulativo de los ordenadores, de un cerebro externo colec- tivo que podri? a terminar ejerciendo un poder ciego superior al imaginado por ningu? n estado totalitario. Porque con cada correo electro? nico que enviamos y cada pa? gina web que visitamos estamos contribu- yendo a la complejidad e intensidad de la red tec- nolo? gica dentro de la cual nos comunicamos o, lo que es pra? cticamente lo mismo, en la que vivimos.
[4]
A menudo se dice, al menos desde la perspectiva de la cultura occidental, que la globalizacio? n esta? en marcha desde hace al menos dos siglos. Si defini- mos la globalizacio? n como la creciente independen- cia de la informacio? n del espacio fi? sico, entonces el salto cuantitativo convertido en calidad --tanto en el sentido de ir a lugares para adquirir unos cono- cimientos especi? ficos como en el de la circulacio? n de conocimientos-- se produjo con el desarrollo de las redes de ferrocarril a principios del siglo xix. El auge y la reformulacio? n del concepto de cosmopo- litismo fue un si? ntoma de esta primera fase de un desarrollo a largo plazo. Su segunda etapa estuvo marcada por la aparicio? n de una serie de nuevas tecnologi? as de la comunicacio? n, empezando con el tele? fono, siguiendo con la radio y culminando con la televisio? n, la cual, tras unos inicios sorprenden- temente lentos, conquisto? el mundo entero en el transcurso de unos diez an? os, a partir de finales de la de? cada de los cuarenta. Hoy en di? a, a la gente joven le resulta difi? cil imaginar que los hinchas bra- silen? os no pudieran ver por televisio? n (assistir, como se dice, interesantemente, en portugue? s brasilen? o) en 1958 el partido en que su equipo gano? contra Suecia la Copa del Mundo de Fu? tbol en Estocolmo. El avance de mayor calado, sin embargo --aunque tal vez haya sido el menos espectacular-- fue el proceso de transformacio? n electro? nica y socializa- cio? n de un gran sector (todavi? a en expansio? n) de la humanidad: extendio? nuestra capacidad individual y colectiva para recibir y hacer circular informacio? n a escalas antes inimaginables. Ante nosotros se ex- tiende un nuevo umbral del que so? lo nos separan barreras legales, no tecnolo? gicas. Se trata del pro- yecto de Google que promete hacer accesibles en una pantalla de ordenador todos los documentos que existen en el planeta.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht 233
si la globaliza- cio? n ha aumentado para la mayori? a de nosotros las posibilidades
de sacar una foto con nuestras ca? maras digitales del Taj Mahal,
la O? pera de Sidney o las iglesias barrocas de Ouro Preto, tambie? n
ha disminuido la intensidad con
la que las cosas del mundo esta? n presentes para nosotros, con la que son tangibles.
Imaginar la realizacio? n de este proyecto --y lle- gara? , tarde o temprano-- nos ayuda a comprender que el principal desafi? o de la era electro? nica desde el punto de vista existencial ha sido la eliminacio? n de la dimensio? n de espacio en mu? ltiples niveles de nuestra experiencia y nuestro comportamiento. Si comprendemos que el proceso de la socializacio? n electro? nica --que, por supuesto, no es sino? nimo de globalizacio? n-- es la fuente de energi? a ma? s pode- rosa, entonces descubriremos una paradoja fasci- nante. Apoyada en la electro? nica, la globalizacio? n ha expandido y fortalecido nuestro control sobre el espacio del planeta (al cual hemos regresado recien- temente para establecer nuestros li? mites) hasta un nivel tal vez insuperable, mientras que, al mismo tiempo, ha excluido casi por completo el espacio de nuestra existencia.
Y no estoy hablando so? lo de la velocidad a la que puede viajar la informacio? n hoy o las fabulo- sas cantidades en las que esta? disponible y circula, como si el espacio ya no tuviera importancia alguna. Personalmente, no logro olvidar una ca? lida noche de viernes en Ri? o de Janeiro, cuando me reuni? con un grupo de amigos en un bonito restaurante en la playa de Botafogo, bajo el Pan de Azu? car, y observe? cerca de nosotros una mesa con cuatro atractivos jo? venes, evidentemente dos parejas, que en un de- terminado momento de la velada estaban hablando con otras personas por sus tele? fonos mo? viles. No importa si hablaban con amigos de Ri? o de Janeiro o de otra parte (puede que fuera incluso Nueva Zelanda): el hecho es que, a pesar de la belleza in- superable del entorno en el que se encontraban, la atencio? n de aquellos jo? venes estaba separada, en los cuatro casos, del lugar donde estaban sus cuer- pos. O, dicho de forma ma? s drama? tica, la situacio? n de sus cuerpos no teni? a relevancia alguna para la actividad de sus mentes. Desde la perspectiva de una escena como e? sta, tan comu? n hoy por hoy, se hace evidente que los ori? genes de la globalizacio? n se remontan mucho ma? s atra? s del siglo xix. Si la capacidad de separar la mente del cuerpo ha sido una condicio? n (y, ma? s recientemente, tambie? n una consecuencia) de la globalizacio? n, entonces globa- lizacio? n es lo mismo que Modernidad, puesto que depende de y comienza con la fo? rmula cartesiana de la autorreferencia humana: <<Pienso, luego existo>> (o, adaptada a los tiempos actuales, <<Produzco, hago circular y recibo informacio?