Tampoco el desesperanzado puede desesperanzarse a
sí mismo, sino sólo rastrear, reflejar su situación de desesperanzado,
y, en todo caso, reforzarla por repetición de ello.
sí mismo, sino sólo rastrear, reflejar su situación de desesperanzado,
y, en todo caso, reforzarla por repetición de ello.
Sloterdijk - Esferas - v2
Los portones de la fas
cinación se abrieron ampliamente para todos los interesados, des
pués, sobre todo, de que la diferenciación altomedieval de los in
fiernos hubiera popularizado la esperanza en la propia salvación
en el purgatorio. Entonces, los preservados virtualmente de lo
peor podían ya confiarse a imágenes en las que los recuerdos sim
550
bolizados tienen oportunidad de transformarse en repeticiones
concretas.
La ciudad infernal inferior dantesca, Dis, que dentro de las mu
rallas que la rodean ofrece espacio a los cuatro sistemas circulares
peores -entre ellos el temido octavo, el malebolge (mala bolsa) con
sus diez fosas de tortura-, es una auténtica suma de la ciencia de las
situaciones de abandono por parte de Dios. Cada una de ellas apa
rece como eterno restablecimiento de aquello que nunca más ha
bría tenido que suceder. ¡Nunca más! , exige el imperativo humano.
¡Precisamente ahora! , responde el interés positivo en el infierno.
Con intuiciones dignas de cualquier constructor de un campo de
castigo, los fantasmas del poeta reproducen las agonías de los semi-
nacidos como ejecuciones demoradas infinitamente. Dado que en
ciertas circunstancias puede recordarse a los cuerpos humanos su
plicios múltiples, el tormento mayor que se puede pensar también
puede ser evocado de diversas maneras.
Nunca se le ha reprochado al infierno falta de diversidad. En él,
los casi ahogados son sumergidos una y otra vez, y siempre de nue
vo, en un ahogo eternizado, en ríos de sangre hirviente o mares de
pez ardiente; los desmembrados son recompuestos incesantemente
sólo para volver a ser hechos pedazos, «de la barbilla abierto al bajo
vientre» (canto 28, 24); los casi asfixiados se asfixian una y otra vez y
siempre con mayor pánico; los casi estrangulados son estrujados fa
náticamente, una y otra vez, por serpientes asquerosas hasta reven
tar. Los ya afligidos hasta la muerte caminan por siempre en círcu
lo, en marcha fúnebre, envueltos en capotes de plomo de un peso
desmesurado. Los que casi han quedado atascados en túneles ina-
travesables son introducidos ahora en estrechos agujeros de fuego,
de los que sólo sobresalen sus piernas y muslos, como hijos que na
cieran, de nalgas, de madres incandescentes. En el núcleo frío-ca
liente del sistema universal de estrechamiento y opresión, en las tres
fauces de dientes rechinantes de Satán, los architraidores Bruto, Ca
sio yJudas son eternamente sacudidos a golpes, machacados y em
palados como en una trituradora, sofocante de recuerdos, hecha de
mucosas pegajosas y dientes invasivos: igual que se rastrilla y peina
el lino. Judas ha de dejarse triturar a dentelladas, en posición de nal-
551
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 28:
E 7 capo tronco tenea per le chiome,
pésol con mano a guisa di lanterna,
e quel mirava noi e dicea: «Oh me! »
[La testa trunca agarraba del pelo,
cual un farol llevándola en la mano;
y nos miraba, y «¡Ay de mí! » decía].
Lucifer se traga a los architraidores
Judas, Bruto y Casio, grabado de
Bernardino Stagnino, Venecia, 1512.
gas, por la boca de Satán que le toca en suerte, mientras Bruto y Ca
sio, los asesinos de César, de cabeza, están presos por las otras dos,
que les parten el abdomen a mordiscos.
Sólo en un caso parece haber fracasado el sadismo ejecutor del
poeta: cuando presenta al sumo sacerdote Caifas, que según la tra
dición cristiana (Juan 11, 46-ss. ) fue el responsable máximo de la con
dena de Cristo, en una imitación horizontal, casi cómoda, de la cru
cifixión, clavado al suelo de la sexta estancia, como si el refinamiento
553
infernotécnico de las crucifixiones romanas no hubiera sido llevar
hasta la desesperación al delincuente, en una cruz vertical, median
te una reescenificación del ahogo del parto con ayuda del insopor
table peso del propio cuerpo.
A la vista de tales imágenes y de sus correspondencias concretas
se impone la cuestión: cómo es posible que tales cosas formaran
parte de una metafísica respetable. ¿De qué modo un sadismo ante
rior a Sade pudo convertirse en autoridad magisterial y poder pasto
ral? La infemografía medieval, sin duda, desplegó energías psicagó-
gicas políticamente interesantes, en tanto avivó y administró miedos
elementales relativos a la selectividad de Dios. Pero es imposible
que los teólogos del infierno hubieran podido hacer de Dios algo
tan terrible y convertir al contrincante en una poderoso imperator
del no-mundo si la substancia de los estados contramundanos no
hubiese sido asimilable a un complaciente material escénico o psi-
coplasmático previo por parte de la clientela piadosa. Según ello, la
tarea no era más que la de organizar la creencia en los lugares ho
rribles y conectarla con imágenes plausibles de malevolencia. Dado
que la infemografía trata de un lugar en el que, por la propia natu
raleza de las cosas, no ha podido estar nadie de los que hablan de
él, sólo hay dos medios para autentificar las imaginaciones inferna
les: que bien se presentan como visiones concedidas por la gracia,
que descubren lo normalmente oculto, o bien apelan a uria fanta
sía del dolor, desarrollada por una cultura específica, que consigue
representar, así, de algún modo lo irrepresentable. Dante utiliza
ambos procedimientos con el mayor éxito.
Por lo que respecta al último, la recepción de su descripción del
infierno se convierte en un test de resonancia para el receptor, que
percibirá a través del recorrido por las fosas infernales a qué sím
bolos, escenas, a qué representaciones de tormento está aferrada su
imaginación. Con ello se activa en él un fondo de esquemas de de
presión, de los que puede suponerse que son de carácter estricta
mente privado, ya que, como adquisiciones tempranas, poseen el es
tatus cuasi-platónico de ideas escénicas nacidas con el individuo. Se
dejan activar en comunicaciones metafísicas perversas. La perver
sión es, primero, un hecho público y sólo se privatiza secundaria-
554
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 23:
Quel confitto che tu miri,
consiglió i Farisei che convenia
porre un uom per lo popolo a ’marttri
[El condenado que tú miras
dijo a los fariseos que era justo
ajusticiar a un hombre por el pueblo].
mente. Con ello también se ha nombrado ya la paradoja del poder
eclesial cristiano, que para innumerables personas se convirtió en el
infierno del que pretendía liberarlos la redención.
La imagen representativa de lo infernal absorbe, pues, una re
serva de intuiciones de sufrimientos depresivos, cuya característica
común es su desproporcionalidad. En la aflicción depresiva lo ini
maginable es lo más creíble. Es típico del infierno del depresivo que
ninguna acción en el mundo pueda llevarle a ese estado en el no-
mundo, dado que el dolor opresivo, en su omnipresencia difusa, sin
perfiles, supera desproporcionadamente el mundo mismo y cual
quier posible acción en él, por muy mala que sea, y los desfigura
hasta la des-realización275. Así pues, lo inquietante en la comunica
ción cristiano-medieval sobre lo infernal procede de la circunstan
cia de que en numerosos seres humanos la intuición ya está ahí, en
lo doloroso desproporcionado, y, además, antes de cualquier acción
o mala acción a la que pudiera responder Dios con las penas eter
nas del infierno. Esto significa que en la depresión la condena es an
terior al hecho y la desesperanza a su motivo. El curso de la vida del
depresivo puede interpretarse como un intento de la desesperanza
de generar su motivo posteriormente.
Al anular la escisión entre el pecado finito humano y la conse
cuencia infinita infernal, la infemografía medieval sacó a medias es
ta paradoja depresiva del abismo de lo indecible; intentó, a la vez,
preservar la apariencia de justicia divina, al establecer entre pecado
y consecuencia del pecado una relación si-entonces, por muy débil
que fuera. Pero para todos los participantes en el malvadojuego de
la infecciosa comunicación sobre el mal mayor estaba claro que es
ta unión de consecuencia lógica era quebradiza, y, precisamente
porque el sufrimiento desmedido estaba fundamentado tan lábil
mente, de los diálogos y comunicaciones sobre el infierno hubo de
proceder un horror tan sugestivo y una atracción tan fuerte. Tras el
si-entonces, aparentemente racional desde el punto de vista moral,
se levantaba la sombra de lo incomprensible. Lo sublime medieval
se hacía patente en la meditación sobre la monstruosidad de Dios,
con la que lo desproporcionado entró en la representación.
Es imposible que un padecer infinito pueda ser algo merecido
556
por hechos finitos; al menos, el tipo de cálculo a partir del que pu
diera determinarse este merecimiento no podía reproducirse por
intelectos humanos. El que, no obstante, en la infemología cristia
na se considerara el padecimiento infinito como consecuencia de
acciones propias responsables provocó una interminable demanda
de información aclarativa sobre el fundamento de esta despropor
ción. Tampoco en el infierno de Dante desaparecen las equivalen
cias entre delitos humanos y eternidades de pena, como sucede en
todos los demás fantasmas de infierno, porque el tránsito de la fal
ta a su consecuencia sólo puede realizarse mediante un salto irra
cional, que equivale a una operación de cálculo con el valor infini
to. Pues ¿por medio de qué ecuación integral podría calcular un
juez del infierno si seres humanos que falsificaron dinero ocasional
o habitualmente, que mantuvieron prácticas sodomíticas, propala
ron doctrinas heréticas, dieron malos consejos o practicaron la al
quimia, han de ser eternamente sumergidos en pez ardiente o eter
namente encerrados de bruces en estrechos féretros ígneos? La
única respuesta a esta pregunta que no hace que el pensar degene
re inmediatamente en maligno irracionalismo podría apoyarse en la
analogía existencial entre el modo malo de ser del pecador antes y
después de su muerte: dejando de lado por una y primera vez la es-
calación o escalonamiento de que hemos hablado.
Efectivamente, la infemología medieval -conectando con la doc
trina agustiniana de los últimos estados en los oscuros libros finales
de La ciudad de Dios- insiste en que Dios no ha creado la mala vo
luntad ni la disposición y circunstancias de quienes son prisioneros
de ella, sino que el mal sólo puede aclararse por su epigénesis a par
tir de la libertad humana mal utilizada. Según ello, el infiemo no se
ría otra cosa que un embalse de los estados y circunstancias que se
siguen de libres recusaciones de la comunicación con Dios. Esas ne
gativas o rechazos serían el material del que están compuestos los
infiernos, y lo que Dante muestra en sus fatales estancias sería la
esencia autotorturante de la negatividad humana. Dado que Dios,
en ninguna de las ortodoxias, bsyo ninguna circunstancia puede ser
identificado como el creador de lo radicalmente malogrado, todo lo
que no puede reconducirse a la fuente buena tiene que proceder de
557
un origen adicional, que por regla general se encuentra en la liber
tad humana para el mal. Sin esta premisa, la existencia fáctica de un
infierno, y desde luego la ponderación de sus instalaciones, habría
que atribuírselas al Dios creador; pero, entonces, al señor tanto del
cielo como de la civitas Dei comprometería y pondría en ridículo su
creación malograda, pues un mundo creado, al que por implica
ciones ineludibles de la creación hay que añadir un infierno, habría
de ser considerado, haciendo balance, una creación fallida: una
idea que desde la Antigüedad tardía sería constantemente expresa
da sin disimulo por las teologías dualistas, mientras que de lo que
había que tratar siempre para los defensores católicos de la buena
totalidad era de interpretar lo malogrado, junto con su galería in
fernal, como un añadido fundamentado exclusivamente en las obras
debidas al abuso ejercido por la libertad humana.
Si se sigue la referencia de la ortodoxia se proyecta una luz muy
fuerte sobre la relación abismática entre depresión y libertad. Un
candidato al infierno, efectivamente, no sólo tiene por qué ser la víc
tima de su ligereza; y, sobre todo, no puede imaginarse como un pe
cador despreocupado que fuera colocado post mortem ante la desa
gradable sorpresa de su condenación. Sólo podría, en tal caso, haber
provocado o merecido el infierno porque, con conocimiento de cau
sa, no hubiera hecho uso de ofrecimientos de eludirlo. Ni siquiera la
infame frivolidad de Don Giovanni, que se quema en llamas en un
escenario público, cumple los requisitos para un ingreso merecido
en el infierno. Pues para ello sería necesario que el pecador, duran
te la vida, hubiera sido hundido con suficiente profundidad en un
infierno, para saber qué eternización -de qué mal o desgracia- era
la que había que evitar. El impenitente no sólo debería haber podi
do explayarse con fálica frivolidad durante su vida injusta. Más bien
tendría que haber estado a prueba en el infierno real para poderle
atribuir, con todo compromiso, un informado interés en evitarlo.
Lo que se está reclamando con ello es que haya conocido la má
xima depresión en un infierno anterior al infierno: pero, entonces,
el argumento de la libertad queda encerrado en un círculo ruinoso.
Pues quien experimenta la depresión desde dentro está eo ipso de
masiado atormentado para elección alguna, y quien se considera to-
558
Autolooping de Willenborg, 1952.
Circuito de pared vertical para motos,
«Todeswand» [Pared de la muerte]
de Pitt Lóffelhardt, 1932.
davía capaz de elegir no sabe hasta dónde llega el suplicio. Así pues,
quizá el delincuente ha sabido lo que es el infierno con suficiente
intensidad como para haber encontrado en sí mismo el nó espon
táneo frente a la fijación eterna a él; pero entonces no se puede ha
blar ya de decisión en el sentido válido de la palabra, dado que lo
infernal real sobrepasa con mucho la libertad del candidato de ele
gir entre estar a favor o en contra de ello. Si un desventurado se en
contrara actualmente en el infierno sólo quedaría en su lugar un
dolor que no puede desear otra cosa sino el término de esa situa
ción y no volver-a-ella-nunca-más: con lo que se liquida por sí mis
ma la idea de una elección o reelección del infierno. O quizá el
candidato no ha sabido lo suficiente acerca de lo infernal y fue atra
pado en la trampa de un malentendido.
Si los teóricos de la libertad aducen ahora que el pecador, por su
petulante distanciamiento de Dios, ya ha estado hundido en el in
fierno lo suficiente como para poder suponer lo que significaría su
560
Globo de rejas de los años veinte
para el «Todeslooping» [Circuito de la muerte];
los hermanos Varannes durante el entrenamiento
para la llamada cruz de la muerte.
eternización, obtienen subrepticiamente ese argumento de un con
cepto reblandecido de infierno, por el que todo instante egoísta va
cargado y guarnecido de implicaciones infernales. Aquí se identifi
ca lo infernal con el cobijo en lo falso y se pone a la venta como al
go con lo que los seres humanos buscan su tranquilidad mediante
hábitos culpables. Con tales argumentos, teóricos de la enajenación
como Fichte yAdorno han atacado las ofuscaciones de las formas de
vida burguesas y pequeñoburguesas, considerándolas círculos infer
nales de la vida ficticia consumada. Pero tales infiernos de error y
comodidad tienen poco o nada que ver con los agudos infiernos de
dolor que se evocan en las infemografías medievales sin alegoría
idealista alguna. Sólo si fuera posible trasladar continuadamente las
circunstancias del infierno cómodo a las del infierno incómodo, la
tesis del infierno como algo elegido y merecido por uno mismo po
dría asentar en cuenta un mínimo de plausibilidad. Pero el argu
mento de la libertad tiene que fracasar en este asunto, dado que
resulta imposible un tránsito así, de circunstancias soportables y asu-
mibles a otras insoportables e inasumibles, y que se abre una fosa in
franqueable entre un infierno y otro.
Desde la libertad, el infierno resulta inaccesible. Ninguna volun
tad libre, ninguna vida libre podrían entrarjamás en él, da igual de
cuánta culpa hubiera hecho acopio un individuo malvado cualquie
ra. El infierno no puede ser resultado moralmente concluyente al
guno de una vida vivida. Yo no puedo ganarme el infierno. Tanto
más extraño, entonces, se perfila el hecho de que los seres humanos
sepan, sin embargo, de él como si hubieran estado allí o dispusieran
de criterios para evaluar informes de allí. Los seres humanos, con to
do, no pueden mostrar nunca concluyentemente cómo se llega a él:
tampoco Dante intenta describir en absoluto un tribunal o un pro
cedimiento de medida.
¿Qué puede significar esta desproporción? Si el infierno repre
senta lo moralmente inaccesible por antonomasia, ¿qué significa,
entonces, que innumerables afectados lo confirmen como algo que
existe fácticamente para ellos? Si, por una parte, el infierno, como
sabemos ahora, es inmerecible e inalcanzable desde una vida res
ponsable y, por otra, se presentan infemografías informadasjunto
562
Atracción de feria de los años
noventa, Huss M aschinenfabrik, Parque
de Atracciones, Bremen.
con planos del entorno, listas de ocupantes y reglamentaciones del
suplicio, esta circunstancia discordante puede interpretarse de dos
modos: de un lado, que hay que considerar lo infernal indepen
dientemente de cuestiones de acceso a ello; de otro, que los parti
cipantes en comunicaciones sobre el infierno sólo pueden tener un
interés positivo en ello porque la concepción de este lugar sea sig
nificativa para su propia situación en el ser. Precisamente es esto lo
que caracteriza la posición del depresivo, que necesariamente tiene
interés en representaciones del espacio depresivo porque experi
menta con él el dicho latino: tua res agitur. Su sensibilidad por el in-
563
fiemo se alimenta con la certeza de que ya estuvo o está inmereci
damente en el lugar al que no se podría acceder merecidamente.
Con ello, se da la vuelta a la cuestión fundamental católica, por qué
faltas se accede a él, y se transforma en el interés por la posibilidad
de abandonarlo, después de que uno se haya encontrado inmereci
damente en él.
Asi, el infiemo deja de ser el tema monopolizador de una meta
física moralizante del más allá. Hablar de él se convierte, más bien,
en la piedra de toque de una deducción ontológica de lo fáctico.
Deducir la facticidad significa demostrar que no se puede deducir,
sino sólo mostrar. En el infierno se hace patente como en ningún
otro fenómeno que la existencia tiene preeminencia sobre la esen
cia. Esto es lo que tienen que decir ontólogos posmetafísicos: el fac-
tum brutum del ser dado de algo en algo precede a cualquier genea
logía o fundamentación; el «hay» se burla de todas las deducciones.
La dación originaria y el azar originario no pueden encerrarse en
ningún principio de razón suficiente. El azar mismo constituye su
propia calidad de absoluto.
Por lo que respecta al infierno como modo del azar originario,
todo el argumento del infierno se basa en el ahíostensivo. Ser-en-el-
infierno es un modo de ser-en-el-mundo, en tanto el mundo puede
ser dado como m-mundo*. La palabra fundamental heideggeriana
«airojamiento»”, como remisión al indeducible encontrarse en una
totalidad de circunstancias, que se llama mundo, sólo es propia
mente adecuada para designar el encontrarse en el infierno. El lan
zamiento de dado a la existencia lleva en este caso a que uno quede
tirado en el peor sitio. (Arrojados, por eso, sólo son los seres huma
nos al infierno; si fuera a un mundo, se acostumbrarían al tiempo. )
Con ello, el infierno no-moralizado muestra ahora precisamente sus
garras. Haber estado allí significa, en cierto modo, estar para siem
pre «todavía allí», dado que el infierno perseviene determinado co
mo el lugar que sólo por falta de salida llega a ser lo que es. Quien
*«{/nwelt>, término intraducibie: no-mundo, sin-mundo, in-mundo. (N. del T. )
'* Geworfenheit estado de arrojado (del que ha sido arrojado al mundo, a la exis
tencia) , estado de yecto. (N. del T. )
564
estuvo inmerecidamente en lo infernal sin salida permanecerá en
cierto modo en ello siempre, y no porque por un motivo todavía
oculto hubiera merecido, a pesar de todo, estar allí y permanecer
allí, sino porque la experiencia fáctica de haber estado allí arroja
una sombra que ninguna luz posterior puede ya borrar del todo.
El infierno es él mismo y su memoria; afecta a la vivencia del
tiempo tanto de los arrojados en él como de los evadidos de él, y, re
pitiendo verdaderamente, vuelve a recoger a los suyos ocasional o
crónicamente. Tener que recordarse de lo falto de salida es parte de
la situación de falta de salida. Pero tampoco en la depresión son to
do lo falto de salida y su recuerdo. La circunstancia de que lo falto
de salida -con Cioran puede hablarse de las cimas de la desespera
ción- puede considerarse actualmente al modo del recuerdo testi
monia que sí hay, a pesar de todo, una salida de lo sin salida: un
camino que no se ha cerrado de nuevo, convirtiéndose en una an
dadura circular, y que probablemente nunca volverá a cerrarse así.
Todo depende de cómo se pongan en relación mutua ambos mo
mentos: lo falto de salida y la salida. En sus configuraciones malig
nas evidencian lo que en un sentido pretencioso habría que llamar
el círculo infernal: lo sin salida toma a su servicio la salida. De ese ti
po de circularidad infernal es el movimiento en el que el recuerdo
es dominado sistemáticamente por la repetición. Aquí, la relativa li
bertad que proporcionó la salida actúa como curva que conduce a
la repetición. Si se encuentra la configuración más propicia puede
surgir el círculo de purificación, en el que lo sin salida sirva de pun
to de repulsión, de empuje, pues, para la salida. En el círculo de pu
rificación el recuerdo supera el imperativo de la repetición: por eso
el recuerdo (Erinnerung) debería llamarse más bien des-interioriza
ción (Ent-innerung). El que ha salido de allí no vuelve al lugar ni a las
circunstancias anteriores al suceso, al menos no por decisión propia.
Si, una vez en posesión de estas definiciones, volvemos al diag
nóstico que ofrece la Commedia, aparece claro que las excursiones
de Dante a los dos mundos inferiores presuponen ya la diferencia
ción efectiva entre repetición y recuerdo. Más bien, ambos lugares
inferiores son ellos mismos esa diferencia. La alternativa al infierno
existe porque existe el purgatorio, y mientras que los habitantes del
565
infierno dan vueltas en repeticiones sin salida, los pacientes del
monte de la purificación se someten a los recuerdos característicos
que posiblemente consigan liberarlos del círculo fatal. Pero si los
círculos de purificación son los que humanamente tiene sentido re
correr, ¿por qué Dante se preocupa por descender hasta el fondo
del infierno absoluto? ¿Por qué no se contentó el poeta con la visi
ta al purgatorio, olvidándose del infierno sin salida? Para responder
a esta pregunta no basta con remitirse a la corrección escolástica,
que exige un tríptico de los asuntos del más allá. Las imágenes dan
tescas del infierno tienen un contenido irreductible de experiencia
que resulta actual, no dogmáticamente, pero sí fenomenológica y
existencial-antropológicamente. Cuando Dante se pone a la tarea
de indagar en el infierno duro y de testificar sus circunstancias, re
conoce que también en él hay un fundamento de saber infernal que
ha recaído sobre él como un saber previo necesariamente inmere
cido. Si los auténticos habitantes del infierno le preguntan por el
motivo de su estancia allí, tiene que remitirse a una instrucción o
consigna superior. El es el hombre memorioso del que se quiso en
el cielo que penetrara en los secretos del infierno sin que hubiera
de permanecer en él como condenado. Cuando regrese, habrá es
tado en el infierno en la conciencia de que no le llevó allí ninguna
acción culpable. Sólo habrá estado allí para que su recuerdo de lo
sin salida pueda tener de qué hablar.
Este privilegio caracteriza la posición del melancólico, que es el
ser humano que vivirá a la sombra del saber de aquello de lo que no
hay salida. Un mandato impenetrable le ha ordenado adquirir co
nocimiento de circunstancias cuyo auténtico conocimiento no pue
de ser bueno para un ser humano. Sabe que no es bueno lo que sa
be; pero sabe también que es bueno saber lo que no es bueno
conocer de primera mano. Si, como enseña Aristóteles, todos los se
res humanos desean saber por naturaleza, les repele, sin embargo,
en principio y en general, e igualmente por naturaleza, aquello que
no es bueno conocer. No obstante hay inteligencia de situaciones
que no se deseaban conocer. Ningún ser humano anhela por natu
raleza conocer el infierno, pero la experiencia del infierno puede
habérsele dado sin desearla. Basta con descubrir que estás allí para
566
saber cómo son las cosas allí. «Puede haber un saber de lo demonía
co sin una creencia en ello, pues no hay nada más demoníaco que
lo que hay en él» (Franz Kafka).
De ahí en adelante el encubrimiento del descubrimiento habría
de ser el objetivo a aspirar: de lo que se sigue que también tiene que
haber una aspiración al desconocimiento, que apenas es menos ori
ginaria que el apetito aristotélico positivo. Pero así como hay me
dios de la voluntad de saber, también el no-querer-saber encuentra
sus intermediarios. Por regla general, la imagen de lo horrible sirve
de figura compromisaria entre la atracción del asunto descubierto y
la resistencia encubridora. Por eso en muchas culturas las imágenes
del horror tienen gran significado cultual: son las que con mayor
éxito reprimen aquello que representan. Aseguran a los participan
tes en el culto que están en el lugar de la representación, es decir,
en el juego de lenguaje, y no en el lugar de lo representado, en el
tormento. El horror figurativo informalizado, sin embargo, el que
cultiva la Modernidad, conoce también la reversión de la sugestión
representativa. Dado que la imagen mala, por decirlo así, tiene asi
deros dentro y fuera, puede arrastrar hacia dentro a usuarios que se
aferran a ella, en caso de que en ellos sea más fuerte el impulso de
lo representado que su resistencia a ello.
Así pues: aunque el poeta quería mantenerse a distancia de lo
horrible, descendió a un infierno del que no se puede negar que se
convirtió en el suyo al revelarse a él y generar en él una resonancia.
Dante no disimula ante sus lectores lo que le sucedió in extremis, a la
vista de Satán:
lo non morí ’e non rimasi vivo;
pensa oggimaiperte, s’haiflord’ingegno,
qual io divenni, cTuno e d'altro privo
(Inferno, canto 34, 25-27)
[Yo no morí, mas vivo no quedé;
piensa por ti, si algún ingenio tienes,
cual me puse, privado de ambas cosas].
567
En tanto que habla del infierno en el que estuvo, consigue lo que
no podría conseguir ningún depresivo normal: rompe la sugestión
que produce el convencimiento de que no hay nada en el interior
descolorido, aniquilado, que pudiera devenir tema en la comunidad
pública. Dirigiéndose al lector -en este caso en interpelación direc
ta, en los demás de modo implícito- consigue evadir la rigidez de
los muertos. Con su «piensa por ti. . . cual me puse» aparece en me
dio del infierno la dimensión del purgatorio. Si tienes un atisbo de
entendimiento sabrás cómo hubo de irme en el círculo más íntimo
del infierno; no estaba muerto, ni estaba en vida. Y tú, lector, si no
estás hecho de madera y has nacido de una madre, sabes también a
tu manera de qué hablo. Pues yo no hablo sólo de mi infierno, sino
también de aquel con el que tú puedes compenetrarte, dado que
has abandonado una cueva que se había hecho demasiado estrecha
para llegar a ser este ser humano que eres; sí, es posible que sólo el
intento de abandonar la estrecha cueva la haya convertido en el in
fierno, tal como te aparecerá tan pronto como hayas alcanzado el
otro lado.
Este dirigirse al lector provoca el mayor descubrimiento de Dan
te: el purgatorio es un lugar donde los no-bienaventurados sufrirán
juntos. Aquí se conecta sufrimiento con complicidad o saber com
partido: con-padecer es posible porque el dolor es capaz de una pu
blicidad característica. Por eso las relaciones interdepresivas, pues
tas al descubierto, son ya comienzos de caminos que llevan al aire
libre, mientras que, encubiertas y secretas, sólo producen aislamien
tos de circularidad infernal. El infierno se convirtió en el purgato
rio en el instante en que apareció entre sus inquilinos una avenen
cia sobre los límites de cualquier avenencia. Si el infierno se revela
en des-solidarizaciones y ex-comuniones, el purgatorio se constituye
por la publicitación de lo no-decible en la comunidad de los no-san-
tos. En el purgatorio surge por primera vez realmente lo que la
edad moderna llamará solidaridad: la superación de las solitarias no
ches infernales en penas compartióles, finitas, expresables. Este ti
rón a compartir el sufrimiento deja también definitivamente claro
por qué, en la Commedia, al viaje hacia lo peor pertenecía desde el
comienzo un segundo, y por qué sin el compañero poeta el poeta
568
se habría quedado vacío y mudo en lo inferior. Virgilio es el Gran
Otro, ante quien y mediante quien se habla; el lector es, sin embar
go, el Otro real: dirigirse a él salva, porque él proporciona a las pa
labras un destino en el mundo y un futuro humano. Entonces se
produce el milagro: el poema conecta auténtico saber sobre el in
fierno con la distancia suficiente para protegerse de él. La infernó-
grafía de Dante es el documento que habrá demostrado para siem
pre que regresar del infierno no sólo es más saludable, sino también
más interesante, que descender a él. Pero si el infierno inmerecido,
aunque nada más fuera en ese único caso, fue un hecho, entonces
la conciencia de su facticidadjustifica el mandato categórico de re
presentarlo como algo que bajo circunstancias puede abandonarse
otra vez. Qué circunstancias sean ésas, queda hasta nuevo aviso co
mo secreto del poeta. Pero Dante no hizo secreto alguno de su as
censión al espacio esclarecido. El retomo del poeta de lo extremo
prefigura la resurrección terapéutica.
E quindi uscimmo a riveder le stelle
[. . . por el cual salimos/ a contemplar de nuevo las estrellas].
Uscimmo: salimos al aire libre, salimos fuera: éste es el único ver
bo de movimiento que cuenta para la clarificación insuperable. Es
el verbo del nacer y del clarear. Un nosotros y un movimiento al ai
re libre: la unión a la vida.
El saber cerrado del infierno no quiere oír nada de salidas. El se
procura una perfección propia en tanto transfiere el pensar al co
razón de la oscuridad. Efectúa su movimiento reflexivo como re
chazo permanentemente renovado de la arrancada hacia proyectos
vitales y relaciones esperanzadas. Goza de sus victorias en un conti
nuo ceder ante la necesidad de poner en evidencia la ridiculez de
la voluntad buena: del pobre cateto esforzado, que se da ánimos di
ciéndose una y otra vez que las cosas van para delante. El pensa
miento infernal observa con mirada fría la excitación de la parte es
peranzada en salir del infiemo, y al final de cada camino de huida
569
vuelve a colocar la puerta del infierno: la esperanza no ha de pervi
vir más que como abandonada, y ha de fracasar tantas veces como
sea necesario hasta que ella misma se considere a sí misma una parte
del círculo infernal. Frente a ello la desesperanza pretende colo
carse, por decirlo así, el fundamento a sí misma: sólo necesita repe
tirse para convencerse de nuevo de su ser y ser-así. Estoy desespera
do, luego existo. ¿Ycuántas veces soy o existo como desesperado?
Tantas justamente como pienso que lo estoy. Por una autorrefle-
xión de estilo propio, un giro hacia dentro hasta el punto más ínti
mo, el pensamiento infernal presenta su situación como un resulta
do que sería ciertamente accesible e irrevocable, definitivo, para el
sujeto. Dante mismo inmortalizó la ficción de la accesibilidad del in
fierno desde el no-infierno y la quimera de la posible entrada en él,
mediante la inscripción sobre su puerta:
PER ME SI VANE LA CITTÁ DOLENTE,
PER ME SI VA NELETTERNO DOLORE,
PER ME SI VA TRA LA PERDUTA GENTE.
También él habla, por tanto, de una manera que parece dar a
entender que el encontrarse en el infierno es un asunto de haber
entrado en él. También él supone que los perdidos son un grupo al
que uno podría unirse. Y también actúa como si el dolor inolvida
ble fuera algo que jamás uno pudo sentir antes, como para haberlo
conocido ya, de una vez y por propia culpa. Si esto fuera así podría
considerarse el infierno, efectivamente, como objetivo posible de un
viaje a él. Entonces podría realmente desesperanzarme a mí mismo,
como suele decirse de Satán, que quiso y produjo él mismo su si
tuación.
Pero esta acción desesperada -que ya en el diablo resulta pro
blemática: ponerse a sí mismo en la situación de desesperanzado-
queda sin contenido en cualquier individuo real, como sucede con
todas las autorrelaciones meramente formales que siguen el esque
ma: yo me capto a mí mismo en tanto insisto en ello, y en tanto esa
insistencia va creando conciencia y al final queda claro en ella que
soy como soy. Nunca puede surgir un estado de ánimo fundamen
570
tal sólo de esta figura reflexiva, ni el depresivo, impregnado de la
sensación de no-poder, ni el maniaco, que revienta de poder. El yo
que se afirma, piensa, supone, descubre o inventa a sí mismo tiene
que sacar su contenido y su estado de ánimo, bajo cualquier cir
cunstancia, de la resonancia con un enfrente sonoro. Este descu
brimiento «tónico» de uno mismo, como tal persona y de tal modo,
precede siempre a la autoafirmación o autodisposición en un esta
do de ánimo.
Tampoco el desesperanzado puede desesperanzarse a
sí mismo, sino sólo rastrear, reflejar su situación de desesperanzado,
y, en todo caso, reforzarla por repetición de ello. Tiene tan poco
sentido que la desesperanza sea accesible a través de autodisposi-
ciones del sujeto como que el infierno pudiera ser para el pecador
el resultado de su desvergonzada vida. Sólo cuando el hecho de la
desesperanza está dado y sólo porque, en ciertos casos, lo esté real
mente, el sujeto puede aplicar la reflexión a ese hecho y dedicarse
al ejercicio de pensarse perdido. Sin embargo, la desesperanza no
se convierte nunca en posesión del pensador; la desesperanza nun
ca es resultado ni producción propia. Tampoco en el círculo de
moníaco el sujeto puede encontrarse porque él lo haya producido
en su totalidad, sino sólo porque se ha encontrado de improviso en
su posible origen o punto de partida: el ser-en-el-infiemo inmereci
do, originariamente dado, «arrojado».
Ya ha de estar en el corazón de las tinieblas quien vuelve a regre
sar a él siempre. El encontrarse en él es el azar absoluto, que no
puede fundamentarse suficientemente por ninguna llegada, entra
da, a él, por ninguna lógica de acceso a él. Así como Platón, en su
alegoría de la caverna, no consideró válido para el discurso ni si
quiera aludir a cómo los prisioneros habían llegado a ella, así tam
bién una alegoría correspondiente del infierno podría comenzar só
lo con el mero encontrarse allí de una multitud de desgraciados: en
todo caso podría informarse de cómo consigue un santo o un poe
ta descubrir fuera la existencia de un no-infierno. Sólo puede en
contrarse el camino de salida: el infierno mismo es algo que no
puede ser descubierto o alcanzado, a no ser que uno ya esté en él.
Esto es lo que el narrador Joseph Conrad ha puesto en eviden
cia en su novela El corazón de las tinieblas con un cierto lujo de exótí-
571
La virgen de hierro de Nuremberg,
instrumento de tortura, en uso desde el siglo xvi.
Gottfried Helnwein, ilustración para E. A. Poe,
El pozo y el péndulo.
cas imágenes de viaje y metáforas de descubridor. El ardid filosófi
co de su narración estriba en que la historia del descubrimiento de
lo horrible está recubierta de decoro colonial, como si también Con-
rad quisiera alcanzar la «verdadera Africa interior»276. Para él, el
continente negro es forzado, con petulante desvarío, a ser escena
rio de una experiencia radicalmente modernizada de lo infernal.
En lajungla y entre los «salvajes», el héroe de Conrad, Kurtz, un fi
lántropo aventurero y aventurado, no tenía otra cosa en mente, al
principio, que intervenir yvelar por lojusto, o por sus intereses, en
el exterior, al servicio de una «Sociedad para la supresión de las cos
tumbres salvajes». Pero esa misión piadoso-cultural no se llevaría a
cabo, dado que lajungla arrastró de su lado al pionero de la civili
zación. La historia de Conrad confirma, en principio, los exóticos
clichés del ingenuo europeo al que habría vencido lajungla y con
vertido en uno de aquellos monstruos que él mismo pretendía civi
lizar. En las diferentes estaciones comerciales corren rumores de sus
crímenes sin escrúpulos, de sus magias esclavizantes y sus libertina
jes orgiásticos. Cuando Kurtz es encontrado finalmente por el na
rrador, ya está marcado por una enfermedad mortal; en el lecho de
muerte pelea con algo horrible, que parece que le reveló su estan
cia en la selva; muere en medio de una amarga agonía susurrando:
The horror, the horror.
Si a primera vista parece que Kurtz se hubiera infectado en la
soledad del continente extranjero con una especie de fiebre afri
cana -con el desenfreno de estímulos precivilizatorios, que tam
bién están presentes en el ser civilizado-, una segunda mirada li
bera ideas de naturaleza completamente distinta sobre su
enfermedad. Lo que Kurtz experimenta en el escenario africano es
una fiebre europea y filosófica, pero no una dionisíaca, sino una
ontológico-fundamental. Su horror no proviene de la infectabili-
dad del educado, instruido, bien intencionado, por la ebriedad y
delirio que hacen saltar la envoltura civilizada, sino de la indefen
sión frente a la propia intuición de la absoluta falta de sentido de
lo fáctico. En el shock de la colisión con el nudo y simple hedió de
las cosas, el individuo caído de todas las esferas cobijantes descubre
que todo lo que él mismo encuentra y deja en este universo de pro
574
liferante multiplicidad no tiene la menor importancia y significa
do. Algo semejante pondrá de manifiesto Hermán Melville en su
novela MobyDick, al interpretar el color blanco como manifestación
del absurdo, de la falta de sentido, como el «todo-color sin color
del ateísmo»277. A la vista del inconmensurable absurdo verde, el
aventurero del Congo se siente vomitado por todas las envolturas y
abandonado a su inanidad. Descubre que el mundo, en el que in
merecidamente permanece, es el infierno mismo. El mundo no es
otra cosa que la indiferente máquina del devenir, que se mueve im
perturbablemente en sí misma, inaccesible a razón de ser y sentido
algunos.
Si el descubrimiento del puro y simple hecho del mundo pudo
sacar de sus casillas a un europeo solo y aislado, fue porque en el
exótico infierno de los hechos vio reflejada la realidad de su falta de
seguridad y cobijo. Es su sentimiento existencial de inmanencia pá
nica, que había traído consigo, lo que aflora en la soledad africana.
El aventurero descubre en lajungla la segunda antiesfera: el espa
cio depresivo en su máximo cósmico. Indignado, dirige fijamente su
mirada al Moloc originariamente dado de lo real, humillado y roto
a la vista del proceso de la vida que prosigue su rodada absoluta
mente indiferente. El mínimo antiesférico, la rotación del desespe
ranzado en el más íntimo círculo demoníaco del pensarse perdido,
y el máximo antiesférico, el verse rodeado de absoluta exterioridad
irreferente, se interpelan mutuamente como los dos polos necesa
rios de una ontología depresiva. Pertenecen uno a otro como el
punto aislado casual y todo su entorno casual. También lo gigantes
co de la antiesfera depresiva es experimentado por el desesperan
zado como un asedio del entorno. El aventurero moribundo se in
corpora por última vez y grita a lajungla: «¡Te arrancaré el corazón! »,
como si estuviera preso aún bajo el cielo del continente extraño en
una caverna palpitante.
Así pues, no es la percepción de la existencia en un espacio cir
cundante en cuanto tal, fáctícamente presente, lo que conmueve
al descubridor de la facticidad. Más bien, dado que el espacio cir
cundante devuelve al individuo su aislamiento cósmico, ya exis
tente, y le revela su ser-desde-siempre-en-el-infierno, su cogito ha
575
de llevarle al «Pienso que estoy en el infierno». Lo que parecía ser
lajungla se manifiesta como el espacio de la vivencia antiesférica:
alrededor y por todas partes el mundo sólido, fáctico, que se mue
ve sin sentido, percibido por la mirada panorámica del individuo
aislado.
Por eso, para quien se encuentra en él, el infierno de lo fáctico
ya no necesita ser ningún más allá; ya no tiene que ser imaginado
simbólica y visionariamente, como en el poema de Dante; no es nin
guna región al otro lado, que se pudiera alcanzar y atravesar me
diante un impulso anímico especial, sino que se encuentra siempre
ahí, como más acá absoluto, inevitablemente absurdo, sin sentido.
En él está prisionero el sujeto depresivo, como ser vivo sin acceso al
buen espacio compartido. Naturalmente, para Conrad también la
antigua diferencia entre infierno y purgatorio perdió todo signifi
cado. Lo que aportó la aventura africana al apocalipsis ontológico
fueron sólo los escenarios romántico-coloniales y la imagen de un
en-otra-parte, en el que las verdades horribles parecen más favora
bles a revelarse que en el felpudo europeo de 1900.
El descubrimiento de la nuda facticidad es un proceso que sólo
se puede entender a partir del movimiento más avanzado de en
tonces de relaciones europeas de producción de sentido: él señala
una fase de tránsito entre las conformaciones metafísicas de esferas
de la antigua Europa y las conformaciones posmetafísicas moder
nas. Pertenece a los comienzos del espumaje. Si en el régimen me-
tafísico el sentido sólo podía generarse mediante fundamentación
sobre el sentido originario, la necesidad y la providencia, la Moder
nidad pasó a generarlo mediante proyectos sobre el trasfondo de
no-sentido, azar y prognosis. Esta transformación sin par la experi
mentan los implicados como una crisis nihilista; sus derivaciones se
rán en adelante agudas; pues, aunque las principales naciones de la
nueva economía de sentido, no en último término a través de los
omnipresentes sedativos mediales de masas, se han acostumbrado a
un estado precario de cotidianidad posmetafísica, en las zonas de
transición y en las culturas de resistencia se anuncian convulsiones
dramáticas. En las culturas nucleares, posmetafísicamente correctas,
de Occidente se mantiene una cierta dieta de sentido (no tiene por
576
qué tratarse siempre de la historia de la salvación), mientras que las
marginales y reactivas se vuelven a atiborrar, o siguén atiborrándo
se, de dulces trascendentes.
Pero si la nuda factícidad descubierta pudiera ya adoptar, en
cuanto tal, el sentido de infierno, a éste se lo encontraría pronto, in
cluso sin exotismo colonial. El rudo héroe de Conrad en el Congo
siguió siendo europeo hasta en su agonía, dado que no era capaz de
pensar la nuda factícidad de lo existente en su totalidad sin sentirla
como el horror: se trata de un último héroe de la búsqueda de sen
tido, de un teólogo extraviado. Como si fuera por última vez, tribu
ta homenaje al genio metafísico de Europa, en tanto se convierte en
el exterior en un demonio que rechaza el infierno.
Apenas dos generaciones después, los autores del existencialis-
mo, con tono frío, asentarán la equivalencia de ser-en-el-mundo y
ser-en-el-infiemo como trasfondo de sus enseñanzas sobre la exis
tencia comprometida. Para ellos la meditación sobre el nudo he
cho del mundo se convierte en la llave maestra de un primer pen
sar, todavía inseguro e histerizado, sobre el exterior. Ciertamente,
antes de su opción pensamental, la máquina de la factícidad ya ha
bía girado algunas tums más, las guerras mundiales habían genera
lizado tanto el gris (Grau) como el horror (Granen). Que el ser hu
mano no está pensado por el todo fue una lección que pudo
aprender cualquier europeo en el engranaje del propio mecanis
mo civilizatorio. Los pensadores y narradores del viejo continente
ya no necesitaban colonias para llevar adelante sus sondeos en el
corazón de las tinieblas.
En la pieza teatral de Sartre de 1944, A puerta cerrada, la infemo-
logía contemporánea se había instalado en el sofocante salón estilo
second empire de un hotel cualquiera de provincia. Que el corazón falto de corazón de la factícidad no tenía que buscarse en escena rios exóticos, sino que penetraba todas las existencias locales en su determinación y finitud rebelde, era algo tan evidente ahora como el hecho de que el pensar en general y el pensar del exterior habían de convertirse en la misma cosa. Que el exterior es lo más próximo, más íntimo, lo propio y que todo interior sólo representa una con formación o pliegue del exterior: una de las vías fundamentales de
577
fn circuito impii ambulabunt, Salmos 12, 8.
la filosofía postexistencialista y posfenomenológica puede enten
derse como ejecución de este programa. Conduce el pensamiento
del exterior a su segunda ola, cuya tonalidad ha establecido Michel
Foucault278.
La estructura y el azar, la máquina y el acontecimiento, el hard
warey el código: estos motivos directrices se unen en el pensamien
to contemporáneo para enseñar a los seres humanos su posición
extática al borde de algo que los posibilita y se les escapa. Sólo los
jamás-equivocados y los no-expuestos-a-ningún-peligro siguen pro
tegiendo el secreto, aparentemente menospreciable, de cómo se in
muniza uno contra las devastaciones debidas a la nuda facticidad.
Conservan en tiempos de penuria el sentido de la necesidad de con
formación positiva de esferas en medio de la depresión y exteriori-
zación universal. Demasiado indolentes para la desesperanza, de
masiado anodinos para la filosofía, son los únicos que representan
578
aún el motivo del filosofar clásico: existir en un espacio autoprotec-
tor, con un pequeño excedente de participación en cosas que que
dan un tanto fuera de la privacidad nuclear. Quedan, hasta nuevo
aviso, los pequeñoburgueses de buena voluntad, que resultan útiles
tanto para la filosofía como para la vida profana, como retardado
res del fin.
579
Capítulo 7
Cómo a través del medio puro
el centro de las esferas actúa en la lejanía
Para una metafísica de la telecomunicación
Quien es enviado a la ciudad con una carta no tiene que ver con su con
tenido, sino sólo con su entrega; igual que el embajador enviado a una cor
te extranjera no es responsable del contenido de la misiva, sino sólo de su
despacho; exactamente igual un apóstol ha de ser ante todo, única y exclu
sivamente, fiel a su misión, que consiste en cumplir el encargo [. . . ].
No he de escuchar a san Pablo porque sea ingenioso o incomparablemen
te ingenioso, sino que he de inclinarme ante san Pablo porque tiene poder de
legado divino [. . . ], es propio del apóstol que tenga poder delegado por Dios
para dar órdenes tanto a la masa como al público.
S0ren Kierkegaard, Sobre la diferencia entre un genio y un apóstol279
Es soberano quien puede hacerse representar como si él estu
viera presente en su representante. Por eso las grandes esferas en
globantes -se conciban como imperios políticos o como espacios de
irradiación de la verdad según el modelo de ekklesia o academia- ne
cesitan desarrollar la posibilidad de representación. Representación
es el caso crítico y el caso normal de telecomunicación del poder.
Desde el punto de vista típicamente ideal, en la representación se
trata siempre de la subrogación del centro de poder en un punto
distante, como si el centro de las esferas poseyera la capacidad de
comunicarse a través de representantes o emisarios con cada punto
de su perímetro como en presencia real. En ese «comoen presencia
real» se expresa el privilegio del centro soberano de permanecercabe
sí280y, sin embargo, hacerse valer en tomo, en un lugar alejado so
bre uno de sus radios. Así pues, la posibilidad de representación de
pende completamente de ese «como». Que la representación tenga
lugar es algo que se decide ante la pregunta de si y cómo en el re
581
presentante se produce la presencia del principio soberano: y ha de
ser mediata e inmediatamente a la vez. Soberanía es inseparable de
su efecto a distancia.
Cuando se habla de presencia real en este tono y desde esta pers
pectiva se piensa en una doble relación. En principio, real por na
turaleza es una presencia sólo si el centro o la fuente de poder está
presente inmediatamente él mismo en el lugar de su acción. Cuan
do los reyes se instalan en las ciudades -una escena originaria de la
representación del poder antes de las residencias fijas- dan ocasión
a los pueblos de comprobar, con la boca abierta o con los puños ce
rrados, la presencia del poder, quizá incluso la cercanía de la salva
ción. Del faraón de los primeros tiempos se dice que tenía que apa
recer físicamente cada dos años en cada una de las 42 secciones del
Nilo, cada una de las cuales ocultaba un miembro del Osiris despe
dazado281. En su barco, acompañado por los grandes del imperio y
las divinidades de Horus, realizaba la procesión como epifanía ante
el pueblo. La procesión es el arquetipo del poder en viaje; en pro
cesiones no sólo se mueven los monarcas mismos, también sus imá
genes representativas son conducidas de modo festivo semejante.
Los romanos del tiempo del imperio, los indios y los católicos apor
taron el mayor fasto a tales procesiones de imágenes. Todavía en
1764, de niño, Goethe experimentó en Frankfurt in praesentia el bri
llo -aunque sus reflejos fueran irónicos- de una coronación real282.
Cuando el vencedor del ejército prusiano, Napoleón Bonaparte, en
el otoño de 1806se detuvo en las cercanías deJena, Hegel pudo con
ceptuar aquella presencia hablando del alma del mundo que se ha
bía dejado ver a caballo.
Pero, dado que a la esencia del centro dominante pertenece la
capacidad de actuar a distancia, como si él mismo estuviera allí, la fi
guración o la imagen del poderoso in absentia es la piedra de toque
de su presencia real. Creando signos mayestáticos de sí mismo, el
poder envía representaciones que están presentes en su lugar allí
donde él no está, sin que de ello se siga ninguna pérdida de solem
nidad. Precisamente donde no está es donde tiene que poder estar
como si estuviera plenamente allP83. Kierkegaard caracterizó esta re
lación con el concepto de plenipotencia, una expresión que bajo
582
Praesentia nocet, emblema del siglo XVII.
Cuerpos resplandecientes no han de acercarse
demasiado unos a otros.
una formajurídica articula un estado de cosas ontológico, o más bien uno ontosemiológico (porque nunca se trata sólo del puro ser -sea eso lo que sea-, sino siempre, también, de una alianza del ser con sus signos preferidos). La fórmula de la ontosemiología positiva di ce que cuando el ser es el remitente sigue estando presente en las misivas del representante. (Viceversa vale para la negativa: si no hay un remitente pleno no hay una presencia plena en el representante. )
Para la cultura cristiana el paradigma de un encuentro positivo entre ser y signo se encuentra en el ritual eucarístico, católicamen te interpretado: efectivamente, en ese ceremonial se considera in mediatamente real la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo ba
jo las formas del pan y el vino284. También para el concepto de icono verdadero o auténtico resulta constitutiva la relación privilegiada entre signo y ser presente. Ese modelo concierne, en general, a las comunicaciones oficiales de los reyes y a las manifestaciones de los dioses en forma de oráculos codificados, y, en gradación conve niente, también a los «guiños» del ser, de cuya legibilidad estaba convencido Martin Heidegger todavía en nuestro siglo. Finalmente, la religión moderna del arte enseña que en las obras del genio se manifiesta la plenitud del poder creador del mundo. Si, por regla general, los signos normales sólo designan algo ausente y es por ello, justamente, por lo que pueden representarlo, los signos emi nentes, de plenos poderes delegados, realmente representativos -digamos en adelante: los signos del ser- poseen no sólo el privile gio de representar el centro de poder irt absentia, sino también el de testimoniar e irradiar su presencia. Los signos del ser participan en el ser mismo; tienen, a su vez, el poder del ser en tanto representan y hacen presente a la vez el poder que les ha enviado.
Sólo gracias a esa participación real del signo pleno y del men sajero plenipotenciario, el centro de poder se revela, en el rebosan te depósito del ser-remitente, con capacidad de expansión y trans- portabilidad: sí, sólo por emisión de mensajeros y signos puede llegar a conseguir una conformación efectiva de espacio en unida des de gran formato. Cuando ser y signo constituyen una cantidad común, de lo que se trata es del poder del todo de estar ahí\ impo nente, en signos. Signos del ser son signos del poder, no sólo por-
584
Procesión de iconos en Athos,
Procesión faraónica con estandartes placentarios.
que mentan lo que representan, sino porque son lo que represen
tan; A real siga must not mean but be. Pero ¿cómo puede algo, que re
presenta, ser a la vez lo representado? ¿Es posible siquiera la pre
sencia de lo designado en el signo mismo?
El ejemplo de la misión apostólica en los primeros tiempos del
cristianismo permite reconocer cómo a esas preguntas, en un caso
de gran trascendencia, se les dio una respuesta incondicionalmente
afirmativa, aunque radicalmente problemática. Podría llegarse in
cluso a ver en el apóstol san Pablo, por cómo da relieve y resalta el
sentido, de un modo efectivo hasta hoy, el descubridor clásico del
principio de presencia real Por eso, la discusión sobre la posibilidad
de presencia real en obras de arte o escritos sagrados es, de acuer
do con su estructura profunda, una disputa en tomo a san Pablo.
El verdadero emisario sólo puede representar de modo patente
al señor soberano si, como portador de signos, participa a la vez de
la substancia del señor y la manifiesta en presencia real; exacta-
586
Imágenes de Lenin en el desfile
del 1de mayo en la Plaza Roja de Moscú, 1985.
mente en ese sentido Kierkegaard hace que el apóstol san Pablo di ga en un diálogo interior, fingido, con un escéptico:
Tienes que pensar que lo que digo me ha sido confiado por una reve
lación, de modo que el hablante es aquí Dios mismo o el SeñorJesucristo285.
La expresión «revelación» designa, pues, un estado de cosas que supone la referencia fundamental de todas las telecomunicaciones metafísicas: al confiarse el centro, lejano y discreto a la vez, de modo especial a su mensajero elegido, le habilita como mandatario suyo. En tanto tiene plenos poderes delegados, este representante ha de poder enlazar con los destinatarios de la misiva y hacerlos responsa bles de sus reacciones frente a ella, como si el centro divino estuvie ra presente aquí inmediatamente. Escuchar al mensajero ha de sig nificar lo mismo que escuchar al propio señor, y rechazar al mensajero ha de ser tan significativo como la decisión de rechazar al señor.
Así pues, en una primera lectura, la plenipotencia paulina sólo puede realizarse gracias a la carga de incondicionalidad que al men sajero le aporta su misiva; su praxis no consistirá en adelante sino en la transmisión clara y precisa de ésta a los destinatarios. Produce en el médium un estado que, antes de todo trabsyo o esfuerzo mediador, se manifiesta como presencia real del señor en el mensajero elegi do. Sólo gracias a esa supuesta presencia en él del remitente puede transmitir el mensajero el menssye, olvidándose de sí mismo y sin desfigurarlo, como si él fuera completamente diáfano y como si sus propios aditamentos o limitaciones no fueran traba alguna para el paso o curso de la misiva. Por tanto, de acuerdo con el modelo ide alizado, sólo cuando el mensajero es un médium claro puede la mi siva ir a través de él sin que haya por qué suponer, de su parte, un complemento esencial de sentido o una coautoría incluso; en cier to modo, el embajador ha de convertirse en un neutrum, como si fuera un mero canal; desde siempre la construcción de canales fue cosa de señores, y la limpieza de canales, la primera obligación de un sirviente (comenzando por la autolimpieza). En este contexto resulta imprescindible recordar la sumisión de María, paradigmáti-
588
Johann von Kalkar, Efusión
delEspíritu Santo, iglesia de San Nicolás
de Kalkar, siglo xvi, detalle.
ca para la idea católica de obediencia y mediación: el vientre de Ma
ría, se dice en los documentos correspondientes, fue un mero canal
por el que pasó el Dios-Hombre «como agua a través de un tubo»:
tanquam aqua per tubam.
La medialidad del medio no es diferenciable, pues, del altruismo
u olvido de sí que se le presume: que Moisés tenga una lengua pesa
da o que san Pablo componga la prosa más ingeniosa, ambas cosas
son igualmente insignificantes para la utilización de esas figuras en
la telecomunicación de Dios. Pues aunque Moisés fuera aún más tor
pe de lo que era en realidad, habría tenido igual que bzyar del mon
te la Ley en las dos tablas, escritas (incluso en la segunda redacción
traselaccesodeiradeMoisés)porelauténdcodedodeDios;ysisan
Pablo hubiera sido más elocuente de lo que era realmente, y pudie
ra rivalizar como pensador con Platón y como poeta con Shakespea
re, sus ingeniosos y poéticos complementos al Evangelio no habrían
tenido relevancia alguna para el cumplimiento de su mandato, pues,
aun como gran autor, no tendría más que decir que Cristo es el Hi
589
jo de Dios y que el camino de la salvación conduce a través de él.
Mientras se limite a llevar la misiva a sus destinatarios y a legiti
marse apelando a su encargo, el apóstol ejemplar no puede acre
centar la substancia de su mandato con ingredientes de sus talentos
personales ni oscurecerla por limitaciones idiosincrásicas. Pero el
hecho de que transmita la misiva y de que ésta llegue por mediación
suya a oídos de un círculo de escuchantes: ése es el acto creador de
historia por antonomasia, porque, considerado inmanentemente,
es él el que desencadena en los receptores el momento crítico de la
decisión religiosa.
Si se mira más de cerca, el puro ser-médium del apóstol no es en
absoluto, pues, un mero asunto de cartero o de enviado, como quie
ren hacer creer los ejemplos kierkegaardianos. Pues cuando el car
tero lleva a la ciudad un escrito o cuando el enviado a una corte
extranjera cumple una misión, es verdad que actúan con un poder
delegado específico, pero su mandato puede remitirse a un remi
tente realmente existente, localizable y, por hablar filosóficamente,
finito, que, por lo que a él respecta, tiene la plena libertad de revo
car su orden; en circunstancias especiales tal remitente podría tam
bién tomar la decisión de satisfacer su interés en realizar él mismo,
en persona, un acto comunicativo determinado. En caso de necesi
dad, el remitente puede explicar él mismo su misiva postal al recep
tor, reconvirtiendo en oral el asunto escrito286. Un rey real sería libre
de aparecer en persona en una corte extranjera y, en confrontación
directa de majestad a majestad, hacer superfluo al intermediario.
El mandato del apóstol, por el contrario, no puede revisarse por
una vuelta a lo inmediato; el cielo -si lo hizo alguna vez antes- ya no
remite envíos personales tras la ascensión a él del menszyero; la vi
sita estatal del superior al inferior ha devenido histórica y quedará
ya como algo irrepetible para todos los tiempos. (Algo análogo vale
del vacío profetológico a través del cual, directamente al dictado, se
manifestó Alá, o más bien su portavoz Gabriel, a un escribiente hu
mano, un analfabeto de nombre Mahoma, y que se cerró para
siempre tras este suceso inolvidable287. )
En otras palabras, en el caso del apostolado se trata de un asun
to trascendente de mensajería, que nunca puede solventarse del to-
590
Ilustración de las Theosophische Wercke,
Amsterdam 1682, de Jacob Bóhme.
do en analogías con telecomunicaciones inmanentes. Dado que la
misiva, enviada de más allá, recibida aquí, es singular y paradójica,
el mensajero también se coloca en una situación paradójica singu
lar. El mensajero apostólico se convierte para las comunicaciones de
Dios en un agens insustituible, porque el Dios remitente, si ese men
sajero sufriera un accidente, no podría ya presentarse en el mundo
en propia presencia real para concluir su asunto. Esto se aplica ya al
único mediador por naturaleza, el Dios-Hombre mismo, pero tam
bién a su primera selección apostólica, de Pedro y Pablo sobre todo.
El encuentro en la cumbre entre el más allá y el más acá se desa
rrolla ahora y para siempre al nivel de representantes. Post Christum
resurrectum el remitente se puso en manos totalmente del proceso
evangélico y desde su retirada de la carne se convirtió plenamente
en ser noticiable (predicación), plenamente en sociedad mediática
(iglesia), plenamente en procesamiento informativo (teología). Por
ello, las dos magnitudes subordinadas a la predicación, iglesia y teo
logía, dependen completamente de la plenipotencia apostólica y,
por circunstancias comprensibles, no pueden estar fundadas más
sólidamente que ésta.
Pero ¿se puede fundamentar siquiera suficientemente una dele
gación de poderes como la apostólica, en el sentido, al menos, en
que el juego conceptual de «fundamentar» se entiende normal
mente? Por lo que respecta a la certificación de la plenipotencia, és
ta, según su estructura interna, sólo puede sostenerse autofundante
o circularmente, e incluso su impresionante éxito histórico, como
documento justificativo de su verdad, sólo entra en consideración
indicativa, pero no decisivamente. El único criterio que identifica al
apóstol como apóstol es la circunstancia de que él mismo lo dice: de
lo que se sigue que el riesgo de creer al mensajero sigue siendo
siempre incompartible y no aminorable por nada. Considerado des
de el punto de vista de la teoría de la verdad, no es verdad que mi
les de millones de cristianos no pudieran estar equivocados. Aunque
fueran aún más numerosos, muy bien podría tratarse nada más que
de un colectivo que ha organizado con éxito su ilusión o autoenga-
ño; todos juntos podrían haber hecho demasiado caso a un com
plejo de testimonios mal entendidos. Todos ellos no poseen más
592
que el testimonio del apóstol, mientras que el apóstol, a su vez, no
puede hacer otra cosa que repetir siempre que dice lo que le ha si
do encargado, y que le ha sido encargado decir eso. En ese círculo
tiene que moverse, y ese círculo es el que le hace fuerte. En un
círculo análogo estaba ya presa la existencia del Mesías mismo -lle
gado según declaración propia-, pues a la pregunta de cómo re
frendar su calidad de mesías nunca podía contestarse otra cosa,
igualmente, que: «El mismo lo dice», o: «Lo soy».
En el caso del apóstol, que se presenta como mandatario, si se
piensa en esa frase concluyente: «El mismo lo dice», uno se topa
con una situación todavía mucho más enredada, ya que el apóstol
no habla en propio nombre, sino que ejecuta el encargo de otro. Lo
que él mismo dice es que es el enviado de uno que a su vez dijo
que era el prometido. No habla por sí mismo, sino pore1otro y, más
bien, desde él. Aquí aparece ahora la diferencia que decide sobre el
estatuto de tales discursos: no es, en definitiva, el apóstol mismo
quien habla, sino otro quien habla, «como en presencia real», a tra
vés de él. Por eso, decir que él habla de otro y por otro no basta pa
ra caracterizar lo peculiar de la posición de habla apostólica. Si só
lo hablara por el remitente no sería más que un transmisor normal
de signos, un porte-parole, como un portavoz de gobierno o un jefe
de prensa de una gran empresa, y sólo se vería en él un agente o una
laringe alquilada. Nunca podría reclamar él mismo plenos poderes
para el asunto de su misiva. Como empleado de una instancia que
compra discursos, no sería un signo del ser, un portador poderha
biente de la verdad ausente-presente, sino sólo el representante de
un poder que, a su vez, sólo representa a otro poder, como un por
tavoz de una multinacional representa a una dirección de empresa,
que representa a un consejo de administración, que representa a los
accionistas, que representan su codicia o su perfecto derecho a una
prima por su inversión.
Por lo tanto: el discurso apostólico sólo puede hacerse valer por
una forma nueva, específicamente cristiana, de médium*smo. El gi
ro mediumnista supone, en suma, que el apóstol, en un cambio on-
tológico de sujeto, intercambia también su propia voz con la voz del
otro. De esto se dio cuenta Kierkegaard cuando hace decir a su san
593
Pablo que «Dios mismo. . . es el hablante». El san Pablo real propor
cionó en un famoso pasaje de su epístola a los gálatas (2, 20) la fór
mula para ese cambio de sujeto: «Y no vivo yo, sino Cristo vive en
mí». En el magníficamente falseado discurso de Jesús a sus apósto
les al enviarlos por el mundo, tal como aparece en el evangelio de
san Mateo, se presenta retrospectivamente esta estructura medium-
nista como una concepción apostólica planificada desde el princi
pio, pues allí pronostica el Mesías, al enviar a los doce, sus apuros
venideros ante tribunales judíos o romanos:
Se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No seréis vosotros los
que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros (Ma
teo 10, 19-20).
En el texto de san Mateo también se remite la fecha de la pro
blemática exhortación al martirio al propio Jesús, remitente-en-
viante, que, sin falsas reservas, parece planificar la estrategia de pu-
blic-relations de una secta de suicidas.
El fundamento de posibilidad de la apostolicidad reside, pues,
claramente en una relación mediumnista, en la que el agente apos
tólico se inserta en la subjetividad del emisor como si fuera su bo
quilla, por formularlo anacrónicamente, su sound-track, su caja de
resonancia. «Y no vivo yo, sino Cristo vive en mí», «el Espíritu de
vuestro Padre es el que habla en vosotros»: la piadosa historia de la
recepción de estas palabras fantasmales ha contribuido lo suyo a re
ducir el carácter excéntrico de estos modelos de discurso a una ex
presión de sumisión, de modo que la pregunta por la compartición
del sujeto no pudo plantearse en serio con respecto a la relación
apóstoles-mesías. Si tenemos razón con nuestro análisis fundamen
tal, según el cual toda historia es historia de relaciones o circuns
tancias de animación, y si relaciones de animación representan
arrangenients del reparto de subjetividad, entonces está fundamenta
do el supuesto de que con ese acuerdo evangélico entre subjetivi
dad mesiánica y apostólica ha quedado de manifiesto un nuevo sta-
tu quo de la animación en las grandes culturas.
Durante toda una era ese nuevo arrangement entre mensajeros
594
-podría decirse: el contrato apostólico- marcó los estándares de
conformaciones intensas de yo en el ámbito cristiano de apostolado.
A la vista de los testimonios presentados es evidente que de lo que
se trata aquí es de una forma monoteísta de mediumnismo. Si al
guien ha escuchado vociferar alguna vez a un predicador america
no de los estados del sur, sabe hasta dónde llega todavía en nuestra
época el desenfreno pneumático. No obstante, la creencia en el
Dios único y en Cristo se había fundado ella misma en confronta
ción polémica con las formas más antiguas de mediumnismo, con el
entusiasmo de los poetas, las prácticas de trance de las religiones ex
táticas arcaicas y las hermenéuticas oraculares del politeísmo. Si los
primeros teólogos cristianos, Justino, Tatiano y Teófilo de Antio-
quía, evocan preferentemente la monarquía de Dios, es sobre todo
porque la ventaja de ser cristiano como mejor se podía explicar pa
ra ellos era en contraposición a la desventaja de los delirios paga
nos. El servicio al Uno se entiende como garantía de la emancipa
ción del alma de su ocupación por demonios locales, dicho más
modernamente: por impulsos parciales subpersonales. Erik Peter-
son ha repetido sin descanso afirmativamente esta concepción des
de la perspectiva del siglo XX: «La doctrina de la monarquía de Dios
es un signo de sensatez de espíritu; la proclama politeísta, al con
trario, la expresión de una “posesión” del alma del poeta. En el en
tusiasmo poético se expresa un pluralismo metafíisico que tiene, en
definitiva, un origen demoníaco»2**.
Resistiéndose a estas vigorosas palabras, la oposición rehúsa ha
blar de sensatez versus posesión cuando se trata de determinar el ca
rácter dinámico del cambio apostólico de sujeto. Pues la apostolici-
dad se presenta a sí misma, en sus enunciados clave, como una forma
de obsesión especialmente atractiva y escogida, cuya peculiaridad
consiste en que la total penetración por el único Señor no puede
ser reflejada (o sólo muy tarde y suplementariamente2*9) precisa
mente como posesión heterónoma y enajenada: se presenta, más
bien, negativamente, como liberación de demonios subalternos; po
sitivamente, como oportunidad de cooperación en el proyecto del
monarca del ser. (Ysólo cuando los carismas se vuelven demasiado
ruidosos y los pneumáticos saltan demasiado indiscretamente al
595
proscenio resulta evidente que en su estructura profunda el mono teísmo es vudú del logos. Sus fieles y sostenes son individuos en tran ce sin trance: es decir, lo que en el humanismo se llaman persona lidades. «El Espíritu de vuestro Padre [to pnéuma tou patrós, Spiritus Patris] es el que habla en vosotros. » Es curioso que hasta hoy a los teólogos les haya chocado tan poco esta frase, y ello se debe a que en la institución más importante de la cultura intelectual de la vieja Europa, la universidad, venció el Homo académicas sobre el Homo apostólicas, también los teólogos son, desde hace mucho tiempo, más teóricos que anunciadores o pregoneros, y los pocos que no lo son llaman incluso la atención desde sus cátedras de dogmática co mo lo que Max Weber llamó «profetas de cátedra». El academicis mo es la instancia más efectiva de contención de las manías, y no en último término en las facultades de teología. Pero la dinámica psi- comonoteísta, la obsesión por el Uno necesario, sigue siendo pode rosa aún después de tales sujeciones y refrenamientos. Incluso la po sesión, el estar poseído, por lo mediano, por el término medio, posesión que funda el individualismo, pertenece inequívocamente a ese orden, puesto que cuando vosotros habláis por vosotros mis mos es el sensus communis el que habla en vosotros. Hasta en las teo rías contemporáneas de la situación ideal de comunicación y de la justicia como faimess intervienen derivaciones del modelo mono teísta de comunicación: sin vudú-minimal posmonoteísta, ninguna comunicación que produzca verdad. )
El Dios del apóstol es, pues, soberano porque se deja represen tar por él como si estuviera presente inmediatamente en él y habla ra a través de él. El apóstol, por su parte, participa de esa soberanía porque él, un elegido y señalado por Dios, ha hipotecado comple tamente la unidad de su existencia a la unidad y unicidad de su emi sor. En el apóstol la soberanía del Señor se convierte en la obsesión del mensajero, pero ésta se presenta con éxito como la forma más elevada posible de identidad desobsesionada del yo y como auto- captación desde el fundamento del ser razonablemente persona.
Resulta natural colocar en paralelo esta coincidencia, funda mental en estructuras de personalidad en el monoteísmo, entre au-
596
toposesión y posesión por otro con la diferencia, debida al derecho romano, entre posesión y propiedad, pues también un individuo que se posee a sí mismo y posee su vida defado puede muy bien ser propiedad de otro: esto lo muestra el antiguo sistema de esclavos, así como la postura cristiana frente al Dios al que no por casualidad se le invoca hasta en tiempos modernos con los títulos litúrgicos de Kyriey Domine. Por eso en el código deJustiniano se puede inculpar al esclavo huido de un delito de autorrobo, furíum sui, es decir: me diante la huida de la esclavitud el mero poseedor de sí mismo que ría elevarse injustamente a la categoría de propietario de sí mismo (lo que, como es sabido, sólo consiguieron los proletarios de la tem prana edad moderna)290. Del mismo modo, los no creyentes pueden considerarse delincuentes que se han robado a Dios, a su creador y propietario. En el código de Justiniano podían comprobar que el producto humano de robo no puede ser posesión de nadie, tampo co del propio ladrón, y siempre puede ser reclamado por el verda dero propietario291. Considerada bajo esta óptica, también la rebe lión de Satán cumple los requisitos fácticos del autorrobo, dado que se hurtó al Dador del ser huyendo y llevando consigo un bien de otro.
Estas circunstancias son las más favorables para la situación del apóstol cristiano, que pertenece a su Dios pero que puede esperar en el más allá ser copropietario de sí mismo: en ese condominio que la tradición llama paraíso. Menos favorable es la situación de servicio militar obligatorio de los mozos en la era del Estado Nacional bur gués, que -como auténtico Leviatán- en caso de guerra hace valer sus derechos como propietario de sus 'idas y puede exigirles morir por la patria, como si se tratara del auténtico dador de vida, que pue de reclamar lo que había prestado; de lo que se puede deducir, a propósito, una persistencia latente de las más toscas relaciones de posesión en el centro de la Modernidad política292.
cinación se abrieron ampliamente para todos los interesados, des
pués, sobre todo, de que la diferenciación altomedieval de los in
fiernos hubiera popularizado la esperanza en la propia salvación
en el purgatorio. Entonces, los preservados virtualmente de lo
peor podían ya confiarse a imágenes en las que los recuerdos sim
550
bolizados tienen oportunidad de transformarse en repeticiones
concretas.
La ciudad infernal inferior dantesca, Dis, que dentro de las mu
rallas que la rodean ofrece espacio a los cuatro sistemas circulares
peores -entre ellos el temido octavo, el malebolge (mala bolsa) con
sus diez fosas de tortura-, es una auténtica suma de la ciencia de las
situaciones de abandono por parte de Dios. Cada una de ellas apa
rece como eterno restablecimiento de aquello que nunca más ha
bría tenido que suceder. ¡Nunca más! , exige el imperativo humano.
¡Precisamente ahora! , responde el interés positivo en el infierno.
Con intuiciones dignas de cualquier constructor de un campo de
castigo, los fantasmas del poeta reproducen las agonías de los semi-
nacidos como ejecuciones demoradas infinitamente. Dado que en
ciertas circunstancias puede recordarse a los cuerpos humanos su
plicios múltiples, el tormento mayor que se puede pensar también
puede ser evocado de diversas maneras.
Nunca se le ha reprochado al infierno falta de diversidad. En él,
los casi ahogados son sumergidos una y otra vez, y siempre de nue
vo, en un ahogo eternizado, en ríos de sangre hirviente o mares de
pez ardiente; los desmembrados son recompuestos incesantemente
sólo para volver a ser hechos pedazos, «de la barbilla abierto al bajo
vientre» (canto 28, 24); los casi asfixiados se asfixian una y otra vez y
siempre con mayor pánico; los casi estrangulados son estrujados fa
náticamente, una y otra vez, por serpientes asquerosas hasta reven
tar. Los ya afligidos hasta la muerte caminan por siempre en círcu
lo, en marcha fúnebre, envueltos en capotes de plomo de un peso
desmesurado. Los que casi han quedado atascados en túneles ina-
travesables son introducidos ahora en estrechos agujeros de fuego,
de los que sólo sobresalen sus piernas y muslos, como hijos que na
cieran, de nalgas, de madres incandescentes. En el núcleo frío-ca
liente del sistema universal de estrechamiento y opresión, en las tres
fauces de dientes rechinantes de Satán, los architraidores Bruto, Ca
sio yJudas son eternamente sacudidos a golpes, machacados y em
palados como en una trituradora, sofocante de recuerdos, hecha de
mucosas pegajosas y dientes invasivos: igual que se rastrilla y peina
el lino. Judas ha de dejarse triturar a dentelladas, en posición de nal-
551
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 28:
E 7 capo tronco tenea per le chiome,
pésol con mano a guisa di lanterna,
e quel mirava noi e dicea: «Oh me! »
[La testa trunca agarraba del pelo,
cual un farol llevándola en la mano;
y nos miraba, y «¡Ay de mí! » decía].
Lucifer se traga a los architraidores
Judas, Bruto y Casio, grabado de
Bernardino Stagnino, Venecia, 1512.
gas, por la boca de Satán que le toca en suerte, mientras Bruto y Ca
sio, los asesinos de César, de cabeza, están presos por las otras dos,
que les parten el abdomen a mordiscos.
Sólo en un caso parece haber fracasado el sadismo ejecutor del
poeta: cuando presenta al sumo sacerdote Caifas, que según la tra
dición cristiana (Juan 11, 46-ss. ) fue el responsable máximo de la con
dena de Cristo, en una imitación horizontal, casi cómoda, de la cru
cifixión, clavado al suelo de la sexta estancia, como si el refinamiento
553
infernotécnico de las crucifixiones romanas no hubiera sido llevar
hasta la desesperación al delincuente, en una cruz vertical, median
te una reescenificación del ahogo del parto con ayuda del insopor
table peso del propio cuerpo.
A la vista de tales imágenes y de sus correspondencias concretas
se impone la cuestión: cómo es posible que tales cosas formaran
parte de una metafísica respetable. ¿De qué modo un sadismo ante
rior a Sade pudo convertirse en autoridad magisterial y poder pasto
ral? La infemografía medieval, sin duda, desplegó energías psicagó-
gicas políticamente interesantes, en tanto avivó y administró miedos
elementales relativos a la selectividad de Dios. Pero es imposible
que los teólogos del infierno hubieran podido hacer de Dios algo
tan terrible y convertir al contrincante en una poderoso imperator
del no-mundo si la substancia de los estados contramundanos no
hubiese sido asimilable a un complaciente material escénico o psi-
coplasmático previo por parte de la clientela piadosa. Según ello, la
tarea no era más que la de organizar la creencia en los lugares ho
rribles y conectarla con imágenes plausibles de malevolencia. Dado
que la infemografía trata de un lugar en el que, por la propia natu
raleza de las cosas, no ha podido estar nadie de los que hablan de
él, sólo hay dos medios para autentificar las imaginaciones inferna
les: que bien se presentan como visiones concedidas por la gracia,
que descubren lo normalmente oculto, o bien apelan a uria fanta
sía del dolor, desarrollada por una cultura específica, que consigue
representar, así, de algún modo lo irrepresentable. Dante utiliza
ambos procedimientos con el mayor éxito.
Por lo que respecta al último, la recepción de su descripción del
infierno se convierte en un test de resonancia para el receptor, que
percibirá a través del recorrido por las fosas infernales a qué sím
bolos, escenas, a qué representaciones de tormento está aferrada su
imaginación. Con ello se activa en él un fondo de esquemas de de
presión, de los que puede suponerse que son de carácter estricta
mente privado, ya que, como adquisiciones tempranas, poseen el es
tatus cuasi-platónico de ideas escénicas nacidas con el individuo. Se
dejan activar en comunicaciones metafísicas perversas. La perver
sión es, primero, un hecho público y sólo se privatiza secundaria-
554
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 23:
Quel confitto che tu miri,
consiglió i Farisei che convenia
porre un uom per lo popolo a ’marttri
[El condenado que tú miras
dijo a los fariseos que era justo
ajusticiar a un hombre por el pueblo].
mente. Con ello también se ha nombrado ya la paradoja del poder
eclesial cristiano, que para innumerables personas se convirtió en el
infierno del que pretendía liberarlos la redención.
La imagen representativa de lo infernal absorbe, pues, una re
serva de intuiciones de sufrimientos depresivos, cuya característica
común es su desproporcionalidad. En la aflicción depresiva lo ini
maginable es lo más creíble. Es típico del infierno del depresivo que
ninguna acción en el mundo pueda llevarle a ese estado en el no-
mundo, dado que el dolor opresivo, en su omnipresencia difusa, sin
perfiles, supera desproporcionadamente el mundo mismo y cual
quier posible acción en él, por muy mala que sea, y los desfigura
hasta la des-realización275. Así pues, lo inquietante en la comunica
ción cristiano-medieval sobre lo infernal procede de la circunstan
cia de que en numerosos seres humanos la intuición ya está ahí, en
lo doloroso desproporcionado, y, además, antes de cualquier acción
o mala acción a la que pudiera responder Dios con las penas eter
nas del infierno. Esto significa que en la depresión la condena es an
terior al hecho y la desesperanza a su motivo. El curso de la vida del
depresivo puede interpretarse como un intento de la desesperanza
de generar su motivo posteriormente.
Al anular la escisión entre el pecado finito humano y la conse
cuencia infinita infernal, la infemografía medieval sacó a medias es
ta paradoja depresiva del abismo de lo indecible; intentó, a la vez,
preservar la apariencia de justicia divina, al establecer entre pecado
y consecuencia del pecado una relación si-entonces, por muy débil
que fuera. Pero para todos los participantes en el malvadojuego de
la infecciosa comunicación sobre el mal mayor estaba claro que es
ta unión de consecuencia lógica era quebradiza, y, precisamente
porque el sufrimiento desmedido estaba fundamentado tan lábil
mente, de los diálogos y comunicaciones sobre el infierno hubo de
proceder un horror tan sugestivo y una atracción tan fuerte. Tras el
si-entonces, aparentemente racional desde el punto de vista moral,
se levantaba la sombra de lo incomprensible. Lo sublime medieval
se hacía patente en la meditación sobre la monstruosidad de Dios,
con la que lo desproporcionado entró en la representación.
Es imposible que un padecer infinito pueda ser algo merecido
556
por hechos finitos; al menos, el tipo de cálculo a partir del que pu
diera determinarse este merecimiento no podía reproducirse por
intelectos humanos. El que, no obstante, en la infemología cristia
na se considerara el padecimiento infinito como consecuencia de
acciones propias responsables provocó una interminable demanda
de información aclarativa sobre el fundamento de esta despropor
ción. Tampoco en el infierno de Dante desaparecen las equivalen
cias entre delitos humanos y eternidades de pena, como sucede en
todos los demás fantasmas de infierno, porque el tránsito de la fal
ta a su consecuencia sólo puede realizarse mediante un salto irra
cional, que equivale a una operación de cálculo con el valor infini
to. Pues ¿por medio de qué ecuación integral podría calcular un
juez del infierno si seres humanos que falsificaron dinero ocasional
o habitualmente, que mantuvieron prácticas sodomíticas, propala
ron doctrinas heréticas, dieron malos consejos o practicaron la al
quimia, han de ser eternamente sumergidos en pez ardiente o eter
namente encerrados de bruces en estrechos féretros ígneos? La
única respuesta a esta pregunta que no hace que el pensar degene
re inmediatamente en maligno irracionalismo podría apoyarse en la
analogía existencial entre el modo malo de ser del pecador antes y
después de su muerte: dejando de lado por una y primera vez la es-
calación o escalonamiento de que hemos hablado.
Efectivamente, la infemología medieval -conectando con la doc
trina agustiniana de los últimos estados en los oscuros libros finales
de La ciudad de Dios- insiste en que Dios no ha creado la mala vo
luntad ni la disposición y circunstancias de quienes son prisioneros
de ella, sino que el mal sólo puede aclararse por su epigénesis a par
tir de la libertad humana mal utilizada. Según ello, el infiemo no se
ría otra cosa que un embalse de los estados y circunstancias que se
siguen de libres recusaciones de la comunicación con Dios. Esas ne
gativas o rechazos serían el material del que están compuestos los
infiernos, y lo que Dante muestra en sus fatales estancias sería la
esencia autotorturante de la negatividad humana. Dado que Dios,
en ninguna de las ortodoxias, bsyo ninguna circunstancia puede ser
identificado como el creador de lo radicalmente malogrado, todo lo
que no puede reconducirse a la fuente buena tiene que proceder de
557
un origen adicional, que por regla general se encuentra en la liber
tad humana para el mal. Sin esta premisa, la existencia fáctica de un
infierno, y desde luego la ponderación de sus instalaciones, habría
que atribuírselas al Dios creador; pero, entonces, al señor tanto del
cielo como de la civitas Dei comprometería y pondría en ridículo su
creación malograda, pues un mundo creado, al que por implica
ciones ineludibles de la creación hay que añadir un infierno, habría
de ser considerado, haciendo balance, una creación fallida: una
idea que desde la Antigüedad tardía sería constantemente expresa
da sin disimulo por las teologías dualistas, mientras que de lo que
había que tratar siempre para los defensores católicos de la buena
totalidad era de interpretar lo malogrado, junto con su galería in
fernal, como un añadido fundamentado exclusivamente en las obras
debidas al abuso ejercido por la libertad humana.
Si se sigue la referencia de la ortodoxia se proyecta una luz muy
fuerte sobre la relación abismática entre depresión y libertad. Un
candidato al infierno, efectivamente, no sólo tiene por qué ser la víc
tima de su ligereza; y, sobre todo, no puede imaginarse como un pe
cador despreocupado que fuera colocado post mortem ante la desa
gradable sorpresa de su condenación. Sólo podría, en tal caso, haber
provocado o merecido el infierno porque, con conocimiento de cau
sa, no hubiera hecho uso de ofrecimientos de eludirlo. Ni siquiera la
infame frivolidad de Don Giovanni, que se quema en llamas en un
escenario público, cumple los requisitos para un ingreso merecido
en el infierno. Pues para ello sería necesario que el pecador, duran
te la vida, hubiera sido hundido con suficiente profundidad en un
infierno, para saber qué eternización -de qué mal o desgracia- era
la que había que evitar. El impenitente no sólo debería haber podi
do explayarse con fálica frivolidad durante su vida injusta. Más bien
tendría que haber estado a prueba en el infierno real para poderle
atribuir, con todo compromiso, un informado interés en evitarlo.
Lo que se está reclamando con ello es que haya conocido la má
xima depresión en un infierno anterior al infierno: pero, entonces,
el argumento de la libertad queda encerrado en un círculo ruinoso.
Pues quien experimenta la depresión desde dentro está eo ipso de
masiado atormentado para elección alguna, y quien se considera to-
558
Autolooping de Willenborg, 1952.
Circuito de pared vertical para motos,
«Todeswand» [Pared de la muerte]
de Pitt Lóffelhardt, 1932.
davía capaz de elegir no sabe hasta dónde llega el suplicio. Así pues,
quizá el delincuente ha sabido lo que es el infierno con suficiente
intensidad como para haber encontrado en sí mismo el nó espon
táneo frente a la fijación eterna a él; pero entonces no se puede ha
blar ya de decisión en el sentido válido de la palabra, dado que lo
infernal real sobrepasa con mucho la libertad del candidato de ele
gir entre estar a favor o en contra de ello. Si un desventurado se en
contrara actualmente en el infierno sólo quedaría en su lugar un
dolor que no puede desear otra cosa sino el término de esa situa
ción y no volver-a-ella-nunca-más: con lo que se liquida por sí mis
ma la idea de una elección o reelección del infierno. O quizá el
candidato no ha sabido lo suficiente acerca de lo infernal y fue atra
pado en la trampa de un malentendido.
Si los teóricos de la libertad aducen ahora que el pecador, por su
petulante distanciamiento de Dios, ya ha estado hundido en el in
fierno lo suficiente como para poder suponer lo que significaría su
560
Globo de rejas de los años veinte
para el «Todeslooping» [Circuito de la muerte];
los hermanos Varannes durante el entrenamiento
para la llamada cruz de la muerte.
eternización, obtienen subrepticiamente ese argumento de un con
cepto reblandecido de infierno, por el que todo instante egoísta va
cargado y guarnecido de implicaciones infernales. Aquí se identifi
ca lo infernal con el cobijo en lo falso y se pone a la venta como al
go con lo que los seres humanos buscan su tranquilidad mediante
hábitos culpables. Con tales argumentos, teóricos de la enajenación
como Fichte yAdorno han atacado las ofuscaciones de las formas de
vida burguesas y pequeñoburguesas, considerándolas círculos infer
nales de la vida ficticia consumada. Pero tales infiernos de error y
comodidad tienen poco o nada que ver con los agudos infiernos de
dolor que se evocan en las infemografías medievales sin alegoría
idealista alguna. Sólo si fuera posible trasladar continuadamente las
circunstancias del infierno cómodo a las del infierno incómodo, la
tesis del infierno como algo elegido y merecido por uno mismo po
dría asentar en cuenta un mínimo de plausibilidad. Pero el argu
mento de la libertad tiene que fracasar en este asunto, dado que
resulta imposible un tránsito así, de circunstancias soportables y asu-
mibles a otras insoportables e inasumibles, y que se abre una fosa in
franqueable entre un infierno y otro.
Desde la libertad, el infierno resulta inaccesible. Ninguna volun
tad libre, ninguna vida libre podrían entrarjamás en él, da igual de
cuánta culpa hubiera hecho acopio un individuo malvado cualquie
ra. El infierno no puede ser resultado moralmente concluyente al
guno de una vida vivida. Yo no puedo ganarme el infierno. Tanto
más extraño, entonces, se perfila el hecho de que los seres humanos
sepan, sin embargo, de él como si hubieran estado allí o dispusieran
de criterios para evaluar informes de allí. Los seres humanos, con to
do, no pueden mostrar nunca concluyentemente cómo se llega a él:
tampoco Dante intenta describir en absoluto un tribunal o un pro
cedimiento de medida.
¿Qué puede significar esta desproporción? Si el infierno repre
senta lo moralmente inaccesible por antonomasia, ¿qué significa,
entonces, que innumerables afectados lo confirmen como algo que
existe fácticamente para ellos? Si, por una parte, el infierno, como
sabemos ahora, es inmerecible e inalcanzable desde una vida res
ponsable y, por otra, se presentan infemografías informadasjunto
562
Atracción de feria de los años
noventa, Huss M aschinenfabrik, Parque
de Atracciones, Bremen.
con planos del entorno, listas de ocupantes y reglamentaciones del
suplicio, esta circunstancia discordante puede interpretarse de dos
modos: de un lado, que hay que considerar lo infernal indepen
dientemente de cuestiones de acceso a ello; de otro, que los parti
cipantes en comunicaciones sobre el infierno sólo pueden tener un
interés positivo en ello porque la concepción de este lugar sea sig
nificativa para su propia situación en el ser. Precisamente es esto lo
que caracteriza la posición del depresivo, que necesariamente tiene
interés en representaciones del espacio depresivo porque experi
menta con él el dicho latino: tua res agitur. Su sensibilidad por el in-
563
fiemo se alimenta con la certeza de que ya estuvo o está inmereci
damente en el lugar al que no se podría acceder merecidamente.
Con ello, se da la vuelta a la cuestión fundamental católica, por qué
faltas se accede a él, y se transforma en el interés por la posibilidad
de abandonarlo, después de que uno se haya encontrado inmereci
damente en él.
Asi, el infiemo deja de ser el tema monopolizador de una meta
física moralizante del más allá. Hablar de él se convierte, más bien,
en la piedra de toque de una deducción ontológica de lo fáctico.
Deducir la facticidad significa demostrar que no se puede deducir,
sino sólo mostrar. En el infierno se hace patente como en ningún
otro fenómeno que la existencia tiene preeminencia sobre la esen
cia. Esto es lo que tienen que decir ontólogos posmetafísicos: el fac-
tum brutum del ser dado de algo en algo precede a cualquier genea
logía o fundamentación; el «hay» se burla de todas las deducciones.
La dación originaria y el azar originario no pueden encerrarse en
ningún principio de razón suficiente. El azar mismo constituye su
propia calidad de absoluto.
Por lo que respecta al infierno como modo del azar originario,
todo el argumento del infierno se basa en el ahíostensivo. Ser-en-el-
infierno es un modo de ser-en-el-mundo, en tanto el mundo puede
ser dado como m-mundo*. La palabra fundamental heideggeriana
«airojamiento»”, como remisión al indeducible encontrarse en una
totalidad de circunstancias, que se llama mundo, sólo es propia
mente adecuada para designar el encontrarse en el infierno. El lan
zamiento de dado a la existencia lleva en este caso a que uno quede
tirado en el peor sitio. (Arrojados, por eso, sólo son los seres huma
nos al infierno; si fuera a un mundo, se acostumbrarían al tiempo. )
Con ello, el infierno no-moralizado muestra ahora precisamente sus
garras. Haber estado allí significa, en cierto modo, estar para siem
pre «todavía allí», dado que el infierno perseviene determinado co
mo el lugar que sólo por falta de salida llega a ser lo que es. Quien
*«{/nwelt>, término intraducibie: no-mundo, sin-mundo, in-mundo. (N. del T. )
'* Geworfenheit estado de arrojado (del que ha sido arrojado al mundo, a la exis
tencia) , estado de yecto. (N. del T. )
564
estuvo inmerecidamente en lo infernal sin salida permanecerá en
cierto modo en ello siempre, y no porque por un motivo todavía
oculto hubiera merecido, a pesar de todo, estar allí y permanecer
allí, sino porque la experiencia fáctica de haber estado allí arroja
una sombra que ninguna luz posterior puede ya borrar del todo.
El infierno es él mismo y su memoria; afecta a la vivencia del
tiempo tanto de los arrojados en él como de los evadidos de él, y, re
pitiendo verdaderamente, vuelve a recoger a los suyos ocasional o
crónicamente. Tener que recordarse de lo falto de salida es parte de
la situación de falta de salida. Pero tampoco en la depresión son to
do lo falto de salida y su recuerdo. La circunstancia de que lo falto
de salida -con Cioran puede hablarse de las cimas de la desespera
ción- puede considerarse actualmente al modo del recuerdo testi
monia que sí hay, a pesar de todo, una salida de lo sin salida: un
camino que no se ha cerrado de nuevo, convirtiéndose en una an
dadura circular, y que probablemente nunca volverá a cerrarse así.
Todo depende de cómo se pongan en relación mutua ambos mo
mentos: lo falto de salida y la salida. En sus configuraciones malig
nas evidencian lo que en un sentido pretencioso habría que llamar
el círculo infernal: lo sin salida toma a su servicio la salida. De ese ti
po de circularidad infernal es el movimiento en el que el recuerdo
es dominado sistemáticamente por la repetición. Aquí, la relativa li
bertad que proporcionó la salida actúa como curva que conduce a
la repetición. Si se encuentra la configuración más propicia puede
surgir el círculo de purificación, en el que lo sin salida sirva de pun
to de repulsión, de empuje, pues, para la salida. En el círculo de pu
rificación el recuerdo supera el imperativo de la repetición: por eso
el recuerdo (Erinnerung) debería llamarse más bien des-interioriza
ción (Ent-innerung). El que ha salido de allí no vuelve al lugar ni a las
circunstancias anteriores al suceso, al menos no por decisión propia.
Si, una vez en posesión de estas definiciones, volvemos al diag
nóstico que ofrece la Commedia, aparece claro que las excursiones
de Dante a los dos mundos inferiores presuponen ya la diferencia
ción efectiva entre repetición y recuerdo. Más bien, ambos lugares
inferiores son ellos mismos esa diferencia. La alternativa al infierno
existe porque existe el purgatorio, y mientras que los habitantes del
565
infierno dan vueltas en repeticiones sin salida, los pacientes del
monte de la purificación se someten a los recuerdos característicos
que posiblemente consigan liberarlos del círculo fatal. Pero si los
círculos de purificación son los que humanamente tiene sentido re
correr, ¿por qué Dante se preocupa por descender hasta el fondo
del infierno absoluto? ¿Por qué no se contentó el poeta con la visi
ta al purgatorio, olvidándose del infierno sin salida? Para responder
a esta pregunta no basta con remitirse a la corrección escolástica,
que exige un tríptico de los asuntos del más allá. Las imágenes dan
tescas del infierno tienen un contenido irreductible de experiencia
que resulta actual, no dogmáticamente, pero sí fenomenológica y
existencial-antropológicamente. Cuando Dante se pone a la tarea
de indagar en el infierno duro y de testificar sus circunstancias, re
conoce que también en él hay un fundamento de saber infernal que
ha recaído sobre él como un saber previo necesariamente inmere
cido. Si los auténticos habitantes del infierno le preguntan por el
motivo de su estancia allí, tiene que remitirse a una instrucción o
consigna superior. El es el hombre memorioso del que se quiso en
el cielo que penetrara en los secretos del infierno sin que hubiera
de permanecer en él como condenado. Cuando regrese, habrá es
tado en el infierno en la conciencia de que no le llevó allí ninguna
acción culpable. Sólo habrá estado allí para que su recuerdo de lo
sin salida pueda tener de qué hablar.
Este privilegio caracteriza la posición del melancólico, que es el
ser humano que vivirá a la sombra del saber de aquello de lo que no
hay salida. Un mandato impenetrable le ha ordenado adquirir co
nocimiento de circunstancias cuyo auténtico conocimiento no pue
de ser bueno para un ser humano. Sabe que no es bueno lo que sa
be; pero sabe también que es bueno saber lo que no es bueno
conocer de primera mano. Si, como enseña Aristóteles, todos los se
res humanos desean saber por naturaleza, les repele, sin embargo,
en principio y en general, e igualmente por naturaleza, aquello que
no es bueno conocer. No obstante hay inteligencia de situaciones
que no se deseaban conocer. Ningún ser humano anhela por natu
raleza conocer el infierno, pero la experiencia del infierno puede
habérsele dado sin desearla. Basta con descubrir que estás allí para
566
saber cómo son las cosas allí. «Puede haber un saber de lo demonía
co sin una creencia en ello, pues no hay nada más demoníaco que
lo que hay en él» (Franz Kafka).
De ahí en adelante el encubrimiento del descubrimiento habría
de ser el objetivo a aspirar: de lo que se sigue que también tiene que
haber una aspiración al desconocimiento, que apenas es menos ori
ginaria que el apetito aristotélico positivo. Pero así como hay me
dios de la voluntad de saber, también el no-querer-saber encuentra
sus intermediarios. Por regla general, la imagen de lo horrible sirve
de figura compromisaria entre la atracción del asunto descubierto y
la resistencia encubridora. Por eso en muchas culturas las imágenes
del horror tienen gran significado cultual: son las que con mayor
éxito reprimen aquello que representan. Aseguran a los participan
tes en el culto que están en el lugar de la representación, es decir,
en el juego de lenguaje, y no en el lugar de lo representado, en el
tormento. El horror figurativo informalizado, sin embargo, el que
cultiva la Modernidad, conoce también la reversión de la sugestión
representativa. Dado que la imagen mala, por decirlo así, tiene asi
deros dentro y fuera, puede arrastrar hacia dentro a usuarios que se
aferran a ella, en caso de que en ellos sea más fuerte el impulso de
lo representado que su resistencia a ello.
Así pues: aunque el poeta quería mantenerse a distancia de lo
horrible, descendió a un infierno del que no se puede negar que se
convirtió en el suyo al revelarse a él y generar en él una resonancia.
Dante no disimula ante sus lectores lo que le sucedió in extremis, a la
vista de Satán:
lo non morí ’e non rimasi vivo;
pensa oggimaiperte, s’haiflord’ingegno,
qual io divenni, cTuno e d'altro privo
(Inferno, canto 34, 25-27)
[Yo no morí, mas vivo no quedé;
piensa por ti, si algún ingenio tienes,
cual me puse, privado de ambas cosas].
567
En tanto que habla del infierno en el que estuvo, consigue lo que
no podría conseguir ningún depresivo normal: rompe la sugestión
que produce el convencimiento de que no hay nada en el interior
descolorido, aniquilado, que pudiera devenir tema en la comunidad
pública. Dirigiéndose al lector -en este caso en interpelación direc
ta, en los demás de modo implícito- consigue evadir la rigidez de
los muertos. Con su «piensa por ti. . . cual me puse» aparece en me
dio del infierno la dimensión del purgatorio. Si tienes un atisbo de
entendimiento sabrás cómo hubo de irme en el círculo más íntimo
del infierno; no estaba muerto, ni estaba en vida. Y tú, lector, si no
estás hecho de madera y has nacido de una madre, sabes también a
tu manera de qué hablo. Pues yo no hablo sólo de mi infierno, sino
también de aquel con el que tú puedes compenetrarte, dado que
has abandonado una cueva que se había hecho demasiado estrecha
para llegar a ser este ser humano que eres; sí, es posible que sólo el
intento de abandonar la estrecha cueva la haya convertido en el in
fierno, tal como te aparecerá tan pronto como hayas alcanzado el
otro lado.
Este dirigirse al lector provoca el mayor descubrimiento de Dan
te: el purgatorio es un lugar donde los no-bienaventurados sufrirán
juntos. Aquí se conecta sufrimiento con complicidad o saber com
partido: con-padecer es posible porque el dolor es capaz de una pu
blicidad característica. Por eso las relaciones interdepresivas, pues
tas al descubierto, son ya comienzos de caminos que llevan al aire
libre, mientras que, encubiertas y secretas, sólo producen aislamien
tos de circularidad infernal. El infierno se convirtió en el purgato
rio en el instante en que apareció entre sus inquilinos una avenen
cia sobre los límites de cualquier avenencia. Si el infierno se revela
en des-solidarizaciones y ex-comuniones, el purgatorio se constituye
por la publicitación de lo no-decible en la comunidad de los no-san-
tos. En el purgatorio surge por primera vez realmente lo que la
edad moderna llamará solidaridad: la superación de las solitarias no
ches infernales en penas compartióles, finitas, expresables. Este ti
rón a compartir el sufrimiento deja también definitivamente claro
por qué, en la Commedia, al viaje hacia lo peor pertenecía desde el
comienzo un segundo, y por qué sin el compañero poeta el poeta
568
se habría quedado vacío y mudo en lo inferior. Virgilio es el Gran
Otro, ante quien y mediante quien se habla; el lector es, sin embar
go, el Otro real: dirigirse a él salva, porque él proporciona a las pa
labras un destino en el mundo y un futuro humano. Entonces se
produce el milagro: el poema conecta auténtico saber sobre el in
fierno con la distancia suficiente para protegerse de él. La infernó-
grafía de Dante es el documento que habrá demostrado para siem
pre que regresar del infierno no sólo es más saludable, sino también
más interesante, que descender a él. Pero si el infierno inmerecido,
aunque nada más fuera en ese único caso, fue un hecho, entonces
la conciencia de su facticidadjustifica el mandato categórico de re
presentarlo como algo que bajo circunstancias puede abandonarse
otra vez. Qué circunstancias sean ésas, queda hasta nuevo aviso co
mo secreto del poeta. Pero Dante no hizo secreto alguno de su as
censión al espacio esclarecido. El retomo del poeta de lo extremo
prefigura la resurrección terapéutica.
E quindi uscimmo a riveder le stelle
[. . . por el cual salimos/ a contemplar de nuevo las estrellas].
Uscimmo: salimos al aire libre, salimos fuera: éste es el único ver
bo de movimiento que cuenta para la clarificación insuperable. Es
el verbo del nacer y del clarear. Un nosotros y un movimiento al ai
re libre: la unión a la vida.
El saber cerrado del infierno no quiere oír nada de salidas. El se
procura una perfección propia en tanto transfiere el pensar al co
razón de la oscuridad. Efectúa su movimiento reflexivo como re
chazo permanentemente renovado de la arrancada hacia proyectos
vitales y relaciones esperanzadas. Goza de sus victorias en un conti
nuo ceder ante la necesidad de poner en evidencia la ridiculez de
la voluntad buena: del pobre cateto esforzado, que se da ánimos di
ciéndose una y otra vez que las cosas van para delante. El pensa
miento infernal observa con mirada fría la excitación de la parte es
peranzada en salir del infiemo, y al final de cada camino de huida
569
vuelve a colocar la puerta del infierno: la esperanza no ha de pervi
vir más que como abandonada, y ha de fracasar tantas veces como
sea necesario hasta que ella misma se considere a sí misma una parte
del círculo infernal. Frente a ello la desesperanza pretende colo
carse, por decirlo así, el fundamento a sí misma: sólo necesita repe
tirse para convencerse de nuevo de su ser y ser-así. Estoy desespera
do, luego existo. ¿Ycuántas veces soy o existo como desesperado?
Tantas justamente como pienso que lo estoy. Por una autorrefle-
xión de estilo propio, un giro hacia dentro hasta el punto más ínti
mo, el pensamiento infernal presenta su situación como un resulta
do que sería ciertamente accesible e irrevocable, definitivo, para el
sujeto. Dante mismo inmortalizó la ficción de la accesibilidad del in
fierno desde el no-infierno y la quimera de la posible entrada en él,
mediante la inscripción sobre su puerta:
PER ME SI VANE LA CITTÁ DOLENTE,
PER ME SI VA NELETTERNO DOLORE,
PER ME SI VA TRA LA PERDUTA GENTE.
También él habla, por tanto, de una manera que parece dar a
entender que el encontrarse en el infierno es un asunto de haber
entrado en él. También él supone que los perdidos son un grupo al
que uno podría unirse. Y también actúa como si el dolor inolvida
ble fuera algo que jamás uno pudo sentir antes, como para haberlo
conocido ya, de una vez y por propia culpa. Si esto fuera así podría
considerarse el infierno, efectivamente, como objetivo posible de un
viaje a él. Entonces podría realmente desesperanzarme a mí mismo,
como suele decirse de Satán, que quiso y produjo él mismo su si
tuación.
Pero esta acción desesperada -que ya en el diablo resulta pro
blemática: ponerse a sí mismo en la situación de desesperanzado-
queda sin contenido en cualquier individuo real, como sucede con
todas las autorrelaciones meramente formales que siguen el esque
ma: yo me capto a mí mismo en tanto insisto en ello, y en tanto esa
insistencia va creando conciencia y al final queda claro en ella que
soy como soy. Nunca puede surgir un estado de ánimo fundamen
570
tal sólo de esta figura reflexiva, ni el depresivo, impregnado de la
sensación de no-poder, ni el maniaco, que revienta de poder. El yo
que se afirma, piensa, supone, descubre o inventa a sí mismo tiene
que sacar su contenido y su estado de ánimo, bajo cualquier cir
cunstancia, de la resonancia con un enfrente sonoro. Este descu
brimiento «tónico» de uno mismo, como tal persona y de tal modo,
precede siempre a la autoafirmación o autodisposición en un esta
do de ánimo.
Tampoco el desesperanzado puede desesperanzarse a
sí mismo, sino sólo rastrear, reflejar su situación de desesperanzado,
y, en todo caso, reforzarla por repetición de ello. Tiene tan poco
sentido que la desesperanza sea accesible a través de autodisposi-
ciones del sujeto como que el infierno pudiera ser para el pecador
el resultado de su desvergonzada vida. Sólo cuando el hecho de la
desesperanza está dado y sólo porque, en ciertos casos, lo esté real
mente, el sujeto puede aplicar la reflexión a ese hecho y dedicarse
al ejercicio de pensarse perdido. Sin embargo, la desesperanza no
se convierte nunca en posesión del pensador; la desesperanza nun
ca es resultado ni producción propia. Tampoco en el círculo de
moníaco el sujeto puede encontrarse porque él lo haya producido
en su totalidad, sino sólo porque se ha encontrado de improviso en
su posible origen o punto de partida: el ser-en-el-infiemo inmereci
do, originariamente dado, «arrojado».
Ya ha de estar en el corazón de las tinieblas quien vuelve a regre
sar a él siempre. El encontrarse en él es el azar absoluto, que no
puede fundamentarse suficientemente por ninguna llegada, entra
da, a él, por ninguna lógica de acceso a él. Así como Platón, en su
alegoría de la caverna, no consideró válido para el discurso ni si
quiera aludir a cómo los prisioneros habían llegado a ella, así tam
bién una alegoría correspondiente del infierno podría comenzar só
lo con el mero encontrarse allí de una multitud de desgraciados: en
todo caso podría informarse de cómo consigue un santo o un poe
ta descubrir fuera la existencia de un no-infierno. Sólo puede en
contrarse el camino de salida: el infierno mismo es algo que no
puede ser descubierto o alcanzado, a no ser que uno ya esté en él.
Esto es lo que el narrador Joseph Conrad ha puesto en eviden
cia en su novela El corazón de las tinieblas con un cierto lujo de exótí-
571
La virgen de hierro de Nuremberg,
instrumento de tortura, en uso desde el siglo xvi.
Gottfried Helnwein, ilustración para E. A. Poe,
El pozo y el péndulo.
cas imágenes de viaje y metáforas de descubridor. El ardid filosófi
co de su narración estriba en que la historia del descubrimiento de
lo horrible está recubierta de decoro colonial, como si también Con-
rad quisiera alcanzar la «verdadera Africa interior»276. Para él, el
continente negro es forzado, con petulante desvarío, a ser escena
rio de una experiencia radicalmente modernizada de lo infernal.
En lajungla y entre los «salvajes», el héroe de Conrad, Kurtz, un fi
lántropo aventurero y aventurado, no tenía otra cosa en mente, al
principio, que intervenir yvelar por lojusto, o por sus intereses, en
el exterior, al servicio de una «Sociedad para la supresión de las cos
tumbres salvajes». Pero esa misión piadoso-cultural no se llevaría a
cabo, dado que lajungla arrastró de su lado al pionero de la civili
zación. La historia de Conrad confirma, en principio, los exóticos
clichés del ingenuo europeo al que habría vencido lajungla y con
vertido en uno de aquellos monstruos que él mismo pretendía civi
lizar. En las diferentes estaciones comerciales corren rumores de sus
crímenes sin escrúpulos, de sus magias esclavizantes y sus libertina
jes orgiásticos. Cuando Kurtz es encontrado finalmente por el na
rrador, ya está marcado por una enfermedad mortal; en el lecho de
muerte pelea con algo horrible, que parece que le reveló su estan
cia en la selva; muere en medio de una amarga agonía susurrando:
The horror, the horror.
Si a primera vista parece que Kurtz se hubiera infectado en la
soledad del continente extranjero con una especie de fiebre afri
cana -con el desenfreno de estímulos precivilizatorios, que tam
bién están presentes en el ser civilizado-, una segunda mirada li
bera ideas de naturaleza completamente distinta sobre su
enfermedad. Lo que Kurtz experimenta en el escenario africano es
una fiebre europea y filosófica, pero no una dionisíaca, sino una
ontológico-fundamental. Su horror no proviene de la infectabili-
dad del educado, instruido, bien intencionado, por la ebriedad y
delirio que hacen saltar la envoltura civilizada, sino de la indefen
sión frente a la propia intuición de la absoluta falta de sentido de
lo fáctico. En el shock de la colisión con el nudo y simple hedió de
las cosas, el individuo caído de todas las esferas cobijantes descubre
que todo lo que él mismo encuentra y deja en este universo de pro
574
liferante multiplicidad no tiene la menor importancia y significa
do. Algo semejante pondrá de manifiesto Hermán Melville en su
novela MobyDick, al interpretar el color blanco como manifestación
del absurdo, de la falta de sentido, como el «todo-color sin color
del ateísmo»277. A la vista del inconmensurable absurdo verde, el
aventurero del Congo se siente vomitado por todas las envolturas y
abandonado a su inanidad. Descubre que el mundo, en el que in
merecidamente permanece, es el infierno mismo. El mundo no es
otra cosa que la indiferente máquina del devenir, que se mueve im
perturbablemente en sí misma, inaccesible a razón de ser y sentido
algunos.
Si el descubrimiento del puro y simple hecho del mundo pudo
sacar de sus casillas a un europeo solo y aislado, fue porque en el
exótico infierno de los hechos vio reflejada la realidad de su falta de
seguridad y cobijo. Es su sentimiento existencial de inmanencia pá
nica, que había traído consigo, lo que aflora en la soledad africana.
El aventurero descubre en lajungla la segunda antiesfera: el espa
cio depresivo en su máximo cósmico. Indignado, dirige fijamente su
mirada al Moloc originariamente dado de lo real, humillado y roto
a la vista del proceso de la vida que prosigue su rodada absoluta
mente indiferente. El mínimo antiesférico, la rotación del desespe
ranzado en el más íntimo círculo demoníaco del pensarse perdido,
y el máximo antiesférico, el verse rodeado de absoluta exterioridad
irreferente, se interpelan mutuamente como los dos polos necesa
rios de una ontología depresiva. Pertenecen uno a otro como el
punto aislado casual y todo su entorno casual. También lo gigantes
co de la antiesfera depresiva es experimentado por el desesperan
zado como un asedio del entorno. El aventurero moribundo se in
corpora por última vez y grita a lajungla: «¡Te arrancaré el corazón! »,
como si estuviera preso aún bajo el cielo del continente extraño en
una caverna palpitante.
Así pues, no es la percepción de la existencia en un espacio cir
cundante en cuanto tal, fáctícamente presente, lo que conmueve
al descubridor de la facticidad. Más bien, dado que el espacio cir
cundante devuelve al individuo su aislamiento cósmico, ya exis
tente, y le revela su ser-desde-siempre-en-el-infierno, su cogito ha
575
de llevarle al «Pienso que estoy en el infierno». Lo que parecía ser
lajungla se manifiesta como el espacio de la vivencia antiesférica:
alrededor y por todas partes el mundo sólido, fáctico, que se mue
ve sin sentido, percibido por la mirada panorámica del individuo
aislado.
Por eso, para quien se encuentra en él, el infierno de lo fáctico
ya no necesita ser ningún más allá; ya no tiene que ser imaginado
simbólica y visionariamente, como en el poema de Dante; no es nin
guna región al otro lado, que se pudiera alcanzar y atravesar me
diante un impulso anímico especial, sino que se encuentra siempre
ahí, como más acá absoluto, inevitablemente absurdo, sin sentido.
En él está prisionero el sujeto depresivo, como ser vivo sin acceso al
buen espacio compartido. Naturalmente, para Conrad también la
antigua diferencia entre infierno y purgatorio perdió todo signifi
cado. Lo que aportó la aventura africana al apocalipsis ontológico
fueron sólo los escenarios romántico-coloniales y la imagen de un
en-otra-parte, en el que las verdades horribles parecen más favora
bles a revelarse que en el felpudo europeo de 1900.
El descubrimiento de la nuda facticidad es un proceso que sólo
se puede entender a partir del movimiento más avanzado de en
tonces de relaciones europeas de producción de sentido: él señala
una fase de tránsito entre las conformaciones metafísicas de esferas
de la antigua Europa y las conformaciones posmetafísicas moder
nas. Pertenece a los comienzos del espumaje. Si en el régimen me-
tafísico el sentido sólo podía generarse mediante fundamentación
sobre el sentido originario, la necesidad y la providencia, la Moder
nidad pasó a generarlo mediante proyectos sobre el trasfondo de
no-sentido, azar y prognosis. Esta transformación sin par la experi
mentan los implicados como una crisis nihilista; sus derivaciones se
rán en adelante agudas; pues, aunque las principales naciones de la
nueva economía de sentido, no en último término a través de los
omnipresentes sedativos mediales de masas, se han acostumbrado a
un estado precario de cotidianidad posmetafísica, en las zonas de
transición y en las culturas de resistencia se anuncian convulsiones
dramáticas. En las culturas nucleares, posmetafísicamente correctas,
de Occidente se mantiene una cierta dieta de sentido (no tiene por
576
qué tratarse siempre de la historia de la salvación), mientras que las
marginales y reactivas se vuelven a atiborrar, o siguén atiborrándo
se, de dulces trascendentes.
Pero si la nuda factícidad descubierta pudiera ya adoptar, en
cuanto tal, el sentido de infierno, a éste se lo encontraría pronto, in
cluso sin exotismo colonial. El rudo héroe de Conrad en el Congo
siguió siendo europeo hasta en su agonía, dado que no era capaz de
pensar la nuda factícidad de lo existente en su totalidad sin sentirla
como el horror: se trata de un último héroe de la búsqueda de sen
tido, de un teólogo extraviado. Como si fuera por última vez, tribu
ta homenaje al genio metafísico de Europa, en tanto se convierte en
el exterior en un demonio que rechaza el infierno.
Apenas dos generaciones después, los autores del existencialis-
mo, con tono frío, asentarán la equivalencia de ser-en-el-mundo y
ser-en-el-infiemo como trasfondo de sus enseñanzas sobre la exis
tencia comprometida. Para ellos la meditación sobre el nudo he
cho del mundo se convierte en la llave maestra de un primer pen
sar, todavía inseguro e histerizado, sobre el exterior. Ciertamente,
antes de su opción pensamental, la máquina de la factícidad ya ha
bía girado algunas tums más, las guerras mundiales habían genera
lizado tanto el gris (Grau) como el horror (Granen). Que el ser hu
mano no está pensado por el todo fue una lección que pudo
aprender cualquier europeo en el engranaje del propio mecanis
mo civilizatorio. Los pensadores y narradores del viejo continente
ya no necesitaban colonias para llevar adelante sus sondeos en el
corazón de las tinieblas.
En la pieza teatral de Sartre de 1944, A puerta cerrada, la infemo-
logía contemporánea se había instalado en el sofocante salón estilo
second empire de un hotel cualquiera de provincia. Que el corazón falto de corazón de la factícidad no tenía que buscarse en escena rios exóticos, sino que penetraba todas las existencias locales en su determinación y finitud rebelde, era algo tan evidente ahora como el hecho de que el pensar en general y el pensar del exterior habían de convertirse en la misma cosa. Que el exterior es lo más próximo, más íntimo, lo propio y que todo interior sólo representa una con formación o pliegue del exterior: una de las vías fundamentales de
577
fn circuito impii ambulabunt, Salmos 12, 8.
la filosofía postexistencialista y posfenomenológica puede enten
derse como ejecución de este programa. Conduce el pensamiento
del exterior a su segunda ola, cuya tonalidad ha establecido Michel
Foucault278.
La estructura y el azar, la máquina y el acontecimiento, el hard
warey el código: estos motivos directrices se unen en el pensamien
to contemporáneo para enseñar a los seres humanos su posición
extática al borde de algo que los posibilita y se les escapa. Sólo los
jamás-equivocados y los no-expuestos-a-ningún-peligro siguen pro
tegiendo el secreto, aparentemente menospreciable, de cómo se in
muniza uno contra las devastaciones debidas a la nuda facticidad.
Conservan en tiempos de penuria el sentido de la necesidad de con
formación positiva de esferas en medio de la depresión y exteriori-
zación universal. Demasiado indolentes para la desesperanza, de
masiado anodinos para la filosofía, son los únicos que representan
578
aún el motivo del filosofar clásico: existir en un espacio autoprotec-
tor, con un pequeño excedente de participación en cosas que que
dan un tanto fuera de la privacidad nuclear. Quedan, hasta nuevo
aviso, los pequeñoburgueses de buena voluntad, que resultan útiles
tanto para la filosofía como para la vida profana, como retardado
res del fin.
579
Capítulo 7
Cómo a través del medio puro
el centro de las esferas actúa en la lejanía
Para una metafísica de la telecomunicación
Quien es enviado a la ciudad con una carta no tiene que ver con su con
tenido, sino sólo con su entrega; igual que el embajador enviado a una cor
te extranjera no es responsable del contenido de la misiva, sino sólo de su
despacho; exactamente igual un apóstol ha de ser ante todo, única y exclu
sivamente, fiel a su misión, que consiste en cumplir el encargo [. . . ].
No he de escuchar a san Pablo porque sea ingenioso o incomparablemen
te ingenioso, sino que he de inclinarme ante san Pablo porque tiene poder de
legado divino [. . . ], es propio del apóstol que tenga poder delegado por Dios
para dar órdenes tanto a la masa como al público.
S0ren Kierkegaard, Sobre la diferencia entre un genio y un apóstol279
Es soberano quien puede hacerse representar como si él estu
viera presente en su representante. Por eso las grandes esferas en
globantes -se conciban como imperios políticos o como espacios de
irradiación de la verdad según el modelo de ekklesia o academia- ne
cesitan desarrollar la posibilidad de representación. Representación
es el caso crítico y el caso normal de telecomunicación del poder.
Desde el punto de vista típicamente ideal, en la representación se
trata siempre de la subrogación del centro de poder en un punto
distante, como si el centro de las esferas poseyera la capacidad de
comunicarse a través de representantes o emisarios con cada punto
de su perímetro como en presencia real. En ese «comoen presencia
real» se expresa el privilegio del centro soberano de permanecercabe
sí280y, sin embargo, hacerse valer en tomo, en un lugar alejado so
bre uno de sus radios. Así pues, la posibilidad de representación de
pende completamente de ese «como». Que la representación tenga
lugar es algo que se decide ante la pregunta de si y cómo en el re
581
presentante se produce la presencia del principio soberano: y ha de
ser mediata e inmediatamente a la vez. Soberanía es inseparable de
su efecto a distancia.
Cuando se habla de presencia real en este tono y desde esta pers
pectiva se piensa en una doble relación. En principio, real por na
turaleza es una presencia sólo si el centro o la fuente de poder está
presente inmediatamente él mismo en el lugar de su acción. Cuan
do los reyes se instalan en las ciudades -una escena originaria de la
representación del poder antes de las residencias fijas- dan ocasión
a los pueblos de comprobar, con la boca abierta o con los puños ce
rrados, la presencia del poder, quizá incluso la cercanía de la salva
ción. Del faraón de los primeros tiempos se dice que tenía que apa
recer físicamente cada dos años en cada una de las 42 secciones del
Nilo, cada una de las cuales ocultaba un miembro del Osiris despe
dazado281. En su barco, acompañado por los grandes del imperio y
las divinidades de Horus, realizaba la procesión como epifanía ante
el pueblo. La procesión es el arquetipo del poder en viaje; en pro
cesiones no sólo se mueven los monarcas mismos, también sus imá
genes representativas son conducidas de modo festivo semejante.
Los romanos del tiempo del imperio, los indios y los católicos apor
taron el mayor fasto a tales procesiones de imágenes. Todavía en
1764, de niño, Goethe experimentó en Frankfurt in praesentia el bri
llo -aunque sus reflejos fueran irónicos- de una coronación real282.
Cuando el vencedor del ejército prusiano, Napoleón Bonaparte, en
el otoño de 1806se detuvo en las cercanías deJena, Hegel pudo con
ceptuar aquella presencia hablando del alma del mundo que se ha
bía dejado ver a caballo.
Pero, dado que a la esencia del centro dominante pertenece la
capacidad de actuar a distancia, como si él mismo estuviera allí, la fi
guración o la imagen del poderoso in absentia es la piedra de toque
de su presencia real. Creando signos mayestáticos de sí mismo, el
poder envía representaciones que están presentes en su lugar allí
donde él no está, sin que de ello se siga ninguna pérdida de solem
nidad. Precisamente donde no está es donde tiene que poder estar
como si estuviera plenamente allP83. Kierkegaard caracterizó esta re
lación con el concepto de plenipotencia, una expresión que bajo
582
Praesentia nocet, emblema del siglo XVII.
Cuerpos resplandecientes no han de acercarse
demasiado unos a otros.
una formajurídica articula un estado de cosas ontológico, o más bien uno ontosemiológico (porque nunca se trata sólo del puro ser -sea eso lo que sea-, sino siempre, también, de una alianza del ser con sus signos preferidos). La fórmula de la ontosemiología positiva di ce que cuando el ser es el remitente sigue estando presente en las misivas del representante. (Viceversa vale para la negativa: si no hay un remitente pleno no hay una presencia plena en el representante. )
Para la cultura cristiana el paradigma de un encuentro positivo entre ser y signo se encuentra en el ritual eucarístico, católicamen te interpretado: efectivamente, en ese ceremonial se considera in mediatamente real la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo ba
jo las formas del pan y el vino284. También para el concepto de icono verdadero o auténtico resulta constitutiva la relación privilegiada entre signo y ser presente. Ese modelo concierne, en general, a las comunicaciones oficiales de los reyes y a las manifestaciones de los dioses en forma de oráculos codificados, y, en gradación conve niente, también a los «guiños» del ser, de cuya legibilidad estaba convencido Martin Heidegger todavía en nuestro siglo. Finalmente, la religión moderna del arte enseña que en las obras del genio se manifiesta la plenitud del poder creador del mundo. Si, por regla general, los signos normales sólo designan algo ausente y es por ello, justamente, por lo que pueden representarlo, los signos emi nentes, de plenos poderes delegados, realmente representativos -digamos en adelante: los signos del ser- poseen no sólo el privile gio de representar el centro de poder irt absentia, sino también el de testimoniar e irradiar su presencia. Los signos del ser participan en el ser mismo; tienen, a su vez, el poder del ser en tanto representan y hacen presente a la vez el poder que les ha enviado.
Sólo gracias a esa participación real del signo pleno y del men sajero plenipotenciario, el centro de poder se revela, en el rebosan te depósito del ser-remitente, con capacidad de expansión y trans- portabilidad: sí, sólo por emisión de mensajeros y signos puede llegar a conseguir una conformación efectiva de espacio en unida des de gran formato. Cuando ser y signo constituyen una cantidad común, de lo que se trata es del poder del todo de estar ahí\ impo nente, en signos. Signos del ser son signos del poder, no sólo por-
584
Procesión de iconos en Athos,
Procesión faraónica con estandartes placentarios.
que mentan lo que representan, sino porque son lo que represen
tan; A real siga must not mean but be. Pero ¿cómo puede algo, que re
presenta, ser a la vez lo representado? ¿Es posible siquiera la pre
sencia de lo designado en el signo mismo?
El ejemplo de la misión apostólica en los primeros tiempos del
cristianismo permite reconocer cómo a esas preguntas, en un caso
de gran trascendencia, se les dio una respuesta incondicionalmente
afirmativa, aunque radicalmente problemática. Podría llegarse in
cluso a ver en el apóstol san Pablo, por cómo da relieve y resalta el
sentido, de un modo efectivo hasta hoy, el descubridor clásico del
principio de presencia real Por eso, la discusión sobre la posibilidad
de presencia real en obras de arte o escritos sagrados es, de acuer
do con su estructura profunda, una disputa en tomo a san Pablo.
El verdadero emisario sólo puede representar de modo patente
al señor soberano si, como portador de signos, participa a la vez de
la substancia del señor y la manifiesta en presencia real; exacta-
586
Imágenes de Lenin en el desfile
del 1de mayo en la Plaza Roja de Moscú, 1985.
mente en ese sentido Kierkegaard hace que el apóstol san Pablo di ga en un diálogo interior, fingido, con un escéptico:
Tienes que pensar que lo que digo me ha sido confiado por una reve
lación, de modo que el hablante es aquí Dios mismo o el SeñorJesucristo285.
La expresión «revelación» designa, pues, un estado de cosas que supone la referencia fundamental de todas las telecomunicaciones metafísicas: al confiarse el centro, lejano y discreto a la vez, de modo especial a su mensajero elegido, le habilita como mandatario suyo. En tanto tiene plenos poderes delegados, este representante ha de poder enlazar con los destinatarios de la misiva y hacerlos responsa bles de sus reacciones frente a ella, como si el centro divino estuvie ra presente aquí inmediatamente. Escuchar al mensajero ha de sig nificar lo mismo que escuchar al propio señor, y rechazar al mensajero ha de ser tan significativo como la decisión de rechazar al señor.
Así pues, en una primera lectura, la plenipotencia paulina sólo puede realizarse gracias a la carga de incondicionalidad que al men sajero le aporta su misiva; su praxis no consistirá en adelante sino en la transmisión clara y precisa de ésta a los destinatarios. Produce en el médium un estado que, antes de todo trabsyo o esfuerzo mediador, se manifiesta como presencia real del señor en el mensajero elegi do. Sólo gracias a esa supuesta presencia en él del remitente puede transmitir el mensajero el menssye, olvidándose de sí mismo y sin desfigurarlo, como si él fuera completamente diáfano y como si sus propios aditamentos o limitaciones no fueran traba alguna para el paso o curso de la misiva. Por tanto, de acuerdo con el modelo ide alizado, sólo cuando el mensajero es un médium claro puede la mi siva ir a través de él sin que haya por qué suponer, de su parte, un complemento esencial de sentido o una coautoría incluso; en cier to modo, el embajador ha de convertirse en un neutrum, como si fuera un mero canal; desde siempre la construcción de canales fue cosa de señores, y la limpieza de canales, la primera obligación de un sirviente (comenzando por la autolimpieza). En este contexto resulta imprescindible recordar la sumisión de María, paradigmáti-
588
Johann von Kalkar, Efusión
delEspíritu Santo, iglesia de San Nicolás
de Kalkar, siglo xvi, detalle.
ca para la idea católica de obediencia y mediación: el vientre de Ma
ría, se dice en los documentos correspondientes, fue un mero canal
por el que pasó el Dios-Hombre «como agua a través de un tubo»:
tanquam aqua per tubam.
La medialidad del medio no es diferenciable, pues, del altruismo
u olvido de sí que se le presume: que Moisés tenga una lengua pesa
da o que san Pablo componga la prosa más ingeniosa, ambas cosas
son igualmente insignificantes para la utilización de esas figuras en
la telecomunicación de Dios. Pues aunque Moisés fuera aún más tor
pe de lo que era en realidad, habría tenido igual que bzyar del mon
te la Ley en las dos tablas, escritas (incluso en la segunda redacción
traselaccesodeiradeMoisés)porelauténdcodedodeDios;ysisan
Pablo hubiera sido más elocuente de lo que era realmente, y pudie
ra rivalizar como pensador con Platón y como poeta con Shakespea
re, sus ingeniosos y poéticos complementos al Evangelio no habrían
tenido relevancia alguna para el cumplimiento de su mandato, pues,
aun como gran autor, no tendría más que decir que Cristo es el Hi
589
jo de Dios y que el camino de la salvación conduce a través de él.
Mientras se limite a llevar la misiva a sus destinatarios y a legiti
marse apelando a su encargo, el apóstol ejemplar no puede acre
centar la substancia de su mandato con ingredientes de sus talentos
personales ni oscurecerla por limitaciones idiosincrásicas. Pero el
hecho de que transmita la misiva y de que ésta llegue por mediación
suya a oídos de un círculo de escuchantes: ése es el acto creador de
historia por antonomasia, porque, considerado inmanentemente,
es él el que desencadena en los receptores el momento crítico de la
decisión religiosa.
Si se mira más de cerca, el puro ser-médium del apóstol no es en
absoluto, pues, un mero asunto de cartero o de enviado, como quie
ren hacer creer los ejemplos kierkegaardianos. Pues cuando el car
tero lleva a la ciudad un escrito o cuando el enviado a una corte
extranjera cumple una misión, es verdad que actúan con un poder
delegado específico, pero su mandato puede remitirse a un remi
tente realmente existente, localizable y, por hablar filosóficamente,
finito, que, por lo que a él respecta, tiene la plena libertad de revo
car su orden; en circunstancias especiales tal remitente podría tam
bién tomar la decisión de satisfacer su interés en realizar él mismo,
en persona, un acto comunicativo determinado. En caso de necesi
dad, el remitente puede explicar él mismo su misiva postal al recep
tor, reconvirtiendo en oral el asunto escrito286. Un rey real sería libre
de aparecer en persona en una corte extranjera y, en confrontación
directa de majestad a majestad, hacer superfluo al intermediario.
El mandato del apóstol, por el contrario, no puede revisarse por
una vuelta a lo inmediato; el cielo -si lo hizo alguna vez antes- ya no
remite envíos personales tras la ascensión a él del menszyero; la vi
sita estatal del superior al inferior ha devenido histórica y quedará
ya como algo irrepetible para todos los tiempos. (Algo análogo vale
del vacío profetológico a través del cual, directamente al dictado, se
manifestó Alá, o más bien su portavoz Gabriel, a un escribiente hu
mano, un analfabeto de nombre Mahoma, y que se cerró para
siempre tras este suceso inolvidable287. )
En otras palabras, en el caso del apostolado se trata de un asun
to trascendente de mensajería, que nunca puede solventarse del to-
590
Ilustración de las Theosophische Wercke,
Amsterdam 1682, de Jacob Bóhme.
do en analogías con telecomunicaciones inmanentes. Dado que la
misiva, enviada de más allá, recibida aquí, es singular y paradójica,
el mensajero también se coloca en una situación paradójica singu
lar. El mensajero apostólico se convierte para las comunicaciones de
Dios en un agens insustituible, porque el Dios remitente, si ese men
sajero sufriera un accidente, no podría ya presentarse en el mundo
en propia presencia real para concluir su asunto. Esto se aplica ya al
único mediador por naturaleza, el Dios-Hombre mismo, pero tam
bién a su primera selección apostólica, de Pedro y Pablo sobre todo.
El encuentro en la cumbre entre el más allá y el más acá se desa
rrolla ahora y para siempre al nivel de representantes. Post Christum
resurrectum el remitente se puso en manos totalmente del proceso
evangélico y desde su retirada de la carne se convirtió plenamente
en ser noticiable (predicación), plenamente en sociedad mediática
(iglesia), plenamente en procesamiento informativo (teología). Por
ello, las dos magnitudes subordinadas a la predicación, iglesia y teo
logía, dependen completamente de la plenipotencia apostólica y,
por circunstancias comprensibles, no pueden estar fundadas más
sólidamente que ésta.
Pero ¿se puede fundamentar siquiera suficientemente una dele
gación de poderes como la apostólica, en el sentido, al menos, en
que el juego conceptual de «fundamentar» se entiende normal
mente? Por lo que respecta a la certificación de la plenipotencia, és
ta, según su estructura interna, sólo puede sostenerse autofundante
o circularmente, e incluso su impresionante éxito histórico, como
documento justificativo de su verdad, sólo entra en consideración
indicativa, pero no decisivamente. El único criterio que identifica al
apóstol como apóstol es la circunstancia de que él mismo lo dice: de
lo que se sigue que el riesgo de creer al mensajero sigue siendo
siempre incompartible y no aminorable por nada. Considerado des
de el punto de vista de la teoría de la verdad, no es verdad que mi
les de millones de cristianos no pudieran estar equivocados. Aunque
fueran aún más numerosos, muy bien podría tratarse nada más que
de un colectivo que ha organizado con éxito su ilusión o autoenga-
ño; todos juntos podrían haber hecho demasiado caso a un com
plejo de testimonios mal entendidos. Todos ellos no poseen más
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que el testimonio del apóstol, mientras que el apóstol, a su vez, no
puede hacer otra cosa que repetir siempre que dice lo que le ha si
do encargado, y que le ha sido encargado decir eso. En ese círculo
tiene que moverse, y ese círculo es el que le hace fuerte. En un
círculo análogo estaba ya presa la existencia del Mesías mismo -lle
gado según declaración propia-, pues a la pregunta de cómo re
frendar su calidad de mesías nunca podía contestarse otra cosa,
igualmente, que: «El mismo lo dice», o: «Lo soy».
En el caso del apóstol, que se presenta como mandatario, si se
piensa en esa frase concluyente: «El mismo lo dice», uno se topa
con una situación todavía mucho más enredada, ya que el apóstol
no habla en propio nombre, sino que ejecuta el encargo de otro. Lo
que él mismo dice es que es el enviado de uno que a su vez dijo
que era el prometido. No habla por sí mismo, sino pore1otro y, más
bien, desde él. Aquí aparece ahora la diferencia que decide sobre el
estatuto de tales discursos: no es, en definitiva, el apóstol mismo
quien habla, sino otro quien habla, «como en presencia real», a tra
vés de él. Por eso, decir que él habla de otro y por otro no basta pa
ra caracterizar lo peculiar de la posición de habla apostólica. Si só
lo hablara por el remitente no sería más que un transmisor normal
de signos, un porte-parole, como un portavoz de gobierno o un jefe
de prensa de una gran empresa, y sólo se vería en él un agente o una
laringe alquilada. Nunca podría reclamar él mismo plenos poderes
para el asunto de su misiva. Como empleado de una instancia que
compra discursos, no sería un signo del ser, un portador poderha
biente de la verdad ausente-presente, sino sólo el representante de
un poder que, a su vez, sólo representa a otro poder, como un por
tavoz de una multinacional representa a una dirección de empresa,
que representa a un consejo de administración, que representa a los
accionistas, que representan su codicia o su perfecto derecho a una
prima por su inversión.
Por lo tanto: el discurso apostólico sólo puede hacerse valer por
una forma nueva, específicamente cristiana, de médium*smo. El gi
ro mediumnista supone, en suma, que el apóstol, en un cambio on-
tológico de sujeto, intercambia también su propia voz con la voz del
otro. De esto se dio cuenta Kierkegaard cuando hace decir a su san
593
Pablo que «Dios mismo. . . es el hablante». El san Pablo real propor
cionó en un famoso pasaje de su epístola a los gálatas (2, 20) la fór
mula para ese cambio de sujeto: «Y no vivo yo, sino Cristo vive en
mí». En el magníficamente falseado discurso de Jesús a sus apósto
les al enviarlos por el mundo, tal como aparece en el evangelio de
san Mateo, se presenta retrospectivamente esta estructura medium-
nista como una concepción apostólica planificada desde el princi
pio, pues allí pronostica el Mesías, al enviar a los doce, sus apuros
venideros ante tribunales judíos o romanos:
Se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No seréis vosotros los
que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros (Ma
teo 10, 19-20).
En el texto de san Mateo también se remite la fecha de la pro
blemática exhortación al martirio al propio Jesús, remitente-en-
viante, que, sin falsas reservas, parece planificar la estrategia de pu-
blic-relations de una secta de suicidas.
El fundamento de posibilidad de la apostolicidad reside, pues,
claramente en una relación mediumnista, en la que el agente apos
tólico se inserta en la subjetividad del emisor como si fuera su bo
quilla, por formularlo anacrónicamente, su sound-track, su caja de
resonancia. «Y no vivo yo, sino Cristo vive en mí», «el Espíritu de
vuestro Padre es el que habla en vosotros»: la piadosa historia de la
recepción de estas palabras fantasmales ha contribuido lo suyo a re
ducir el carácter excéntrico de estos modelos de discurso a una ex
presión de sumisión, de modo que la pregunta por la compartición
del sujeto no pudo plantearse en serio con respecto a la relación
apóstoles-mesías. Si tenemos razón con nuestro análisis fundamen
tal, según el cual toda historia es historia de relaciones o circuns
tancias de animación, y si relaciones de animación representan
arrangenients del reparto de subjetividad, entonces está fundamenta
do el supuesto de que con ese acuerdo evangélico entre subjetivi
dad mesiánica y apostólica ha quedado de manifiesto un nuevo sta-
tu quo de la animación en las grandes culturas.
Durante toda una era ese nuevo arrangement entre mensajeros
594
-podría decirse: el contrato apostólico- marcó los estándares de
conformaciones intensas de yo en el ámbito cristiano de apostolado.
A la vista de los testimonios presentados es evidente que de lo que
se trata aquí es de una forma monoteísta de mediumnismo. Si al
guien ha escuchado vociferar alguna vez a un predicador america
no de los estados del sur, sabe hasta dónde llega todavía en nuestra
época el desenfreno pneumático. No obstante, la creencia en el
Dios único y en Cristo se había fundado ella misma en confronta
ción polémica con las formas más antiguas de mediumnismo, con el
entusiasmo de los poetas, las prácticas de trance de las religiones ex
táticas arcaicas y las hermenéuticas oraculares del politeísmo. Si los
primeros teólogos cristianos, Justino, Tatiano y Teófilo de Antio-
quía, evocan preferentemente la monarquía de Dios, es sobre todo
porque la ventaja de ser cristiano como mejor se podía explicar pa
ra ellos era en contraposición a la desventaja de los delirios paga
nos. El servicio al Uno se entiende como garantía de la emancipa
ción del alma de su ocupación por demonios locales, dicho más
modernamente: por impulsos parciales subpersonales. Erik Peter-
son ha repetido sin descanso afirmativamente esta concepción des
de la perspectiva del siglo XX: «La doctrina de la monarquía de Dios
es un signo de sensatez de espíritu; la proclama politeísta, al con
trario, la expresión de una “posesión” del alma del poeta. En el en
tusiasmo poético se expresa un pluralismo metafíisico que tiene, en
definitiva, un origen demoníaco»2**.
Resistiéndose a estas vigorosas palabras, la oposición rehúsa ha
blar de sensatez versus posesión cuando se trata de determinar el ca
rácter dinámico del cambio apostólico de sujeto. Pues la apostolici-
dad se presenta a sí misma, en sus enunciados clave, como una forma
de obsesión especialmente atractiva y escogida, cuya peculiaridad
consiste en que la total penetración por el único Señor no puede
ser reflejada (o sólo muy tarde y suplementariamente2*9) precisa
mente como posesión heterónoma y enajenada: se presenta, más
bien, negativamente, como liberación de demonios subalternos; po
sitivamente, como oportunidad de cooperación en el proyecto del
monarca del ser. (Ysólo cuando los carismas se vuelven demasiado
ruidosos y los pneumáticos saltan demasiado indiscretamente al
595
proscenio resulta evidente que en su estructura profunda el mono teísmo es vudú del logos. Sus fieles y sostenes son individuos en tran ce sin trance: es decir, lo que en el humanismo se llaman persona lidades. «El Espíritu de vuestro Padre [to pnéuma tou patrós, Spiritus Patris] es el que habla en vosotros. » Es curioso que hasta hoy a los teólogos les haya chocado tan poco esta frase, y ello se debe a que en la institución más importante de la cultura intelectual de la vieja Europa, la universidad, venció el Homo académicas sobre el Homo apostólicas, también los teólogos son, desde hace mucho tiempo, más teóricos que anunciadores o pregoneros, y los pocos que no lo son llaman incluso la atención desde sus cátedras de dogmática co mo lo que Max Weber llamó «profetas de cátedra». El academicis mo es la instancia más efectiva de contención de las manías, y no en último término en las facultades de teología. Pero la dinámica psi- comonoteísta, la obsesión por el Uno necesario, sigue siendo pode rosa aún después de tales sujeciones y refrenamientos. Incluso la po sesión, el estar poseído, por lo mediano, por el término medio, posesión que funda el individualismo, pertenece inequívocamente a ese orden, puesto que cuando vosotros habláis por vosotros mis mos es el sensus communis el que habla en vosotros. Hasta en las teo rías contemporáneas de la situación ideal de comunicación y de la justicia como faimess intervienen derivaciones del modelo mono teísta de comunicación: sin vudú-minimal posmonoteísta, ninguna comunicación que produzca verdad. )
El Dios del apóstol es, pues, soberano porque se deja represen tar por él como si estuviera presente inmediatamente en él y habla ra a través de él. El apóstol, por su parte, participa de esa soberanía porque él, un elegido y señalado por Dios, ha hipotecado comple tamente la unidad de su existencia a la unidad y unicidad de su emi sor. En el apóstol la soberanía del Señor se convierte en la obsesión del mensajero, pero ésta se presenta con éxito como la forma más elevada posible de identidad desobsesionada del yo y como auto- captación desde el fundamento del ser razonablemente persona.
Resulta natural colocar en paralelo esta coincidencia, funda mental en estructuras de personalidad en el monoteísmo, entre au-
596
toposesión y posesión por otro con la diferencia, debida al derecho romano, entre posesión y propiedad, pues también un individuo que se posee a sí mismo y posee su vida defado puede muy bien ser propiedad de otro: esto lo muestra el antiguo sistema de esclavos, así como la postura cristiana frente al Dios al que no por casualidad se le invoca hasta en tiempos modernos con los títulos litúrgicos de Kyriey Domine. Por eso en el código deJustiniano se puede inculpar al esclavo huido de un delito de autorrobo, furíum sui, es decir: me diante la huida de la esclavitud el mero poseedor de sí mismo que ría elevarse injustamente a la categoría de propietario de sí mismo (lo que, como es sabido, sólo consiguieron los proletarios de la tem prana edad moderna)290. Del mismo modo, los no creyentes pueden considerarse delincuentes que se han robado a Dios, a su creador y propietario. En el código de Justiniano podían comprobar que el producto humano de robo no puede ser posesión de nadie, tampo co del propio ladrón, y siempre puede ser reclamado por el verda dero propietario291. Considerada bajo esta óptica, también la rebe lión de Satán cumple los requisitos fácticos del autorrobo, dado que se hurtó al Dador del ser huyendo y llevando consigo un bien de otro.
Estas circunstancias son las más favorables para la situación del apóstol cristiano, que pertenece a su Dios pero que puede esperar en el más allá ser copropietario de sí mismo: en ese condominio que la tradición llama paraíso. Menos favorable es la situación de servicio militar obligatorio de los mozos en la era del Estado Nacional bur gués, que -como auténtico Leviatán- en caso de guerra hace valer sus derechos como propietario de sus 'idas y puede exigirles morir por la patria, como si se tratara del auténtico dador de vida, que pue de reclamar lo que había prestado; de lo que se puede deducir, a propósito, una persistencia latente de las más toscas relaciones de posesión en el centro de la Modernidad política292.
