n sin nombrar el momento que
trasciende
el ci?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
se diferenciaba de aque?
l por su escasez de medios, no porque sus fines fueran mejores.
Quien quiera tomar posicio?
n contra el fas- cismo de la cultura tendra?
que empez ar ya por Weimar, por <<Bom- bas sobre Montecarlo>> y por las fiestas de la prensa, si no quiere al final descubrir que figuras tan equi?
vocas como Fallada dijeron bajo el re?
gimen de Hitler ma?
s verdades que las inequi?
vocas pro- minencias que han logrado difundir su prestigio.
36
La salud para la muerte. - Si fuera posible un psicoana? lisis de la cultura prorotfpica de nuestros di? as; si el predominio absoluto de la economi? a no se burlara de todo intento de explicar la sirua- cio? n partiendo de la vida ani? mica de sus vi? ctimas y los propios psicoanalistas no hubieran jurado desde hace tiempo fidelidad a dicha situacio? n, tal investigacio? n pondri? a de manifiesto que la en- fermedad actual consiste precisamente en la normalidad. Las res- puestas de la libido exigidas por el individuo que se conduce en cuerpo y alma de forma sana, son de tal i? ndole que so? lo pueden ser obtenidas mediante la ma? s radical mutilacio? n, mediante una interiorizacio? n de la castracio? n en los cxtrooerts respecto a la cual el viejo tema de la i? denrlflcnci o? n con el padre es el juego de nin? os en el que fue ejercitada. El regular guy y la populor girl no s610 deben reprimir sus deseos y conocimientos. sino tambie? n todos los si? ntomas que en la e? poca burguesa se segui? an de la represio? n.
Igual que la antigua injusticia no cambia con el generoso ofre- cimiento a las masas de luz, aire e higiene, sino que por el con- trario es disimulada con la luciente transparencia de la actividad racionalizada, la salud interior de la e? poca consiste en haber cor- tado la huida hacia la enfermedad sin que haya cambiado en lo ma? s mi? nimo su etiologi? a. Los ma? s oscuros retiros fueron elimina- dos como un lamentable derroche de espacio y relegados al cuarto de ban? o. Las sospechas del psicoana? lisis se han confirmado an- tes de constituirse e? l mismo en parte de la higiene. Donde mayor es la claridad domina secretamente lo fecal. Los versos que dicen: <<La miseria queda como antes era. / No puedes extirparla de rai? z, / pero puedes hacer que no se vea>>, tienen en la economi? a del alma ma? s validez que alli? donde la abundancia de bienes logra en ocasiones engan? ar con las diferencias materiales en incontenible
aumento. Ningu? n estudio ha llegado hoy hasta el infierno donde 56
se forjan la. s (~e. formadones que luego aparecen como alegri? a, fran- queza, soc~abthdad, como lograda adaptacio? n a lo inevitable y COffi? ? sentido pra? ctico libre de sinuosidades. Hay razones para admitir que aque? llas tienen lugar en fases del desarrollo infantil ~a? s tempranas que la fase en la que se originan las neurosis: SI son los resultados de un conflicto en el que el impulso fue vencido, la situacio? n, que viene a ser tan normal como la dete- riorada sociedad a la que se asemeja, es resultado de una [nter- vencio? n, por asi? decirlo, prehisto? rica, que anula las fuerzas antes d. e que se ~roduzca el conflicto, de fonna que la posterior ausen- cta de conflictos refleja un estado decidido de antemano el triunfo o pri~ri. de la instancia colectiva, y no la curacio? n po/medio del
conocumemo. La ausencia de nerviosidad y la calma, que han Il~gado a ser la condicio? n para que a los aspirantes les sean adju- dl~dos los ca~gos. mejor retribuidos, son la imagen del ahoga- rmentc en el silencio que los que solicitan a los jefes de personal proceden despue? s a disimular poli? ticamente. La enfermedad de los sanos solamente puede diagnosticarse de modo objetivo mostran- do la desproporcio? n entre su vida racional (rational) y la posible determinacio? n racional (vernu? nftig) de sus vidas. Sin embargo, la huella ~Ie la enf~rmcdad se delata ella sola; los individuos parece
c? mo SI llevasen Impreso en su piel un troquel regularmente inspec, ci? onado, como si se diera en ellos un mimetismo con lo inorga? nico. Un poco ma? s y se podri? a considerar a los que se desviven por mostrar su a? gil vitalidad y rebosante fuerza como cada? veres diseca. dos a los que se les oculto? la noticia de su no del todo efectiva defuncio? n por consideraciones de poli? tica demogra? fica. En el fondo de la salud imperante se halla la muerte. Todos sus movimientos se asemejan a los movimientos reflejos de seres a los que se les ha detenid~ el ~razo? n. Apenas las desfavorables arrugas de la frente, tcsnmonro del esfuerzo tremendo y tiempo ha olvidado apenas algu? n momento de pa? tica tonteri? a en medio de la lo? gica' fija o un gesto desesperado conservan alguna vez, y de forma per- tu~badora, ~a huella de la vida esfumada. Pues el sacrificio que exige la SOCiedad es tan universal que de hecho so? lo se manifiesta en la sociedad como un todo y no en el individuo. En cierto modo e? sta se ha hecho cargo de la enfermedad de todos los indi- viduos, y en ella, en la demencia almacenada de las acciones fesci? s- ~as. y sus innumerables arquetipos y mediaciones, el infortunio sub. renvo escondido en el individuo queda integrado en el infortunio
objetivo visible. Pero lo ma? s desconsolador es pensar que a la en- fermedad del normal no se contrapone sin ma? s la salud del enfer-
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? ? ? ? ? ? mo, sino que e? sta la mayori? a de las veces simplemente representa elesquema del mismo infortunio en otra forma.
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Aquende el principio del placer. -Los rasgos represivos de Freud nada tienen que ver con aquella falta de indulgencia que sen? alan los ha? biles negociantes que son los revisionistas de la teo- ri? a sexual estricta. La indulgencia profesional finge por motivos de provecho proximidad y naturalidad donde nadie sabe dc na- die. Engan? a a su vi? ctima al afirmar en su debilidad el curso del mundo que la hizo como es, y su injusticia con ella es tanta como su renuncia a la verdad. Si Freud carecio? de tal indulgencia, por lo menos formari? a ahora parte de la sociedad de los cri? ticos de la economi? a poli? tica, que es mejor que la de Tagore o Werfel. Lo fatal radica ma? s bien en que e? l siguio? de un modo materialista, y contra la ideologi? a burguesa, la accio? n consciente hasta el fondo inconsciente de los impulsos, pero adhirie? ndose a la vez al menos- precio burgue? s del instinto, producto e? ste de aquellas racionaliza- ciones que e? l desarmo? . El se pliega expresamente, en palabras de sus lecciones, <<a la estimacio? n general. . . , que coloca los objetivos sociales por encima de los sexuales, en el fondo egoi? stas>>. Como especialista de la psicologi? a acepta en bloque, sin ana? lisis, la con- traposicio? n de social a egoi? sta. Tan poco capaz es de reconocer en ella la obra de la sociedad represiva como la huella de los fatales mecanismos que e? l mismo analizo? . 0 , mejor dicho, vacila falto de teori? a y ajusta? ndose al prejuicio entre negar la renuncia al ins- tinto como represio? n contraria a la realidad o alabarla como subli- macio? n estimulante de la cultu ra. En esta contradiccio? n asoma de
modo objetivo algo de la doble faz de Jano de la cultura misma, y ningu? n elogio de la sana sensualidad es capaz de suavizarla. Re- sultado de la cual sera? , sin embargo, en Freud la desvalorizacio? n del elemento cri? tico para los objetivos del ana? lisis. La inaclarada d aridad de Freud sigue el juego a la desilusio? n burguesa. Como posterior enemigo de la hipocresi? a se situ? a ambiguamente entre la voluntad de una total emancipacio? n del oprimido y la apologi? a de la total opresio? n. La razo? n es para e? l mera superestructura, no tanto debido, como le reprocha la filosofi? a oficial, a su psicolo- gismo, el cual penetra bastante profundamente en la verdad del momento histo? rico, como a causa de su rechazo de la finalidad
lejana al significado y carente de razo? n en la que el medio que es la razo? n podri? a mostrarse racional: el placer. Tan pronto como e? ste es desden? osameme colocado entre las artiman? as para la con. servaci e? n de la especie y, por asi? decirlo, disuelto en la astuta ra- zo?
n sin nombrar el momento que trasciende el ci? rculo de la cadu. ci? ded natural, la ratio queda degrada a racionalizacio? n. La verdad es entregada a la relatividad y los hombres al poder. So? lo quien pudiera encerrar la utopi? a en el ciego placer soma? tico, que carece de intencio? n a la par que satisface la intencio? n u? ltima, seri? a capaz de una idea de la verdad que se mantuviera inalterada. Pero en la obra de Freud se reproduce i? ni? nrenci? onedameme la doble hos- tilidad hacia el espi? ritu y hacia el placer, cuya comu? n rai? z pudo conocerse precisamente gracias a los medios que aporto? el psico- ana? lisis. El pasaje de <<Zukunnft einer Illuslon>>, en el que, con
la poco digna sabiduri? a de un viejo escarmentado, escribe aquella frase, propia de un commis voyagt'ur, sobre el cielo: que lo dejamos para los a? ngeles y los gorriones, forma pareja con aquel pa? rrafo de sus lecciones donde condena espantado las pra? cticas per- versas del gran mundo. Aquellos a los que en igual medida se in- dispone contra el placer y el cielo son los que mejor cumpli ra? n lue- go con su papel de objetos: lo que de vaci? o y mecanizado tan a menudo se observa en los perfectamente analizados, no es so? lo efecto de su enfermedad, sino tambie? n de su curacio? n, la cual des- truye lo que libera. El feno? meno de la transferencia, tan estimado en la terapia, cuya provocacio? n no en vano constituye la crux de la labor de ana? lisis, la situacio? n artificial en la que el sujeto volun- taria y penosamente realiza aquella anulacio? n de si? mismo que antes se produci? a de manera involuntaria y feliz en el abandono, es ya el esquema del comportamiento reflejo que, como una mar-
cha tras el gui? a, liquida junto con el espi? ritu tambie? n a los analis- tas infieles a e? l.
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Invitacio? n al vals. -El psicoana? lisis suele ufanarse de devolver a los hombres su capacidad de goce cuando e? sta ha sido perturbada por el enfermamiento de neurosis. Como si la simple expresio? n capacidad de goce no bastara ya, si es que la hay, para disminuirla notablemente. Como si una felicidad producto de la especulacio? n sobre la felicidad no fuera justo lo contrario de la felicidad: una
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? ? ? ? ? ? ? penetracio? n forzada de los comportamientos i. nstitucionalmen! e p~a- nificados en el a? mbito cada vez ma? s encogido de la expenenca. Que? situacio? n no habra? alcanzado la conciencia imperante para que la decidida proclamacio? n de la vida disipada y la alegria acompa- n? ada de champagne, antes reservadas a los adictos a las operetas hu? ngaras, se haya elevado con brutal seriedad a ma? xima de la vida adecuada. La felicidad decretada tiene adema? s este otro aspecto: para poder repartirla, el neuro? tico con su felicidad devuelta d~be tambie? n renunciar a la u? ltima parti? cula de razo? n que la represio? n
y la regresio? n le hubieran dejado y, en honor del psicoanalist~, entusiasmarse sin discriminacio? n con las peli? culas, con las comr- das, caras pero malas, en los restaurantes franceses, con ~I drink ma? s reputado y con el sexo dosificado. La frase de Schi? ller <<la
vida es sin embargo bella>>, que siempre fue papiermache? , se . h~ convertido en mera idiotez desde que es pregonada en complici- dad con la propaganda omnipresente a cuya lumbre tambie? n el psicoana? lisis aporto? su len? a a despecho de sus otra~ p? s! ~ilidades mejores. Dado que la gente tiene cada vez menos inhibiciones, o no demasiadas sin estar por ello ni una pizca ma? s sanas, un me? ro- do cata? rtico cuya norma no fuese la perfecta adaptacio? n y el e? xito
econo? mico tendri? a que ir encaminado a despertar en los hombres la conciencia de la infelicidad, de la general y de la propia e irre- mediable derivada de la primera, y a quitarles las falsas satisfac- ciones en virtud de las cuales se mantiene en ellos con vida el orden aborrecible que externamente da la apariencia de no tener- los en su poder. So? lo con el hasti? o del falsogoce, ~on. 1a avers~o? ? a lo que se ofrece y con la sensacio? n de la insuficiencia de fclici? - dad, incluso donde todavi? a existe alguna -para no hablar de don- de se consigue con el esfuerzo de una oposicio? n, que se supone
patolo? gica, a sus subrogados impuestos-c-, se tendri? a una idea de lo que se podri? a experimentar. La exhortacio? n a la happiness, en la que coinciden el cienti? fico entusiasta que es el director del sa- natorio y el nervioso jefe publicitario de la industria del pla~~r, tiene todos los rasgos del padre temible que brama contra los hIJOS por no bajar jubilosos las escaleras cuando, malhumorado, vu~ve del trabajo a casa. Es caracteri? stico del mecanismo de la domina- cio? n el impedir el conocimiento de los sufrimientos que provoca,
y del evangelio de la alegria de vivir II la instalacio? n de mataderos humanos hay un camino recto, aunque este? n e? stos, como en Polo- nia, tan apartados que cada uno de sus habitantes puede c:'nven- cerse de no oi? r los gritos de dolor , T al es el esquema de la Imper- turbada capacidad de goce. El psicoana? lisis puede confirmarle con
aires de triunfo al que llama a las cosas por su nombre que pa- dece de complejo de Edipo.
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El Yo es el Ello. - Es habitual poner en conexio? n el desarrollo de la psicologi? a con el ascenso del individuo burgue? s asi? en la antigu? edad como desde el Renacimiento. Ello no deberi? a pasar por alto el momento contrario que la psicologi? a tiene en comu? n con la clase burguesa y que hoy va camino de la exclusividad: la opresio? n y la disolucio? n del individuo a cuyo servicio estaba la reversio? n del conocimiento en el sujeto del mismo. Si toda psico- logi? a desde Prota? goras ha exaltado al hombre con la idea de que e? ste es la medida de todas las cosas, con ello lo ha convertido tambie? n desde el principio en objeto, en materia de ana? lisis, y una vez colocado al lado de las cosas, lo ha rendido a su nulidad. La negacio? n de la verdad objetiva mediante el recurso al su- jeto incluye su propia negacio? n: ninguna medida es ya medida de todas las cosas; e? sta cae en la contingencia y se convierte en no verdad. Pero esto remite al proceso real de la vida en la socie- dad. El principio de la dominacio? n humana, que evoluciono? hacia un principio absoluto, ha vuelto asi? su punta contra el hombre como objeto absoluto, y la psicologi? a ha colaborado en ello afi- lando dicha punta. El yo, su idea rectora y su objeto a priori, ha aparecido siempre bajo su mirada como algo a la vez no exis- tente. Mientras la psicologi? a pudo apoyarse en el hecho de que el sujeto en la sociedad del intercambio no es tal sujeto, sino en realidad su objeto, pudo proporcionarle a e? sta las armas para ha- cer tanto ma? s de e? l un objeto y mantener su sumisio? n. El frac- cionamiento del hombre en sus capacidades es una proyecci o? n de la divisio? n del trabajo sobre sus presuntos sujetos inseparable del intere? s por procurarles el mayor provecho para poder manipular- los. La psicote? cnica no es ninguna forma degenerativa de la psi- cologi? a, sino su principio inmanente. Hume, cuya obra da fe en cada frase de un humanismo real a la vez que arrincona al yo en- tre los prejuicios, expresa en semejante contradiccio? n la esencia de la psicologi? a como tal. Y aun tiene a la verdad de su parte en tanto que 10 que e? l pone como yo es, en efecto, mero prejuicio, la hipo? stasis ideolo? gica de los centros abstractos de la dominacio? n,
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? ? cuya cri? tica exige la demolicio? n de la ideologi? a de la <<personali- dad>>. Ma? s tal demolicio? n hace tambie? n a sus residuos tanto ma? s dominables. En el psicoana? lisis ello se vuelve i? lagrame. Este se hace cargo de la personalidad como mentira de la vida, como la racionalizacio? n ma? xima que reu? ne las innumerables racionaliza- ciones en cuya virtud el individuo lleva a efecto su renuncia a los
impulsos ajusta? ndose al principio de realidad. Mas al propio tiem- po, en esa misma evaluacio?
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La salud para la muerte. - Si fuera posible un psicoana? lisis de la cultura prorotfpica de nuestros di? as; si el predominio absoluto de la economi? a no se burlara de todo intento de explicar la sirua- cio? n partiendo de la vida ani? mica de sus vi? ctimas y los propios psicoanalistas no hubieran jurado desde hace tiempo fidelidad a dicha situacio? n, tal investigacio? n pondri? a de manifiesto que la en- fermedad actual consiste precisamente en la normalidad. Las res- puestas de la libido exigidas por el individuo que se conduce en cuerpo y alma de forma sana, son de tal i? ndole que so? lo pueden ser obtenidas mediante la ma? s radical mutilacio? n, mediante una interiorizacio? n de la castracio? n en los cxtrooerts respecto a la cual el viejo tema de la i? denrlflcnci o? n con el padre es el juego de nin? os en el que fue ejercitada. El regular guy y la populor girl no s610 deben reprimir sus deseos y conocimientos. sino tambie? n todos los si? ntomas que en la e? poca burguesa se segui? an de la represio? n.
Igual que la antigua injusticia no cambia con el generoso ofre- cimiento a las masas de luz, aire e higiene, sino que por el con- trario es disimulada con la luciente transparencia de la actividad racionalizada, la salud interior de la e? poca consiste en haber cor- tado la huida hacia la enfermedad sin que haya cambiado en lo ma? s mi? nimo su etiologi? a. Los ma? s oscuros retiros fueron elimina- dos como un lamentable derroche de espacio y relegados al cuarto de ban? o. Las sospechas del psicoana? lisis se han confirmado an- tes de constituirse e? l mismo en parte de la higiene. Donde mayor es la claridad domina secretamente lo fecal. Los versos que dicen: <<La miseria queda como antes era. / No puedes extirparla de rai? z, / pero puedes hacer que no se vea>>, tienen en la economi? a del alma ma? s validez que alli? donde la abundancia de bienes logra en ocasiones engan? ar con las diferencias materiales en incontenible
aumento. Ningu? n estudio ha llegado hoy hasta el infierno donde 56
se forjan la. s (~e. formadones que luego aparecen como alegri? a, fran- queza, soc~abthdad, como lograda adaptacio? n a lo inevitable y COffi? ? sentido pra? ctico libre de sinuosidades. Hay razones para admitir que aque? llas tienen lugar en fases del desarrollo infantil ~a? s tempranas que la fase en la que se originan las neurosis: SI son los resultados de un conflicto en el que el impulso fue vencido, la situacio? n, que viene a ser tan normal como la dete- riorada sociedad a la que se asemeja, es resultado de una [nter- vencio? n, por asi? decirlo, prehisto? rica, que anula las fuerzas antes d. e que se ~roduzca el conflicto, de fonna que la posterior ausen- cta de conflictos refleja un estado decidido de antemano el triunfo o pri~ri. de la instancia colectiva, y no la curacio? n po/medio del
conocumemo. La ausencia de nerviosidad y la calma, que han Il~gado a ser la condicio? n para que a los aspirantes les sean adju- dl~dos los ca~gos. mejor retribuidos, son la imagen del ahoga- rmentc en el silencio que los que solicitan a los jefes de personal proceden despue? s a disimular poli? ticamente. La enfermedad de los sanos solamente puede diagnosticarse de modo objetivo mostran- do la desproporcio? n entre su vida racional (rational) y la posible determinacio? n racional (vernu? nftig) de sus vidas. Sin embargo, la huella ~Ie la enf~rmcdad se delata ella sola; los individuos parece
c? mo SI llevasen Impreso en su piel un troquel regularmente inspec, ci? onado, como si se diera en ellos un mimetismo con lo inorga? nico. Un poco ma? s y se podri? a considerar a los que se desviven por mostrar su a? gil vitalidad y rebosante fuerza como cada? veres diseca. dos a los que se les oculto? la noticia de su no del todo efectiva defuncio? n por consideraciones de poli? tica demogra? fica. En el fondo de la salud imperante se halla la muerte. Todos sus movimientos se asemejan a los movimientos reflejos de seres a los que se les ha detenid~ el ~razo? n. Apenas las desfavorables arrugas de la frente, tcsnmonro del esfuerzo tremendo y tiempo ha olvidado apenas algu? n momento de pa? tica tonteri? a en medio de la lo? gica' fija o un gesto desesperado conservan alguna vez, y de forma per- tu~badora, ~a huella de la vida esfumada. Pues el sacrificio que exige la SOCiedad es tan universal que de hecho so? lo se manifiesta en la sociedad como un todo y no en el individuo. En cierto modo e? sta se ha hecho cargo de la enfermedad de todos los indi- viduos, y en ella, en la demencia almacenada de las acciones fesci? s- ~as. y sus innumerables arquetipos y mediaciones, el infortunio sub. renvo escondido en el individuo queda integrado en el infortunio
objetivo visible. Pero lo ma? s desconsolador es pensar que a la en- fermedad del normal no se contrapone sin ma? s la salud del enfer-
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? ? ? ? ? ? mo, sino que e? sta la mayori? a de las veces simplemente representa elesquema del mismo infortunio en otra forma.
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Aquende el principio del placer. -Los rasgos represivos de Freud nada tienen que ver con aquella falta de indulgencia que sen? alan los ha? biles negociantes que son los revisionistas de la teo- ri? a sexual estricta. La indulgencia profesional finge por motivos de provecho proximidad y naturalidad donde nadie sabe dc na- die. Engan? a a su vi? ctima al afirmar en su debilidad el curso del mundo que la hizo como es, y su injusticia con ella es tanta como su renuncia a la verdad. Si Freud carecio? de tal indulgencia, por lo menos formari? a ahora parte de la sociedad de los cri? ticos de la economi? a poli? tica, que es mejor que la de Tagore o Werfel. Lo fatal radica ma? s bien en que e? l siguio? de un modo materialista, y contra la ideologi? a burguesa, la accio? n consciente hasta el fondo inconsciente de los impulsos, pero adhirie? ndose a la vez al menos- precio burgue? s del instinto, producto e? ste de aquellas racionaliza- ciones que e? l desarmo? . El se pliega expresamente, en palabras de sus lecciones, <<a la estimacio? n general. . . , que coloca los objetivos sociales por encima de los sexuales, en el fondo egoi? stas>>. Como especialista de la psicologi? a acepta en bloque, sin ana? lisis, la con- traposicio? n de social a egoi? sta. Tan poco capaz es de reconocer en ella la obra de la sociedad represiva como la huella de los fatales mecanismos que e? l mismo analizo? . 0 , mejor dicho, vacila falto de teori? a y ajusta? ndose al prejuicio entre negar la renuncia al ins- tinto como represio? n contraria a la realidad o alabarla como subli- macio? n estimulante de la cultu ra. En esta contradiccio? n asoma de
modo objetivo algo de la doble faz de Jano de la cultura misma, y ningu? n elogio de la sana sensualidad es capaz de suavizarla. Re- sultado de la cual sera? , sin embargo, en Freud la desvalorizacio? n del elemento cri? tico para los objetivos del ana? lisis. La inaclarada d aridad de Freud sigue el juego a la desilusio? n burguesa. Como posterior enemigo de la hipocresi? a se situ? a ambiguamente entre la voluntad de una total emancipacio? n del oprimido y la apologi? a de la total opresio? n. La razo? n es para e? l mera superestructura, no tanto debido, como le reprocha la filosofi? a oficial, a su psicolo- gismo, el cual penetra bastante profundamente en la verdad del momento histo? rico, como a causa de su rechazo de la finalidad
lejana al significado y carente de razo? n en la que el medio que es la razo? n podri? a mostrarse racional: el placer. Tan pronto como e? ste es desden? osameme colocado entre las artiman? as para la con. servaci e? n de la especie y, por asi? decirlo, disuelto en la astuta ra- zo?
n sin nombrar el momento que trasciende el ci? rculo de la cadu. ci? ded natural, la ratio queda degrada a racionalizacio? n. La verdad es entregada a la relatividad y los hombres al poder. So? lo quien pudiera encerrar la utopi? a en el ciego placer soma? tico, que carece de intencio? n a la par que satisface la intencio? n u? ltima, seri? a capaz de una idea de la verdad que se mantuviera inalterada. Pero en la obra de Freud se reproduce i? ni? nrenci? onedameme la doble hos- tilidad hacia el espi? ritu y hacia el placer, cuya comu? n rai? z pudo conocerse precisamente gracias a los medios que aporto? el psico- ana? lisis. El pasaje de <<Zukunnft einer Illuslon>>, en el que, con
la poco digna sabiduri? a de un viejo escarmentado, escribe aquella frase, propia de un commis voyagt'ur, sobre el cielo: que lo dejamos para los a? ngeles y los gorriones, forma pareja con aquel pa? rrafo de sus lecciones donde condena espantado las pra? cticas per- versas del gran mundo. Aquellos a los que en igual medida se in- dispone contra el placer y el cielo son los que mejor cumpli ra? n lue- go con su papel de objetos: lo que de vaci? o y mecanizado tan a menudo se observa en los perfectamente analizados, no es so? lo efecto de su enfermedad, sino tambie? n de su curacio? n, la cual des- truye lo que libera. El feno? meno de la transferencia, tan estimado en la terapia, cuya provocacio? n no en vano constituye la crux de la labor de ana? lisis, la situacio? n artificial en la que el sujeto volun- taria y penosamente realiza aquella anulacio? n de si? mismo que antes se produci? a de manera involuntaria y feliz en el abandono, es ya el esquema del comportamiento reflejo que, como una mar-
cha tras el gui? a, liquida junto con el espi? ritu tambie? n a los analis- tas infieles a e? l.
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Invitacio? n al vals. -El psicoana? lisis suele ufanarse de devolver a los hombres su capacidad de goce cuando e? sta ha sido perturbada por el enfermamiento de neurosis. Como si la simple expresio? n capacidad de goce no bastara ya, si es que la hay, para disminuirla notablemente. Como si una felicidad producto de la especulacio? n sobre la felicidad no fuera justo lo contrario de la felicidad: una
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? ? ? ? ? ? ? penetracio? n forzada de los comportamientos i. nstitucionalmen! e p~a- nificados en el a? mbito cada vez ma? s encogido de la expenenca. Que? situacio? n no habra? alcanzado la conciencia imperante para que la decidida proclamacio? n de la vida disipada y la alegria acompa- n? ada de champagne, antes reservadas a los adictos a las operetas hu? ngaras, se haya elevado con brutal seriedad a ma? xima de la vida adecuada. La felicidad decretada tiene adema? s este otro aspecto: para poder repartirla, el neuro? tico con su felicidad devuelta d~be tambie? n renunciar a la u? ltima parti? cula de razo? n que la represio? n
y la regresio? n le hubieran dejado y, en honor del psicoanalist~, entusiasmarse sin discriminacio? n con las peli? culas, con las comr- das, caras pero malas, en los restaurantes franceses, con ~I drink ma? s reputado y con el sexo dosificado. La frase de Schi? ller <<la
vida es sin embargo bella>>, que siempre fue papiermache? , se . h~ convertido en mera idiotez desde que es pregonada en complici- dad con la propaganda omnipresente a cuya lumbre tambie? n el psicoana? lisis aporto? su len? a a despecho de sus otra~ p? s! ~ilidades mejores. Dado que la gente tiene cada vez menos inhibiciones, o no demasiadas sin estar por ello ni una pizca ma? s sanas, un me? ro- do cata? rtico cuya norma no fuese la perfecta adaptacio? n y el e? xito
econo? mico tendri? a que ir encaminado a despertar en los hombres la conciencia de la infelicidad, de la general y de la propia e irre- mediable derivada de la primera, y a quitarles las falsas satisfac- ciones en virtud de las cuales se mantiene en ellos con vida el orden aborrecible que externamente da la apariencia de no tener- los en su poder. So? lo con el hasti? o del falsogoce, ~on. 1a avers~o? ? a lo que se ofrece y con la sensacio? n de la insuficiencia de fclici? - dad, incluso donde todavi? a existe alguna -para no hablar de don- de se consigue con el esfuerzo de una oposicio? n, que se supone
patolo? gica, a sus subrogados impuestos-c-, se tendri? a una idea de lo que se podri? a experimentar. La exhortacio? n a la happiness, en la que coinciden el cienti? fico entusiasta que es el director del sa- natorio y el nervioso jefe publicitario de la industria del pla~~r, tiene todos los rasgos del padre temible que brama contra los hIJOS por no bajar jubilosos las escaleras cuando, malhumorado, vu~ve del trabajo a casa. Es caracteri? stico del mecanismo de la domina- cio? n el impedir el conocimiento de los sufrimientos que provoca,
y del evangelio de la alegria de vivir II la instalacio? n de mataderos humanos hay un camino recto, aunque este? n e? stos, como en Polo- nia, tan apartados que cada uno de sus habitantes puede c:'nven- cerse de no oi? r los gritos de dolor , T al es el esquema de la Imper- turbada capacidad de goce. El psicoana? lisis puede confirmarle con
aires de triunfo al que llama a las cosas por su nombre que pa- dece de complejo de Edipo.
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El Yo es el Ello. - Es habitual poner en conexio? n el desarrollo de la psicologi? a con el ascenso del individuo burgue? s asi? en la antigu? edad como desde el Renacimiento. Ello no deberi? a pasar por alto el momento contrario que la psicologi? a tiene en comu? n con la clase burguesa y que hoy va camino de la exclusividad: la opresio? n y la disolucio? n del individuo a cuyo servicio estaba la reversio? n del conocimiento en el sujeto del mismo. Si toda psico- logi? a desde Prota? goras ha exaltado al hombre con la idea de que e? ste es la medida de todas las cosas, con ello lo ha convertido tambie? n desde el principio en objeto, en materia de ana? lisis, y una vez colocado al lado de las cosas, lo ha rendido a su nulidad. La negacio? n de la verdad objetiva mediante el recurso al su- jeto incluye su propia negacio? n: ninguna medida es ya medida de todas las cosas; e? sta cae en la contingencia y se convierte en no verdad. Pero esto remite al proceso real de la vida en la socie- dad. El principio de la dominacio? n humana, que evoluciono? hacia un principio absoluto, ha vuelto asi? su punta contra el hombre como objeto absoluto, y la psicologi? a ha colaborado en ello afi- lando dicha punta. El yo, su idea rectora y su objeto a priori, ha aparecido siempre bajo su mirada como algo a la vez no exis- tente. Mientras la psicologi? a pudo apoyarse en el hecho de que el sujeto en la sociedad del intercambio no es tal sujeto, sino en realidad su objeto, pudo proporcionarle a e? sta las armas para ha- cer tanto ma? s de e? l un objeto y mantener su sumisio? n. El frac- cionamiento del hombre en sus capacidades es una proyecci o? n de la divisio? n del trabajo sobre sus presuntos sujetos inseparable del intere? s por procurarles el mayor provecho para poder manipular- los. La psicote? cnica no es ninguna forma degenerativa de la psi- cologi? a, sino su principio inmanente. Hume, cuya obra da fe en cada frase de un humanismo real a la vez que arrincona al yo en- tre los prejuicios, expresa en semejante contradiccio? n la esencia de la psicologi? a como tal. Y aun tiene a la verdad de su parte en tanto que 10 que e? l pone como yo es, en efecto, mero prejuicio, la hipo? stasis ideolo? gica de los centros abstractos de la dominacio? n,
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? ? cuya cri? tica exige la demolicio? n de la ideologi? a de la <<personali- dad>>. Ma? s tal demolicio? n hace tambie? n a sus residuos tanto ma? s dominables. En el psicoana? lisis ello se vuelve i? lagrame. Este se hace cargo de la personalidad como mentira de la vida, como la racionalizacio? n ma? xima que reu? ne las innumerables racionaliza- ciones en cuya virtud el individuo lleva a efecto su renuncia a los
impulsos ajusta? ndose al principio de realidad. Mas al propio tiem- po, en esa misma evaluacio?