Conocíalo bien la artificiosa
Y astuta renegada, y contemplando
Llegada la ocasión, que codiciosa
Preparó en muchos años con constante
Mañoso afán y con prudencia mucha,
La máscara arrojó de su semblante
Y cara á cara se aprestó á la lucha.
Y astuta renegada, y contemplando
Llegada la ocasión, que codiciosa
Preparó en muchos años con constante
Mañoso afán y con prudencia mucha,
La máscara arrojó de su semblante
Y cara á cara se aprestó á la lucha.
Jose Zorrilla
Reinaba allí Muley Hasán: guerrero
Más que rey y político, su mano
Nunca el cetro empuñó, sino el acero:
No temió nunca, sino odió al cristiano.
Ni nunca treguas respetó altanero,
Ni manchó su decoro soberano
El tributo pagándole rendido
Por su padre Ismaël que fué vencido.
En diez años de próspero reinado,
Al porvenir mirando y al decoro
De su trono, Muley había logrado
Su ejército doblar y su tesoro.
De África con los reyes coligado,
Prevenido á la lid se había el Moro:
Y de víveres y armas hecho apresto,
En pie sus plazas de defensa puesto.
Numerosos sacó de Berbería
Escuadrones de tropas auxiliares,
Del desierto veloz caballería,
Saeteros de Fez almogavares:
Y un pie de sus fronteras no tenía
Sin avanzados puestos militares,
Ni un cerro de sus reinos á la raya
Sin el ojo sagaz de una atalaya.
Seguro como un águila en su nido
En Granada Muley, por sus fronteros
Guardado, y de sus súbditos temido
Por los decretos de su ley severos,
Reinaba en celebrar entretenido
Con sus enamorados caballeros
Justas, zambras, saraos deslumbradores
En honor de la hurí de sus amores.
Es esta la cautiva seductora
Que Isabel de Solís niña y cristiana
En Martos se llamó, y á quien ahora,
En el serrallo de Muley sultana,
Zoraya llaman, en la lengua mora
_Lucero precursor de la mañana_:
Astro en verdad de amor y de hermosura,
Mas precursor de asolación futura.
Por el ardiente amor de esta cautiva
Olvidado Muley de Aija su esposa,
De su presencia y de su amor la priva:
Y Aija, como oriental, fiera y celosa
Y, como Reina y afrentada, altiva,
Disimula la rabia que la acosa
Alentada no más por la esperanza
De tomar en los dos feroz venganza.
Un hijo tiene, Abú-Abdilá llamado,
Del Rey versátil, y por ella propia
En odio de Muley amamantado;
Mozo gallardo, de su padre copia.
Mas contrario á su padre por el hado
Fatal en que nació, traidor acopia
El odio hacia Muley que Aija respira,
Y el que su estrella personal le inspira.
Guárdale la sultana con desvelo
Y témele el Monarca por instinto:
Ódiale la Zoraya, con recelo
De que á sus hijos dañe cuando, extinto,
Del amor de Muley la prive el Cielo:
Y Abú-Abdilá entretanto, en el recinto
De Granada parciales allegando,
Sagaz se forma poderoso bando.
Sospéchalo Muley; la favorita,
En el amor del Árabe fiada,
Diestra su odio á su rival excita:
Pero menos contra ambos osa á nada
Cuanto más el Monarca lo medita.
Nace así la carcoma de Granada,
Y Hasán en el peligro se adormece,
Y el tiempo vuela, y el peligro crece.
¡Escrito estaba y del amor fué pena!
Perdió Eva al padre de la raza humana,
Á Hércules Deyanira, á Troya Elena,
Lucrecia al solio y majestad Romana,
Florinda á Don Rodrigo; y la Agarena
Gente perdióse por la vil cristiana
Que, dando impura á Boabdil hermanos,
Dió á sus almas rencor, hierro á sus manos.
¡Escrito estaba! comprendiólo luego
El postrimer Monarca granadino;
Y, según el Korán, el hombre ciego
Torcer no puede su fatal destino.
¡Escrito estaba! lágrimas de fuego
Vertiendo del Padul sobre el camino
Lo dijo Abú-Abdil, hacia Granada
Triste volviendo la postrer mirada.
Y escrito estando é inmutable siendo
El fallo del destino, hacia su ruina
Arrastrado por él iba corriendo
Sordo y ciego Muley, á la divina
É inexcusable voluntad cediendo:
Y, esclavo del amor que le domina,
En mantener no más piensa á Granada
Esclava de su hermosa renegada.
Sólo por eso su grandeza estima,
Su prez en mantener piensa por eso:
Por eso ardor de combatir le anima,
Triunfos soñando su amoroso exceso.
Por eso de su alcázar desde encima
Del muro y agobiado bajo el peso
De su amante ambición, se le veía
Mirar la vega al transponer el día.
Desde el adarve real de su alcazaba
De la Alhambra, Muley con complacencia
Del granadino reino contemplaba
La amenidad y próspera opulencia:
Y al cristiano poder desafiaba
Con desdeñosa y bárbara insolencia.
Al lejos divisando los pajizos
Muros de sus castillos fronterizos.
Sonreía el infiel con arrogancia,
Mirando las montañas guardadoras
De su tierra, y en fértil abundancia
Las tribus de sus pueblos moradoras.
Sonreíase al ver en la distancia
Del África arribar las naves moras,
Sobre un mar que parece en lejanía
Un ceñidor azul de Andalucía.
Embriagábase el Árabe de orgullo
Contemplando la espléndida hermosura
De su vega, y servíale de arrullo
El misterioso són con que murmura
La soledad, y el singular murmullo
Que armoniza doquier el aura pura,
Cuando orea con ala sosegada
La región por los hombres habitada.
Absorto contemplaba el noble Moro
La vega granadí, huerta extendida
De su corte á los pies, rico tesoro
De ocio y placer y manantial de vida:
Y el alma de Muley, en sueños de oro
Con pereza oriental adormecida,
Se gozaba en mirar desde la altura
Por milésima vez tanta hermosura.
En aquel cielo azul y transparente,
Pabellón de cristal sin mancha alguna,
Lucen sobre la tierra eternamente
Sereno el rojo sol, blanca la luna.
Allí Genil su límpida corriente
Vierte con Darro y Monachil á una,
Brotando á sus regueros creadores
En vasta profusión frutos y flores.
Allí el cedro fragante y los almeses
Amados de los pájaros campean
De Jericó á la par con los cipreses;
Las vides de Falerno allí se orean
Entre pajizas y preñadas mieses.
Que magnolias espléndidas sombrean:
Y allí las cañas del Jordán sonoras
Zumban entre las palmas cimbradoras.
Las de la humana ciencia más ignotas
Salutíferas plantas allí quiso
Dios fecundar, y de las más remotas
Tierras los frutos dió á su paraíso:
Los sagrados laureles del Eurotas,
Los poéticos tilos del Pamiso,
De Estambul los ardientes tulipanes,
De Cartago los frescos arrayanes.
Por sus fragantes y purpúreas rosas
Sus rosas la cediera Alejandría:
Por sus morenas hijas voluptuosas
Sus hijas la Circasia la daría:
El zumo de sus vides deliciosas
La campiña de Chipre envidiaría,
Su frescura los bosques de la Ausonia,
Sus árabes pensiles Babilonia.
Tal es la vega de Granada: tales
Las delicias que encierra, y que el monarca
Desde sus ajimeces orientales
Con mirada de halcón ufano abarca.
Tal es su reino entero; y en sus reales
Alientos le parece ofrenda parca
Que llevar á los pies de la que adora,
De Zoraya, lucero de la aurora.
Por eso se extasía contemplando
Sus tierras y su corte defendida
Por las bravas legiones de su mando,
De mil y treinta torres guarnecida:
Y al pensar en la corte de Fernando,
En sus tierras aun no establecida,
«¡Venga á pedir, exclama, si se atreve,
El vil tributo que Muley le debe! »
Y he aquí que, concluyendo en estos días
El plazo de unas treguas especiales
Que acotaban las locas correrías
Lícitas por las treguas generales,
No pasando la empresa de tres días,
No batiendo tambor ni alzando reales,
Presentóse en la vega una mañana
Un escuadrón de gente castellana.
Corto, pero á la lid apercibido,
Componíanle apenas cien jinetes
Que estatuas parecían de bruñido
Sonante acero. El rostro en los almetes
Bajo de las viseras escondido
Traían: sobre malla coseletes
De triples pasadores barrëados,
Los caballos de hierro encubertados.
Mazas de nueve puntas y afiladas
Hachas de desarmar en los arzones:
Puñales de Milán y anchas espadas
De Toledo en la cinta, los lanzones
Al brazo y, en lugar de las rizadas
Plumas, una cruz de oro en los crestones
Y otra al pecho, diciendo en un letrero:
Á SU LUZ VIVO Y Á SU SOMBRA MUERO.
Del cristiano escuadrón á la cabeza
Marchaba un caballero de Santiago
Comendador, templando la fiereza
De un potro negro, que al continuo halago
De su señor responde con nobleza
Cabeceando orgulloso, y al amago
Del acicate esquivo, á cada instante
Quiere escapar con ímpetu pujante.
Era este capitán don Juan de Vera
Del solar de Mendoza: Castellano
De recto juicio y de virtud severa,
Celoso asaz del esplendor cristiano,
Conoce y teme la morisma entera
Su audaz valor y su pesada mano:
Y en el tumulto de la lid confusa,
Quien valiente no es su encuentro excusa.
Con paso grave y continente altivo
Por entre el moro pueblo, que le mira
Con ojo torvo y ademán esquivo,
Llegó Don Juan al torreón de Elvira:
Y vuelto á un renegado que cautivo
Trae, con voz que majestad respira
Y en Español, mirando á su decoro,
Dijo, aunque sabe bien la habla del Moro:
«Di al capitán del puesto, en Africano,
Que de estas puertas al umbral espera
Licencia para hablar al soberano,
En nombre de su Rey, Don Juan de Vera:
Y que para él y su escuadrón cristiano
Pide hospitalidad franca y sincera
Por una noche; pues, su real mensaje
Cumplido, torna á continuar su viaje. »
El renegado en árabe tradujo
Lo dicho al capitán, el cual, montando
Una yegua que Córdoba produjo
Y en sus dehesas pació su césped blando,
Por la árabe ciudad les introdujo
Hasta que, el alto Bib-Leujar pasando,
De sus bosques cruzando el laberinto
Les dejó de la Alhambra en el recinto.
Regia hospitalidad y alojamiento
Cómodo el moro rey, de su alcazaba
En una de las torres al intento
Dispuesta, dióles: muchedumbre esclava
Á sus órdenes puso, cuyo atento
Cuidado pronto á su obediencia estaba:
Y les sirvió en opípara comida
Con caliente manjar fresca bebida.
De ella al fin un kadí, severo anciano
De barba luenga y paternal mirada,
Llegó á Don Juan y díjole: «Cristiano,
La luz de Aláh te alumbre. Tu embajada
Recibirá mañana el soberano.
Huéspedes del monarca de Granada
Sois tú y los tuyos esta noche; mide
Por tu deseo su largueza, y pide. »
«Anciano, replicó Don Juan de Vera,
Da gracias á tu rey por su hospedaje,
Y dile que jamás de otra manera
Á caballeros de mi fe y linaje
Que tratára esperé: que á la primera
Luz del próximo día mi mensaje
Que oiga le ruego: pues la misma tarde
Debo partir. He dicho: Dios te guarde. »
Retiróse Don Juan á su aposento:
Mas no sin ver si su cristiana gente
Tenía cerca de él alojamiento
Á caballeros tales conveniente;
Y, con todo el rigor del campamento
Guardado el torreón militarmente,
Después de haber sus oraciones hecho
Tendióse armado en el morisco lecho.
LIBRO SEGUNDO
LAS SULTANAS
I
EL CAMARÍN DE LINDARAJA
Era una noche azul, pura, serena
Del fructífero Mayo, perfumada
Con el aroma de sus flores, llena
De la armonía mística exhalada
Por las auras y fuentes, que en la amena
Soledad de los bosques y los huertos
Misteriosas susurran, y alumbrada
Por la luna creciente con inciertos,
Trémulos y argentinos resplandores:
Era una noche, en fin, de esas hermosas
Noches de paz, inspiración y amores,
En que derrama Dios sobre Granada,
Africana dormida entre las rosas,
Los rayos de sus ojos creadores
Y el aura de su aliento embalsamada:
La misma noche en que Don Juan de Vera
Huésped del Moro en sus palacios era.
Y era un regio y magnífico aposento
De la oriental Alhambra, donde el oro,
El cobalto y el nácar, en labores
Mágicas trabajadas á lo moro,
Brillaban desde el techo al pavimento,
Á los suaves y tímidos fulgores
Que una aromada lámpara esparcía
Que en una taza de alabastro ardía.
Á un lado de esta cámara ostentosa
Y por bajo de un arco que cubría
Damasquino tapiz, se abría paso
Una estrecha y cruzada galería,
Formada de esta estancia por el muro
Y un balcón, por do entraba misteriosa
De los astros la luz, el aire puro
Y el són del agua que, en raudal escaso,
Vertía Darro por el valle obscuro.
El suelo de esta estancia deliciosa
Era de blanco mármol, á pedazos
Cubierto de alkatifas argelinas
Y cojines de raso azul y rosa:
Sus puertas se cerraban con cortinas
De telas de oro y seda, que con lazos,
Broches y trenzas de ámbar y corales,
Se recogían en profusos pliegues
Al gusto de los pueblos orientales:
Y en el segundo cuerpo de los muros
Se abrían dos moriscos ajimeces
De exquisita labor y árabes, puros,
Elegantes contornos
Y calados y espléndidos adornos.
Tras de sus celosías iba á veces
El Rey ocultamente, de sus serios
Afanes esquivándose un instante,
Á sorprender los íntimos misterios
De las mujeres Moras
De esta cámara real habitadoras;
Gozando así en secreto
Desde aquellas arábigas ventanas
Las voluptuosas danzas, las moriscas
Cántigas y nocturnas diversiones
Á que, con sus esclavas y odaliscas,
Se entregaban alegres las sultanas.
El balcón, que en el fondo
De la estancia se abría
Más allá de la estrecha galería,
Era otra especie de ajimez, labrado
Con el más exquisito y rico adorno
Por arquitectos Moros inventado:
Y un deleitoso camarín fingía,
Cuyas ventanas rodëaba en torno
De cedro una movible celosía.
Era pues el balcón de aquella estancia
Regia y maravillosa
Un mirador calado, que aspiraba
De su ajimez morisco por los huecos,
De los vecinos huertos la fragancia,
La música del agua rumorosa,
Que en la sombra corría,
Y el canto de las aves que albergaba
La arboleda del río, y cuyos ecos
Murmurador el aire allí traía.
Entre este camarín y este aposento,
Con caracteres de oro (en una faja
De púrpura y azul que se tendía
Por bajo el circular cornisamento
Del ajimez) escrito se veía
Un rótulo miniado, que decía:
«MIRADOR DE LA HERMOSA LINDARAJA:»
Y á fe que el mirador es un portento
De la elegante arquitectura Mora
Y un santuario de amor y poesía:
Regalo al fin de un Árabe opulento
Á la mujer feliz que le enamora.
En esta regia cámara moruna,
De aquella hermosa noche en las primeras
Horas, al suave claro de la luna
Y al rumor de las ráfagas ligeras
Que entraban por las árabes ventanas,
Yacía, al parecer sin pena alguna,
Hada gentil de su mansión divina,
La más bella y feliz de las sultanas
Que habitaron la Alhambra granadina.
Los mullidos cojines, apilados
Bajo su cuerpo leve, sostenían
Muellemente sus miembros delicados:
Sus perezosos brazos se tendían
Sobre la pluma sin vigor: caían
Sus rizos de la faz por ambos lados
Sobre sus blancos hombros: ancho, lleno,
Del morisco jubón bajo la seda,
Al aspirar con hálitos pausados,
Se dibujaba su redondo seno
Cual dos montones de apretada nieve
Que en la redonda copa de ancho pino
El aire cuaja lento y manso mueve:
Y á través del calzón, de cuyo lino
Los pliegues mil su cuerpo peregrino
Ceñían, bien bajo el tejido leve
Podíanse admirar, y á pesar de ellos,
De su cintura y muslo alabastrino
La pura tez y los contornos bellos.
Su enano pie calzaban
Chinelas de brocado: sus tobillos
Ajorcas primorosas adornaban
Hechas de gruesas perlas, que horadaban
Por su grueso mayor áureos arillos:
Sus brazos dobles sartas de corales,
Sus orejas riquísimos zarcillos:
Y, á usanza de las Moras principales,
Ostentaba sus uñas nacaradas
Con azul costosísimo miniadas.
Era en verdad bellísima la Mora,
Y merecía bien tanta riqueza,
Y ser de tal estancia moradora,
Y mandar con despótica entereza,
Y obedecida ser como señora.
Una mirada de sus negros ojos
Más que un alcázar para el Rey valía:
Por solo un beso de sus labios rojos
Una ciudad frontera vendería:
Por el más infantil de sus antojos
La cabeza más noble inmolaría:
No tenía su amor precio ni raya
En la alma de Muley. --Es la Zoraya.
Es ella, la sultana favorita
Que á solas en su cámara le espera:
Y aunque parece que feliz dormita
Y que nada la acosa, ni la altera,
Secreto afán su corazón agita
Y sueña. . . ¡Como sueña la pantera
Con la sangre caliente
En que espera aplacar su sed ardiente!
Entoldada la luz de sus pupilas
Con los cerrados párpados conserva,
Sus facciones inmobles y tranquilas:
Grata molicie al parecer la enerva:
Pero su corazón guarda un intento
Harto feroz, cuya afición proterva
Se oculta en su reposo soñoliento
Como un áspid letal bajo la hierba.
Imagen bella, voluptuosa y pura
De las hurís que colocó Mahoma
En su eternal Edén, por su hermosura
Parecía una cándida paloma
En la forma ideal de su figura:
Un cuerpo de mujer en que se encierra
El puro sér de un ángel, á la obscura
Región mortal de nuestra baja tierra
Enviado, á perfumarla con su aroma
Y á derramar en ella su ventura.
Pero la torva luz de su mirada,
La cortina de sombra que en su frente
Tiende su ceño cuando mira airada,
La contracción apenas perceptible
Con que el extremo de su labio ardiente
Arruga su sonrisa,
De la escondida peligrosa hoguera
Que arde en su doble corazón avisa,
Y en la faz de la Mora
Con resplandor siniestro reverbera.
Muley por su belleza seductora
_Luz de la aurora_ la llamó. . . . . y tal era
La luz de este _lucero de la aurora_:
Tal es Zoraya que á Muley espera.
Oyóse al cabo en el jardín vecino,
Bajo el abierto mirador cercano,
El dulce són de un cántico africano
Que una morisca guzla acompañaba:
Són con que la anunciaba de contino
La llegada del Rey atenta esclava.
Estremeció los miembros de la Mora
Movimiento nervioso: mas tan leve,
Que resbalar no hizo
Por su cuello, más blanco que la nieve,
El más ligero descompuesto rizo:
Ni de su blando lecho
Un pliegue solamente descompuso:
Ni con respiración más presurosa
Se hincharon los contornos de su pecho.
Inmóvil, silenciosa,
Cual si no le sintiera ni aguardara,
En su aparente sueño y perezosa
É incentiva postura
Dejó la hermosa que Muley llegara
El veneno á beber de su hermosura.
Envuelto en su alquicel, bajo el plegado
Pabellón de la azul tapicería,
Apareció Muley: tendió callado
Una sagaz mirada escrutadora
Por sobre cuanto en derredor había,
Y dilató su labio desdeñoso
Sonrisa de placer, viendo á la Mora
Que sobre los cojines en reposo
Con abandono tentador yacía.
Llegóse á ella y contempló un instante
La tranquila expresión de sus facciones,
Por milésima vez con ojo amante
Recorriendo voraz las perfecciones
De aquel cuerpo, velado escasamente
Por el leve ropaje transparente
Sobre los apilados almohadones.
Llegóse y admiró bajo la pura
Nívea tez, á través de su blancura,
La red sutil de las azules venas,
Cuyo tejido transparente indica
Que aquella piel purísima y nevada
Encubre el alma ardiente y vivifica
La complexión fogosa, enamorada,
Que á su tez atribuyen las morenas;
Y percibió el aroma con que el baño
Su cuerpo perfumó, de que las Moras
Granadinas usaban todo el año;
Y el rumor escuchó, sensible apenas,
De su respiración igual y suave,
Y sin poder con su amoroso exceso
Sobre su boca de coral, que sabe
Y trasciende al alöe de Corinto,
Depositó Muley un amplio beso
Que crujió de la estancia en el recinto.
Abrió Zoraya los ardientes ojos,
Y al fijar su mirada
Sobre la faz del Árabe, cambiada
De colérica en tierna, con acento
Más grato que el murmullo soñoliento
Que levanta la brisa en la enramada,
Díjole, disipando los enojos
Que acaso al despertar fingió indignada:
«Te esperaba, Señor: aunque dormía,
»Mi corazón velaba, y en mi sueño
»La leve huella de tu pie sentía
»Que á mis amantes brazos te traía,
»Bizarro Amir, de mi existencia dueño. »
«Apenas en los altos alminares
(Contestóla Muley)» la voz sonora
»Del _muezín_ anunció la última hora
»De la oración del día,
»Á favor de las sombras tutelares
»Vengo á ti, manantial del agua pura
»En que templa su sed el alma mía,
»Y heme á tus pies, LUCERO DE LA AURORA,
»Que me alumbras doquier con tu hermosura.
»Llamásteme en secreto,
»Sol de mi corazón, y aquí me tienes
»Á tu absoluta voluntad sujeto.
»Habla; ¿Qué quieres de tu esclavo? ¿Bienes?
»Mi reino es tuyo: véndele. ¿Deseas
»Regocijos y zambras? Mis juglares
»Llama, mis nobles Árabes convoca;
»Y aquéllos con mil juegos malavares,
»Y éstos con toros, cañas y torneos,
»En fiesta interminable, libre y loca,
»Sacien en Bib-arrambla tus deseos.
»¿Ó tal vez algún vil desventurado
»Tu enojo excita? Nómbrale, y aunque haya
»Mi amigo sido ó su niñez pasado
»Junto á mí, y yo partido mi grandeza
»Con él, te juro por tu amor, Zoraya,
»Que te enviaré mañana su cabeza. »
Decía así Muley, en la locura
De la pasión que el alma le devora,
Y sonreía oyéndole la Mora
De la pasión del Árabe segura.
Sus dedos de marfil entre la cana
Barba de Hasán con infantil cariño
Pasó y con complacencia la Sultana,
Dejándola aromada con su mano:
Y con caricia tal, propia de un niño,
Trajo á sus pies sobre el cojín liviano
Trémulo de placer al Africano.
Zoraya entonces, su gentil cabeza
En el hombro del Moro reclinando,
Y el fuerte talismán de su belleza
Contra el alma del Árabe empleando,
Así le empezó á hablar, el suave aliento
De su boca balsámica de intento
Hasta la boca de Muley enviando,
Diálogo tal entre los dos trabando:
ZORAYA
Sabes cuánto te amé. Niña y cautiva
Me crié al lado tuyo entre las flores
De los jardines de tu Alhambra: esquiva
Después á los halagos tentadores
De tus bizarros nobles Granadinos,
Negué mi juventud y mi belleza
Á cuanto no eras tú con entereza. . . . .
¡Sentía ya ligados nuestros sinos!
Hizo en ti de los astros la influencia
Su efecto al cabo: me encontraste hermosa,
Cediste del destino á la sentencia,
Y pagaste mi amor, y fuí dichosa.
La tierra en que nací y el amoroso
Dulce calor del maternal regazo,
El acento del padre cariñoso,
Su castillo feudal que, en el ribazo
De un cerro, se levanta pintoresco
Cercado de alamedas, cuyo arrullo
Salud le daban y armonía y fresco
De despeñadas aguas al murmullo,
Todo lo echó por fin de mi memoria:
Y, del nombre y la fe de mis mayores
Renegando, las puertas de su gloria
Perjura me cerré por tus amores.
MULEY HASÁN
¿Y cuándo lo olvidé, luz de la aurora?
¿No comprendí tu abnegación y entero
Mi corazón te di? Tú eres señora
Dél todavía; lo que quieras quiero.
ZORAYA
Quiero, Señor, decirte lo que acaso
No te deje otro afecto libremente
Comprender y juzgar: porque traspaso
Los límites tal vez de lo prudente
Con tan audaz revelación; empero
Más que el respeto y la prudencia fuerte
Mi cariño por ti, salvarte quiero
Aun á peligro de mi propia muerte.
MULEY HASÁN
¡Salvarme! ¿Y de qué riesgo? Habla.
ZORAYA
Un instante
Oye en calma, Señor. Yo, que las horas
De tu existencia en vela paso amante,
Sé por tu bien lo que imprudente ignoras.
Tienes, Señor, un hijo cuya estrella
Á Granada es fatal, según los sabios
Que su horóscopo hicieron.
MULEY HASÁN
La luz de ella
Pende no más de un soplo de mis labios.
ZORAYA
Y el soplo de tus labios sólo pende
De un acero traidor que en tu garganta
Le corte.
MULEY HASÁN
¿Abú Abdil. . . . ?
ZORAYA
Señor, atiende.
MULEY HASÁN
Prosigue.
ZORAYA
De él y de su madre es tanta
Por reinar la impaciencia, que á estas horas,
Traidores á su rey y de él parciales,
Bajo los techos de las casas moras
Se afilan en silencio mil puñales.
MULEY HASÁN
Sé que Aija. . . . .
ZORAYA
Me detesta.
MULEY HASÁN
¡Ay si te mira
Sólo un momento con semblante torvo!
ZORAYA
¡Y Hay de ti, si la rabia que la inspira
No sofocas, Muley! No será estorbo
Ya ni el filial ni el conyugal cariño
Para intentar el crimen: la serpiente
Da emponzoñados huevos, y el que niño
Para su padre fué desobediente.
Traidor para su rey será mañana.
MULEY HASÁN
Desecha tu temor, Zoraya mía:
Los conozco á los dos: mas será vana
Su obstinada ambición: se les espía.
ZORAYA
¿Pero ignoras. Señor, que está plagada
Tu corte de los suyos?
MULEY HASÁN
Sé sus nombres.
ZORAYA
¿Y sabes que propalan por Granada
Que Dios está por él?
MULEY HASÁN
Pero los hombres
Crédito no les dan.
ZORAYA
Rey, te equivocas:
Aly-Athar el de Loja y la Alpujarra
Toda con él, sus esperanzas locas
Apoyan con la fe y la cimitarra.
MULEY HASÁN
La fe y mis cimitarras á sus breñas
Les volverán.
ZORAYA
Te engañas: los villanos
Reniegan de su fe, según las señas.
Pues pactan contra ti con los cristianos.
MULEY HASÁN
Zoraya, sus delirios ha venido
Á contarte algún loco. Te detestan
Y ambicionan reinar: mas nunca han sido
Del Nazareno amigos.
ZORAYA
Pues se aprestan
Los Nazarenos á su voz. . . . .
MULEY HASÁN
¡Patrañas
Por derviches lunáticos vertidas!
ZORAYA
Empresas ciertas, aunque asaz extrañas:
Peligrosas, Muley, mas emprendidas.
Yo, por ti en vela, presentí el estrago
De este huracán que nubecilla asoma;
Sé que es tu hijo y te dirán que lo hago
Por amor á los míos: pero toma.
Tal diciendo Zoraya, de entre el raso
De los blandos cojines tunecinos,
Prevenidos sin duda para el caso
De antemano, sacó dos pergaminos:
Y con aquella singular sonrisa
En cuya móvil expresión graciosa
Algo tal vez siniestro se divisa,
Á Muley presentóselos la hermosa:
Y al tomarlos Muley: «Mira, le dijo,
»Á través de esta tinta venenosa,
«El alma de la madre y la del hijo. »
Desplególos Muley, aproximándose
Al vaso de alabastro transparente
Donde la luz ardía, demudándose
Su semblante al lëer: con ojo ardiente
La Mora le espió, de su creciente
Cólera apercibiéndose, y su flecha,
Viendo herir en el blanco, dulcemente
En el mullido lecho reclinándose,
Tornó á la antigua calma, indiferente.
Más torvo, más feroz á cada instante
Según adelantaba en su lectura
Se tornaba del Árabe el semblante.
Fulguraban sus ojos: insegura
Plegaba una sonrisa repugnante
Su desdeñoso labio, y la amargura
De la hiel que el escrito rebosaba
En su lívida faz amarilleaba.
«¡Traidores! --dijo al fin, el pergamino
Con los crispados dedos estrujando. --
¡Traidores! En buen hora, en su destino
Con ceguedad estúpida fiando,
Abrirse intenten al poder camino
Y astutos formen revoltoso bando:
¡Pero poner por escalón del trono
Al cristiano! . . . Jamás se lo perdono.
Jamás: jamás. » Y con ahogado acento
Repitiendo «jamás,» como una fiera
Enjaulada, cruzaba el aposento
De uno á otro lado, cual si presa fuera
De vértigo infernal. Sagaz, atento
Y abierto apenas de la Mora el ojo,
Por más que indiferente pareciera,
Seguía con afán su movimiento,
La progresión pesando de su enojo.
De repente Muley frente á la Mora
Paróse, y cual si en ella se aprestara
La cólera á estrellar que en sí atesora
El exaltado corazón, la dijo
Con destemplada voz y cara á cara:
«¿Y por qué medios, tan sagaz, penetras
Los secretos de Aija y de su hijo?
¿Quién te trajo las llaves
Del misterio encerrado en estas letras?
Si esto es una verdad, ¿cómo la sabes? »
--«Señor, dijo Zoraya levantando
La cabeza con calma,
Desecha tu temor, templa tu ira:
Quien vendió á Abú Abdil vendió su alma
Al padre del pecado y la mentira.
Este secreto de tu raza infando
Yace en la tumba ya: libre respira,
Muley: la esclava te veló tu sueño
Y el mensajero vil de esa escritura,
Al descolgarse audaz de tu alcazaba
Por la torre del Agua, sepultura
Á demandar no más bajó á tu esclava.
--¡Á ti, Zoraya! --Á mí; porque yo vivo
Tan sólo para ti,--Mas. . . . . no comprendo. . . . .
--¿De qué me sirve, pues, tanto cautivo
Como me das, Muley? De los traidores
Argos les hice yo: de ellos aprendo:
Y como ellos también, compro traidores;
Me acechan sin cesar, y les acecho:
Tus secretos espían, y yo el suyo
Bajo á buscar al fondo de su pecho.
No tienen mis esclavos otro oficio,
Ni Abú Abdil ni Aija un pensamiento
Oculto para mí: mi sér, mi vida,
Consagrados están á tu servicio.
En esos pergaminos te presento
La desnuda verdad: está cumplida
Mi obligación. Desde hoy nuestra existencia,
Señor, está en tu mano.
Lee y lee sin pasión: juzga y sentencia:
Castiga justo, ó liberal perdona:
Tú eres el soberano:
Mas escoge entre el hijo y la corona.
En cuanto á mí, Señor, yo soy tu esclava;
Que en la balanza igual de tu justicia
No sea yo jamás peso, ni traba.
El noble amor, que abrigo
En mi pecho por ti, no es de cristiano
Cobarde corazón; yo, pues, contigo
Triunfaré ó moriré como sultana
Que tu lecho y tu amor no partió en vano,
Amir: porque mi sangre es castellana,
Pero mi corazón es africano. »
Calló Zoraya y se tornó en el lecho
Á reclinar tranquila:
Y el Rey quedó como de mármol hecho
Contemplándola, inmóvil y derecho,
Dilatada de asombro la pupila.
Jamás la vió ni la creyó dotada
De corazón tan varonil y entero,
Ni sospechó que su alma apasionada
Atesorara amor tan verdadero.
Indolente, pasiva, abandonada,
Henchida la juzgó de amor sincero
Siempre: mas siempre tímida, indecisa,
Y á toda intriga al parecer ajena,
Con el cariño de su Rey pagada
De su dorada esclavitud, precisa
Por los preceptos de la fe agarena.
Hombre Muley de cabellera cana,
Pero de joven corazón y aliento
Heroico y viril, halló contento
Un alma varonil en la sultana.
Absorto de ello en el primer momento
En crëer vaciló lo que veía:
Bajó á su corazón su pensamiento
Y ahogó su voluntad con la alegría:
Y cuanto más dudaba,
Tanto más en la duda se engreía:
Y cuanto más crecía
La inacción que su sér paralizaba,
El fuego del amor que le hechizaba
Más violento en su pecho se encendía.
Conocíalo bien la artificiosa
Y astuta renegada, y contemplando
Llegada la ocasión, que codiciosa
Preparó en muchos años con constante
Mañoso afán y con prudencia mucha,
La máscara arrojó de su semblante
Y cara á cara se aprestó á la lucha.
Ya era Muley su esclavo: sus antojos
Leyes eran para él: sólo tenía
Para adorarla corazón, y ojos
Sólo para mirar lo que veía
Por sus ojos Zoraya. Era ya tarde
Para que su razón iluminara
Su avasallado corazón: yacía
Ciego esclavo á los pies de su señora:
Y el Monarca despótico, el guerrero
Indomable, el león de las arenas
Abrasadas de Zahara,
Esclavo de la esclava á quien adora,
Era no más que tímido cordero
Amarrado de amor con las cadenas.
Pero ¡así estaba escrito, y aun lo llora
La gente del desierto que en sus venas
La sangre guarda de la raza Mora!
Por eso fascinado, enloquecido
Por su pasión, Muley veía sólo
De la Mora el amor apetecido
Tanto por él, pero jamás el dolo,
Mas nunca la ambición de soberana:
Y por eso rendido
Á tal fascinación, con ambas manos
Tomó los pies enanos
De la Mora gentil, y enardecido
Por su insana pasión, puso sobre ellos
Muchas veces sus labios soberanos.
«Sí (exclamó): tú lo has dicho, que conmigo
Vencerás ó caerás como sultana:
Y has dicho la verdad; tú soberana
Conmigo reinarás: yo te lo digo. »
Volvió la renegada la cabeza
Hacia el Rey otra vez con la sonrisa
De un ángel (y la aureola de belleza
De una visión que en sueños se divisa
Circundaba su faz), y en el sonoro
Idioma de los Árabes le dijo:
«Amir, tú eres mi dueño y yo te adoro.
Te dije la verdad: mas es tu hijo. »
Agolpóse la sangre á la mejilla
Del Rey á estas palabras, y con rabia
Concentrada exclamó: «No es hijo mío
Quien favor contra mí pide á Castilla.
De la palma jamás la dulce savia
Fecundó la mortífera cicuta:
No es hijo mío quien mi fe mancilla,
Y yo, sin vacilar, contra el impío
Alzaré de las leyes la cuchilla.
--Piénsalo, Amir. --Mi ley es absoluta.
--Muley, en su favor habló el destino.
--Yo haré mentir la predicción aciaga,
Y su estrella fatal, que nos amaga,
Apagaré en mitad de su camino. »
Reverberaban de Muley los ojos
Y chispeaban los ojos de la Mora
Con vívidos destellos:
Éstos de la ambición devoradora
Con el triunfante resplandor, y aquéllos
Con el torvo fulgor de los enojos.
Pasaron todavía unos instantes
De plática en secreto
Uno de otro en los brazos: el objeto
De tal conversación le comprendía
El corazón no más de ambos amantes:
Sólo el susurro de su voz se oía.
Á poco, de los brazos de la Mora
Desprendiéndose el Árabe, embozóse
En su blanco alquicel y hacia el calado
Arco del mirador adelantóse.
Siguióle hasta el umbral la encantadora
Sultana, con un beso regalado
Sellando el labio de Muley, quien presto
Á desaparecer por la excusada
Galería la dijo: «Aláh te guarde,
Lucero de la aurora.
--Él te acompañe, Amir, dijo Zoraya:
Perdona empero al alma enamorada
Si duelo te causó. --La llama que arde
Inextinguible, inmensa
En mi pecho, Zoraya idolatrada,
Al amor que en el tuyo se atesora,
Digna procurará dar recompensa.
--Los destinos, Señor. . . . . --Yo haré que fijos
En tu favor los astros permanezcan:
Yo te lo juro, luz del alma mía,
Tú reinarás y reinarán tus hijos:
Deja que el tiempo corra y ellos crezcan. »
Dijo el Rey y tomó la galería:
Y por verle cruzar el lindo huerto
Adonde oculta la escalera baja
Y la esclava le espera al entreabierto
Postigo, descorrió la celosía
Del dorado balcón de Lindaraja
Zoraya, y saludóle muchas veces,
Mientras en el jardín le distinguía
Desde los arabescos ajimeces.
Y he aquí que mientras ella contemplaba
El jardín, y la espalda al aposento
Para mirar á su Señor tornaba,
Bajo la celosía que se alzaba
De una de las ventanas que en el muro
Lateral de la cámara se abrían,
Sagaz, osado, atento,
Como á la voz secreta de un conjuro
Asomó un rostro pálido un momento:
Un rostro de mujer en que lucían
Dos ojos como rayos en lo obscuro.
Clavaron estos ojos en la Mora,
Vuelta hacia el huerto aún, una mirada
Rencorosa, tenaz, devoradora:
Y las palabras lúgubres dejando
Una á una á salir con voz ahogada,
Cual sin querer la idea formulando
En la palabra apenas pronunciada,
Murmuró la mujer allí asomada:
«¿Tú reinarás y reinarán tus hijos,
»Porque hará que los astros permanezcan
»En tu favor resplandeciendo fijos? . . . . .
»¡Deja que el tiempo corra y ellos crezcan! »
Dijo: y, volviendo el rostro la sultana
Hacia el rico aposento,
Tornó á desaparecer en un momento
El rostro de mujer de la ventana.
II
EL SALÓN DE COMARES
Amanecía apenas: los reflejos
De la rosada luz del sol naciente
Á dorar comenzaban á lo lejos
De la ancha sierra la arbolada frente:
Y empezaba la aurora purpurina
Ostentosa á tender su velo de oro
Prendido en el Oriente,
Sobre la extensa vega granadina,
Ceñidor de verdura,
Morisco chal que envuelve la cintura
De la ciudad en donde reina el Moro.
Comenzaba á sus cárdenos fulgores
La tierra fértil á tomar colores,
Exhalando de sí el aroma suave
De la humedad nocturna, y comenzaba
La flor á abrirse, á gorjear el ave,
Y la brisa del alba revoltosa
Á estremecer del bosque, donde erraba,
La cabellera verde y rumorosa.
Fresca, gentil, risueña,
Á la primera luz de la mañana
Se despertaba la ciudad sultana,
De cien ciudades orgullosa dueña:
La ciudad del amor y de las flores:
La ardiente y hermosísima africana,
Que reclina su frente soberana
Sobre el fresco tapiz de mil colores
Que á sus pies tiende su florida tierra,
Y cuyas orlas por doquier remata
Con caireles de lázuli y de plata,
Ya el mar que en torno de ella se dilata,
Ya la nevada fronteriza sierra.
Asomado á un balcón de la alta torre
Llamada de Comares, cuyo asiento
El Darro besa que á su planta corre
Regando huertas mil en curso lento,
Esperaba el Rey árabe la hora
De recibir al castellano Vera,
Quien no quería que en la Corte Mora
La venidera aurora
Su embajada sin dar le amaneciera.
La gente granadina
Con la nueva alarmada
De aquella ceremonia, aglomerada
Ante Bib-el-Leujar, la matutina
Luz aguardaba con afán, curiosa
De conocer el fin de esta embajada,
Más misteriosa cuanto no esperada.
Mil interpretaciones
Daba á su objeto el vulgo: comentaban
Los viejos y santones
Las causas y políticas razones
Que pudieron mover al Rey cristiano
Á enviar á la ciudad del africano
La enseña militar de sus legiones:
Mas fatigaban el discurso en vano;
Ignoraba hasta el Rey las intenciones
Con que vino á su Corte el castellano.
Este á su vez, y en tanto, prevenido
Para cumplir con su misión, oía,
Desde la torre que ocupaba, el ruido
Que de ella al pie la multitud hacía.
Ya antes del alba con atento oído,
Ojo sagaz y espíritu mañero,
La situación inspeccionado había
De la árabe ciudad el caballero.
De pechos en la almena
De su torre moruna,
Al resplandor de la creciente luna
La contempló de fortalezas llena,
De muros bien cercada,
Bajo un clima feliz y en cultivada
Campiña, rica, saludable, amena,
Por tres ríos á par fecundizada,
Y favorita, en fin, sin duda alguna
Del amor, de la próspera fortuna:
Y el noble castellano, inteligente
En el arte y estudios de la guerra,
Vió que estaba en su tierra
Bien prevenida la africana gente.
Comprendió de Don Juan el buen sentido
En la quietud de su nocturna vela,
Que había el moro Rey, muy entendido,
Coronado sus torres y alminares
Por uno y otro atento centinela,
Y diestra y sabiamente repartido
Sus vigías y puestos militares:
Concluyendo por fin Don Juan de Vera
De la ciudad entera
La nocturna revista,
Diciéndose á sí mismo sin reparo
Cuánto iba á ser al Castellano caro
Lograr de aquella tierra la conquista.
Hallábase en la torre todavía
El buen Comendador, rectificando
Á la primera luz del nuevo día
El juicio que hecho por la noche había,
Cuando vió que á su torre aproximando
Un escuadrón de Moros se venía,
La plaza del aljibe atravesando.
Dejó la almena, convocó su gente
Y, á la plaza bajando,
La tendió de los Árabes enfrente.
Entonces el wazir, que administraba
La justicia del reino
Y el gobierno interior de la alcazaba
Del granadino Rey, ante la fila
De los jinetes árabes saliendo,
Fuése para Don Juan, con faz tranquila
Y sosegada voz así diciendo:
«La fe de Aláh te alumbre, castellano.
»Has demandado con la luz primera
»Al Rey hablar: ven pues, que ya te espera
»Del Consejo en presencia el soberano. »
Encontrando la arenga algo altanera
Y contemplando al Árabe un momento,
«Vamos» dijo no más Don Juan de Vera:
Y á paso noble, majestuoso y lento,
De la ancha plaza atravesó el espacio
Que apartaba no más su alojamiento
De las doradas puertas del palacio.
De la soberbia torre de Comares
En la ostentosa cámara, alfombrada
Con alkatifas persas, perfumada
Con pebeteros de oro y con millares
De extrañas, ricas y olorosas flores
Que en sus pensiles dan los Alijares,
Esperaba Muley al castellano
En medio de su Corte y su nobleza,
Queriendo ante los ojos del cristiano
Hacer ostentación de su grandeza.
Con la rosada luz de la mañana
Resplandecía en toda su hermosura
La labor africana
De aquella estancia regia, que figura
Un pabellón de rica filigrana,
Trabajo de algún Genio por ventura
Según la tradición mahometana.
En torno de Muley, sobre divanes
De púrpura, los viejos consejeros,
Los kadís y los nobles capitanes
Del ejército, estaban los primeros.
De su Rey menos cerca,
De pie, con respetuosos ademanes,
Los demás cortesanos caballeros
Ocupaban el patio de la alberca
Á sombra de sus frescos arrayanes.
El estanque y las fuentes del palacio,
Ornadas con vistosos surtidores,
Poblaban el espacio
De caños de cruzados saltadores
Que, deshechos en gotas en la altura,
Doblaban del ambiente la frescura
Como perlas cayendo entre las flores,
Que al borde crecen de la alberca pura
Llena de pececillos de colores.
Del wazir precedido
Y de diez caballeros Castellanos
Por decoro seguido,
Armado de los pies hasta las manos,
Del manto de Santiago revestido,
Con apostura grave y altanera,
Por medio de los nobles Africanos
El patio atravesó Don Juan de Vera.
Torva mirada de los ojos fieros
Del círculo de Moros caballeros
Pesó sobre Don Juan desde su entrada,
Manteniéndose en él tenaz, clavada,
Hasta los pies de el granadino trono;
Bien revelando el animoso encono
Con que su roja Cruz se ve en Granada.
Don Juan, empero, en ademán tranquilo,
Y mesurado aunque orgulloso porte,
Avanzó hasta el marmóreo peristilo
Que da entrada al salón do está la corte:
Llegó hasta el trono de Muley, y en tierra,
Sin humildad, hincando una rodilla,
Presentóle una caja en que se encierra
Su regia credencial dada en Sevilla.
Tomóla sin abrirla el Africano
Con altivo desdén, y del prolijo
Ceremonial haciendo al castellano
Amplia merced, lacónico le dijo:
«Ya te escucha Muley: habla, cristiano. »
Púsose en pie Don Juan, y con pausada
Voz, que pudo entender el más lejano,
De esta manera expuso su embajada:
«Yo, Don Juan de la Vera, caballero
»Comendador del Orden de Santiago,
»En nombre de mi Rey vengo: primero,
»Á reclamar el atrasado pago
»De tu tributo anual íntegro, entero,
»Y después, de Castilla con Granada
»La tregua á prolongar, que es acabada. »
Dijo Don Juan y enrojeció el semblante
Del Árabe la cólera: en la estancia
Rumor universal cundió al instante
De indignación terrible, la arrogancia
De tal mensaje oyendo: más de un guante
Se alzó en contestación de su jactancia:
Más de un Moro dió un paso hacia adelante,
Puesta la mano en el alfanje: empero
Sus iras atajó Muley severo.
«Cristiano (dijo el Rey con voz airada),
»Ve á decir á los Reyes castellanos
»Que han muerto ya los Reyes de Granada
»Que pagaban tributo á los cristianos:
»Que la moneda entonces acuñada
»No conocemos ya, ni nuestras manos
»Labran ya más metales que el acero
»De que forja su arnés el caballero.
»Oiste: parte, pues. Yo te perdono
»La vida y la embajada. Á la frontera
»Del reino salvo llegarás: mi encono
»No infringirá mi fe: mas la postrera
»Colina al transponer donde mi trono
»Se respeta y tremola mi bandera,
»De mí hablar oirás, yo te lo juro,
»Castellano. Ve en paz, que vas seguro. »
«Moros, dijo Don Juan con altanero
Mas tranquilo ademán: si mi mensaje
Os ofendió, ved bien que el mensajero
Ni un punto le ha añadido: mi lenguaje
Fué exactamente el de mi Rey: y espero
Que ninguno por él me hará el ultraje
De esquivar con desdén, si es que me halla,
El bote de mi lanza en la batalla. »
Dijo Don Juan. Los nobles Africanos,
De los valientes siempre apreciadores,
Abrieron en silencio á los cristianos
Paso, ahogando en el pecho los rencores
De raza y religión. Los castellanos
Volvieron á montar sus piafadores
Corceles: y, dejando á rienda suelta
La ciudad, dieron á Castilla vuelta.
* * * * *
Cuando el sol de aquel día en Occidente
Irradiaba sus últimos reflejos,
Ya transponía la cristiana gente
Los cerros fronterizos. Á lo lejos
Les vió desde sus torres impaciente
El árabe Monarca, cuyos viejos
Mas perspicaces ojos todavía
Penetran la confusa lejanía.
El brillo de las lanzas castellanas
Apenas se sumió en el horizonte,
Y apenas, embozada en sus livianas
Sombras, la noche á descender del monte
Comenzó, cuando Hasán sus africanas
Armas pidió diciendo: «Que se apronte
»Una hueste elegida y numerosa
»Á partir en la noche silenciosa. »
«Yo la conduciré. » Llamó en seguida
Á su wazir Abú-l'Kazín, que era
Gobernador de la ciudad, y «cuida
»(le dijo) bien de que se cumpla entera
»Mi voluntad. Después de mi partida
»Pon á Aija en una torre prisionera
»Con su hijo, y á habitar manda que vaya
»En el Generalife la Zoraya.
»Ten á ésta como mi única sultana,
»Á Aija y Abú Abdil como traidores.
»Yo á tocar á una villa castellana
»Una alborada voy con mis tambores,
»Y tardaré lo más una semana
»En volver á la Alhambra. ¡Ea, señores,
»Á caballo y silencio! los soldados
»En Bib-arrambla esperan convocados. »
Dijo Muley, su intimación postrera
Dirigiendo á sus guardias: y, montando
En su caballo de batalla, que era
Un árabe veloz, partió tomando
La cuesta de Gomeles, con guerrera
Planta en la plaza real desembocando:
Y, al frente de su hueste, de Granada
Salió á empresa de todos ignorada.
LIBRO TERCERO
ZAHARA
I
GONZALO ARIAS DE SAAVEDRA
Está Zahara en una altura
Entre montaña y colina,
Sentada en la peña dura
Que asoma la cresta obscura
Por entre Ronda y Medina.
Cuando encienden los cristianos
De noche hogueras en ella,
No distinguen los paisanos
Si son sus fuegos lejanos
Luz de atalaya ó de estrella;
Y cuando el alba naciente
Dora la almenada villa,
Se confunde fácilmente
Con la armadura que brilla
El riëlar de la fuente.
Sus atalayas pusieron
Los moros en ella un día,
De fosos la circuyeron,
Y apriesa la abastecieron
Porque el invierno venía.
Tuviéronla muchos años
De los cristianos guardada,
Con mil ardides extraños,
Causándoles muchos daños
En guerra tan prolongada.
Á la sombra guarecidos
De sus breñas y pinares,
Bajaban como bandidos
Y robaban atrevidos
Alquerías y lugares.
Toleraban los cristianos
En silencio sus desmanes:
Pero pensando á las manos
Coger á los africanos
De aquel peñón gavilanes.
Estaban los insolentes,
Aunque pocos, confiados,
Conociéndose valientes:
Los cristianos, más prudentes,
Les cogieron descuidados.
Todos los de aquella tierra,
Procurándose en secreto
Mil utensilios de guerra,
Atravesaron la sierra
De asaltarla con objeto.
Y una noche la asaltaron,
Y guardarla no supieron
Los Moros que la fundaron;
Cinco veces la cobraron
Y otras cinco la perdieron.
Entonces los vencedores
Doblaron su alta muralla,
Y abrieron fosos mayores
Para guardar previsores
La prenda de la batalla.
Estrecha y sola una senda
Dejaron en todo el cerro,
Porque mejor se defienda,
Si se empeña otra contienda,
Su sola puerta de hierro.
Por eso en sus torreones
Y en sus anchos murallones
Guardó la morisca villa,
Sobrepuestos, los blasones
De los Reyes de Castilla.
Tal es Zahara: y en la altura
Del cerro en que está fundada,
Y por la fragosa hondura
De sus barrancos guardada,
Siempre estuviera segura.
De los Moros, como el nido
De un águila suspendido
En inaccesible peña,
Si menos la hubiera sido
Su fortuna zahareña.
Pero su alcaide cristiano
Nació con estrella aciaga,
Y Dios apartó su mano
Del infeliz castellano,
Y el rayo de Dios la amaga.
Porque ¡ay! ¿qué la han de valer
Su muro y torres de piedra,
Si los ha de mantener,
Sin fortuna y sin poder,
Gonzalo Arias de Saavedra?
¡Desventurada es la historia
De este buen Gobernador,
Bravo capitán sin gloria,
Blanco de mala memoria
Y de fortuna peor!
Desdichada fué su raza:
No hubo cálculo ni traza
Que al revés no le saliera,
Ni bando, opinión ó plaza
Que, suya, prevaleciera.
Siguió su padre Hernán Arias
De Enrique el Rey las banderas
Á las de Isabel contrarias,
Y perdieron las primeras
Sus empresas temerarias.
Del de Cádiz se allegó
Hernán á los partidarios,
Y el encono se extinguió
De los grandes sus contrarios,
Y Hernán Arias se fugó.
De los Moros amparóse
Y por los Moros mantuvo
Á Tarifa; mas tornóse
La suerte: capitulóse,
Y Arias que entregarse tuvo.
Caballeros en Castilla
Intercedieron por él,
Y, olvidando su mancilla,
Le indultó Doña Isabel
Confinándole á Sevilla.
Bien único hereditario,
En su aljarafe tenía
Un torreón solitario,
Y allí su infortunio varió
Fuése á llorar noche y día.
Mas he aquí que maltratado
Por el tiempo el edificio,
Y él imposibilitado
De gastar sólo un cornado
De su hacienda en beneficio,
En un temblor que agitó
Las tierras circunvecinas
Su torre se desplomó,
Y Hernán Arias pereció
Sepultado entre sus ruinas.
¡Desventurado Hernán Arias!
Las estrellas tan contrarias
Le fueron en paz y en guerra,
Que hasta se le abrió la tierra
Sin exequias funerarias.
Su hijo Gonzalo, heredero
De su fortuna fatal,
Aunque habido por guerrero
Valiente y buen caballero,
Lo pasó siempre bien mal.
De su padre la memoria,
Lo siniestro de su historia
Y proverbial desventura,
Le hicieron, sin prez ni gloria,
Pasar una vida obscura.
Dotado de alto valor,
De ciencia y destreza rara
En la guerra, con honor
De alcaide gobernador
Le enviaron al fin á Zahara.
Dióle la reina Isabel
Compadecida este cargo:
Pero, dándoselo á él,
El mejor panal de miel
Se le hubiera vuelto amargo.
Era Gonzalo un valiente
Y entendido capitán,
Tan audaz como prudente:
Mas ¿qué hará si no le dan
Ni bastimentos ni gente?
«Tu lealtad y tu bravura
»Tendrán á Zahara segura»
Le dijeron, y le enviaron
Á Zahara: mas no contaron
Con su innata desventura.
Sin víveres y sin oro
Con que pagar sus soldados,
No puede ni su decoro
Sostener, ni contra el Moro
Tenerles subordinados.
Su gente se le rebela
Y él, sólo, en continua vela,
Su fortaleza recorre,
Y hace á veces centinela
El mismo en alguna torre.
«Si no por obligación,
»Por vuestro bien ayudadme,»
Les dijo en una ocasión:
Y su alférez Luis Monzón
Contestóle ébrio: «Pagadme. »
Y el pobre Gobernador,
Sin influencia y sin pan,
Se vió inútil capitán
De gentes que sin temor
Ni amor hacia él están.
Pedía al gobierno amparo
De víveres ó dinero:
Pero el gobierno reparo
No ponía, y el frontero
Seguía en su desamparo.
Dos veces quiso salir
Á correr la mora tierra:
Mas sus gentes, al oir
Que se trataba de guerra,
No le quisieron seguir.
Tal era la situación
De Zahara en esta ocasión;
Tal es el afán que arredra
El brío del corazón
De Gonzalo Arias Saavedra.
Por eso sus castellanos
Se están mal entretenidos
En casa de los villanos,
En pensamientos livianos
Con las mozas divertidos;
Pues por demás licenciosos
Son siempre nuestros soldados,
Cuando en puestos apartados
Les dejan vivir ociosos,
Por libres ó mal pagados.
El Rey moro, que sondara
Su abandono y su pobreza,
Se dijo: «Es cosa bien clara
Que me da la fortaleza
Quien así la desampara:
Conque tomarla es razón. »
Y Hasán dispuso á este fin
Misteriosa expedición,
Dándole gente en unión
La Alhambra y el Albaicín.
Salió, pues, de la ciudad
Muley en la obscuridad,
Sin decir de esta salida
La razón desconocida,
Para más seguridad.
Y es fama que el Africano,
De Bib-arrambla al pasar
Bajo el arco, dijo ufano:
«Le tengo de festonar
Con cabezas de Cristiano. »
Era una tarde nublada
De tormenta amenazada:
El viento ronco mugía,
Y en anchas gotas caía
Á espacios lluvia pesada.
Cerróse en obscuridad
El cielo: la tempestad
Desgarró las nubes pardas,
Y brilló en las alabardas
El relámpago fugaz.
Entre la enramada espesa
De un pinar de que se ampara,
Con la gente de su empresa
Iba Muley á hacer presa
En la descuidada Zahara.
Caídos los martinetes
Sobre las mojadas telas
Revueltas á los almetes,
Caminaban los jinetes
El lodo hasta las espuelas.
Mohino el Rey por demás,
De los pasos el compás
Oyendo con mal humor,
Iba: junto á él un tambor
Y los peones detrás.
Tras éstos los saeteros
Y hasta cien arcabuceros:
Luego los escaladores,
Luego trompas y atambores,
Y luego los ingenieros.
Tras ellos, en pelotones
Flanqueados por dos alas
De jinetes con lanzones,
Muchos negros con escalas
Para entrar los torreones.
La media noche sería,
¡Espantosa noche á fe!
Cuando de la roca umbría
Sobre que Zahara dormía
Se detuvieron al pie.
Contó el Rey cuidadosamente
Las hogueras y señales,
En que convino prudente
Con sus guías, y la gente
Partió en dos bandos iguales.
Guardando el cerro dejó
Los jinetes: apostó
Los saeteros mejores,
Y él con los escaladores
Por el peñasco trepó.
La obscuridad, la tormenta,
Patrocinan su ascensión
Ardua, silenciosa y lenta:
Todo Muley lo hubo en cuenta
Con astuta previsión.
El ruido de sus pisadas
Sofoca el ruido del viento,
Y las aguas despeñadas
Por las ásperas quebradas
Con estrépito violento.
Tal vez descienden rodando
De roca en roca chocando
Pedazos de las montañas,
Pinos, chozas y alimañas
Consigo al valle arrastrando.
Tal vez una encina añosa,
Arraigada en un peñón
Todo un siglo, estrepitosa
Se rompe con temerosa
Y atronadora explosión.
Tal vez algún lobo, fuera
De su cueva sorprendido,
Bajo una peña cogido
Invoca á la muerte fiera
Con un espantoso aullido.
Tal vez por algún torrente
Arrastrada una serpiente
De un precipicio á la hondura,
Rasga la atmósfera obscura
Con un silbido estridente.
¡Horrible noche es aquella,
En que, mientras contra Zahara
Ronca tempestad se estrella,
De la tempestad se ampara
Muley audaz contra ella!
La villa desventurada,
Por el viento sacudida,
Por el turbión anegada
Y en las tinieblas velada,
Reposaba adormecida.
Apena en un torreón
De su vieja ciudadela,
Encogido en un rincón
Murmura escasa oración
Un cristiano centinela.
Tal vez duerme sin afán
Al calor de su gabán
En su garita, al arrullo
Que viento y agua le dan
Con su continuo murmullo.
Y tal vez, sobre la mano
La barba y en la rodilla
El codo, sueña el cristiano
Una aurora de verano
En un lugar de Castilla.
II
¡Tremenda noche! La lluvia,
Desgajándose á torrentes
Por las quebradas vertientes
De la sierra, con fragor
Á la hondura de sus valles
Consigo arrastrando baja
Los árboles que descuaja
Del vendaval el furor.
¡Tremenda noche! Iracundos
Los rebeldes elementos
Amagan de sus cimientos
Las montañas arrancar:
Y, en la cresta de la roca
Donde se halla suspendida,
Con ímpetu sacudida
Tiembla Zahara sin cesar.
Á una aspillera asomado
De su antigua ciudadela,
El buen Arias está en vela,
Ocupado en escuchar
Los rumores que á su oído
En sus alas trae el viento,
Y un fatal presentimiento
No le deja sosegar.
Nada sus tenaces ojos
Ven en noche tan cerrada:
No percibe ni oye nada
En la densa lobreguez,
Más que el velo tenebroso
Y la voz de la tormenta,
Cuya furia se acrecienta
Con horrible rapidez.
Á sus pies reposa Zahara:
Sus tejados ve, á la lumbre
Del relámpago, en la cumbre
Donde el pueblo se fundó:
Mas la roja llamarada
Que el relámpago refleja
Le deslumbra y no le deja
Comprender lo que á ella vió.
Al resplandor instantáneo
Con que el pueblo se ilumina,
Cree tal vez ver la colina
Con el pueblo vacilar:
Y á veces, en el instante
De iluminarse de lleno,
Cree ver de Zahara en el seno
Vagas visiones errar.
Blancos bultos, misteriosas
Sombras, móviles reflejos
Tras los muros á lo lejos
Moverse y lucir cree ver;
Cual si, haciendo de ellas vallas,
Los espíritus del monte
De sus torres y murallas
Se quisieran guarecer.
¡Delirios vanos! ¡Quimeras
De su débil fantasía!
Pasa el pobre noche y día
En continua agitación,
Y, con fe supersticiosa
Creyendo en su fatalismo,
Recela hasta de sí mismo,
Trastornando su razón.
¡Ilusiones! Arias sólo
Oye el vendaval que brama
Y el agua que se derrama
Por los tejados rodar,
Y en los muros del castillo
El rumor acelerado
De los pasos del soldado
Que acaban de relevar.
Oye el sordo remolino
Con que rueda la tormenta
Haciendo girar violenta
Las veletas de metal,
Y zumbar estremecida
La mal sujeta campana,
Y temblar en la ventana
El desprendido cristal.
Todos reposan en Zahara,
La atalaya de Castilla:
Sólo se oyen por la villa,
En la densa obscuridad,
El agua de las goteras
Y el rumor del vago viento,
Que ruge con el acento
De la ronca tempestad.
Sólo en apartada torre
Del mal guardado castillo,
Con el fulgor amarillo
De una lámpara al morir,
Velan algunos soldados
Y se siente desde fuera
El rumor de una quimera
Y jurar y maldecir.
Óyense sus carcajadas,
Sus apodos insolentes:
Pues en esto han tales gentes
Contentamiento y placer;
Se juntan en borracheras
Para acabarlas riñendo,
Y vuelven en concluyendo
Desde reñir á beber.
Y al calor de las orgías
Y al vapor de los licores,
Disertan de sus amores
En obsceno platicar;
Pues su lengua irreligiosa,
Sin respetos y sin vallas,
Sólo de sangre y batallas
Ó mujeres ha de hablar.
De éstas se miran algunas,
Con los soldados más mozos
En impúdicos retozos
Y deshonesto ademán,
Que, osadas y descompuestas,
Ó blasfemando ó riñendo,
Hasta embriagarse bebiendo
Desatinadas están.
La trémula llamarada
De una hoguera agonizante
Presta á su rudo semblante
Una expresión más feroz;
Y, recibiendo la bóveda
La algazara en su ancho hueco,
Remeda con largo eco
La desentonada voz.
Harto de vino y de amores,
En dos bancos apoyado,
Cantaba un viejo soldado
Al són de un roto rabel,
É hiriendo á compás la mesa
Con plato, jarra ó cuchillo
Aullaban el estribillo
Ellos y ellas con él.
Brindaban, y á cada brindis
Insensatos blasfemaban,
Y reían y danzaban
Completando la embriaguez:
Y sus sombras, en silencio,
Gigantescas, agitadas,
Cual fantasmas convidadas
Erraban por la pared.
«¡Á ellos! » gritaron voces:
Y entraron el aposento,
Diez á diez y ciento á ciento,
Los moros del Rey Hasán;
Y apenas á las espadas
Acudieron los cristianos,
Les cercenaron las manos
En donde tan mal están.
Lidiaron acaso algunos:
Pero tantos les entraron,
Que al fin les acuchillaron
Con las hembras á la par.
Á los gritos de los Moros
Los Cristianos despertaban:
¡Pero los tristes se hallaban
Cautivos al despertar!
La soñolienta pupila
Prestaba crédito apenas
Á las cuerdas y cadenas
Con que atados dos á dos
Por los Árabes se vieron,
Á quienes con lengua y ojos
Pedían piedad de hinojos
En el nombre de su Dios.
Las lágrimas de las madres,
De los niños los sollozos,
Los esfuerzos de los mozos,
El dolor de la vejez,
Son inútil resistencia:
Porque á todos los infieles,
Atados como lebreles
Les arrastran á la vez.
En vano lucha la virgen
Desesperada con ellos,
Que con sus propios cabellos
Mordaza ó cordel la dan:
En vano niños y enfermos
Yacen sin fuerzas postrados;
En tropel como ganados
Todos á los hierros van
Fueron tristísimas horas
Las de noche tan sangrienta.
¡Á quien de ella pidan cuenta,
Malas cuentas ha de dar!
Mas no Arias, á quien el mundo
Con su fe abandona en Zahara,
Porque Dios no desampara
Á quien de Él se va á amparar.
Corazones como el suyo,
Almas cual la que le anima,
Dios tan sólo las estima
En su pristino valor:
Aniquilado bien pronto
El cuerpo que les encierra,
Vuelve su polvo á la tierra
Y su esencia al Criador.
Creyó al fin Gonzalo Arias,
Desde la torre en que vela,
Sentir en la ciudadela
Un verdadero rumor
De voces y de pisadas,
Y distinguir en la sombra
Muchas gentes agolpadas
Á la muralla exterior.
Iba el caracol de piedra
Á tomar del muro, cuando
Por él su escudero entrando
Dijo: «¡Los moros, Señor! »
Asió al punto Arias Saavedra
Un hacha y un triple escudo
Que halló á mano, y torvo y mudo
Lanzóse hacia el corredor.
Por el caracol torcido
Se hundió como una callada
Sombra, y la puerta ferrada
De las almenas abrió.
Confuso tropel de moros
Llenaba el adarve estrecho:
Gonzalo Arias derecho
Á los Moros se lanzó.
Tendió del primer hachazo
Los dos que halló delanteros,
Y al querer tirar del brazo
La mano de otro segó.
Á tan repentino ataque
La morisma, acorralada,
Abrió círculo espantada
Y en el centro le dejó.
Mas Arias, que no veía
De vergüenza y de ira ciego,
Cerróse con ellos luego
Con ímpetu asolador:
Y, al ver el horrendo estrago
Que en ellos su brazo hacía,
Ninguno se le atrevía,
Embargados de pavor.
Pero sobre ellos cargaba
Gonzalo Arias con tal brío,
Que adelante les llevaba
Sin dejarles revolver;
Y uno, que frente arrestado
Le hizo, entre dos almenas
Le derribó atravesado
Y en el foso fué á caer.
Aquel hombre despechado,
De mirada centelleante,
De colérico semblante
Y de fuerzas de Titán,
Sin más que un broquel y un hacha,
Pálido y medio desnudo,
Peleando solo y mudo
Con desesperado afán;
Aquel hombre aparecido
De repente en medio de ellos,
Erizados los cabellos,
Cual de un vértigo infernal
Poseído, hizo á los Moros
Concebir honda pavura,
Contemplando en su figura
Algo sobrenatural.
Un instinto irresistible
De temor supersticioso
De aquel hombre misterioso
En tropel les hizo huir,
Cual si vieran, bajo el rostro
De aquel hombre temerario,
Un espíritu contrario
De Mahoma combatir.
Abandonó, pues, el muro
Todo el pelotón alarbe,
Y dejó sobre el adarve
Solo á aquel hombre fatal.
Crispado, calenturiento,
Á las almenas de piedra
Asomóse Arias Saavedra
Presa de angustia mortal.
Allá abajo, en las tinieblas,
Por las calles de la villa
En la lengua de Castilla
Invocar á Dios oyó.
«¡Á Dios (dijo con desprecio)
Á Dios invocáis ahora!
¡Miserables! Ya no es hora:
Sucumbid, pues, como yo. »
Y á largos pasos tomando
Del castillo la escalera,
Fué á dar como una pantera
En el patio principal.
Un capitán de Granada
Allí amarrados tenía
Cuantos perdonado había
La cimitarra fatal.
