A los seres
humanos no se les permite sub luna más que aproximaciones a lo
perfecto,
.
humanos no se les permite sub luna más que aproximaciones a lo
perfecto,
.
Sloterdijk - Esferas - v2
El primer emisor se per
dería en sus emisiones, el creador perdería su prioridad ante las
criaturas; el Dios disipador tendría que estallar y difundir eterna
mente, sin poder recoger ni reconocer nunca.
Mientras sea preciso recurrir a representaciones centralistas, la
fuente ha de poseer el privilegio, constitutivo para la unidad-todo,
de recoger de nuevo sus rayos enviados y unirlos; de otro modo, se
trataría sólo de una reacción en cadena, semejante a una explosión
nuclear, y la luz sólo sería el soporte de una diseminación irrecupe
rable; dicho contemporáneamente: un gasto sin beneficio alguno.
Si no tuviera lugar la vuelta de la luz, la monarquía del punto me
dio, toda la economía del centro, correría peligro, y una vez aban
donada ésta, la teología especulativa como tal habría terminado.
Precisamente de esa ley de la vuelta trata, con extrema conden
sación pero de modo suficientemente explícito, la poderosa defini
ción primera del libro de los veinticuatro filósofos: «Dios es una mó
nada que engendra una mónada», cuya segunda parte dice: in se
unum reflectens ardorem, que Kurt Flasch, con tanto atrevimiento co
mo exactitud, traduce: «Yla hace retroflexionar hacia sí en un úni
co soplo ardiente», donde «la» se refiere inequívocamente a los ra
yos que regresan, es decir, a la mónada engendrada, como todo, de
la que se puede mostrar que no significa otra cosa que la suma de la
luz irradiada en tomo, luz que desde el margen de la esfera de luz
es retroproyectada al centro. No en vano ya en la primera de estas
definiciones de Dios se plantea la pregunta por la reflexión o re
greso-a-sí, dado que sin ello Dios sería nada más que un reactor de
luz, y no un proceso de conocimiento. Pero precisamente esto últi
mo es lo que él tiene que ser en una cultura especulativa como és
ta, que subraya la omnisciencia, puesto que en ella subsiste Dios sólo
en la medida en que se afirme como omnisciente-creador-de-todo.
Y está fuera de duda que sin la reflexión salvadora los rayos envia
dos por él se perderían en una «mala» infinitud sin retorno y no vol
veríanjamás al punto.
471
En Leonhard Euler, Cartas a una princesa alemana, 1768.
Dios sólo pudo y hubo de ser representado como esfera porque
únicamente la forma esférica consiguió prometer el autocobijo de
la vida libre y expansiva -se entienda pan-psíquica, vitalista o noéti-
camente- en una estructura abovedada de espacio interior. Si la vi
da sólo fuera de antemano una estancia en lo exterior, si no tuviera
que procurar mecanismos de inmunidad, ni que atender a intereses
de cobijo tanto a pequeña como a gran escala, no se necesitaría ha
blar de círculos y esferas salvo en el último peldaño de su autoin-
terpretación metafísica; pues entonces no habría nada que necesita
ra refugiarse en la forma solidaria y coaligante. La simple presencia
de cosas en el espacio no tiene pretensiones morfológicas, ni gene
ra dificultades con respecto a la idea de que algo sale y no vuelve.
Pero cuando el imperativo inmunológico está metido en la cabeza
-se podría decir también: cuando de lo que se trata es de pensar, en
sentido enfático, una vidé22- el motivo del círculo se impone, pues
to que a él viene asignado more geométrico, ineludiblemente, el peso
principal del aseguramiento del espacio interior y de la conforma
ción del borde del mundo. La vida quiere expandirse libre de mo
vimientos y, sin embargo, experimentar el privilegio de poder habi
tar dentro de un límite endógeno.
(Habitar es, por citar una definición contemporánea: «Cultura
de los sentimientos en un espacio cercado»223; una frase que conlle
va filosóficamente las consecuencias más ambiciosas cuando se ad
mite que el único cerco lógicamente satisfactorio sólo puede pro
porcionarlo el hén kaípán. )
Por eso, incluso un Dios que juega con el fuego infinitista no
puede estar fuera de quicio, fuera de todo límite y atadura; el im
perativo morfológico vale también, y hasta el final, para sus rela
ciones internas más expansivas. Por eso, pues: in se refiectens. Sale de
sí y regresa a sí: esto es lo que había que retener en la primera pro
posición de éste, el más excesivo de todos los discursos sobre Dios.
El ardor, el soplo ardiente, creador de esferas en derredor, que él,
el punto originario, ha lanzado fuera de sí -ése es precisamente el
sentido de hablar de la creación de una mónada por la mónada-
tiene que volver a su emisor sobre un arco de luz, por así decirlo.
Como en la aritmética trivial, también en Dios uno por uno es uno;
473
Paul Klee, Límites de la razón, 1927.
la mónada que se multiplica por sí misma genera de nuevo una mó
nada, pero esta operación, a diferencia de la profana matemática,
posee fecundidad teosférica, ya que «explícita» algo implícito: a sa
ber, la identidad del inextenso punto-uno, o mínimo, y de la om-
nienvolvente esfera-uno, o máximo (por el momento, dejamos de
lado la imposibilidad cosmológica de una esfera así). Desde el bor
de de lo máximo, los rayos provenientes del núcleo vuelven a rom
per contra el núcleo. En el caso de un principio tan protuberante
como el Dios-luz monádico, menos que una contraprotuberancia,
la tremenda recogida de una tremenda erupción, no basta para dar
la forma de la unidad a la luz desencadenada. Por eso Dios es una
esfera, a la vez en calma y en explosión. Sólo porque reverbera o re
fleja lo que fue irrradiado, todo estallido viene compensado por
reflexiones. A todo derroche corresponde una recolecta, a toda
emisión una absorción. También en el Dios hermético, pues, tiene
sentido la rotación; pero las revoluciones astrales se han converti
do ahora en círculos de reflexión, los ciclos de éter en movimien
tos circulares del concepto. (También a esto preparó el terreno el
neoplatonismo en todos sus puntos decisivos224. ) Si fuera de otro
modo, las irradiaciones centrífugas tendrían que proseguir su viaje
hasta acabar en lo irreflejo; el mundo estaría en crónica evasión del
origen: cosa que, por cierto, es el dilema de las teorías contempo
ráneas de una explosión originaria, que ofrecen como fábula ex
plicativa del mundo una instantánea del estallido de un algo-co
mienzo, falto de reflexión, a partir de un punto hiperdenso,
hipercaliente225.
Unus ardor: tiene que ser un único (uno y el mismo) soplo ar
diente el que genere la esfera a partir del punto y, acto seguido, me
diante un viraje hacia atrás espontáneo, libre y preciso, la llame a su
punto de partida. Si las reflexiones fueran forzadas por resistencias
exteriores tendríamos un Dios obligado: lo último, ciertamente, que
quiere oír un teósofo. Para que Dios no sea obligado, los giros de la
luz tienen que ser caminos libres de regreso a casa, en los que no
puede desempeñar papel alguno la coacción de las circunstancias o
de las contrafuerzas. En el regreso ha de dominar la misma libertad
y la misma fuerza rebosante que en la primera salida de la fuente.
475
En una palabra: el (re)conocimiento no ha de ser menos espontá
neo (y fecundo) que la producción.
A losjuegos luminosos del Dios palpitante pertenecen, por ello,
dos delirios, dos orgasmos, dos contentos: cada uno por sí mismo
una satisfacción inmensa, pero sólo ambos juntos, sin embargo, la
totalidad de eso que puede ser deseo de consolidación eterna en
Dios. El motivo de ese doble deseo inmenso es la simetría entre ge
nerar y (re)conocer, que se comportan mutuamente como emisión
y retomo, o como eyaculación y autoafirmación del deseo. El pun
to culminante de la extraversión creadora es confirmado y conti
nuado por el punto culminante del recogimiento reconocedor, y es
to en una autorrenovación sin fin. Estos movimientos no se
llamarían ardor, arder y soplo ardiente, si no remitieran a una fibra
vivencial por la que ambos puntos culminantes se entrecruzan. Así
hay que entenderlo, cuando en un pasaje poco comentado del
Maestro Eckhart se dice: «Dios es efervescencia que genera un pun
to culminante a partir de otro punto culminante (apicem ab ápicej»;
una proposición a la que parece hacer reverencia aún Hegel cuan
do en un paszye comprometido, con una cita poética, hace que el
absoluto «espumee» en autorreflexiones como si fuera en copas o
cálices226.
Si se reúnen los comentarios a la primera y a la decimoctava de
finición, la famosa y trascendente proposición segunda queda tan
elucidada que sólo subsiste en ella un resto que aclarar, un resto
problemático ciertamente, de implicaciones revolucionarias con res
pecto a la imagen de mundo.
Dios es la esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunfe
rencia en ninguna.
Con buenos motivos podría mantenerse la opinión de que esta
tesis, literalmente excéntrica, de teosofía hermética de la alta Edad
Media fue la bomba de relojería -quizá ya en marcha desde la Anti
güedad tardía- que un día lejano habría de explosionar desde den
tro el cosmos aristotélico bien redondo, catolicizado: un asunto al
que el giro heliocéntrico de Copémico vino a complementar en un
476
escenario extrateológico. Queda por aclarar, efectivamente, el adje
tivo, aparentemente introducido de modo convencional, «infinita»,
que depara a la esfera divina una nota peculiar, matemáticamente
dudosa o poco clara. Pues ¿cómo puede subsistir aún la representa
ción esférica -a la que, sin duda y ante todo, caracteriza como tal
una periferia finita- en una sphaera como ésta, a la que se califica
abiertamente de infinita? Todavía resuena en este atributo aquella
antigua doctrina según la cual la esfera y el círculo poseen una infi
nitud buena o cualificada, porque, volviendo incesantemente a sí
mismos, unifican en sí la falta de comienzo y la falta de fin. Pero ya
se escucha a un concepto más moderno de infinitud anunciar sus
reivindicaciones; no puede rechazarse del todo la idea de que la es
fera hermética ya no sólo posee la infinitud de la rotación y de la
reflexión en sí, sino también la infinitud de la extensión. Ahora, el
calificativo de «infinito» podría aplicarse ya al valor del radio o del
diámetro, y si se cayera en esa tentación, sí, si se contemplara esa
probabilidad, quedaría arruinada la magnificencia católica, junto
con sus coros, susjerarquías, sus costumbres centrocráticas invete
radas, inmemoriales. En cuanto el diámetro alcanza el valor de infi
nito la periferia pierde su carácter de bóveda, ya que el contorno de
un círculo infinito hay que dibujarlo recto. Así pues, el interior del
seudocírculo se pierde en lo inmenso. Ya no hay interior alguno; la
geometrización del espacio inmune ha fracasado para siempre; aca
bó el proyecto alma del mundo. Todo está fuera.
Las consecuencias del giro infinitista son incalculables. El esta-
blishmmt-Xxascendencia. entero tuvo que ser barrido fuera a causa de
la devastadora colocación del centro en todas partes: pues en lo in
finito pierde todo punto de apoyo la idea sacerdotal de que deter
minadas personas e instituciones estén «más-cerca-de-Dios». Cierta
mente no nos las habernos aquí con un dogma cosmosférico, ni,
sobre todo, con uno político-eclesial o crítico-romano, sino con una
tesis, sobre cuya pertenencia a un experimento teosófico-teosférico,
difícilmente realizable para los profanos, no existe duda alguna. Pe
ro, dado que la confusión -constitutiva para el efecto-universo cató
lico- entre los campos teológico y cosmológico de enunciados posi
477
bilita y favorece el intercambio puntual de doctrinas, resulta natural
que la arriesgada infinitización de la esfera de Dios comporte con
secuencias para la construcción o, más bien, destrucción, del siste
ma cosmosférico-geocéntrico. Es verdad que el drama de la Moder
nidad «Del mundo cerrado al universo abierto», que Koyré tipificó
en el título de su estudio, sólo llegará a su culminación en su pro
pio campo y con argumentos típicamente sistemáticos, pero la fie
bre infinitista salta de la dimensión teosférica al campamento de los
cosmógrafos y cosmólogos. El fenómeno Bruno muestra claramen
te cómo el espíritu de la des-limitación saca a Dios y al mundo, a la
vez, de sus viejas fórmulas.
Después de Copémico, el universo tuvo que hacerse repetir, con
buenas razones, que ya no podía ofrecer a los habitantes de la tierra
la antigua seguridad de las cubiertas; la edad moderna y la Moder
nidad pueden caracterizarse inequívocamente por una reestructu
ración radical de las relaciones de inmunidad. Pero no son Copér-
nico, Digges y Bruno quienes, en un proceso de daños relativo a la
historia de las ideas, hubieran de responsabilizarse por consecuen
cias a largo plazo del infinitismo. Pues, si se entienden bien las co
sas, mucho antes de sus tesis cosmológicas la existencia humana ya
había perdido todo estado de seguridad en el Dios desbaratado por
el hermetismo. La teosfera infinitizada ya no procura protección al
guna: pone en libertad. El Dios de los teósofos herméticos se ha
convertido del todo en un Dios inquietante, no-cobijante, en el que
no se alcanza a ver cómo podría cumplir su tarea inmunizadora pa
ra un mundo finito y para inteligencias finitas. Ese Dios, pensado es
peculativamente más allá de antes, quizá hasta el final, no sólo ha
perdido todo matiz de temple personalista: ni siquiera posee ya una
única propiedad evangélica; con él no se puede fraternizar como
con el Cristo. Tampoco se ve ya en él cómo la geometrización del
espacio interior ha de lograr todavía sus efectos inmunizadores (en
términos de la antigua Europa: edificantes) para la cosmo-espacio-
visión humana.
Ese Dios, cuyo centro estaría en todas partes y cuyo contorno en
ninguna, ya no se puede utilizar como vallado morfológico frente al
exterior sin más. Gracias a sus exaltaciones especulativas se ha con
478
vertido él mismo en una fuerza excentrizadora de la mayor virulen
cia; pensar en él aniquila los pequeños derechos domiciliarios de las
almas, que para su salvación recurren a capillas privadas, paisajes,
prerrogativas y grandiosidades. Su reino no es de este mundo inte
rior; su esfera ya no puede ser habitada como esfera íntima por cual
quiera. Quien medita en ese Dios sale más allá, fuera, a lo desme
surado, inconsistente, extrahumano: como si el pensamiento más
frío en el vacío del universo y la separación más amarga de lo pró
ximo y querido pudieran sostenerte jamás. Quien, a pesar de todo,
quiera seguir creyendo tendrá que acudir a un Dios que habría de
sechado lo íntimo y redondo. Pero ¿quién podría imaginarse a sí
mismo en relación con ese monstruo teomatemático?
Comprender la conexión entre la muerte de Dios y el infinitis-
mo teológico es algo que cuesta trabajo a los abonados a una teolo
gía cómoda en todo acantonamiento confesional, y tanto más cuanto
con mayor gusto se aferran a la ilusión de que el desmoronamiento
de la religión y la liquidación de la patria por la modernización han
caído sobre ellos como una fatalidad externa, injusta y no deseada.
No entienden que una de las fuentes del proceso de la Modernidad
sea la teología misma, pues son los teólogos, sobre todo, quienes
han de hacerse responsables del infinitismo. La modernización teo
lógica se lleva a cabo como lucha entre un viejo Dios, concebido re
gionalmente, que podía ser invocado como cómplice de proyectos
tribales, étnicos e imperiales de salvación, y un nuevo Dios, excén
trico, incomprensible-infinito y no utilizable, que no guarda las es
paldas a ninguna potencia, ni hace que luzca la aureola del más acá
sobre metrópoli terrena alguna: un Dios que no perdonaría a nadie
que pretendiera afirmar que existe.
Por eso es absurdo afirmar que la excentralización o descentra
lización europea comenzó político-intemacionalmente, teórico-in-
temacionalmente, teológico-intemacionalmente en el año 1945,
una fecha que sólo es de importancia porque a partir de ella inclu
so el último viejo-europeo hubo de hacerse cargo de la situación
(así pues, una vez más: Hans Sedlmayr y la «pérdida del centro»). El
auténtico proceso de descentralización obedece a impulsos que se
remontan al auge de la ola mística en el umbral del siglo XIII. La
479
mística es la debilidad inmunológica adquirida de las ontologías re
gionales; uno se cierra a causa de un contacto no protegido del pen
sar con el concepto agudizado de infinito. Una esfera cuyo contor
no no estuviera en parte alguna porque su centro está en todas; una
esfera cuyo centro no se puede encontrar porque su contorno se
pierde en el infinito: quien realmente se hubiera interesado por el
centro perdido, habría dirigido sus indagaciones, en primer lugar,
al contorno perdido del Dios infinitizado de la edad moderna. En
esos análisis se habría puesto de relieve que la teología infinitista es
la fuente fundamental del nihilismo. Ella es responsable de la equi
valencia entre ser-ahí e inseguridad; ella es la negación inicial de to
das las demandas humanas de inmunidad.
Circumferentia nusquam: con ese en-ninguna-parte, con esa supe
ración de los límites finitos de protección inmunológica, comienza
el largo camino de la Modernidad dentro de la supremacía del ex
terior infinito. Con él el pensar-del-ser se desacoplará de los intere
ses de lo vivo227; el ser adopta los rasgos de presencia homogénea y
disponibilidad neutral. Sólo por una multiplicación cuantitativa in
cesante se mantiene despierto en ese ser esterilizado un recuerdo
descolorido de lo que se llamaba una vida. La existencia en un Dios
de tal modo excentralizado equivale a habitar en el exterior sin sue
lo y sin contorno.
Eljuego final hermético de la teología introduce, pues, la úldma
transferencia de microsfericidad a macrosfericidad: con la absurda
consecuencia de que la esfera infinita abandona su función cobi
jante. Quienes están dentro de ella pierden su inmunidad y su co
bijo. Con el infinitismo teosófico surge una forma de religión en la
que Dios decepciona sistemáticamente a sus creyentes. Él es siem
pre aquel del que no se puede esperar nada. Sí, simplemente seguir
creyendo en él resulta para los implicados un negocio inmunológi-
co ruinoso. El monstruo místico-matemático toma siempre más de
lo que da y se convierte en un depósito central de esperanzas de se
guridad irrealizables. Este efecto es tan antiguo como el plotinismo,
en el que por primera vez la esfera espiritual fue distinguida expre
samente con el predicado «infinita». Pero el pensamiento neopla-
tónico vivía aún de la transferencia de lo vivo a lo geométrico, de la
480
proyección de una vitalidad finita al horizonte de lo infinito. Ex
plotó la circunstancia de que los seres humanos, mientras se crean
aliados suyos, tienen mucho de sobra para lo monstruoso; asignan
al Dios no-cobijante la inmunidad que le presuponen, pero de la
que, si se fijan con atención, ya no encuentran rastro alguno en él>
dado que en lo infinito se ha perdido el sentido de ser-en. Contem
plan también lo infinito con ingenuidad inquebrantable, todavía
como cómplices del afianzamiento de la vida mortal, tal como Boe
cio lo fijó en su clásica definición de eternidad (aetemitas) como «po
sesión ilimitada, y a la vez perfecta, de la vida»228. La vida se convierte
en el mecenas de la no-vida.
Fue el secreto de la metafísica rodear con el brillo de lo vivo pre
cisamente aquellas ideas que lo dejan en la estacada. Esa es la razón
de que la monstruosidad teomatemática de la «esfera infinita» pa
rezca iluminada, eventualmente, por una apariencia de vida; y por
ello pudo Hegel enseñar todavía que el «interés general del espíri
tu en la historia» es «llegar al ser-en-sí infinito de la subjetividad»:
un programa que ofrece un señuelo holista de inmunidad que, aun
que conforma un «ser-en-sí», no serviría de cobijo a nadie.
Para la autoarticulación del pensar moderno fue más importan
te, ciertamente, el giro romántico hacia la naturaleza que la consu
mación de Hegel de la metafísica en la vida de nadie del espíritu. La
filosofía romántica de la naturaleza consiguió crear un concepto de
repercusiones incalculables, que puso tan a las claras por primera
vez la esencia de la metafísica, el anhelo de seguridad del sujeto
dentro de una alianza ontológica incorruptible, que, aunque con
trovertido, nunca más pudo ser olvidado. Precisamente en el punto
en el que la demanda de seguridad del sujeto se funde con el mo
tivo de infinitud, surge el explosivo concepto que en los siglos XIX y
XX fuerza al pensar a salir de sus formas tradicionales: el incons
ciente. Este concepto significó un intento de hacer que incluso un
todo infinitizado diera un giro todavía hacia la protección de la vi
da: lo que, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, sólo podía su
ceder en forma de postulado. En su neblina escolástica, que sólo
permite que la vista alcance a tres generaciones, los freudianos per
dieron la dimensión histórica y la estructura lógica de su concepto
481
fundamental, y no saben que el inconsciente surgió de la última
transferencia de la forma interior, a saber, de la proyección al infi
nito del interés por la inmunidad de una vida: de la pretensión, por
tanto, de que una totalidad natural infinita habría de seguir cum
pliendo la función protectora de la envoltura divina de antaño. Pe
ro, dado que las transferencias o proyecciones al infinito fracasan a
causa de falta de apoyo objetivo, la transferencia o la proyección co
mo tal tiene ahora, por fin, que fijarse en sí misma: losjóvenes he-
gelianos, como primeros críticos de la transferencia, ejercitaron es
to con sus análisis de las proyecciones de lo humano a lo divino (y
de lo hecho a lo inventado).
De hecho, la psicología, como estudio general de imágenes de
transferencia y espacios de transferencia, presupone la muerte de
Dios, es decir, el estallido de la monosfera y el despertar de la auto-
hipnosis monoteísta. El inconsciente del temprano siglo XIX es la hi-
póstasis médico-ontológica de una virtud curativa absoluta que ha
de manifestarse ella misma en la naturaleza infinita como poder di
rigido al bien pro nobis. Con este concepto de inconsciente la inmu
nidad en general se hace pensable por primera vez, a saber: como
concepto límite entre biología y metafísica229. Una vez que se volati
lizaron las exageraciones panteístas de la idea romántica de salva
ción, el motivo inmunológico quedó sin adornos teológicos. El ca
mino estaba abierto para una praxis inmunológica interpersonal
que alcanzó un formato practicable en la «situación analítica».
En el campo de la filosofía, el desencanto por el Dios inutiliza-
ble y por el estar-ahí con manos vacías frente a una infinidad muer
ta fue algo de lo que se trató por primera vez hacia el final del siglo
XIX. Nietzsche anota bsyo el título «En el horizonte de lo infinito»:
¡Hemos abandonado tierra firme, nos hemos embarcado! ¡Hemos deja
do el puente atrás, más aún, hemos roto nuestra vinculación con tierra fir
me! ¡Ea, barquita, toma precauciones! A tu lado está el océano. Es verdad
que no brama siempre y que de cuando en cuando está ahí, quieto, como
seda y oro y ensueño amable. Pero vendrán horas en que reconozcas que es
infinito y que no hay nada más terrible que la infinitud. ¡Ay del pobre pá
jaro que se ha creído libre y que choca ahora contra las paredes de esajau
482
la! ¡Ay, cuando te viene la añoranza de la tierra firme, como si en ella hubie
ra habido mayor libertad, y ya no hay «tierra firme»! (La gaya ciencia, §124)230.
Fue Nietzsche quien llevó a cabo el giro inmunológico del pen
sar y quien comenzó a interpretar la cultura en su totalidad como
concurso entre estrategias de vacunación minimizantes y acrecenta-
doras. Mientras que la democracia practica la vacunación en masa
de la gente por motivos de seguridad, Zaratustra quiere hacer de
nuevo de la vida de los pocos algo monstruoso, en tanto que trans
forma el pensar mismo en una infección: «Os vacuno con la locura».
El centro por doquier, el contorno en ninguna parte: con tales
determinaciones el Dios de la mística racional se deshace de las úl
timas cualidades cavernosas, de las huéllas más lejanas de domesti-
cidad. Si las border politics metafísicas hubieran tenido éxito alguna
vez, con esta grandiosa superación de los contornos habría acabado
fundamentalmente la utilización de Dios para encantamientos re
gionales e imperiales del espacio. Tras el giro al infinito actual, el
concepto de Dios ya no es edificante para autoridad alguna, con
texto vital alguno, poder regional alguno. Autoridades locales, im
perios sagrados, arrabales del poder, círculos mágicos impenetra
bles y autohipnosis deparadoras de suerte ya sólo reciben a través de
ese giro la humillante información de que, como figuras delimita
das de sentido, han desaparecido, han estallado y han sido ironiza
dos y superados en un medio trascendente, oceánico. Esto requiere
de quienes piensan una disposición en la que el interior más sutil
no pueda distinguirse del exterior más monstruoso. El Dios con el
contorno en ninguna parte ya no se necesitará más como cómplice
de una cosmovisión o cosmopresunción finita. Quien pudiera pen
sarlo habría alcanzado, es verdad, el «punto de vista» de la inma
nencia absoluta, pero entonces significaría pensar: meditar en lo
monstruoso, en lo inmenso, en lo que crea sin concierto alguno.
La mística teosófica de la esfera libera una dinámica centrífuga,
en cuyas líneas de fuga se desarrollará el culto temprano-moderno
del genio creador, análogo a Dios, y más tarde, también, el indivi
dualismo moderno en sus expresiones más sublimes y a la vez más
483
vulgares. Pues cuando el Dios infinitizado pierde en el transcurso de
la edad moderna su puesto central en el espacio del espíritu, sus re
presentantes humanos, los individuos con dotes espirituales, tienen
que procurar esencialmente algo más que ocupar sólo un lugar dis
tante en su interior. El «en» de «en-el-infinito» ya no designa ahora
relación detectable alguna de habitación o participación; más bien
son los seres humanos creadores los que, cada uno desde su lugar
en lo existente, tendrían que realizar todo el trabajo del Dios-forma
perdido, si es que en la inmanencia, siquiera, ha de garantizarse el
aspecto originario, la salida de una vida. Tendrían que heredar in
cluso el centro, en tanto se ofrezcan voluntariamente para la tarea
de «sendo y representarlo.
Contra estos individualismos o excesos, sospechosos de panteís
mo, se ha sabido poner a buen recaudo la ortodoxia católica en sus
últimos siglos de dominio en solitario, en tanto desterró los experi
mentos de la mística matemática al borde o margen de lo permisi
ble dogmáticamente. Con todo, el individualismo hermético sigue
siendo una tentación característica del pensamiento tardomedieval
y posmedieval. Anuncia una época en la que el absoluto ya no se de
ja representar por sacerdotes, sino por genios. Será Rousseau quien,
desde el centro de la propia alma, establezca la regla-genio de la vi
da expresiva:
No hay ningún ser en el mundo que no pudiera considerarse, en cierto
modo, como el centro común de todos los demás. . . Antes solamente nos
ocupábamos de lo que nos toca, deloqueinmediatamentenosrodea;pero aho
ra, de repente, estamos de camino por el globo entero y corremos hacia las
regiones más extremas del universo. Esta diferencia se produce debido al
progreso de nuestras fuerzas y a la inclinación de nuestro ánimo. En estado
de debilidad e insatisfacción el instinto de autoconservación se concentra
completamente en nuestro interior; en estado de fortaleza y fuerza, el de
seo de ampliar nuestro ser nos impulsa al mayor despliegue posible231.
Johann Gottlieb Fichte formaliza las intuiciones individual-im-
perialistas de Rousseau mediante su teoría de la creación maníaca
de entorno:
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La imagen originaria de la independencia espiritual es en la conciencia
un punto geométrico que eternamente se hace a sí mismo y se mantiene a
sí mismo con la mayor vivacidad [. . . ]. Sólo por el yo entran orden y armo
nía en la masa muerta, amorfa. Sólo desde el ser humano se extiende la re
gularidad en tomo a él hasta el límite de su observación [. . . ]. Por el yo apa
rece la serie inmensa de peldaños que va desde el liquen al serafín [. . . ]. En
el yo está la garantía segura [. . . ] de que con la cultura en avance del ser hu
mano, avanzará a la vez la cultura del universo232.
Novalis, en quien estas tesis filosóficas experimentan una rever
sión artística y literaria, presupone la transformación de la teología
clásica de la emanación en pensamiento moderno de producción y
expresión, cuando en sus libros de apuntes anota: «Todo individuo
es el punto medio de un sistema de emanación»233.
Más de doscientos cincuenta años después de la aparición de El
libro de los veinticuatrofilósofos, Nicolás de Cusa, en su tardío tratado-
diálogo De ludo gfobi (parte I, 1462, parte II, 1463; el autor murió un
año después), que se presenta en la superficie como un ligero ejer
cicio para principiantes, por no decir como una muestra de «filoso
fía amena»234, o filosofía de salón, cristiana, presenta una pequeña
suma de la esferología escolástica. Se refiere abiertamente, aunque
sin citar explícitamente la fuente, a la célebre y sospechosa propo
sición principal del escrito hermético-teosófico que acabamos de
comentar:
Y si te fijas en la sentencia de aquel sabio que dijo que Dios es un círcu
lo cuyo centro está en todas partes, comprendes que Dios se encuentra en
todo, como el punto [. . . ] se encuentra por doquier en todo lo extenso235.
El modo de pensar que hemos calificado de teocéntrico se con
virtió para el Cusano hasta tal punto en una segunda naturaleza que
no siente presión problemática alguna cuando trata de la delicada
cuestión del acoplamiento o analogización de las grandes esferas de
Dios y de mundo. Así, en la primera parte del diálogo, en una ré
plica del joven duque, Johannes von Bayem, a las manifestaciones
485
del cardenal, se propone la idea de que el ser humano, como pe
queño mundo, sea un análogo, similitudo, del gran mundo, que tam
bién se llama universo, y que representa, a su vez, un símil del mun
do máximo, es decir, de la esfera de Dios236. La palabra «mundo» no
podría utilizarse en tres formatos si no se admitiera previamente,
con la mayor naturalidad, la equivalencia entre «mundo» y «esfera»,
y si esas tres «esferas» o regiones ontológicas (parvum-magnum-maxi-
mum), en analogía con las cubiertas planetarias, no se representaran
como magnitudes concéntricamente articuladas; el ser humano es
tá en el mundo como el mundo en Dios. Así, tampoco un pensa
miento que quiere evitar imágenes sensibles se substrae a las espa-
cializaciones (ni necesita substraerse a ellas, puesto que el Cusano
no puede imaginar todavía a aquellos modernos que, a costa del
sentimiento espacial, metafísicamente más originario, se venderán
«a una glorificación unilateral del tiempo», por utilizar una formu
lación de Max Bense; pues sólo de la unilateralidad cronolátrica de
los modernos se sigue el arrugar la nariz en señal de desagrado por
«espacializaciones» poco distinguidas).
Así pues, Dios y mundo son diferenciados por el Cusano, por bo
ca de su interlocutor, calificándolos de máximum y magnum, respec
tivamente, sin que se siga ninguna referencia a la diferencia de es
tructura de ambas macrosferas. Lo grande ha de enejar en lo
máximo. ¿Cómo no? Nicolás se inclina ante la ilusión católica de la
compatibilidad de ambos constructos y hace que el mundo quepa
exactamente, sin conflictos, en el círculo máximo divino como un
dúctil círculo interior. Esto sucede tanto más fácilmente cuanto que
su discurso entero está entretejido de figuras retóricas que no evo
can otra cosa que la monarquía del punto medio y la propagación
de la luz central desde su fuente hiperreal.
En el viejo cardenál-obispo el hábito centrofílico llegó tan lejos
que no vaciló en inventar -modificando un juego de «discos» po
pular en la Edad Media- un juego de bolas mundano, con trasfondo
espiritual de sentido, que recomienda, en cierto modo, a su inter
locutor bávaro -a quien hoy calificaríamos de retoño político (de la
joven confusión)- como si se tratara de un juego de petanca o de
bolos para platónicos cristianos.
486
Como procede en un teocéntricojuramentado, estejuego sejue
ga en vistas al centro; centro que no representa otra cosa sino a
Dios, al datar vitae2S7, que representa, a su vez, la meta de todos los
anhelos metafísicos. Con humor grandioso -¿o se trata sólo de ruti
na eclesiástica? - el cardenal reproduce la esfera de Dios bsyo la for
ma de un blanco o diana, pintado en el suelo, con nueve anillos y
un 10 divino en el centro; lo que, dicho sea de paso, puede ser uno
de los motivos de por qué en el tratado se inclina a utilizar como si
nónimos los conceptos de círculo (bidimensional) y de esfera (tri
dimensional), según hemos podido observar ahora mismo en la ci
ta anónima y deformada del libro de los veinticuatro filósofos238. Los
jugadores cristianos de bolas, pues, juegan a buscar iluminación o a
llegar-a-casa-de-Dios en tanto tiran sus bolas con la intención de
que, si es posible, queden paradas en el centro de todo: el 10 divi
no. Eljuego de bolas cusano exige una proyección de la teosfera en
una superficie plana, con el fin de que losjugadores, que están an
te el disco pintado, puedan relacionarse visual e intuitivamente con
el centro y los anillos que lo rodean. Se podría ver en ello una cier
ta despreocupación filosófica o, al menos, una concesión muy gran
de a una grosera exigencia visual. Para dar en el anillo más interior,
losjugadores de bolos han de contar con grandes cualidades de
portivas e inclinaciones meditativas, pues sólo el ejercicio hace al
maestro de la bola. Así, la búsqueda del centro del ser se convierte en
un piadoso festival de tiro, con los buscadores de Dios como tirado
res, Dios como cifra y punto más alto, y la vida eterna como premio.
A quien parezca sospechoso que un alto dignatario de la Iglesia
católica en el siglo XV haya podido presentar, sin reparo alguno, los
últimos secretos de la teología mística en la imagen de una diana
-en la que Dios aparece como blanco principal-, que considere, pa
ra relativizar su extrañeza, que en la misma época en el budismoja
ponés se desarrolló una forma análoga de esplritualismo deportivo-
caballeresco: ese arte, entretanto ya conocido en el Oeste, del tiro
de arco, que fue practicado como ejercicio armado-desarmante de
intencionada falta de intención239. Comparado con este análogo del
Lejano Oriente, sublimemente marcial, en tomo al cual se organi
zó toda una subcultura compleja, la partida de bolos cusana no re-
487
El «juego de bolas» de De ludo globi de Nicolás de Cusa.
Reconstrucción del disco del Cusano. 1: Caos.
2: Fuerza de los elementos. 3: Fuerza de los minerales.
4: Fuerza del crecimiento. 5: Fuerza de la percepción.
6: Fantasía y representación. 7: Entendimiento y lógica.
8: Intuición. 9: Visión espiritual. 10: Dios.
presenta mucho más que un pasatiempo esotérico anterior a la Re
forma: todavía hoy pueden encontrarse las bolas del juego en tien
das de recuerdos de Rusel. Pero quien estudia los comentarios de
introducción al juego se dará cuenta de que, sobre todo en su se
gunda parte, no dejan nada que desear en lo que se refiere a fuer
tes tensiones, y quien quisiera practicar el juego bajo condiciones
cusanas posiblemente sería tan absorbido por él como los alumnos
de zen por la diana, la flecha y el arco.
La comparación con el zen no es sólo de naturaleza asociativa,
sino que afecta a una característica espiritual de la construcción cu-
sana. La gracia del juego está en que el lanzamiento de la bola se
complica por la circunstancia de que las bolas del Cusano no pue
den rodar en línea recta, ya que, debido a una ingeniosa treta del
inventor, están, por decirlo así, aserradas o asimétricamente vacia
das, de modo que al arrojarlas no corren directamente a un objeti
vo propuesto. Más bien se mueven hacia delante bamboleándose,
describiendo una trayectoria curva, hacia dentro, para acabar, por
fin, tendidas en el suelo. (En analogía lejana con ello, se podría alu
dir aquí a que el arquero zen no apunta a la diana con la intención
directa de un tirador normal, pues el acertar ya no ha de ser función
alguna de un deseo marcado por el yo. ) Esas bolas-dos-tercios (dos-
tercios-de-bola) vaciadas cóncavamente, bamboleantes, representan
en cierta medida la condición humana, que, como es sabido, no
permite volver corriendo a Dios por el camino más recto, sino que
nunca puede hacer más que aproximarse indirectamente al absolu
to a través de movimientos laterales y rodeos tortuosos.
A los seres
humanos no se les permite sub luna más que aproximaciones a lo
perfecto,
. . . para que tras el recorrido vacilante e inseguro de muchas vueltas y re
codos del camino descansemos por fin en el reino de la vida240.
El sentido del juego consiste, pues, en conseguir, mediante ejer
cicio y mucho tacto, tirar la bola de tal modo que a pesar de la tra
yectoria curva se acerque al centro todo lo posible cuando se para.
Cuanto más cerca del 10 de Dios quede la bola, más alta es la pun
489
tuación que merece eljugador por su lanzamiento. Gana quien al
canza el primero 34 puntos: el número de años de la vida de Jesús,
según el Cusano. (Quien buscajustificantes de la tesis psicoanalíti-
ca de que soñar o fantasear no es libre habría de anotar este ejem
plo; y quien quisiera rebatir la tesis de Schiller de que el ser huma
no sólo es completamente ser humano cuando juega no parece que
pueda pasar por alto el ejemplo cusano. ) La recompensa del gana
dor no es poca, pues eljuego promete la santificación en la vida y la
felicidad post mortem.
Que el cardenal humorista, con sus bolas, no imaginó sólo un
juego, sino también un juego-infierno específico, lo muestran por
extenso las consideraciones que dedica al destino de los perdedo
res. Pues ¿qué significa ser el perdedor en este juego? Primero, esa
pregunta sólo parece importar a aquellos que para alcanzar la can
tidad necesaria de puntos necesitan más tiempo que el compañero
de juego con mayor éxito. Con ello podría vivirse en principio, aun
que ya pueden escucharse aquí sospechosos tonos concomitantes,
que suenan como si la vita christiana hubiera de definirse como una
vida de competencia o rivalidad en torno a la salvación. Pero, como
se verá pronto, dado que a causa de su carga teológica no es un me
ro pasatiempo, eljuego de bolos cusano puede tomar de improviso
un giro malo y hacerse peligroso existencialmente: aparece, enton
ces, a la vista un perdedor en el sentido más fatal de la palábra, un
perdedor que concierne especialmente a todos aquellos que en
principio no habían tomado parte en absoluto en el juego por el
centro cristianamente identificado. Yjugar con la mirada puesta en
el centro significa apuntar al Padre, cosa que no podría suceder si el
Hijo no hubiera señalado al Padre como Padre241.
De una manera un tanto maliciosa, pues, el juego de bolos re
cuerda la necesidad de ser cristiano. En la intención del creador del
juego, los círculos de la diana representan nada menos que los pel
daños de la visión, que (supuestamente) sólo con la ayuda del Hijo
se dirige al Padre-centro. Eljuego descubre aquí su latente carácter
totalitario, puesto que excluye a todos los que no están dispuestos o
no son capaces de jugar con la mira puesta sólo en el centro mos
trado o alcanzado por Cristo, el lugar del «único mediador». Por
490
ello, fuera deljuego de bolos impera una noche sin perspectiva ni
esperanza; extra ludum nulla salas.
Dado que el centro que sólo se ve dentrodel círculo no puede verse fue
ra del círculo ni fuera de los peldaños de la visión eterna ni sin Cristo, tam
poco puede verse ahí la vida de los vivos ni la luz de las luces242.
Así pues, quien no juega según las reglas platónico-cristianas, él
mismo se ciega con respecto al centro del ser y abandona desde el
principio eljuego de bolos real, la aspiración al centro supuestamen
te mostrado sólo por el Hijo. Pero con eso no basta; Nicolás, des
pués de haberse meramente aventurado hasta ahora, va ya a lo que
le importa, ypresenta a Cristo como eljugador ejemplar deljuego
de bolos, el único que ha sabido hasta ahora lanzar su bolo de tal
modo que acertara plenamente en la diana parándose en el centro
del 10. Lo que la Edad Media llamó imitatio Christi se traduce en la
emulación de esa tirada incomparable. Es verdad que, por muy bien
que realicen sus tiradas, nunca jugadores humanos encontrarán la
misma trayectoria ni alcanzarán exactamente el mismo punto de re
poso: por una parte, debido a que Cristo, naturalmente, siempre se
rá el mejorjugador; por otra, porque, por la propia naturaleza del
asunto, es imposible que dos jugadores diferentes alcancen jamás
exactamente el mismo punto. Ser real significa para el Cusano ser
diferente. En este punto se identifican el argumento matemático y
el metafísico, de donde puede deducirse que tampoco un Cristo
que retomara podría repetir su tirada de manera exacta e idéntica.
Estejuego [. . . ] significa la salida de nuestra alma de su reino en direc
ción al de la vida, en el que domina la quietud y la felicidad eterna. En cu
yo punto central preside nuestro rey y dador de vida,Jesucristo. Cuando era
semejante a nosotros tiró el bolo de su persona (personaesuaeglobum)de tal
manera que se paró en el centro de la vida. Nos dejó un ejemplo: hemos de
actuar como él hizo. Y nuestro bolo sigue al suyo (globus nostersuum sequa-
tur)aunque sea imposible que un bolo diferente llegue a pararse en el mis
mo centro de vida en el que descansa el bolo de Cristo. Pues dentro del
círculo hay un número infinito de lugares y habitáculos. Pues cada uno de
491
los bolos reposa en su propio punto y átomo, que ningún otro puede al
canzar jamás. Tampoco pueden dos bolos estar a la misma distancia del
punto medio, siempre uno está más alejado y otro, menos»243.
Que sólo Cristo pudiera alcanzar el centro del 10 de modo irre
petible tiene, pues, dos motivos substancialmente diferentes. Uno
ontológicamente puntual: dos puntos no pueden estar en el mismo
sitio (una proposición que aplica el principio de la no-identidad de
lo diferenciable), por lo que para el Cusano, aunque es verdad que
con relación al centro absoluto hay un número infinito de aproxi
maciones, nunca puede darse la coincidencia de dos puntos. Otro
ontológicamente esférico: el privilegio de Cristo de ser el único que
puede jugar con una bola perfectamente redonda (gtobus personae
suae), so pena de que pudiera decirse que también el Dios hecho
hombre fue una bola ovoide244. Que Cristo haya mostrado cómo ha
cer diana (idealistamente: hénosis, identificación; psicoanalíticamen-
te: fusión imaginaria): eso es el Evangelio traducido a un lenguaje
deportivo. Para el Cusano hablar de «acertar al blanco» o «dar en el
blanco» es un giro bienvenido, en tanto que refuerza la causa del
centrismo. También la imagen de la diana contribuye a contrarres
tar los efectos descentrantes de los comentarios herméticos sobre el
centro que está en todas partes.
Parece que el Cusano se convenció en su última época de que las
temeridades místicas sólo producen, en definitiva, alboroto existen-
cial y social, y de que lo que importa en el peligroso tema de la bola,
esfera, es consolidar la ortodoxia cristológica frente a la especula
ción sobre fuerzas centrípetas. ¿No es la salvación, en última instan
cia, una cuestión de centrarse? Pero ¿cómo ha de poder apuntar el
alma a lo mejor, si el centro no puede ser mostrado, buscado, en
contrado como una magnitud estable? Centrum autem punctus fixus
est245: así es el tenor de las reflexiones cusanas, que no disimulan sus
preocupaciones conservadoras por el afianzamiento lógico del cen
tro. Ciertamente, para la percepción sensible y no ilustrada este cen
tro queda oculto, dado que la redondez perfecta siempre permanece
invisible, pero la meditación espiritual bien encaminada no puede
equivocarse completamente cuando recuerda que la bola de Dios
492
puede intuirse o considerarse intellectualiteráe dos maneras: una, ba
jo la idea del mínimo absoluto o del punto puro, que encierra todo
en forma simple en su redondez invisiblemente perfecta (omnia com-
plicans); otra, bajo la imagen del máximo o de la bola dimensionada
al todo, en la que reposa todo desplegado en grado máximo y que
por tanta perfección resulta invisible para ojos sensibles246.
Evidentemente, en la diana del Cusano la región que queda más
cerca del margen extremo no puede ocupar ningún lugar digno de
mención, dado que se juega exclusivamente en vistas al centro; el
ludus globi entero representa un ejercicio de centrado: «Parece que
toda la fuerza está escondida en el punto medio»247. Aquel cuya bo
la quedara en el anillo 1 sería prácticamente un alma condenada;
quien nunca jamás alcanzara el 10, estaría en peligro hasta el final.
Eljugador más reflexivo sería, en cualquier caso, aquel que medita
en sus tiradas cómo su bolo tambaleante atraviesa todos los pelda
ños del despliegue de lo existente, antes de que tuerza hacia el cen
tro -que recoge todo maravillosamente en sí- y se pare en su cerca
nía. Por muy extraño que suene: los nueve anillos del blanco cusano
representan los coros de los ángeles o de los peldaños del ser, que,
según la doctrina neoplatónica, emanan del Super-Uno y contienen
los prototipos de todo existente. Así pues, eljugador de bolos se di
vierte nada menos que con la ontoteología al completo. Ycon cada
tirada pone en juego todo el sistema de clasificaciones o distincio
nes católicas, la doctrina entera de las categorías. La diana o blanco
representa lo existente en su totalidad, y, ciertamente, en comple-
tud conceptualmente esencial.
Hay, pues, diez géneros diferentes de distinciones (generadiscretionum),
a saber, la divina, que se presenta en el punto medio y como causa origina
ria (causa omnium), y las otras nueve, representadas en los nueve coros an
gélicos. Y no son más, ni en número ni en distinción (nec numen nec discre-
tioni). De ahí resulta evidente por qué he representado así el reino de la
vida y por qué he asimilado el punto medio a la luz del sol, y por qué he
pintado los tres primeros círculos que le siguen ígneos, los tres siguientes
aéreos (aetheoros)y los tres últimos, que acaban en un negro de tierra (in ni-
gro terreno\ acuosos, por así decir248.
493
Que el negro usual en las dianas de los tiradores se convierta en
el Cusano en un blanco o dorado puede, quizá, considerarse como
un éxito de espiritualización. Pero con la representación de las co
sas, sobre todo de las exteriores, Nicolás de Cusa se adentra en un
terreno ilusorio y capcioso. El que lo existente esté repartido en
nueve coros -algo que expuso Dionisio Pseudo-Areopagita en su tra
tado sobre Lajerarquía celeste, y que asume el Cusano- sólo refleja en
principio los tres órdenes (ordinesj, subdivididos cada uno a su vez
en tres escalones, de las inteligencias angélicas, cada uno de los cua
les ocupa un rango teofánico propio y manifiesta un aspecto de
Dios: desde los espíritus superiores, cercanos a Dios, que conocen
todo a la vez por simple intuición (in divina simplicitate simul omnia),
hasta los ángeles del entendimiento discursivo -de menores presta
ciones, pero sí capacitados para la verdad, no obstante-, que ya se
emparentan de cerca con los intelectos humanos249. Que estas nue
ve esferas de espíritus suijan como anillos luminosos del centro
divino por una especie de propagación de ondas y, sin embargo,
siempre «permanezcan en el origen» de algún modo es algo que,
con buena voluntad de entenderlo, puede ratificarse -con intrín
seca coherencia y sin exaltados presupuestos doctrinarios- en con
formidad con las convenciones de la doctrina neoplatónica de la
emanación. Pero en el caso del Cusano no basta con esa cadena des
cendente de luces; pues las luces emitidas desde Dios en avances
progresivos y ordenados han de recubrir o satisfacer a la vez las re
giones de la totalidad cosmológicamente concreta: por eso ésta, co
mo muestra la diana, ha de presentar tres ámbitos y nueve escalones,
con un borde externo ciertamente oscurecido y tendencialmente
desespiritualizado.
Y con ello se manifiesta el desastre sistémico. Pues, aun con la
mejor voluntad, ese borde no puede interpretarse como instancia
ínfima de los mundos de luces y ángeles. Contemplémoslo otra vez
más de cerca: en el blanco cusano los tres anillos exteriores están
pintados de negro terreno y acuosamente para caracterizar simbólica
mente, según los elementos, la escasez de luz de las tres regiones os
curas. En la primera de esas zonas «terrenas» se encuentran las fuer
zas minerales, en el segundo anillo las fuerzas de los elementos,
494
todavía más difusas y más pobres de estructura, con las que se men-
tan, ciertamente, tierra, agua, aire y fuego. Del último anillo, que
lleva el número 1y representa materias subelementales, dice inclu
so eljocoso cardenal que figura el caos informe (figurat ipsum confu-
sum chaos): una región en la que las emanaciones del centro de luz
se habrían atenuado tanto que ya no consiguen ningún tipo de efec
to formal en la materia. De lo que se sigue que el Dios de luz (a pe
sar de su atributo «infinito») tiene un margen oscuro al que ya no
llega su capacidad de ordenación.
Aquí se hace evidente la contradicción del sistema. Si las propo
siciones teocéntricas tuvieran realmente el mismo significado que
las cosmológicas, o al menos fueran compatibles con ellas, ello sig
nificaría que el noveno coro del Areopagita y el primer anillo del
disco cusano, el caos informe, serían equivalentes. Pero esto es com
pletamente absurdo, dado que no significaría otra cosa que definir
el caos como teofanía y afirmar que la casi-nada, las heces, el polvo
húmedo conocerían a su modo a Dios. (Nota bene, ser luz significa: cap
tar a Dios desde un escalón determinado. ) Entre las premisas que
reconoce el Cusano un enunciado así es totalmente impensable.
Pues Nicolás recalca una y otra vez que sólo el alma inteligente del
ser humano puede llevar a cabo, en ascensión, el progreso (progres-
sio) desde lo informe a lo diferenciado (de confuso ad discretumf50.
Pero que lo informe (chaos confusum) sea una inteligencia, más exac
tamente: el noveno escalón, más alejado, de las inteligencias irra
diadas por Dios, es algo que no podría afirmarse ni con la voluntad
de sistema más desesperada.
Considerando la periferia del sistema esférico cusano se muestra
en toda su devastadora crudeza cómo se fuerzan, para conjuntarlos,
ambos constructos esféricos incompatibles, el teoperiférico yel teo-
céntrico: con el resultado de que aparece un resto considerable y
molesto, que convence al analítico de la insuperable deficiencia o
incorrección del constructo. Pues que el anillo noveno, y más aleja
do, de inteligencias angélicas en tomo al centro divino pudiera go
zar aún de la exquisita capacidad de conseguir verdades válidas, re
ferentes a Dios, con los medios del entendimiento observador y
deductivo: es una tesis de la que puede suponerse que cualquier no-
495
platónico medio curioso y que no crea en los ángeles puede ratifi
car con el estudio del modelo emanativo. Pero que en la periferia
de la esfera de Dios -como si fuera idéntica absolutamente al globo
físico del mundo- aparezca ahora, a la vez, un caos informe, en cier
to modo como limbo o infierno previo a la escasez de luz y abando
no de forma: éste es el caso más grosero imaginable de una transición
a otro género o categoría, que sólo es posible por un salto violento
de la teosférica a la cosmosférica. Para el problema que Plotino só
lo pudo soslayar con enigmáticas sentencias teomatemáticas y los
árabes con proclamas ortodoxas, tampoco encuentra solución in
cluso el más grande pensador de la Edad Media tardía. La solución
habría sido comprender que hay que prescindir de lo imposible e
iniciar nuevos caminos del pensar.
Ese oscuro margen caótico del disco cusano del mundo testimo
nia la persistencia, dentro de los arreglos idealistas más generosos,
del proyecto físico no absorbióle. Lo que en el modelo cosmológico
estándar era el centro oscuro, el espacio sublunar y su núcleo infer
nal, sin luz, en el modelo del centro-luz aparece removido a la peri
feria, aunque es verdad que no lastrado directamente con significa
dos infernológicos.
Mediante ello ha de conseguirse a la fuerza algo que resulta tan
improcedente como imposible: un «margen» del mundo que conti
nuara siendo completamente controlado por el centro. Pór impe
rativos sistémicos ineludibles, la periferia de la esfera de luz, defini
da como caos, aparece ahora como lugar de Dios débil, perdido,
lejano; el margen extremo se convierte casi en una nada y en un ex
tranjero ontológico, donde ya no valen los pasaportes de la luz. La
luz se convierte aquí en no-luz; más allá de ese umbral Dios se arrui
na por emanación en su otro completamente diferente; se hunde
tanto en lo caótico que ya no regresa desde allí a sí mismo, a su ple
nitud.
Que una fractura del sistema de tan elemental violencia se abra
-o más bien pudiera ser soslayada, para que nada se abriera- dentro
de las consideraciones más sutiles del mayor pensador de su tiempo
demuestra lo que quizá era de esperar de todos modos: incluso los
intentos más ingeniosos del autismo integral, que se presenta como
496
teología, de hacer del mundo algo inmanente a Dios están conde
nados a la producción de puntos débiles sintomáticos. En ellos se
delata la imposibilidad, sistémicamente condicionada, de encerrar
concéntricamente el globo del mundo en el globo de Dios. Por mu
cha analogía del ser: el maximus mundus no puede contener en sí,
sin contradicción, el magnus mundus. Como hemos visto, en el reino
neoplatónico de luz, al mundo real físico se lo relega tanto a una si
tuación exterior que ya no puede hablarse en serio de una inclusión
del mundo en Dios. Por su sombría marginalidad el mundo se con
vierte en impenetrable para el Dios central mismo.
Tampoco el paso a una perspectiva filosófico-natural podría me
jorar la situación del modelo cusano. En los estudios de historia de
las ideas relativos a la revolución de la imagen de mundo en la edad
moderna se acostumbra a poner de relieve, elogiosamente, al Cusa-
no como el predecesor de la idea de un universo, si no infinito, sí
sin límites, sin tener en cuenta que con ello sólo se celebra otra im
posibilidad; pues, dado que en la imagen teológico-natural del mun
do Dios se representa como entronizado «sobre todas las cosas», se
alaba al gran cardenal, de hecho, porque colocara a Dios en una le
janía inconcebible del mundo. Si se hubiera abordado al Cusano
con respecto a este riesgo blasfemo, sin duda él habría recurrido rá
pidamente a su modelo fundamental neoplatónico, pero sólo para
confirmar el resultado que ya explicamos: tendría que haber retor
nado a un mundo que a causa de su marginalidad excesiva se habría
vuelto irrecuperable incluso para el Dios central mismo. Por eso la
ceuvrecusana. remata en una ambigüedad monumental: el centrismo
conservador mantiene en jaque al infinitismo revolucionario, como
si una explosión fuera bloqueada en el instante de su encendido. A
la vista de este diagnóstico resulta quizá comprensible por qué los
influjos del Cusano en la posteridad son, casi sin excepción, de na
turaleza indirecta251. El pensador más poderoso de su época hubo
de malgastar sus fuerzas en la situación teórica más desesperanzada.
Así como en cualquier monismo hay necesariamente espíritus
renegados que hacen palpables los límites del espacio unitario, en
el mundo-uno de la metafísica de la luz existe también un resto opa
497
co -además, un resto del tamaño del universo físico casi entero-
que no se puede recuperar interpretándolo como un modus de la
luz en ámbitos más alejados del centro.
La relación de Dios y mundo puede regularse tan poco por la re
lación cuantitativa de lo máximo con lo grande como por la dispo
sición de la materia del mundo en la periferia de Dios. En cuanto
en este sublime sistema de irradiación se visualiza el mundo como
cuerpo extenso, pesado y compacto, va abriéndose paso hacia de
lante un residuo no-integrable, un exterior abultado, que obedece
a leyes propias, más exactamente: que obedece a no-leyes propias, y
que desmiente la inmanencia de todas las cosas en la esfera de luz.
Por tanto, en el mundus catholicus hay indudablemente materia
perdida, del mismo modo que en el margen o periferia del reino de
espíritus hay un sinnúmero de almas perdidas que dan vueltas en la
massa perditionis. Todo lo que se extravía es alejado de la esfera bue
na. Ycómo no: también en eljuego por el centro divino quedan se
gregados siempre un gran número de perdedores a posteriori (que
tuvieron una oportunidad) y uno mayor aún de perdedores a priori
(que no tuvieron ninguna oportunidad). Con ello, la pretensión evan
gélica del juego de ser un juego para todos se diluye en una parti
cular y polemógena.
Así pues, tampoco el catolicismo filosófico pudo lograr nunca si
no un sistema de exclusividad inclusiva: lo acostumbrado cultural
mente, por tanto. Por eso se quedó en una forma regional, en una
cultura en sentido antropológico, en un orden simbólico, que para
algunos lo significa absolutamente todo, mientras que para un sin
número de gente sólo representa una pared tras de la que se desa
rrolla un drama hermético y provinciano, que, dependiendo del
punto de vista, puede considerarse una tragedia o una comedia. Si
una forma católica, como forma de formas, hubiera pretendido in
cluir realmente todo lo existente «según el todo», káta hólon, y abar
car los mundos particulares en su diversidad inagotable, lo primero
que habría tenido que hacer es renunciar a su propio modo de ser
centrado. De hecho, una totalidad de totalidades, para poder ser
válida para lo que pretende, habría de difuminarse a sí misma y per
derse en las culturas de los otros: de modo parecido a como losje-
498
Transposición de la cosmología de cubiertas precopemicana
a la teoría política; la tierra fija, estable, de lajusticia es circundada
por las siete virtudes mayestáticas (o cubiertas planetarias); en tomo
a ellas se extiende el cielo de las estrellas fijas de los ministros,
héroes y consejeros. La reina abarca ese cielo como Dios
el firmamento; en John Case, Sphaera Civitatis, 1588.
Omnibus idem. Emblema del siglo xvii.
El sol único luce uniformemente
sobre Babilonia y Jerusalén.
suitas en China se convirtieron en mandarines y a como los prime
ros mensajeros del cristianismo asentaron pie en suelo indio como
sadhus ascéticos o doctos brahmanes. Cómo podría haberse realiza
do con gran estilo un tal olvido de sí voluntario y si siquiera había
de realizarse es algo que no se ha hecho evidente, en modo alguno,
incluso tras experimentos de quinientos años con la globalización
de la forma del mundo (política y epistémicamente) y con la crea
ción de formas de vida posmonoteístas (cultural y éticamente).
La decisión del año 1742 del Vaticano de prohibir a los misione
ros la asimilación a los ritos chinos e indios muestra muy a las claras
cómo en su primer gran prueba el universalismo europeo prefirió
el amor a sí mismo al amor a los otros252. Pero es dudoso que el cam
bio del catolicismo de la vieja Europa al pensar neohumanista de los
derechos humanos pudiera haber hecho justicia al impulso holísti-
co del hén kaí pán, en caso de que lo quisiera.
500
Rosetón de la catedral de Troyes,
siglox i i i . FotodeJohnGay.
¿Cómo imaginarse una «cultura sin centro»? ¿Ycómo concebir
al Uno, que da que pensar también como multiplicidad, de modo
que no pudiera caer bajo el monopolio de un único sistema? Todo
indica, mientras tanto, que la primera catolicidad del complejo ecle-
sial-colonial de la vieja Europa hace tiempo ya que se ha transfor
mado en la segunda catolicidad del mercado mundial de capitales e
informaciones. Comprender in actu este segundo universalismo es
el sentido de una filosofía que intenta diagnosticar la época: su
punto de vista o de fuga es una ontología del mundo liquidado en
501
dinero, convertido en liquidez financiera. En el capítulo que cierra
este volumen indicaremos qué puede significar ese cambio estruc
tural de la ecúmene desde el punto de vista esferológico. Allí nos
preguntamos, haciendo algunas alusiones a la reconstrucción filo
sófica de la globalización terrestre, por la historia y el estatus de la
última esfera.
502
Excurso 5
Sobre el sentido de la proposición no dicha:
La esfera ha muerto
Lo que más extraña en la parábola de Nietzsche del hombre lo
co que anuncia la muerte de Dios es su penoso anacronismo: ¿Quién,
sin la prueba del hecho mismo, hubiera considerado posible que to
davía en el umbral del siglo XX un pensador hiciera una escena his
térica a causa de las hipótesis bruniano-copemicanas? La obra pos
tuma de Copémico sobre las revoluciones de los cuerpos celestes
apareció (1543) no menos de trescientos cincuenta años antes de La
gaya ciencia, y ya habían pasado trescientos años desde que se pro
dujeron los primeros ataques de los filósofos de la naturaleza y de
los astrónomos a la venerable idea de la esfera de las estrellas fijas y
del cielo cristalino253. Cabría suponer que en la época de Nietzsche
ya hacía tiempo que el pensamiento cosmológico había pasado a la
orden del día, y que la gran reforma «del cosmos cerrado al univer
so infinito» no podía provocar personalmente a nadie.
De hecho, el siglo XIX no espera mucho, en general, del cielo fí
sico, cuya extensión infinita es aceptada ya por los legos como un
dato más entre otros; desde hace tiempo se ha esfumado el recuer
do de la época de las cubiertas, el geocentrismo se ha reducido a
una fábula lejana, las doctrinas milenarias sobre las esferas se con
servan nada más que como curiosidades de la historia de la imagen
de mundo, como testimonios de la ofuscación humana y como sig
nos admonitorios de la política católica de ignorancia. La fractura
entre religión y física se ha hecho oficialmente insuperable, y las
Iglesias, abatidas, han abandonado sus pruritos de magisterio filo-
sófico-natural. Por lo que respecta a las miradas al cielo y al hori
zonte del tiempo, el mundo ilustrado vive en un infinitismo sin lá
grimas, lleno de fe en la convergencia inenturbiable entre futuro y
progreso. El mañana pertenece a los telescopios más potentes y a
prestaciones sociales superiores, ¿de qué lamentarse, entonces?
503
En estas rutinas optimistas, bien ejercitadas, que parecen dar tes
timonio de madurez cosmológica, se introduce, reventándolas, el
hombre loco de La gaya ciencia, montando a los contemporáneos
una inesperada escena gótica. Nietzsche sacó de su sarcástico asilo
la figura del hombre del tonel, el archicínico Diógenes de Sínope,
para hacerle pasear, provisto también con su linterna, por una mo
derna plaza de mercado: esta vez buscando otra cosa que seres hu
manos. Del Sócrates furibundo de los antiguos, por medio de una
metamorfosis a la que contribuyeron lo suyo el platonismo y el cris
tianismo, ha resultado un exaltado monje mendicante, un predica
dor de cuaresma inusual, un acusador que quiere introducir a sus
oyentes en una frenética meditación de culpabilidad. Se trata, sin
duda, de un perturbado que se abrasa en hiperexcitaciones solita
rias, y que, como todos los auténticos dementes, quiere arrastrar a
los cuerdos a una locura compartida. ¿Qué podría volver más locos
a los seres humanos que el culpabilizarse de haber hecho algo de lo
que, incluso con la mejor voluntad, no se pueden acordar? El hom
bre loco sabe dónde ha de atacar: con la clarividencia del loco au
téntico se entrega a su misión de acusar a los seres probos que le ro
dean de un delito atroz e inconmensurable.
¿A dónde se ha ido Dios? , gritó. ¡Os lo diré! ¡Nosotros lo hemos mata
do: vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! . . . ¿Cómo consolamos, noso
tros, los más asesinos de todos los asesinos?
La insanity de esta intervención queda patente bajo dos aspectos:
por una parte, no puede comprenderse, sin más, cómo habrían de
llegar los seres humanos a explicar la invisibilidad de Dios, no por
su encubrimiento natural, sino como una ausencia en la base de la
cual hay un atentado; por otra, lo que no se puede entender de nin
gún modo es cómo a los presuntos asesinos no se les denuncia co
mo culpables, sino que se les compadece como necesitados de con
suelo. La confusa escena puede esclarecerse si se afronta desde el
espíritu de la psiquiatría comprensiva: quizá en el mensaje del hom
bre loco se esconde un núcleo de sentido que aparece en cuanto se
interpreta la escena como una concentración de diferentes dramas
504
mentales; algo así como una amalgama de dos escenas, la primera
de las cuales se desarrolló en el Gólgota y la segunda en Frauen-
berg, Prusia oriental; con Cristo como víctima, en el primer caso, y
Copémico como autor del crimen, en el segundo.
Así pues, cuando el loco lanza al mundo su grito «Dios ha muer
to» no sólo tiene por qué estar imaginariamente, como sería de es
perar, al pie de la cruz del Gólgota, más bien actuaría, a la vez, como
contemporáneo de la revolución bruniano-copernicana, y hablaría
no tanto del hijo de Dios que en la cruz declinó su espíritu cuanto
de la forma-Dios de Occidente, la esfera sacra más exterior, la cú
pula del cielo, que a causa del gran giro cosmológico del siglo XVI se había diluido en nada: en todo lo cual pueden considerarse cir cunstancias atenuantes tanto las reservas circular-conservadoras del canónigo Copémico como las cautelas de Kepler frente a la idea de un universo infinito. Según ello, el loco se movería en una escena interior, respecto de la cual está convencido que habría de hacer época también en la conciencia de todos los demás seres humanos; se habría convertido en testigo de un asesinato de Dios y habría vi vido un Viernes Santo cosmológico, al que no seguiría un cambio pascual, como sí siguió al del Evangelio: «¡Dios ha muerto! ¡Dios si gue muerto! ».
A esta lectura corresponde la manifestación de que «lo más sa
grado y poderoso que poseía el mundo hasta ahora» murió desan
grado b¿yo nuestros cuchillos: con esta expresión los asesinos de Dios
no parecen una coalición de judíos y romanos que crucifiquen al
Cristo, sino conjurados ante cuyas puñaladas sucumbe el César di
vino. Pero da igual si la primera escena recuerda los idus de marzo
o recuerda el Viernes Santo, en cualquier caso de ella se sigue el
motivo de un hecho inconsciente o incomprendido por sus autores:
así como los asesinos de César, que creían liberar la República del
dictador, no sabían lo que hacían, tampoco los actores del Gólgota
eran conscientes de en qué acción se habían dejado implicar como
cómplices.
Que el hombre loco, en sus delirios, no pierde de los ojos el pa
radigma evangélico se muestra, por lo demás, en su patética tesis de
que ese hecho haría época y de que cualquiera que naciera después
505
pertenecería ya, a causa de él, a una historia «superior»: si bien no
post Christum crucifixum, sí, sin embargo, post sphaeram occisam. En
cualquier caso, en esa salida a escena se trata de una oscura parodia
del Viernes Santo, pues la proclama del hombre loco no tiene el
sentido de preparar la verdad del domingo siguiente. Ese profeta
no está loco porque hable de la muerte de Dios, sino porque no ha
bla de su resurrección; está loco porque se entrega a la creencia de
que con su mala noticia podría anular y suspender los éxitos tradi
cionales de la recepción del bien.
«Dios ha muerto»: esta frase no contiene nada nuevo para los
cristianos, si se considera que la han meditado desde siempre en sus
depresiones de Sábado Santo; sin embargo, con la proposición con
secutiva «Dios sigue muerto» se presenta una nueva resistencia fren
te a lo pascual, que no se sabe cómo integrar en la vida de los oyen
tes. El hombre con la linterna es un loco porque quiere importunar
a sus semejantes con un problema, frente al que no saben qué ha
cer para experimentarlo como suyo. Para suerte suya, no ven aún lo
que ve el loco, y mientras no lo vean no les importa lo que debería.
Así pues, en el fondo de su excentricidad, en el ser humano loco lo
que actúa no es confusión o trastorno; le impulsa la lucidez inso
portable de quien ha perdido la capacidad de participar en los
autoengaños, llamados sanos, de los demás. Está loco por un exce
so de potencia visual; ya no consigue mentirse en orden -engañar
se como si estuviera en orden él mismo y el mundo-. Ve con ojos
demasiado buenos lo peculiar de la nueva situación: cuando los
nuevos cosmólogos, tras Copérnico y Bruno, derribaron las cubier
tas planetarias y el firmamento, hicieron excéntrica la tierra y la
abandonaron a una inestabilidad cósmica para la que no estaba pre
parado ningún habitante de ella.
No obstante, hay que ser filósofo o teólogo para vivir una catás
trofe de imagen de mundo como si se tratara de una debacle del
propio sistema mental de inmunidad. Está fuera de duda que, de
acuerdo con su diseño evolutivo, los seres humanos no están pre
parados para conocimientos enfriadores de ese tipo: aunque la ma
yoría tampoco se resfrían por el nuevo conocimiento, porque, de to
dos modos, incluso en la llamada gran cultura, piensan y sienten en
506
formatos de inmunidad más pequeños, regionales y caseros. Para la
gran mayoría, con la respuesta a la pregunta de si hay un firma
mento, o no, no se decide mucho; para ella no existe «enfermedad
de muerte» alguna, cosmológicamente condicionada. Tras la aboli
ción de las cubiertas cósmicas, sólo para los pocos que utilizan el
formato metafísico para su propia forma de inmunidad -para los
adeptos a los libros, los intelectuales, los supersensibles- se plantea
también de forma existencial la pregunta de si pueden transfor
marse en seres capaces de arreglárselas con la nueva verdad.
El hombre loco es el individuo aventurado, cosmológicamente
despierto, de la Modernidad: el primero que ya no puede hacerse
ilusiones sobre la situación de la tierra. En sus hiperexcitaciones ex
perimenta el trauma de nacimiento del planeta abandonado a la in
temperie como si fuera el suyo propio; siente la caída de la tierra
fuera de las cubiertas imaginarias que le habían cobijado en el inte
rior de la totalidad divina durante una época de gestación de mile
nios; documenta su tambaleo precipitado -«hacia atrás, hacia el la
do, hacia delante, hacia todas partes»- como si lo experimentara en
su propio cuerpo; siente personalmente el frío de estar fuera, aque
llo de «noche y más noche», el vacío consuntor y la sensación de de
sierto y de extravío irreparable. En una palabra, el hombre loco no
es más que el síntoma histérico de la humanidad instruida: sin co
bijo, sin cubiertas, expuesta a la intemperie en la edad moderna. Po
ne a prueba la unidad de ilustración y pánico: vive la claridad y de-
socultamiento como existencia desnuda, sacada fuera, fuera de
quicio y envoltura.
El momento anacrónico de la salida a escena del hombre loco se
explica, entre otras cosas, porque sólo en los días de Nietzsche ha
bía llegado a su fin, incluso para los doctos, la época de las cons
trucciones auxiliares contra el vacío exterior: el reencantamiento
del espacio vacío como extensión de Dios en la teología de Newton
había fracasado, finalmente, como puro nihilismo gravitacional; los
intentos de la imaginación cósmica moderna de guarnecer lo in
menso con una multiplicidad variopinta de mundos se despacharon
al final como extravagancias literarias. Parece que por primera vez
en los días de Nietzsche se someten a prueba y se rechazan como
507
ineficaces todos los antídotos contra el desamparo cósmico. A par
tir de ahora hay que combatir con nuevos métodos la debilidad in-
munológica ontológica de los sujetos modernos.
Así, llevada a su contexto auténtico, la gran expresión de la
muerte de Dios significa algo completamente diferente a lo que es
tán acostumbradas a ver en ella las lecturas vulgares de cualquiera
de los partidos interesados; comprendida desde sus propias condi
ciones, trata del sentido de la pérdida de la periferia cósmica, del
desmoronamiento del sistema metafísico de inmunidad, que había
sostenido, dentro de un último formato, el imaginario de la vieja
Europa. Habla de la necesidad, que presidirá toda vida futura, de
afirmarse, gracias a su autoayuda inventiva, frente al hecho origina
rio de la edad moderna: una debilidad inmunológica metafísica, ad
quirida por ilustración. «Dios ha muerto» significa en verdad: la es
fera ha muerto, el círculo de amparo ha sido explosionado, el
encanto inmunológico de la ontoteología clásica se ha vuelto inefi
caz, y nuestra creencia en el Dios de lo alto, sin el que hasta ayer no
caía siquiera un pelo de la cabeza de un mortal, ha perdido la fuer
za, el objeto, la esperanza: pues lo alto está vacío, el margen ya no
da consistencia al mundo, la imagen se ha caído del marco divino.
Yjunto con la imagen, también los seres humanos hubieron de sa
lirse de su armadura de fe, y desde entonces existen sólo como en
caída libre. Tras el atentado científico al círculo de cobijo, el encan
to personal de la geometría quedó liquidado. Inmanentes son los
seres humanos sólo al exterior: hay que vivir con esa complicación.
Pero ¿cómo puede garantizar el exterior la forma de inmanen
cia o el albergue interior? Es verdad que la ingeniosa solución pro
visional del siglo XVII de divinizar el espacio infinito mismo y espa-
cializar al Dios infinito -un camino que tomaron pensadores como
Henry More o Malebranche- consiguió retardar el estallido de la
crisis atea, pero no logró detenerlo254. En el espacio desencantado
los individuos pueden sucumbir ante los resfriados más triviales, las
ofensas más cotidianas, si no consiguen cobijarse dentro de una se
gunda inmunidad, que habría que movilizar con potenciales pro
pios, sin consideración al marco trascendental. Si la antigua religión
fue el amuleto natural de la primera salud, una salud poscopemi-
508
cana habrá de servirse de amuletos superiores y artes de inmunidad
más complejas.
Con ello sale a la luz una razón objetiva para las asincronías en
la reserva de mentalidad de las sociedades modernas: mientras que
unas, como por una demora milagrosa, pueden creer todavía en un
ser objetivo ordenador, las otras ya han comenzado a entender que
están condenadas a construcciones propias de orden. Los teólogos
se van, llegan los diseñadores. Entre ellos impera la ley de los ma
lentendidos, que desune irremediablemente a quienes con métodos
asaz diferentes han de solucionar el mismo (aunque exactamente no
el mismo) problema. Por eso, la salida a escena del hombre loco da
testimonio ya, con toda energía, de la aparición de la fractura de la
mentalidad: «Llego demasiado pronto», dice después, «no es tiem
po todavía». Pues mientras que los pocos que hoy sufren las enfer
medades de mañana han colocado en su orden del día la invención
de una segunda salud, la mayoría vive aún como si no hubiera pa
sado nada, en la robustez primera aunque con un vago mal humor,
no pocas veces en una airada falta de comprensión frente a las preo
cupaciones de aquellos que están condenados a operar con com
plejidades superiores. Del roce inevitable entre ambas clases de in
munidad surge lo que desde el punto de vista del diagnóstico de los
tiempos ha de considerarse como la tensión fundamental de la Mo
dernidad: la confrontación entre desilusiones a la ofensiva e ilusio
nes a la defensiva. Economía de Ilustración: el mercado libre de los
desencantos molestos y la libre elección del ilusionista que cure.
La guerra de los sistemas de inmunidad es la realidad de lo real
en la era posterior al asesinato de Dios: se dirige como si se tratara
de una guerra mundial de las profundidades, entre ingenuidad y
no-ingenuidad. ¿Quién podría afirmar que abarca con la vista los
frentes de este acontecer belicoso? Precisamente porque en muchas
partes han perdurado, casi intactos, los posicionamientos de los an
tiguos sistemas simbólicos de inmunidad, la noticia de una «su
puesta» muerte de Dios puede rebotar en ellos como una informa
ción externa. Por lo que respecta al hombre loco, está convencido
de que, también a los ingenuos de hoy, les llegará un día la hora en
la que se romperá su inmunidad apoyada en la ilusión:
509
La luz de los astros necesita tiempo, los hechos necesitan tiempo, in
cluso después de realizados, para ser vistos y oídos. Este hecho les resulta to
davía más distante que los más distantes astros: ¡y sin embargo ellos han hecho
lo mismo! TM
Es la maldición del hombre loco saber, ya en el momento del he
cho, lo que para la mayoría sólo devendrá experiencia interna en el
lejano futuro y mucho tiempo después: que se trata de un delito co
metido entre todos, por el que se destruyó a Dios y el sistema de in
munidad del ser: un crimen debido a insolencia intelectual, un cri
men alevoso cometido por consecuencia con el pensar, un delito de
curiosidad, por el que salió a la luz una verdad con la cual los seres
humanos no están, en principio ni la mayoría de las veces, prepara
dos para vivir. El hecho de que aquí se recuerde, y por dos veces, la
luz de las lejanas estrellas no sucede casualmente, pues el auténtico
escenario del asesinato de Dios no es otro que la cubierta extrema
del viejo cielo de éter, la esfera de las estrellas fijas, que había su
cumbido bajo las puñaladas de los conjurados: Digges, Bruno, Gali-
leo, Descartes y otros muchos. Para todos esos avispados autores del
crimen vale la palabra del Señor: no saben lo que hacen, dado que
ninguno de ellos podía ser consciente de que, con su anulación del
último cielo protector y cobijante, perpetraban un alevoso crimen
teológico-inmunológico, del que siglos después aún hará causa de
queja el hombre loco.
Desde el punto de vista de Nietzsche, la muerte de Dios aparece
como una especie de catástrofe climática producida por el hombre.
dería en sus emisiones, el creador perdería su prioridad ante las
criaturas; el Dios disipador tendría que estallar y difundir eterna
mente, sin poder recoger ni reconocer nunca.
Mientras sea preciso recurrir a representaciones centralistas, la
fuente ha de poseer el privilegio, constitutivo para la unidad-todo,
de recoger de nuevo sus rayos enviados y unirlos; de otro modo, se
trataría sólo de una reacción en cadena, semejante a una explosión
nuclear, y la luz sólo sería el soporte de una diseminación irrecupe
rable; dicho contemporáneamente: un gasto sin beneficio alguno.
Si no tuviera lugar la vuelta de la luz, la monarquía del punto me
dio, toda la economía del centro, correría peligro, y una vez aban
donada ésta, la teología especulativa como tal habría terminado.
Precisamente de esa ley de la vuelta trata, con extrema conden
sación pero de modo suficientemente explícito, la poderosa defini
ción primera del libro de los veinticuatro filósofos: «Dios es una mó
nada que engendra una mónada», cuya segunda parte dice: in se
unum reflectens ardorem, que Kurt Flasch, con tanto atrevimiento co
mo exactitud, traduce: «Yla hace retroflexionar hacia sí en un úni
co soplo ardiente», donde «la» se refiere inequívocamente a los ra
yos que regresan, es decir, a la mónada engendrada, como todo, de
la que se puede mostrar que no significa otra cosa que la suma de la
luz irradiada en tomo, luz que desde el margen de la esfera de luz
es retroproyectada al centro. No en vano ya en la primera de estas
definiciones de Dios se plantea la pregunta por la reflexión o re
greso-a-sí, dado que sin ello Dios sería nada más que un reactor de
luz, y no un proceso de conocimiento. Pero precisamente esto últi
mo es lo que él tiene que ser en una cultura especulativa como és
ta, que subraya la omnisciencia, puesto que en ella subsiste Dios sólo
en la medida en que se afirme como omnisciente-creador-de-todo.
Y está fuera de duda que sin la reflexión salvadora los rayos envia
dos por él se perderían en una «mala» infinitud sin retorno y no vol
veríanjamás al punto.
471
En Leonhard Euler, Cartas a una princesa alemana, 1768.
Dios sólo pudo y hubo de ser representado como esfera porque
únicamente la forma esférica consiguió prometer el autocobijo de
la vida libre y expansiva -se entienda pan-psíquica, vitalista o noéti-
camente- en una estructura abovedada de espacio interior. Si la vi
da sólo fuera de antemano una estancia en lo exterior, si no tuviera
que procurar mecanismos de inmunidad, ni que atender a intereses
de cobijo tanto a pequeña como a gran escala, no se necesitaría ha
blar de círculos y esferas salvo en el último peldaño de su autoin-
terpretación metafísica; pues entonces no habría nada que necesita
ra refugiarse en la forma solidaria y coaligante. La simple presencia
de cosas en el espacio no tiene pretensiones morfológicas, ni gene
ra dificultades con respecto a la idea de que algo sale y no vuelve.
Pero cuando el imperativo inmunológico está metido en la cabeza
-se podría decir también: cuando de lo que se trata es de pensar, en
sentido enfático, una vidé22- el motivo del círculo se impone, pues
to que a él viene asignado more geométrico, ineludiblemente, el peso
principal del aseguramiento del espacio interior y de la conforma
ción del borde del mundo. La vida quiere expandirse libre de mo
vimientos y, sin embargo, experimentar el privilegio de poder habi
tar dentro de un límite endógeno.
(Habitar es, por citar una definición contemporánea: «Cultura
de los sentimientos en un espacio cercado»223; una frase que conlle
va filosóficamente las consecuencias más ambiciosas cuando se ad
mite que el único cerco lógicamente satisfactorio sólo puede pro
porcionarlo el hén kaípán. )
Por eso, incluso un Dios que juega con el fuego infinitista no
puede estar fuera de quicio, fuera de todo límite y atadura; el im
perativo morfológico vale también, y hasta el final, para sus rela
ciones internas más expansivas. Por eso, pues: in se refiectens. Sale de
sí y regresa a sí: esto es lo que había que retener en la primera pro
posición de éste, el más excesivo de todos los discursos sobre Dios.
El ardor, el soplo ardiente, creador de esferas en derredor, que él,
el punto originario, ha lanzado fuera de sí -ése es precisamente el
sentido de hablar de la creación de una mónada por la mónada-
tiene que volver a su emisor sobre un arco de luz, por así decirlo.
Como en la aritmética trivial, también en Dios uno por uno es uno;
473
Paul Klee, Límites de la razón, 1927.
la mónada que se multiplica por sí misma genera de nuevo una mó
nada, pero esta operación, a diferencia de la profana matemática,
posee fecundidad teosférica, ya que «explícita» algo implícito: a sa
ber, la identidad del inextenso punto-uno, o mínimo, y de la om-
nienvolvente esfera-uno, o máximo (por el momento, dejamos de
lado la imposibilidad cosmológica de una esfera así). Desde el bor
de de lo máximo, los rayos provenientes del núcleo vuelven a rom
per contra el núcleo. En el caso de un principio tan protuberante
como el Dios-luz monádico, menos que una contraprotuberancia,
la tremenda recogida de una tremenda erupción, no basta para dar
la forma de la unidad a la luz desencadenada. Por eso Dios es una
esfera, a la vez en calma y en explosión. Sólo porque reverbera o re
fleja lo que fue irrradiado, todo estallido viene compensado por
reflexiones. A todo derroche corresponde una recolecta, a toda
emisión una absorción. También en el Dios hermético, pues, tiene
sentido la rotación; pero las revoluciones astrales se han converti
do ahora en círculos de reflexión, los ciclos de éter en movimien
tos circulares del concepto. (También a esto preparó el terreno el
neoplatonismo en todos sus puntos decisivos224. ) Si fuera de otro
modo, las irradiaciones centrífugas tendrían que proseguir su viaje
hasta acabar en lo irreflejo; el mundo estaría en crónica evasión del
origen: cosa que, por cierto, es el dilema de las teorías contempo
ráneas de una explosión originaria, que ofrecen como fábula ex
plicativa del mundo una instantánea del estallido de un algo-co
mienzo, falto de reflexión, a partir de un punto hiperdenso,
hipercaliente225.
Unus ardor: tiene que ser un único (uno y el mismo) soplo ar
diente el que genere la esfera a partir del punto y, acto seguido, me
diante un viraje hacia atrás espontáneo, libre y preciso, la llame a su
punto de partida. Si las reflexiones fueran forzadas por resistencias
exteriores tendríamos un Dios obligado: lo último, ciertamente, que
quiere oír un teósofo. Para que Dios no sea obligado, los giros de la
luz tienen que ser caminos libres de regreso a casa, en los que no
puede desempeñar papel alguno la coacción de las circunstancias o
de las contrafuerzas. En el regreso ha de dominar la misma libertad
y la misma fuerza rebosante que en la primera salida de la fuente.
475
En una palabra: el (re)conocimiento no ha de ser menos espontá
neo (y fecundo) que la producción.
A losjuegos luminosos del Dios palpitante pertenecen, por ello,
dos delirios, dos orgasmos, dos contentos: cada uno por sí mismo
una satisfacción inmensa, pero sólo ambos juntos, sin embargo, la
totalidad de eso que puede ser deseo de consolidación eterna en
Dios. El motivo de ese doble deseo inmenso es la simetría entre ge
nerar y (re)conocer, que se comportan mutuamente como emisión
y retomo, o como eyaculación y autoafirmación del deseo. El pun
to culminante de la extraversión creadora es confirmado y conti
nuado por el punto culminante del recogimiento reconocedor, y es
to en una autorrenovación sin fin. Estos movimientos no se
llamarían ardor, arder y soplo ardiente, si no remitieran a una fibra
vivencial por la que ambos puntos culminantes se entrecruzan. Así
hay que entenderlo, cuando en un pasaje poco comentado del
Maestro Eckhart se dice: «Dios es efervescencia que genera un pun
to culminante a partir de otro punto culminante (apicem ab ápicej»;
una proposición a la que parece hacer reverencia aún Hegel cuan
do en un paszye comprometido, con una cita poética, hace que el
absoluto «espumee» en autorreflexiones como si fuera en copas o
cálices226.
Si se reúnen los comentarios a la primera y a la decimoctava de
finición, la famosa y trascendente proposición segunda queda tan
elucidada que sólo subsiste en ella un resto que aclarar, un resto
problemático ciertamente, de implicaciones revolucionarias con res
pecto a la imagen de mundo.
Dios es la esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunfe
rencia en ninguna.
Con buenos motivos podría mantenerse la opinión de que esta
tesis, literalmente excéntrica, de teosofía hermética de la alta Edad
Media fue la bomba de relojería -quizá ya en marcha desde la Anti
güedad tardía- que un día lejano habría de explosionar desde den
tro el cosmos aristotélico bien redondo, catolicizado: un asunto al
que el giro heliocéntrico de Copémico vino a complementar en un
476
escenario extrateológico. Queda por aclarar, efectivamente, el adje
tivo, aparentemente introducido de modo convencional, «infinita»,
que depara a la esfera divina una nota peculiar, matemáticamente
dudosa o poco clara. Pues ¿cómo puede subsistir aún la representa
ción esférica -a la que, sin duda y ante todo, caracteriza como tal
una periferia finita- en una sphaera como ésta, a la que se califica
abiertamente de infinita? Todavía resuena en este atributo aquella
antigua doctrina según la cual la esfera y el círculo poseen una infi
nitud buena o cualificada, porque, volviendo incesantemente a sí
mismos, unifican en sí la falta de comienzo y la falta de fin. Pero ya
se escucha a un concepto más moderno de infinitud anunciar sus
reivindicaciones; no puede rechazarse del todo la idea de que la es
fera hermética ya no sólo posee la infinitud de la rotación y de la
reflexión en sí, sino también la infinitud de la extensión. Ahora, el
calificativo de «infinito» podría aplicarse ya al valor del radio o del
diámetro, y si se cayera en esa tentación, sí, si se contemplara esa
probabilidad, quedaría arruinada la magnificencia católica, junto
con sus coros, susjerarquías, sus costumbres centrocráticas invete
radas, inmemoriales. En cuanto el diámetro alcanza el valor de infi
nito la periferia pierde su carácter de bóveda, ya que el contorno de
un círculo infinito hay que dibujarlo recto. Así pues, el interior del
seudocírculo se pierde en lo inmenso. Ya no hay interior alguno; la
geometrización del espacio inmune ha fracasado para siempre; aca
bó el proyecto alma del mundo. Todo está fuera.
Las consecuencias del giro infinitista son incalculables. El esta-
blishmmt-Xxascendencia. entero tuvo que ser barrido fuera a causa de
la devastadora colocación del centro en todas partes: pues en lo in
finito pierde todo punto de apoyo la idea sacerdotal de que deter
minadas personas e instituciones estén «más-cerca-de-Dios». Cierta
mente no nos las habernos aquí con un dogma cosmosférico, ni,
sobre todo, con uno político-eclesial o crítico-romano, sino con una
tesis, sobre cuya pertenencia a un experimento teosófico-teosférico,
difícilmente realizable para los profanos, no existe duda alguna. Pe
ro, dado que la confusión -constitutiva para el efecto-universo cató
lico- entre los campos teológico y cosmológico de enunciados posi
477
bilita y favorece el intercambio puntual de doctrinas, resulta natural
que la arriesgada infinitización de la esfera de Dios comporte con
secuencias para la construcción o, más bien, destrucción, del siste
ma cosmosférico-geocéntrico. Es verdad que el drama de la Moder
nidad «Del mundo cerrado al universo abierto», que Koyré tipificó
en el título de su estudio, sólo llegará a su culminación en su pro
pio campo y con argumentos típicamente sistemáticos, pero la fie
bre infinitista salta de la dimensión teosférica al campamento de los
cosmógrafos y cosmólogos. El fenómeno Bruno muestra claramen
te cómo el espíritu de la des-limitación saca a Dios y al mundo, a la
vez, de sus viejas fórmulas.
Después de Copémico, el universo tuvo que hacerse repetir, con
buenas razones, que ya no podía ofrecer a los habitantes de la tierra
la antigua seguridad de las cubiertas; la edad moderna y la Moder
nidad pueden caracterizarse inequívocamente por una reestructu
ración radical de las relaciones de inmunidad. Pero no son Copér-
nico, Digges y Bruno quienes, en un proceso de daños relativo a la
historia de las ideas, hubieran de responsabilizarse por consecuen
cias a largo plazo del infinitismo. Pues, si se entienden bien las co
sas, mucho antes de sus tesis cosmológicas la existencia humana ya
había perdido todo estado de seguridad en el Dios desbaratado por
el hermetismo. La teosfera infinitizada ya no procura protección al
guna: pone en libertad. El Dios de los teósofos herméticos se ha
convertido del todo en un Dios inquietante, no-cobijante, en el que
no se alcanza a ver cómo podría cumplir su tarea inmunizadora pa
ra un mundo finito y para inteligencias finitas. Ese Dios, pensado es
peculativamente más allá de antes, quizá hasta el final, no sólo ha
perdido todo matiz de temple personalista: ni siquiera posee ya una
única propiedad evangélica; con él no se puede fraternizar como
con el Cristo. Tampoco se ve ya en él cómo la geometrización del
espacio interior ha de lograr todavía sus efectos inmunizadores (en
términos de la antigua Europa: edificantes) para la cosmo-espacio-
visión humana.
Ese Dios, cuyo centro estaría en todas partes y cuyo contorno en
ninguna, ya no se puede utilizar como vallado morfológico frente al
exterior sin más. Gracias a sus exaltaciones especulativas se ha con
478
vertido él mismo en una fuerza excentrizadora de la mayor virulen
cia; pensar en él aniquila los pequeños derechos domiciliarios de las
almas, que para su salvación recurren a capillas privadas, paisajes,
prerrogativas y grandiosidades. Su reino no es de este mundo inte
rior; su esfera ya no puede ser habitada como esfera íntima por cual
quiera. Quien medita en ese Dios sale más allá, fuera, a lo desme
surado, inconsistente, extrahumano: como si el pensamiento más
frío en el vacío del universo y la separación más amarga de lo pró
ximo y querido pudieran sostenerte jamás. Quien, a pesar de todo,
quiera seguir creyendo tendrá que acudir a un Dios que habría de
sechado lo íntimo y redondo. Pero ¿quién podría imaginarse a sí
mismo en relación con ese monstruo teomatemático?
Comprender la conexión entre la muerte de Dios y el infinitis-
mo teológico es algo que cuesta trabajo a los abonados a una teolo
gía cómoda en todo acantonamiento confesional, y tanto más cuanto
con mayor gusto se aferran a la ilusión de que el desmoronamiento
de la religión y la liquidación de la patria por la modernización han
caído sobre ellos como una fatalidad externa, injusta y no deseada.
No entienden que una de las fuentes del proceso de la Modernidad
sea la teología misma, pues son los teólogos, sobre todo, quienes
han de hacerse responsables del infinitismo. La modernización teo
lógica se lleva a cabo como lucha entre un viejo Dios, concebido re
gionalmente, que podía ser invocado como cómplice de proyectos
tribales, étnicos e imperiales de salvación, y un nuevo Dios, excén
trico, incomprensible-infinito y no utilizable, que no guarda las es
paldas a ninguna potencia, ni hace que luzca la aureola del más acá
sobre metrópoli terrena alguna: un Dios que no perdonaría a nadie
que pretendiera afirmar que existe.
Por eso es absurdo afirmar que la excentralización o descentra
lización europea comenzó político-intemacionalmente, teórico-in-
temacionalmente, teológico-intemacionalmente en el año 1945,
una fecha que sólo es de importancia porque a partir de ella inclu
so el último viejo-europeo hubo de hacerse cargo de la situación
(así pues, una vez más: Hans Sedlmayr y la «pérdida del centro»). El
auténtico proceso de descentralización obedece a impulsos que se
remontan al auge de la ola mística en el umbral del siglo XIII. La
479
mística es la debilidad inmunológica adquirida de las ontologías re
gionales; uno se cierra a causa de un contacto no protegido del pen
sar con el concepto agudizado de infinito. Una esfera cuyo contor
no no estuviera en parte alguna porque su centro está en todas; una
esfera cuyo centro no se puede encontrar porque su contorno se
pierde en el infinito: quien realmente se hubiera interesado por el
centro perdido, habría dirigido sus indagaciones, en primer lugar,
al contorno perdido del Dios infinitizado de la edad moderna. En
esos análisis se habría puesto de relieve que la teología infinitista es
la fuente fundamental del nihilismo. Ella es responsable de la equi
valencia entre ser-ahí e inseguridad; ella es la negación inicial de to
das las demandas humanas de inmunidad.
Circumferentia nusquam: con ese en-ninguna-parte, con esa supe
ración de los límites finitos de protección inmunológica, comienza
el largo camino de la Modernidad dentro de la supremacía del ex
terior infinito. Con él el pensar-del-ser se desacoplará de los intere
ses de lo vivo227; el ser adopta los rasgos de presencia homogénea y
disponibilidad neutral. Sólo por una multiplicación cuantitativa in
cesante se mantiene despierto en ese ser esterilizado un recuerdo
descolorido de lo que se llamaba una vida. La existencia en un Dios
de tal modo excentralizado equivale a habitar en el exterior sin sue
lo y sin contorno.
Eljuego final hermético de la teología introduce, pues, la úldma
transferencia de microsfericidad a macrosfericidad: con la absurda
consecuencia de que la esfera infinita abandona su función cobi
jante. Quienes están dentro de ella pierden su inmunidad y su co
bijo. Con el infinitismo teosófico surge una forma de religión en la
que Dios decepciona sistemáticamente a sus creyentes. Él es siem
pre aquel del que no se puede esperar nada. Sí, simplemente seguir
creyendo en él resulta para los implicados un negocio inmunológi-
co ruinoso. El monstruo místico-matemático toma siempre más de
lo que da y se convierte en un depósito central de esperanzas de se
guridad irrealizables. Este efecto es tan antiguo como el plotinismo,
en el que por primera vez la esfera espiritual fue distinguida expre
samente con el predicado «infinita». Pero el pensamiento neopla-
tónico vivía aún de la transferencia de lo vivo a lo geométrico, de la
480
proyección de una vitalidad finita al horizonte de lo infinito. Ex
plotó la circunstancia de que los seres humanos, mientras se crean
aliados suyos, tienen mucho de sobra para lo monstruoso; asignan
al Dios no-cobijante la inmunidad que le presuponen, pero de la
que, si se fijan con atención, ya no encuentran rastro alguno en él>
dado que en lo infinito se ha perdido el sentido de ser-en. Contem
plan también lo infinito con ingenuidad inquebrantable, todavía
como cómplices del afianzamiento de la vida mortal, tal como Boe
cio lo fijó en su clásica definición de eternidad (aetemitas) como «po
sesión ilimitada, y a la vez perfecta, de la vida»228. La vida se convierte
en el mecenas de la no-vida.
Fue el secreto de la metafísica rodear con el brillo de lo vivo pre
cisamente aquellas ideas que lo dejan en la estacada. Esa es la razón
de que la monstruosidad teomatemática de la «esfera infinita» pa
rezca iluminada, eventualmente, por una apariencia de vida; y por
ello pudo Hegel enseñar todavía que el «interés general del espíri
tu en la historia» es «llegar al ser-en-sí infinito de la subjetividad»:
un programa que ofrece un señuelo holista de inmunidad que, aun
que conforma un «ser-en-sí», no serviría de cobijo a nadie.
Para la autoarticulación del pensar moderno fue más importan
te, ciertamente, el giro romántico hacia la naturaleza que la consu
mación de Hegel de la metafísica en la vida de nadie del espíritu. La
filosofía romántica de la naturaleza consiguió crear un concepto de
repercusiones incalculables, que puso tan a las claras por primera
vez la esencia de la metafísica, el anhelo de seguridad del sujeto
dentro de una alianza ontológica incorruptible, que, aunque con
trovertido, nunca más pudo ser olvidado. Precisamente en el punto
en el que la demanda de seguridad del sujeto se funde con el mo
tivo de infinitud, surge el explosivo concepto que en los siglos XIX y
XX fuerza al pensar a salir de sus formas tradicionales: el incons
ciente. Este concepto significó un intento de hacer que incluso un
todo infinitizado diera un giro todavía hacia la protección de la vi
da: lo que, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, sólo podía su
ceder en forma de postulado. En su neblina escolástica, que sólo
permite que la vista alcance a tres generaciones, los freudianos per
dieron la dimensión histórica y la estructura lógica de su concepto
481
fundamental, y no saben que el inconsciente surgió de la última
transferencia de la forma interior, a saber, de la proyección al infi
nito del interés por la inmunidad de una vida: de la pretensión, por
tanto, de que una totalidad natural infinita habría de seguir cum
pliendo la función protectora de la envoltura divina de antaño. Pe
ro, dado que las transferencias o proyecciones al infinito fracasan a
causa de falta de apoyo objetivo, la transferencia o la proyección co
mo tal tiene ahora, por fin, que fijarse en sí misma: losjóvenes he-
gelianos, como primeros críticos de la transferencia, ejercitaron es
to con sus análisis de las proyecciones de lo humano a lo divino (y
de lo hecho a lo inventado).
De hecho, la psicología, como estudio general de imágenes de
transferencia y espacios de transferencia, presupone la muerte de
Dios, es decir, el estallido de la monosfera y el despertar de la auto-
hipnosis monoteísta. El inconsciente del temprano siglo XIX es la hi-
póstasis médico-ontológica de una virtud curativa absoluta que ha
de manifestarse ella misma en la naturaleza infinita como poder di
rigido al bien pro nobis. Con este concepto de inconsciente la inmu
nidad en general se hace pensable por primera vez, a saber: como
concepto límite entre biología y metafísica229. Una vez que se volati
lizaron las exageraciones panteístas de la idea romántica de salva
ción, el motivo inmunológico quedó sin adornos teológicos. El ca
mino estaba abierto para una praxis inmunológica interpersonal
que alcanzó un formato practicable en la «situación analítica».
En el campo de la filosofía, el desencanto por el Dios inutiliza-
ble y por el estar-ahí con manos vacías frente a una infinidad muer
ta fue algo de lo que se trató por primera vez hacia el final del siglo
XIX. Nietzsche anota bsyo el título «En el horizonte de lo infinito»:
¡Hemos abandonado tierra firme, nos hemos embarcado! ¡Hemos deja
do el puente atrás, más aún, hemos roto nuestra vinculación con tierra fir
me! ¡Ea, barquita, toma precauciones! A tu lado está el océano. Es verdad
que no brama siempre y que de cuando en cuando está ahí, quieto, como
seda y oro y ensueño amable. Pero vendrán horas en que reconozcas que es
infinito y que no hay nada más terrible que la infinitud. ¡Ay del pobre pá
jaro que se ha creído libre y que choca ahora contra las paredes de esajau
482
la! ¡Ay, cuando te viene la añoranza de la tierra firme, como si en ella hubie
ra habido mayor libertad, y ya no hay «tierra firme»! (La gaya ciencia, §124)230.
Fue Nietzsche quien llevó a cabo el giro inmunológico del pen
sar y quien comenzó a interpretar la cultura en su totalidad como
concurso entre estrategias de vacunación minimizantes y acrecenta-
doras. Mientras que la democracia practica la vacunación en masa
de la gente por motivos de seguridad, Zaratustra quiere hacer de
nuevo de la vida de los pocos algo monstruoso, en tanto que trans
forma el pensar mismo en una infección: «Os vacuno con la locura».
El centro por doquier, el contorno en ninguna parte: con tales
determinaciones el Dios de la mística racional se deshace de las úl
timas cualidades cavernosas, de las huéllas más lejanas de domesti-
cidad. Si las border politics metafísicas hubieran tenido éxito alguna
vez, con esta grandiosa superación de los contornos habría acabado
fundamentalmente la utilización de Dios para encantamientos re
gionales e imperiales del espacio. Tras el giro al infinito actual, el
concepto de Dios ya no es edificante para autoridad alguna, con
texto vital alguno, poder regional alguno. Autoridades locales, im
perios sagrados, arrabales del poder, círculos mágicos impenetra
bles y autohipnosis deparadoras de suerte ya sólo reciben a través de
ese giro la humillante información de que, como figuras delimita
das de sentido, han desaparecido, han estallado y han sido ironiza
dos y superados en un medio trascendente, oceánico. Esto requiere
de quienes piensan una disposición en la que el interior más sutil
no pueda distinguirse del exterior más monstruoso. El Dios con el
contorno en ninguna parte ya no se necesitará más como cómplice
de una cosmovisión o cosmopresunción finita. Quien pudiera pen
sarlo habría alcanzado, es verdad, el «punto de vista» de la inma
nencia absoluta, pero entonces significaría pensar: meditar en lo
monstruoso, en lo inmenso, en lo que crea sin concierto alguno.
La mística teosófica de la esfera libera una dinámica centrífuga,
en cuyas líneas de fuga se desarrollará el culto temprano-moderno
del genio creador, análogo a Dios, y más tarde, también, el indivi
dualismo moderno en sus expresiones más sublimes y a la vez más
483
vulgares. Pues cuando el Dios infinitizado pierde en el transcurso de
la edad moderna su puesto central en el espacio del espíritu, sus re
presentantes humanos, los individuos con dotes espirituales, tienen
que procurar esencialmente algo más que ocupar sólo un lugar dis
tante en su interior. El «en» de «en-el-infinito» ya no designa ahora
relación detectable alguna de habitación o participación; más bien
son los seres humanos creadores los que, cada uno desde su lugar
en lo existente, tendrían que realizar todo el trabajo del Dios-forma
perdido, si es que en la inmanencia, siquiera, ha de garantizarse el
aspecto originario, la salida de una vida. Tendrían que heredar in
cluso el centro, en tanto se ofrezcan voluntariamente para la tarea
de «sendo y representarlo.
Contra estos individualismos o excesos, sospechosos de panteís
mo, se ha sabido poner a buen recaudo la ortodoxia católica en sus
últimos siglos de dominio en solitario, en tanto desterró los experi
mentos de la mística matemática al borde o margen de lo permisi
ble dogmáticamente. Con todo, el individualismo hermético sigue
siendo una tentación característica del pensamiento tardomedieval
y posmedieval. Anuncia una época en la que el absoluto ya no se de
ja representar por sacerdotes, sino por genios. Será Rousseau quien,
desde el centro de la propia alma, establezca la regla-genio de la vi
da expresiva:
No hay ningún ser en el mundo que no pudiera considerarse, en cierto
modo, como el centro común de todos los demás. . . Antes solamente nos
ocupábamos de lo que nos toca, deloqueinmediatamentenosrodea;pero aho
ra, de repente, estamos de camino por el globo entero y corremos hacia las
regiones más extremas del universo. Esta diferencia se produce debido al
progreso de nuestras fuerzas y a la inclinación de nuestro ánimo. En estado
de debilidad e insatisfacción el instinto de autoconservación se concentra
completamente en nuestro interior; en estado de fortaleza y fuerza, el de
seo de ampliar nuestro ser nos impulsa al mayor despliegue posible231.
Johann Gottlieb Fichte formaliza las intuiciones individual-im-
perialistas de Rousseau mediante su teoría de la creación maníaca
de entorno:
484
La imagen originaria de la independencia espiritual es en la conciencia
un punto geométrico que eternamente se hace a sí mismo y se mantiene a
sí mismo con la mayor vivacidad [. . . ]. Sólo por el yo entran orden y armo
nía en la masa muerta, amorfa. Sólo desde el ser humano se extiende la re
gularidad en tomo a él hasta el límite de su observación [. . . ]. Por el yo apa
rece la serie inmensa de peldaños que va desde el liquen al serafín [. . . ]. En
el yo está la garantía segura [. . . ] de que con la cultura en avance del ser hu
mano, avanzará a la vez la cultura del universo232.
Novalis, en quien estas tesis filosóficas experimentan una rever
sión artística y literaria, presupone la transformación de la teología
clásica de la emanación en pensamiento moderno de producción y
expresión, cuando en sus libros de apuntes anota: «Todo individuo
es el punto medio de un sistema de emanación»233.
Más de doscientos cincuenta años después de la aparición de El
libro de los veinticuatrofilósofos, Nicolás de Cusa, en su tardío tratado-
diálogo De ludo gfobi (parte I, 1462, parte II, 1463; el autor murió un
año después), que se presenta en la superficie como un ligero ejer
cicio para principiantes, por no decir como una muestra de «filoso
fía amena»234, o filosofía de salón, cristiana, presenta una pequeña
suma de la esferología escolástica. Se refiere abiertamente, aunque
sin citar explícitamente la fuente, a la célebre y sospechosa propo
sición principal del escrito hermético-teosófico que acabamos de
comentar:
Y si te fijas en la sentencia de aquel sabio que dijo que Dios es un círcu
lo cuyo centro está en todas partes, comprendes que Dios se encuentra en
todo, como el punto [. . . ] se encuentra por doquier en todo lo extenso235.
El modo de pensar que hemos calificado de teocéntrico se con
virtió para el Cusano hasta tal punto en una segunda naturaleza que
no siente presión problemática alguna cuando trata de la delicada
cuestión del acoplamiento o analogización de las grandes esferas de
Dios y de mundo. Así, en la primera parte del diálogo, en una ré
plica del joven duque, Johannes von Bayem, a las manifestaciones
485
del cardenal, se propone la idea de que el ser humano, como pe
queño mundo, sea un análogo, similitudo, del gran mundo, que tam
bién se llama universo, y que representa, a su vez, un símil del mun
do máximo, es decir, de la esfera de Dios236. La palabra «mundo» no
podría utilizarse en tres formatos si no se admitiera previamente,
con la mayor naturalidad, la equivalencia entre «mundo» y «esfera»,
y si esas tres «esferas» o regiones ontológicas (parvum-magnum-maxi-
mum), en analogía con las cubiertas planetarias, no se representaran
como magnitudes concéntricamente articuladas; el ser humano es
tá en el mundo como el mundo en Dios. Así, tampoco un pensa
miento que quiere evitar imágenes sensibles se substrae a las espa-
cializaciones (ni necesita substraerse a ellas, puesto que el Cusano
no puede imaginar todavía a aquellos modernos que, a costa del
sentimiento espacial, metafísicamente más originario, se venderán
«a una glorificación unilateral del tiempo», por utilizar una formu
lación de Max Bense; pues sólo de la unilateralidad cronolátrica de
los modernos se sigue el arrugar la nariz en señal de desagrado por
«espacializaciones» poco distinguidas).
Así pues, Dios y mundo son diferenciados por el Cusano, por bo
ca de su interlocutor, calificándolos de máximum y magnum, respec
tivamente, sin que se siga ninguna referencia a la diferencia de es
tructura de ambas macrosferas. Lo grande ha de enejar en lo
máximo. ¿Cómo no? Nicolás se inclina ante la ilusión católica de la
compatibilidad de ambos constructos y hace que el mundo quepa
exactamente, sin conflictos, en el círculo máximo divino como un
dúctil círculo interior. Esto sucede tanto más fácilmente cuanto que
su discurso entero está entretejido de figuras retóricas que no evo
can otra cosa que la monarquía del punto medio y la propagación
de la luz central desde su fuente hiperreal.
En el viejo cardenál-obispo el hábito centrofílico llegó tan lejos
que no vaciló en inventar -modificando un juego de «discos» po
pular en la Edad Media- un juego de bolas mundano, con trasfondo
espiritual de sentido, que recomienda, en cierto modo, a su inter
locutor bávaro -a quien hoy calificaríamos de retoño político (de la
joven confusión)- como si se tratara de un juego de petanca o de
bolos para platónicos cristianos.
486
Como procede en un teocéntricojuramentado, estejuego sejue
ga en vistas al centro; centro que no representa otra cosa sino a
Dios, al datar vitae2S7, que representa, a su vez, la meta de todos los
anhelos metafísicos. Con humor grandioso -¿o se trata sólo de ruti
na eclesiástica? - el cardenal reproduce la esfera de Dios bsyo la for
ma de un blanco o diana, pintado en el suelo, con nueve anillos y
un 10 divino en el centro; lo que, dicho sea de paso, puede ser uno
de los motivos de por qué en el tratado se inclina a utilizar como si
nónimos los conceptos de círculo (bidimensional) y de esfera (tri
dimensional), según hemos podido observar ahora mismo en la ci
ta anónima y deformada del libro de los veinticuatro filósofos238. Los
jugadores cristianos de bolas, pues, juegan a buscar iluminación o a
llegar-a-casa-de-Dios en tanto tiran sus bolas con la intención de
que, si es posible, queden paradas en el centro de todo: el 10 divi
no. Eljuego de bolas cusano exige una proyección de la teosfera en
una superficie plana, con el fin de que losjugadores, que están an
te el disco pintado, puedan relacionarse visual e intuitivamente con
el centro y los anillos que lo rodean. Se podría ver en ello una cier
ta despreocupación filosófica o, al menos, una concesión muy gran
de a una grosera exigencia visual. Para dar en el anillo más interior,
losjugadores de bolos han de contar con grandes cualidades de
portivas e inclinaciones meditativas, pues sólo el ejercicio hace al
maestro de la bola. Así, la búsqueda del centro del ser se convierte en
un piadoso festival de tiro, con los buscadores de Dios como tirado
res, Dios como cifra y punto más alto, y la vida eterna como premio.
A quien parezca sospechoso que un alto dignatario de la Iglesia
católica en el siglo XV haya podido presentar, sin reparo alguno, los
últimos secretos de la teología mística en la imagen de una diana
-en la que Dios aparece como blanco principal-, que considere, pa
ra relativizar su extrañeza, que en la misma época en el budismoja
ponés se desarrolló una forma análoga de esplritualismo deportivo-
caballeresco: ese arte, entretanto ya conocido en el Oeste, del tiro
de arco, que fue practicado como ejercicio armado-desarmante de
intencionada falta de intención239. Comparado con este análogo del
Lejano Oriente, sublimemente marcial, en tomo al cual se organi
zó toda una subcultura compleja, la partida de bolos cusana no re-
487
El «juego de bolas» de De ludo globi de Nicolás de Cusa.
Reconstrucción del disco del Cusano. 1: Caos.
2: Fuerza de los elementos. 3: Fuerza de los minerales.
4: Fuerza del crecimiento. 5: Fuerza de la percepción.
6: Fantasía y representación. 7: Entendimiento y lógica.
8: Intuición. 9: Visión espiritual. 10: Dios.
presenta mucho más que un pasatiempo esotérico anterior a la Re
forma: todavía hoy pueden encontrarse las bolas del juego en tien
das de recuerdos de Rusel. Pero quien estudia los comentarios de
introducción al juego se dará cuenta de que, sobre todo en su se
gunda parte, no dejan nada que desear en lo que se refiere a fuer
tes tensiones, y quien quisiera practicar el juego bajo condiciones
cusanas posiblemente sería tan absorbido por él como los alumnos
de zen por la diana, la flecha y el arco.
La comparación con el zen no es sólo de naturaleza asociativa,
sino que afecta a una característica espiritual de la construcción cu-
sana. La gracia del juego está en que el lanzamiento de la bola se
complica por la circunstancia de que las bolas del Cusano no pue
den rodar en línea recta, ya que, debido a una ingeniosa treta del
inventor, están, por decirlo así, aserradas o asimétricamente vacia
das, de modo que al arrojarlas no corren directamente a un objeti
vo propuesto. Más bien se mueven hacia delante bamboleándose,
describiendo una trayectoria curva, hacia dentro, para acabar, por
fin, tendidas en el suelo. (En analogía lejana con ello, se podría alu
dir aquí a que el arquero zen no apunta a la diana con la intención
directa de un tirador normal, pues el acertar ya no ha de ser función
alguna de un deseo marcado por el yo. ) Esas bolas-dos-tercios (dos-
tercios-de-bola) vaciadas cóncavamente, bamboleantes, representan
en cierta medida la condición humana, que, como es sabido, no
permite volver corriendo a Dios por el camino más recto, sino que
nunca puede hacer más que aproximarse indirectamente al absolu
to a través de movimientos laterales y rodeos tortuosos.
A los seres
humanos no se les permite sub luna más que aproximaciones a lo
perfecto,
. . . para que tras el recorrido vacilante e inseguro de muchas vueltas y re
codos del camino descansemos por fin en el reino de la vida240.
El sentido del juego consiste, pues, en conseguir, mediante ejer
cicio y mucho tacto, tirar la bola de tal modo que a pesar de la tra
yectoria curva se acerque al centro todo lo posible cuando se para.
Cuanto más cerca del 10 de Dios quede la bola, más alta es la pun
489
tuación que merece eljugador por su lanzamiento. Gana quien al
canza el primero 34 puntos: el número de años de la vida de Jesús,
según el Cusano. (Quien buscajustificantes de la tesis psicoanalíti-
ca de que soñar o fantasear no es libre habría de anotar este ejem
plo; y quien quisiera rebatir la tesis de Schiller de que el ser huma
no sólo es completamente ser humano cuando juega no parece que
pueda pasar por alto el ejemplo cusano. ) La recompensa del gana
dor no es poca, pues eljuego promete la santificación en la vida y la
felicidad post mortem.
Que el cardenal humorista, con sus bolas, no imaginó sólo un
juego, sino también un juego-infierno específico, lo muestran por
extenso las consideraciones que dedica al destino de los perdedo
res. Pues ¿qué significa ser el perdedor en este juego? Primero, esa
pregunta sólo parece importar a aquellos que para alcanzar la can
tidad necesaria de puntos necesitan más tiempo que el compañero
de juego con mayor éxito. Con ello podría vivirse en principio, aun
que ya pueden escucharse aquí sospechosos tonos concomitantes,
que suenan como si la vita christiana hubiera de definirse como una
vida de competencia o rivalidad en torno a la salvación. Pero, como
se verá pronto, dado que a causa de su carga teológica no es un me
ro pasatiempo, eljuego de bolos cusano puede tomar de improviso
un giro malo y hacerse peligroso existencialmente: aparece, enton
ces, a la vista un perdedor en el sentido más fatal de la palábra, un
perdedor que concierne especialmente a todos aquellos que en
principio no habían tomado parte en absoluto en el juego por el
centro cristianamente identificado. Yjugar con la mirada puesta en
el centro significa apuntar al Padre, cosa que no podría suceder si el
Hijo no hubiera señalado al Padre como Padre241.
De una manera un tanto maliciosa, pues, el juego de bolos re
cuerda la necesidad de ser cristiano. En la intención del creador del
juego, los círculos de la diana representan nada menos que los pel
daños de la visión, que (supuestamente) sólo con la ayuda del Hijo
se dirige al Padre-centro. Eljuego descubre aquí su latente carácter
totalitario, puesto que excluye a todos los que no están dispuestos o
no son capaces de jugar con la mira puesta sólo en el centro mos
trado o alcanzado por Cristo, el lugar del «único mediador». Por
490
ello, fuera deljuego de bolos impera una noche sin perspectiva ni
esperanza; extra ludum nulla salas.
Dado que el centro que sólo se ve dentrodel círculo no puede verse fue
ra del círculo ni fuera de los peldaños de la visión eterna ni sin Cristo, tam
poco puede verse ahí la vida de los vivos ni la luz de las luces242.
Así pues, quien no juega según las reglas platónico-cristianas, él
mismo se ciega con respecto al centro del ser y abandona desde el
principio eljuego de bolos real, la aspiración al centro supuestamen
te mostrado sólo por el Hijo. Pero con eso no basta; Nicolás, des
pués de haberse meramente aventurado hasta ahora, va ya a lo que
le importa, ypresenta a Cristo como eljugador ejemplar deljuego
de bolos, el único que ha sabido hasta ahora lanzar su bolo de tal
modo que acertara plenamente en la diana parándose en el centro
del 10. Lo que la Edad Media llamó imitatio Christi se traduce en la
emulación de esa tirada incomparable. Es verdad que, por muy bien
que realicen sus tiradas, nunca jugadores humanos encontrarán la
misma trayectoria ni alcanzarán exactamente el mismo punto de re
poso: por una parte, debido a que Cristo, naturalmente, siempre se
rá el mejorjugador; por otra, porque, por la propia naturaleza del
asunto, es imposible que dos jugadores diferentes alcancen jamás
exactamente el mismo punto. Ser real significa para el Cusano ser
diferente. En este punto se identifican el argumento matemático y
el metafísico, de donde puede deducirse que tampoco un Cristo
que retomara podría repetir su tirada de manera exacta e idéntica.
Estejuego [. . . ] significa la salida de nuestra alma de su reino en direc
ción al de la vida, en el que domina la quietud y la felicidad eterna. En cu
yo punto central preside nuestro rey y dador de vida,Jesucristo. Cuando era
semejante a nosotros tiró el bolo de su persona (personaesuaeglobum)de tal
manera que se paró en el centro de la vida. Nos dejó un ejemplo: hemos de
actuar como él hizo. Y nuestro bolo sigue al suyo (globus nostersuum sequa-
tur)aunque sea imposible que un bolo diferente llegue a pararse en el mis
mo centro de vida en el que descansa el bolo de Cristo. Pues dentro del
círculo hay un número infinito de lugares y habitáculos. Pues cada uno de
491
los bolos reposa en su propio punto y átomo, que ningún otro puede al
canzar jamás. Tampoco pueden dos bolos estar a la misma distancia del
punto medio, siempre uno está más alejado y otro, menos»243.
Que sólo Cristo pudiera alcanzar el centro del 10 de modo irre
petible tiene, pues, dos motivos substancialmente diferentes. Uno
ontológicamente puntual: dos puntos no pueden estar en el mismo
sitio (una proposición que aplica el principio de la no-identidad de
lo diferenciable), por lo que para el Cusano, aunque es verdad que
con relación al centro absoluto hay un número infinito de aproxi
maciones, nunca puede darse la coincidencia de dos puntos. Otro
ontológicamente esférico: el privilegio de Cristo de ser el único que
puede jugar con una bola perfectamente redonda (gtobus personae
suae), so pena de que pudiera decirse que también el Dios hecho
hombre fue una bola ovoide244. Que Cristo haya mostrado cómo ha
cer diana (idealistamente: hénosis, identificación; psicoanalíticamen-
te: fusión imaginaria): eso es el Evangelio traducido a un lenguaje
deportivo. Para el Cusano hablar de «acertar al blanco» o «dar en el
blanco» es un giro bienvenido, en tanto que refuerza la causa del
centrismo. También la imagen de la diana contribuye a contrarres
tar los efectos descentrantes de los comentarios herméticos sobre el
centro que está en todas partes.
Parece que el Cusano se convenció en su última época de que las
temeridades místicas sólo producen, en definitiva, alboroto existen-
cial y social, y de que lo que importa en el peligroso tema de la bola,
esfera, es consolidar la ortodoxia cristológica frente a la especula
ción sobre fuerzas centrípetas. ¿No es la salvación, en última instan
cia, una cuestión de centrarse? Pero ¿cómo ha de poder apuntar el
alma a lo mejor, si el centro no puede ser mostrado, buscado, en
contrado como una magnitud estable? Centrum autem punctus fixus
est245: así es el tenor de las reflexiones cusanas, que no disimulan sus
preocupaciones conservadoras por el afianzamiento lógico del cen
tro. Ciertamente, para la percepción sensible y no ilustrada este cen
tro queda oculto, dado que la redondez perfecta siempre permanece
invisible, pero la meditación espiritual bien encaminada no puede
equivocarse completamente cuando recuerda que la bola de Dios
492
puede intuirse o considerarse intellectualiteráe dos maneras: una, ba
jo la idea del mínimo absoluto o del punto puro, que encierra todo
en forma simple en su redondez invisiblemente perfecta (omnia com-
plicans); otra, bajo la imagen del máximo o de la bola dimensionada
al todo, en la que reposa todo desplegado en grado máximo y que
por tanta perfección resulta invisible para ojos sensibles246.
Evidentemente, en la diana del Cusano la región que queda más
cerca del margen extremo no puede ocupar ningún lugar digno de
mención, dado que se juega exclusivamente en vistas al centro; el
ludus globi entero representa un ejercicio de centrado: «Parece que
toda la fuerza está escondida en el punto medio»247. Aquel cuya bo
la quedara en el anillo 1 sería prácticamente un alma condenada;
quien nunca jamás alcanzara el 10, estaría en peligro hasta el final.
Eljugador más reflexivo sería, en cualquier caso, aquel que medita
en sus tiradas cómo su bolo tambaleante atraviesa todos los pelda
ños del despliegue de lo existente, antes de que tuerza hacia el cen
tro -que recoge todo maravillosamente en sí- y se pare en su cerca
nía. Por muy extraño que suene: los nueve anillos del blanco cusano
representan los coros de los ángeles o de los peldaños del ser, que,
según la doctrina neoplatónica, emanan del Super-Uno y contienen
los prototipos de todo existente. Así pues, eljugador de bolos se di
vierte nada menos que con la ontoteología al completo. Ycon cada
tirada pone en juego todo el sistema de clasificaciones o distincio
nes católicas, la doctrina entera de las categorías. La diana o blanco
representa lo existente en su totalidad, y, ciertamente, en comple-
tud conceptualmente esencial.
Hay, pues, diez géneros diferentes de distinciones (generadiscretionum),
a saber, la divina, que se presenta en el punto medio y como causa origina
ria (causa omnium), y las otras nueve, representadas en los nueve coros an
gélicos. Y no son más, ni en número ni en distinción (nec numen nec discre-
tioni). De ahí resulta evidente por qué he representado así el reino de la
vida y por qué he asimilado el punto medio a la luz del sol, y por qué he
pintado los tres primeros círculos que le siguen ígneos, los tres siguientes
aéreos (aetheoros)y los tres últimos, que acaban en un negro de tierra (in ni-
gro terreno\ acuosos, por así decir248.
493
Que el negro usual en las dianas de los tiradores se convierta en
el Cusano en un blanco o dorado puede, quizá, considerarse como
un éxito de espiritualización. Pero con la representación de las co
sas, sobre todo de las exteriores, Nicolás de Cusa se adentra en un
terreno ilusorio y capcioso. El que lo existente esté repartido en
nueve coros -algo que expuso Dionisio Pseudo-Areopagita en su tra
tado sobre Lajerarquía celeste, y que asume el Cusano- sólo refleja en
principio los tres órdenes (ordinesj, subdivididos cada uno a su vez
en tres escalones, de las inteligencias angélicas, cada uno de los cua
les ocupa un rango teofánico propio y manifiesta un aspecto de
Dios: desde los espíritus superiores, cercanos a Dios, que conocen
todo a la vez por simple intuición (in divina simplicitate simul omnia),
hasta los ángeles del entendimiento discursivo -de menores presta
ciones, pero sí capacitados para la verdad, no obstante-, que ya se
emparentan de cerca con los intelectos humanos249. Que estas nue
ve esferas de espíritus suijan como anillos luminosos del centro
divino por una especie de propagación de ondas y, sin embargo,
siempre «permanezcan en el origen» de algún modo es algo que,
con buena voluntad de entenderlo, puede ratificarse -con intrín
seca coherencia y sin exaltados presupuestos doctrinarios- en con
formidad con las convenciones de la doctrina neoplatónica de la
emanación. Pero en el caso del Cusano no basta con esa cadena des
cendente de luces; pues las luces emitidas desde Dios en avances
progresivos y ordenados han de recubrir o satisfacer a la vez las re
giones de la totalidad cosmológicamente concreta: por eso ésta, co
mo muestra la diana, ha de presentar tres ámbitos y nueve escalones,
con un borde externo ciertamente oscurecido y tendencialmente
desespiritualizado.
Y con ello se manifiesta el desastre sistémico. Pues, aun con la
mejor voluntad, ese borde no puede interpretarse como instancia
ínfima de los mundos de luces y ángeles. Contemplémoslo otra vez
más de cerca: en el blanco cusano los tres anillos exteriores están
pintados de negro terreno y acuosamente para caracterizar simbólica
mente, según los elementos, la escasez de luz de las tres regiones os
curas. En la primera de esas zonas «terrenas» se encuentran las fuer
zas minerales, en el segundo anillo las fuerzas de los elementos,
494
todavía más difusas y más pobres de estructura, con las que se men-
tan, ciertamente, tierra, agua, aire y fuego. Del último anillo, que
lleva el número 1y representa materias subelementales, dice inclu
so eljocoso cardenal que figura el caos informe (figurat ipsum confu-
sum chaos): una región en la que las emanaciones del centro de luz
se habrían atenuado tanto que ya no consiguen ningún tipo de efec
to formal en la materia. De lo que se sigue que el Dios de luz (a pe
sar de su atributo «infinito») tiene un margen oscuro al que ya no
llega su capacidad de ordenación.
Aquí se hace evidente la contradicción del sistema. Si las propo
siciones teocéntricas tuvieran realmente el mismo significado que
las cosmológicas, o al menos fueran compatibles con ellas, ello sig
nificaría que el noveno coro del Areopagita y el primer anillo del
disco cusano, el caos informe, serían equivalentes. Pero esto es com
pletamente absurdo, dado que no significaría otra cosa que definir
el caos como teofanía y afirmar que la casi-nada, las heces, el polvo
húmedo conocerían a su modo a Dios. (Nota bene, ser luz significa: cap
tar a Dios desde un escalón determinado. ) Entre las premisas que
reconoce el Cusano un enunciado así es totalmente impensable.
Pues Nicolás recalca una y otra vez que sólo el alma inteligente del
ser humano puede llevar a cabo, en ascensión, el progreso (progres-
sio) desde lo informe a lo diferenciado (de confuso ad discretumf50.
Pero que lo informe (chaos confusum) sea una inteligencia, más exac
tamente: el noveno escalón, más alejado, de las inteligencias irra
diadas por Dios, es algo que no podría afirmarse ni con la voluntad
de sistema más desesperada.
Considerando la periferia del sistema esférico cusano se muestra
en toda su devastadora crudeza cómo se fuerzan, para conjuntarlos,
ambos constructos esféricos incompatibles, el teoperiférico yel teo-
céntrico: con el resultado de que aparece un resto considerable y
molesto, que convence al analítico de la insuperable deficiencia o
incorrección del constructo. Pues que el anillo noveno, y más aleja
do, de inteligencias angélicas en tomo al centro divino pudiera go
zar aún de la exquisita capacidad de conseguir verdades válidas, re
ferentes a Dios, con los medios del entendimiento observador y
deductivo: es una tesis de la que puede suponerse que cualquier no-
495
platónico medio curioso y que no crea en los ángeles puede ratifi
car con el estudio del modelo emanativo. Pero que en la periferia
de la esfera de Dios -como si fuera idéntica absolutamente al globo
físico del mundo- aparezca ahora, a la vez, un caos informe, en cier
to modo como limbo o infierno previo a la escasez de luz y abando
no de forma: éste es el caso más grosero imaginable de una transición
a otro género o categoría, que sólo es posible por un salto violento
de la teosférica a la cosmosférica. Para el problema que Plotino só
lo pudo soslayar con enigmáticas sentencias teomatemáticas y los
árabes con proclamas ortodoxas, tampoco encuentra solución in
cluso el más grande pensador de la Edad Media tardía. La solución
habría sido comprender que hay que prescindir de lo imposible e
iniciar nuevos caminos del pensar.
Ese oscuro margen caótico del disco cusano del mundo testimo
nia la persistencia, dentro de los arreglos idealistas más generosos,
del proyecto físico no absorbióle. Lo que en el modelo cosmológico
estándar era el centro oscuro, el espacio sublunar y su núcleo infer
nal, sin luz, en el modelo del centro-luz aparece removido a la peri
feria, aunque es verdad que no lastrado directamente con significa
dos infernológicos.
Mediante ello ha de conseguirse a la fuerza algo que resulta tan
improcedente como imposible: un «margen» del mundo que conti
nuara siendo completamente controlado por el centro. Pór impe
rativos sistémicos ineludibles, la periferia de la esfera de luz, defini
da como caos, aparece ahora como lugar de Dios débil, perdido,
lejano; el margen extremo se convierte casi en una nada y en un ex
tranjero ontológico, donde ya no valen los pasaportes de la luz. La
luz se convierte aquí en no-luz; más allá de ese umbral Dios se arrui
na por emanación en su otro completamente diferente; se hunde
tanto en lo caótico que ya no regresa desde allí a sí mismo, a su ple
nitud.
Que una fractura del sistema de tan elemental violencia se abra
-o más bien pudiera ser soslayada, para que nada se abriera- dentro
de las consideraciones más sutiles del mayor pensador de su tiempo
demuestra lo que quizá era de esperar de todos modos: incluso los
intentos más ingeniosos del autismo integral, que se presenta como
496
teología, de hacer del mundo algo inmanente a Dios están conde
nados a la producción de puntos débiles sintomáticos. En ellos se
delata la imposibilidad, sistémicamente condicionada, de encerrar
concéntricamente el globo del mundo en el globo de Dios. Por mu
cha analogía del ser: el maximus mundus no puede contener en sí,
sin contradicción, el magnus mundus. Como hemos visto, en el reino
neoplatónico de luz, al mundo real físico se lo relega tanto a una si
tuación exterior que ya no puede hablarse en serio de una inclusión
del mundo en Dios. Por su sombría marginalidad el mundo se con
vierte en impenetrable para el Dios central mismo.
Tampoco el paso a una perspectiva filosófico-natural podría me
jorar la situación del modelo cusano. En los estudios de historia de
las ideas relativos a la revolución de la imagen de mundo en la edad
moderna se acostumbra a poner de relieve, elogiosamente, al Cusa-
no como el predecesor de la idea de un universo, si no infinito, sí
sin límites, sin tener en cuenta que con ello sólo se celebra otra im
posibilidad; pues, dado que en la imagen teológico-natural del mun
do Dios se representa como entronizado «sobre todas las cosas», se
alaba al gran cardenal, de hecho, porque colocara a Dios en una le
janía inconcebible del mundo. Si se hubiera abordado al Cusano
con respecto a este riesgo blasfemo, sin duda él habría recurrido rá
pidamente a su modelo fundamental neoplatónico, pero sólo para
confirmar el resultado que ya explicamos: tendría que haber retor
nado a un mundo que a causa de su marginalidad excesiva se habría
vuelto irrecuperable incluso para el Dios central mismo. Por eso la
ceuvrecusana. remata en una ambigüedad monumental: el centrismo
conservador mantiene en jaque al infinitismo revolucionario, como
si una explosión fuera bloqueada en el instante de su encendido. A
la vista de este diagnóstico resulta quizá comprensible por qué los
influjos del Cusano en la posteridad son, casi sin excepción, de na
turaleza indirecta251. El pensador más poderoso de su época hubo
de malgastar sus fuerzas en la situación teórica más desesperanzada.
Así como en cualquier monismo hay necesariamente espíritus
renegados que hacen palpables los límites del espacio unitario, en
el mundo-uno de la metafísica de la luz existe también un resto opa
497
co -además, un resto del tamaño del universo físico casi entero-
que no se puede recuperar interpretándolo como un modus de la
luz en ámbitos más alejados del centro.
La relación de Dios y mundo puede regularse tan poco por la re
lación cuantitativa de lo máximo con lo grande como por la dispo
sición de la materia del mundo en la periferia de Dios. En cuanto
en este sublime sistema de irradiación se visualiza el mundo como
cuerpo extenso, pesado y compacto, va abriéndose paso hacia de
lante un residuo no-integrable, un exterior abultado, que obedece
a leyes propias, más exactamente: que obedece a no-leyes propias, y
que desmiente la inmanencia de todas las cosas en la esfera de luz.
Por tanto, en el mundus catholicus hay indudablemente materia
perdida, del mismo modo que en el margen o periferia del reino de
espíritus hay un sinnúmero de almas perdidas que dan vueltas en la
massa perditionis. Todo lo que se extravía es alejado de la esfera bue
na. Ycómo no: también en eljuego por el centro divino quedan se
gregados siempre un gran número de perdedores a posteriori (que
tuvieron una oportunidad) y uno mayor aún de perdedores a priori
(que no tuvieron ninguna oportunidad). Con ello, la pretensión evan
gélica del juego de ser un juego para todos se diluye en una parti
cular y polemógena.
Así pues, tampoco el catolicismo filosófico pudo lograr nunca si
no un sistema de exclusividad inclusiva: lo acostumbrado cultural
mente, por tanto. Por eso se quedó en una forma regional, en una
cultura en sentido antropológico, en un orden simbólico, que para
algunos lo significa absolutamente todo, mientras que para un sin
número de gente sólo representa una pared tras de la que se desa
rrolla un drama hermético y provinciano, que, dependiendo del
punto de vista, puede considerarse una tragedia o una comedia. Si
una forma católica, como forma de formas, hubiera pretendido in
cluir realmente todo lo existente «según el todo», káta hólon, y abar
car los mundos particulares en su diversidad inagotable, lo primero
que habría tenido que hacer es renunciar a su propio modo de ser
centrado. De hecho, una totalidad de totalidades, para poder ser
válida para lo que pretende, habría de difuminarse a sí misma y per
derse en las culturas de los otros: de modo parecido a como losje-
498
Transposición de la cosmología de cubiertas precopemicana
a la teoría política; la tierra fija, estable, de lajusticia es circundada
por las siete virtudes mayestáticas (o cubiertas planetarias); en tomo
a ellas se extiende el cielo de las estrellas fijas de los ministros,
héroes y consejeros. La reina abarca ese cielo como Dios
el firmamento; en John Case, Sphaera Civitatis, 1588.
Omnibus idem. Emblema del siglo xvii.
El sol único luce uniformemente
sobre Babilonia y Jerusalén.
suitas en China se convirtieron en mandarines y a como los prime
ros mensajeros del cristianismo asentaron pie en suelo indio como
sadhus ascéticos o doctos brahmanes. Cómo podría haberse realiza
do con gran estilo un tal olvido de sí voluntario y si siquiera había
de realizarse es algo que no se ha hecho evidente, en modo alguno,
incluso tras experimentos de quinientos años con la globalización
de la forma del mundo (política y epistémicamente) y con la crea
ción de formas de vida posmonoteístas (cultural y éticamente).
La decisión del año 1742 del Vaticano de prohibir a los misione
ros la asimilación a los ritos chinos e indios muestra muy a las claras
cómo en su primer gran prueba el universalismo europeo prefirió
el amor a sí mismo al amor a los otros252. Pero es dudoso que el cam
bio del catolicismo de la vieja Europa al pensar neohumanista de los
derechos humanos pudiera haber hecho justicia al impulso holísti-
co del hén kaí pán, en caso de que lo quisiera.
500
Rosetón de la catedral de Troyes,
siglox i i i . FotodeJohnGay.
¿Cómo imaginarse una «cultura sin centro»? ¿Ycómo concebir
al Uno, que da que pensar también como multiplicidad, de modo
que no pudiera caer bajo el monopolio de un único sistema? Todo
indica, mientras tanto, que la primera catolicidad del complejo ecle-
sial-colonial de la vieja Europa hace tiempo ya que se ha transfor
mado en la segunda catolicidad del mercado mundial de capitales e
informaciones. Comprender in actu este segundo universalismo es
el sentido de una filosofía que intenta diagnosticar la época: su
punto de vista o de fuga es una ontología del mundo liquidado en
501
dinero, convertido en liquidez financiera. En el capítulo que cierra
este volumen indicaremos qué puede significar ese cambio estruc
tural de la ecúmene desde el punto de vista esferológico. Allí nos
preguntamos, haciendo algunas alusiones a la reconstrucción filo
sófica de la globalización terrestre, por la historia y el estatus de la
última esfera.
502
Excurso 5
Sobre el sentido de la proposición no dicha:
La esfera ha muerto
Lo que más extraña en la parábola de Nietzsche del hombre lo
co que anuncia la muerte de Dios es su penoso anacronismo: ¿Quién,
sin la prueba del hecho mismo, hubiera considerado posible que to
davía en el umbral del siglo XX un pensador hiciera una escena his
térica a causa de las hipótesis bruniano-copemicanas? La obra pos
tuma de Copémico sobre las revoluciones de los cuerpos celestes
apareció (1543) no menos de trescientos cincuenta años antes de La
gaya ciencia, y ya habían pasado trescientos años desde que se pro
dujeron los primeros ataques de los filósofos de la naturaleza y de
los astrónomos a la venerable idea de la esfera de las estrellas fijas y
del cielo cristalino253. Cabría suponer que en la época de Nietzsche
ya hacía tiempo que el pensamiento cosmológico había pasado a la
orden del día, y que la gran reforma «del cosmos cerrado al univer
so infinito» no podía provocar personalmente a nadie.
De hecho, el siglo XIX no espera mucho, en general, del cielo fí
sico, cuya extensión infinita es aceptada ya por los legos como un
dato más entre otros; desde hace tiempo se ha esfumado el recuer
do de la época de las cubiertas, el geocentrismo se ha reducido a
una fábula lejana, las doctrinas milenarias sobre las esferas se con
servan nada más que como curiosidades de la historia de la imagen
de mundo, como testimonios de la ofuscación humana y como sig
nos admonitorios de la política católica de ignorancia. La fractura
entre religión y física se ha hecho oficialmente insuperable, y las
Iglesias, abatidas, han abandonado sus pruritos de magisterio filo-
sófico-natural. Por lo que respecta a las miradas al cielo y al hori
zonte del tiempo, el mundo ilustrado vive en un infinitismo sin lá
grimas, lleno de fe en la convergencia inenturbiable entre futuro y
progreso. El mañana pertenece a los telescopios más potentes y a
prestaciones sociales superiores, ¿de qué lamentarse, entonces?
503
En estas rutinas optimistas, bien ejercitadas, que parecen dar tes
timonio de madurez cosmológica, se introduce, reventándolas, el
hombre loco de La gaya ciencia, montando a los contemporáneos
una inesperada escena gótica. Nietzsche sacó de su sarcástico asilo
la figura del hombre del tonel, el archicínico Diógenes de Sínope,
para hacerle pasear, provisto también con su linterna, por una mo
derna plaza de mercado: esta vez buscando otra cosa que seres hu
manos. Del Sócrates furibundo de los antiguos, por medio de una
metamorfosis a la que contribuyeron lo suyo el platonismo y el cris
tianismo, ha resultado un exaltado monje mendicante, un predica
dor de cuaresma inusual, un acusador que quiere introducir a sus
oyentes en una frenética meditación de culpabilidad. Se trata, sin
duda, de un perturbado que se abrasa en hiperexcitaciones solita
rias, y que, como todos los auténticos dementes, quiere arrastrar a
los cuerdos a una locura compartida. ¿Qué podría volver más locos
a los seres humanos que el culpabilizarse de haber hecho algo de lo
que, incluso con la mejor voluntad, no se pueden acordar? El hom
bre loco sabe dónde ha de atacar: con la clarividencia del loco au
téntico se entrega a su misión de acusar a los seres probos que le ro
dean de un delito atroz e inconmensurable.
¿A dónde se ha ido Dios? , gritó. ¡Os lo diré! ¡Nosotros lo hemos mata
do: vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! . . . ¿Cómo consolamos, noso
tros, los más asesinos de todos los asesinos?
La insanity de esta intervención queda patente bajo dos aspectos:
por una parte, no puede comprenderse, sin más, cómo habrían de
llegar los seres humanos a explicar la invisibilidad de Dios, no por
su encubrimiento natural, sino como una ausencia en la base de la
cual hay un atentado; por otra, lo que no se puede entender de nin
gún modo es cómo a los presuntos asesinos no se les denuncia co
mo culpables, sino que se les compadece como necesitados de con
suelo. La confusa escena puede esclarecerse si se afronta desde el
espíritu de la psiquiatría comprensiva: quizá en el mensaje del hom
bre loco se esconde un núcleo de sentido que aparece en cuanto se
interpreta la escena como una concentración de diferentes dramas
504
mentales; algo así como una amalgama de dos escenas, la primera
de las cuales se desarrolló en el Gólgota y la segunda en Frauen-
berg, Prusia oriental; con Cristo como víctima, en el primer caso, y
Copémico como autor del crimen, en el segundo.
Así pues, cuando el loco lanza al mundo su grito «Dios ha muer
to» no sólo tiene por qué estar imaginariamente, como sería de es
perar, al pie de la cruz del Gólgota, más bien actuaría, a la vez, como
contemporáneo de la revolución bruniano-copernicana, y hablaría
no tanto del hijo de Dios que en la cruz declinó su espíritu cuanto
de la forma-Dios de Occidente, la esfera sacra más exterior, la cú
pula del cielo, que a causa del gran giro cosmológico del siglo XVI se había diluido en nada: en todo lo cual pueden considerarse cir cunstancias atenuantes tanto las reservas circular-conservadoras del canónigo Copémico como las cautelas de Kepler frente a la idea de un universo infinito. Según ello, el loco se movería en una escena interior, respecto de la cual está convencido que habría de hacer época también en la conciencia de todos los demás seres humanos; se habría convertido en testigo de un asesinato de Dios y habría vi vido un Viernes Santo cosmológico, al que no seguiría un cambio pascual, como sí siguió al del Evangelio: «¡Dios ha muerto! ¡Dios si gue muerto! ».
A esta lectura corresponde la manifestación de que «lo más sa
grado y poderoso que poseía el mundo hasta ahora» murió desan
grado b¿yo nuestros cuchillos: con esta expresión los asesinos de Dios
no parecen una coalición de judíos y romanos que crucifiquen al
Cristo, sino conjurados ante cuyas puñaladas sucumbe el César di
vino. Pero da igual si la primera escena recuerda los idus de marzo
o recuerda el Viernes Santo, en cualquier caso de ella se sigue el
motivo de un hecho inconsciente o incomprendido por sus autores:
así como los asesinos de César, que creían liberar la República del
dictador, no sabían lo que hacían, tampoco los actores del Gólgota
eran conscientes de en qué acción se habían dejado implicar como
cómplices.
Que el hombre loco, en sus delirios, no pierde de los ojos el pa
radigma evangélico se muestra, por lo demás, en su patética tesis de
que ese hecho haría época y de que cualquiera que naciera después
505
pertenecería ya, a causa de él, a una historia «superior»: si bien no
post Christum crucifixum, sí, sin embargo, post sphaeram occisam. En
cualquier caso, en esa salida a escena se trata de una oscura parodia
del Viernes Santo, pues la proclama del hombre loco no tiene el
sentido de preparar la verdad del domingo siguiente. Ese profeta
no está loco porque hable de la muerte de Dios, sino porque no ha
bla de su resurrección; está loco porque se entrega a la creencia de
que con su mala noticia podría anular y suspender los éxitos tradi
cionales de la recepción del bien.
«Dios ha muerto»: esta frase no contiene nada nuevo para los
cristianos, si se considera que la han meditado desde siempre en sus
depresiones de Sábado Santo; sin embargo, con la proposición con
secutiva «Dios sigue muerto» se presenta una nueva resistencia fren
te a lo pascual, que no se sabe cómo integrar en la vida de los oyen
tes. El hombre con la linterna es un loco porque quiere importunar
a sus semejantes con un problema, frente al que no saben qué ha
cer para experimentarlo como suyo. Para suerte suya, no ven aún lo
que ve el loco, y mientras no lo vean no les importa lo que debería.
Así pues, en el fondo de su excentricidad, en el ser humano loco lo
que actúa no es confusión o trastorno; le impulsa la lucidez inso
portable de quien ha perdido la capacidad de participar en los
autoengaños, llamados sanos, de los demás. Está loco por un exce
so de potencia visual; ya no consigue mentirse en orden -engañar
se como si estuviera en orden él mismo y el mundo-. Ve con ojos
demasiado buenos lo peculiar de la nueva situación: cuando los
nuevos cosmólogos, tras Copérnico y Bruno, derribaron las cubier
tas planetarias y el firmamento, hicieron excéntrica la tierra y la
abandonaron a una inestabilidad cósmica para la que no estaba pre
parado ningún habitante de ella.
No obstante, hay que ser filósofo o teólogo para vivir una catás
trofe de imagen de mundo como si se tratara de una debacle del
propio sistema mental de inmunidad. Está fuera de duda que, de
acuerdo con su diseño evolutivo, los seres humanos no están pre
parados para conocimientos enfriadores de ese tipo: aunque la ma
yoría tampoco se resfrían por el nuevo conocimiento, porque, de to
dos modos, incluso en la llamada gran cultura, piensan y sienten en
506
formatos de inmunidad más pequeños, regionales y caseros. Para la
gran mayoría, con la respuesta a la pregunta de si hay un firma
mento, o no, no se decide mucho; para ella no existe «enfermedad
de muerte» alguna, cosmológicamente condicionada. Tras la aboli
ción de las cubiertas cósmicas, sólo para los pocos que utilizan el
formato metafísico para su propia forma de inmunidad -para los
adeptos a los libros, los intelectuales, los supersensibles- se plantea
también de forma existencial la pregunta de si pueden transfor
marse en seres capaces de arreglárselas con la nueva verdad.
El hombre loco es el individuo aventurado, cosmológicamente
despierto, de la Modernidad: el primero que ya no puede hacerse
ilusiones sobre la situación de la tierra. En sus hiperexcitaciones ex
perimenta el trauma de nacimiento del planeta abandonado a la in
temperie como si fuera el suyo propio; siente la caída de la tierra
fuera de las cubiertas imaginarias que le habían cobijado en el inte
rior de la totalidad divina durante una época de gestación de mile
nios; documenta su tambaleo precipitado -«hacia atrás, hacia el la
do, hacia delante, hacia todas partes»- como si lo experimentara en
su propio cuerpo; siente personalmente el frío de estar fuera, aque
llo de «noche y más noche», el vacío consuntor y la sensación de de
sierto y de extravío irreparable. En una palabra, el hombre loco no
es más que el síntoma histérico de la humanidad instruida: sin co
bijo, sin cubiertas, expuesta a la intemperie en la edad moderna. Po
ne a prueba la unidad de ilustración y pánico: vive la claridad y de-
socultamiento como existencia desnuda, sacada fuera, fuera de
quicio y envoltura.
El momento anacrónico de la salida a escena del hombre loco se
explica, entre otras cosas, porque sólo en los días de Nietzsche ha
bía llegado a su fin, incluso para los doctos, la época de las cons
trucciones auxiliares contra el vacío exterior: el reencantamiento
del espacio vacío como extensión de Dios en la teología de Newton
había fracasado, finalmente, como puro nihilismo gravitacional; los
intentos de la imaginación cósmica moderna de guarnecer lo in
menso con una multiplicidad variopinta de mundos se despacharon
al final como extravagancias literarias. Parece que por primera vez
en los días de Nietzsche se someten a prueba y se rechazan como
507
ineficaces todos los antídotos contra el desamparo cósmico. A par
tir de ahora hay que combatir con nuevos métodos la debilidad in-
munológica ontológica de los sujetos modernos.
Así, llevada a su contexto auténtico, la gran expresión de la
muerte de Dios significa algo completamente diferente a lo que es
tán acostumbradas a ver en ella las lecturas vulgares de cualquiera
de los partidos interesados; comprendida desde sus propias condi
ciones, trata del sentido de la pérdida de la periferia cósmica, del
desmoronamiento del sistema metafísico de inmunidad, que había
sostenido, dentro de un último formato, el imaginario de la vieja
Europa. Habla de la necesidad, que presidirá toda vida futura, de
afirmarse, gracias a su autoayuda inventiva, frente al hecho origina
rio de la edad moderna: una debilidad inmunológica metafísica, ad
quirida por ilustración. «Dios ha muerto» significa en verdad: la es
fera ha muerto, el círculo de amparo ha sido explosionado, el
encanto inmunológico de la ontoteología clásica se ha vuelto inefi
caz, y nuestra creencia en el Dios de lo alto, sin el que hasta ayer no
caía siquiera un pelo de la cabeza de un mortal, ha perdido la fuer
za, el objeto, la esperanza: pues lo alto está vacío, el margen ya no
da consistencia al mundo, la imagen se ha caído del marco divino.
Yjunto con la imagen, también los seres humanos hubieron de sa
lirse de su armadura de fe, y desde entonces existen sólo como en
caída libre. Tras el atentado científico al círculo de cobijo, el encan
to personal de la geometría quedó liquidado. Inmanentes son los
seres humanos sólo al exterior: hay que vivir con esa complicación.
Pero ¿cómo puede garantizar el exterior la forma de inmanen
cia o el albergue interior? Es verdad que la ingeniosa solución pro
visional del siglo XVII de divinizar el espacio infinito mismo y espa-
cializar al Dios infinito -un camino que tomaron pensadores como
Henry More o Malebranche- consiguió retardar el estallido de la
crisis atea, pero no logró detenerlo254. En el espacio desencantado
los individuos pueden sucumbir ante los resfriados más triviales, las
ofensas más cotidianas, si no consiguen cobijarse dentro de una se
gunda inmunidad, que habría que movilizar con potenciales pro
pios, sin consideración al marco trascendental. Si la antigua religión
fue el amuleto natural de la primera salud, una salud poscopemi-
508
cana habrá de servirse de amuletos superiores y artes de inmunidad
más complejas.
Con ello sale a la luz una razón objetiva para las asincronías en
la reserva de mentalidad de las sociedades modernas: mientras que
unas, como por una demora milagrosa, pueden creer todavía en un
ser objetivo ordenador, las otras ya han comenzado a entender que
están condenadas a construcciones propias de orden. Los teólogos
se van, llegan los diseñadores. Entre ellos impera la ley de los ma
lentendidos, que desune irremediablemente a quienes con métodos
asaz diferentes han de solucionar el mismo (aunque exactamente no
el mismo) problema. Por eso, la salida a escena del hombre loco da
testimonio ya, con toda energía, de la aparición de la fractura de la
mentalidad: «Llego demasiado pronto», dice después, «no es tiem
po todavía». Pues mientras que los pocos que hoy sufren las enfer
medades de mañana han colocado en su orden del día la invención
de una segunda salud, la mayoría vive aún como si no hubiera pa
sado nada, en la robustez primera aunque con un vago mal humor,
no pocas veces en una airada falta de comprensión frente a las preo
cupaciones de aquellos que están condenados a operar con com
plejidades superiores. Del roce inevitable entre ambas clases de in
munidad surge lo que desde el punto de vista del diagnóstico de los
tiempos ha de considerarse como la tensión fundamental de la Mo
dernidad: la confrontación entre desilusiones a la ofensiva e ilusio
nes a la defensiva. Economía de Ilustración: el mercado libre de los
desencantos molestos y la libre elección del ilusionista que cure.
La guerra de los sistemas de inmunidad es la realidad de lo real
en la era posterior al asesinato de Dios: se dirige como si se tratara
de una guerra mundial de las profundidades, entre ingenuidad y
no-ingenuidad. ¿Quién podría afirmar que abarca con la vista los
frentes de este acontecer belicoso? Precisamente porque en muchas
partes han perdurado, casi intactos, los posicionamientos de los an
tiguos sistemas simbólicos de inmunidad, la noticia de una «su
puesta» muerte de Dios puede rebotar en ellos como una informa
ción externa. Por lo que respecta al hombre loco, está convencido
de que, también a los ingenuos de hoy, les llegará un día la hora en
la que se romperá su inmunidad apoyada en la ilusión:
509
La luz de los astros necesita tiempo, los hechos necesitan tiempo, in
cluso después de realizados, para ser vistos y oídos. Este hecho les resulta to
davía más distante que los más distantes astros: ¡y sin embargo ellos han hecho
lo mismo! TM
Es la maldición del hombre loco saber, ya en el momento del he
cho, lo que para la mayoría sólo devendrá experiencia interna en el
lejano futuro y mucho tiempo después: que se trata de un delito co
metido entre todos, por el que se destruyó a Dios y el sistema de in
munidad del ser: un crimen debido a insolencia intelectual, un cri
men alevoso cometido por consecuencia con el pensar, un delito de
curiosidad, por el que salió a la luz una verdad con la cual los seres
humanos no están, en principio ni la mayoría de las veces, prepara
dos para vivir. El hecho de que aquí se recuerde, y por dos veces, la
luz de las lejanas estrellas no sucede casualmente, pues el auténtico
escenario del asesinato de Dios no es otro que la cubierta extrema
del viejo cielo de éter, la esfera de las estrellas fijas, que había su
cumbido bajo las puñaladas de los conjurados: Digges, Bruno, Gali-
leo, Descartes y otros muchos. Para todos esos avispados autores del
crimen vale la palabra del Señor: no saben lo que hacen, dado que
ninguno de ellos podía ser consciente de que, con su anulación del
último cielo protector y cobijante, perpetraban un alevoso crimen
teológico-inmunológico, del que siglos después aún hará causa de
queja el hombre loco.
Desde el punto de vista de Nietzsche, la muerte de Dios aparece
como una especie de catástrofe climática producida por el hombre.