que la completa
decadencia
se haya servido del poder de la sa?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
n; se traca ma?
s bien de un himno, un himno filoso?
fico al gozo.
>> Como una chanza estudiantil.
Pero no nos quedemos en parciali- dades.
Mejor vayamos derechos al cielo de los ateos: <<Los cuatro Evangelios en alema?
n con introduccio?
n y notas del Dr.
Heinrich Schmidt.
Frente a la forma corrompida, repetidas veces alterada en que se nos ha transmitido el Evangelio, esta nueva edicio?
n se remonta a las fuentes, por lo que sera?
de un inestimable valor no so?
lo para los homb res verdade ramente religiosos , sino tam bie?
n para aquellos 'anticristos' que persiguen fines sociales.
?
La elec- cio?
n se le hace a uno dificil, pero se puede estar plenamente segu- ra de que ambas e?
lites son tan compatibles como los Sino?
pticos: <<El Evangelio del hombre nuevo (una si?
ntesis de Nietzsche y Cristo)' po r Carl Martin .
Un maravilloso devocionario.
Tod o cuan-
to de la ciencia y e! arte contempora? neos ha entrado en pole? mica con los espi? ritus de! pasado, ha conseguido echar rafees y florecer en este intelecto maduro pese a su juventud. y lo ma? s notable: este hombre 'nuevo', nuevo en todos los respectos, obtiene para si? y para nosotros su to? nico elixir de un antiguo manantial: de aquel mensaje salvador cuyos ma? s puros acentos sonaron en el ser-
mo? n de la montan? a. . . Hasta en la forma hallamos la sencillez y grandeza de aquellas palabras. ? Su rotulo: cultura e? tica. El mila- gro ocurrio? hara? ya cuarenta an? os, }' tambie? n hace veinte, despue? s de que el ingenio alrededor de Nietzsche tuviera razones para decidir cortar su comunicacio? n con el mundo. No sirvio? de nada - al instante todos los eclesia? sticos y todos los exponentes de
aquella cultura e? tica organizada, que ma? s tarde en Nueva York adiestrari? a a las emigrantes que una vez fueron afortunadas para camareras, se hicieron con la herencia dejada por aquel que le horrorizaba que alguien pudiera escucharle como si estuviese can- tando <<para adentro una barcarola>>. Ya entonces la esperanza de arrojar la botella con el mensaje en la pleamar de la su? bita barba. rie era una visio? n optimista: las letras desesperadas quedaron hun- didas en e! barro de! manantial, y una banda de aristo? cratas y otros granujas las transformaron en arti? sticos pero baracas deco- rados. Desde entonces e! progreso de la comunicacio? n ha cobrado nuevos impulsos. Despue? s de todo, ? para que? irritarse contra los espi? ritus libe? rrimos cuando ya no escriben para una imaginaria posteridad, cuya familiaridad supera si cabe a la de los contem- pora? neos, sino so? lo para un Dios muerto?
134
El error de ]uvcnal. - E s difi? cil escribir una sanra No so? lo porque la situacio? n que ma? s pueda prestarse a ella se burla de toda burla. La ironi? a culpa a su objeto presenta? ndolo como algo exis- tente y midie? ndolo sin juicio alguno, ahorra? ndose en cierto modo e! sujeto que lo contempla, por su ser en si? . Lo negativo entra en ella en tanto que confronta lo positivo con la pretensio? n de positividad que hay en e? l. Y se anula a si misma en cuanto in-
cluye te? rminos interpretativos. Por otra parte da por va? lida la idea sobreentendida que originariamente no es sino la resonancia social. So? lo donde se acepta el consenso forzoso entre los indivi- duos es la reflexio? n subjetiva, la ejecucio? n de! acto intelectivo, su- perflua. El que cuenta con la aprobacio? n general no necesita pro- bar nada. Como consecuencia la sa? tira ha mantenido histo? ricamen- te durante siglos, hasta la e? poca de Voltaire, buenas relaciones con los poderosos en los que confiaba. con la autoridad. En la mayori? a de los casos estaba de parte de las capas ma? s viejas amenazadas por las primeras fases de la Ilus tracio? n, que trataban de apuntalar su tradicionalismo con medios ilustrados: su objeto invariable era la decadencia de las costumbres. Por ello, lo que en un tiempo se manejaba como un florete aparecera? ante las nuevas generacio- nes con la forma de una tosca estaca. La ambigua espiritualiznci o? n del feno? meno desea siempre mostrar al sati? rico como un sujeto gracioso y nivelado con el progreso, pero 10 normal es que este?
210
211
? ? ? ? ? ? ? amenazado a cada momento por el progreso, que hasta tal punto se da por supuesto como ideologi? a vigente, que el feno? meno, dege- nerado, es rechazado sin que se le haga la justicia de tratarlo racio- nalmente. La comedia de Aristo? fanes, donde la obscenidad pone en ridi? culo a la lascivia, contaba como laudatio temporis acti mo- dernista con la plebe a la que denigraba. En la era cristiana, con el triunfo de la clase burguesa la funcio? n de la ironi? a se relajo? . En ocasiones se puso del lado de los oprimidos, especialmente donde en verdad ya no estaban. Y desde luego, como cautiva que era de su propia forma, nunca se deshizo totalmente de la heren- cia autoritaria, de la incontestada maliciosidad. So? lo con la deca- dencia burguesa quedo? sublimada mediante la apelacio? n a ideas de humanidad que no permiti? an ninguna reconciliacio? n con lo exis- lente y su conciencia. Mas entre esas ideas estaba lo sobrecnten- dido: ninguna duda sobre la evidencia objetivo-inmediata; ningu- na agudeza de Karl Kraus teni? a vacilaciones sobre quie? n era de. cerne y quie? n un bellaco, sobre lo que era espi? ritu y lo que era estupidez, sobre lo que era escribir y lo que era perio? dico. El po. der de sus frases era deudor de aquel estado del espi? ritu. Como su conciencia instanta? nea de la situacio? n no se deteni? a en ningu? n tipo de interrogantes, no dejaban lugar a ningu? n interrogante. Sin em- bargo, cuanto ma? s enfa? ticamente afirmaba la prosa de Kraus su humanismo como algo invariante, ma? s rasgos restauradores adqui- ri? a. Ella condenaba la corrupcio? n y la decadencia, a literatos y a Iuturisees, sin tener frente a los cclotes de la naturalidad espiri- tual otra ventaja que el conocimiento de su inferioridad. Que al final la intransigencia con Hitler se mostrase indulgente con Schu- schnigg, no es prueba de debilidad en el valiente, sino de la anti- nomia de la sa? tira. Esta necesita de algo donde poder afirmarse, y el que se llamaba a si? mismo el critico? n se pliega a su posit ividad . Hasta la denuncia del Schmock * cont iene, junto a su verdad, jun- to al elemento crit ico, algo del common smse que no puede sufrir que vaya alguien hablando por aM con tanta presuncio? n. La aver. sie? n al que quiere aparentar ma? s de 10que es, fija a e? ste a1factum de su condicio? n. La incorruptibilidad frente al que hace fort una, frente a la pretensio? n vana a la vez que comercialmente destacada del espi? ritu, desenmascara a aquellos que no lograro n iden tificarse con lo que a sus ojos representaba lo ma? s alto. Esto ma? s alto es el poder y el e? xito, y a trave? s de la malograda identificacio? n se revela
? Nombre de uso comu? n para designar al periodista carente de principios. sacado de la comedia de Gustev Freytag Die Journalislen. IN. del T. ]
como mentira. Mas al propio tiempo significa para el [aiseur la materializacio? n de la utopi? a: hasta los falsos brillantes reflejan el imposible suen? o infantil, y, con ellos, tambie? n e? ste es rechazado por su fracaso en el momento de comparecer en el foro del e? xito. Toda sa? tira es ciega para las fuerzas que se liberan con la ruina. De ahi?
que la completa decadencia se haya servido del poder de la sa? tira. El u? ltimo ejemplo lo tenemos en los prebostes del Tercer Reich, un Estado cuya fuerza era puramente braquial, y su burla
de los exiliados y los poli? ticos liberales. La culpa de que la sa? tira sea hoy imposible no la tiene, como quiere el semimenralismo, el relativismo de los valores, la ausencia de normas que obliguen. Lo que sucede es que el consenso mismo, el a priori formal de la iro? ni? a , se ha convertido en un consenso universal en el contenido. Este se- ri? a como tal el u? nico objeto digno de la ironi? a, pero al mismo tiem- po deja a e? sta sin base. El medio de la ironi? a - la diferencia entre ideologi? a y realidad- ha desaparecido, y e? sta se resigna a coon? r- mar la realidad haciendo un simple duplicado de la misma. La ironi? a se expresaba de un modo caracteri? stico: si esto afirma ser asi? , es que lo es; hoy, sin embargo, el mundo, hasta en el caso de la mentira radical, simplemente declara que 10 es, y esta simple
consignacio? n para e? l coincide con el bien. No hay fisura en la roca de lo existente donde el iro? nico pueda agarrarse. El que se des- pen? a escucha la carcajada del malicioso objeto que le ha despojado de su poder. El gesto del <<asi? es>> carente de concepto es el mismo al que el mundo remite a cada una de sus vi? ctimas, y el consenso trascendental impli? cito en la ironi? a se torna ridi? culo frente al con- senso real de aquellos a los que e? sta hubiera atacado. Contra la cruenta seriedad de la sociedad total, que ha incorporado la ins- tand a que se le opone como la inu? til protesta que antan? o la iro- ni? a reprimi? a, so? lo queda la cruenta seriedad de la verdad instalada en el concepto.
135
Quebrantohuesos. -EI dictar no 5610 es ma? s co? modo no so? lo estimula la concentracio? n, sino que tiene adema? s una vemeje ma- terial. El dictado permite al escritor meter baza en el proceso de la produccio? n en la posicio? n de cri? tico. Lo que va diciendo es provisional, no lo compromete, pues se trata de simple materia! para despue? s elabora. rlo; pero tambie? n es cierto que, una vez
212
213
? ? ? ? ? escrito, toma el cara? cter de algo ajeno y en cierta medida ob- jetivo. No tiene por que? temer en absoluto sostener algo que des- pue? s no podra? figurar, pues e? l no tiene que escribirlo: esta jugada la hace por pura responsabilidad. El riesgo de la formulacio? n ad- quiere primero la forma inofensiva del memorial redactado a la ligera, y luego la del trabajo sobre algo que ya esta? ahi? , de modo que no puede darse verdadera cuenta de su temeridad. Frente a la dificultad de cualquier exposicio? n te o? rica, capaz de llevar a la de- sesperacio? n, estas tretas son como una bendicio? n. Son medios te? c- nicos del proceder diale? ctico, que enuncia algo para a continuacio? n retirarlo y, no obstante, dejarlo sentado. Pero el que recibe el dictado se merece toda la gratitud cuando mediante la contradic- cio? n, la ironi? a, los nervios, la impaciencia y la irrespetuosidad produce sobresaltos en el escritor en el momento justo. El escri- biente se atrae todas las iras. Estas salen de las reservas de mala conciencia, con las que, de otro modo, el autor desconfiari? a de su propio producto y le hari? an aferrarse con tanta ma? s tenacidad al texto pretendidamente sagrado. El a? nimo que, desagradecido, se vuelve contra el fastidioso ayudante purifica bienhechoramente la relacio? n con el asunto.
136
Exhihicionista. -Los artistas no subliman nada. Que no satis- facen sus deseos ni tampoco los reprimen, sino que los rransfor- man en productos socialmente deseables - sus creaciones-, es una ilusio? n del psicoana? lisis; adema? s las legi? timas obras de arte son hoy, sin excepcio? n, socialmente indeseables. Los artistas ma? s bien muestran instintos arrolladores, calificadamente neuro? ticos, in-
termitentes y al mismo tiempo en colisio? n con la realidad. Hasta el suen? o burgue? s de convertirse en actor o violinista como una si? ntesis de manojo de nervios y rompecorazones es ma? s convincente que la no menos burguesa economi? a del instinto, por la cual los afortunados de la renuncia se resarcen con las sinfoni? as o las no- velas. Los artistas son ma? s bien la representacio? n del desenfreno histe? ricamente exagerado que sobrepasa todas las angustias imagi- nables; es el narcisismo llevado a los li? mites de la paranoia. Res- pecto a la sublimacio? n tienen sus idiosincrasias. Son irreconcilia- bles con los esteras, indiferentes a los ambientes cultivados y reco-
nocen en el buen gusto la forma inferior de reaccio? n contra la pro- 214
pensron a lo inferior con la misma seguridad que los psi(tlloKCl', que por otra parte Jos ignoran. Los seducen desde las carta! de Mozart a la augsburguesa Basle hasta los juegos de palabras del amargado maestro concertador con expresiones gruesas, necias e indecentes. No tienen cabida en la teori? a freudiana porque a e? sta le falta un concepto suficiente de la expresio? n, pese a toda su pers- picacia sobre la funcio? n de los si? mbolos en el suen? o y la neurosis. Es de sobra evidente que un movimiento impulsivo expresado sin censura tampoco puede llamarse reprimido cuando no le interesa alcanzar una meta que no encuentra. Por otra parte, la distincio? n anali? tica entre satisfaccio? n motora - c real _ y alucinatoria apunta a la diferencia entre satisfaccio? n y expresio? n no deformada. Pero expresio? n no es alucinacio? n. Es apariencia medida por el principio de realidad, del que puede desviarse. Mas lo subjetivo jama? s tra- ta de ocupar ilusoriamentc mediante la apariencia o mediante el sln- toma el lugar de la realidad. La expresio? n niega la realidad al echarle en cata Jo que no es, pero no la desconoce; tiene la visio? n del conflicto, que en el si? ntoma es ciego. La expresio? n tiene de comu? n con la represio? n el que en ella el impulso se halla blo- queado por la realidad. Ese impulso, junro con toda la trama de experiencias en que se inscribe, tiene impedida la comunicacio? n directa con el objeto. Como expresio? n, el impulso se convierte en feno? meno no falsificado de si? mismo, y por ende de la oposicio? n, por imitacio? n sensible. Es tan fuerte que la modificacio? n que su- pone su conversio? n en mera imagen, en precio de la supervivencia, le acontece sin resultar mutilado en su exteriorizacio? n. Sustituye la meta de su propia <<resolucio? n. subjetivo-sensorial por la obje- tiva de su manifestacio? n pole? mica. Esto 10 distingue de la subli. macio? n: toda expresio? n lograda del sujeto, podri? a decirse, es una pequen? a victoria sobre el juego de fuerzas de su propia psicologi? a. El patbos del arte estriba en que, justamente a trave? s de su reti- rada a la imaginacio? n, da a la prepotencia de la realidad lo suyo, pero sin resignarse a la adaptacio? n ni continuar la violencia de lo externo en la deformacio? n de lo interno. Los que llevan a cabo este proceso tienen, sin excepcio? n, que pagarlo caro como indivi- duos, quedar desvalidos detra? s de su propia expresio? n, que huye de su psicologi? a. Mas de ese modo despiertan, no menos que sus prod uctos, la duda sobre la inclusio? n de las obras art i? sticas ent re las producciones culturales ex deii? ni? tione. Ninguna obra arti? stica puede escapar, en la organizacio? n social, a su condicio? n de pro- ducto cultural, pero tampoco existe obra alguna que sea ma? s que arte industrial que no haya hecho a la cultura un gesto de repu-
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? ? ? ? dio - que es lo que la convirtio? en obra de arte.
to de la ciencia y e! arte contempora? neos ha entrado en pole? mica con los espi? ritus de! pasado, ha conseguido echar rafees y florecer en este intelecto maduro pese a su juventud. y lo ma? s notable: este hombre 'nuevo', nuevo en todos los respectos, obtiene para si? y para nosotros su to? nico elixir de un antiguo manantial: de aquel mensaje salvador cuyos ma? s puros acentos sonaron en el ser-
mo? n de la montan? a. . . Hasta en la forma hallamos la sencillez y grandeza de aquellas palabras. ? Su rotulo: cultura e? tica. El mila- gro ocurrio? hara? ya cuarenta an? os, }' tambie? n hace veinte, despue? s de que el ingenio alrededor de Nietzsche tuviera razones para decidir cortar su comunicacio? n con el mundo. No sirvio? de nada - al instante todos los eclesia? sticos y todos los exponentes de
aquella cultura e? tica organizada, que ma? s tarde en Nueva York adiestrari? a a las emigrantes que una vez fueron afortunadas para camareras, se hicieron con la herencia dejada por aquel que le horrorizaba que alguien pudiera escucharle como si estuviese can- tando <<para adentro una barcarola>>. Ya entonces la esperanza de arrojar la botella con el mensaje en la pleamar de la su? bita barba. rie era una visio? n optimista: las letras desesperadas quedaron hun- didas en e! barro de! manantial, y una banda de aristo? cratas y otros granujas las transformaron en arti? sticos pero baracas deco- rados. Desde entonces e! progreso de la comunicacio? n ha cobrado nuevos impulsos. Despue? s de todo, ? para que? irritarse contra los espi? ritus libe? rrimos cuando ya no escriben para una imaginaria posteridad, cuya familiaridad supera si cabe a la de los contem- pora? neos, sino so? lo para un Dios muerto?
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El error de ]uvcnal. - E s difi? cil escribir una sanra No so? lo porque la situacio? n que ma? s pueda prestarse a ella se burla de toda burla. La ironi? a culpa a su objeto presenta? ndolo como algo exis- tente y midie? ndolo sin juicio alguno, ahorra? ndose en cierto modo e! sujeto que lo contempla, por su ser en si? . Lo negativo entra en ella en tanto que confronta lo positivo con la pretensio? n de positividad que hay en e? l. Y se anula a si misma en cuanto in-
cluye te? rminos interpretativos. Por otra parte da por va? lida la idea sobreentendida que originariamente no es sino la resonancia social. So? lo donde se acepta el consenso forzoso entre los indivi- duos es la reflexio? n subjetiva, la ejecucio? n de! acto intelectivo, su- perflua. El que cuenta con la aprobacio? n general no necesita pro- bar nada. Como consecuencia la sa? tira ha mantenido histo? ricamen- te durante siglos, hasta la e? poca de Voltaire, buenas relaciones con los poderosos en los que confiaba. con la autoridad. En la mayori? a de los casos estaba de parte de las capas ma? s viejas amenazadas por las primeras fases de la Ilus tracio? n, que trataban de apuntalar su tradicionalismo con medios ilustrados: su objeto invariable era la decadencia de las costumbres. Por ello, lo que en un tiempo se manejaba como un florete aparecera? ante las nuevas generacio- nes con la forma de una tosca estaca. La ambigua espiritualiznci o? n del feno? meno desea siempre mostrar al sati? rico como un sujeto gracioso y nivelado con el progreso, pero 10 normal es que este?
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? ? ? ? ? ? ? amenazado a cada momento por el progreso, que hasta tal punto se da por supuesto como ideologi? a vigente, que el feno? meno, dege- nerado, es rechazado sin que se le haga la justicia de tratarlo racio- nalmente. La comedia de Aristo? fanes, donde la obscenidad pone en ridi? culo a la lascivia, contaba como laudatio temporis acti mo- dernista con la plebe a la que denigraba. En la era cristiana, con el triunfo de la clase burguesa la funcio? n de la ironi? a se relajo? . En ocasiones se puso del lado de los oprimidos, especialmente donde en verdad ya no estaban. Y desde luego, como cautiva que era de su propia forma, nunca se deshizo totalmente de la heren- cia autoritaria, de la incontestada maliciosidad. So? lo con la deca- dencia burguesa quedo? sublimada mediante la apelacio? n a ideas de humanidad que no permiti? an ninguna reconciliacio? n con lo exis- lente y su conciencia. Mas entre esas ideas estaba lo sobrecnten- dido: ninguna duda sobre la evidencia objetivo-inmediata; ningu- na agudeza de Karl Kraus teni? a vacilaciones sobre quie? n era de. cerne y quie? n un bellaco, sobre lo que era espi? ritu y lo que era estupidez, sobre lo que era escribir y lo que era perio? dico. El po. der de sus frases era deudor de aquel estado del espi? ritu. Como su conciencia instanta? nea de la situacio? n no se deteni? a en ningu? n tipo de interrogantes, no dejaban lugar a ningu? n interrogante. Sin em- bargo, cuanto ma? s enfa? ticamente afirmaba la prosa de Kraus su humanismo como algo invariante, ma? s rasgos restauradores adqui- ri? a. Ella condenaba la corrupcio? n y la decadencia, a literatos y a Iuturisees, sin tener frente a los cclotes de la naturalidad espiri- tual otra ventaja que el conocimiento de su inferioridad. Que al final la intransigencia con Hitler se mostrase indulgente con Schu- schnigg, no es prueba de debilidad en el valiente, sino de la anti- nomia de la sa? tira. Esta necesita de algo donde poder afirmarse, y el que se llamaba a si? mismo el critico? n se pliega a su posit ividad . Hasta la denuncia del Schmock * cont iene, junto a su verdad, jun- to al elemento crit ico, algo del common smse que no puede sufrir que vaya alguien hablando por aM con tanta presuncio? n. La aver. sie? n al que quiere aparentar ma? s de 10que es, fija a e? ste a1factum de su condicio? n. La incorruptibilidad frente al que hace fort una, frente a la pretensio? n vana a la vez que comercialmente destacada del espi? ritu, desenmascara a aquellos que no lograro n iden tificarse con lo que a sus ojos representaba lo ma? s alto. Esto ma? s alto es el poder y el e? xito, y a trave? s de la malograda identificacio? n se revela
? Nombre de uso comu? n para designar al periodista carente de principios. sacado de la comedia de Gustev Freytag Die Journalislen. IN. del T. ]
como mentira. Mas al propio tiempo significa para el [aiseur la materializacio? n de la utopi? a: hasta los falsos brillantes reflejan el imposible suen? o infantil, y, con ellos, tambie? n e? ste es rechazado por su fracaso en el momento de comparecer en el foro del e? xito. Toda sa? tira es ciega para las fuerzas que se liberan con la ruina. De ahi?
que la completa decadencia se haya servido del poder de la sa? tira. El u? ltimo ejemplo lo tenemos en los prebostes del Tercer Reich, un Estado cuya fuerza era puramente braquial, y su burla
de los exiliados y los poli? ticos liberales. La culpa de que la sa? tira sea hoy imposible no la tiene, como quiere el semimenralismo, el relativismo de los valores, la ausencia de normas que obliguen. Lo que sucede es que el consenso mismo, el a priori formal de la iro? ni? a , se ha convertido en un consenso universal en el contenido. Este se- ri? a como tal el u? nico objeto digno de la ironi? a, pero al mismo tiem- po deja a e? sta sin base. El medio de la ironi? a - la diferencia entre ideologi? a y realidad- ha desaparecido, y e? sta se resigna a coon? r- mar la realidad haciendo un simple duplicado de la misma. La ironi? a se expresaba de un modo caracteri? stico: si esto afirma ser asi? , es que lo es; hoy, sin embargo, el mundo, hasta en el caso de la mentira radical, simplemente declara que 10 es, y esta simple
consignacio? n para e? l coincide con el bien. No hay fisura en la roca de lo existente donde el iro? nico pueda agarrarse. El que se des- pen? a escucha la carcajada del malicioso objeto que le ha despojado de su poder. El gesto del <<asi? es>> carente de concepto es el mismo al que el mundo remite a cada una de sus vi? ctimas, y el consenso trascendental impli? cito en la ironi? a se torna ridi? culo frente al con- senso real de aquellos a los que e? sta hubiera atacado. Contra la cruenta seriedad de la sociedad total, que ha incorporado la ins- tand a que se le opone como la inu? til protesta que antan? o la iro- ni? a reprimi? a, so? lo queda la cruenta seriedad de la verdad instalada en el concepto.
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Quebrantohuesos. -EI dictar no 5610 es ma? s co? modo no so? lo estimula la concentracio? n, sino que tiene adema? s una vemeje ma- terial. El dictado permite al escritor meter baza en el proceso de la produccio? n en la posicio? n de cri? tico. Lo que va diciendo es provisional, no lo compromete, pues se trata de simple materia! para despue? s elabora. rlo; pero tambie? n es cierto que, una vez
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? ? ? ? ? escrito, toma el cara? cter de algo ajeno y en cierta medida ob- jetivo. No tiene por que? temer en absoluto sostener algo que des- pue? s no podra? figurar, pues e? l no tiene que escribirlo: esta jugada la hace por pura responsabilidad. El riesgo de la formulacio? n ad- quiere primero la forma inofensiva del memorial redactado a la ligera, y luego la del trabajo sobre algo que ya esta? ahi? , de modo que no puede darse verdadera cuenta de su temeridad. Frente a la dificultad de cualquier exposicio? n te o? rica, capaz de llevar a la de- sesperacio? n, estas tretas son como una bendicio? n. Son medios te? c- nicos del proceder diale? ctico, que enuncia algo para a continuacio? n retirarlo y, no obstante, dejarlo sentado. Pero el que recibe el dictado se merece toda la gratitud cuando mediante la contradic- cio? n, la ironi? a, los nervios, la impaciencia y la irrespetuosidad produce sobresaltos en el escritor en el momento justo. El escri- biente se atrae todas las iras. Estas salen de las reservas de mala conciencia, con las que, de otro modo, el autor desconfiari? a de su propio producto y le hari? an aferrarse con tanta ma? s tenacidad al texto pretendidamente sagrado. El a? nimo que, desagradecido, se vuelve contra el fastidioso ayudante purifica bienhechoramente la relacio? n con el asunto.
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Exhihicionista. -Los artistas no subliman nada. Que no satis- facen sus deseos ni tampoco los reprimen, sino que los rransfor- man en productos socialmente deseables - sus creaciones-, es una ilusio? n del psicoana? lisis; adema? s las legi? timas obras de arte son hoy, sin excepcio? n, socialmente indeseables. Los artistas ma? s bien muestran instintos arrolladores, calificadamente neuro? ticos, in-
termitentes y al mismo tiempo en colisio? n con la realidad. Hasta el suen? o burgue? s de convertirse en actor o violinista como una si? ntesis de manojo de nervios y rompecorazones es ma? s convincente que la no menos burguesa economi? a del instinto, por la cual los afortunados de la renuncia se resarcen con las sinfoni? as o las no- velas. Los artistas son ma? s bien la representacio? n del desenfreno histe? ricamente exagerado que sobrepasa todas las angustias imagi- nables; es el narcisismo llevado a los li? mites de la paranoia. Res- pecto a la sublimacio? n tienen sus idiosincrasias. Son irreconcilia- bles con los esteras, indiferentes a los ambientes cultivados y reco-
nocen en el buen gusto la forma inferior de reaccio? n contra la pro- 214
pensron a lo inferior con la misma seguridad que los psi(tlloKCl', que por otra parte Jos ignoran. Los seducen desde las carta! de Mozart a la augsburguesa Basle hasta los juegos de palabras del amargado maestro concertador con expresiones gruesas, necias e indecentes. No tienen cabida en la teori? a freudiana porque a e? sta le falta un concepto suficiente de la expresio? n, pese a toda su pers- picacia sobre la funcio? n de los si? mbolos en el suen? o y la neurosis. Es de sobra evidente que un movimiento impulsivo expresado sin censura tampoco puede llamarse reprimido cuando no le interesa alcanzar una meta que no encuentra. Por otra parte, la distincio? n anali? tica entre satisfaccio? n motora - c real _ y alucinatoria apunta a la diferencia entre satisfaccio? n y expresio? n no deformada. Pero expresio? n no es alucinacio? n. Es apariencia medida por el principio de realidad, del que puede desviarse. Mas lo subjetivo jama? s tra- ta de ocupar ilusoriamentc mediante la apariencia o mediante el sln- toma el lugar de la realidad. La expresio? n niega la realidad al echarle en cata Jo que no es, pero no la desconoce; tiene la visio? n del conflicto, que en el si? ntoma es ciego. La expresio? n tiene de comu? n con la represio? n el que en ella el impulso se halla blo- queado por la realidad. Ese impulso, junro con toda la trama de experiencias en que se inscribe, tiene impedida la comunicacio? n directa con el objeto. Como expresio? n, el impulso se convierte en feno? meno no falsificado de si? mismo, y por ende de la oposicio? n, por imitacio? n sensible. Es tan fuerte que la modificacio? n que su- pone su conversio? n en mera imagen, en precio de la supervivencia, le acontece sin resultar mutilado en su exteriorizacio? n. Sustituye la meta de su propia <<resolucio? n. subjetivo-sensorial por la obje- tiva de su manifestacio? n pole? mica. Esto 10 distingue de la subli. macio? n: toda expresio? n lograda del sujeto, podri? a decirse, es una pequen? a victoria sobre el juego de fuerzas de su propia psicologi? a. El patbos del arte estriba en que, justamente a trave? s de su reti- rada a la imaginacio? n, da a la prepotencia de la realidad lo suyo, pero sin resignarse a la adaptacio? n ni continuar la violencia de lo externo en la deformacio? n de lo interno. Los que llevan a cabo este proceso tienen, sin excepcio? n, que pagarlo caro como indivi- duos, quedar desvalidos detra? s de su propia expresio? n, que huye de su psicologi? a. Mas de ese modo despiertan, no menos que sus prod uctos, la duda sobre la inclusio? n de las obras art i? sticas ent re las producciones culturales ex deii? ni? tione. Ninguna obra arti? stica puede escapar, en la organizacio? n social, a su condicio? n de pro- ducto cultural, pero tampoco existe obra alguna que sea ma? s que arte industrial que no haya hecho a la cultura un gesto de repu-
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? ? ? ? dio - que es lo que la convirtio? en obra de arte.
