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lo demás, recuérdese que en el Body of Liberties de la teocracia de
Massachusetts, todavía a mitad del siglo XVII, estaba prevista la pena
de muerte para el delito de ateísmo; en Europa, hasta el final del si
glo XIX, y en ciertas zonas incluso más tarde, las opiniones ateas
eran un pretexto seguro para la excomunión, no tanto de las co
munidades eclesiales cuanto de la buena sociedad.
lo demás, recuérdese que en el Body of Liberties de la teocracia de
Massachusetts, todavía a mitad del siglo XVII, estaba prevista la pena
de muerte para el delito de ateísmo; en Europa, hasta el final del si
glo XIX, y en ciertas zonas incluso más tarde, las opiniones ateas
eran un pretexto seguro para la excomunión, no tanto de las co
munidades eclesiales cuanto de la buena sociedad.
Sloterdijk - Esferas - v2
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cío y de almas en un mundo inhabitable. Esa imposibilidad consti
tuye el demonstrandum de Platón: el principio y fin de sus esfuerzos
por fundar la cosa pública en fuerzas esenciales divinas, realmente
presentes y efectivamente envolventes. Allí donde el alma racional
se hubiera dado un cuerpo político, la primera ciudad deductiva,
podrían eliminarse -quizás por primera vez en la historia del ser hu
mano- de los regímenes ciudadanos las fuerzas codiciosas y resenti
das, y sustituirse por un régimen noocrático.
Si, con mayor distancia, se someten los argumentos de Platón
325
-que pronto trataremos más pormenorizadamente- a un análisis
crítico, llama la atención la rapidez, incluso la precipitación, con
que llega a la meta, una meta de la que no estaría dispuesto a pres
cindir bajo ninguna circunstancia. ¿Debería habérsele insinuado dis
cretamente que procediera con mayor lentitud en sus demostracio
nes? ¿Tendría que habérsele aconsejado dudar más tiempo en sacar
sus conclusiones y confiar menos en sus sentimientos de evidencia?
Es claro que estas preguntas son de naturaleza retórica, dado que a
posteriori no hay consejo alguno que valga para los grandes de la tra
dición. Al contrario, nos inclinamos a admitir que los pensadores
que conocen de antemano su resultado han de precipitar siempre,
y como con necesidad, sus ideas (precisamente bsyo la apariencia de
un retardo argumentativo y bajo un respeto manifiesto ante las de
ducciones lógicas), dado que para ellos no es el camino el que con
duce a la meta, sino la meta la que está al comienzo y se finge haber
encontrado en los caminos de la investigación y ser fácil y segura de
alcanzar por cualquier ser humano bienintencionado y razonable.
Nosotros, los modernos, envidiamos y sospechamos, a la vez, de to
dos los que gozan del privilegio de poder comenzar en una meta
(pues quien comprende alguna vez que ya está donde quería llegar
puede considerarse iluminado; mientras que para los que no tienen
meta, para los irresolutos, no puede haber iluminación alguna, sino
sólo éxtasis de escepticismo). Caracteriza a la situación lógica del
presente que aconseje explícitamente dar un salto allí donde cami
nar no conduce con seguridad a la meta. Quizá haya que haber per
dido la certeza clásica de la meta para comprender de qué clase de
privilegio gozaban aquellos seguros de su meta de antaño cuando
volaban con despreocupada precipitación hacia sus resultados, o se
acercaban a ellos con saludable demora. Entonces se comprende
que se pedía demasiado de los antiguos maestros cuando quiso ha
cérselos cómplices de dudas y depresiones modernas. ¿Puede, si
quiera, dejarse abierto el resultado cuando se trata de cuestiones
acuciantes? ¿No es posible hacerlo sólo cuando en las cosas ya no
hay más de qué tratar? ¿No ha sido siempre la famosa «duda metó
dica» una farsa y no ha tenido que servir sólo como figura encu
bierta del ánimo fundamental maníaco-resolutivo y depresivo-irre-
326
soluto de los autores? (En el pensamiento contemporáneo ha sido
Jacques Derrida, sobre todo, quien ha experimentado con formas
de un discurso radicalmente abierto; con ello la argumentación fi
losófica se convierte en un ejercicio de no-llegada a un resultado po
sitivo. Pero ese nunca-llegar sólo muestra, a su vez, la otra cara del
siempre-estar-ya-en-la-meta de la metafísica clásica. )
Sea como sea, quien tras el argumento de Platón pretenda se
guir afirmando que no hay dioses y que los cuerpos humanos están
agrupados arbitrariamente -sueltos y separables en cualquier mo
mento- con otros cuerpos en el espacio vacío de dioses, ése, según
el oráculo de la escuela y del templo, se encuentra, en principio y
para el resto del tiempo, simplemente en el error. Pues la tesis ver
dadera, de cuyo afianzamiento se trata, reza, de una vez por todas,
que todo está lleno de dioses.
Pero, dado que hay que suponer, en principio, que el ateo, so
bre todo cuando se trata de una persona joven, insolente y mal
aconsejada, no puede más que haberse confundido, tiene derecho
a ser instruido. Ningún ser humano se confunde con gusto, y todo
confuso tiene derecho a corrección por medio de un saber mejor:
esos axiomas socráticos corresponden a la regla fundamental del
ánimo ciudadano griego, que no considera como asuntos esotéricos
ni siquiera los bienes culturales supremos, sino que los pone en me
dio de la ciudadanía, en meso, entre los testigos y los oradores. Esto
ya lo cumplieron con éxito las representaciones trágicas de los ate
nienses; y la nueva teología, que pretende aventajar al teatro dioni-
síaco, no puede hacer otra cosa. Por eso Platón opinaba que, antes
de abordar la cuestión de si y cómo castigar a los ateos, es correcto
y necesario intentar un uso pedagógico-social de su demostración
de la existencia de Dios para rehabilitar a impíos merecedores de
pena: aquí se separan los caminos del pensador, obligado a la pa
ciencia metódica, y los de los sacerdotes, que condenan con mayor
rapidez todojuramento que no sea el suyo. Sólo en último término,
en caso de una falta de comprensión obstinada y culpable, opina
Platón que, lamentándolo en cierta medida, se puede y debe hacer
caer el peso de la ley sobre los delincuentes. Pero con ambos, con
la demostración de la existencia de Dios así como con su uso tera
327
péutico, Platón da a entender que en el caso de la cuestión de la
existencia de Dios o de dioses (la diferencia de singular y plural
aquí significa menos de lo que se supone corrientemente) no se tra
ta de una discusión entre puntos de vista teóricos, que pueda ser
practicada dentro de los muros de la Academia como torneo argu
mentativo. Afirmar los dioses o negar los dioses no son posiciones
simétricas que estén en mutua pugna y cuya pelea pueda contem
plarse con interés deportivo. Si la filosofía ha de ser de utilidad pa
ra la cosa pública, en relación con la tesis de que hay dioses y de que
éstos, aunque se encuentren en casa en lo máximo, mégiston, tam
bién se preocupan de lo pequeño, mikrón, de los asuntos humanos,
no puede existir libertad de opinión y, por ello, tampoco licencia
para negarla. Si la polis ha de existir, han de existir los dioses; dado
que los dioses existen, la polis es posible y real; y si la vida de la polis,
no obstante, va mal, es, sobre todo, porque el olvido de los dioses ya
se ha propagado entre los ciudadanos de modo preocupante.
En esta situación el filósofo se ofrece como el médico de la cul
tura frente al olvido. Acomete la empresa de demostrar la existen
cia de lo divino mediante la recuperación de evidencias perdidas, y
no con el ánimo, ciertamente, de implicarse en fútiles esgrimas dis
cursivas de salón. Al Platón que se ha hecho viejo le resulta extraño
el sadismo deportivo de estrangular en el aire, en debates académi
cos con el estudiante dotado, las opiniones de los antepasados, co
mo hacía Aquiles con las serpientes. Su argumentación es conserva
dora y melancólicamente constructiva. Sabe que ninguna sociedad
puede poner en juego realiter sus sistemas efectivos de inmunidad,
sus convicciones comunes vitalizantes, sin destruirse a sí misma. Su
demostración de la existencia de Dios y dioses no tiene el sentido de
aportar argumentos para lo más probable con respecto a un asunto
indeciso. El asunto está decidido en suprema instancia; con argu
mentos humanos y divinos la sentencia está dictada. Los dioses vi
ven, y ninguna contratesis seria puede atentar contra su realidad y
actualidad. Cuando Platón, a pesar de todo, argumenta -él mismo
se plantea un instante si la argumentación tiene siquiera sentido
aquí (Leyes, libro X, 887a-c)- es para consolidar adicionalmente,
frente a la provocación atea, el resultado irrenunciable: la doctrina,
328
confirmada por los pensadores de todas las épocas e intuitivamente
sancionada por los sanos sentimientos de todos los pueblos, de que
hay dioses buenos y sabios, interesados por los seres humanos.
Uno se las tiene que haber, pues, con un preludio ateniense de
la tesis fides-quaerens-intellectum medieval, aunque ahora bajo la di
rección de la filosofía, que, frente a la creencia del pueblo y de los
sacerdotes, reclama para sí la nueva competencia teológica decisiva.
En consecuencia, la decisión de argumentar tiene también una in
tención política, referente a las ideas políticas o a la política de ideas.
Si los dioses se vuelven dependientes de argumentos, las bases de la
legitimación de poder y orden en la república se desplazan, al me
nos hipotéticamente, en favor de aquellos que aporten los mejores
argumentos para su fundamentación teológica. La introducción de
Platón del argumento para la demostración de la existencia de Dios
proporciona el modelo de una revolución conservadora en bien de
la clase fundamentante.
Naturalmente que la polis vivía desde siempre en la convicción
de que los dioses solícitos, fieles al lugar, presentes en las almas de
los ciudadanos, garantizaban su existencia. Pero en el futuro ha de
tener presente, además, que el orden ciudadano en total, como ar
mónica disposición de las partes, participa per analogiam en la es
tructura geométrico-divina de orden del universo escalonado y re
dondeado162: y aquí entra enjuego la nueva contribución específica
de la cosmoteología filosófica. La ciudad tiene que llegar a ser re
donda como lo es el cosmos, y tiene que jerarquizarse tal como el
cosmos está escalonado, desde lo mejor hacia abajo, hacia lo menos
bueno. Hablar de esta geometría divina ya no es competencia de los
expertos culturales al uso, los sacerdotes, pero sí de los nuevos filó
sofos, formados matemáticamente.
Así, en el intento de rechazar el delito de opinión del ateísmo,
Platón, el inmunólogo jefe de la era metafísica, pone sus cartas so
bre la mesa: la verdadera teoría de Dios, y con ella también la teo
ría de la cosa pública, sólo es posible aún -según lo dicho y de una
vez por todas- filosófica y esferológicamente. Que sigan los rapso
das contando sus mitos y los sacerdotes conservando su competen
cia ritual: serán los filósofos, como único grupo capaz de ofrecer
329
Casa para un cosm opolita,
de Cari Peter Joseph Normand,
según Vaudoyer, 1785.
pruebas de la existencia de Dios, los que en el futuro puedan recla
mar el derecho de representación espiritual adecuada de la repú
blica.
De golpe se manifiesta ahora cómo la nueva teología filosófica se
implica en la reconstrucción inmunológica e institucional de la me
jor ciudad. La prueba de la existencia de Dios de Platón es, de he
cho, una prueba de la animación del todo. Suficientemente extra
ño: Dios podría considerarse probado si se hace evidente que el
330
Claude-Nicolas-Louis Ledoux,
Utopía de la ciudad fabril, 1775.
cosmos posee forma de esfera y que esa esfera omnicomprensiva es
tá animada homogéneamente en toda su extensión. Si esta propo
sición fuera accesible argumentativamente quedaría refutada toda
exterioridad, y la inteligencia, amenazada por la soledad cósmica y
social, podría respirar tranquila de una vez por todas. No es, pues,
la arbitrariedad y el azar lo que domina el mundo, como piensan los
confusos maestros del derecho natural con su doctrina de la priori
dad del más fuerte: lo entiendan los seres humanos o no, el ente en
su totalidad está b¿yo el imperio de la ley divina envolvente, que se
manifiesta a la vez en geometría y en ética. La matemática filosófica
quebrantaría, así, la ilusión del privilegio del fuerte: mostraría que
hay una fuerza que sólo es ruindad y debilidad. Pero si las realida
des auténticas son totalidades animadas, entonces la vida en las ciu
dades —incluso en Atenas, tras su ruina merecida—puede ydebe vol
ver a ser buena.
Por eso, la cuestión decisiva de la comunidad política es cómo lle
gar a una constitución antiatea, y, en segunda línea, a una instruc
ción pública solidarizante. La filosofía se ofrece aquí como la prime
ra ciencia protectora de la constitución. El informe de Platón en
defensa de Dios y de los dioses detiene, por una parte, el ateísmo, ac
tualmente más peligroso, con respecto a los dioses de la ciudad,
331
O. E. Bieber, proyecto de concurso
para un rascacielos en Colonia, 1925.
ateísmo que desde tiempos inmemoriales fue inculpado en las polis
como delito de asébeia -el caso de Sócrates no está olvidado-, y el
ateísmo cosmológico o filosófico-natural, por otra, que afirma un
mundo vacío de Dios y, con ello, un exterior universal: una tesis cu
yo surgimiento testimonia cuán lejos consiguieron apartarse los pro
fesionales libres que eran los sofistas de la obligación tradicional de
sacerdotes y sabios de promover sentimientos patrios entre las repú
blicas políticas y psíquicas. En una situación cultural en la que las ciu
dades dependen de una regeneración constante de los sentimientos
comunitarios, ambas clases de ateísmo, tanto la regional como la uni
versal, actúan de modo corrosivo en el más alto grado; equivalen a
una especie de deserción comunal y ontológica. En principio, el
ateísmo con respecto al Dios de la ciudad es el más peligroso, dado
que conduce directamente a los habitantes de la polis, sean cultos o
incultos, a la tentación de actuar sin consideración a las leyes y a los
lícitos intereses de los conciudadanos, mientras que el ateísmo abso
luto o cosmológico atrae sólo, por ahora, a la clientela de algunos so
fistas arrogantes. Pero, evidentemente, ambos tipos dejuego atentan
contra los sistemas mentales de inmunidad y contra los fantasmas
animadores del cuerpo comunitario de los colectivos políticos mien
tras éstos hayan de articular todavía el fundamento de su solidaridad
332
La urbanización Leipzig-Lóssnig, ca. 1925.
en ritos y discursos teológicos, sin otra alternativa. Si los dioses son
las hipostasis eficientes del espíritu colectivo y si las ciudades viven de
que sus habitantes consideren más real el espesor de vida del muni
cipio que el de cualquier vida aislada, entonces bsyo ninguna cir
cunstancia pueden plantearse en voz alta dudas sobre la existencia
de los dioses; y, sobre todo, no pueden circular en absoluto, como si
se tratara de opiniones discutibles, discursos que nieguen a los dio
ses y cuyos autores parezcan ser hombres sabios.
El empeño de Platón en ir contra la ilusión engañosa y sus pro
ductores e intermediarios, los sofistas, proviene sobre todo de este
escándalo: cuán fácilmente pueden revestirse argumentos ateos y
antisociales con la apariencia de plausibilidad; destruir ese disfraz es
el sentido crítico de la filosofía «verdadera», es decir, «platónica»,
por ahora. En la situación cultural antigua los ateos pueden consi
derarse como terroristas semánticos que pretendieran desmoronar
argumentativamente la síntesis social. Así pues, si la filosofía pre
tende hacerse imprescindible para la fundación de la república tie
ne que comenzar por demostrar lo que hasta ahora parecía no ne
cesitar demostración: la realidad de los dioses; más aún: el lleno del
ente entero de una presencia divina inhibida, diferida.
333
En esta nueva empresa argumentativa, que procedimentalmente
resulta revolucionaria para un ánimo conservador, sucede por pri
mera vez propiamente aquello que coloca en su lugar epocalmente
sobresaliente el concepto fundamental de nuestros análisis: la con
cepción de la esfera o del globo realmente existente, lleno de senti
do, y que todo lo anima y cobija. El argumento de la existencia de
Dios de Platón entroniza, con todas las de la ley, la esfera como úl
timo principio-figura del ente en general. Fuera lo que fuera lo que
insinuaran Anaximandro, Anaxágoras, Parménides, Empédocles y,
sobre todo, los pitagóricos sobre la estructura esférica del universo,
sólo con la argumentación completa y soberana de Platón la teolo
gía de la esfera se convierte en paradigma inolvidable. Sus argumen
tos en el Timeo, en Pedro, en las Leyes, son los que pusieron en mar
cha la geometrización del ente en total con consecuencias
prácticamente incalculables. Nunca podrá valorarse lo suficiente es
te acontecimiento en la historia del pensar: no es sólo que la de
mostración de la existencia de Dios continúe durante dos milenios
siendo la disciplina regia de la filosofía edificante; casi durante tan
to tiempo argumentos platónicos corroborarán su validez en los dis
cursos de la cosmología así como de la noología; y sólo cuando los
europeos más jóvenes aprendan a constituir y ordenar su cosa pú
blica con medios de ligazón no-religiosos -economía de mercado,
parlamentarismo, sistemas de beneficencia, medios de masas, dere
cho y explotación del arte-, por consiguiente no antes del siglo
XVIII, podrán permitirse olvidar su herencia platónica casi de un día
para otro. Voici le temps des espritsfortsr. alboroto endiablado de todos
los espíritus libres. Pero ¿no manifestó ya Hegel la sospecha de que
la mofa sobre los reyes-filósofos sólo podía convertirse en un diver-
timento vulgar, sobre todo entre los filósofos más recientes en cada
caso, dado que el mismo Estado moderno es el platonismo realiza
do, el dominio de los principios?
En Platón la teología se ha convertido plenamente en morfolo
gía. En tanto que ella puso en evidencia a Dios como la suprema for
ma-cosa, se hizo posible a sí misma, primordialmente, como arte de
discurso racional sobre Dios. Con la demostración de que Dios po
see y otorga la mejor forma posible en el todo realizado, la teología
334
Panteón, vista global de la cúpula
tomada con un objetivo de ojo de pez.
entró en su período racionalista o constructivista; a partir de ahora,
quien no quiera hablar de la esfera ha de callar con respecto a Dios
y a los dioses. Caracteriza, ciertamente, el espíritu del antiguo Occi
dente, dejonia ajena, que si es cierto que construye a Dios, ha de ha
cer, sin embargo, como que se somete a una revelación. Lo que lla
mamos la era de la metafísica es substancialmente la época de un
constructivismo que ha de negarse o disimularse a sí mismo. Su fi
gura pensamental y constructiva primaria es el Dios esférico como
garante ontológico insuperable de inmunidad. Ysi los teólogos re-
335
ligiosos, hasta hoy, se indignan por esa actitud fundamental al res
pecto y despachan al Dios construible como fetiche o ídolo, es sólo
porque tienen una opinión banal de los constructos y de sus presta
ciones de seguridad y se aferran a la idea de que la inmunidad su
perior sólo puede encontrarse y no construirse. De todos modos,
desde el punto de vista práctico esto supone una intuición avispada,
en tanto que apuesta por un Dios que extiende su mano precisa
mente cuando a las manos humanas se les escurre todo. Pero teóri
camente esa intuición es insuficiente, dado que cierra los ojos ante
el poder de inmunidades construidas. Quizá esa insuficiencia sea
psicológicamente comprensible, ya que en sus negocios discursivos
tampoco los teólogos se quieren privar de guarecerse, en caso ne
cesario, en una cobertura envolvente. Por eso se paran ante el um
bral más allá del cual la teología traspasa la lógica del asunto y se
convierte en morfología e inmunología163.
La nueva ciencia del Dios construible depende completamente
del argumento memorable de Platón de que el todo divino ha de
ser una única esfera animada por doble motivo: primero, porque
por doquier el alma, como lo motor, afirma su prioridad frente al
cuerpo, como lo movido; segundo, porque el espíritu divino crea
dor, a causa de su propia optimidad y falta de envidia, no puede do
tar al cosmos, a su «producto eterno», por hablar paradójicamente,
más que del mejor movimiento, el circular semoviente. Dado que a
la plenitud del bien corresponde el número completo de las di
mensiones primarias, percibibles también sensiblemente, el tres, el
círculo ha de elevarse a la plenitud completa, y, con ello, a la figura
esférica.
Nunca se asombrará uno suficientemente ante este argumento
que representa la célula lógica de la globalización metafísica; en él
no sólo puede reconocerse qué fantasmas celebraban su apertura a
la pálida luz de la evidencia, sino que manifiesta también, en pure
za casi caricaturesca, a qué conclusiones puede llevar la pretensión
de conseguir «verdad a partir del concepto». Si se reformula la idea
platónica acentuando su forma lógica, su singularidad resulta más
llamativa: ¡El cosmos tiene que ser una esfera simplemente porque
336
Dios ha de satisfacer su concepto! Por sí mismo, el concepto de Dios
exige de él con fuerza resolutiva, por una parte, no dejar el mundo
increado, dado que esa omisión sería una forma de ahorro indigna
de Dios (Dios y el sol son los great providers de la era metafísica; ac
túan como reyes ontologizados del dispendio, cuya generosidad se
gana la adhesión y séquito de lo existente en su totalidad, excep
tuados los rebeldes desagradecidos); requiere de él, por otra parte,
configurar el mundo a semejanza y forma divinas, porque sólo lo
mejor, material y formalmente, consigue expresar al Creador (el
rnodus operandi de Dios es inevitablemente expresionista-perfeccio
nista). La forma esférica del todo expresa la necesaria convergencia
de la optimidad del Creador, la optimidad del proceso y la optimi-
dad del resultado. Ser redondo es la forma de revelación de la aris-
teía del mundo. Con ello recuperamos lo que insinuamos en el pró
logo sobre el exacto optimismo de la ontología: la teoría del todo
sólo puede ser teoría de lo óptimo164.
Es imposible no darse cuenta de que entre Dios y el mundo apa
rece, así, una relación análoga a lo que en el Génesis bíblico se lla
ma «a imagen y semejanza», con lo cual el Dios de Platón procede
extensivamente con más generosidad que el Dios del Génesis, por
cuanto ya en el primer impulso «saca» de sí el optimum morfológico
(en el caso de la obra del demiurgo, no se trata de una creación-pa-
so-a-paso en sentido judeocristiano, sino de una protuberancia que
se va debilitando desde el centro hacia la periferia), mientras que la
generosidad de Yahvé es más bien intensiva y culminante, en tanto
comienza con bruscas separaciones, para investir lo óptimo, al final,
en Adán, el último creado, y en sus descendientes. Parece evidente
que se trata de teologías radicalmente diferentes, que pueden ca
racterizarse con las etiquetas de cosmoteísmo (griego) y etnoteísmo
(judío), quizá también como morfoteísmo y nomoteísmo.
Con la fuerza del «por primera vez», Platón hace, así, a los dio
ses, a las almas motoras o principios de los cuerpos, y al Dios res
plandeciente, al cuerpo-todo semoviente, al cielo, que es el todo o el
cosmos, dependientes de su inteligibilidad y constructibilidad -se
podría decir, también, de su demostrabilidad y posibilidad de inves
tigación- y con ello de sus propiedades lógicas y geométricas, o más
337
bien uranométricas. Ahora convergen ya comprensibilidad, redon
dez y optimidad; el foco de esa convergencia se llama filosófica
mente: verdad. Con ello viene dada la situación protoconstructivis-
ta; la teología racional, alias ontoteología, se ha hecho posible.
Demostrar a Dios, geometrizar (mejor, uranometrizar) a Dios,
atribuir a Dios -junto con su análogo corporal, el cosmos- el movi
miento y forma más sublimes, hacer que Dios vuelva a sí girando sin
principio ni fin: el concurso ideal de esas determinaciones consti
tuye la acción originaria del racionalismo filosófico europeo. Por
ella, la geometría, que sólo es competente para tratar de círculos y
esferas, se convierte en la ciencia fundamental de la teología; y, por
medio de ésta, también de la teoría política. (La alianza de geome
tría y politología persistirá hasta llegar la Modernidad: ante todo, en
los fantasmas del tiempo de la Revolución Francesa que se referían
a una «república geométrica» y en el constructivismo arquitectó-
nico-social de la arquitectura moderna desde la Bauhaus hasta Le
Corbusier"5. ) El Dios de los filósofos ya no está encargado de las im-
permeabilizaciones del espacio interior y de los autocobijos mun-
dano-vitales sólo en un sentido inmunológico vago; como un Dios
exacto se crea a sí mismo y crea su espacio según el modelo del mo
vimiento más noble y de la forma más distinguida. A partir de en
tonces hay que concebir las esferas como globos en el sentido preciso
de la palabra y no ya como contornos pregeométricos, psicocosmo-
lógicos, del mundo próximojunto con sus extensiones arquitectóni
cas, morfológicamente poco nítidas. Con ayuda del compás se re
nueva el antiguo espacio interior aldeano, ciudadano, del mundo,
transformándolo en una perfecta forma cósmica. Los iniciados vi
ven en adelante bajo una cúpula sutil, que se hace visible cuando,
tras el desencantamiento de la percepción sensible, entra en vigor
el nuevo encanto de la intuición formal.
La modernización matemática del cosmos erraría su objetivo si
para los adeptos de la filosofía no fuera evidente que el alma racio
nal está consigo misma en cualquier parte de esa catedral redonda
del ser y que es imposible que pueda persistirjamás en alguna par
te fuera del buen todo. Con ello se plantea la cuestión de cómo en
tiende cada uno de los individuos su propia posición dentro de la
338
cubierta absoluta. ¿Pueden deducir su obligación de su lugar en el
todo, su mérito de su destino, su inmunidad de lo que ven a su al
rededor?
Por lo que se refiere a la creación política de grandes esferas, la
parte más importante de la demostración platónica de la existencia
de Dios es la doctrina de la no-indiferencia de los dioses con res
pecto a los seres humanos. ¿De qué serviría reconocer que Dios es
una esfera omniinclusiva si no pudiera hacerse plausible, a la vez,
que esa esfera no se limita a contener a los seres humanos junto al
colectivo de todos los elementos y cosas, sino que también se preo
cupa de ellos? Si Dios no fuera más que un gran receptáculo, ¿cómo
podría interesarse por su contenido? ¿Qué le importa al contorno
de la esfera lo que incluye? Si la sphaira sólo fuera un contorno ex
terior, ¿cómo podría comunicarse con los puntos lógicos desperdi
gados en su interior, con los individuos y todos los demás seres ani
mados?
Las respuestas de Platón a esas preguntas han impresionado du
rante más de dos mil años a la inteligencia europea, y si las doctri
nas clásicas sobre la conexión del todo inteligente con sus inteli
gentes partes parecen hoy más o menos liquidadas, no es tanto
porque estén realmente refutadas -pues ¿qué significa refutación
en el ámbito del delirio? - cuanto porque han sido víctimas del cam
bio de temas debido a la revolución cultural de la Modernidad. Des
de el punto de vista lógico, la Modernidad es la autoconsumación
del mito analítico que concede a las partes más pequeñas la pree
minencia frente a sus combinaciones. También sociológicamente
domina la prioridad de los individuos sobre sus asociaciones, de los
sistemas sobre sus entornos. La sociedad de mercado, consecuente
mente, ya no puede utilizar el esquema jerárquico del todo y sus
partes para sus negocios rutinarios; se reserva sólo para tiempos de
guerra, cuando los modernos sistemas sociales se reconvierten en
estándares holístico-militares (con reparto totalitario del estrés o,
mejor dicho, con movilización total).
Como no puede suceder de otro modo con problemas que es
tán en la frontera de lo decible y fundable, Platón, en muchos mo-
339
mentos críticos, envolvió sus consideraciones en símiles mitológi
cos, presentando así sugestivamente la especulación más alejada
del suelo. Cuando se trata de mostrar que el cosmos no es indife
rente ante los seres humanos que están en él, Platón recurre al mi
to del arquitecto -ya desarrollado en el Timeo-, con el que puede
explicarse con facilidad por qué precisamente las partes son im
portantes en una planificación inteligente de un todo: «[. . . ] pues
sin las piedras pequeñas, dicen los arquitectos, no quedan fijas las
grandes» {Leyes, 902d).
La cooperación entre ser humano y todo se concibe, en princi
pio, según la analogía de una gran máquina o de una ciudad ente
ramente racionalizada, en la que todas las partes funcionan con
juntamente según un plan maestro, definido hasta el mínimo
detalle. Platón presenta así la disposición del individuo humano en
el universo:
Convenzamos al muchacho [amenazado por el ateísmo, P. SI. ] con ar
gumentos también de que el que se ocupa del universo tiene todas las co
sas ordenadas con miras a la preservación y a la virtud del todo, mientras
que cada una de las partes de éste se limita a ser sujeto u objeto, según sus
posibilidades, de lo que le es propio. Y cada una de estas cosas, hasta en la
más pequeña escala, tiene en cada acto o experiencia unos regidores [es de
cir, almas subordinadas, P. SI. ] encargados de realizar un perfecto acaba
miento incluso en la más mínima fracción. Pues bien, unade esas porcio
nes es la tuya, ¡necio de ti! , que tiende hacia el todo y a él mira siempre, aun
siendo tan pequeña como es; pero lo que pasa es que tú no comprendes,
en relación con esto mismo, que no hay generación que no se produzca
con miras a aquello, para que haya una [eterna] realidad feliz en la vida del
todo, y que la generación no se produce en interés tuyo, sino que eres tú el
nacido en beneficio de ello. Porque no hay médico ni artesano [humano]
que produzca nada sino con miras al todo, haciendo no el total en función
de la parte, sino en función del todo la porción encaminada a lo que, en
general, sea mejor [para el todo]; pero tú te irritas, y es que no sabes que
lo que hay en ti de más conveniente para el todo resulta serlo también pa
ra ti en virtud de la comunidad de vuestra generación [. . . ]. Y en efecto, tie
ne ya dispuesto, en relación con todo ello, qué clase de posición debe ir a
340
ocupar y qué lugares a habitar en cada caso lo que sea de una manera o de
otra (Z^yes903b-c, 904b’).
Durante dos milenios los espíritus positivos tomarán ejemplo de la
sofocante elevación del argumento siempre que se trate de reprimir
las pretensiones de individuos insatisfechos, alborotadores, dicho mo
dernamente: disidentes. Se puede ser de la opinión de que Platón,
aquí, con medios argumentativos, lleva hasta el final lo que comen
zaron los constructores de ciudades de la antigua Mesopotamia con
métodos arquitectónicos: la clausura del poder extendido en un mun
do-espacio-interior homogéneo y, más aún, la disposición de los indi
viduos en el edificio total. Sólo como tal puede convertirse este mundo
interior, sin exterioridad alguna, en el territorio de una subjetividad
divina que todo lo determina porque todo lo sopesa detalladamente.
Que en la construcción del interior absoluto lo magnífico esté
en estrecha vecindad con lo terrible es algo que se reconoce en las
alusiones de Platón al hecho de que para los individuos malinten
cionados, que se obstinan en querer otra cosa, no hay escapatoria
alguna ante la omniadvertencia de los dioses. Nadie puede preciar
se de haber escapado alguna vez a la venganza divina: pues los dio
ses te encuentran en cualquier parte «aunque fueras tan pequeño
como para poder sumergirte en las profundidades de la tierra o te
pusieras tan arriba como para llegar volando hasta el cielo» (905a).
En el espacio platónico siempre se captura al perturbador del or
den; los éxitos requisitorios de la justicia eterna están al nivel del
ciento por ciento (como comparación: la policía bávara anuncia or-
gullosamente para 1997 la casi sensacional cuota de resolución de
delitos del 65 por ciento, respecto a una media nacional del 52 por
ciento), cosa que sólo les parece amenazante a los aviesos y mal
pensados, mientras que es imposible que las almas bienintenciona
das puedan querer subsistir de otro modo que en esas condiciones
transparentes. (En el caso de los profetasjudíos, el omnisciente po
der ejecutivo de Dios funciona igualmente bien: «Si fuerzan la en-*
*Se cita por la traducción deJ. M. Pabón y M. Femández-Galiano, publicada en
el Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1960, págs. 176-177. (N. del T. )
341
trada del Seol, de allí los sacará mi mano; si suben hasta el cielo, yo
los haré bajar de allí» [Amos 9, 2]; algo parecido en el Atarva-Veda
de la antigua India: «Yaunque alguien consiguiera traspasar el cie
lo hasta el otro lado, no escaparía tampoco al rey Varuna»16. )
A aminorar lo potencial y actualmente horrible de esa hiper-
transparencia viene la segunda de las construcciones mitológicas de
Platón, que ayuda a comprender por qué los seres humanos no só
lo son colocados según disposición superior como piedras pequeñas
en una gran construcción o como figuras en un juego de tablas, y
por qué, al contrario, no hay libertad sólo en el delito. En conside
raciones holísticas de este tipo, el factor heterónomo permite reco
nocer un ánimo de orden exagerado, que edifica menos de lo que
indigna, porque en estos casos se dispone de los individuos como si
no fueran libres, sino instrumentos; como si no fueran seres racio
nales que eligen por sí mismos sus fines, sino borrosos funcionarios
ejecutivos en un ministerio totalitario del ser y de Dios. (Esa hete-
ronomía acompaña a los holismos políticos hasta los siglos XIX y XX,
cuando se intentó implementar políticamente las ideas de totalidad
del platonismo político, alias idealismo alemán, y sus sistemas natu
ralistas subsecuentes. ) Si se pretende darjuego al encanto de la doc
trina del régimen de los dioses, no podemos estropearlo con argu
mentos que contraríen el sentido de libertad. Por eso es muy natural
reformular la rígida idea de la determinación por causa syena hacia
la de la determinación propia, y esto no puede suceder de otro mo
do que por medio de una consideración que convierta al ser huma
no sensato en un colaborador autónomo de los dioses.
En este momento comprometido Platón recurre a una segunda
reserva mitológica: a la leyenda del parentesco del alma espiritual
humana con los dioses. Por los robos de Prometeo los seres huma
nos consiguieron «participar en la suerte de los dioses», como dice
Sócrates en el temprano diálogo Protágoras. Así pues, si hay princi
pios o potencias divinas que dirigen el todo según saberes estructu
rales insuperables, los seres humanos no pueden quedar excluidos
completamente de esa capacidad. Si hacen buen uso de la razón, ro
bada para ellos, descubren las órdenes impartidas no sólo desde
una postura de sumisión tolerante, sino participando en ellas con
342
Recluso en oración delante del edificio
central de una prisión-panóptico.
una especie de coespontaneidad intelectual. No serían simples pri
sioneros de las cubiertas celestes, como afirmarán más tarde gnósti
cos enemigos del mundo, sino coproductores y socios de la totalidad
bien hecha. En tanto colaboran a engendrar lo vigente, acreditan su
parentesco con los dioses. Como miembros de la nobleza inteligi
ble, pues, los seres humanos pueden sentirse en casa partout en la
gran esfera. Así como la alta nobleza tiene parientes en todos los
rincones del mundo, en cuya casa podría quedarse ocasionalmente,
el intelecto reconoce en cualquier lugar del mundo la bondad de la
inmanencia, dispuesta a hospedarlo.
Que este sublime sistema de inclusión, surgido de la transfor
mación de la ciudad en esfera cósmica, no pueda ser defendido sin
paradojas y nuevas exclusividades engorrosas es algo que se muestra
en el desventurado destino de aquellos que se aferran hasta el final
a su ateísmo ciudadano o absoluto, y que (como el loco de Alcibía-
des) se toman la libertad, incluso, de celebrar en privado misterios
heréticos o paródicos, para con su ayuda «aniquilar de raíz casas en
teras y aun ciudades».
A todo aquel de ellos que parezca ser culpable, impóngale legalmente
el tribunal que permanezca encarcelado en la prisión central, y que ningún
hombre libre se le acerque jamás [. . . ]. Y al que haya muerto, arrójenlo in
sepulto fuera de las fronteras; y si algún hombre libre toma parte en su se
pelio, quede sujeto a procesos de impiedad por parte de quien quiera in
coarlos (909b-c).
El sutil argumento acaba, con extraña franqueza, en una ruda
proposición práctica. Pues con el airojamiento de los impíos fuera
del todo bueno surgen paradojas que tendrían consecuencias de
vastadoras para la seguridad de la construcción con sólo hacerse ex
plícitas al instante. Para su explicitación bastaría preguntar a dónde
van a parar -en la tópica del ente en su totalidad- los cadáveres de
los ateos cuando son arrojados fuera de las fronteras y qué sentido
topológico tiene su falta de enterramiento. Pues, o bien la esfera es
inclusiva, y entonces tampoco los ateos pueden ser excluidos de
ella, o bien es no-inclusiva, en cuyo caso tendrían razón precisamen
344
te aquellos que afirman que hay cuerpos sin alma y un exterior sin
dioses. La curiosidad de la drástica excomunión es, ciertamente,
que se expulsa a los herejes justamente a un exterior que según la
convicción de susjueces y adversarios teístas no puede haber. No in
humar en tierra patria, según la sacrosanta costumbre de los grie
gos, a los ateos que no quieran cambiar de opinión, incluso bajo el
efecto del argumento para la demostración de la existencia de Dios:
¿no sería eso establecer un ejemplo con ellos de que, efectivamen
te, ciertos cuerpos acaban en el espacio inanimado? Sus cadáveres
insepultos no cesarían de pregonar la insolente doctrina del exte
rior: bastaría que alguien se acercara a ellos para escuchar y trans
mitir esas prédicas provenientes del frío.
Tanto en este como en otros innumerables lugares del corpus tex
tual platónico se reconoce que las manifestaciones completas de
Platón están lejos de formar un sistema; incluso la contraposición
de principio entre tendencias monistas y dualistas no está saldada
en absoluto en Platón, y en modo alguno puede hablarse de una
armonía del vocabulario determinante o del campo conceptual bá
sico. El caso presente habla por sí mismo: excomulgar del todo ani
mado a quienes niegan el todo animado es una paradoja suficien
temente devastadora como para desmentir la omniinclusividad (que
remite a opciones monistas) de la esfera divina. Pero se entiende in
mediatamente que aquí no sólo se trata de verdad teórica, sino más
bien de funciones inmunizadoras de una gran concepción del mun
do. Así como la ciudad no puede vivir si no se le permite excomul
gar ultima ratione a enemigos irreconciliables de la polisy la esfera,
que todo lo contiene, no podría permanecer en forma si no pudie
ra excluir in extremis lo que no consigue integrar. Tampoco el cos
mos-uno puede pensarse en redondo sin discriminación del otro.
En el punto crítico, en el que la paradoja podría aparecer, el le
gislador-teólogo introduce una prohibición de pensar: aquí, en for
ma de una disuasión explícita de tomar partido por el ateo muerto.
Bajo ninguna circunstancia se permite articular a otro, en su lugar,
lo que el muerto arrojado fuera objetaría al teólogo; si no, volvería
a comenzar la disputa, ahora calmada, entre teístas y ateos. Desde el
punto de vista procedimental, la prohibición de enterrar ateos es
345
equivalente al mandato de no hablar para nada del asunto ateo. No
has de relacionarte con representantes de la tesis de la impiedad; y
no has de hacer preguntas que vayan más allá del uno, el bien, el to
do, el interior. Para que al monstruo analítico no le crezcan nuevas
cabezas, quienes otorgan al ateo muerto el honor de la inhumación
en tierra patria han de ser inculpados ellos mismos de asébeia.
(Por
lo demás, recuérdese que en el Body of Liberties de la teocracia de
Massachusetts, todavía a mitad del siglo XVII, estaba prevista la pena
de muerte para el delito de ateísmo; en Europa, hasta el final del si
glo XIX, y en ciertas zonas incluso más tarde, las opiniones ateas
eran un pretexto seguro para la excomunión, no tanto de las co
munidades eclesiales cuanto de la buena sociedad. )
Si se hubiera necesitado un testimonio de que los discursos uni
versalistas son creaciones que se resfrían con facilidad en la corrien
te de aire de sus paradojas inmanentes, bastaría para ello la lección
intuitiva que dio Platón en la parte práctica de su argumento de
Dios. No se necesita una prueba así donde, como sucede en nues
tros análisis esferológicos, se acentúa desde el principio la cualidad
inmunológica de conformaciones de totalidad y figuras de inclusión:
sean éstas ritualistas, como en los cultos tradicionales, arquitectóni
cas, como en la construcción de murallas de la antigua Mesopota-
mia, o argumentativas, como en la nueva ontoteología ateniense167.
Como Platón, también su sucesor Aristóteles atribuyó al movi
miento circular la prioridad sobre todas las demás clases (lineal,
curva, compuesta) de movimiento. Sin embargo, en corresponden
cia con la rápida construcción de losjuegos discursivos posplatóni
cos -se dice, también, que un tanto precipitadamente, debido al
progreso científico-, Aristóteles hubo de eliminar el ropsye mitológi
co con el que el fundador de la Academia había revestido sus doctri
nas cosmológicas. Si en el Timeo se había hecho todavía responsable
a un demiurgo divino de la constitución esférica y de la movilidad
circular del sistema del universo, Aristóteles se vio obligado a pres
cindir del mito de un constructor y a establecer un fundamento in
manente, estructural o material, que proporcionara su forma re
donda y su rotación al universo. Dado el estado de las cosas, ello no
346
era tarea fácil, puesto que a ninguno de los elementos definidos des
de Empédocles -tierra, agua, aire y fuego-, de los que parecían es
tar constituidos todos los cuerpos naturales, le correspondía por sí
mismo la rotación como característica cinética. A todos ellos perte
necen sólo movimientos rectilíneos, bien elevándose desde un pun
to dado, como en el caso de los elementos sutiles aire y fuego, o
bien cayendo, como en el caso de los elementos pesados tierra y
agua. A partir de las propiedades de los elementos canónicos es im
posible explicar la rotación del cielo, que parece comprobarse por
simple evidencia empírica. Con gran sensatez, Aristóteles reconoce
que con los triviales elementos básicos de la naturaleza no puede
constituirse orden cosmológico alguno. Todos ellos, en su conjun
to, sólo son capaces de movimientos finitos, lineales, agotables; el
movimiento del cielo, por el contrario, tiene que ser infinito, rota
tivo e inagotable si quiere mantener lo que la razón interesada cos-
moteológicamente espera de él. Ni desde la tierra ni desde el fuego,
ni desde el agua ni desde el aire conduce físicamente camino algu
no a la sublime contemplación de un cielo perfectamente redondo
y que se mueve en círculo.
Así pues, para explicar el cielo, su forma y su movimiento -y por
caminos que respeten y superen los presupuestos platónicos-, Aris
tóteles recurre a una de las hipótesis más poderosas y sugestivas que
se hayan hecho en la historia del pensamiento científico. Postula la
existencia de un quinto elemento o de un quinto cuerpo, al que por
su naturaleza corresponde ese movimiento circular que falta esen
cialmente en los demás cuerpos. Aristóteles, acogiéndose a tradi
ciones más antiguas, llama aithéra ese cuerpo circulante, por sí mis
mo esferogénico y rotativo.
Ya entre los poetas antiguos era conocido el éter como la subs
tancia sutil que llena el cielo: parece que le dieron ese nombre por
que «corre constantemente (aeítheí)en un tiempo eterno»168. Platón
mismo, en su ensayo tardío Epinomis, una especie de apostilla astro
nómica a los doce libros sobre las leyes, supuso un quinto elemen
to, una quinta essentia, que también se llamaba éter: una región cla
ra por encima del aire, poblada de demonios y seres divinos
intermedios. Pero en Aristóteles el éter se convierte en el Primer
347
Elemento, próton soma. Es la materia de la que está hecho lo acaba
do y perfecto, la substancia del cielo y de las estrellas, prima materia
de todas las gigantescas órbitas imperecederas. A los mortales, na
turalmente, les resulta imposible la contemplación directa del éter,
porque, de acuerdo con su organización sensible, sólo pueden te
ner trato empírico con los cuatro elementos terrenos. De éstos está
hecho el mundo inferior, el núcleo oscuro del cosmos sublunar,
mientras que las cubiertas de éter, sustraídas a la contemplación y
contacto humanos, llenan las inmensas alturas por encima de la lu
na, desde las cubiertas de los planetas hasta la bóveda más alta: el
cielo de las estrellas fijas.
Por eso el éter, según cantidad y dignidad, es con mucho el pri
mer elemento en el cosmos. Desde una perspectiva sublunar no es
fácil conseguir una imagen de su constitución, dado que los seres
humanos apenas logran captar de él más de lo que se delata en el
titileo de las estrellas. Materialmente es más ligero que el fuego, más
vaporoso que el aire, sutil como oro espumado a la luz del sol, res
plandeciente como niebla matutina sobre el Olimpo. Pero ante to
do posee la cualidad ciclofórica requerida: es el soporte natural de
los movimientos circulares, comparable en esto a una idea divina re
currente en sí misma. Así pues, si cabe concebir el cielo como cuer
po universal, es sólo porque en sus estratos altos está entretejido por
el primer elemento, por esa materia maravillosa, vivida, que rota en
sí misma.
A causa de su enorme extensión en el ámbito supralunar, el
mundo etéreo de Aristóteles comprende casi todo lo que existe, ra
zón por la cual al cosmos le competen, casi por todas partes, excep
to en el espacio próximo a la tierra, propiedades maravillosas co
rrespondientes. El cuerpo etéreo, movido circularmente, del cielo
no es capaz de «experimentar incremento o decrecimiento»169; por
eso, según Aristóteles, tiene que ser también inalterable, ingénito,
eterno, sin edad, simple, libre de contrarios y fatigas, y ha de con
sistir inviolablemente en sí mismo.
Aunque forma parte de la naturaleza corporal, el primer o quin
to elemento, recién identificado, brilla con toda una cola de come
ta de predicados metafísicos: como si a lo divino, aunque todavía no
348
haya de hacerse hombre, le compitiera corporeizarse en éter cuan
to antes. Una vez que se admite la existencia del elemento fabuloso,
con él se explica también la forma esférica del kósmos uranós, dado
que precisamente el éter, por su propiedad de ejecutar movimien
tos rotatorios, toma a su cargo el negocio entero de la esferogéne-
sis. Si se cuenta con el éter, se cuenta también con el movimiento
rotatorio, y si se cuenta con éste, se cuenta a su vez con la esfera: así
como, por introducir una analogía, basta contar con capital para
que se establezca la circulación dinero-mercancía-dinero y, con ella,
la globalización terrestre. La mitología aristotélica del éter impre
sionó a la posteridad por su solidez parafísica, que le permitió fun
damentar las rotaciones cosmológicas filosófico-naturalmente y ya
no teológicamente, como había hecho Platón en el Timeo cuando
atribuyó a un mundo hecho por Dios la forma de movimiento más
semejante a Dios.
En su trascendental tratado Del cielo, Aristóteles emplea mucho
ingenio para la demostración de la tesis, ya afirmada por Platón, de
que sólo puede haber un único cielo o cosmos. Es de suponer que
esto no se entienda en principio, porque cielo es un concepto ge
neral que podría abarcar varios objetos concretos de ese nombre.
Así, hay esferas de bronce y esferas de oro, o círculos de bronce y
círculos de oro; un círculo concreto, una esfera concreta son lógi
camente del todo diferentes del círculo y de la esfera en general.
Incluso ese cielo que está ahí, el que vemos, si se juzga desde el
punto de vista lógico, no es idéntico a priori al cielo por antonoma
sia: y, sin embargo, es uno con él, dado que el cielo en general, el
que pensamos, y este cielo ahí, bajo el que vivimos, han de ser uno
y el mismo por razones lógicas y ontológicas. Pero esto hay que de
mostrarlo. A partir del argumento de que ese cielo que está ahí es
al mismo tiempo el cielo por antonomasia -porque de hecho no
puede haber más que uno real-, Aristóteles desarrolla su demos
tración específica de la completud y unidad del universo. Si ese cie
lo abarca todo lo que físicamente es el caso, hay que rechazar toda
ilusión de un lugar o un cuerpo fuera del todo. Pensar el cielo como
uno y único significa postular la inmanencia de todo lo existente.
349
Ahora bien: el cielo es un ser singular y consta de materia; pero aunque
conste no de una parte de materia, sino de toda la materia, sigue siendo
una cosa distinta el ser del cielo en sí y el ser de este cielo concreto, y, no
obstante, no existe otro cielo ni puede haber más, puesto que este cielo
abarca toda la materia [. . . ]. Es, pues, imposible que haya ningún cuerpo
simple fuera del cielo [. . . ]. Por consiguiente, con lo dicho queda claro que
fuera del cielo no existe ni puede existir la masa de un cuerpo cualquiera
[. . . ]. Por tanto, ni existen ahora varios cielos, ni existieron antes, ni pueden
existir; antes bien, este cielo es único y perfecto.
Es evidente, a la vez, que fuera del cielo no hay lugar, ni vacío, ni tiem
p o 170.
Por lo demás, al suponerse que el universo mismo está en rotación, y
también el verse que ello es así, y al haberse demostrado que fuera del lí
mite de la rotación más extrema no hay lugar ni vacío, también por estos
motivos es necesario que el mismo universo sea esférico [. . . ].
De estas cosas, pues, resulta evidente que el mundo es esférico, y con tal
exactitud que ninguna de las cosas hechas a mano, ni otra alguna de las co
sas que entre nosotros tenemos ante la vista, es tan perfectamente esférica.
Pues ninguna de las cosas que lo componen puede recibir una esfericidad
tan exacta y una uniformidad tan perfecta como la naturaleza misma del
cuerpo que los rodea a todos171.
En nuestro contexto se entiende con facilidad que con este ar
gumento Aristóteles no sólo articula el estado del desarrollo teórico
de la cosmología de su tiempo, sino que con ello satisface a la vez su
sentimiento del deber cosmopolita. Puede que a él, el meteco, que
nunca echó raíces en Atenas, se le hayan vuelto extrañas las sobre
tensiones de Platón en vistas a cimentar la ciudad, pero como apolo
gista del universo consolidado el estagirita tiene también que afron
tar las cosas. En caso de peligro tampoco él puede eludir la tarea
que desde la Antigüedad obliga a todo pensador leal al ser: es mi
sión suya defender las murallas del cosmos entero frente al vacío, la
exterioridad y la nada. No en vano el cielo supremo, al que están su
jetas las estrellas fijas -ese firmamento que ha perdurado hasta en
las creencias infantiles y en la lírica del siglo XIX-, posee las propie
dades de una sólida frontera exterior; y cuando Aristóteles se aferra
350
apasionadamente a la tesis de que la gigantesca cubierta del cielo es
un cuerpo único y finito, en ese argumento, junto a consideracio
nes físicas y geométricas, desempeñan también un papel decisivo
otras referentes a la misión inmunológica y uterotécnica de la cos
mología. ¿Cómo podrían vivir seres humanos en la ciudad-cosmos,
si ésta fuera un monstruo difuso que se extendiera hasta lo amorfo,
hasta lo infinito? Un cuerpo infinitamente grande sería una quime
ra amorfa, y tendría tanto sentido real como un pie infinitamente
grande (con el que nadie podría andar) o un vientre materno infi
nitamente grande (en el que ningún hijo podría gestarse).
Sólo la finitud de la esfera máxima garantiza su cualidad cobi
jante, igual que la esfericidad suprasensiblemente perfecta asegura
su carácter inteligible. Ni siquiera los dioses podrían construir en el
infinito; ni en lo amorfo podrían reunirse en tomo a sus bienaven
turadas mesas de gala. Por lo demás, según Aristóteles, la finitud de
la esfera no peijudica a su divinidad; pues la finitud de la extensión
se compensa brillantemente por la infinitud del movimiento rota
torio, que en los cuerpos supremos retrocede a sí en sí mismo, sin
principio ni fin. Por ello, tampoco el cuerpo del mundo, rodeado
de una buena frontera, ha de carecer del predicado divino «infini
to». La buena infinitud circular reclama límites formales bien defi
nidos, mientras que una mala infinitud lineal se perdería en lo ili
mitado, amorfo, inconsistente; todavía Hegel fundamentará en esa
diferencia su defensa del círculo-espíritu omnicomprensor (y eo ipso
su animadversión frente al racionalizar puntual, abierto, fragmen
tario). En cierto sentido, los filósofos uranométricos de Grecia con
tinúan, así, con medios argumentativos, el proyecto de la política
inclusiva babilónica; pero si los reyes-dioses de la antigua Mesopo-
tamia hicieron levantar murallas hipertróficas de ladrillo en tomo a
un espacio interior ciudad-mundo, los filósofos construyen el borde
del cosmos en general con cuerpos etéreos rotativos.
Serán los filósofos estoicos quienes conceptualicen el sentido ar
quitectónico o urbanístico de la cosmología filosófica al declarar
abiertamente como programa suyo la equivalencia metafísica, hasta
entonces latente, entre mundo y ciudad. Con hermosa sinceridad
351
denominan a la ciudad, que se llama mundo, cosmópolis, y hacen
del derecho de ciudadanía en esa morada un ideal ético inagotable.
Esa ciudad-mundo moral adoptó perfiles experimentables después
de la época de Alejandro, cuando los estratos móviles de la ecúme-
ne circunmediterránea se habían hecho numerosos y comenzaron
a buscar una lógica y ética plausibles de la mezcla. Tras su victoria
sobre los persas, Alejandro había impulsado vigorosamente la re
moción del melting-pot de la política, la praxis, el «crisol de los pue
blos»; organizó ofensivamente una política de matrimonios mixtos,
fomentó la transferencia de costumbres y saberes en todas las di
recciones, y creó con ello los presupuestos bajo los cuales el estoi
cismo de Zenón pudo convertirse en el lenguaje universal de una
internacional mestiza y migratoria172. Surge la demanda de modelos
de soberanía que ayuden a los individuos a salir a flote en caso de
revoluciones crónicas. Incluso los primeros Estados filosóficos bro
taron del suelo arado por la guerra; warlords y utopistas viven fron
tera con frontera; en la península de Atos surge en torno al año 300
el Estado ideal Uranópolis, regido por un príncipe que se presenta
como dios del sol y cuyos súbditos se dirigen a él llamándole el Ce
leste. También entre los administradores romanos la plausibilidad
de la idea de que la humanidad sea una única familia en una única
ciudad entre España y el Éufrates fue creciendo continuamente, de
modo que el rétor Aelio Arístides pudo exclamar en torno al año
150 d. C. en su gran «Elogio de Roma»: «El universo entero es una
única ciudad». Agudizado todo ello filosóficamente, de tales supe-
rurbanismos se siguieron también consecuencias adversas para los
templos, puesto que los sabios, elucubrando libremente, se resistían
a entender por más tiempo por qué se encerraba a los dioses en ca
sas cuando el cielo entero era un único panteón.
Aunque con significado muy distinto, ese impulso urbano-hu
manitario cobró rabiosa actualidad cuando en tomo al año 1500 los
europeos emprendieron su aventura epocal, la globalización terres
tre. Si la filosofía, junto con su pathos humanitario en las democra
cias modernas, consiguió de nuevo derechos de ciudadanía y pudo
granjearse, finalmente, su emancipación de la teología y de la Igle
sia, fue sobre todo porque, frente a todas las patrias positivas, podía
352
despertar el recuerdo de un plus cosmopolita y de un evangelio
igualitario y comunicativo, apenas oculto en él. Pero lo que el con
cepto de cosmópolis había significado en las circunstancias antiguas
ya no está presente en los cosmopolitas modernos, y aunque se pre
senten con la escarapela de ciudadanos del mundo, confunden el
cosmos antiguo con la tierra moderna, urbanizada por el tráfico co
lonialista internacional. En las habladurías de uso corriente sobre el
cosmopolitismo es donde puede pervivir con buena conciencia ideo
lógica la no-diferenciación entre globalización metafísica y terrestre.
No obstante, de la antigua concepción ilustrada de la forma del
mundo salta una auténtica chispa a la Modernidad: ya el Mundo An
tiguo codificó experiencias de libertad que resultaron inolvidables
para los europeos. Por eso los modernos no soportan forma de vida
alguna que no acepte lo abierto, lo otro, lo comparable, como críti
ca suya. Pero lo que en la Antigüedad más temprana se consideraba
como el peor destino, el exilio obligado de la ciudad propia, es con
siderado positivamente por la Modernidad como derecho humano
a viajar y a emigrar: no sin entremezclar esto con un derecho a la in
vasión del libre comercio en todas las aún-no-sociedades-de-merca-
do. Si el cosmopolitismo helenístico fue el intento de hacer capaz al
alma de exilio ilimitado por medio de ejercicios de deshabituación
presurosos, el moderno significa el empeño en deparar por todas
partes el mismo confort a la masa de turistas. Pero quien describe al
ser humano simplemente como el animal emigrante-inmigrante se
arriesga a comprometerse con imprudencia poco política en una
mala apertura, que ignora el imperativo de forma de las comunas
reales. El cosmopolitismo posmoderno no es la mayoría de las veces
más que la superestructura filosófica de vuelos baratos entre las ca
pitales europeas y americanas. Quien se toma en serio el tema de la
invasión del mundo más amplio en los mundos de vida locales tiene
que hacer lo mismo también con la crisis espacial de las «sociedades
abiertas». En la búsqueda de una fórmula para la mejor cosmopolí-
tica en la era de la segunda ecúmene es aconsejable orientarse por
la máxima de que lo que hay que hacer es encontrar la mezcla co
rrecta de mezcla y no-mezcla173.
353
El éxito epocal de los impulsos platónico-aristotélicos en la cos
mología de las esferas habla a favor de que los grandes maestros del
pensamiento griego consiguieron formular un diseño de inmuni
dad altamente efectivo para los seres humanos en la era de la ima
gen del mundo racionalizada. Está claro que, idealmente, el nuevo
afianzamiento de la frontera cósmica exterior por medio de la doc
trina de las cubiertas esféricas se adecuaba a las ampliaciones del
horizonte debidas a la comunicación ecuménica y a las primeras
ciencias naturales. Cuando las generaciones posteriores utilizaron
la expresión griega para la totalidad del mundo, el concepto de cos
mos, ésta ya estaba cargada con el encanto de la devoción circular y
esférica, filosóficamente determinada. El hecho de que desde Pla
tón las palabras para mundo y cielo, kósmosy uranós, se hubieran he
cho sinónimas arroja una luz desde arriba sobre todos los discursos
posteriores de mundo. Desde entonces la palabra cosmos misma so
naba como una confesión de fe geométrica: como un símbolo de su
puestos últimos de organización y como una contraseña que ratifi
caba a los mortales su legitimidad de acceso a los mejores círculos.
Expresa la autoridad avasalladora que el esferismo platónico fue ca
paz de mantener durante épocas, hasta el punto de que ni siquiera
Copémico osó atentar contra la enseñanza filosófica de la forma
circular de las órbitas planetarias cuando compuso sus argumentos
en favor de la tesis heliocéntrica. Kepler sólo superó las incongruen
cias que Copémico había dejado cuando se decidió a considerar
como forma de revolución de los planetas, que «circulan» en tomo
al sol, la elipse, metafísicamente decepcionante pero convincente
desde el punto de vista matemático y astrofísico.
El hecho de que, en la doctrina del círculo ideal, de lo que efec
tivamente se tratara desde el principio fuera más bien de las virtu
des inmuno-morfológicas del idealismo geométrico que de las ven
tajas científicas de los modelos esféricos es algo que se había
mostrado ya muy pronto, cuando los astrónomos platonizantes, so
bre todo Eudoxo de Cnido, que había trabajado colegialmentejun
to con Platón, toparon con dificultades prácticamente insuperables
en la reconstrucción racional de los movimientos reales de los pla
netas, claramente no-circulares. Esas dificultades no fueron supe
354
radas por revisión o abandono del modelo esférico, falto de placi
bilidad desde el punto de vista mecánico, sino por construcciones
auxiliares -que dan la impresión más bien de intentos desespera
dos- sobre la base de las indicaciones platónicas. Ya Eudoxo se vio
obligado a elevar a 26 el número de las cubiertas, y eso sólo para ex
plicar las irregularidades en las revoluciones de las siete cubiertas
principales: además de las cubiertas en las que están fijas las estre
llas errantes o planetas había que imaginar, movidas con ellas, to
da una plétora añadida de cubiertas adicionales de movimientos gi
ratorios enfrentados -para Saturno, Júpiter, Marte, Venus y
Mercurio: cuatro para cada uno; para el sol y la luna: tres para ca
da uno-, cuya única legitimación existencial era interpretar la des
viación de las estrellas de su simple órbita idealizada sobre su cu
bierta soporte en consonancia con el dogma esférico. Aristóteles
llegó mucho más lejos en este punto y propuso finalmente un sis
tema para el que se necesitaban 55 cubiertas esféricas, rotando
unas en contra de la dirección de otras, para hacer más o menos
justicia a los datos empíricos.
La sátira epistemológica compuesta por Platón, y que se dio a co nocer bajo el título «Salvación de los fenómenos», lo que pretendía en verdad era la salvación de un sistema de inmunidad psicocos- mológico, que llegó a hacerse imprescindible rápidamente y cuyo capital activo más importante era la geometrización de la frontera exterior de lo existente.
Esa teoría-comedia, que se mantuvo durante toda una era en los programas académicos bajo estricta interdicción de la risa, sólo fue superada por la hermenéutica cristiana, que, como «salvación del sentido de la Escritura», había de cumplir análogas tareas in- munizadoras. Por los éxitos de la Ilustración filosófica el círculo y la esfera se habían convertido en las figuras ontoinmunológicas de cisivas, sin las que ya no se podían responder con suficiencia las preguntas por la imagen de mundo -y más aún por la imagen del borde del mundo-, por más que los costes epistemológicos adicio nales de ese modelo de mundo, al menos a ojos de los expertos, se elevaran peligrosamente. Con buenos motivos, Aristóteles hubiera podido dirigir también contra sus propias presentaciones su sar-
355
Rueda de carro del mundo,
templo dei Soi de ivonarak, india, sigio xiu.
casmo frente a ciertas extravagantes teorías de sus predecesores y
colegas físicos:
Uno se asombra, con todo, de que las soluciones aportadas no les pare
cieran más extrañas que el problema mismo174.
Así pues, el rey Alfonso de Castilla, promotor y conocedor de la
356
astronomía medieval, que reinó desde 1252 hasta 1284, tenía buenas
razones para su conocido dicho de que «si Dios le hubiera pedido
consejo para la creación del mundo, le habría propuesto un sistema
más sencillo».
La historia triunfal del modelo filosófico-cosmológico de cubier tas celestes muestra de modo muy claro que cuestiones de costes cognitivos entraban poco en consideración frente al superior valor de uso morfológico de una construcción sublime. Precisamente para el público profano, que no había de preocuparse de la salvación de los fenómenos, la idea de un universo compuesto nada más que de esferas encajadas concéntricamente unas en otras, con la tierra en el centro, se mostraba irresistiblemente plausible y, en cierta me dida, incluso psicológicamente atractiva. Permitió a los seres huma nos entre la Antigüedad clásica tardía y la edad moderna temprana alcanzar el grado imprescindible de aclimatación patria en un uni verso cuyas dimensiones, sin embargo, parecían distendidas ya has ta lo gigantesco-inquietante. A lo largo de dos mil años demostró su eficacia como técnica determinante de familiarización con el mun do de la cultura europea. Interpretaba el cosmos como la ciudad en cuyas murallas invulnerables mantienen su existencia los morta les175. En él reconocían lo más exterior que era posible alcanzar por medio de la transferencia de la uterotécnica al universo.
La hiperesfera autónoma proporcionaba una visión preponde- rantemente satisfactoria, después de sopesar ventajas y desventajas, de la forma de la totalidad cósmica, y además de ello una respuesta sugestiva, aunque también problemática, a la pregunta por el lugar de la tierra. De hecho, ésta no podía colocarse en ninguna otra par te que en el centro de las cubiertas situadas concéntricamente unas sobre otras. A pesar de algunas hipótesis no-concéntricas de los pi tagóricos, que habían planteado un fuego central cósmico, y a pesar de la apertura puntual al heliocentrismo en el caso del gran astró nomo del siglo III a. C. Aristarco de Samos, el geocentrismo aristo télico se impuso sin reticencias. Fue Aristóteles quien, bajo el lema de la imagen tolemaica del mundo, estableció durante cerca de dos mil años las líneas directrices de la cosmografía europea (si excep tuamos el confuso e indeciso retomo de la Edad Media a una con
357
cepción discoidea de la tierra) ; pero incluso en el milenio que dis
curre entre la decadencia del Imperio romano de Occidente y las
investigaciones de Copémico nunca se borró completamente el re
cuerdo de la globositas de la tierra. No es necesario ocupamos aquí
en detalle de los destinos medievales de la cosmología aristotélica y
de sus lábiles compromisos con la concepción bíblica del Génesis,
así como con el Apocalipsis de san Juan176. El hecho de que nume
rosos datos métricos supuestos, sobre los que parecía que descansa
ba el sistema de Claudio Tolomeo (100-178 d. C. . ), no fueran otra
cosa que cómodas falsificaciones y adopciones tomadas de autores
más tempranos, no influyó para nada, por lo demás, en la marcha
triunfal del sistema aristotélico-tolemaico. Más bien puede deducir
se de la historia de éxitos del tolomeo-aristotelismo que imágenes
de mundo y cosmografías, precisamente cuando aparecen como
dogmas científicamente consolidados, son en primera línea siste
mas de persuasión autosugestivos, que sólo encuentran amplia re
sonancia cuando demuestran su eficacia en el ecosistema imagina
tivo de sus sociedades. Bajo este punto de vista, la persuasión con
respecto a las cubiertas de los antiguos europeos se perfila como
una de las autohipnosis cognitivas más brillantes de la historia de la
teoría y de la cultura. Durante toda una era los iconos ontológicos
del círculo y la esfera mantuvieron piadosamente congelada la in
vestigación empírica del cielo, justificando, además, del modo más
efectivo, el estancamiento de la investigación por la fe en los resul
tados de una pretendida investigación anterior. Se necesitaba una
revolución total de la imagen de mundo, y con ella a la vez un re
formateo radical de las dinámicas de creencia y condiciones psico-
cósmicas de inmunidad, como los que se produjeron en el ser hu
mano europeo a partir del siglo XVI, para que las ciencias naturales
y las concepciones religiosas del espacio pudieran liberarse del es-
ferismo inmemorial.
La superficie, movida histórico-dogmáticamente, donde se dio
este paso ha sido presentada ejemplarmente por el historiador de
las ideas Alexandre Koyré bajo el título programático Del mundo ce
rrado al universo infinite/77. Por lo que respecta a una exposición bsyo
358
puntos de vista sistémicos e inmuno-esferológicos del cambio de la imagen de mundo, nunca ha sido hecha, y las insinuaciones lacóni cas en esa dirección que aparecen en este libro no pueden sustituir en modo alguno a una detallada historia discursiva y sistémica de la gran extraversión. En una investigación así tendría que hacerse comprensible el proyecto de la Modernidad como gran experimen to de cobijo de sociedades de masas en tecnologías de salvación y es tructuras de inmunidad no-teológicas. Si una presentación así qui siera hacer justicia a su objeto en el punto decisivo, tendría que elaborar expresamente la toma de poder del exterior como el acon tecimiento fundamental de lo que Heidegger llamó la «época de la imagen del mundo». De todos modos, en el último capítulo de este volumen, que trata sobre la última esfera, es decir, sobre la tierra circunvalada, cartografiada, ocupada y utilizada, haremos algunas indicaciones someras de cómo esa revolución del modo de pensar exterior ha ido unida a los procesos de globalización de la era mo derna.
Pertenece a las consecuencias adicionales de la cosmología geo céntrica de cubiertas, además de complicaciones insuperables en la aplicación empírica del modelo, una ambivalencia fundamental, por no decir ruinosa, en la determinación del lugar humano y de su rango en el cosmos. Pues colocar la tierra en el centro: eso, a pri mera vista, no es más que una concesión al supuesto narcisismo cosmológico de sus habitantes humanos. Pero la circunstancia de que con el giro copernicano la tierra fuera descentrada por fin, y fe lizmente, tras una fijación de milenios en el centro de la imagen del universo, no conllevó en absoluto para los seres humanos agravio narcisista alguno, como sugieren Freud178y sus repetidores sin co nocimiento de las relaciones históricas de la imagen de mundo, si no la liberación largamente esperada de una pesadilla cosmológica contumaz y devenida absurda. Por eso el heliocentrismo encontró entre el público una resonancia que oscilaba entre la indiferencia y el asentimiento entusiasta, y cuando fue rechazado explícitamente, como en ciertos círculos del catolicismo oficial romano, fue más bien porque no se estaba dispuesto sin más a renunciar a la tierra- centro como lugar-humilitas, y sobre todo porque en un mundo co-
359
pemicano ya no se sabría dónde localizar el infierno, sin el que no
se podía mantener el régimen psicopolítico del catolicismo contra-
rreformista (o, en general, la imagen de mundo cristiana en tres es
tratos: infierno, tierra, supramundo).
A muchos contemporáneos razonables les parecía incluso exce
siva la promoción de la tierra beyo las estrellas, que se seguía del li
bro de Copémico sobre las revoluciones celestes. La exclamación
de Philipp Melanchthon contra los innovadores heliocentristas, seis
años después de la aparición de De revolutionibus orbium celestium, de
signa típicamente la perplejidad de un lector crítico con respecto a
una sobrevaloración tan audaz de la tierra: Terram etiam ínter sidera
collocant [¡Colocan incluso la tierra bsyo los astros celestes! ]179. La fá
bula freudiana del agravio narcisista resulta, pues, vacía según la his
toria de la imagen de mundo y pertenece exclusivamente a la estra
tegia de autoexaltación del movimiento psicoanalítico (por más que
le preparara el terreno la observación magníficamente ingenua de
Goethe de que la revolución de la imagen de mundo habría obliga
do a los seres humanos «a renunciar al enorme privilegio de ser el
centro del universo»). No obstante, esa pequeña fabulación es inte
resante porque, desde perspectivas no-freudianas, permite seguir
pensando productivamente en dirección a una ecología general de
los agravios, que se ocupa de las consecuencias colaterales psicoló-
gico-sociales de invenciones teóricas e introducciones de nuevas téc
nicas. Porque ¿dónde se obtienen, por ejemplo, los propios éxitos
del psicoanálisis y de todos los demás sistemas del «yo-veo-algo-que-
tú-no-ves», sino en el mercado libre de los diferentes niveles de agra
vio que se producen entre los que afirman ver algo nuevo y los cie
goscorrespondientes? 180
Por lo que respecta al agravio u ofensa hecha a un hipotético
narcisismo de la humanidad, si es que puede hablarse de tal ofensa,
no se produjo por la descentralización copemicana de la tierra, si
no dos mil años antes por la centralización aristotélica que desarro
lló un precario sentido colateral antropológico. En realidad fue la
colocación de la tierra en el centro la que acarreó a ésta y al ser hu
mano una desvalorización ontotopológica fatal. Sus motivos, que
presentamos sumariamente antes, únicamente los conocía muy po
360
ca gente culta, mientras que la gran masa del pueblo en la Edad Me
dia sólo llegaba a percibir las consecuencias atmosféricas de esa de
gradación: el pueblo pagó durante toda una era el precio de aque
lla omnipresente retórica-del-valle-de-lágrimas, que caracteriza al
miserabilismo crisdano. Pero, desde el punto de vista cosmológico,
éste había sido una conclusión perfectamente legítima sacada del
modelo aristotélico de mundo. Cómo se pudo llegar a la concep
ción inevitablemente depresiva de que la situación del ser humano
en el universo era algo oscuro por regla general para los crisdanos
y que se asociaba la mayoría de las veces, y de modo confuso, úni
camente a las consecuencias del pecado original. Una conexión así
puede que antropológica y moralmente sea de importancia, pero
desde el punto de vista de la historia de la imagen de mundo se ca
racteriza por su ceguera. El pecado original no interviene para na
da en la degradación de la derra que procuraron los antiguos filó
sofos y cosmólogos. El desdén cosmológico por la tierra no es
propiedad de la doctrina cristiana, y menos su invención típica, si
no una consecuencia ineludible de la idealización de la periferia-
éter en la cosmografía aristotélica. Si lo perfecto-envolvente se en
cuentra arriba, entonces -por muy extraño que suene- el centro
queda irremisiblemente abajo, yjustamente ahí está situada la tierra
junto con sus habitantes mortales, sujetos a error, perdidos en la
ambigüedad. Si el centro fuera un lugar distinguido en la esfera cós
mica, su preeminencia sería más bien una abismalmente irónica: los
habitantes del punto medio gozarían del negativo privilegio de re
sidir en el final más oscuro del todo. Dado que, como hemos visto,
lo mejor ha de estar en el margen alto, lo peor se reúne inexora
blemente en el medio.
Así pues, quien busca el punto débil del grandioso proyecto aris
totélico de universo sólo tiene que hacer el esfuerzo de mirar a la
tierra, supuestamente privilegiada por su posición central: este pla
neta, señalado por la muerte y el error, es el miasma del cosmos, la
mancha negra en el claro chaleco del cosmos. Sólo las partes subte
rráneas de la tierra son capaces de superar, aún en falta de luz y dis
tancia a Dios, el lugar de los seres humanos, la superficie terráquea:
por eso en la imagen de mundo de cubiertas cosmológicas las re
361
giones del Hades y del infierno se suponen situadas bajo la superfi cie de la tierra, en el último asiento y excusado del todo. Es esto lo que conceptualiza el triste cosmopolitismo del estoico Aristipo de Cirene cuando explica que el camino al Hades es igualmente largo desde cualquier parte del mundo. El centro más íntimo del cuerpo del mundo es el corazón de la oscuridad: y los seres humanos son sus vecinos expuestos a riesgos. No otra cosa llevó a concepto e ima gen Dante en sus espantosas visiones del infierno. El cosmos cristia no está constituido en tomo al infiemo como punto central, al igual que el mundo de vida primitivo de los pueblos sedentarios había de estar centrado irrecusablemente en tomo a las letrinas. Pero así como todas las ontocosmologías occidentales manifiestan una es tructura bifocal -un centro superior en Dios, un centro infame en lo terreno-subterreno-, también las ordenaciones espaciales de las civilizaciones sedentarias en la era agraria pagaron tributo al bifo- calismo con la dicotomía de centro de esplendor (templo y palacio) y centro miasmático (letrina, desolladero, cárcel)181. Si se toma bue na nota de esas relaciones topológicas fundamentales de las cons trucciones de la imagen de mundo en la antigua Europa, resulta evi dente que hablar de un agravio, ofensa o humillación copemicanos sólo puede significar o bien un malentendido o bien un engaño in teresado.
No sin sustituir el depravado centro físico-material por otro cen tro noble, incorrupto, Aristóteles, en su libro Del cielo, manifestó, im pávido, la inevitabilidad de desvalorizar el centro físico y geométri co del cosmos de cubiertas:
[. . . ] como si el concepto de centro sólo tuviera un significado y el pun
to medio de la magnitud fuera a la vez el punto medio de la cosa y de la na
turaleza. Pero así como en los seres vivos el centro del ser vivo no es idénti
co al centro del cuerpo, lo mismo hay que suponer, sobre todo, del cielo
entero. Así pues, por esta razón aquéllos [los pitagóricos, que habían su
puesto un fuego central en el medio como «vigía de Zeus», P. SI. ] no de
bían dejarse confundir con respecto al todo [. . . ], sino más bien buscar
aquel otro centro [realzado en cursiva por nosotros], qué sea y cómo sea.
Pues aquel centro es el origen y lo venerable, mientras que el punto medio
362
espacial se parece más bien a un final que a un comienzo [. . . ]. Pero más ve
nerable es lo circundante y delimitante que lo limitado. Pues esto es la ma
teria, aquello la esencialidad del todo182.
De este argumento, en el que se mezclan distinción ontológica y
subterfugio astuto, vivió el catolicismo intelectual durante más de
un milenio. Así pues, si la tierra, precisamente por estar situada en
el centro mundano, está condenada irremisiblemente a permane
cer en el lugar ínfimo y más desagradecido -en una favela del cos
mos, como si dijéramos-, más pronto o más tarde sus habitantes
tienen que darse cuenta del fallo de la construcción inmunológica
de ese modelo de mundo, por más que los teólogos se empeñen en
aducir las promesas de salvación que quieran. La recepción cristia
na del esquema aristotélico-tolemaico deja esto claro al resaltar por
todos los medios la humilitas de la posición humana, y no sólo en un
sentido antropológico-religioso sino también desde una perspectiva
cosmológica. Alanus de Insulis: «El ser humano es como un adve
nedizo que vive en el suburbio del mundo»183. Es precisamente su si
tuación interior -privilegiada en apariencia-, en el núcleo del siste
ma cósmico jerarquizado de cubiertas, la que acarrea a los seres
humanos una desventaja espacial, que la cristiandad medieval sufrió
hasta el fondo más amargo y contra la que sólo podía servir de ayu
da un cambio radical de situación producido por la aplicación de
nuevos medios cosmológicos.
Conseguir esto es el sentido inmunológico e histórico (en lo re
lativo a la imagen de mundo) de la revolución copemicana. Pues lo
que aparentemente representa la posición ideal en una estructura
herméticamente impermeabilizada frente al exterior, de paredes só
lidas aunque también sutiles y transparentes, desde el punto de vis
ta ontotopológico se manifiesta para sus pobladores como un de
fecto fatal e irreparable. La perfecta inclusión de la tierra y de sus
habitantes en el centro fosco del cosmos había de arrebatarles la
proximidad a lo más alto y supremo en el orden del ser. Ya en la An
tigüedad y más aún en la Edad Media los efectos colaterales y ries
gos metafísicos del geocentrismo se mostraron tan gravosos para los
europeos que éstos sólo fueron capaces de sobrevivir espiritualmen
363
te mediante la creación de caminos de huida de la zona oscura del cosmos.
Poresolaominosapalabra«cosmopolitismo»,queparece haber introducido Diógenes de Sínope en el debate antiguo, tenía ya un to no concomitante sarcástico, aunque más tarde los estoicos se esfor zaran en utilizarla sin ironía: en la ciudad llamada mundo lo que im porta a los sabios no es en absoluto vivir en el centro de la ciudad venida a menos, la tierra, sino en los extrarradios nobles, donde tie nen sus villas los mejores círculos de éter. Quien habla de cosmópo- lis piensa siempre un poco también en la salida del concreto local te rreno o al menos en la estetización del espacio lejano. Todavía Hegel se recordará lejos de esas condiciones espaciales aristotélicas de la an tigua Europa, cuando pretende llevar el espíritu a sí mismo en el éter del concepto; cosa que, sin embargo, no significa tanto un procedi miento de hacer de menos a la tierra evadiéndose espiritualmente de ella hacia arriba cuanto un programa para incorporar el cielo, vía Es tado y cultura, a las circunstancias de la superficie de la tierra.
Si el estoicismo, platonismo y cristianismo han podido generar puntualmente en sus psicagogias intereses estratégicos comunes, ello se debe no en último término a que los tres ofrecieron reme diar por medio de programas atractivos de transcendencia la des ventaja de los seres humanos de residir en el centro malo de la ma teria. Sí, quizá la capacidad de los europeos de la Antigüedad tardía, de la Edad Media y de la temprana edad moderna de dejarse sedu cir por todos los tipos posibles de auxilios idealistas de evasión y de doctrinas filosóficas de trascendencia se explique por la necesidad de encontrar remedios contra el agravio geocéntrico.
Sólo mucho tiempo después de que se hicieran saltar las cubier tas celestes y de que se elevara a la tierra a la igualdad de derechos cosmológica con otros cuerpos celestes, pudo el Zaratustra de Nietzs- che llegar a la particular idea de predicar a sus amigos la fidelidad a la tierra. En el imperio bimilenario del aristotelismo ello hubiera resultado absurdo, puesto que habría significado directamente la renuncia a participar en cualquier vida superior esférica; bajo tales premisas, fidelidad a la tierra significa tanto como fidelidad del pri sionero a su mazmorra.
364
Clásico cosmos de cubiertas de Peter Apian,
Cosmographicus líber, 1524; el empíreo inmóvil, en el margen
extremo del cosmos graduado, se hace resaltar aquí mediante la
inscripción, frente a los diez cielos rotantes, entre los que también
se pone de relieve el octavo (el cielo de las estrellas fijas o firmamento):
esa inscripción subraya la idea de que los elegidos (electi) encuentran
en la paz de la suprema altura su última forma de inmunidad
o su último habitáculo (habitaculum).
Pero ya Aristóteles, como Platón antes de él, había pergeñado
exactamente el camino real de huida de la zona central sublunar a
lo superior y mejor: se trata justamente del acceso a ese otro centro
del que se hablaba en el pasaje de De cáelo que citamos antes y que
no se refiere a otra cosa que al topos utópico del Dios supramunda-
no, cuyo reflejo psíquico, el alma del mundo, había sido implanta
do por el demiurgo en el centro del cosmos.
/i. ifitn. '/i. r . /<• // /í//'
cío y de almas en un mundo inhabitable. Esa imposibilidad consti
tuye el demonstrandum de Platón: el principio y fin de sus esfuerzos
por fundar la cosa pública en fuerzas esenciales divinas, realmente
presentes y efectivamente envolventes. Allí donde el alma racional
se hubiera dado un cuerpo político, la primera ciudad deductiva,
podrían eliminarse -quizás por primera vez en la historia del ser hu
mano- de los regímenes ciudadanos las fuerzas codiciosas y resenti
das, y sustituirse por un régimen noocrático.
Si, con mayor distancia, se someten los argumentos de Platón
325
-que pronto trataremos más pormenorizadamente- a un análisis
crítico, llama la atención la rapidez, incluso la precipitación, con
que llega a la meta, una meta de la que no estaría dispuesto a pres
cindir bajo ninguna circunstancia. ¿Debería habérsele insinuado dis
cretamente que procediera con mayor lentitud en sus demostracio
nes? ¿Tendría que habérsele aconsejado dudar más tiempo en sacar
sus conclusiones y confiar menos en sus sentimientos de evidencia?
Es claro que estas preguntas son de naturaleza retórica, dado que a
posteriori no hay consejo alguno que valga para los grandes de la tra
dición. Al contrario, nos inclinamos a admitir que los pensadores
que conocen de antemano su resultado han de precipitar siempre,
y como con necesidad, sus ideas (precisamente bsyo la apariencia de
un retardo argumentativo y bajo un respeto manifiesto ante las de
ducciones lógicas), dado que para ellos no es el camino el que con
duce a la meta, sino la meta la que está al comienzo y se finge haber
encontrado en los caminos de la investigación y ser fácil y segura de
alcanzar por cualquier ser humano bienintencionado y razonable.
Nosotros, los modernos, envidiamos y sospechamos, a la vez, de to
dos los que gozan del privilegio de poder comenzar en una meta
(pues quien comprende alguna vez que ya está donde quería llegar
puede considerarse iluminado; mientras que para los que no tienen
meta, para los irresolutos, no puede haber iluminación alguna, sino
sólo éxtasis de escepticismo). Caracteriza a la situación lógica del
presente que aconseje explícitamente dar un salto allí donde cami
nar no conduce con seguridad a la meta. Quizá haya que haber per
dido la certeza clásica de la meta para comprender de qué clase de
privilegio gozaban aquellos seguros de su meta de antaño cuando
volaban con despreocupada precipitación hacia sus resultados, o se
acercaban a ellos con saludable demora. Entonces se comprende
que se pedía demasiado de los antiguos maestros cuando quiso ha
cérselos cómplices de dudas y depresiones modernas. ¿Puede, si
quiera, dejarse abierto el resultado cuando se trata de cuestiones
acuciantes? ¿No es posible hacerlo sólo cuando en las cosas ya no
hay más de qué tratar? ¿No ha sido siempre la famosa «duda metó
dica» una farsa y no ha tenido que servir sólo como figura encu
bierta del ánimo fundamental maníaco-resolutivo y depresivo-irre-
326
soluto de los autores? (En el pensamiento contemporáneo ha sido
Jacques Derrida, sobre todo, quien ha experimentado con formas
de un discurso radicalmente abierto; con ello la argumentación fi
losófica se convierte en un ejercicio de no-llegada a un resultado po
sitivo. Pero ese nunca-llegar sólo muestra, a su vez, la otra cara del
siempre-estar-ya-en-la-meta de la metafísica clásica. )
Sea como sea, quien tras el argumento de Platón pretenda se
guir afirmando que no hay dioses y que los cuerpos humanos están
agrupados arbitrariamente -sueltos y separables en cualquier mo
mento- con otros cuerpos en el espacio vacío de dioses, ése, según
el oráculo de la escuela y del templo, se encuentra, en principio y
para el resto del tiempo, simplemente en el error. Pues la tesis ver
dadera, de cuyo afianzamiento se trata, reza, de una vez por todas,
que todo está lleno de dioses.
Pero, dado que hay que suponer, en principio, que el ateo, so
bre todo cuando se trata de una persona joven, insolente y mal
aconsejada, no puede más que haberse confundido, tiene derecho
a ser instruido. Ningún ser humano se confunde con gusto, y todo
confuso tiene derecho a corrección por medio de un saber mejor:
esos axiomas socráticos corresponden a la regla fundamental del
ánimo ciudadano griego, que no considera como asuntos esotéricos
ni siquiera los bienes culturales supremos, sino que los pone en me
dio de la ciudadanía, en meso, entre los testigos y los oradores. Esto
ya lo cumplieron con éxito las representaciones trágicas de los ate
nienses; y la nueva teología, que pretende aventajar al teatro dioni-
síaco, no puede hacer otra cosa. Por eso Platón opinaba que, antes
de abordar la cuestión de si y cómo castigar a los ateos, es correcto
y necesario intentar un uso pedagógico-social de su demostración
de la existencia de Dios para rehabilitar a impíos merecedores de
pena: aquí se separan los caminos del pensador, obligado a la pa
ciencia metódica, y los de los sacerdotes, que condenan con mayor
rapidez todojuramento que no sea el suyo. Sólo en último término,
en caso de una falta de comprensión obstinada y culpable, opina
Platón que, lamentándolo en cierta medida, se puede y debe hacer
caer el peso de la ley sobre los delincuentes. Pero con ambos, con
la demostración de la existencia de Dios así como con su uso tera
327
péutico, Platón da a entender que en el caso de la cuestión de la
existencia de Dios o de dioses (la diferencia de singular y plural
aquí significa menos de lo que se supone corrientemente) no se tra
ta de una discusión entre puntos de vista teóricos, que pueda ser
practicada dentro de los muros de la Academia como torneo argu
mentativo. Afirmar los dioses o negar los dioses no son posiciones
simétricas que estén en mutua pugna y cuya pelea pueda contem
plarse con interés deportivo. Si la filosofía ha de ser de utilidad pa
ra la cosa pública, en relación con la tesis de que hay dioses y de que
éstos, aunque se encuentren en casa en lo máximo, mégiston, tam
bién se preocupan de lo pequeño, mikrón, de los asuntos humanos,
no puede existir libertad de opinión y, por ello, tampoco licencia
para negarla. Si la polis ha de existir, han de existir los dioses; dado
que los dioses existen, la polis es posible y real; y si la vida de la polis,
no obstante, va mal, es, sobre todo, porque el olvido de los dioses ya
se ha propagado entre los ciudadanos de modo preocupante.
En esta situación el filósofo se ofrece como el médico de la cul
tura frente al olvido. Acomete la empresa de demostrar la existen
cia de lo divino mediante la recuperación de evidencias perdidas, y
no con el ánimo, ciertamente, de implicarse en fútiles esgrimas dis
cursivas de salón. Al Platón que se ha hecho viejo le resulta extraño
el sadismo deportivo de estrangular en el aire, en debates académi
cos con el estudiante dotado, las opiniones de los antepasados, co
mo hacía Aquiles con las serpientes. Su argumentación es conserva
dora y melancólicamente constructiva. Sabe que ninguna sociedad
puede poner en juego realiter sus sistemas efectivos de inmunidad,
sus convicciones comunes vitalizantes, sin destruirse a sí misma. Su
demostración de la existencia de Dios y dioses no tiene el sentido de
aportar argumentos para lo más probable con respecto a un asunto
indeciso. El asunto está decidido en suprema instancia; con argu
mentos humanos y divinos la sentencia está dictada. Los dioses vi
ven, y ninguna contratesis seria puede atentar contra su realidad y
actualidad. Cuando Platón, a pesar de todo, argumenta -él mismo
se plantea un instante si la argumentación tiene siquiera sentido
aquí (Leyes, libro X, 887a-c)- es para consolidar adicionalmente,
frente a la provocación atea, el resultado irrenunciable: la doctrina,
328
confirmada por los pensadores de todas las épocas e intuitivamente
sancionada por los sanos sentimientos de todos los pueblos, de que
hay dioses buenos y sabios, interesados por los seres humanos.
Uno se las tiene que haber, pues, con un preludio ateniense de
la tesis fides-quaerens-intellectum medieval, aunque ahora bajo la di
rección de la filosofía, que, frente a la creencia del pueblo y de los
sacerdotes, reclama para sí la nueva competencia teológica decisiva.
En consecuencia, la decisión de argumentar tiene también una in
tención política, referente a las ideas políticas o a la política de ideas.
Si los dioses se vuelven dependientes de argumentos, las bases de la
legitimación de poder y orden en la república se desplazan, al me
nos hipotéticamente, en favor de aquellos que aporten los mejores
argumentos para su fundamentación teológica. La introducción de
Platón del argumento para la demostración de la existencia de Dios
proporciona el modelo de una revolución conservadora en bien de
la clase fundamentante.
Naturalmente que la polis vivía desde siempre en la convicción
de que los dioses solícitos, fieles al lugar, presentes en las almas de
los ciudadanos, garantizaban su existencia. Pero en el futuro ha de
tener presente, además, que el orden ciudadano en total, como ar
mónica disposición de las partes, participa per analogiam en la es
tructura geométrico-divina de orden del universo escalonado y re
dondeado162: y aquí entra enjuego la nueva contribución específica
de la cosmoteología filosófica. La ciudad tiene que llegar a ser re
donda como lo es el cosmos, y tiene que jerarquizarse tal como el
cosmos está escalonado, desde lo mejor hacia abajo, hacia lo menos
bueno. Hablar de esta geometría divina ya no es competencia de los
expertos culturales al uso, los sacerdotes, pero sí de los nuevos filó
sofos, formados matemáticamente.
Así, en el intento de rechazar el delito de opinión del ateísmo,
Platón, el inmunólogo jefe de la era metafísica, pone sus cartas so
bre la mesa: la verdadera teoría de Dios, y con ella también la teo
ría de la cosa pública, sólo es posible aún -según lo dicho y de una
vez por todas- filosófica y esferológicamente. Que sigan los rapso
das contando sus mitos y los sacerdotes conservando su competen
cia ritual: serán los filósofos, como único grupo capaz de ofrecer
329
Casa para un cosm opolita,
de Cari Peter Joseph Normand,
según Vaudoyer, 1785.
pruebas de la existencia de Dios, los que en el futuro puedan recla
mar el derecho de representación espiritual adecuada de la repú
blica.
De golpe se manifiesta ahora cómo la nueva teología filosófica se
implica en la reconstrucción inmunológica e institucional de la me
jor ciudad. La prueba de la existencia de Dios de Platón es, de he
cho, una prueba de la animación del todo. Suficientemente extra
ño: Dios podría considerarse probado si se hace evidente que el
330
Claude-Nicolas-Louis Ledoux,
Utopía de la ciudad fabril, 1775.
cosmos posee forma de esfera y que esa esfera omnicomprensiva es
tá animada homogéneamente en toda su extensión. Si esta propo
sición fuera accesible argumentativamente quedaría refutada toda
exterioridad, y la inteligencia, amenazada por la soledad cósmica y
social, podría respirar tranquila de una vez por todas. No es, pues,
la arbitrariedad y el azar lo que domina el mundo, como piensan los
confusos maestros del derecho natural con su doctrina de la priori
dad del más fuerte: lo entiendan los seres humanos o no, el ente en
su totalidad está b¿yo el imperio de la ley divina envolvente, que se
manifiesta a la vez en geometría y en ética. La matemática filosófica
quebrantaría, así, la ilusión del privilegio del fuerte: mostraría que
hay una fuerza que sólo es ruindad y debilidad. Pero si las realida
des auténticas son totalidades animadas, entonces la vida en las ciu
dades —incluso en Atenas, tras su ruina merecida—puede ydebe vol
ver a ser buena.
Por eso, la cuestión decisiva de la comunidad política es cómo lle
gar a una constitución antiatea, y, en segunda línea, a una instruc
ción pública solidarizante. La filosofía se ofrece aquí como la prime
ra ciencia protectora de la constitución. El informe de Platón en
defensa de Dios y de los dioses detiene, por una parte, el ateísmo, ac
tualmente más peligroso, con respecto a los dioses de la ciudad,
331
O. E. Bieber, proyecto de concurso
para un rascacielos en Colonia, 1925.
ateísmo que desde tiempos inmemoriales fue inculpado en las polis
como delito de asébeia -el caso de Sócrates no está olvidado-, y el
ateísmo cosmológico o filosófico-natural, por otra, que afirma un
mundo vacío de Dios y, con ello, un exterior universal: una tesis cu
yo surgimiento testimonia cuán lejos consiguieron apartarse los pro
fesionales libres que eran los sofistas de la obligación tradicional de
sacerdotes y sabios de promover sentimientos patrios entre las repú
blicas políticas y psíquicas. En una situación cultural en la que las ciu
dades dependen de una regeneración constante de los sentimientos
comunitarios, ambas clases de ateísmo, tanto la regional como la uni
versal, actúan de modo corrosivo en el más alto grado; equivalen a
una especie de deserción comunal y ontológica. En principio, el
ateísmo con respecto al Dios de la ciudad es el más peligroso, dado
que conduce directamente a los habitantes de la polis, sean cultos o
incultos, a la tentación de actuar sin consideración a las leyes y a los
lícitos intereses de los conciudadanos, mientras que el ateísmo abso
luto o cosmológico atrae sólo, por ahora, a la clientela de algunos so
fistas arrogantes. Pero, evidentemente, ambos tipos dejuego atentan
contra los sistemas mentales de inmunidad y contra los fantasmas
animadores del cuerpo comunitario de los colectivos políticos mien
tras éstos hayan de articular todavía el fundamento de su solidaridad
332
La urbanización Leipzig-Lóssnig, ca. 1925.
en ritos y discursos teológicos, sin otra alternativa. Si los dioses son
las hipostasis eficientes del espíritu colectivo y si las ciudades viven de
que sus habitantes consideren más real el espesor de vida del muni
cipio que el de cualquier vida aislada, entonces bsyo ninguna cir
cunstancia pueden plantearse en voz alta dudas sobre la existencia
de los dioses; y, sobre todo, no pueden circular en absoluto, como si
se tratara de opiniones discutibles, discursos que nieguen a los dio
ses y cuyos autores parezcan ser hombres sabios.
El empeño de Platón en ir contra la ilusión engañosa y sus pro
ductores e intermediarios, los sofistas, proviene sobre todo de este
escándalo: cuán fácilmente pueden revestirse argumentos ateos y
antisociales con la apariencia de plausibilidad; destruir ese disfraz es
el sentido crítico de la filosofía «verdadera», es decir, «platónica»,
por ahora. En la situación cultural antigua los ateos pueden consi
derarse como terroristas semánticos que pretendieran desmoronar
argumentativamente la síntesis social. Así pues, si la filosofía pre
tende hacerse imprescindible para la fundación de la república tie
ne que comenzar por demostrar lo que hasta ahora parecía no ne
cesitar demostración: la realidad de los dioses; más aún: el lleno del
ente entero de una presencia divina inhibida, diferida.
333
En esta nueva empresa argumentativa, que procedimentalmente
resulta revolucionaria para un ánimo conservador, sucede por pri
mera vez propiamente aquello que coloca en su lugar epocalmente
sobresaliente el concepto fundamental de nuestros análisis: la con
cepción de la esfera o del globo realmente existente, lleno de senti
do, y que todo lo anima y cobija. El argumento de la existencia de
Dios de Platón entroniza, con todas las de la ley, la esfera como úl
timo principio-figura del ente en general. Fuera lo que fuera lo que
insinuaran Anaximandro, Anaxágoras, Parménides, Empédocles y,
sobre todo, los pitagóricos sobre la estructura esférica del universo,
sólo con la argumentación completa y soberana de Platón la teolo
gía de la esfera se convierte en paradigma inolvidable. Sus argumen
tos en el Timeo, en Pedro, en las Leyes, son los que pusieron en mar
cha la geometrización del ente en total con consecuencias
prácticamente incalculables. Nunca podrá valorarse lo suficiente es
te acontecimiento en la historia del pensar: no es sólo que la de
mostración de la existencia de Dios continúe durante dos milenios
siendo la disciplina regia de la filosofía edificante; casi durante tan
to tiempo argumentos platónicos corroborarán su validez en los dis
cursos de la cosmología así como de la noología; y sólo cuando los
europeos más jóvenes aprendan a constituir y ordenar su cosa pú
blica con medios de ligazón no-religiosos -economía de mercado,
parlamentarismo, sistemas de beneficencia, medios de masas, dere
cho y explotación del arte-, por consiguiente no antes del siglo
XVIII, podrán permitirse olvidar su herencia platónica casi de un día
para otro. Voici le temps des espritsfortsr. alboroto endiablado de todos
los espíritus libres. Pero ¿no manifestó ya Hegel la sospecha de que
la mofa sobre los reyes-filósofos sólo podía convertirse en un diver-
timento vulgar, sobre todo entre los filósofos más recientes en cada
caso, dado que el mismo Estado moderno es el platonismo realiza
do, el dominio de los principios?
En Platón la teología se ha convertido plenamente en morfolo
gía. En tanto que ella puso en evidencia a Dios como la suprema for
ma-cosa, se hizo posible a sí misma, primordialmente, como arte de
discurso racional sobre Dios. Con la demostración de que Dios po
see y otorga la mejor forma posible en el todo realizado, la teología
334
Panteón, vista global de la cúpula
tomada con un objetivo de ojo de pez.
entró en su período racionalista o constructivista; a partir de ahora,
quien no quiera hablar de la esfera ha de callar con respecto a Dios
y a los dioses. Caracteriza, ciertamente, el espíritu del antiguo Occi
dente, dejonia ajena, que si es cierto que construye a Dios, ha de ha
cer, sin embargo, como que se somete a una revelación. Lo que lla
mamos la era de la metafísica es substancialmente la época de un
constructivismo que ha de negarse o disimularse a sí mismo. Su fi
gura pensamental y constructiva primaria es el Dios esférico como
garante ontológico insuperable de inmunidad. Ysi los teólogos re-
335
ligiosos, hasta hoy, se indignan por esa actitud fundamental al res
pecto y despachan al Dios construible como fetiche o ídolo, es sólo
porque tienen una opinión banal de los constructos y de sus presta
ciones de seguridad y se aferran a la idea de que la inmunidad su
perior sólo puede encontrarse y no construirse. De todos modos,
desde el punto de vista práctico esto supone una intuición avispada,
en tanto que apuesta por un Dios que extiende su mano precisa
mente cuando a las manos humanas se les escurre todo. Pero teóri
camente esa intuición es insuficiente, dado que cierra los ojos ante
el poder de inmunidades construidas. Quizá esa insuficiencia sea
psicológicamente comprensible, ya que en sus negocios discursivos
tampoco los teólogos se quieren privar de guarecerse, en caso ne
cesario, en una cobertura envolvente. Por eso se paran ante el um
bral más allá del cual la teología traspasa la lógica del asunto y se
convierte en morfología e inmunología163.
La nueva ciencia del Dios construible depende completamente
del argumento memorable de Platón de que el todo divino ha de
ser una única esfera animada por doble motivo: primero, porque
por doquier el alma, como lo motor, afirma su prioridad frente al
cuerpo, como lo movido; segundo, porque el espíritu divino crea
dor, a causa de su propia optimidad y falta de envidia, no puede do
tar al cosmos, a su «producto eterno», por hablar paradójicamente,
más que del mejor movimiento, el circular semoviente. Dado que a
la plenitud del bien corresponde el número completo de las di
mensiones primarias, percibibles también sensiblemente, el tres, el
círculo ha de elevarse a la plenitud completa, y, con ello, a la figura
esférica.
Nunca se asombrará uno suficientemente ante este argumento
que representa la célula lógica de la globalización metafísica; en él
no sólo puede reconocerse qué fantasmas celebraban su apertura a
la pálida luz de la evidencia, sino que manifiesta también, en pure
za casi caricaturesca, a qué conclusiones puede llevar la pretensión
de conseguir «verdad a partir del concepto». Si se reformula la idea
platónica acentuando su forma lógica, su singularidad resulta más
llamativa: ¡El cosmos tiene que ser una esfera simplemente porque
336
Dios ha de satisfacer su concepto! Por sí mismo, el concepto de Dios
exige de él con fuerza resolutiva, por una parte, no dejar el mundo
increado, dado que esa omisión sería una forma de ahorro indigna
de Dios (Dios y el sol son los great providers de la era metafísica; ac
túan como reyes ontologizados del dispendio, cuya generosidad se
gana la adhesión y séquito de lo existente en su totalidad, excep
tuados los rebeldes desagradecidos); requiere de él, por otra parte,
configurar el mundo a semejanza y forma divinas, porque sólo lo
mejor, material y formalmente, consigue expresar al Creador (el
rnodus operandi de Dios es inevitablemente expresionista-perfeccio
nista). La forma esférica del todo expresa la necesaria convergencia
de la optimidad del Creador, la optimidad del proceso y la optimi-
dad del resultado. Ser redondo es la forma de revelación de la aris-
teía del mundo. Con ello recuperamos lo que insinuamos en el pró
logo sobre el exacto optimismo de la ontología: la teoría del todo
sólo puede ser teoría de lo óptimo164.
Es imposible no darse cuenta de que entre Dios y el mundo apa
rece, así, una relación análoga a lo que en el Génesis bíblico se lla
ma «a imagen y semejanza», con lo cual el Dios de Platón procede
extensivamente con más generosidad que el Dios del Génesis, por
cuanto ya en el primer impulso «saca» de sí el optimum morfológico
(en el caso de la obra del demiurgo, no se trata de una creación-pa-
so-a-paso en sentido judeocristiano, sino de una protuberancia que
se va debilitando desde el centro hacia la periferia), mientras que la
generosidad de Yahvé es más bien intensiva y culminante, en tanto
comienza con bruscas separaciones, para investir lo óptimo, al final,
en Adán, el último creado, y en sus descendientes. Parece evidente
que se trata de teologías radicalmente diferentes, que pueden ca
racterizarse con las etiquetas de cosmoteísmo (griego) y etnoteísmo
(judío), quizá también como morfoteísmo y nomoteísmo.
Con la fuerza del «por primera vez», Platón hace, así, a los dio
ses, a las almas motoras o principios de los cuerpos, y al Dios res
plandeciente, al cuerpo-todo semoviente, al cielo, que es el todo o el
cosmos, dependientes de su inteligibilidad y constructibilidad -se
podría decir, también, de su demostrabilidad y posibilidad de inves
tigación- y con ello de sus propiedades lógicas y geométricas, o más
337
bien uranométricas. Ahora convergen ya comprensibilidad, redon
dez y optimidad; el foco de esa convergencia se llama filosófica
mente: verdad. Con ello viene dada la situación protoconstructivis-
ta; la teología racional, alias ontoteología, se ha hecho posible.
Demostrar a Dios, geometrizar (mejor, uranometrizar) a Dios,
atribuir a Dios -junto con su análogo corporal, el cosmos- el movi
miento y forma más sublimes, hacer que Dios vuelva a sí girando sin
principio ni fin: el concurso ideal de esas determinaciones consti
tuye la acción originaria del racionalismo filosófico europeo. Por
ella, la geometría, que sólo es competente para tratar de círculos y
esferas, se convierte en la ciencia fundamental de la teología; y, por
medio de ésta, también de la teoría política. (La alianza de geome
tría y politología persistirá hasta llegar la Modernidad: ante todo, en
los fantasmas del tiempo de la Revolución Francesa que se referían
a una «república geométrica» y en el constructivismo arquitectó-
nico-social de la arquitectura moderna desde la Bauhaus hasta Le
Corbusier"5. ) El Dios de los filósofos ya no está encargado de las im-
permeabilizaciones del espacio interior y de los autocobijos mun-
dano-vitales sólo en un sentido inmunológico vago; como un Dios
exacto se crea a sí mismo y crea su espacio según el modelo del mo
vimiento más noble y de la forma más distinguida. A partir de en
tonces hay que concebir las esferas como globos en el sentido preciso
de la palabra y no ya como contornos pregeométricos, psicocosmo-
lógicos, del mundo próximojunto con sus extensiones arquitectóni
cas, morfológicamente poco nítidas. Con ayuda del compás se re
nueva el antiguo espacio interior aldeano, ciudadano, del mundo,
transformándolo en una perfecta forma cósmica. Los iniciados vi
ven en adelante bajo una cúpula sutil, que se hace visible cuando,
tras el desencantamiento de la percepción sensible, entra en vigor
el nuevo encanto de la intuición formal.
La modernización matemática del cosmos erraría su objetivo si
para los adeptos de la filosofía no fuera evidente que el alma racio
nal está consigo misma en cualquier parte de esa catedral redonda
del ser y que es imposible que pueda persistirjamás en alguna par
te fuera del buen todo. Con ello se plantea la cuestión de cómo en
tiende cada uno de los individuos su propia posición dentro de la
338
cubierta absoluta. ¿Pueden deducir su obligación de su lugar en el
todo, su mérito de su destino, su inmunidad de lo que ven a su al
rededor?
Por lo que se refiere a la creación política de grandes esferas, la
parte más importante de la demostración platónica de la existencia
de Dios es la doctrina de la no-indiferencia de los dioses con res
pecto a los seres humanos. ¿De qué serviría reconocer que Dios es
una esfera omniinclusiva si no pudiera hacerse plausible, a la vez,
que esa esfera no se limita a contener a los seres humanos junto al
colectivo de todos los elementos y cosas, sino que también se preo
cupa de ellos? Si Dios no fuera más que un gran receptáculo, ¿cómo
podría interesarse por su contenido? ¿Qué le importa al contorno
de la esfera lo que incluye? Si la sphaira sólo fuera un contorno ex
terior, ¿cómo podría comunicarse con los puntos lógicos desperdi
gados en su interior, con los individuos y todos los demás seres ani
mados?
Las respuestas de Platón a esas preguntas han impresionado du
rante más de dos mil años a la inteligencia europea, y si las doctri
nas clásicas sobre la conexión del todo inteligente con sus inteli
gentes partes parecen hoy más o menos liquidadas, no es tanto
porque estén realmente refutadas -pues ¿qué significa refutación
en el ámbito del delirio? - cuanto porque han sido víctimas del cam
bio de temas debido a la revolución cultural de la Modernidad. Des
de el punto de vista lógico, la Modernidad es la autoconsumación
del mito analítico que concede a las partes más pequeñas la pree
minencia frente a sus combinaciones. También sociológicamente
domina la prioridad de los individuos sobre sus asociaciones, de los
sistemas sobre sus entornos. La sociedad de mercado, consecuente
mente, ya no puede utilizar el esquema jerárquico del todo y sus
partes para sus negocios rutinarios; se reserva sólo para tiempos de
guerra, cuando los modernos sistemas sociales se reconvierten en
estándares holístico-militares (con reparto totalitario del estrés o,
mejor dicho, con movilización total).
Como no puede suceder de otro modo con problemas que es
tán en la frontera de lo decible y fundable, Platón, en muchos mo-
339
mentos críticos, envolvió sus consideraciones en símiles mitológi
cos, presentando así sugestivamente la especulación más alejada
del suelo. Cuando se trata de mostrar que el cosmos no es indife
rente ante los seres humanos que están en él, Platón recurre al mi
to del arquitecto -ya desarrollado en el Timeo-, con el que puede
explicarse con facilidad por qué precisamente las partes son im
portantes en una planificación inteligente de un todo: «[. . . ] pues
sin las piedras pequeñas, dicen los arquitectos, no quedan fijas las
grandes» {Leyes, 902d).
La cooperación entre ser humano y todo se concibe, en princi
pio, según la analogía de una gran máquina o de una ciudad ente
ramente racionalizada, en la que todas las partes funcionan con
juntamente según un plan maestro, definido hasta el mínimo
detalle. Platón presenta así la disposición del individuo humano en
el universo:
Convenzamos al muchacho [amenazado por el ateísmo, P. SI. ] con ar
gumentos también de que el que se ocupa del universo tiene todas las co
sas ordenadas con miras a la preservación y a la virtud del todo, mientras
que cada una de las partes de éste se limita a ser sujeto u objeto, según sus
posibilidades, de lo que le es propio. Y cada una de estas cosas, hasta en la
más pequeña escala, tiene en cada acto o experiencia unos regidores [es de
cir, almas subordinadas, P. SI. ] encargados de realizar un perfecto acaba
miento incluso en la más mínima fracción. Pues bien, unade esas porcio
nes es la tuya, ¡necio de ti! , que tiende hacia el todo y a él mira siempre, aun
siendo tan pequeña como es; pero lo que pasa es que tú no comprendes,
en relación con esto mismo, que no hay generación que no se produzca
con miras a aquello, para que haya una [eterna] realidad feliz en la vida del
todo, y que la generación no se produce en interés tuyo, sino que eres tú el
nacido en beneficio de ello. Porque no hay médico ni artesano [humano]
que produzca nada sino con miras al todo, haciendo no el total en función
de la parte, sino en función del todo la porción encaminada a lo que, en
general, sea mejor [para el todo]; pero tú te irritas, y es que no sabes que
lo que hay en ti de más conveniente para el todo resulta serlo también pa
ra ti en virtud de la comunidad de vuestra generación [. . . ]. Y en efecto, tie
ne ya dispuesto, en relación con todo ello, qué clase de posición debe ir a
340
ocupar y qué lugares a habitar en cada caso lo que sea de una manera o de
otra (Z^yes903b-c, 904b’).
Durante dos milenios los espíritus positivos tomarán ejemplo de la
sofocante elevación del argumento siempre que se trate de reprimir
las pretensiones de individuos insatisfechos, alborotadores, dicho mo
dernamente: disidentes. Se puede ser de la opinión de que Platón,
aquí, con medios argumentativos, lleva hasta el final lo que comen
zaron los constructores de ciudades de la antigua Mesopotamia con
métodos arquitectónicos: la clausura del poder extendido en un mun
do-espacio-interior homogéneo y, más aún, la disposición de los indi
viduos en el edificio total. Sólo como tal puede convertirse este mundo
interior, sin exterioridad alguna, en el territorio de una subjetividad
divina que todo lo determina porque todo lo sopesa detalladamente.
Que en la construcción del interior absoluto lo magnífico esté
en estrecha vecindad con lo terrible es algo que se reconoce en las
alusiones de Platón al hecho de que para los individuos malinten
cionados, que se obstinan en querer otra cosa, no hay escapatoria
alguna ante la omniadvertencia de los dioses. Nadie puede preciar
se de haber escapado alguna vez a la venganza divina: pues los dio
ses te encuentran en cualquier parte «aunque fueras tan pequeño
como para poder sumergirte en las profundidades de la tierra o te
pusieras tan arriba como para llegar volando hasta el cielo» (905a).
En el espacio platónico siempre se captura al perturbador del or
den; los éxitos requisitorios de la justicia eterna están al nivel del
ciento por ciento (como comparación: la policía bávara anuncia or-
gullosamente para 1997 la casi sensacional cuota de resolución de
delitos del 65 por ciento, respecto a una media nacional del 52 por
ciento), cosa que sólo les parece amenazante a los aviesos y mal
pensados, mientras que es imposible que las almas bienintenciona
das puedan querer subsistir de otro modo que en esas condiciones
transparentes. (En el caso de los profetasjudíos, el omnisciente po
der ejecutivo de Dios funciona igualmente bien: «Si fuerzan la en-*
*Se cita por la traducción deJ. M. Pabón y M. Femández-Galiano, publicada en
el Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1960, págs. 176-177. (N. del T. )
341
trada del Seol, de allí los sacará mi mano; si suben hasta el cielo, yo
los haré bajar de allí» [Amos 9, 2]; algo parecido en el Atarva-Veda
de la antigua India: «Yaunque alguien consiguiera traspasar el cie
lo hasta el otro lado, no escaparía tampoco al rey Varuna»16. )
A aminorar lo potencial y actualmente horrible de esa hiper-
transparencia viene la segunda de las construcciones mitológicas de
Platón, que ayuda a comprender por qué los seres humanos no só
lo son colocados según disposición superior como piedras pequeñas
en una gran construcción o como figuras en un juego de tablas, y
por qué, al contrario, no hay libertad sólo en el delito. En conside
raciones holísticas de este tipo, el factor heterónomo permite reco
nocer un ánimo de orden exagerado, que edifica menos de lo que
indigna, porque en estos casos se dispone de los individuos como si
no fueran libres, sino instrumentos; como si no fueran seres racio
nales que eligen por sí mismos sus fines, sino borrosos funcionarios
ejecutivos en un ministerio totalitario del ser y de Dios. (Esa hete-
ronomía acompaña a los holismos políticos hasta los siglos XIX y XX,
cuando se intentó implementar políticamente las ideas de totalidad
del platonismo político, alias idealismo alemán, y sus sistemas natu
ralistas subsecuentes. ) Si se pretende darjuego al encanto de la doc
trina del régimen de los dioses, no podemos estropearlo con argu
mentos que contraríen el sentido de libertad. Por eso es muy natural
reformular la rígida idea de la determinación por causa syena hacia
la de la determinación propia, y esto no puede suceder de otro mo
do que por medio de una consideración que convierta al ser huma
no sensato en un colaborador autónomo de los dioses.
En este momento comprometido Platón recurre a una segunda
reserva mitológica: a la leyenda del parentesco del alma espiritual
humana con los dioses. Por los robos de Prometeo los seres huma
nos consiguieron «participar en la suerte de los dioses», como dice
Sócrates en el temprano diálogo Protágoras. Así pues, si hay princi
pios o potencias divinas que dirigen el todo según saberes estructu
rales insuperables, los seres humanos no pueden quedar excluidos
completamente de esa capacidad. Si hacen buen uso de la razón, ro
bada para ellos, descubren las órdenes impartidas no sólo desde
una postura de sumisión tolerante, sino participando en ellas con
342
Recluso en oración delante del edificio
central de una prisión-panóptico.
una especie de coespontaneidad intelectual. No serían simples pri
sioneros de las cubiertas celestes, como afirmarán más tarde gnósti
cos enemigos del mundo, sino coproductores y socios de la totalidad
bien hecha. En tanto colaboran a engendrar lo vigente, acreditan su
parentesco con los dioses. Como miembros de la nobleza inteligi
ble, pues, los seres humanos pueden sentirse en casa partout en la
gran esfera. Así como la alta nobleza tiene parientes en todos los
rincones del mundo, en cuya casa podría quedarse ocasionalmente,
el intelecto reconoce en cualquier lugar del mundo la bondad de la
inmanencia, dispuesta a hospedarlo.
Que este sublime sistema de inclusión, surgido de la transfor
mación de la ciudad en esfera cósmica, no pueda ser defendido sin
paradojas y nuevas exclusividades engorrosas es algo que se muestra
en el desventurado destino de aquellos que se aferran hasta el final
a su ateísmo ciudadano o absoluto, y que (como el loco de Alcibía-
des) se toman la libertad, incluso, de celebrar en privado misterios
heréticos o paródicos, para con su ayuda «aniquilar de raíz casas en
teras y aun ciudades».
A todo aquel de ellos que parezca ser culpable, impóngale legalmente
el tribunal que permanezca encarcelado en la prisión central, y que ningún
hombre libre se le acerque jamás [. . . ]. Y al que haya muerto, arrójenlo in
sepulto fuera de las fronteras; y si algún hombre libre toma parte en su se
pelio, quede sujeto a procesos de impiedad por parte de quien quiera in
coarlos (909b-c).
El sutil argumento acaba, con extraña franqueza, en una ruda
proposición práctica. Pues con el airojamiento de los impíos fuera
del todo bueno surgen paradojas que tendrían consecuencias de
vastadoras para la seguridad de la construcción con sólo hacerse ex
plícitas al instante. Para su explicitación bastaría preguntar a dónde
van a parar -en la tópica del ente en su totalidad- los cadáveres de
los ateos cuando son arrojados fuera de las fronteras y qué sentido
topológico tiene su falta de enterramiento. Pues, o bien la esfera es
inclusiva, y entonces tampoco los ateos pueden ser excluidos de
ella, o bien es no-inclusiva, en cuyo caso tendrían razón precisamen
344
te aquellos que afirman que hay cuerpos sin alma y un exterior sin
dioses. La curiosidad de la drástica excomunión es, ciertamente,
que se expulsa a los herejes justamente a un exterior que según la
convicción de susjueces y adversarios teístas no puede haber. No in
humar en tierra patria, según la sacrosanta costumbre de los grie
gos, a los ateos que no quieran cambiar de opinión, incluso bajo el
efecto del argumento para la demostración de la existencia de Dios:
¿no sería eso establecer un ejemplo con ellos de que, efectivamen
te, ciertos cuerpos acaban en el espacio inanimado? Sus cadáveres
insepultos no cesarían de pregonar la insolente doctrina del exte
rior: bastaría que alguien se acercara a ellos para escuchar y trans
mitir esas prédicas provenientes del frío.
Tanto en este como en otros innumerables lugares del corpus tex
tual platónico se reconoce que las manifestaciones completas de
Platón están lejos de formar un sistema; incluso la contraposición
de principio entre tendencias monistas y dualistas no está saldada
en absoluto en Platón, y en modo alguno puede hablarse de una
armonía del vocabulario determinante o del campo conceptual bá
sico. El caso presente habla por sí mismo: excomulgar del todo ani
mado a quienes niegan el todo animado es una paradoja suficien
temente devastadora como para desmentir la omniinclusividad (que
remite a opciones monistas) de la esfera divina. Pero se entiende in
mediatamente que aquí no sólo se trata de verdad teórica, sino más
bien de funciones inmunizadoras de una gran concepción del mun
do. Así como la ciudad no puede vivir si no se le permite excomul
gar ultima ratione a enemigos irreconciliables de la polisy la esfera,
que todo lo contiene, no podría permanecer en forma si no pudie
ra excluir in extremis lo que no consigue integrar. Tampoco el cos
mos-uno puede pensarse en redondo sin discriminación del otro.
En el punto crítico, en el que la paradoja podría aparecer, el le
gislador-teólogo introduce una prohibición de pensar: aquí, en for
ma de una disuasión explícita de tomar partido por el ateo muerto.
Bajo ninguna circunstancia se permite articular a otro, en su lugar,
lo que el muerto arrojado fuera objetaría al teólogo; si no, volvería
a comenzar la disputa, ahora calmada, entre teístas y ateos. Desde el
punto de vista procedimental, la prohibición de enterrar ateos es
345
equivalente al mandato de no hablar para nada del asunto ateo. No
has de relacionarte con representantes de la tesis de la impiedad; y
no has de hacer preguntas que vayan más allá del uno, el bien, el to
do, el interior. Para que al monstruo analítico no le crezcan nuevas
cabezas, quienes otorgan al ateo muerto el honor de la inhumación
en tierra patria han de ser inculpados ellos mismos de asébeia.
(Por
lo demás, recuérdese que en el Body of Liberties de la teocracia de
Massachusetts, todavía a mitad del siglo XVII, estaba prevista la pena
de muerte para el delito de ateísmo; en Europa, hasta el final del si
glo XIX, y en ciertas zonas incluso más tarde, las opiniones ateas
eran un pretexto seguro para la excomunión, no tanto de las co
munidades eclesiales cuanto de la buena sociedad. )
Si se hubiera necesitado un testimonio de que los discursos uni
versalistas son creaciones que se resfrían con facilidad en la corrien
te de aire de sus paradojas inmanentes, bastaría para ello la lección
intuitiva que dio Platón en la parte práctica de su argumento de
Dios. No se necesita una prueba así donde, como sucede en nues
tros análisis esferológicos, se acentúa desde el principio la cualidad
inmunológica de conformaciones de totalidad y figuras de inclusión:
sean éstas ritualistas, como en los cultos tradicionales, arquitectóni
cas, como en la construcción de murallas de la antigua Mesopota-
mia, o argumentativas, como en la nueva ontoteología ateniense167.
Como Platón, también su sucesor Aristóteles atribuyó al movi
miento circular la prioridad sobre todas las demás clases (lineal,
curva, compuesta) de movimiento. Sin embargo, en corresponden
cia con la rápida construcción de losjuegos discursivos posplatóni
cos -se dice, también, que un tanto precipitadamente, debido al
progreso científico-, Aristóteles hubo de eliminar el ropsye mitológi
co con el que el fundador de la Academia había revestido sus doctri
nas cosmológicas. Si en el Timeo se había hecho todavía responsable
a un demiurgo divino de la constitución esférica y de la movilidad
circular del sistema del universo, Aristóteles se vio obligado a pres
cindir del mito de un constructor y a establecer un fundamento in
manente, estructural o material, que proporcionara su forma re
donda y su rotación al universo. Dado el estado de las cosas, ello no
346
era tarea fácil, puesto que a ninguno de los elementos definidos des
de Empédocles -tierra, agua, aire y fuego-, de los que parecían es
tar constituidos todos los cuerpos naturales, le correspondía por sí
mismo la rotación como característica cinética. A todos ellos perte
necen sólo movimientos rectilíneos, bien elevándose desde un pun
to dado, como en el caso de los elementos sutiles aire y fuego, o
bien cayendo, como en el caso de los elementos pesados tierra y
agua. A partir de las propiedades de los elementos canónicos es im
posible explicar la rotación del cielo, que parece comprobarse por
simple evidencia empírica. Con gran sensatez, Aristóteles reconoce
que con los triviales elementos básicos de la naturaleza no puede
constituirse orden cosmológico alguno. Todos ellos, en su conjun
to, sólo son capaces de movimientos finitos, lineales, agotables; el
movimiento del cielo, por el contrario, tiene que ser infinito, rota
tivo e inagotable si quiere mantener lo que la razón interesada cos-
moteológicamente espera de él. Ni desde la tierra ni desde el fuego,
ni desde el agua ni desde el aire conduce físicamente camino algu
no a la sublime contemplación de un cielo perfectamente redondo
y que se mueve en círculo.
Así pues, para explicar el cielo, su forma y su movimiento -y por
caminos que respeten y superen los presupuestos platónicos-, Aris
tóteles recurre a una de las hipótesis más poderosas y sugestivas que
se hayan hecho en la historia del pensamiento científico. Postula la
existencia de un quinto elemento o de un quinto cuerpo, al que por
su naturaleza corresponde ese movimiento circular que falta esen
cialmente en los demás cuerpos. Aristóteles, acogiéndose a tradi
ciones más antiguas, llama aithéra ese cuerpo circulante, por sí mis
mo esferogénico y rotativo.
Ya entre los poetas antiguos era conocido el éter como la subs
tancia sutil que llena el cielo: parece que le dieron ese nombre por
que «corre constantemente (aeítheí)en un tiempo eterno»168. Platón
mismo, en su ensayo tardío Epinomis, una especie de apostilla astro
nómica a los doce libros sobre las leyes, supuso un quinto elemen
to, una quinta essentia, que también se llamaba éter: una región cla
ra por encima del aire, poblada de demonios y seres divinos
intermedios. Pero en Aristóteles el éter se convierte en el Primer
347
Elemento, próton soma. Es la materia de la que está hecho lo acaba
do y perfecto, la substancia del cielo y de las estrellas, prima materia
de todas las gigantescas órbitas imperecederas. A los mortales, na
turalmente, les resulta imposible la contemplación directa del éter,
porque, de acuerdo con su organización sensible, sólo pueden te
ner trato empírico con los cuatro elementos terrenos. De éstos está
hecho el mundo inferior, el núcleo oscuro del cosmos sublunar,
mientras que las cubiertas de éter, sustraídas a la contemplación y
contacto humanos, llenan las inmensas alturas por encima de la lu
na, desde las cubiertas de los planetas hasta la bóveda más alta: el
cielo de las estrellas fijas.
Por eso el éter, según cantidad y dignidad, es con mucho el pri
mer elemento en el cosmos. Desde una perspectiva sublunar no es
fácil conseguir una imagen de su constitución, dado que los seres
humanos apenas logran captar de él más de lo que se delata en el
titileo de las estrellas. Materialmente es más ligero que el fuego, más
vaporoso que el aire, sutil como oro espumado a la luz del sol, res
plandeciente como niebla matutina sobre el Olimpo. Pero ante to
do posee la cualidad ciclofórica requerida: es el soporte natural de
los movimientos circulares, comparable en esto a una idea divina re
currente en sí misma. Así pues, si cabe concebir el cielo como cuer
po universal, es sólo porque en sus estratos altos está entretejido por
el primer elemento, por esa materia maravillosa, vivida, que rota en
sí misma.
A causa de su enorme extensión en el ámbito supralunar, el
mundo etéreo de Aristóteles comprende casi todo lo que existe, ra
zón por la cual al cosmos le competen, casi por todas partes, excep
to en el espacio próximo a la tierra, propiedades maravillosas co
rrespondientes. El cuerpo etéreo, movido circularmente, del cielo
no es capaz de «experimentar incremento o decrecimiento»169; por
eso, según Aristóteles, tiene que ser también inalterable, ingénito,
eterno, sin edad, simple, libre de contrarios y fatigas, y ha de con
sistir inviolablemente en sí mismo.
Aunque forma parte de la naturaleza corporal, el primer o quin
to elemento, recién identificado, brilla con toda una cola de come
ta de predicados metafísicos: como si a lo divino, aunque todavía no
348
haya de hacerse hombre, le compitiera corporeizarse en éter cuan
to antes. Una vez que se admite la existencia del elemento fabuloso,
con él se explica también la forma esférica del kósmos uranós, dado
que precisamente el éter, por su propiedad de ejecutar movimien
tos rotatorios, toma a su cargo el negocio entero de la esferogéne-
sis. Si se cuenta con el éter, se cuenta también con el movimiento
rotatorio, y si se cuenta con éste, se cuenta a su vez con la esfera: así
como, por introducir una analogía, basta contar con capital para
que se establezca la circulación dinero-mercancía-dinero y, con ella,
la globalización terrestre. La mitología aristotélica del éter impre
sionó a la posteridad por su solidez parafísica, que le permitió fun
damentar las rotaciones cosmológicas filosófico-naturalmente y ya
no teológicamente, como había hecho Platón en el Timeo cuando
atribuyó a un mundo hecho por Dios la forma de movimiento más
semejante a Dios.
En su trascendental tratado Del cielo, Aristóteles emplea mucho
ingenio para la demostración de la tesis, ya afirmada por Platón, de
que sólo puede haber un único cielo o cosmos. Es de suponer que
esto no se entienda en principio, porque cielo es un concepto ge
neral que podría abarcar varios objetos concretos de ese nombre.
Así, hay esferas de bronce y esferas de oro, o círculos de bronce y
círculos de oro; un círculo concreto, una esfera concreta son lógi
camente del todo diferentes del círculo y de la esfera en general.
Incluso ese cielo que está ahí, el que vemos, si se juzga desde el
punto de vista lógico, no es idéntico a priori al cielo por antonoma
sia: y, sin embargo, es uno con él, dado que el cielo en general, el
que pensamos, y este cielo ahí, bajo el que vivimos, han de ser uno
y el mismo por razones lógicas y ontológicas. Pero esto hay que de
mostrarlo. A partir del argumento de que ese cielo que está ahí es
al mismo tiempo el cielo por antonomasia -porque de hecho no
puede haber más que uno real-, Aristóteles desarrolla su demos
tración específica de la completud y unidad del universo. Si ese cie
lo abarca todo lo que físicamente es el caso, hay que rechazar toda
ilusión de un lugar o un cuerpo fuera del todo. Pensar el cielo como
uno y único significa postular la inmanencia de todo lo existente.
349
Ahora bien: el cielo es un ser singular y consta de materia; pero aunque
conste no de una parte de materia, sino de toda la materia, sigue siendo
una cosa distinta el ser del cielo en sí y el ser de este cielo concreto, y, no
obstante, no existe otro cielo ni puede haber más, puesto que este cielo
abarca toda la materia [. . . ]. Es, pues, imposible que haya ningún cuerpo
simple fuera del cielo [. . . ]. Por consiguiente, con lo dicho queda claro que
fuera del cielo no existe ni puede existir la masa de un cuerpo cualquiera
[. . . ]. Por tanto, ni existen ahora varios cielos, ni existieron antes, ni pueden
existir; antes bien, este cielo es único y perfecto.
Es evidente, a la vez, que fuera del cielo no hay lugar, ni vacío, ni tiem
p o 170.
Por lo demás, al suponerse que el universo mismo está en rotación, y
también el verse que ello es así, y al haberse demostrado que fuera del lí
mite de la rotación más extrema no hay lugar ni vacío, también por estos
motivos es necesario que el mismo universo sea esférico [. . . ].
De estas cosas, pues, resulta evidente que el mundo es esférico, y con tal
exactitud que ninguna de las cosas hechas a mano, ni otra alguna de las co
sas que entre nosotros tenemos ante la vista, es tan perfectamente esférica.
Pues ninguna de las cosas que lo componen puede recibir una esfericidad
tan exacta y una uniformidad tan perfecta como la naturaleza misma del
cuerpo que los rodea a todos171.
En nuestro contexto se entiende con facilidad que con este ar
gumento Aristóteles no sólo articula el estado del desarrollo teórico
de la cosmología de su tiempo, sino que con ello satisface a la vez su
sentimiento del deber cosmopolita. Puede que a él, el meteco, que
nunca echó raíces en Atenas, se le hayan vuelto extrañas las sobre
tensiones de Platón en vistas a cimentar la ciudad, pero como apolo
gista del universo consolidado el estagirita tiene también que afron
tar las cosas. En caso de peligro tampoco él puede eludir la tarea
que desde la Antigüedad obliga a todo pensador leal al ser: es mi
sión suya defender las murallas del cosmos entero frente al vacío, la
exterioridad y la nada. No en vano el cielo supremo, al que están su
jetas las estrellas fijas -ese firmamento que ha perdurado hasta en
las creencias infantiles y en la lírica del siglo XIX-, posee las propie
dades de una sólida frontera exterior; y cuando Aristóteles se aferra
350
apasionadamente a la tesis de que la gigantesca cubierta del cielo es
un cuerpo único y finito, en ese argumento, junto a consideracio
nes físicas y geométricas, desempeñan también un papel decisivo
otras referentes a la misión inmunológica y uterotécnica de la cos
mología. ¿Cómo podrían vivir seres humanos en la ciudad-cosmos,
si ésta fuera un monstruo difuso que se extendiera hasta lo amorfo,
hasta lo infinito? Un cuerpo infinitamente grande sería una quime
ra amorfa, y tendría tanto sentido real como un pie infinitamente
grande (con el que nadie podría andar) o un vientre materno infi
nitamente grande (en el que ningún hijo podría gestarse).
Sólo la finitud de la esfera máxima garantiza su cualidad cobi
jante, igual que la esfericidad suprasensiblemente perfecta asegura
su carácter inteligible. Ni siquiera los dioses podrían construir en el
infinito; ni en lo amorfo podrían reunirse en tomo a sus bienaven
turadas mesas de gala. Por lo demás, según Aristóteles, la finitud de
la esfera no peijudica a su divinidad; pues la finitud de la extensión
se compensa brillantemente por la infinitud del movimiento rota
torio, que en los cuerpos supremos retrocede a sí en sí mismo, sin
principio ni fin. Por ello, tampoco el cuerpo del mundo, rodeado
de una buena frontera, ha de carecer del predicado divino «infini
to». La buena infinitud circular reclama límites formales bien defi
nidos, mientras que una mala infinitud lineal se perdería en lo ili
mitado, amorfo, inconsistente; todavía Hegel fundamentará en esa
diferencia su defensa del círculo-espíritu omnicomprensor (y eo ipso
su animadversión frente al racionalizar puntual, abierto, fragmen
tario). En cierto sentido, los filósofos uranométricos de Grecia con
tinúan, así, con medios argumentativos, el proyecto de la política
inclusiva babilónica; pero si los reyes-dioses de la antigua Mesopo-
tamia hicieron levantar murallas hipertróficas de ladrillo en tomo a
un espacio interior ciudad-mundo, los filósofos construyen el borde
del cosmos en general con cuerpos etéreos rotativos.
Serán los filósofos estoicos quienes conceptualicen el sentido ar
quitectónico o urbanístico de la cosmología filosófica al declarar
abiertamente como programa suyo la equivalencia metafísica, hasta
entonces latente, entre mundo y ciudad. Con hermosa sinceridad
351
denominan a la ciudad, que se llama mundo, cosmópolis, y hacen
del derecho de ciudadanía en esa morada un ideal ético inagotable.
Esa ciudad-mundo moral adoptó perfiles experimentables después
de la época de Alejandro, cuando los estratos móviles de la ecúme-
ne circunmediterránea se habían hecho numerosos y comenzaron
a buscar una lógica y ética plausibles de la mezcla. Tras su victoria
sobre los persas, Alejandro había impulsado vigorosamente la re
moción del melting-pot de la política, la praxis, el «crisol de los pue
blos»; organizó ofensivamente una política de matrimonios mixtos,
fomentó la transferencia de costumbres y saberes en todas las di
recciones, y creó con ello los presupuestos bajo los cuales el estoi
cismo de Zenón pudo convertirse en el lenguaje universal de una
internacional mestiza y migratoria172. Surge la demanda de modelos
de soberanía que ayuden a los individuos a salir a flote en caso de
revoluciones crónicas. Incluso los primeros Estados filosóficos bro
taron del suelo arado por la guerra; warlords y utopistas viven fron
tera con frontera; en la península de Atos surge en torno al año 300
el Estado ideal Uranópolis, regido por un príncipe que se presenta
como dios del sol y cuyos súbditos se dirigen a él llamándole el Ce
leste. También entre los administradores romanos la plausibilidad
de la idea de que la humanidad sea una única familia en una única
ciudad entre España y el Éufrates fue creciendo continuamente, de
modo que el rétor Aelio Arístides pudo exclamar en torno al año
150 d. C. en su gran «Elogio de Roma»: «El universo entero es una
única ciudad». Agudizado todo ello filosóficamente, de tales supe-
rurbanismos se siguieron también consecuencias adversas para los
templos, puesto que los sabios, elucubrando libremente, se resistían
a entender por más tiempo por qué se encerraba a los dioses en ca
sas cuando el cielo entero era un único panteón.
Aunque con significado muy distinto, ese impulso urbano-hu
manitario cobró rabiosa actualidad cuando en tomo al año 1500 los
europeos emprendieron su aventura epocal, la globalización terres
tre. Si la filosofía, junto con su pathos humanitario en las democra
cias modernas, consiguió de nuevo derechos de ciudadanía y pudo
granjearse, finalmente, su emancipación de la teología y de la Igle
sia, fue sobre todo porque, frente a todas las patrias positivas, podía
352
despertar el recuerdo de un plus cosmopolita y de un evangelio
igualitario y comunicativo, apenas oculto en él. Pero lo que el con
cepto de cosmópolis había significado en las circunstancias antiguas
ya no está presente en los cosmopolitas modernos, y aunque se pre
senten con la escarapela de ciudadanos del mundo, confunden el
cosmos antiguo con la tierra moderna, urbanizada por el tráfico co
lonialista internacional. En las habladurías de uso corriente sobre el
cosmopolitismo es donde puede pervivir con buena conciencia ideo
lógica la no-diferenciación entre globalización metafísica y terrestre.
No obstante, de la antigua concepción ilustrada de la forma del
mundo salta una auténtica chispa a la Modernidad: ya el Mundo An
tiguo codificó experiencias de libertad que resultaron inolvidables
para los europeos. Por eso los modernos no soportan forma de vida
alguna que no acepte lo abierto, lo otro, lo comparable, como críti
ca suya. Pero lo que en la Antigüedad más temprana se consideraba
como el peor destino, el exilio obligado de la ciudad propia, es con
siderado positivamente por la Modernidad como derecho humano
a viajar y a emigrar: no sin entremezclar esto con un derecho a la in
vasión del libre comercio en todas las aún-no-sociedades-de-merca-
do. Si el cosmopolitismo helenístico fue el intento de hacer capaz al
alma de exilio ilimitado por medio de ejercicios de deshabituación
presurosos, el moderno significa el empeño en deparar por todas
partes el mismo confort a la masa de turistas. Pero quien describe al
ser humano simplemente como el animal emigrante-inmigrante se
arriesga a comprometerse con imprudencia poco política en una
mala apertura, que ignora el imperativo de forma de las comunas
reales. El cosmopolitismo posmoderno no es la mayoría de las veces
más que la superestructura filosófica de vuelos baratos entre las ca
pitales europeas y americanas. Quien se toma en serio el tema de la
invasión del mundo más amplio en los mundos de vida locales tiene
que hacer lo mismo también con la crisis espacial de las «sociedades
abiertas». En la búsqueda de una fórmula para la mejor cosmopolí-
tica en la era de la segunda ecúmene es aconsejable orientarse por
la máxima de que lo que hay que hacer es encontrar la mezcla co
rrecta de mezcla y no-mezcla173.
353
El éxito epocal de los impulsos platónico-aristotélicos en la cos
mología de las esferas habla a favor de que los grandes maestros del
pensamiento griego consiguieron formular un diseño de inmuni
dad altamente efectivo para los seres humanos en la era de la ima
gen del mundo racionalizada. Está claro que, idealmente, el nuevo
afianzamiento de la frontera cósmica exterior por medio de la doc
trina de las cubiertas esféricas se adecuaba a las ampliaciones del
horizonte debidas a la comunicación ecuménica y a las primeras
ciencias naturales. Cuando las generaciones posteriores utilizaron
la expresión griega para la totalidad del mundo, el concepto de cos
mos, ésta ya estaba cargada con el encanto de la devoción circular y
esférica, filosóficamente determinada. El hecho de que desde Pla
tón las palabras para mundo y cielo, kósmosy uranós, se hubieran he
cho sinónimas arroja una luz desde arriba sobre todos los discursos
posteriores de mundo. Desde entonces la palabra cosmos misma so
naba como una confesión de fe geométrica: como un símbolo de su
puestos últimos de organización y como una contraseña que ratifi
caba a los mortales su legitimidad de acceso a los mejores círculos.
Expresa la autoridad avasalladora que el esferismo platónico fue ca
paz de mantener durante épocas, hasta el punto de que ni siquiera
Copémico osó atentar contra la enseñanza filosófica de la forma
circular de las órbitas planetarias cuando compuso sus argumentos
en favor de la tesis heliocéntrica. Kepler sólo superó las incongruen
cias que Copémico había dejado cuando se decidió a considerar
como forma de revolución de los planetas, que «circulan» en tomo
al sol, la elipse, metafísicamente decepcionante pero convincente
desde el punto de vista matemático y astrofísico.
El hecho de que, en la doctrina del círculo ideal, de lo que efec
tivamente se tratara desde el principio fuera más bien de las virtu
des inmuno-morfológicas del idealismo geométrico que de las ven
tajas científicas de los modelos esféricos es algo que se había
mostrado ya muy pronto, cuando los astrónomos platonizantes, so
bre todo Eudoxo de Cnido, que había trabajado colegialmentejun
to con Platón, toparon con dificultades prácticamente insuperables
en la reconstrucción racional de los movimientos reales de los pla
netas, claramente no-circulares. Esas dificultades no fueron supe
354
radas por revisión o abandono del modelo esférico, falto de placi
bilidad desde el punto de vista mecánico, sino por construcciones
auxiliares -que dan la impresión más bien de intentos desespera
dos- sobre la base de las indicaciones platónicas. Ya Eudoxo se vio
obligado a elevar a 26 el número de las cubiertas, y eso sólo para ex
plicar las irregularidades en las revoluciones de las siete cubiertas
principales: además de las cubiertas en las que están fijas las estre
llas errantes o planetas había que imaginar, movidas con ellas, to
da una plétora añadida de cubiertas adicionales de movimientos gi
ratorios enfrentados -para Saturno, Júpiter, Marte, Venus y
Mercurio: cuatro para cada uno; para el sol y la luna: tres para ca
da uno-, cuya única legitimación existencial era interpretar la des
viación de las estrellas de su simple órbita idealizada sobre su cu
bierta soporte en consonancia con el dogma esférico. Aristóteles
llegó mucho más lejos en este punto y propuso finalmente un sis
tema para el que se necesitaban 55 cubiertas esféricas, rotando
unas en contra de la dirección de otras, para hacer más o menos
justicia a los datos empíricos.
La sátira epistemológica compuesta por Platón, y que se dio a co nocer bajo el título «Salvación de los fenómenos», lo que pretendía en verdad era la salvación de un sistema de inmunidad psicocos- mológico, que llegó a hacerse imprescindible rápidamente y cuyo capital activo más importante era la geometrización de la frontera exterior de lo existente.
Esa teoría-comedia, que se mantuvo durante toda una era en los programas académicos bajo estricta interdicción de la risa, sólo fue superada por la hermenéutica cristiana, que, como «salvación del sentido de la Escritura», había de cumplir análogas tareas in- munizadoras. Por los éxitos de la Ilustración filosófica el círculo y la esfera se habían convertido en las figuras ontoinmunológicas de cisivas, sin las que ya no se podían responder con suficiencia las preguntas por la imagen de mundo -y más aún por la imagen del borde del mundo-, por más que los costes epistemológicos adicio nales de ese modelo de mundo, al menos a ojos de los expertos, se elevaran peligrosamente. Con buenos motivos, Aristóteles hubiera podido dirigir también contra sus propias presentaciones su sar-
355
Rueda de carro del mundo,
templo dei Soi de ivonarak, india, sigio xiu.
casmo frente a ciertas extravagantes teorías de sus predecesores y
colegas físicos:
Uno se asombra, con todo, de que las soluciones aportadas no les pare
cieran más extrañas que el problema mismo174.
Así pues, el rey Alfonso de Castilla, promotor y conocedor de la
356
astronomía medieval, que reinó desde 1252 hasta 1284, tenía buenas
razones para su conocido dicho de que «si Dios le hubiera pedido
consejo para la creación del mundo, le habría propuesto un sistema
más sencillo».
La historia triunfal del modelo filosófico-cosmológico de cubier tas celestes muestra de modo muy claro que cuestiones de costes cognitivos entraban poco en consideración frente al superior valor de uso morfológico de una construcción sublime. Precisamente para el público profano, que no había de preocuparse de la salvación de los fenómenos, la idea de un universo compuesto nada más que de esferas encajadas concéntricamente unas en otras, con la tierra en el centro, se mostraba irresistiblemente plausible y, en cierta me dida, incluso psicológicamente atractiva. Permitió a los seres huma nos entre la Antigüedad clásica tardía y la edad moderna temprana alcanzar el grado imprescindible de aclimatación patria en un uni verso cuyas dimensiones, sin embargo, parecían distendidas ya has ta lo gigantesco-inquietante. A lo largo de dos mil años demostró su eficacia como técnica determinante de familiarización con el mun do de la cultura europea. Interpretaba el cosmos como la ciudad en cuyas murallas invulnerables mantienen su existencia los morta les175. En él reconocían lo más exterior que era posible alcanzar por medio de la transferencia de la uterotécnica al universo.
La hiperesfera autónoma proporcionaba una visión preponde- rantemente satisfactoria, después de sopesar ventajas y desventajas, de la forma de la totalidad cósmica, y además de ello una respuesta sugestiva, aunque también problemática, a la pregunta por el lugar de la tierra. De hecho, ésta no podía colocarse en ninguna otra par te que en el centro de las cubiertas situadas concéntricamente unas sobre otras. A pesar de algunas hipótesis no-concéntricas de los pi tagóricos, que habían planteado un fuego central cósmico, y a pesar de la apertura puntual al heliocentrismo en el caso del gran astró nomo del siglo III a. C. Aristarco de Samos, el geocentrismo aristo télico se impuso sin reticencias. Fue Aristóteles quien, bajo el lema de la imagen tolemaica del mundo, estableció durante cerca de dos mil años las líneas directrices de la cosmografía europea (si excep tuamos el confuso e indeciso retomo de la Edad Media a una con
357
cepción discoidea de la tierra) ; pero incluso en el milenio que dis
curre entre la decadencia del Imperio romano de Occidente y las
investigaciones de Copémico nunca se borró completamente el re
cuerdo de la globositas de la tierra. No es necesario ocupamos aquí
en detalle de los destinos medievales de la cosmología aristotélica y
de sus lábiles compromisos con la concepción bíblica del Génesis,
así como con el Apocalipsis de san Juan176. El hecho de que nume
rosos datos métricos supuestos, sobre los que parecía que descansa
ba el sistema de Claudio Tolomeo (100-178 d. C. . ), no fueran otra
cosa que cómodas falsificaciones y adopciones tomadas de autores
más tempranos, no influyó para nada, por lo demás, en la marcha
triunfal del sistema aristotélico-tolemaico. Más bien puede deducir
se de la historia de éxitos del tolomeo-aristotelismo que imágenes
de mundo y cosmografías, precisamente cuando aparecen como
dogmas científicamente consolidados, son en primera línea siste
mas de persuasión autosugestivos, que sólo encuentran amplia re
sonancia cuando demuestran su eficacia en el ecosistema imagina
tivo de sus sociedades. Bajo este punto de vista, la persuasión con
respecto a las cubiertas de los antiguos europeos se perfila como
una de las autohipnosis cognitivas más brillantes de la historia de la
teoría y de la cultura. Durante toda una era los iconos ontológicos
del círculo y la esfera mantuvieron piadosamente congelada la in
vestigación empírica del cielo, justificando, además, del modo más
efectivo, el estancamiento de la investigación por la fe en los resul
tados de una pretendida investigación anterior. Se necesitaba una
revolución total de la imagen de mundo, y con ella a la vez un re
formateo radical de las dinámicas de creencia y condiciones psico-
cósmicas de inmunidad, como los que se produjeron en el ser hu
mano europeo a partir del siglo XVI, para que las ciencias naturales
y las concepciones religiosas del espacio pudieran liberarse del es-
ferismo inmemorial.
La superficie, movida histórico-dogmáticamente, donde se dio
este paso ha sido presentada ejemplarmente por el historiador de
las ideas Alexandre Koyré bajo el título programático Del mundo ce
rrado al universo infinite/77. Por lo que respecta a una exposición bsyo
358
puntos de vista sistémicos e inmuno-esferológicos del cambio de la imagen de mundo, nunca ha sido hecha, y las insinuaciones lacóni cas en esa dirección que aparecen en este libro no pueden sustituir en modo alguno a una detallada historia discursiva y sistémica de la gran extraversión. En una investigación así tendría que hacerse comprensible el proyecto de la Modernidad como gran experimen to de cobijo de sociedades de masas en tecnologías de salvación y es tructuras de inmunidad no-teológicas. Si una presentación así qui siera hacer justicia a su objeto en el punto decisivo, tendría que elaborar expresamente la toma de poder del exterior como el acon tecimiento fundamental de lo que Heidegger llamó la «época de la imagen del mundo». De todos modos, en el último capítulo de este volumen, que trata sobre la última esfera, es decir, sobre la tierra circunvalada, cartografiada, ocupada y utilizada, haremos algunas indicaciones someras de cómo esa revolución del modo de pensar exterior ha ido unida a los procesos de globalización de la era mo derna.
Pertenece a las consecuencias adicionales de la cosmología geo céntrica de cubiertas, además de complicaciones insuperables en la aplicación empírica del modelo, una ambivalencia fundamental, por no decir ruinosa, en la determinación del lugar humano y de su rango en el cosmos. Pues colocar la tierra en el centro: eso, a pri mera vista, no es más que una concesión al supuesto narcisismo cosmológico de sus habitantes humanos. Pero la circunstancia de que con el giro copernicano la tierra fuera descentrada por fin, y fe lizmente, tras una fijación de milenios en el centro de la imagen del universo, no conllevó en absoluto para los seres humanos agravio narcisista alguno, como sugieren Freud178y sus repetidores sin co nocimiento de las relaciones históricas de la imagen de mundo, si no la liberación largamente esperada de una pesadilla cosmológica contumaz y devenida absurda. Por eso el heliocentrismo encontró entre el público una resonancia que oscilaba entre la indiferencia y el asentimiento entusiasta, y cuando fue rechazado explícitamente, como en ciertos círculos del catolicismo oficial romano, fue más bien porque no se estaba dispuesto sin más a renunciar a la tierra- centro como lugar-humilitas, y sobre todo porque en un mundo co-
359
pemicano ya no se sabría dónde localizar el infierno, sin el que no
se podía mantener el régimen psicopolítico del catolicismo contra-
rreformista (o, en general, la imagen de mundo cristiana en tres es
tratos: infierno, tierra, supramundo).
A muchos contemporáneos razonables les parecía incluso exce
siva la promoción de la tierra beyo las estrellas, que se seguía del li
bro de Copémico sobre las revoluciones celestes. La exclamación
de Philipp Melanchthon contra los innovadores heliocentristas, seis
años después de la aparición de De revolutionibus orbium celestium, de
signa típicamente la perplejidad de un lector crítico con respecto a
una sobrevaloración tan audaz de la tierra: Terram etiam ínter sidera
collocant [¡Colocan incluso la tierra bsyo los astros celestes! ]179. La fá
bula freudiana del agravio narcisista resulta, pues, vacía según la his
toria de la imagen de mundo y pertenece exclusivamente a la estra
tegia de autoexaltación del movimiento psicoanalítico (por más que
le preparara el terreno la observación magníficamente ingenua de
Goethe de que la revolución de la imagen de mundo habría obliga
do a los seres humanos «a renunciar al enorme privilegio de ser el
centro del universo»). No obstante, esa pequeña fabulación es inte
resante porque, desde perspectivas no-freudianas, permite seguir
pensando productivamente en dirección a una ecología general de
los agravios, que se ocupa de las consecuencias colaterales psicoló-
gico-sociales de invenciones teóricas e introducciones de nuevas téc
nicas. Porque ¿dónde se obtienen, por ejemplo, los propios éxitos
del psicoanálisis y de todos los demás sistemas del «yo-veo-algo-que-
tú-no-ves», sino en el mercado libre de los diferentes niveles de agra
vio que se producen entre los que afirman ver algo nuevo y los cie
goscorrespondientes? 180
Por lo que respecta al agravio u ofensa hecha a un hipotético
narcisismo de la humanidad, si es que puede hablarse de tal ofensa,
no se produjo por la descentralización copemicana de la tierra, si
no dos mil años antes por la centralización aristotélica que desarro
lló un precario sentido colateral antropológico. En realidad fue la
colocación de la tierra en el centro la que acarreó a ésta y al ser hu
mano una desvalorización ontotopológica fatal. Sus motivos, que
presentamos sumariamente antes, únicamente los conocía muy po
360
ca gente culta, mientras que la gran masa del pueblo en la Edad Me
dia sólo llegaba a percibir las consecuencias atmosféricas de esa de
gradación: el pueblo pagó durante toda una era el precio de aque
lla omnipresente retórica-del-valle-de-lágrimas, que caracteriza al
miserabilismo crisdano. Pero, desde el punto de vista cosmológico,
éste había sido una conclusión perfectamente legítima sacada del
modelo aristotélico de mundo. Cómo se pudo llegar a la concep
ción inevitablemente depresiva de que la situación del ser humano
en el universo era algo oscuro por regla general para los crisdanos
y que se asociaba la mayoría de las veces, y de modo confuso, úni
camente a las consecuencias del pecado original. Una conexión así
puede que antropológica y moralmente sea de importancia, pero
desde el punto de vista de la historia de la imagen de mundo se ca
racteriza por su ceguera. El pecado original no interviene para na
da en la degradación de la derra que procuraron los antiguos filó
sofos y cosmólogos. El desdén cosmológico por la tierra no es
propiedad de la doctrina cristiana, y menos su invención típica, si
no una consecuencia ineludible de la idealización de la periferia-
éter en la cosmografía aristotélica. Si lo perfecto-envolvente se en
cuentra arriba, entonces -por muy extraño que suene- el centro
queda irremisiblemente abajo, yjustamente ahí está situada la tierra
junto con sus habitantes mortales, sujetos a error, perdidos en la
ambigüedad. Si el centro fuera un lugar distinguido en la esfera cós
mica, su preeminencia sería más bien una abismalmente irónica: los
habitantes del punto medio gozarían del negativo privilegio de re
sidir en el final más oscuro del todo. Dado que, como hemos visto,
lo mejor ha de estar en el margen alto, lo peor se reúne inexora
blemente en el medio.
Así pues, quien busca el punto débil del grandioso proyecto aris
totélico de universo sólo tiene que hacer el esfuerzo de mirar a la
tierra, supuestamente privilegiada por su posición central: este pla
neta, señalado por la muerte y el error, es el miasma del cosmos, la
mancha negra en el claro chaleco del cosmos. Sólo las partes subte
rráneas de la tierra son capaces de superar, aún en falta de luz y dis
tancia a Dios, el lugar de los seres humanos, la superficie terráquea:
por eso en la imagen de mundo de cubiertas cosmológicas las re
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giones del Hades y del infierno se suponen situadas bajo la superfi cie de la tierra, en el último asiento y excusado del todo. Es esto lo que conceptualiza el triste cosmopolitismo del estoico Aristipo de Cirene cuando explica que el camino al Hades es igualmente largo desde cualquier parte del mundo. El centro más íntimo del cuerpo del mundo es el corazón de la oscuridad: y los seres humanos son sus vecinos expuestos a riesgos. No otra cosa llevó a concepto e ima gen Dante en sus espantosas visiones del infierno. El cosmos cristia no está constituido en tomo al infiemo como punto central, al igual que el mundo de vida primitivo de los pueblos sedentarios había de estar centrado irrecusablemente en tomo a las letrinas. Pero así como todas las ontocosmologías occidentales manifiestan una es tructura bifocal -un centro superior en Dios, un centro infame en lo terreno-subterreno-, también las ordenaciones espaciales de las civilizaciones sedentarias en la era agraria pagaron tributo al bifo- calismo con la dicotomía de centro de esplendor (templo y palacio) y centro miasmático (letrina, desolladero, cárcel)181. Si se toma bue na nota de esas relaciones topológicas fundamentales de las cons trucciones de la imagen de mundo en la antigua Europa, resulta evi dente que hablar de un agravio, ofensa o humillación copemicanos sólo puede significar o bien un malentendido o bien un engaño in teresado.
No sin sustituir el depravado centro físico-material por otro cen tro noble, incorrupto, Aristóteles, en su libro Del cielo, manifestó, im pávido, la inevitabilidad de desvalorizar el centro físico y geométri co del cosmos de cubiertas:
[. . . ] como si el concepto de centro sólo tuviera un significado y el pun
to medio de la magnitud fuera a la vez el punto medio de la cosa y de la na
turaleza. Pero así como en los seres vivos el centro del ser vivo no es idénti
co al centro del cuerpo, lo mismo hay que suponer, sobre todo, del cielo
entero. Así pues, por esta razón aquéllos [los pitagóricos, que habían su
puesto un fuego central en el medio como «vigía de Zeus», P. SI. ] no de
bían dejarse confundir con respecto al todo [. . . ], sino más bien buscar
aquel otro centro [realzado en cursiva por nosotros], qué sea y cómo sea.
Pues aquel centro es el origen y lo venerable, mientras que el punto medio
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espacial se parece más bien a un final que a un comienzo [. . . ]. Pero más ve
nerable es lo circundante y delimitante que lo limitado. Pues esto es la ma
teria, aquello la esencialidad del todo182.
De este argumento, en el que se mezclan distinción ontológica y
subterfugio astuto, vivió el catolicismo intelectual durante más de
un milenio. Así pues, si la tierra, precisamente por estar situada en
el centro mundano, está condenada irremisiblemente a permane
cer en el lugar ínfimo y más desagradecido -en una favela del cos
mos, como si dijéramos-, más pronto o más tarde sus habitantes
tienen que darse cuenta del fallo de la construcción inmunológica
de ese modelo de mundo, por más que los teólogos se empeñen en
aducir las promesas de salvación que quieran. La recepción cristia
na del esquema aristotélico-tolemaico deja esto claro al resaltar por
todos los medios la humilitas de la posición humana, y no sólo en un
sentido antropológico-religioso sino también desde una perspectiva
cosmológica. Alanus de Insulis: «El ser humano es como un adve
nedizo que vive en el suburbio del mundo»183. Es precisamente su si
tuación interior -privilegiada en apariencia-, en el núcleo del siste
ma cósmico jerarquizado de cubiertas, la que acarrea a los seres
humanos una desventaja espacial, que la cristiandad medieval sufrió
hasta el fondo más amargo y contra la que sólo podía servir de ayu
da un cambio radical de situación producido por la aplicación de
nuevos medios cosmológicos.
Conseguir esto es el sentido inmunológico e histórico (en lo re
lativo a la imagen de mundo) de la revolución copemicana. Pues lo
que aparentemente representa la posición ideal en una estructura
herméticamente impermeabilizada frente al exterior, de paredes só
lidas aunque también sutiles y transparentes, desde el punto de vis
ta ontotopológico se manifiesta para sus pobladores como un de
fecto fatal e irreparable. La perfecta inclusión de la tierra y de sus
habitantes en el centro fosco del cosmos había de arrebatarles la
proximidad a lo más alto y supremo en el orden del ser. Ya en la An
tigüedad y más aún en la Edad Media los efectos colaterales y ries
gos metafísicos del geocentrismo se mostraron tan gravosos para los
europeos que éstos sólo fueron capaces de sobrevivir espiritualmen
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te mediante la creación de caminos de huida de la zona oscura del cosmos.
Poresolaominosapalabra«cosmopolitismo»,queparece haber introducido Diógenes de Sínope en el debate antiguo, tenía ya un to no concomitante sarcástico, aunque más tarde los estoicos se esfor zaran en utilizarla sin ironía: en la ciudad llamada mundo lo que im porta a los sabios no es en absoluto vivir en el centro de la ciudad venida a menos, la tierra, sino en los extrarradios nobles, donde tie nen sus villas los mejores círculos de éter. Quien habla de cosmópo- lis piensa siempre un poco también en la salida del concreto local te rreno o al menos en la estetización del espacio lejano. Todavía Hegel se recordará lejos de esas condiciones espaciales aristotélicas de la an tigua Europa, cuando pretende llevar el espíritu a sí mismo en el éter del concepto; cosa que, sin embargo, no significa tanto un procedi miento de hacer de menos a la tierra evadiéndose espiritualmente de ella hacia arriba cuanto un programa para incorporar el cielo, vía Es tado y cultura, a las circunstancias de la superficie de la tierra.
Si el estoicismo, platonismo y cristianismo han podido generar puntualmente en sus psicagogias intereses estratégicos comunes, ello se debe no en último término a que los tres ofrecieron reme diar por medio de programas atractivos de transcendencia la des ventaja de los seres humanos de residir en el centro malo de la ma teria. Sí, quizá la capacidad de los europeos de la Antigüedad tardía, de la Edad Media y de la temprana edad moderna de dejarse sedu cir por todos los tipos posibles de auxilios idealistas de evasión y de doctrinas filosóficas de trascendencia se explique por la necesidad de encontrar remedios contra el agravio geocéntrico.
Sólo mucho tiempo después de que se hicieran saltar las cubier tas celestes y de que se elevara a la tierra a la igualdad de derechos cosmológica con otros cuerpos celestes, pudo el Zaratustra de Nietzs- che llegar a la particular idea de predicar a sus amigos la fidelidad a la tierra. En el imperio bimilenario del aristotelismo ello hubiera resultado absurdo, puesto que habría significado directamente la renuncia a participar en cualquier vida superior esférica; bajo tales premisas, fidelidad a la tierra significa tanto como fidelidad del pri sionero a su mazmorra.
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Clásico cosmos de cubiertas de Peter Apian,
Cosmographicus líber, 1524; el empíreo inmóvil, en el margen
extremo del cosmos graduado, se hace resaltar aquí mediante la
inscripción, frente a los diez cielos rotantes, entre los que también
se pone de relieve el octavo (el cielo de las estrellas fijas o firmamento):
esa inscripción subraya la idea de que los elegidos (electi) encuentran
en la paz de la suprema altura su última forma de inmunidad
o su último habitáculo (habitaculum).
Pero ya Aristóteles, como Platón antes de él, había pergeñado
exactamente el camino real de huida de la zona central sublunar a
lo superior y mejor: se trata justamente del acceso a ese otro centro
del que se hablaba en el pasaje de De cáelo que citamos antes y que
no se refiere a otra cosa que al topos utópico del Dios supramunda-
no, cuyo reflejo psíquico, el alma del mundo, había sido implanta
do por el demiurgo en el centro del cosmos.