- Lus
burgueses
cultivados suelen exigir a la obra de arte que les de?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
n.
Es apariencia medida por el principio de realidad, del que puede desviarse.
Mas lo subjetivo jama?
s tra- ta de ocupar ilusoriamentc mediante la apariencia o mediante el sln- toma el lugar de la realidad.
La expresio?
n niega la realidad al echarle en cata Jo que no es, pero no la desconoce; tiene la visio?
n del conflicto, que en el si?
ntoma es ciego.
La expresio?
n tiene de comu?
n con la represio?
n el que en ella el impulso se halla blo- queado por la realidad.
Ese impulso, junro con toda la trama de experiencias en que se inscribe, tiene impedida la comunicacio?
n directa con el objeto.
Como expresio?
n, el impulso se convierte en feno?
meno no falsificado de si?
mismo, y por ende de la oposicio?
n, por imitacio?
n sensible.
Es tan fuerte que la modificacio?
n que su- pone su conversio?
n en mera imagen, en precio de la supervivencia, le acontece sin resultar mutilado en su exteriorizacio?
n.
Sustituye la meta de su propia <<resolucio?
n.
subjetivo-sensorial por la obje- tiva de su manifestacio?
n pole?
mica.
Esto 10 distingue de la subli.
macio?
n: toda expresio?
n lograda del sujeto, podri?
a decirse, es una pequen?
a victoria sobre el juego de fuerzas de su propia psicologi?
a.
El patbos del arte estriba en que, justamente a trave?
s de su reti- rada a la imaginacio?
n, da a la prepotencia de la realidad lo suyo, pero sin resignarse a la adaptacio?
n ni continuar la violencia de lo externo en la deformacio?
n de lo interno.
Los que llevan a cabo este proceso tienen, sin excepcio?
n, que pagarlo caro como indivi- duos, quedar desvalidos detra?
s de su propia expresio?
n, que huye de su psicologi?
a.
Mas de ese modo despiertan, no menos que sus prod uctos, la duda sobre la inclusio?
n de las obras art i?
sticas ent re las producciones culturales ex deii?
ni?
tione.
Ninguna obra arti?
stica puede escapar, en la organizacio?
n social, a su condicio?
n de pro- ducto cultural, pero tampoco existe obra alguna que sea ma?
s que arte industrial que no haya hecho a la cultura un gesto de repu-
215
? ? ? ? dio - que es lo que la convirtio? en obra de arte. El arte es tan antiartlstico como los artistas. En la renuncia a la meta del ins- tinto guarda a e? ste la fidelidad que desenmascara 10 socialmente deseado que Freud ingenuamente ensalzaba viendo una sublima- cio? n que probablemente no existe.
137
Pequen? as penas, grandes cantos. -L a actual cultura de masas es histo? ricamente necesaria no so? lo como resultado del cerco im- puesto a la totalidad de la vida por las empresas monstruo, sino tambie? n como consecuencia de lo que parece el extremo opuesto a la hoy dominante estandarizacio? n de la conciencia: la subjetivi- zacio? n este? tica. Cierto es que los artistas han aprendido, conforme iban interna? ndose en si? mismos, a renunciar al juego infantil de la imitacio? n de 10 externo. Pero al propio tiempo han aprendido tambie? n, por efecto de la reflexio? n del alma, a disponer cada vez ma? s de si? mismos. El progreso de su te? cnica, que les trajo una libertad e independencia cada vez mayores respecto a lo hetero- ge? neo, tuvo por resultado una especie de cosificacio? n, de tecnifica- cio? n de la interioridad como ral. Cuanto mayor es la superioridad con que el artista se expresa, menos tiene que <<ser>> 10 que ex- presa, y en tanta mayor medida se convierte lo expresado, esto es, el contenido de la subjetividad misma, en una mera funcio? n del proceso de produccio? n . Esto 10 noto? Nietzsche cuando acuso? a Wagner, al dompteur de la expresio? n, de hipocresi? a, sin darse cuenta de que no era una cuestio? n de psicologi? a, sino de la ten- dencia histo? rica. Pero la transformacio? n del contenido de la expre- sio? n, en la cual pasa a ser de emocio? n difusa a material manipula. ble, hace del mismo algo asible, exhibible, comerciable. La subje-
tivizacio? n de la li? rica en Heine, por ejemplo, no esta? en simple contradiccio? n con sus rasgos comerciales, sino que 10 comercial es la subjetividad misma administrada por la subjetividad. El uso virtuoso de la <<escala>> que desde elsiglo XIX define a los artistas supone la transformacio? n del propio impulso interior en perio- dismo, especta? culo y ca? lculo no primariamente por deslealtad. La ley cine? tica del arte, consistente en el autodominio y, por ende, lo objetlvi? zacio? n del sujeto, apunta a su ocaso: el cara? cter antier- tfsrico del cine, que registra administrativamente todos los mate- riales y todas las emociones para expenderlos, esta segunda exte-
rioridad, aparece en el arte cual un creciente dominio sol-re In naturaleza interior. El tan trai? do histrionismo de los artistas mo- dernos, su exhibicionismo, es el gesto con que se exponen a si? mismos como mercanci? a.
138
Who is who. - La halagadora creencia en la ingenuidad y pu- reza del artista o el literato pervive en la inclinacio? n de e? stos a exponer sus dificultad es con el intere? s solapado y el espi? ritu pra? c- tico-calculador de los firmantes de un contrato. Pero igual que toda construccio? n en la que uno se da la razo? n a si? mismo y se la niega al mundo y todo ampararse en el propio ti? tulo tienden pre- cisamente a dar la razo? n al mundo en uno mismo, tambie? n tiende a da? rsela la anti? tesis entre voluntad pura y disimulo. Hoy el out- sider intelectual que sabe 10 que se puede esperar se comporta de un modo reflexivo, guiado por mil consideraciones poli? ticas y ta? c- ticas, cauteloso y suspicaz. Pero los que esta? n conformes, cuyo imperio hace tiempo que se ha cerrado en un espacio vital que excede los li? mites de los partidos, no tienen ya necesidad de aquel ca? lculo del que se les considero? capaces. Son tan fieles a las reglas de juego de la razo? n y sus intereses han sedimentado de manera tan natural en su pensamiento, que han vuelto a ser inofensivos. Si se indaga en sus oscuros planes, hay que juzgarlos metafi? sica- mente verdaderos, puesto que siguen el tenebroso curso del mun- do, pero psicolo? gicamente falsos: se cae en un delirio de perse- cucie? n objetivamente creciente. Aquellos cuya funcio? n consiste en la delacio? n y la difamacio? n y en venderse a si? mismos y a sus amigos al poder no necesitan para ello ninguna astucia ni malicia, ninguna organizacio? n planificada del yo, sino que, al contrario, no tienen ma? s que abandonarse a sus reacciones y cumplir sin repa- ros con la exigencia del momento para llevar a cabo, como si de un juego se trata ra, lo que ot ros so? lo puede n hacer despue? s de profundas reflexiones. Inspiran confianza mostra? ndola a su vez. Esta? n pendientes de lo que puede sobrar para ellos, viven al di? a y se hacen recomendar como personas exentas de egoi? smo a la vez que como aprobadores de una situacio? n que ya no permitira? que les falte nada. Como todos ellos se dejan llevar sin el menor conflicto u? nicamente por su intere? s particular, e? ste aparece como intere? s general y en cierto modo desinteresado. Sus gestos son
216
217
? ? ? ? ? francos, esponta? neos, gestos que desarman, pero que tambie? n son, los amables como los a? speros, sus enemigos. Como ya no tienen independencia para desarrollar ninguna accio? n que sea opuesta al intere? s, dependen de la buena voluntad de los dema? s y asumen incluso esa dependencia de buen grado. Lo completa mente med ia- do, el intere? s abstracto, crea una segunda inmediatez, al tiempo que el au? n no del todo captado se ve comprometido como persona poco natural. Para no verse atrapado entre las ruedas debe cere- moniosamente superar al mundo en mundanidad, por lo que fa? cil. mente es acusado de los ma? s torpes excesos. Forzosamente se le reprochara? desconfianza, ansia de poder, falta de camaraderi? a, fal- sedad, vanidad e inconsecuencia. La magia social indefectiblemente convierte al que no entra en el juego en egoi? sta, y al que se adecua con pe? rdida de su ego (Se/bsJ) al principio de realidad se le llama
desinteresado (setbsttos),
139
Inaceptable.
- Lus burgueses cultivados suelen exigir a la obra de arte que les de? algo. Ya no se indignan con lo radical, sino que se repliegan en la afirmacio? n impu? dicamente modesta de que no entienden. Esta suprime la oposicio? n, u? ltima relacio? n negativa con la verdad, y el objeto escandaloso es catalogado con una sonrisa entre los objetos ma? s distantes de e? l, como son los bienes de uso, entre los cuales se puede elegir y rechazar sin cargar con ningu? n tipo de responsabilidad. Uno es muy tonto para entender, demasiado anticuado, simplemente no puede con ello, y cuanto ma? s se empequen? ece, ma? s resueltamente participa del poderoso uni? sono de la vox inhumana populi, del poder rector del petrifi- cado espi? ritu del tiempo . 1. . 0 ininteligible, de lo que nadie obt iene nada, se convierte de provocador atentado en locura digna de com- pasio? n. Con el aguijo? n se aleja la tentacio? n. Que a uno se le debe dar algo, el postulado de sustancialidad y plenitud acorde con las apariencias, precisamente impide ambas cosas y empobrece al que da. Aqui? la relacio? n entre los hombres es ana? loga a la relacio? n este? tica. El reproche de que uno no da nada es deplorable. Si la relacio? n ha sido este? ril, hay que disolverla. Pero al que la mano tiene, aunque lamenta? ndose, deja de i? uncionarle el o? rgano de la recepcio? n que es la fantasi? a. Ambas partes deben dar algo: la fell- clded como cosa no precisamente sujeta a intercambio, ni tampoco
demandable; pero este dar es inseparable del tOJIllIJ', Y \I'. U ' 1I~lld" lo que se tiene para el otro no alcanza e? ste a recibid" , Nil II. IY amor que no sea ceo. En los mitos la aceptacio? n de la oi? rcnd. ? " 111 la garanti? a de la gracia, y esa aceptacio? n es lo que pide el ;1111(11, re? plica del acto de la ofrenda, si no ha de verse maldecido. Lu decadencia del regalar se corresponde hoy con la reluctancia 11 tomar. Pero e? sta desemboca en aquella negacio? n de la felicidad misma que, como tal negacio? n, es la que hace que los hombres sigan aferrados a su tipo de felicidad. La muralla se derribada si recibieran del otro aquello que, mordie? ndose los labios, tienen que prohibirse. Pero esto les resulta difi? cil a causa del esfuerzo que el tomar les exige. Sugestionados por la te? cnica, traducen el odio al esfuerzo superfluo de su existencia a un gasTO de energi? a que el placer requiere, hasta en todas sus sublimaciones, como momento de su esencia. A pesar de las numerosas facilidades, su praxis es absurda fatiga. En cambio el derroche de energi? a en la felicidad -el secreto de e? sta- no lo soportan. Por eso tiene que reducirse a las fo? rmulas inglesas del relax y el take it easy, proce- dentes del lengue? c de las enfermeras, no del entusiasmo. La feli- cidad esta? anticuada: es inecone? rolca. Pues su idea, la unio? n se- xual, es lo contrario de lo escindido, es venturoso esfuerzo, asi? como todo trabajo esclavizante es esfuerzo desventurado.
140
Consecutio tempoTum. --Cuando mi primer profesor de com- posicio? n intento? disuadirme de mis devaneos atonales y no lo consegui? a con sus escandalosas historias ero? ticas sobre los atona- listas, penso? que podri? a atraparme por donde suponi? a estaba mi lado de? bil: el deseo de parecer moderno. lo ultramoderno, rezaba su argumento, habi? a dejado de ser moderno; los esti? mulos que yo buscaba habi? an perdido ya su vigor; las formas de expresio? n que me arralan eran sentimentalismo anticuado, y la nueva juventud teni? a, como le gustaba decir, ma? s glo? bulos rojos en la sangre. Sus propias piezas, cuyos temas orientales fueron continua? ndose en la escala croma? tica, mostraban que aquellas mordaces considera- ciones eran la maniobra de un director de conservatorio con mala conciencia. Mas pronto hube de descubrir que la moda que e? l oponi? a a mi modernismo se pareci? a en la capital de los grandes salones a lo que e? l habi? a inventado en provincias. El neoclasicismo,
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219
? ? ? ese tipo de reaccron que no so? lo no se reconoce como tal, sino que adema? s hace pasar a su propio momento reaccionario por avan- zado, era la punta de lanza de una tendencia masiva que tanto bajo el fascismo como en la cultura de masas ra? pidamente apren- dio? a prescindir del delicado respeto a los todavi? a demasiado sen- sibles artistas y a unificar el espi? ritu de los pintores cortesanos con el del progreso te? cnico. Lo moderno se ha vuelto realmente anticuado. Lo modernidad es una categori? a cualitativa, no crono- lo? gica. Cuanto menos se deja persuadir por la forma abstracta, ma? s necesaria es para ella la renuncia a la composicio? n convcn- cicnal de superficies, a la apariencia de armoni? a y al orden con- firmado en la mera copia. Las ligas fascistas, que gallardamente clamaban contra el futurismo, en su furia habi? an comprendido mejor que los censores de Moscu? , que ponen al cubismo en el i? ndice porque se habi? a quedado en la Indecorosidad privada ajena al espi? ritu de la era colectivista, o que los impertinentes cri? ticos teatrales, que encuentran passe? un drama de Strindberg o de W e- deki? nd, mientras que un reportaje sobre los bajos fondos les pa- rece up to date. La indolente trivialidad expresa, no obstante, una atroz verdad: que respecto a la sociedad total, que trata de imponer su organizacio? n a todas las manifestaciones, lo que se resiste a eso que la mujer de Lindbergh llamaba <<ola del futuro>>, la construccio? n cri? tica de la esencia, queda como rezagado. Lo cual de ningu? n modo se halla proscrito por la opinio? n pu? blica co- rrompida; ocurre ma? s bien que el desatino afecta a la cosa. La pre- potencia de lo existente, que induce al espi? ritu a rivalizar con e? l, es tan avasallante, que hasta una manifestacio? n de protesta no asi- milada toma frente a ella e! cara? cter de algo ru? stico, desorientado y desprevenido, recordando aquel provincianismo en el que antan? o lo moderno profe? ticamente vei? a un atraso. La regresio? n psicolo? gica de los individuos, que existen sin Yo, se corresponde con una re- gresio? n del espi? ritu objetivo en la que el embrutecimiento, el pri- mitivismo y la venalidad imponen lo que histo? ricamente estaba ya en decadencia como la tendencia histo? rica ma? s reciente, suje- tando al veredicto de cosa prete? rita a todo cuanto no se suma incondicionalmente a la marcha de la regresio? n. Semejante quid pro quo de progreso y reaccio? n hace de toda orientacio? n dentro del arte contempora? neo algo casi tan difi? cil como la orientacio? n en la poli? tica, adema? s de entorpecer la produccio? n misma, en [a cual el que alienta intenciones extremas tiene que sentirse como un provinciano, mientras que el conformista ya no se siente ver-
gonzoso en el cenador, sino quc toma el reactor hacia lo pluscuam- perfecto.
141
La nuance/encor'. - La exigencia de quc e! pensamiento o e! informe renuncie a los matices no hay que despacharla sumaria- mente diciendo que se rinde al embrutecimiento predominante, Si el matiz lingu? i? stico no puede pcrcibirse, ello es cosa del matiz mismo y no de su recepcio? n. El lenguaje es, por su propia sustan- cia objetiva, expresio? n social, incluso cuando, como expresio? n indi- vidual, se separa ariscamente de la sociedad. Las alteraciones que sufre en la comunicacio? n alcanzan al material no comunicativo de! escritor. Lo que en las palabras y formas lingu? i? sticas viene alteo rada por el uso, entra deteriorado en el taller solitario. Mas en e? l no pueden repararse los desperfectos histo? ricos. La historia no roza tangencialmente el lenguaje, sino que acontece en medio de e? l. Lo que en contra de! uso sigue emplea? ndose, aparece como ingenuamente provinciano o co? modamente restaurativo. Todos los matices son convertidos en <<flavor>> y malbaratados a tal grado que hasta las sutilezas literarias de vanguardia nos recuerdan pala- bras en decadencia, como Glast, versonnen, lauschig, wu? rzig << . Las pro clamas contr a el k itsch se tornan ellas mismas cursis, pro? - ximas al arte industrial y con un deje bobamente consolador parejo al de aquel mundo femenino cuyo cara?
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? ? ? ? dio - que es lo que la convirtio? en obra de arte. El arte es tan antiartlstico como los artistas. En la renuncia a la meta del ins- tinto guarda a e? ste la fidelidad que desenmascara 10 socialmente deseado que Freud ingenuamente ensalzaba viendo una sublima- cio? n que probablemente no existe.
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Pequen? as penas, grandes cantos. -L a actual cultura de masas es histo? ricamente necesaria no so? lo como resultado del cerco im- puesto a la totalidad de la vida por las empresas monstruo, sino tambie? n como consecuencia de lo que parece el extremo opuesto a la hoy dominante estandarizacio? n de la conciencia: la subjetivi- zacio? n este? tica. Cierto es que los artistas han aprendido, conforme iban interna? ndose en si? mismos, a renunciar al juego infantil de la imitacio? n de 10 externo. Pero al propio tiempo han aprendido tambie? n, por efecto de la reflexio? n del alma, a disponer cada vez ma? s de si? mismos. El progreso de su te? cnica, que les trajo una libertad e independencia cada vez mayores respecto a lo hetero- ge? neo, tuvo por resultado una especie de cosificacio? n, de tecnifica- cio? n de la interioridad como ral. Cuanto mayor es la superioridad con que el artista se expresa, menos tiene que <<ser>> 10 que ex- presa, y en tanta mayor medida se convierte lo expresado, esto es, el contenido de la subjetividad misma, en una mera funcio? n del proceso de produccio? n . Esto 10 noto? Nietzsche cuando acuso? a Wagner, al dompteur de la expresio? n, de hipocresi? a, sin darse cuenta de que no era una cuestio? n de psicologi? a, sino de la ten- dencia histo? rica. Pero la transformacio? n del contenido de la expre- sio? n, en la cual pasa a ser de emocio? n difusa a material manipula. ble, hace del mismo algo asible, exhibible, comerciable. La subje-
tivizacio? n de la li? rica en Heine, por ejemplo, no esta? en simple contradiccio? n con sus rasgos comerciales, sino que 10 comercial es la subjetividad misma administrada por la subjetividad. El uso virtuoso de la <<escala>> que desde elsiglo XIX define a los artistas supone la transformacio? n del propio impulso interior en perio- dismo, especta? culo y ca? lculo no primariamente por deslealtad. La ley cine? tica del arte, consistente en el autodominio y, por ende, lo objetlvi? zacio? n del sujeto, apunta a su ocaso: el cara? cter antier- tfsrico del cine, que registra administrativamente todos los mate- riales y todas las emociones para expenderlos, esta segunda exte-
rioridad, aparece en el arte cual un creciente dominio sol-re In naturaleza interior. El tan trai? do histrionismo de los artistas mo- dernos, su exhibicionismo, es el gesto con que se exponen a si? mismos como mercanci? a.
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Who is who. - La halagadora creencia en la ingenuidad y pu- reza del artista o el literato pervive en la inclinacio? n de e? stos a exponer sus dificultad es con el intere? s solapado y el espi? ritu pra? c- tico-calculador de los firmantes de un contrato. Pero igual que toda construccio? n en la que uno se da la razo? n a si? mismo y se la niega al mundo y todo ampararse en el propio ti? tulo tienden pre- cisamente a dar la razo? n al mundo en uno mismo, tambie? n tiende a da? rsela la anti? tesis entre voluntad pura y disimulo. Hoy el out- sider intelectual que sabe 10 que se puede esperar se comporta de un modo reflexivo, guiado por mil consideraciones poli? ticas y ta? c- ticas, cauteloso y suspicaz. Pero los que esta? n conformes, cuyo imperio hace tiempo que se ha cerrado en un espacio vital que excede los li? mites de los partidos, no tienen ya necesidad de aquel ca? lculo del que se les considero? capaces. Son tan fieles a las reglas de juego de la razo? n y sus intereses han sedimentado de manera tan natural en su pensamiento, que han vuelto a ser inofensivos. Si se indaga en sus oscuros planes, hay que juzgarlos metafi? sica- mente verdaderos, puesto que siguen el tenebroso curso del mun- do, pero psicolo? gicamente falsos: se cae en un delirio de perse- cucie? n objetivamente creciente. Aquellos cuya funcio? n consiste en la delacio? n y la difamacio? n y en venderse a si? mismos y a sus amigos al poder no necesitan para ello ninguna astucia ni malicia, ninguna organizacio? n planificada del yo, sino que, al contrario, no tienen ma? s que abandonarse a sus reacciones y cumplir sin repa- ros con la exigencia del momento para llevar a cabo, como si de un juego se trata ra, lo que ot ros so? lo puede n hacer despue? s de profundas reflexiones. Inspiran confianza mostra? ndola a su vez. Esta? n pendientes de lo que puede sobrar para ellos, viven al di? a y se hacen recomendar como personas exentas de egoi? smo a la vez que como aprobadores de una situacio? n que ya no permitira? que les falte nada. Como todos ellos se dejan llevar sin el menor conflicto u? nicamente por su intere? s particular, e? ste aparece como intere? s general y en cierto modo desinteresado. Sus gestos son
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? ? ? ? ? francos, esponta? neos, gestos que desarman, pero que tambie? n son, los amables como los a? speros, sus enemigos. Como ya no tienen independencia para desarrollar ninguna accio? n que sea opuesta al intere? s, dependen de la buena voluntad de los dema? s y asumen incluso esa dependencia de buen grado. Lo completa mente med ia- do, el intere? s abstracto, crea una segunda inmediatez, al tiempo que el au? n no del todo captado se ve comprometido como persona poco natural. Para no verse atrapado entre las ruedas debe cere- moniosamente superar al mundo en mundanidad, por lo que fa? cil. mente es acusado de los ma? s torpes excesos. Forzosamente se le reprochara? desconfianza, ansia de poder, falta de camaraderi? a, fal- sedad, vanidad e inconsecuencia. La magia social indefectiblemente convierte al que no entra en el juego en egoi? sta, y al que se adecua con pe? rdida de su ego (Se/bsJ) al principio de realidad se le llama
desinteresado (setbsttos),
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Inaceptable.
- Lus burgueses cultivados suelen exigir a la obra de arte que les de? algo. Ya no se indignan con lo radical, sino que se repliegan en la afirmacio? n impu? dicamente modesta de que no entienden. Esta suprime la oposicio? n, u? ltima relacio? n negativa con la verdad, y el objeto escandaloso es catalogado con una sonrisa entre los objetos ma? s distantes de e? l, como son los bienes de uso, entre los cuales se puede elegir y rechazar sin cargar con ningu? n tipo de responsabilidad. Uno es muy tonto para entender, demasiado anticuado, simplemente no puede con ello, y cuanto ma? s se empequen? ece, ma? s resueltamente participa del poderoso uni? sono de la vox inhumana populi, del poder rector del petrifi- cado espi? ritu del tiempo . 1. . 0 ininteligible, de lo que nadie obt iene nada, se convierte de provocador atentado en locura digna de com- pasio? n. Con el aguijo? n se aleja la tentacio? n. Que a uno se le debe dar algo, el postulado de sustancialidad y plenitud acorde con las apariencias, precisamente impide ambas cosas y empobrece al que da. Aqui? la relacio? n entre los hombres es ana? loga a la relacio? n este? tica. El reproche de que uno no da nada es deplorable. Si la relacio? n ha sido este? ril, hay que disolverla. Pero al que la mano tiene, aunque lamenta? ndose, deja de i? uncionarle el o? rgano de la recepcio? n que es la fantasi? a. Ambas partes deben dar algo: la fell- clded como cosa no precisamente sujeta a intercambio, ni tampoco
demandable; pero este dar es inseparable del tOJIllIJ', Y \I'. U ' 1I~lld" lo que se tiene para el otro no alcanza e? ste a recibid" , Nil II. IY amor que no sea ceo. En los mitos la aceptacio? n de la oi? rcnd. ? " 111 la garanti? a de la gracia, y esa aceptacio? n es lo que pide el ;1111(11, re? plica del acto de la ofrenda, si no ha de verse maldecido. Lu decadencia del regalar se corresponde hoy con la reluctancia 11 tomar. Pero e? sta desemboca en aquella negacio? n de la felicidad misma que, como tal negacio? n, es la que hace que los hombres sigan aferrados a su tipo de felicidad. La muralla se derribada si recibieran del otro aquello que, mordie? ndose los labios, tienen que prohibirse. Pero esto les resulta difi? cil a causa del esfuerzo que el tomar les exige. Sugestionados por la te? cnica, traducen el odio al esfuerzo superfluo de su existencia a un gasTO de energi? a que el placer requiere, hasta en todas sus sublimaciones, como momento de su esencia. A pesar de las numerosas facilidades, su praxis es absurda fatiga. En cambio el derroche de energi? a en la felicidad -el secreto de e? sta- no lo soportan. Por eso tiene que reducirse a las fo? rmulas inglesas del relax y el take it easy, proce- dentes del lengue? c de las enfermeras, no del entusiasmo. La feli- cidad esta? anticuada: es inecone? rolca. Pues su idea, la unio? n se- xual, es lo contrario de lo escindido, es venturoso esfuerzo, asi? como todo trabajo esclavizante es esfuerzo desventurado.
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Consecutio tempoTum. --Cuando mi primer profesor de com- posicio? n intento? disuadirme de mis devaneos atonales y no lo consegui? a con sus escandalosas historias ero? ticas sobre los atona- listas, penso? que podri? a atraparme por donde suponi? a estaba mi lado de? bil: el deseo de parecer moderno. lo ultramoderno, rezaba su argumento, habi? a dejado de ser moderno; los esti? mulos que yo buscaba habi? an perdido ya su vigor; las formas de expresio? n que me arralan eran sentimentalismo anticuado, y la nueva juventud teni? a, como le gustaba decir, ma? s glo? bulos rojos en la sangre. Sus propias piezas, cuyos temas orientales fueron continua? ndose en la escala croma? tica, mostraban que aquellas mordaces considera- ciones eran la maniobra de un director de conservatorio con mala conciencia. Mas pronto hube de descubrir que la moda que e? l oponi? a a mi modernismo se pareci? a en la capital de los grandes salones a lo que e? l habi? a inventado en provincias. El neoclasicismo,
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? ? ? ese tipo de reaccron que no so? lo no se reconoce como tal, sino que adema? s hace pasar a su propio momento reaccionario por avan- zado, era la punta de lanza de una tendencia masiva que tanto bajo el fascismo como en la cultura de masas ra? pidamente apren- dio? a prescindir del delicado respeto a los todavi? a demasiado sen- sibles artistas y a unificar el espi? ritu de los pintores cortesanos con el del progreso te? cnico. Lo moderno se ha vuelto realmente anticuado. Lo modernidad es una categori? a cualitativa, no crono- lo? gica. Cuanto menos se deja persuadir por la forma abstracta, ma? s necesaria es para ella la renuncia a la composicio? n convcn- cicnal de superficies, a la apariencia de armoni? a y al orden con- firmado en la mera copia. Las ligas fascistas, que gallardamente clamaban contra el futurismo, en su furia habi? an comprendido mejor que los censores de Moscu? , que ponen al cubismo en el i? ndice porque se habi? a quedado en la Indecorosidad privada ajena al espi? ritu de la era colectivista, o que los impertinentes cri? ticos teatrales, que encuentran passe? un drama de Strindberg o de W e- deki? nd, mientras que un reportaje sobre los bajos fondos les pa- rece up to date. La indolente trivialidad expresa, no obstante, una atroz verdad: que respecto a la sociedad total, que trata de imponer su organizacio? n a todas las manifestaciones, lo que se resiste a eso que la mujer de Lindbergh llamaba <<ola del futuro>>, la construccio? n cri? tica de la esencia, queda como rezagado. Lo cual de ningu? n modo se halla proscrito por la opinio? n pu? blica co- rrompida; ocurre ma? s bien que el desatino afecta a la cosa. La pre- potencia de lo existente, que induce al espi? ritu a rivalizar con e? l, es tan avasallante, que hasta una manifestacio? n de protesta no asi- milada toma frente a ella e! cara? cter de algo ru? stico, desorientado y desprevenido, recordando aquel provincianismo en el que antan? o lo moderno profe? ticamente vei? a un atraso. La regresio? n psicolo? gica de los individuos, que existen sin Yo, se corresponde con una re- gresio? n del espi? ritu objetivo en la que el embrutecimiento, el pri- mitivismo y la venalidad imponen lo que histo? ricamente estaba ya en decadencia como la tendencia histo? rica ma? s reciente, suje- tando al veredicto de cosa prete? rita a todo cuanto no se suma incondicionalmente a la marcha de la regresio? n. Semejante quid pro quo de progreso y reaccio? n hace de toda orientacio? n dentro del arte contempora? neo algo casi tan difi? cil como la orientacio? n en la poli? tica, adema? s de entorpecer la produccio? n misma, en [a cual el que alienta intenciones extremas tiene que sentirse como un provinciano, mientras que el conformista ya no se siente ver-
gonzoso en el cenador, sino quc toma el reactor hacia lo pluscuam- perfecto.
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La nuance/encor'. - La exigencia de quc e! pensamiento o e! informe renuncie a los matices no hay que despacharla sumaria- mente diciendo que se rinde al embrutecimiento predominante, Si el matiz lingu? i? stico no puede pcrcibirse, ello es cosa del matiz mismo y no de su recepcio? n. El lenguaje es, por su propia sustan- cia objetiva, expresio? n social, incluso cuando, como expresio? n indi- vidual, se separa ariscamente de la sociedad. Las alteraciones que sufre en la comunicacio? n alcanzan al material no comunicativo de! escritor. Lo que en las palabras y formas lingu? i? sticas viene alteo rada por el uso, entra deteriorado en el taller solitario. Mas en e? l no pueden repararse los desperfectos histo? ricos. La historia no roza tangencialmente el lenguaje, sino que acontece en medio de e? l. Lo que en contra de! uso sigue emplea? ndose, aparece como ingenuamente provinciano o co? modamente restaurativo. Todos los matices son convertidos en <<flavor>> y malbaratados a tal grado que hasta las sutilezas literarias de vanguardia nos recuerdan pala- bras en decadencia, como Glast, versonnen, lauschig, wu? rzig << . Las pro clamas contr a el k itsch se tornan ellas mismas cursis, pro? - ximas al arte industrial y con un deje bobamente consolador parejo al de aquel mundo femenino cuyo cara?
