En una situación cultural en la que las ciu
dades dependen de una regeneración constante de los sentimientos
comunitarios, ambas clases de ateísmo, tanto la regional como la uni
versal, actúan de modo corrosivo en el más alto grado; equivalen a
una especie de deserción comunal y ontológica.
dades dependen de una regeneración constante de los sentimientos
comunitarios, ambas clases de ateísmo, tanto la regional como la uni
versal, actúan de modo corrosivo en el más alto grado; equivalen a
una especie de deserción comunal y ontológica.
Sloterdijk - Esferas - v2
Pero lo primero que importa poner de relieve correctamente es
el paso al desarrollo del primer efecto-Academia: hay que conside
rar lo que significó que el autoctonismo ateniense y su sabiduría im-
plosionaran, y que ya no bastara menos que la colonización del ser
en general para satisfacer las necesidades de habitáculo de una in
teligencia que se sentía erradicada de la intimidad ciudadana. Se
había hecho necesaria una nueva fórmula de residencia. Tras la ca
tástrofe de la polis sólo la hiperbólica creencia filosófica en la iden
tidad de casa y cosmos podía en adelante proteger a los ciudadanos
de las invasiones del frío del extrañamiento. Lo que importaba an
te todo a los nuevos fundadores filosóficos de la polis era la defensa
ante la depresión política: se trataba de poner a resguardo a la re
pública frente a la sospecha paralizante de que los dioses se habían
alejado demasiado como para interesarse por los seres humanos.
Hay que situar el acontecimiento que significa Platón sobre el
trasfondo de la catástrofe política y biológica de la polis, para en
tender qué clase de cambio produjo el helenismo tardío en los esti
los de vida de las clases cultas. De él proviene una sugestión que se
guiría caracterizando durante toda una era la vida filosófica: como
agente inmobiliario de la nueva ontología, el filósofo hace publici
dad entre sus conciudadanos para que participen en dar el paso de
residir en la ciudad a residir en el ser. No otra cosa intenta el pro
yecto amor-a-la-sabiduría. Es evidente que el tiempo para ello esta
ba maduro; el hecho de que el adepto de la filosofía se ponga a la
tarea de conseguir el saber -salvífico por antonomasia- del todo, y
eso en el corto espacio de la vida humana, supone un preconcepto
fuerte, quizá desesperanzado, de sabiduría. La sabiduría de Platón
es un fuego en el que se arroja una vida para salvarse a sí misma y
salvaguardar su sueño de inmunidad. Pero también quien no quie
re quemarse, sino calentarse desde lejos o simplemente consolarse,
como sucedía en la época helenística con el cliente normal de la pai-
deia, ya no podrá menos que inclinarse pronto ante la autoridad de
la nueva fuente de calor y sentido.
313
Vacunar la vida con la locura que se llama ser: gracias a esa ope
ración el filósofo se arroga el derecho de presentarse en adelante
como médico y auxiliar de mudanza de la vida cercada; bajo la
máscara de un experto en otros lugares y en otro modo de resi
dencia, en general, el filósofo se ofrece a la sociedad enajenada co
mo especialista en enfermedades de cultura, sentido y lugar. Según
la alegoría de Sócrates en el Teeteto, su misión es la de asistir al par
to de buenas ideas provenientes de malas circunstancias. Así como
el judaismo posbabilónico había aprendido a vivir en asuntos teo
lógicos fundamentalmente por encima de sus posibilidades, en tan
to que, al volver del exilio y temblando de rabia, debilidad y asom
bro, elevó sin embargo a su Dios por encima de los dioses
imperiales de las grandes potencias del entorno, así también el ge
nio ateniense se hizo virulento filosóficamente en grado máximo,
después de que, recuperándose de la propia caída, colonizara el ser
mismo como una Magna Graecia críptica. Desde entonces los filó
sofos residen en sus ciudades como huéspedes, como si ya no vi
vieran allí realmente; la Academia, situada ante las murallas de la
ciudad, se convierte en escuela de un exilio metafórico, metafísico.
Allí se ejercitan la transferencia y la sublimación como movimien
tos primarios de la vida consciente. En ese gesto y en su reproduc-
tibilidad se fundan los inconmensurables éxitos de exportación de
la escolástica ateniense.
Pensar significa ahora mudarse allí donde no es posible ya nin
gún desarraigo154. Así como toda vida pasa de su caverna corporal
originaria a un receptáculo social, así la filosofía, que quiere ayudar
a nacer en luces resplandecientes, ejercita ahora la mudanza del re
ceptáculo político a una caverna de luz pura. Por utilizar la expre
sión de Gastón Bachelard, ésta ya no ofrece «las grandes segurida
des de un vientre», pero sí, a cambio, «las bellezas racionales del
volumen geométrico»15. Lo que Diógenes enseñó con su célebre
píthosy el tonel-vivienda, vale durante el siguiente milenio, y más
tiempo aún, para todos los auténticos representantes del gremio: ya
no viven en la ciudad empírica sino en un tonel luminoso, el cos
mos. Del trágico Eurípides se conserva esta frase, totalmente im
pregnada ya del espíritu del semiexilio académico: «Por todas par
314
tes en el aire el águila se siente en casa; el ser humano noble tiene
su patria en la tierra entera». Los filósofos, aunque como personas
políticas posean el derecho de ciudadanía, como sujetos espiritua
les viven en sus ciudades-hospedaje como metecos o peregrini, como
advenedizos y transeúntes, en una comuna sólo ocasional, cerrada
en sí misma e intelectualmente sin perspectivas. En este punto, no
hay diferencia alguna incluso entre las antípodas más señaladas de
la filosofía antigua, los platónicos y los cínicos. Si el alma platónica
se aferra a su derecho de vagar por todas partes, «bajo la tierra y so
bre el cielo» (Teetetoy174e), el cínico se precia de ser insuperable
como «habitante de los países Modestia y Pobreza»156. Ambos colo
can la ironía entre ellos y la ciudad. Efectivamente, ¿de qué valen las
murallas heroicas si ya no convencen de que tras ellas es como me
jor se vive en casa? Compromisos y derrotas desmoronaron la inge
nuidad local. ¿Para qué seguir construyendo, si las murallas ya no
pueden exorcizar el miedo ante el abismo inanimado? Como dirá
Epicuro, los seres humanos, todos, no sólo viven frente a la muerte
en una ciudad sin murallas; tampoco los ciudadanos de las ciudades
fortificadas pueden ya ponerse a salvo frente a la sensación de ha
ber caído en un espacio abandonado por todos los espíritus comu
nitarios luminosos (dicho modernamente, frente a la depresión, fal
ta de solidaridad, desamparo). Por eso se plantea con mayor urgencia
aún la pregunta de cómo hacer para conseguir el derecho de ciu
dadanía en el ser.
A través de la preocupación política por el espacio en el umbral
del Estado imperial actúa lo que con Oswald Spengler se podía
llamar el arcaico miedo cosmológico al espacio: un miedo que
Spengler tuvo a bien considerar como una característica de toda vi
da despierta y libre de movimientos, y como un movensde todas las
creaciones culturales superiores: «El miedo al mundo es segura
mente el más creadorde todos los sentimientos originarios»157. Él es
lo que se pretende conjurar en cualquier originaria «simbolización de
lo extenso, del espacio y de las cosas». A nosotros nos parece más
plausible suponer que el miedo específico ante la amplitud y lejanía
inabarcables del espacio terrestre y celeste sólo apareció como con
secuencia secundaria de trastornos esféricos con ocasión de la fu
315
sión violenta de grupos y tribus en estructuras imperiales más gran
des y con ocasión de la pérdida de seguridad de las ciudades. No es
necesariamente la lejanía, naturalmente experimentable, de la cú
pula del cielo la que introduce en los seres humanos el sentimiento
de pérdida en el espacio sobredimensionado. Antropólogos cultu
rales y caracterólogos han mostrado que algunas culturas e indivi
duos saben poco de miedo al espacio; Frobenius ensalzó la vivencia
del mundo de las culturas que buscan la lejanía, y Balint aportó con
su retrato del «filobato» la réplica psicológico-individual a ello. El
modo cosmofóbico de sentir es más bien un fenómeno desviado
que presupone inmunizaciones fracasadas y narcisismos colapsados.
Desde siempre, los seres humanos con poca sensación traumática
de vértigo asocian la vista del cielo despejado más bien con imáge
nes de toldos y mantos mágicos, y en la era de los arquitectos, con
catedrales, cúpulas y palacios; ven en su lejanía un cómplice de su
arrojo, y en su altura, una premonición de las posibilidades de su in
teligencia. Por contra, la sensación de que el universo no es com
pacto e invita a precipitarse en él, ese sentimiento de un abismo gra
ve y fatal sobre el que Spengler escribió páginas inolvidables en su
teoría del espacio -o la conciencia airada de ver, cuando se mira
arriba hacia el cielo, el borde de un desierto tapiado-, pertenecen
a las adquisiciones psicopatológicas de épocas en las que los indivi
duos, en número cada vez mayor, se sentían arrinconados y perdi
dos, como rechazados por los hombres y olvidados por Dios. Quizá
en este modo de sentir se mezclen también restos de una arcaica re
ligión-pánico, que pudo formarse bsyo la impresión de catástrofes
cósmicas.
El moderno sentimiento ateo, evocado característicamente por
Pascal con las palabras: «El silencio eterno de los espacios infinitos
me produce espanto», que acompañó a las almas bellas desde el si
glo XVII, tiene una prehistoria compleja que podría reconstruirse en
esbozo por medio de una teoría de las catástrofes esféricas y de las
inmunodeficiencias adquiridas psicocosmológicamente. La historia
de los miedos al mundo, adquiridos empíricamente, se diferencia
ría de una historia general de la vida herida o lastimada en que ten
dría como objeto las perturbaciones de los sistemas psicocósmicos
316
de inmunidad: trata de extravío, exilio, enajenación y de la existen
cia en el castillo interior de los aislamientos, cuyos moradores pare
cen condenados a una vida alienada en mazmorras parecidas a la
muerte. Se diferencia, a la vez, de la historia del malestar en la cul
tura en que no tematiza tanto la renuncia a los impulsos cuanto la
privación de forma, y en que trata menos de carencias libidinosas
que de carencias esféricas. En ella no habría que hablar de sinos del
impulso, sino de sinos del sentimiento espacial, y menos de enfer
medades de relación que de enfermedades espaciales del alma; la
insuficiencia de la relación de objeto aparece como un aspecto de
una insuficiencia de forma de mundo.
En esta historia,junto con esos trastornos de los sistemas políti-
co-existenciales de inmunidad, habrían de mostrarse también los
procedimientos de curación que los intérpretes poderosos de las
formas de mundo, los reyes, los fundadores de religiones y los sa
cerdotes -y, en último término, de modo informal y sin poder, los
filósofos- introdujeron con el fin de cerrar brechas en los amura-
llamientos psíquicos y desgarros en las cubiertas del mundo de la vi
da. De ahí saldría toda una historia de las concepciones macroscó
picas, de las doctrinas de sabiduría y, finalmente, de las doctrinas
filosóficas del ser, todo ello bsyo un diseño terapéutico-inmunológi-
co. En ella habría que mostrar que las concomitancias metafísicas
del concepto de mundo como tal provienen en principio de las ar
tes omnicurativas de interpretación.
Las llamadas «imágenes de mundo» de las grandes culturas sur
gieron de reparaciones agresivas hechas a las más antiguas concep
ciones mítico-animistas y religiosas del todo. Por sus rasgos funda
mentales espirituales, todas ellas representan ontologías terapéuticas,
dado que en último término no tratan de otra cosa que de la cues
tión: cómo los individuos expuestos al peligro en las comunidades
potencial y actualmente no compactas del gran mundo desconcer
tante pueden todavía saberse cobijados, a pesar de todo, en un re
ceptáculo conformador de orden máximo. De lo que se trata en los
grandes proyectos cosmológico-sociales de las culturas antiguas, des
de China hasta Grecia, es de la cuestión: cómo en las épocas turbu
lentas de la ciudad y el imperio los inquietos individuos aislados ha
317
bían de arreglárselas para dar el paso de la cosa pública humana fa
lible a la ciudadanía imperecedera del universo.
Las grandes doctrinas de orden, que se presentan como escuelas
filosóficas de vida y como ontologías políticas, bosquejan a grandes
rasgos lo que han de considerar los seres humanos si quieren ele
varse por encima de la historia tribal, ciudadana y nacional, y de sus
vicisitudes, hasta los desagües ordenados de la naturaleza eterna.
Pero, dado que para esas regularidades edificantes por las que han
de tomar medida los seres humanos, los constantes fenómenos ce
lestes, las revoluciones del sol, de la luna y de los planetas ofrecen
el paradigma más sugestivo, parece que no hay nada más importan
te para las ontoinmunologías u ontologías clásicas que explicar las
relaciones del ser más inquieto con la forma de orden de mayor
quietud, las relaciones del ser humano lábil con la constitución del
cielo. (Esto presupone que para los seres humanos de la era filosó
fica naciente había desaparecido la más mínima huella de un re
cuerdo potencial de mayores irregularidades astrales, si es que las
hubo en épocas históricas. Para ser capaces de ver en los movi
mientos planetarios el arquetipo de movimientos circulares eterna
mente regulares no podía haber entre ellos ningún elemento activo
derivado de psicosis astrofóbicas, como sí puede suponerse que los
hubo en algunas religiones de Oriente Próximo, asiáticas y latinoa
mericanas. Sólo así es posible divinizar un cielo aliado como garan
te de procesos universales de orden158. ) En la época de los Estados y
ciudades combatientes, los seres humanos revueltos, liberados, ame
drentados, en tanto adoptan la concepción novedosa y exacta de su
condición cósmica según la expresa el pensamiento filosófico, han
de llegar a la convicción de que en ningún momento pueden sub
sistir fuera de ordenaciones válidas; fuera de un todo pleno y com
pacto, en definitiva.
Si los mortales hubieran reconocido su situación dentro del re
ceptáculo total del ser, habrían conseguido siempre arreglárselas
tanto frente a desgracias personales como frente a las pérdidas de
forma de la política local. Si los persas aniquilan a tus parientes, si
los piratas macedonios te venden en el mercado de esclavos, inclu-
318
Heliópolis alias Karlsruhe, 1715.
so si losjinetes escitas te tuestan a fuego lento: siempre habría un
punto fijo o un criterio desde el que, incluso para ti mismo, esto
apareciera sólo como la superficie encrespada de un fondo profun
do y tranquilo. Este es el consuelo de la filosofía en tanto persevere
hasta el final en su misión armonizadora: la filosofía proporciona a
los suyos la clave con cuya ayuda reconocen que dentro de lo que
nos concierne todo sucede como puede y debe. Ella es el arte de
cambiar el punto de vista en relación con cualquier vicisitud, de mo
do que de la negación pueda resultar una afirmación, de lo extraño
algo propio, de la destrucción una contribución a la eutonía del to
do. El sabio no entiende la suerte y desgracia sino como lecciones
dentro de un curso de acomodación al universo; él es el ser huma
no que ha desmentido lo exterior. Su método es un estructuralismo
uranio. Frente a lo más exterior tanto existencial como cosmológi
camente, las escuelas edificantes establecen el axioma holístico de
que la exterioridad es imposible para el cielo. Basta colocarse en el
punto de vista del cosmos para participar de su invulnerabilidad.
En los tiempos antiguos todos los interesados tenían claro que
este cambio de punto de vista hacia algo más-que-humano sería im
posible sin una dura ascesis. Por eso, cuando los pensadores se to
man en serio el refugio en la filosofía se impone una vida ascética,
de ejercicio; las escuelas son órdenes racionalistas y ascéticas; pre-
319
tenden hacer de meros seres humanos puntos de conexión del logos
cósmico. Ciertamente, puede que tú mismo, en tanto individuo frá
gil, seas demasiado débil para la comprensión del todo; pero eso no
te evita la tarea de asimilarte al más grande de todos los sistemas de
inmunidad: a la periferia perfectamente rasa y llana, luminosa, del
cielo, que no puede llegar a colapsarse aunque fallen todos los dis
positivos de seguridad del mundo humano. La esfera suprema está
libre de desajustes, por una parte, porque el borde del todo gira se
reno en sí mismo; por otra, porque las semillas del mal, las irregu
laridades, que claman al cielo, de los incidentes que suceden abajo
nunca alcanzan la altitud suprema. El éter no percibe nada de los
miasmas sublunares; sin tiempo, la esfera de las ideas descansa en su
luz. Por eso, la meditación del anillo extremo, invulnerable, del re
ceptáculo del ente en su totalidad fue el ejercicio mental decisivo de
la filosofía posplatónica159. Todo ejercicio sirve para el fortaleci
miento de ese sistema mental de inmunidad. Por su sentido prácti
co, las contemplaciones de orden de los antiguos nunca fueron otra
cosa que la prosecución individual con medios lógicos de una cons
trucción de murallas devenida absurda.
«El compás es el cincel de este segundo arte plástico. »160Su ob
jetivo es demostrar que, en cualquier situación del destino y en cual
quier punto de la superficie terráquea, el alma siempre puede re
mitirse a su privilegio inamovible de ser una ciudadana del cosmos
solícito. Aunque todo lo demás, revolución, peste, exilio, le asalte,
el derecho de ciudadanía en la ciudad absoluta sigue siendo pro
piedad del sabio. Éste es el cogito cósmico que ha de poder acompa
ñar a toda situación humana: el universo es una casa, y la casa no
pierde nada, tampoco me pierde a mí mismo por muy desconcerta
do y perdido que pueda sentirme.
Fue, por supuesto, Platón quien en su obra tardía estableció los
estándares de la glorificación del mundo acabado. El pater philoso-
phorum, como el nuevo académico Marsilio Ficino acostumbraba a
llamar al fundador de la Antigua Academia, se preocupó personal
mente de explicar cómo ha de proceder cualquier refutación o des
mentido del exterior. Para ello, prosiguiendo sus exposiciones filo
320
sófico-naturales del Timeo, introduce en el controvertido libro Xde
las Leyes el nuevo género argumentativo de la demostración de la
existencia de Dios, que esencialmente desemboca en la refutación
del supuesto de que haya cuerpos que no estén envueltos, llenos y
regidos de y por un alma.
Se reconoce inmediatamente que la teología -tanto la nueva, fi
losófica, como la más antigua, clerical- ha sido desde el primer ins
tante teología política, ya que la defensa de Dios se concibe siempre
como defensa de la comunidad de sus fieles frente a los infieles ex
ternos. Se reconoce, asimismo, en qué consistía el ataque ateo, da
do que la doctrina del no-ser de los dioses pudo hacer causa común
desde el principio con la tendencia antisocial y con el materialismo
político, es decir, con la doctrina del derecho del más fuerte. Si, co
mo enseñan quienes niegan a Dios, hubiera meros cuerpos a los
que no les hubiera sido dada un alma divina, cobijante-dirigente,
entonces se podría decir con razón, tanto en un sentido absoluto
como relativo, que estarían fuera. Pero, entonces, si los cuerpos es
tuvieran fuera e inanimados, también lo estarían los seres humanos,
dado que ellos mismos son cuerpos entre cuerpos. Además, si los
cuerpos de las estrellas errantes no fueran dioses sino meros mon
tones calientes de escombros y piedras, sería imposible que se preo
cuparan de los seres humanos con sabia solicitud. Si los grandes
cuerpos celestes sólo fueran desiertos ardientes ahí fuera en el uni
verso, la soledad cósmica de los seres humanos sería un hecho defi
nitivo y la social tendría que seguir sus huellas. Entonces tendrían
razón los ateos en burlarse de las ficciones piadosas de los bienin
tencionados, que se imaginan que están rodeados de dioses y que el
curso de las cosas lo dirige una sabia providencia. Reprime a los dio
ses y niega las almas: las piedras son nuestros vecinos más próximos
y ya no significa mucho la diferencia entre cuerpos vivos y muertos.
Para los seres humanos, así desencantados, el cielo se convertiría
en una escuela de indiferencia. Entre los habitantes de las ciudades
la indiferencia de todos frente a todos tendría la última palabra, ya
que en ausencia de un principio de unidad podrían reconocerse
mutuamente tan poco como una piedra a otra. Sin temor a castigos
del más allá, podrían hacerse también unos a otros lo que quisieran.
321
En el vacío no hay instancia superior alguna que acudiera en auxi
lio de las víctimas y reparara la injusticia. La ley del cuerpo más fuer
te quedaría como ultima ratio de la regulación de relaciones entre
fuerzas en el espacio exterior. En todo caso, los cuerpos más débi
les, en tanto temporalmente se acostumbran unos a otros, podrían
mantenerse unidos para formar coaliciones contra cuerpos más
fuertes y para evitar la soledad por un momento engañoso. Pero
nunca podría llegarse a formar una comunidad substancial o ani
mada entre ellos, dado que ya de antemano se niegan, precisamen
te, espíritus comunes o almas-campo que unifiquen. La risotada del
criminal impune triunfa sobre la reflexión filosófica: una posibili
dad de la que supo hacer uso la Modernidad, tras Sade, con su cul
to del artista-delincuente. Caracteriza la prudencia conservadora de
Platón el hecho de que sólo espere cosas malas del aparato político
de la democracia, incluida su superestructura de teoría contractual,
convencionalismo y optimismo antropológico, y que se preocupe de
buscar bases más sólidas para la fundamentación de la república.
Con ello, las premisas de la intervención platónica están claras:
el filósofo comprende con qué adversario ha de vérselas. Sin ilusión,
contempla el espectáculo de cómo el ateísmo político inicia el ata
que al corazón de la comuna. Cuando Critias, en una comedia (per
dida) , Sísifo, califica a los dioses como invención de un hombre listo,
cuando Anaxágoras define el sol como masa de piedra incandes
cente, cuando Aristófanes, en las Nubes, presenta el cielo como una
máquina meteorológica, vacía de dioses: puede que en esas ocasio
nes, si se quiere, como ateniense dicharachero, amante de sacar
punta a las palabras, uno se divierta un instante en compañía de
amigos, que necesiten reírse, tomándose estas libertades, que al fin
y al cabo forman parte del agorázein, de la libre vida masculina en el
mercado. Pero el filósofo, que reflexiona sobre las condiciones de
posibilidad de ser de la ciudad, tiene que constatar, en honor a la
verdad, que con tales discursos la comuna sigue muriendo en sus
ciudadanos. Ysi los hechos dieran razón a quienes niegan el alma y
que el mundo esté lleno de dioses, habría que guardarse doble
mente de hacer propaganda pública de tales doctrinas. Para el es
píritu de la república es fatal que se extienda la idea de que los se
322
res humanos ya no podrían ser unos para otros más que cuerpos
manipulables en el espacio inanimado. Tales convicciones no sólo
desinhibirían a los fuertes para imponer más escrupulosamente to
davía sus propios intereses a los demás, desmoronarían también las
alianzas de los débiles y desalentarían el temor religioso del que se
alimenta la solidaridad burguesa. Además, un filósofo que ha con
templado cómo se tratan mal mutuamente los seres humanos que
se consideran unos a otros cuerpos en el vacío sabe demasiado bien
que los seres humanos abandonados a sí mismos no se reconfortan
mutuamente, ni en momentos de paz ni, sobre todo, en momentos
de guerra. Hay que haber experimentado el «encarnizamiento ho
rrible con el que se arrasaban unas a otras esas minúsculas ciuda
des»161para comprender lo que es capaz de hacer el pánico sin alma
entre seres humanos que quieren salvarse unos a costa de otros.
Si se quiere preservar a los ciudadanos de los modos en que una
multitud ocasional de meros cuerpos sin razón se comportan unos
con otros compitiendo por la supervivencia, entonces, como enseña
la inquietud conservadora, los ateos no pueden tener la palabra en
la polis. Resistirse a los orígenes: esto vale no sólo para la infección
erótica sino más aún para la atea. En ella reside, como Platón -en
tanto pionero de todos los conservadores de vanguardia- cree ha
ber comprendido, el germen de la des-solidarización. ¿No promue
ve su aislamiento y su desamparo político quien no reconoce una es
pecie de compenetración a priori entre los seres humanos que viven
juntos? ¿No impulsa hacia delante la desespiritualización, peligrosa
mente iniciada ya, quien no quiere creer en un espíritu común? Pla
tón, cuya primera época de vida estuvo enteramente ocupada por
los treinta años de guerra entre Atenas y Esparta, a la vista de las
ruinas físicas y psicológicas de su ciudad patria tenía fuertes motivos
para querer impulsar la nueva ciencia de la animación de la polis. Es
taba en la naturaleza de las cosas que ésta habría de llegar a con
vertirse también en un nuevo proyecto de doctrina sobre los dioses,
más aún, en la primera teología explícitamente teórica. Quien qui
siera salvar la república más radicalmente de lo que se permitían so
ñar los liberales de mercado y los agitadores democráticos tendría
que volver a ensamblar de nuevo, e indisolublemente, la ciudad, las
323
almas de los ciudadanos y los dioses. Pues sólo así como el alma di
vina es capaz de animar y regir un cuerpo cuando va unida a él, la
presencia de un órgano racional divino en la ciudad podría, según
Platón, iluminar y dirigir a ésta hacia lo mejor para ella.
Por su propia tendencia, la teología política platónica persigue
un comunitarismo cósmicamente apoyado: según ella, las comuni
dades ciudadanas sólo pueden resultar bien en la medida en que,
como cuerpos animados, se dejen mover por un principio de razón,
realmente presente. Si se entendieran bien a sí mismas serían, en
cierto modo, iglesias lógicas o unidades constituidas teónomamen-
te, cuyos mejores dirigentes serían, a su vez, los filósofos auténticos
y verdaderos. Para el pueblo normal esta noocracia salutífera podría
ser representada hasta más ver por el culto tradicional a los dioses,
en tanto éste puede ser realizado aún de buena fe y sin demasiadas
concesiones a las viejas atrocidades de las ofrendas de sangre. Con
la nueva filosofía, como con la antigua piedad, se fundaría suficien
temente la síntesis social desde arriba y desde dentro; siempre se
rían tychés, numina, dioses de la ciudad, almas espirituales, todos
ellos substanciales, representados regionalmente y encamados indi
vidualmente en cada caso, los que mantendrían en forma la repú
blica empírica. (Esta regla holística, aunque rota innumerables veces,
se mantendrá en vigor durante milenios; sólo la sociedad moderna
«diferenciada», que ha sabido crear sistemas de cobijo no-teológicos
que tienen que ver con el Estado del bienestar sobre todo, se arries
gará al experimento de intentar su síntesis sin dioses unificadores,
suponiendo que el retiro político de los dioses sea posible sin pro
vocar al mismo tiempo el dominio de los lobos. Pero, dado que, co
mo parece claro, meros sistemas técnico-sociales de grapado no bas
tan para animar a una sociedad buena, también en la Modernidad
se vuelven a reclamar «valores»; pero ¿qué serían esos «valores» si
no los antiguos dioses de la polis en el exilio? )
Sólo si todo está lleno de dioses -Platón recurre al dicho de Ta
les, pánta plére theón, en un lugar crucial de su demostración-, los
cuerpos, también los cuerpos de la polis de los que se trata aquí en
primera línea, van siempre unidos a almas racionales y devendría
imposible el extravío exterior de cuerpos aislados en el espacio va-
324
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cío y de almas en un mundo inhabitable. Esa imposibilidad consti
tuye el demonstrandum de Platón: el principio y fin de sus esfuerzos
por fundar la cosa pública en fuerzas esenciales divinas, realmente
presentes y efectivamente envolventes. Allí donde el alma racional
se hubiera dado un cuerpo político, la primera ciudad deductiva,
podrían eliminarse -quizás por primera vez en la historia del ser hu
mano- de los regímenes ciudadanos las fuerzas codiciosas y resenti
das, y sustituirse por un régimen noocrático.
Si, con mayor distancia, se someten los argumentos de Platón
325
-que pronto trataremos más pormenorizadamente- a un análisis
crítico, llama la atención la rapidez, incluso la precipitación, con
que llega a la meta, una meta de la que no estaría dispuesto a pres
cindir bajo ninguna circunstancia. ¿Debería habérsele insinuado dis
cretamente que procediera con mayor lentitud en sus demostracio
nes? ¿Tendría que habérsele aconsejado dudar más tiempo en sacar
sus conclusiones y confiar menos en sus sentimientos de evidencia?
Es claro que estas preguntas son de naturaleza retórica, dado que a
posteriori no hay consejo alguno que valga para los grandes de la tra
dición. Al contrario, nos inclinamos a admitir que los pensadores
que conocen de antemano su resultado han de precipitar siempre,
y como con necesidad, sus ideas (precisamente bsyo la apariencia de
un retardo argumentativo y bajo un respeto manifiesto ante las de
ducciones lógicas), dado que para ellos no es el camino el que con
duce a la meta, sino la meta la que está al comienzo y se finge haber
encontrado en los caminos de la investigación y ser fácil y segura de
alcanzar por cualquier ser humano bienintencionado y razonable.
Nosotros, los modernos, envidiamos y sospechamos, a la vez, de to
dos los que gozan del privilegio de poder comenzar en una meta
(pues quien comprende alguna vez que ya está donde quería llegar
puede considerarse iluminado; mientras que para los que no tienen
meta, para los irresolutos, no puede haber iluminación alguna, sino
sólo éxtasis de escepticismo). Caracteriza a la situación lógica del
presente que aconseje explícitamente dar un salto allí donde cami
nar no conduce con seguridad a la meta. Quizá haya que haber per
dido la certeza clásica de la meta para comprender de qué clase de
privilegio gozaban aquellos seguros de su meta de antaño cuando
volaban con despreocupada precipitación hacia sus resultados, o se
acercaban a ellos con saludable demora. Entonces se comprende
que se pedía demasiado de los antiguos maestros cuando quiso ha
cérselos cómplices de dudas y depresiones modernas. ¿Puede, si
quiera, dejarse abierto el resultado cuando se trata de cuestiones
acuciantes? ¿No es posible hacerlo sólo cuando en las cosas ya no
hay más de qué tratar? ¿No ha sido siempre la famosa «duda metó
dica» una farsa y no ha tenido que servir sólo como figura encu
bierta del ánimo fundamental maníaco-resolutivo y depresivo-irre-
326
soluto de los autores? (En el pensamiento contemporáneo ha sido
Jacques Derrida, sobre todo, quien ha experimentado con formas
de un discurso radicalmente abierto; con ello la argumentación fi
losófica se convierte en un ejercicio de no-llegada a un resultado po
sitivo. Pero ese nunca-llegar sólo muestra, a su vez, la otra cara del
siempre-estar-ya-en-la-meta de la metafísica clásica. )
Sea como sea, quien tras el argumento de Platón pretenda se
guir afirmando que no hay dioses y que los cuerpos humanos están
agrupados arbitrariamente -sueltos y separables en cualquier mo
mento- con otros cuerpos en el espacio vacío de dioses, ése, según
el oráculo de la escuela y del templo, se encuentra, en principio y
para el resto del tiempo, simplemente en el error. Pues la tesis ver
dadera, de cuyo afianzamiento se trata, reza, de una vez por todas,
que todo está lleno de dioses.
Pero, dado que hay que suponer, en principio, que el ateo, so
bre todo cuando se trata de una persona joven, insolente y mal
aconsejada, no puede más que haberse confundido, tiene derecho
a ser instruido. Ningún ser humano se confunde con gusto, y todo
confuso tiene derecho a corrección por medio de un saber mejor:
esos axiomas socráticos corresponden a la regla fundamental del
ánimo ciudadano griego, que no considera como asuntos esotéricos
ni siquiera los bienes culturales supremos, sino que los pone en me
dio de la ciudadanía, en meso, entre los testigos y los oradores. Esto
ya lo cumplieron con éxito las representaciones trágicas de los ate
nienses; y la nueva teología, que pretende aventajar al teatro dioni-
síaco, no puede hacer otra cosa. Por eso Platón opinaba que, antes
de abordar la cuestión de si y cómo castigar a los ateos, es correcto
y necesario intentar un uso pedagógico-social de su demostración
de la existencia de Dios para rehabilitar a impíos merecedores de
pena: aquí se separan los caminos del pensador, obligado a la pa
ciencia metódica, y los de los sacerdotes, que condenan con mayor
rapidez todojuramento que no sea el suyo. Sólo en último término,
en caso de una falta de comprensión obstinada y culpable, opina
Platón que, lamentándolo en cierta medida, se puede y debe hacer
caer el peso de la ley sobre los delincuentes. Pero con ambos, con
la demostración de la existencia de Dios así como con su uso tera
327
péutico, Platón da a entender que en el caso de la cuestión de la
existencia de Dios o de dioses (la diferencia de singular y plural
aquí significa menos de lo que se supone corrientemente) no se tra
ta de una discusión entre puntos de vista teóricos, que pueda ser
practicada dentro de los muros de la Academia como torneo argu
mentativo. Afirmar los dioses o negar los dioses no son posiciones
simétricas que estén en mutua pugna y cuya pelea pueda contem
plarse con interés deportivo. Si la filosofía ha de ser de utilidad pa
ra la cosa pública, en relación con la tesis de que hay dioses y de que
éstos, aunque se encuentren en casa en lo máximo, mégiston, tam
bién se preocupan de lo pequeño, mikrón, de los asuntos humanos,
no puede existir libertad de opinión y, por ello, tampoco licencia
para negarla. Si la polis ha de existir, han de existir los dioses; dado
que los dioses existen, la polis es posible y real; y si la vida de la polis,
no obstante, va mal, es, sobre todo, porque el olvido de los dioses ya
se ha propagado entre los ciudadanos de modo preocupante.
En esta situación el filósofo se ofrece como el médico de la cul
tura frente al olvido. Acomete la empresa de demostrar la existen
cia de lo divino mediante la recuperación de evidencias perdidas, y
no con el ánimo, ciertamente, de implicarse en fútiles esgrimas dis
cursivas de salón. Al Platón que se ha hecho viejo le resulta extraño
el sadismo deportivo de estrangular en el aire, en debates académi
cos con el estudiante dotado, las opiniones de los antepasados, co
mo hacía Aquiles con las serpientes. Su argumentación es conserva
dora y melancólicamente constructiva. Sabe que ninguna sociedad
puede poner en juego realiter sus sistemas efectivos de inmunidad,
sus convicciones comunes vitalizantes, sin destruirse a sí misma. Su
demostración de la existencia de Dios y dioses no tiene el sentido de
aportar argumentos para lo más probable con respecto a un asunto
indeciso. El asunto está decidido en suprema instancia; con argu
mentos humanos y divinos la sentencia está dictada. Los dioses vi
ven, y ninguna contratesis seria puede atentar contra su realidad y
actualidad. Cuando Platón, a pesar de todo, argumenta -él mismo
se plantea un instante si la argumentación tiene siquiera sentido
aquí (Leyes, libro X, 887a-c)- es para consolidar adicionalmente,
frente a la provocación atea, el resultado irrenunciable: la doctrina,
328
confirmada por los pensadores de todas las épocas e intuitivamente
sancionada por los sanos sentimientos de todos los pueblos, de que
hay dioses buenos y sabios, interesados por los seres humanos.
Uno se las tiene que haber, pues, con un preludio ateniense de
la tesis fides-quaerens-intellectum medieval, aunque ahora bajo la di
rección de la filosofía, que, frente a la creencia del pueblo y de los
sacerdotes, reclama para sí la nueva competencia teológica decisiva.
En consecuencia, la decisión de argumentar tiene también una in
tención política, referente a las ideas políticas o a la política de ideas.
Si los dioses se vuelven dependientes de argumentos, las bases de la
legitimación de poder y orden en la república se desplazan, al me
nos hipotéticamente, en favor de aquellos que aporten los mejores
argumentos para su fundamentación teológica. La introducción de
Platón del argumento para la demostración de la existencia de Dios
proporciona el modelo de una revolución conservadora en bien de
la clase fundamentante.
Naturalmente que la polis vivía desde siempre en la convicción
de que los dioses solícitos, fieles al lugar, presentes en las almas de
los ciudadanos, garantizaban su existencia. Pero en el futuro ha de
tener presente, además, que el orden ciudadano en total, como ar
mónica disposición de las partes, participa per analogiam en la es
tructura geométrico-divina de orden del universo escalonado y re
dondeado162: y aquí entra enjuego la nueva contribución específica
de la cosmoteología filosófica. La ciudad tiene que llegar a ser re
donda como lo es el cosmos, y tiene que jerarquizarse tal como el
cosmos está escalonado, desde lo mejor hacia abajo, hacia lo menos
bueno. Hablar de esta geometría divina ya no es competencia de los
expertos culturales al uso, los sacerdotes, pero sí de los nuevos filó
sofos, formados matemáticamente.
Así, en el intento de rechazar el delito de opinión del ateísmo,
Platón, el inmunólogo jefe de la era metafísica, pone sus cartas so
bre la mesa: la verdadera teoría de Dios, y con ella también la teo
ría de la cosa pública, sólo es posible aún -según lo dicho y de una
vez por todas- filosófica y esferológicamente. Que sigan los rapso
das contando sus mitos y los sacerdotes conservando su competen
cia ritual: serán los filósofos, como único grupo capaz de ofrecer
329
Casa para un cosm opolita,
de Cari Peter Joseph Normand,
según Vaudoyer, 1785.
pruebas de la existencia de Dios, los que en el futuro puedan recla
mar el derecho de representación espiritual adecuada de la repú
blica.
De golpe se manifiesta ahora cómo la nueva teología filosófica se
implica en la reconstrucción inmunológica e institucional de la me
jor ciudad. La prueba de la existencia de Dios de Platón es, de he
cho, una prueba de la animación del todo. Suficientemente extra
ño: Dios podría considerarse probado si se hace evidente que el
330
Claude-Nicolas-Louis Ledoux,
Utopía de la ciudad fabril, 1775.
cosmos posee forma de esfera y que esa esfera omnicomprensiva es
tá animada homogéneamente en toda su extensión. Si esta propo
sición fuera accesible argumentativamente quedaría refutada toda
exterioridad, y la inteligencia, amenazada por la soledad cósmica y
social, podría respirar tranquila de una vez por todas. No es, pues,
la arbitrariedad y el azar lo que domina el mundo, como piensan los
confusos maestros del derecho natural con su doctrina de la priori
dad del más fuerte: lo entiendan los seres humanos o no, el ente en
su totalidad está b¿yo el imperio de la ley divina envolvente, que se
manifiesta a la vez en geometría y en ética. La matemática filosófica
quebrantaría, así, la ilusión del privilegio del fuerte: mostraría que
hay una fuerza que sólo es ruindad y debilidad. Pero si las realida
des auténticas son totalidades animadas, entonces la vida en las ciu
dades —incluso en Atenas, tras su ruina merecida—puede ydebe vol
ver a ser buena.
Por eso, la cuestión decisiva de la comunidad política es cómo lle
gar a una constitución antiatea, y, en segunda línea, a una instruc
ción pública solidarizante. La filosofía se ofrece aquí como la prime
ra ciencia protectora de la constitución. El informe de Platón en
defensa de Dios y de los dioses detiene, por una parte, el ateísmo, ac
tualmente más peligroso, con respecto a los dioses de la ciudad,
331
O. E. Bieber, proyecto de concurso
para un rascacielos en Colonia, 1925.
ateísmo que desde tiempos inmemoriales fue inculpado en las polis
como delito de asébeia -el caso de Sócrates no está olvidado-, y el
ateísmo cosmológico o filosófico-natural, por otra, que afirma un
mundo vacío de Dios y, con ello, un exterior universal: una tesis cu
yo surgimiento testimonia cuán lejos consiguieron apartarse los pro
fesionales libres que eran los sofistas de la obligación tradicional de
sacerdotes y sabios de promover sentimientos patrios entre las repú
blicas políticas y psíquicas.
En una situación cultural en la que las ciu
dades dependen de una regeneración constante de los sentimientos
comunitarios, ambas clases de ateísmo, tanto la regional como la uni
versal, actúan de modo corrosivo en el más alto grado; equivalen a
una especie de deserción comunal y ontológica. En principio, el
ateísmo con respecto al Dios de la ciudad es el más peligroso, dado
que conduce directamente a los habitantes de la polis, sean cultos o
incultos, a la tentación de actuar sin consideración a las leyes y a los
lícitos intereses de los conciudadanos, mientras que el ateísmo abso
luto o cosmológico atrae sólo, por ahora, a la clientela de algunos so
fistas arrogantes. Pero, evidentemente, ambos tipos dejuego atentan
contra los sistemas mentales de inmunidad y contra los fantasmas
animadores del cuerpo comunitario de los colectivos políticos mien
tras éstos hayan de articular todavía el fundamento de su solidaridad
332
La urbanización Leipzig-Lóssnig, ca. 1925.
en ritos y discursos teológicos, sin otra alternativa. Si los dioses son
las hipostasis eficientes del espíritu colectivo y si las ciudades viven de
que sus habitantes consideren más real el espesor de vida del muni
cipio que el de cualquier vida aislada, entonces bsyo ninguna cir
cunstancia pueden plantearse en voz alta dudas sobre la existencia
de los dioses; y, sobre todo, no pueden circular en absoluto, como si
se tratara de opiniones discutibles, discursos que nieguen a los dio
ses y cuyos autores parezcan ser hombres sabios.
El empeño de Platón en ir contra la ilusión engañosa y sus pro
ductores e intermediarios, los sofistas, proviene sobre todo de este
escándalo: cuán fácilmente pueden revestirse argumentos ateos y
antisociales con la apariencia de plausibilidad; destruir ese disfraz es
el sentido crítico de la filosofía «verdadera», es decir, «platónica»,
por ahora. En la situación cultural antigua los ateos pueden consi
derarse como terroristas semánticos que pretendieran desmoronar
argumentativamente la síntesis social. Así pues, si la filosofía pre
tende hacerse imprescindible para la fundación de la república tie
ne que comenzar por demostrar lo que hasta ahora parecía no ne
cesitar demostración: la realidad de los dioses; más aún: el lleno del
ente entero de una presencia divina inhibida, diferida.
333
En esta nueva empresa argumentativa, que procedimentalmente
resulta revolucionaria para un ánimo conservador, sucede por pri
mera vez propiamente aquello que coloca en su lugar epocalmente
sobresaliente el concepto fundamental de nuestros análisis: la con
cepción de la esfera o del globo realmente existente, lleno de senti
do, y que todo lo anima y cobija. El argumento de la existencia de
Dios de Platón entroniza, con todas las de la ley, la esfera como úl
timo principio-figura del ente en general. Fuera lo que fuera lo que
insinuaran Anaximandro, Anaxágoras, Parménides, Empédocles y,
sobre todo, los pitagóricos sobre la estructura esférica del universo,
sólo con la argumentación completa y soberana de Platón la teolo
gía de la esfera se convierte en paradigma inolvidable. Sus argumen
tos en el Timeo, en Pedro, en las Leyes, son los que pusieron en mar
cha la geometrización del ente en total con consecuencias
prácticamente incalculables. Nunca podrá valorarse lo suficiente es
te acontecimiento en la historia del pensar: no es sólo que la de
mostración de la existencia de Dios continúe durante dos milenios
siendo la disciplina regia de la filosofía edificante; casi durante tan
to tiempo argumentos platónicos corroborarán su validez en los dis
cursos de la cosmología así como de la noología; y sólo cuando los
europeos más jóvenes aprendan a constituir y ordenar su cosa pú
blica con medios de ligazón no-religiosos -economía de mercado,
parlamentarismo, sistemas de beneficencia, medios de masas, dere
cho y explotación del arte-, por consiguiente no antes del siglo
XVIII, podrán permitirse olvidar su herencia platónica casi de un día
para otro. Voici le temps des espritsfortsr. alboroto endiablado de todos
los espíritus libres. Pero ¿no manifestó ya Hegel la sospecha de que
la mofa sobre los reyes-filósofos sólo podía convertirse en un diver-
timento vulgar, sobre todo entre los filósofos más recientes en cada
caso, dado que el mismo Estado moderno es el platonismo realiza
do, el dominio de los principios?
En Platón la teología se ha convertido plenamente en morfolo
gía. En tanto que ella puso en evidencia a Dios como la suprema for
ma-cosa, se hizo posible a sí misma, primordialmente, como arte de
discurso racional sobre Dios. Con la demostración de que Dios po
see y otorga la mejor forma posible en el todo realizado, la teología
334
Panteón, vista global de la cúpula
tomada con un objetivo de ojo de pez.
entró en su período racionalista o constructivista; a partir de ahora,
quien no quiera hablar de la esfera ha de callar con respecto a Dios
y a los dioses. Caracteriza, ciertamente, el espíritu del antiguo Occi
dente, dejonia ajena, que si es cierto que construye a Dios, ha de ha
cer, sin embargo, como que se somete a una revelación. Lo que lla
mamos la era de la metafísica es substancialmente la época de un
constructivismo que ha de negarse o disimularse a sí mismo. Su fi
gura pensamental y constructiva primaria es el Dios esférico como
garante ontológico insuperable de inmunidad. Ysi los teólogos re-
335
ligiosos, hasta hoy, se indignan por esa actitud fundamental al res
pecto y despachan al Dios construible como fetiche o ídolo, es sólo
porque tienen una opinión banal de los constructos y de sus presta
ciones de seguridad y se aferran a la idea de que la inmunidad su
perior sólo puede encontrarse y no construirse. De todos modos,
desde el punto de vista práctico esto supone una intuición avispada,
en tanto que apuesta por un Dios que extiende su mano precisa
mente cuando a las manos humanas se les escurre todo. Pero teóri
camente esa intuición es insuficiente, dado que cierra los ojos ante
el poder de inmunidades construidas. Quizá esa insuficiencia sea
psicológicamente comprensible, ya que en sus negocios discursivos
tampoco los teólogos se quieren privar de guarecerse, en caso ne
cesario, en una cobertura envolvente. Por eso se paran ante el um
bral más allá del cual la teología traspasa la lógica del asunto y se
convierte en morfología e inmunología163.
La nueva ciencia del Dios construible depende completamente
del argumento memorable de Platón de que el todo divino ha de
ser una única esfera animada por doble motivo: primero, porque
por doquier el alma, como lo motor, afirma su prioridad frente al
cuerpo, como lo movido; segundo, porque el espíritu divino crea
dor, a causa de su propia optimidad y falta de envidia, no puede do
tar al cosmos, a su «producto eterno», por hablar paradójicamente,
más que del mejor movimiento, el circular semoviente. Dado que a
la plenitud del bien corresponde el número completo de las di
mensiones primarias, percibibles también sensiblemente, el tres, el
círculo ha de elevarse a la plenitud completa, y, con ello, a la figura
esférica.
Nunca se asombrará uno suficientemente ante este argumento
que representa la célula lógica de la globalización metafísica; en él
no sólo puede reconocerse qué fantasmas celebraban su apertura a
la pálida luz de la evidencia, sino que manifiesta también, en pure
za casi caricaturesca, a qué conclusiones puede llevar la pretensión
de conseguir «verdad a partir del concepto». Si se reformula la idea
platónica acentuando su forma lógica, su singularidad resulta más
llamativa: ¡El cosmos tiene que ser una esfera simplemente porque
336
Dios ha de satisfacer su concepto! Por sí mismo, el concepto de Dios
exige de él con fuerza resolutiva, por una parte, no dejar el mundo
increado, dado que esa omisión sería una forma de ahorro indigna
de Dios (Dios y el sol son los great providers de la era metafísica; ac
túan como reyes ontologizados del dispendio, cuya generosidad se
gana la adhesión y séquito de lo existente en su totalidad, excep
tuados los rebeldes desagradecidos); requiere de él, por otra parte,
configurar el mundo a semejanza y forma divinas, porque sólo lo
mejor, material y formalmente, consigue expresar al Creador (el
rnodus operandi de Dios es inevitablemente expresionista-perfeccio
nista). La forma esférica del todo expresa la necesaria convergencia
de la optimidad del Creador, la optimidad del proceso y la optimi-
dad del resultado. Ser redondo es la forma de revelación de la aris-
teía del mundo. Con ello recuperamos lo que insinuamos en el pró
logo sobre el exacto optimismo de la ontología: la teoría del todo
sólo puede ser teoría de lo óptimo164.
Es imposible no darse cuenta de que entre Dios y el mundo apa
rece, así, una relación análoga a lo que en el Génesis bíblico se lla
ma «a imagen y semejanza», con lo cual el Dios de Platón procede
extensivamente con más generosidad que el Dios del Génesis, por
cuanto ya en el primer impulso «saca» de sí el optimum morfológico
(en el caso de la obra del demiurgo, no se trata de una creación-pa-
so-a-paso en sentido judeocristiano, sino de una protuberancia que
se va debilitando desde el centro hacia la periferia), mientras que la
generosidad de Yahvé es más bien intensiva y culminante, en tanto
comienza con bruscas separaciones, para investir lo óptimo, al final,
en Adán, el último creado, y en sus descendientes. Parece evidente
que se trata de teologías radicalmente diferentes, que pueden ca
racterizarse con las etiquetas de cosmoteísmo (griego) y etnoteísmo
(judío), quizá también como morfoteísmo y nomoteísmo.
Con la fuerza del «por primera vez», Platón hace, así, a los dio
ses, a las almas motoras o principios de los cuerpos, y al Dios res
plandeciente, al cuerpo-todo semoviente, al cielo, que es el todo o el
cosmos, dependientes de su inteligibilidad y constructibilidad -se
podría decir, también, de su demostrabilidad y posibilidad de inves
tigación- y con ello de sus propiedades lógicas y geométricas, o más
337
bien uranométricas. Ahora convergen ya comprensibilidad, redon
dez y optimidad; el foco de esa convergencia se llama filosófica
mente: verdad. Con ello viene dada la situación protoconstructivis-
ta; la teología racional, alias ontoteología, se ha hecho posible.
Demostrar a Dios, geometrizar (mejor, uranometrizar) a Dios,
atribuir a Dios -junto con su análogo corporal, el cosmos- el movi
miento y forma más sublimes, hacer que Dios vuelva a sí girando sin
principio ni fin: el concurso ideal de esas determinaciones consti
tuye la acción originaria del racionalismo filosófico europeo. Por
ella, la geometría, que sólo es competente para tratar de círculos y
esferas, se convierte en la ciencia fundamental de la teología; y, por
medio de ésta, también de la teoría política. (La alianza de geome
tría y politología persistirá hasta llegar la Modernidad: ante todo, en
los fantasmas del tiempo de la Revolución Francesa que se referían
a una «república geométrica» y en el constructivismo arquitectó-
nico-social de la arquitectura moderna desde la Bauhaus hasta Le
Corbusier"5. ) El Dios de los filósofos ya no está encargado de las im-
permeabilizaciones del espacio interior y de los autocobijos mun-
dano-vitales sólo en un sentido inmunológico vago; como un Dios
exacto se crea a sí mismo y crea su espacio según el modelo del mo
vimiento más noble y de la forma más distinguida. A partir de en
tonces hay que concebir las esferas como globos en el sentido preciso
de la palabra y no ya como contornos pregeométricos, psicocosmo-
lógicos, del mundo próximojunto con sus extensiones arquitectóni
cas, morfológicamente poco nítidas. Con ayuda del compás se re
nueva el antiguo espacio interior aldeano, ciudadano, del mundo,
transformándolo en una perfecta forma cósmica. Los iniciados vi
ven en adelante bajo una cúpula sutil, que se hace visible cuando,
tras el desencantamiento de la percepción sensible, entra en vigor
el nuevo encanto de la intuición formal.
La modernización matemática del cosmos erraría su objetivo si
para los adeptos de la filosofía no fuera evidente que el alma racio
nal está consigo misma en cualquier parte de esa catedral redonda
del ser y que es imposible que pueda persistirjamás en alguna par
te fuera del buen todo. Con ello se plantea la cuestión de cómo en
tiende cada uno de los individuos su propia posición dentro de la
338
cubierta absoluta. ¿Pueden deducir su obligación de su lugar en el
todo, su mérito de su destino, su inmunidad de lo que ven a su al
rededor?
Por lo que se refiere a la creación política de grandes esferas, la
parte más importante de la demostración platónica de la existencia
de Dios es la doctrina de la no-indiferencia de los dioses con res
pecto a los seres humanos. ¿De qué serviría reconocer que Dios es
una esfera omniinclusiva si no pudiera hacerse plausible, a la vez,
que esa esfera no se limita a contener a los seres humanos junto al
colectivo de todos los elementos y cosas, sino que también se preo
cupa de ellos? Si Dios no fuera más que un gran receptáculo, ¿cómo
podría interesarse por su contenido? ¿Qué le importa al contorno
de la esfera lo que incluye? Si la sphaira sólo fuera un contorno ex
terior, ¿cómo podría comunicarse con los puntos lógicos desperdi
gados en su interior, con los individuos y todos los demás seres ani
mados?
Las respuestas de Platón a esas preguntas han impresionado du
rante más de dos mil años a la inteligencia europea, y si las doctri
nas clásicas sobre la conexión del todo inteligente con sus inteli
gentes partes parecen hoy más o menos liquidadas, no es tanto
porque estén realmente refutadas -pues ¿qué significa refutación
en el ámbito del delirio? - cuanto porque han sido víctimas del cam
bio de temas debido a la revolución cultural de la Modernidad. Des
de el punto de vista lógico, la Modernidad es la autoconsumación
del mito analítico que concede a las partes más pequeñas la pree
minencia frente a sus combinaciones. También sociológicamente
domina la prioridad de los individuos sobre sus asociaciones, de los
sistemas sobre sus entornos. La sociedad de mercado, consecuente
mente, ya no puede utilizar el esquema jerárquico del todo y sus
partes para sus negocios rutinarios; se reserva sólo para tiempos de
guerra, cuando los modernos sistemas sociales se reconvierten en
estándares holístico-militares (con reparto totalitario del estrés o,
mejor dicho, con movilización total).
Como no puede suceder de otro modo con problemas que es
tán en la frontera de lo decible y fundable, Platón, en muchos mo-
339
mentos críticos, envolvió sus consideraciones en símiles mitológi
cos, presentando así sugestivamente la especulación más alejada
del suelo. Cuando se trata de mostrar que el cosmos no es indife
rente ante los seres humanos que están en él, Platón recurre al mi
to del arquitecto -ya desarrollado en el Timeo-, con el que puede
explicarse con facilidad por qué precisamente las partes son im
portantes en una planificación inteligente de un todo: «[. . . ] pues
sin las piedras pequeñas, dicen los arquitectos, no quedan fijas las
grandes» {Leyes, 902d).
La cooperación entre ser humano y todo se concibe, en princi
pio, según la analogía de una gran máquina o de una ciudad ente
ramente racionalizada, en la que todas las partes funcionan con
juntamente según un plan maestro, definido hasta el mínimo
detalle. Platón presenta así la disposición del individuo humano en
el universo:
Convenzamos al muchacho [amenazado por el ateísmo, P. SI. ] con ar
gumentos también de que el que se ocupa del universo tiene todas las co
sas ordenadas con miras a la preservación y a la virtud del todo, mientras
que cada una de las partes de éste se limita a ser sujeto u objeto, según sus
posibilidades, de lo que le es propio. Y cada una de estas cosas, hasta en la
más pequeña escala, tiene en cada acto o experiencia unos regidores [es de
cir, almas subordinadas, P. SI. ] encargados de realizar un perfecto acaba
miento incluso en la más mínima fracción. Pues bien, unade esas porcio
nes es la tuya, ¡necio de ti! , que tiende hacia el todo y a él mira siempre, aun
siendo tan pequeña como es; pero lo que pasa es que tú no comprendes,
en relación con esto mismo, que no hay generación que no se produzca
con miras a aquello, para que haya una [eterna] realidad feliz en la vida del
todo, y que la generación no se produce en interés tuyo, sino que eres tú el
nacido en beneficio de ello. Porque no hay médico ni artesano [humano]
que produzca nada sino con miras al todo, haciendo no el total en función
de la parte, sino en función del todo la porción encaminada a lo que, en
general, sea mejor [para el todo]; pero tú te irritas, y es que no sabes que
lo que hay en ti de más conveniente para el todo resulta serlo también pa
ra ti en virtud de la comunidad de vuestra generación [. . . ]. Y en efecto, tie
ne ya dispuesto, en relación con todo ello, qué clase de posición debe ir a
340
ocupar y qué lugares a habitar en cada caso lo que sea de una manera o de
otra (Z^yes903b-c, 904b’).
Durante dos milenios los espíritus positivos tomarán ejemplo de la
sofocante elevación del argumento siempre que se trate de reprimir
las pretensiones de individuos insatisfechos, alborotadores, dicho mo
dernamente: disidentes. Se puede ser de la opinión de que Platón,
aquí, con medios argumentativos, lleva hasta el final lo que comen
zaron los constructores de ciudades de la antigua Mesopotamia con
métodos arquitectónicos: la clausura del poder extendido en un mun
do-espacio-interior homogéneo y, más aún, la disposición de los indi
viduos en el edificio total. Sólo como tal puede convertirse este mundo
interior, sin exterioridad alguna, en el territorio de una subjetividad
divina que todo lo determina porque todo lo sopesa detalladamente.
Que en la construcción del interior absoluto lo magnífico esté
en estrecha vecindad con lo terrible es algo que se reconoce en las
alusiones de Platón al hecho de que para los individuos malinten
cionados, que se obstinan en querer otra cosa, no hay escapatoria
alguna ante la omniadvertencia de los dioses. Nadie puede preciar
se de haber escapado alguna vez a la venganza divina: pues los dio
ses te encuentran en cualquier parte «aunque fueras tan pequeño
como para poder sumergirte en las profundidades de la tierra o te
pusieras tan arriba como para llegar volando hasta el cielo» (905a).
En el espacio platónico siempre se captura al perturbador del or
den; los éxitos requisitorios de la justicia eterna están al nivel del
ciento por ciento (como comparación: la policía bávara anuncia or-
gullosamente para 1997 la casi sensacional cuota de resolución de
delitos del 65 por ciento, respecto a una media nacional del 52 por
ciento), cosa que sólo les parece amenazante a los aviesos y mal
pensados, mientras que es imposible que las almas bienintenciona
das puedan querer subsistir de otro modo que en esas condiciones
transparentes. (En el caso de los profetasjudíos, el omnisciente po
der ejecutivo de Dios funciona igualmente bien: «Si fuerzan la en-*
*Se cita por la traducción deJ. M. Pabón y M. Femández-Galiano, publicada en
el Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1960, págs. 176-177. (N. del T. )
341
trada del Seol, de allí los sacará mi mano; si suben hasta el cielo, yo
los haré bajar de allí» [Amos 9, 2]; algo parecido en el Atarva-Veda
de la antigua India: «Yaunque alguien consiguiera traspasar el cie
lo hasta el otro lado, no escaparía tampoco al rey Varuna»16. )
A aminorar lo potencial y actualmente horrible de esa hiper-
transparencia viene la segunda de las construcciones mitológicas de
Platón, que ayuda a comprender por qué los seres humanos no só
lo son colocados según disposición superior como piedras pequeñas
en una gran construcción o como figuras en un juego de tablas, y
por qué, al contrario, no hay libertad sólo en el delito. En conside
raciones holísticas de este tipo, el factor heterónomo permite reco
nocer un ánimo de orden exagerado, que edifica menos de lo que
indigna, porque en estos casos se dispone de los individuos como si
no fueran libres, sino instrumentos; como si no fueran seres racio
nales que eligen por sí mismos sus fines, sino borrosos funcionarios
ejecutivos en un ministerio totalitario del ser y de Dios. (Esa hete-
ronomía acompaña a los holismos políticos hasta los siglos XIX y XX,
cuando se intentó implementar políticamente las ideas de totalidad
del platonismo político, alias idealismo alemán, y sus sistemas natu
ralistas subsecuentes. ) Si se pretende darjuego al encanto de la doc
trina del régimen de los dioses, no podemos estropearlo con argu
mentos que contraríen el sentido de libertad. Por eso es muy natural
reformular la rígida idea de la determinación por causa syena hacia
la de la determinación propia, y esto no puede suceder de otro mo
do que por medio de una consideración que convierta al ser huma
no sensato en un colaborador autónomo de los dioses.
En este momento comprometido Platón recurre a una segunda
reserva mitológica: a la leyenda del parentesco del alma espiritual
humana con los dioses. Por los robos de Prometeo los seres huma
nos consiguieron «participar en la suerte de los dioses», como dice
Sócrates en el temprano diálogo Protágoras. Así pues, si hay princi
pios o potencias divinas que dirigen el todo según saberes estructu
rales insuperables, los seres humanos no pueden quedar excluidos
completamente de esa capacidad. Si hacen buen uso de la razón, ro
bada para ellos, descubren las órdenes impartidas no sólo desde
una postura de sumisión tolerante, sino participando en ellas con
342
Recluso en oración delante del edificio
central de una prisión-panóptico.
una especie de coespontaneidad intelectual. No serían simples pri
sioneros de las cubiertas celestes, como afirmarán más tarde gnósti
cos enemigos del mundo, sino coproductores y socios de la totalidad
bien hecha. En tanto colaboran a engendrar lo vigente, acreditan su
parentesco con los dioses. Como miembros de la nobleza inteligi
ble, pues, los seres humanos pueden sentirse en casa partout en la
gran esfera. Así como la alta nobleza tiene parientes en todos los
rincones del mundo, en cuya casa podría quedarse ocasionalmente,
el intelecto reconoce en cualquier lugar del mundo la bondad de la
inmanencia, dispuesta a hospedarlo.
Que este sublime sistema de inclusión, surgido de la transfor
mación de la ciudad en esfera cósmica, no pueda ser defendido sin
paradojas y nuevas exclusividades engorrosas es algo que se muestra
en el desventurado destino de aquellos que se aferran hasta el final
a su ateísmo ciudadano o absoluto, y que (como el loco de Alcibía-
des) se toman la libertad, incluso, de celebrar en privado misterios
heréticos o paródicos, para con su ayuda «aniquilar de raíz casas en
teras y aun ciudades».
A todo aquel de ellos que parezca ser culpable, impóngale legalmente
el tribunal que permanezca encarcelado en la prisión central, y que ningún
hombre libre se le acerque jamás [. . . ]. Y al que haya muerto, arrójenlo in
sepulto fuera de las fronteras; y si algún hombre libre toma parte en su se
pelio, quede sujeto a procesos de impiedad por parte de quien quiera in
coarlos (909b-c).
El sutil argumento acaba, con extraña franqueza, en una ruda
proposición práctica. Pues con el airojamiento de los impíos fuera
del todo bueno surgen paradojas que tendrían consecuencias de
vastadoras para la seguridad de la construcción con sólo hacerse ex
plícitas al instante. Para su explicitación bastaría preguntar a dónde
van a parar -en la tópica del ente en su totalidad- los cadáveres de
los ateos cuando son arrojados fuera de las fronteras y qué sentido
topológico tiene su falta de enterramiento. Pues, o bien la esfera es
inclusiva, y entonces tampoco los ateos pueden ser excluidos de
ella, o bien es no-inclusiva, en cuyo caso tendrían razón precisamen
344
te aquellos que afirman que hay cuerpos sin alma y un exterior sin
dioses. La curiosidad de la drástica excomunión es, ciertamente,
que se expulsa a los herejes justamente a un exterior que según la
convicción de susjueces y adversarios teístas no puede haber. No in
humar en tierra patria, según la sacrosanta costumbre de los grie
gos, a los ateos que no quieran cambiar de opinión, incluso bajo el
efecto del argumento para la demostración de la existencia de Dios:
¿no sería eso establecer un ejemplo con ellos de que, efectivamen
te, ciertos cuerpos acaban en el espacio inanimado? Sus cadáveres
insepultos no cesarían de pregonar la insolente doctrina del exte
rior: bastaría que alguien se acercara a ellos para escuchar y trans
mitir esas prédicas provenientes del frío.
Tanto en este como en otros innumerables lugares del corpus tex
tual platónico se reconoce que las manifestaciones completas de
Platón están lejos de formar un sistema; incluso la contraposición
de principio entre tendencias monistas y dualistas no está saldada
en absoluto en Platón, y en modo alguno puede hablarse de una
armonía del vocabulario determinante o del campo conceptual bá
sico. El caso presente habla por sí mismo: excomulgar del todo ani
mado a quienes niegan el todo animado es una paradoja suficien
temente devastadora como para desmentir la omniinclusividad (que
remite a opciones monistas) de la esfera divina. Pero se entiende in
mediatamente que aquí no sólo se trata de verdad teórica, sino más
bien de funciones inmunizadoras de una gran concepción del mun
do. Así como la ciudad no puede vivir si no se le permite excomul
gar ultima ratione a enemigos irreconciliables de la polisy la esfera,
que todo lo contiene, no podría permanecer en forma si no pudie
ra excluir in extremis lo que no consigue integrar. Tampoco el cos
mos-uno puede pensarse en redondo sin discriminación del otro.
En el punto crítico, en el que la paradoja podría aparecer, el le
gislador-teólogo introduce una prohibición de pensar: aquí, en for
ma de una disuasión explícita de tomar partido por el ateo muerto.
Bajo ninguna circunstancia se permite articular a otro, en su lugar,
lo que el muerto arrojado fuera objetaría al teólogo; si no, volvería
a comenzar la disputa, ahora calmada, entre teístas y ateos. Desde el
punto de vista procedimental, la prohibición de enterrar ateos es
345
equivalente al mandato de no hablar para nada del asunto ateo. No
has de relacionarte con representantes de la tesis de la impiedad; y
no has de hacer preguntas que vayan más allá del uno, el bien, el to
do, el interior. Para que al monstruo analítico no le crezcan nuevas
cabezas, quienes otorgan al ateo muerto el honor de la inhumación
en tierra patria han de ser inculpados ellos mismos de asébeia. (Por
lo demás, recuérdese que en el Body of Liberties de la teocracia de
Massachusetts, todavía a mitad del siglo XVII, estaba prevista la pena
de muerte para el delito de ateísmo; en Europa, hasta el final del si
glo XIX, y en ciertas zonas incluso más tarde, las opiniones ateas
eran un pretexto seguro para la excomunión, no tanto de las co
munidades eclesiales cuanto de la buena sociedad. )
Si se hubiera necesitado un testimonio de que los discursos uni
versalistas son creaciones que se resfrían con facilidad en la corrien
te de aire de sus paradojas inmanentes, bastaría para ello la lección
intuitiva que dio Platón en la parte práctica de su argumento de
Dios. No se necesita una prueba así donde, como sucede en nues
tros análisis esferológicos, se acentúa desde el principio la cualidad
inmunológica de conformaciones de totalidad y figuras de inclusión:
sean éstas ritualistas, como en los cultos tradicionales, arquitectóni
cas, como en la construcción de murallas de la antigua Mesopota-
mia, o argumentativas, como en la nueva ontoteología ateniense167.
Como Platón, también su sucesor Aristóteles atribuyó al movi
miento circular la prioridad sobre todas las demás clases (lineal,
curva, compuesta) de movimiento. Sin embargo, en corresponden
cia con la rápida construcción de losjuegos discursivos posplatóni
cos -se dice, también, que un tanto precipitadamente, debido al
progreso científico-, Aristóteles hubo de eliminar el ropsye mitológi
co con el que el fundador de la Academia había revestido sus doctri
nas cosmológicas. Si en el Timeo se había hecho todavía responsable
a un demiurgo divino de la constitución esférica y de la movilidad
circular del sistema del universo, Aristóteles se vio obligado a pres
cindir del mito de un constructor y a establecer un fundamento in
manente, estructural o material, que proporcionara su forma re
donda y su rotación al universo. Dado el estado de las cosas, ello no
346
era tarea fácil, puesto que a ninguno de los elementos definidos des
de Empédocles -tierra, agua, aire y fuego-, de los que parecían es
tar constituidos todos los cuerpos naturales, le correspondía por sí
mismo la rotación como característica cinética. A todos ellos perte
necen sólo movimientos rectilíneos, bien elevándose desde un pun
to dado, como en el caso de los elementos sutiles aire y fuego, o
bien cayendo, como en el caso de los elementos pesados tierra y
agua. A partir de las propiedades de los elementos canónicos es im
posible explicar la rotación del cielo, que parece comprobarse por
simple evidencia empírica. Con gran sensatez, Aristóteles reconoce
que con los triviales elementos básicos de la naturaleza no puede
constituirse orden cosmológico alguno. Todos ellos, en su conjun
to, sólo son capaces de movimientos finitos, lineales, agotables; el
movimiento del cielo, por el contrario, tiene que ser infinito, rota
tivo e inagotable si quiere mantener lo que la razón interesada cos-
moteológicamente espera de él. Ni desde la tierra ni desde el fuego,
ni desde el agua ni desde el aire conduce físicamente camino algu
no a la sublime contemplación de un cielo perfectamente redondo
y que se mueve en círculo.
Así pues, para explicar el cielo, su forma y su movimiento -y por
caminos que respeten y superen los presupuestos platónicos-, Aris
tóteles recurre a una de las hipótesis más poderosas y sugestivas que
se hayan hecho en la historia del pensamiento científico. Postula la
existencia de un quinto elemento o de un quinto cuerpo, al que por
su naturaleza corresponde ese movimiento circular que falta esen
cialmente en los demás cuerpos. Aristóteles, acogiéndose a tradi
ciones más antiguas, llama aithéra ese cuerpo circulante, por sí mis
mo esferogénico y rotativo.
Ya entre los poetas antiguos era conocido el éter como la subs
tancia sutil que llena el cielo: parece que le dieron ese nombre por
que «corre constantemente (aeítheí)en un tiempo eterno»168. Platón
mismo, en su ensayo tardío Epinomis, una especie de apostilla astro
nómica a los doce libros sobre las leyes, supuso un quinto elemen
to, una quinta essentia, que también se llamaba éter: una región cla
ra por encima del aire, poblada de demonios y seres divinos
intermedios. Pero en Aristóteles el éter se convierte en el Primer
347
Elemento, próton soma. Es la materia de la que está hecho lo acaba
do y perfecto, la substancia del cielo y de las estrellas, prima materia
de todas las gigantescas órbitas imperecederas. A los mortales, na
turalmente, les resulta imposible la contemplación directa del éter,
porque, de acuerdo con su organización sensible, sólo pueden te
ner trato empírico con los cuatro elementos terrenos. De éstos está
hecho el mundo inferior, el núcleo oscuro del cosmos sublunar,
mientras que las cubiertas de éter, sustraídas a la contemplación y
contacto humanos, llenan las inmensas alturas por encima de la lu
na, desde las cubiertas de los planetas hasta la bóveda más alta: el
cielo de las estrellas fijas.
Por eso el éter, según cantidad y dignidad, es con mucho el pri
mer elemento en el cosmos. Desde una perspectiva sublunar no es
fácil conseguir una imagen de su constitución, dado que los seres
humanos apenas logran captar de él más de lo que se delata en el
titileo de las estrellas. Materialmente es más ligero que el fuego, más
vaporoso que el aire, sutil como oro espumado a la luz del sol, res
plandeciente como niebla matutina sobre el Olimpo. Pero ante to
do posee la cualidad ciclofórica requerida: es el soporte natural de
los movimientos circulares, comparable en esto a una idea divina re
currente en sí misma. Así pues, si cabe concebir el cielo como cuer
po universal, es sólo porque en sus estratos altos está entretejido por
el primer elemento, por esa materia maravillosa, vivida, que rota en
sí misma.
A causa de su enorme extensión en el ámbito supralunar, el
mundo etéreo de Aristóteles comprende casi todo lo que existe, ra
zón por la cual al cosmos le competen, casi por todas partes, excep
to en el espacio próximo a la tierra, propiedades maravillosas co
rrespondientes. El cuerpo etéreo, movido circularmente, del cielo
no es capaz de «experimentar incremento o decrecimiento»169; por
eso, según Aristóteles, tiene que ser también inalterable, ingénito,
eterno, sin edad, simple, libre de contrarios y fatigas, y ha de con
sistir inviolablemente en sí mismo.
Aunque forma parte de la naturaleza corporal, el primer o quin
to elemento, recién identificado, brilla con toda una cola de come
ta de predicados metafísicos: como si a lo divino, aunque todavía no
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haya de hacerse hombre, le compitiera corporeizarse en éter cuan
to antes. Una vez que se admite la existencia del elemento fabuloso,
con él se explica también la forma esférica del kósmos uranós, dado
que precisamente el éter, por su propiedad de ejecutar movimien
tos rotatorios, toma a su cargo el negocio entero de la esferogéne-
sis. Si se cuenta con el éter, se cuenta también con el movimiento
rotatorio, y si se cuenta con éste, se cuenta a su vez con la esfera: así
como, por introducir una analogía, basta contar con capital para
que se establezca la circulación dinero-mercancía-dinero y, con ella,
la globalización terrestre. La mitología aristotélica del éter impre
sionó a la posteridad por su solidez parafísica, que le permitió fun
damentar las rotaciones cosmológicas filosófico-naturalmente y ya
no teológicamente, como había hecho Platón en el Timeo cuando
atribuyó a un mundo hecho por Dios la forma de movimiento más
semejante a Dios.
En su trascendental tratado Del cielo, Aristóteles emplea mucho
ingenio para la demostración de la tesis, ya afirmada por Platón, de
que sólo puede haber un único cielo o cosmos. Es de suponer que
esto no se entienda en principio, porque cielo es un concepto ge
neral que podría abarcar varios objetos concretos de ese nombre.
Así, hay esferas de bronce y esferas de oro, o círculos de bronce y
círculos de oro; un círculo concreto, una esfera concreta son lógi
camente del todo diferentes del círculo y de la esfera en general.
Incluso ese cielo que está ahí, el que vemos, si se juzga desde el
punto de vista lógico, no es idéntico a priori al cielo por antonoma
sia: y, sin embargo, es uno con él, dado que el cielo en general, el
que pensamos, y este cielo ahí, bajo el que vivimos, han de ser uno
y el mismo por razones lógicas y ontológicas. Pero esto hay que de
mostrarlo. A partir del argumento de que ese cielo que está ahí es
al mismo tiempo el cielo por antonomasia -porque de hecho no
puede haber más que uno real-, Aristóteles desarrolla su demos
tración específica de la completud y unidad del universo. Si ese cie
lo abarca todo lo que físicamente es el caso, hay que rechazar toda
ilusión de un lugar o un cuerpo fuera del todo. Pensar el cielo como
uno y único significa postular la inmanencia de todo lo existente.
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Ahora bien: el cielo es un ser singular y consta de materia; pero aunque
conste no de una parte de materia, sino de toda la materia, sigue siendo
una cosa distinta el ser del cielo en sí y el ser de este cielo concreto, y, no
obstante, no existe otro cielo ni puede haber más, puesto que este cielo
abarca toda la materia [. . . ]. Es, pues, imposible que haya ningún cuerpo
simple fuera del cielo [. . . ]. Por consiguiente, con lo dicho queda claro que
fuera del cielo no existe ni puede existir la masa de un cuerpo cualquiera
[. . . ]. Por tanto, ni existen ahora varios cielos, ni existieron antes, ni pueden
existir; antes bien, este cielo es único y perfecto.
Es evidente, a la vez, que fuera del cielo no hay lugar, ni vacío, ni tiem
p o 170.
Por lo demás, al suponerse que el universo mismo está en rotación, y
también el verse que ello es así, y al haberse demostrado que fuera del lí
mite de la rotación más extrema no hay lugar ni vacío, también por estos
motivos es necesario que el mismo universo sea esférico [. . . ].
De estas cosas, pues, resulta evidente que el mundo es esférico, y con tal
exactitud que ninguna de las cosas hechas a mano, ni otra alguna de las co
sas que entre nosotros tenemos ante la vista, es tan perfectamente esférica.
Pues ninguna de las cosas que lo componen puede recibir una esfericidad
tan exacta y una uniformidad tan perfecta como la naturaleza misma del
cuerpo que los rodea a todos171.
En nuestro contexto se entiende con facilidad que con este ar
gumento Aristóteles no sólo articula el estado del desarrollo teórico
de la cosmología de su tiempo, sino que con ello satisface a la vez su
sentimiento del deber cosmopolita. Puede que a él, el meteco, que
nunca echó raíces en Atenas, se le hayan vuelto extrañas las sobre
tensiones de Platón en vistas a cimentar la ciudad, pero como apolo
gista del universo consolidado el estagirita tiene también que afron
tar las cosas. En caso de peligro tampoco él puede eludir la tarea
que desde la Antigüedad obliga a todo pensador leal al ser: es mi
sión suya defender las murallas del cosmos entero frente al vacío, la
exterioridad y la nada. No en vano el cielo supremo, al que están su
jetas las estrellas fijas -ese firmamento que ha perdurado hasta en
las creencias infantiles y en la lírica del siglo XIX-, posee las propie
dades de una sólida frontera exterior; y cuando Aristóteles se aferra
350
apasionadamente a la tesis de que la gigantesca cubierta del cielo es
un cuerpo único y finito, en ese argumento, junto a consideracio
nes físicas y geométricas, desempeñan también un papel decisivo
otras referentes a la misión inmunológica y uterotécnica de la cos
mología. ¿Cómo podrían vivir seres humanos en la ciudad-cosmos,
si ésta fuera un monstruo difuso que se extendiera hasta lo amorfo,
hasta lo infinito? Un cuerpo infinitamente grande sería una quime
ra amorfa, y tendría tanto sentido real como un pie infinitamente
grande (con el que nadie podría andar) o un vientre materno infi
nitamente grande (en el que ningún hijo podría gestarse).
Sólo la finitud de la esfera máxima garantiza su cualidad cobi
jante, igual que la esfericidad suprasensiblemente perfecta asegura
su carácter inteligible. Ni siquiera los dioses podrían construir en el
infinito; ni en lo amorfo podrían reunirse en tomo a sus bienaven
turadas mesas de gala. Por lo demás, según Aristóteles, la finitud de
la esfera no peijudica a su divinidad; pues la finitud de la extensión
se compensa brillantemente por la infinitud del movimiento rota
torio, que en los cuerpos supremos retrocede a sí en sí mismo, sin
principio ni fin.
