Fue Nietzsche quien llevó a cabo el giro inmunológico del pen
sar y quien comenzó a interpretar la cultura en su totalidad como
concurso entre estrategias de vacunación minimizantes y acrecenta-
doras.
sar y quien comenzó a interpretar la cultura en su totalidad como
concurso entre estrategias de vacunación minimizantes y acrecenta-
doras.
Sloterdijk - Esferas - v2
Si mi gemelo o mi acompañante invisible es a la vez
Dios e ipsoJacto centro y contorno del universo, entonces puedo go
zar de euforias dinámicas mientras consiga experimentar sólo las
462
ventajas de esta soberbia estructura de complementación; pero, pre
cisamente por mi íntima conexión con el Otro envolvente, caigo fá
cilmente en la situación del resto debilitado, olvidado, indigente. La
sumersión del individuo en la comunidad con el gran Otro puede
crear un estado en el que converjan religión y adicción: la mística
cristiana como forma de vida es la dependencia voluntaria de una
circulación sanguínea común, en la que el sujeto se deja licuar por
su gran Otro; estimula la escucha del latido del corazón de un es
pacio compartido de mundo interior.
Cuando uno de los más ambiciosos teólogos laicos del siglo XX
escribió: «El corazón de Dios latirá por medio de nosotros dentro
del mundo sin corazón»217, estaba dando un testimonio expresivo de
la realidad íntima intercordial en su contraste con cualquier envol
tura meramente formal o cualquier agregación externa. Silencia o
pasa por alto el riesgo de psicosis de la posición media: al ser atra
vesado por el latido del Otro hipertrófico es difícil evitar que uno
pierda el sentido para simetrías más maduras. Ciertamente, si la in
timidad fuera el salvoconducto para la igualdad de condición, en la
relación con el Dios del monoteísmo no habría límite alguno para
la integradora ascensión al cielo del sujeto. Pero intimidad con el
Dios cercano-lejano significa asimismo: poder caer de modo peli
grosamente fácil del lado invivible de una hiperrelación. Los nu
merosos testimonios de sufrimientos psíquicos extremos por parte
de íntimos a Dios confirman el riesgo inherente a una relación de
gemelos metafisizante, demasiado estrecha. Cuando el otro inte
rior, eventualmente, no permite acceder a él, el sujeto que queda
rezagado ha de experimentar esa incomunicación hasta el extremo
más amargo. Apenas hay un místico que no haya tenido la expe
riencia de momentos secos, depresivos. La mística no sólo abre al yo
poéticos paraísos de presencia fluida, sino también -y, quizá, ante
todo- prosaicos infiernos de abandono.
Para evitar malentendidos: si fuera posible que el Dios intimiza-
do permaneciera fielmente presente en la posición del cómplice si
lencioso y pudiera dedicarse al sujeto de continuo, sustentándolo
discretamente, sin problemas de accesibilidad, entonces, las tensio
nes que surgen de la intimización del Otro mayestático podrían
463
transformarse en vivencias estimulantes regulares, psíquicamente
bien integradas. Si es que toda una biblioteca de testimonios espiri
tuales no se basa sólo en hiperestilización y fraude psicágógico, eso
es lo que, al parecer, consiguieron algunos afortunados activistas
del absoluto después de largas y penosas luchas transformadoras.
Pero, dado que el Dios aliado es la parte -la mayoría de las veces
ocupada en otras cosas- de una gran pareja asimétrica, sigue siendo
muy alta la probabilidad de que sea yo el que se encuentre una vez
y otra en la posición oscurecida: como despojo excomulgado de
Dios, su hermana negra, su resto inconfesable, perdido en la basu
ra o enterrado bajo un rosal, como cosa que no puede aparecer y
que no tiene nada que aportar al gran Otro.
En perfecta consonancia con ello, una de las tareas más impor
tantes de la literatura mística fue captar e interpretar los sufrimien
tos psíquicos que había creado la misma cultura mística de intimi
dad o que, al menos, su cultivo había puesto de manifiesto. El tenor
de esos discursos es: con cuántos sufrimientos Dios engalana al alma.
En la línea de los principios paulinos, el sufrimiento se interpreta
como cocrucifixión con un Dios crucificado. En la obra de Mecht-
hild von Magdeburg, La luzfluyente de la divinidad, se formula la her
menéutica del dolor del místico en muchas variantes. Su frase nu
clear dice:
Cuando estamos enfermos llevamos los vestidos de boda, cuando esta
mos sanos llevamos los vestidos de diario218.
Cuando no se consigue dar al morbus mysticus el sentido de un
preludio a la fusión, se imponen los síntomas de la mera depresión
por separación. En ella las almas consumidas se sienten como los
idiotas de Dios, a quienes se les sustrajo el premio de la autoentre-
ga. De todos modos, no son sólo síntomas de abandono los que ca
racterizan a los dotados místicamente en sus períodos oscuros; son
también signos de sufrimiento por la indiscreción ilimitada de la
otra parte que se manifiesta en la enfermedad sagrada. Daniel Paul
Schreber, en sus Memorias de un neurópata (1900-1903), que tratan en
muchos pasajes de molestias de influjo psicótico causadas por pará
464
sitos trascendentes de nervios e ideas, dibuja una imagen plástica de
ello, de la que sólo hay que lamentar que hasta hoy su recepción ha
ya sido demasiado escasa en la investigación mística afirmativa, que,
por lo demás, está en manos de ingenuos.
Por muy explosivas que hayan sido las consecuencias derivadas de
la decisión fundamental monoteísta de formar una diada con el ab
soluto, quizá más detonantes aún fueran los efectos de la radicaliza-
ción del atributo de Dios, infinitud, en la teología de la alta y la baja
Edad Media. Se podría llegar a considerar, incluso, el juego de los
teólogos con el concepto de infinitud como un experimento cuyos
resultados arruinaron el proyecto medieval de mundo. Quizá lo que
se llama edad moderna sea, ante todo, una formación reactiva de las
subculturas conceptualmente sensibles a la vacuna con el infinito.
Con el giro hacia el infinitismo, en la esfera de luz interpretada
teocéntricamente se introduce la paradoja espacial, y eo ipso una
irrepresentabilidad aguda. En lo sucesivo, también el Dios de los fi
lósofos se oculta completamente en lo oscuro, como si no quisiera
en absoluto ser menos que el fundamento cristiano del mundo en
oscuridad misteriosa; se sumerge en un abismo de extravagantes de
terminaciones, que no ofrecen sentido alguno a la imaginación es
pacial corriente. Con ello, el design inmunológico de la forma me
tafísica de mundo, la bóveda geometrizada del todo como último
peldaño de abstracción de la uterotécnica y del habitáculo del ser,
entra en una crisis de la que no puede encontrarse ya salida con
servadora alguna. ¿Cómo habría de representarse siquiera una esfe
ra actualmente infinita? Una esfera cuyo centro no tiene lugar al
guno, porque, brotando de puntos que estallan, se repite hasta el
infinito: ¿cómo relacionarse con un monstruo geométrico tal? ¿Ycó
mo, en tanto creatura, sentirse encuadrado en un orden de tal des-
centramiento? ¿No había citado Aristóteles, en su tratado sobre el
cielo, razones concluyentes de por qué un cuerpo infinitamente
grande es un absurdo, de modo que tras él ya quedó claro que ha
bía que contemplar el universo como un máximum bien conforma
do, precisamente como esa esfera celeste una y única?
465
La fuente decisiva para la colocación por doquier del otro cen
tro, el difamado Líber viginti quattuor philosophorum, confirma expre
samente el diagnóstico de crisis; en él tenemos el documento funda
mental del hermetismo filosófico en la alta Edad Media. La teosofía
es la forma de pensamiento que todo lo fía en Dios y que sólo asig
na al mundo el valor posicional de un pliegue complejo en el inte
rior del absoluto. El pensamiento hermético, a su vez, es una parte
de aquellas formidables ciencias ocultas que querían hacer partíci
pes a los seres humanos de un poder ilimitado. El libro de los veinti
cuatro filósofos fue traducido del griego al latín o compilado por
redactores occidentales pocos decenios antes del año 1200, posible
mente; quizá sea incluso la copia o la actualización de un tratado
alejandrino del siglo III, que pudo llegar a Europa por caminos po
co claros, y en el que, según hipótesis más recientes, se conservarían
fragmentos de una Teología aristotélica que se creía perdida219; otros
autores consideran el líbercomo una compilación de frases del neo-
platónico Jámblico. En torno al año 1200 el libro ya está muy difun
dido en el Occidente latino. Aunque no se digna mencionar artícu
lo de fe cristiano alguno, se cotiza mucho entre la elite del clero
europeo, tal como demuestra el número de los manuscritos conser
vados. Quien ha conseguido su literatura alguna vez en librerías al
ternativas sabe qué significa informarse a partir de fuentes que so
brealimentan a los lectores con informaciones completamente
diferentes a las usuales. La lista de pensadores de primer rango, im
presionados o influenciados por el libro, el Maestro Eckhart, Nico
lás de Cusa, Giordano Bruno, Leibniz, asegura al pequeño escrito
un lugar respetable en la historia de la especulación metafísica. La
obra, cuyo autor figura como la persona fantástica de Hermes Tris-
megisto -el primer sabio, según la leyenda de la Antigüedad tardía,
del que tanto Moisés como Platón habrían extraído sus doctrinas-,
conduce sin rodeos a las tierras altas de la teosofía neoplatónica,
diez mil pies más allá de sacerdocio y catecismo.
En la introducción se dice lapidariamente que veinticuatro filó
sofos -como si no se tratara de personal sospechoso- se habrían reu
nido para recopilar sus respuestas a la pregunta: Quid estDeusl, con
la idea de llegar a una determinación final común reuniendo las di
466
ferentes tesis; determinación a la que, por cierto, no se llegará. Tras
esta lacónica observación previa siguen veinticuatro definiciones de
Dios, que, sin derivación unas de otras, pasan por delante del lector
como una lluvia meteorítica de rápidas proposiciones especulativas
de consistencia y audacia sin par. Para nosotros son de especial im
portancia la primera, la segunda y la decimoctava.
1. Deusestmonasmonademgignens, inseunumreflectensardorem.
2. Deus est sphaera infinita cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam.
18. Deus est sphaera cuius tot sunt circumferentiae quot puncta.
1. Dios es la mónada que engendra una mónada y la hace retroflexio-
nar hacia sí en un único soplo ardiente.
2. Dios es la esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circun
ferencia en ninguna.
18. Dios es la esfera que tiene tantas circunferencias como puntos220.
Mostraremos por qué parece natural leer las tres definiciones co
mo paráfrasis de una única idea, que, bajo la forma de una parado
ja geométrica, expresa una representación necesaria por lo que res
pecta a la teología de la luz y, sin embargo, inaprehensible para la
intuición sensible. Que las proposiciones 2 y 18 convergen se reco
noce directamente por su tema común, la esfera de Dios. Que am
bas coinciden también con la primera es menos autoevidente y hay
que mostrarlo por medio de una consideración adicional.
Al final de la proposición 18 se puede aclarar más fácilmente que
en ninguna parte el capricho esferológico de la conformación divi
na de espacio. En cualquier esfera profana que pongamos, todos los
puntos han de representarse sobre radios que emanan del centro.
Pero en el caso de la irradiación a partir de Dios, en cada punto en
torno a Dios se manifiesta de nuevo el distintivo característico de la
divinidad, la naturaleza irradiante y automanifestante. Si esto es así,
en la esfera divina no tiene lugar la trivial diferencia geométrica en
tre punto medio y punto distante, ya que desde cada punto puede
comenzar de nuevo el proceso de la irradiación en redondo. De he
cho, el proprium de Dios consiste en que transmite a cada punto que
467
toca el regalo de su indivisible plétora esencial, de modo que los
puntos distantes no pueden ser más pobres que el centro, que en
principio parecía monopolizarlo todo él solo. Con ello, lo que era
punto se convierte en centro mismo, y lo que recibió ser se con
vierte, a su vez, en foco de nuevas irradiaciones de ser. De ahí pro
viene que en la «primera» esfera se produzca, necesariamente, una
reacción en cadena de nuevas formaciones a partir de cada punto;
todos y cada uno de los puntos actúan ellos mismos como centros,
irradian su luz a nuevas esferas, dentro de las cuales todos los pun
tos, a su vez, siguen actuando luminosamente y donando ser: y así
hasta el infinito (en caso de que no se quiera traer a colación aquí,
como es usual desde el punto de vista neoplatónico, una mecánica
de la distancia y la debilitación, por la que en último término apa
rece un margen en el que se pierde la irradiación). La sphaira divina,
en consecuencia, tiene en total tantos puntos como circunferencias:
infinitos; que era lo que había que demostrar.
Esta decimoctava definición de Dios, como se nota, es un prin
cipio inmanente de plenitud, que garantiza que no pueda haber
pérdida alguna de substancia en Dios, por muy lejos que alcancen
sus irradiaciones a partir del «primer» centro misterioso. Se podría
decir, igualmente, que no hay puntos débiles en Dios y que en su in
terior, estrictamente hablando, no son posibles regiones alejadas de
él (como hemos visto, el neoplatonismo no es estricto en este pun
to, y salva el primado del primer centro haciendo que la esfera de
emanación se vaya apagando o enfriando hacia la periferia debido
a pérdidas ocasionadas por la distancia); más bien -si se tuviera el
valor de reconocerlo- Dios está presente en plenitud por doquier, en
tero, autodado y autodándose. Con ello, la decimoctava definición,
de modo magníficamente simple y complejo a la vez, proporciona,
bajo la forma de una tesis geométricamente paradójica, el esquema
por el que puede hacerse comprensible a medias para la razón hu
mana el principio generativo de la autoinfinitización de Dios, por
más que la intuición empírica fracase en ese cálculo teomatemático
(pues ésta no puede -ni quiere- representarse punto alguno que es
tuviera infinitamente alejado de Dios, y fuera, sin embargo, Dios
mismo). Dado que Dios, desde un primer centro inconstatable, se
468
derrama en su «entorno», todo punto en tomo a él es él mismo, y,
en tanto se rechaza la idea de una debilitación progresiva de Dios
-en tanto se rechaza o prohíbe nada más hacerse explícita (y expli-
citud es el elemento común de la diabología y de la teología)-, po
see el don inimaginable de ser a cualquier distancia de su centro él
mismo, tan intensamente indiviso y desbordantemente entero co
mo en el hipotético origo mismo. Así pues, desde cada punto de su
contomo genera nuevos contornos, en los que estaría presente, del
mismo modo, en plenitud. Tot circumferentiae quot puncta*21.
Lo único que falta aún a esta audaz proposición es una referen
cia a las fuerzas centrípetas o de reflexión, por medio de las cuales
se garantizaba la «permanencia» de la luz en su primer centro. Se
entiende inmediatamente por qué son necesarias esas fuerzas re
troactivas, si se echa una mirada al design cognitivo del Dios hermé
tico. En el caso de un puro sistema de irradiación -como en el de
simples fuentes de luz sensibles del tipo de soles o lámparas-, el au
ra de rayos en tomo al centro refulgente sería irreflexivamente cen
trífuga; una vez que un rayo abandonaba su fuente, se lanzaba, dis
tante e irreversiblemente, a una vorágine de perpetuo movimiento
de huida. Así y todo, a cada uno de tales rayos le seguía su constan
te renovación desde la fuente, de modo que también la luz irradia
da podía concebirse, en cierto sentido, como «permaneciendo eter
namente en la esfera», por muy debilitada y enrarecida que fuera.
A las características esenciales de la luz divina pertenece, sin em
bargo, el que se complemente y complete a sí misma incesantemen
te por medio de rayos reflexivos o retomantes, razón por la cual to
do «camino de ida» de la luz ha de corresponder a un «camino de
vuelta» más o menos simétrico; esto lo desarrolló la especulación
neoplatónica con toda formalidad. La protoluz no sale, pues, de
modo meramente centrífugo de su primer punto de emisión para
precipitarse en lo inconmensurable, irrecuperable, sino que -en
una eterna revolución conservadora- regresa a su fuente desde un
punto de retomo exactamente determinado. Con cierta falta de res
peto podría decirse que de lo que es capaz el éter aristotélico es ca
paz, sobre todo, la luz noética, dado que su «reflexión» es la prose
cución de la cicloforia etérea con medios superiores. Este retomo o
469
Thomas Wright, ilustración para An Original Theory
or New Hypothesis of the Universe, Londres 1750; cada esfera
de estrellas posee su propio centro inteligente. Dado que Wright
identifica el centro de gravitación del universo con Dios,
y que no hay, pues, una plétora de centros secundarios
que procure contrapesos y equilibrio, el mundo tendría
que implosionar en Dios.
regreso a casa es constitutivo del ser-englobante de Dios, pues sin él
no podría distinguirse, uno de otro, fuente y rayo, primero y se
gundo; no habría motivo racional alguno para la preeminenciaje
rárquica del origen frente a lo originado. El primer emisor se per
dería en sus emisiones, el creador perdería su prioridad ante las
criaturas; el Dios disipador tendría que estallar y difundir eterna
mente, sin poder recoger ni reconocer nunca.
Mientras sea preciso recurrir a representaciones centralistas, la
fuente ha de poseer el privilegio, constitutivo para la unidad-todo,
de recoger de nuevo sus rayos enviados y unirlos; de otro modo, se
trataría sólo de una reacción en cadena, semejante a una explosión
nuclear, y la luz sólo sería el soporte de una diseminación irrecupe
rable; dicho contemporáneamente: un gasto sin beneficio alguno.
Si no tuviera lugar la vuelta de la luz, la monarquía del punto me
dio, toda la economía del centro, correría peligro, y una vez aban
donada ésta, la teología especulativa como tal habría terminado.
Precisamente de esa ley de la vuelta trata, con extrema conden
sación pero de modo suficientemente explícito, la poderosa defini
ción primera del libro de los veinticuatro filósofos: «Dios es una mó
nada que engendra una mónada», cuya segunda parte dice: in se
unum reflectens ardorem, que Kurt Flasch, con tanto atrevimiento co
mo exactitud, traduce: «Yla hace retroflexionar hacia sí en un úni
co soplo ardiente», donde «la» se refiere inequívocamente a los ra
yos que regresan, es decir, a la mónada engendrada, como todo, de
la que se puede mostrar que no significa otra cosa que la suma de la
luz irradiada en tomo, luz que desde el margen de la esfera de luz
es retroproyectada al centro. No en vano ya en la primera de estas
definiciones de Dios se plantea la pregunta por la reflexión o re
greso-a-sí, dado que sin ello Dios sería nada más que un reactor de
luz, y no un proceso de conocimiento. Pero precisamente esto últi
mo es lo que él tiene que ser en una cultura especulativa como és
ta, que subraya la omnisciencia, puesto que en ella subsiste Dios sólo
en la medida en que se afirme como omnisciente-creador-de-todo.
Y está fuera de duda que sin la reflexión salvadora los rayos envia
dos por él se perderían en una «mala» infinitud sin retorno y no vol
veríanjamás al punto.
471
En Leonhard Euler, Cartas a una princesa alemana, 1768.
Dios sólo pudo y hubo de ser representado como esfera porque
únicamente la forma esférica consiguió prometer el autocobijo de
la vida libre y expansiva -se entienda pan-psíquica, vitalista o noéti-
camente- en una estructura abovedada de espacio interior. Si la vi
da sólo fuera de antemano una estancia en lo exterior, si no tuviera
que procurar mecanismos de inmunidad, ni que atender a intereses
de cobijo tanto a pequeña como a gran escala, no se necesitaría ha
blar de círculos y esferas salvo en el último peldaño de su autoin-
terpretación metafísica; pues entonces no habría nada que necesita
ra refugiarse en la forma solidaria y coaligante. La simple presencia
de cosas en el espacio no tiene pretensiones morfológicas, ni gene
ra dificultades con respecto a la idea de que algo sale y no vuelve.
Pero cuando el imperativo inmunológico está metido en la cabeza
-se podría decir también: cuando de lo que se trata es de pensar, en
sentido enfático, una vidé22- el motivo del círculo se impone, pues
to que a él viene asignado more geométrico, ineludiblemente, el peso
principal del aseguramiento del espacio interior y de la conforma
ción del borde del mundo. La vida quiere expandirse libre de mo
vimientos y, sin embargo, experimentar el privilegio de poder habi
tar dentro de un límite endógeno.
(Habitar es, por citar una definición contemporánea: «Cultura
de los sentimientos en un espacio cercado»223; una frase que conlle
va filosóficamente las consecuencias más ambiciosas cuando se ad
mite que el único cerco lógicamente satisfactorio sólo puede pro
porcionarlo el hén kaípán. )
Por eso, incluso un Dios que juega con el fuego infinitista no
puede estar fuera de quicio, fuera de todo límite y atadura; el im
perativo morfológico vale también, y hasta el final, para sus rela
ciones internas más expansivas. Por eso, pues: in se refiectens. Sale de
sí y regresa a sí: esto es lo que había que retener en la primera pro
posición de éste, el más excesivo de todos los discursos sobre Dios.
El ardor, el soplo ardiente, creador de esferas en derredor, que él,
el punto originario, ha lanzado fuera de sí -ése es precisamente el
sentido de hablar de la creación de una mónada por la mónada-
tiene que volver a su emisor sobre un arco de luz, por así decirlo.
Como en la aritmética trivial, también en Dios uno por uno es uno;
473
Paul Klee, Límites de la razón, 1927.
la mónada que se multiplica por sí misma genera de nuevo una mó
nada, pero esta operación, a diferencia de la profana matemática,
posee fecundidad teosférica, ya que «explícita» algo implícito: a sa
ber, la identidad del inextenso punto-uno, o mínimo, y de la om-
nienvolvente esfera-uno, o máximo (por el momento, dejamos de
lado la imposibilidad cosmológica de una esfera así). Desde el bor
de de lo máximo, los rayos provenientes del núcleo vuelven a rom
per contra el núcleo. En el caso de un principio tan protuberante
como el Dios-luz monádico, menos que una contraprotuberancia,
la tremenda recogida de una tremenda erupción, no basta para dar
la forma de la unidad a la luz desencadenada. Por eso Dios es una
esfera, a la vez en calma y en explosión. Sólo porque reverbera o re
fleja lo que fue irrradiado, todo estallido viene compensado por
reflexiones. A todo derroche corresponde una recolecta, a toda
emisión una absorción. También en el Dios hermético, pues, tiene
sentido la rotación; pero las revoluciones astrales se han converti
do ahora en círculos de reflexión, los ciclos de éter en movimien
tos circulares del concepto. (También a esto preparó el terreno el
neoplatonismo en todos sus puntos decisivos224. ) Si fuera de otro
modo, las irradiaciones centrífugas tendrían que proseguir su viaje
hasta acabar en lo irreflejo; el mundo estaría en crónica evasión del
origen: cosa que, por cierto, es el dilema de las teorías contempo
ráneas de una explosión originaria, que ofrecen como fábula ex
plicativa del mundo una instantánea del estallido de un algo-co
mienzo, falto de reflexión, a partir de un punto hiperdenso,
hipercaliente225.
Unus ardor: tiene que ser un único (uno y el mismo) soplo ar
diente el que genere la esfera a partir del punto y, acto seguido, me
diante un viraje hacia atrás espontáneo, libre y preciso, la llame a su
punto de partida. Si las reflexiones fueran forzadas por resistencias
exteriores tendríamos un Dios obligado: lo último, ciertamente, que
quiere oír un teósofo. Para que Dios no sea obligado, los giros de la
luz tienen que ser caminos libres de regreso a casa, en los que no
puede desempeñar papel alguno la coacción de las circunstancias o
de las contrafuerzas. En el regreso ha de dominar la misma libertad
y la misma fuerza rebosante que en la primera salida de la fuente.
475
En una palabra: el (re)conocimiento no ha de ser menos espontá
neo (y fecundo) que la producción.
A losjuegos luminosos del Dios palpitante pertenecen, por ello,
dos delirios, dos orgasmos, dos contentos: cada uno por sí mismo
una satisfacción inmensa, pero sólo ambos juntos, sin embargo, la
totalidad de eso que puede ser deseo de consolidación eterna en
Dios. El motivo de ese doble deseo inmenso es la simetría entre ge
nerar y (re)conocer, que se comportan mutuamente como emisión
y retomo, o como eyaculación y autoafirmación del deseo. El pun
to culminante de la extraversión creadora es confirmado y conti
nuado por el punto culminante del recogimiento reconocedor, y es
to en una autorrenovación sin fin. Estos movimientos no se
llamarían ardor, arder y soplo ardiente, si no remitieran a una fibra
vivencial por la que ambos puntos culminantes se entrecruzan. Así
hay que entenderlo, cuando en un pasaje poco comentado del
Maestro Eckhart se dice: «Dios es efervescencia que genera un pun
to culminante a partir de otro punto culminante (apicem ab ápicej»;
una proposición a la que parece hacer reverencia aún Hegel cuan
do en un paszye comprometido, con una cita poética, hace que el
absoluto «espumee» en autorreflexiones como si fuera en copas o
cálices226.
Si se reúnen los comentarios a la primera y a la decimoctava de
finición, la famosa y trascendente proposición segunda queda tan
elucidada que sólo subsiste en ella un resto que aclarar, un resto
problemático ciertamente, de implicaciones revolucionarias con res
pecto a la imagen de mundo.
Dios es la esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunfe
rencia en ninguna.
Con buenos motivos podría mantenerse la opinión de que esta
tesis, literalmente excéntrica, de teosofía hermética de la alta Edad
Media fue la bomba de relojería -quizá ya en marcha desde la Anti
güedad tardía- que un día lejano habría de explosionar desde den
tro el cosmos aristotélico bien redondo, catolicizado: un asunto al
que el giro heliocéntrico de Copémico vino a complementar en un
476
escenario extrateológico. Queda por aclarar, efectivamente, el adje
tivo, aparentemente introducido de modo convencional, «infinita»,
que depara a la esfera divina una nota peculiar, matemáticamente
dudosa o poco clara. Pues ¿cómo puede subsistir aún la representa
ción esférica -a la que, sin duda y ante todo, caracteriza como tal
una periferia finita- en una sphaera como ésta, a la que se califica
abiertamente de infinita? Todavía resuena en este atributo aquella
antigua doctrina según la cual la esfera y el círculo poseen una infi
nitud buena o cualificada, porque, volviendo incesantemente a sí
mismos, unifican en sí la falta de comienzo y la falta de fin. Pero ya
se escucha a un concepto más moderno de infinitud anunciar sus
reivindicaciones; no puede rechazarse del todo la idea de que la es
fera hermética ya no sólo posee la infinitud de la rotación y de la
reflexión en sí, sino también la infinitud de la extensión. Ahora, el
calificativo de «infinito» podría aplicarse ya al valor del radio o del
diámetro, y si se cayera en esa tentación, sí, si se contemplara esa
probabilidad, quedaría arruinada la magnificencia católica, junto
con sus coros, susjerarquías, sus costumbres centrocráticas invete
radas, inmemoriales. En cuanto el diámetro alcanza el valor de infi
nito la periferia pierde su carácter de bóveda, ya que el contorno de
un círculo infinito hay que dibujarlo recto. Así pues, el interior del
seudocírculo se pierde en lo inmenso. Ya no hay interior alguno; la
geometrización del espacio inmune ha fracasado para siempre; aca
bó el proyecto alma del mundo. Todo está fuera.
Las consecuencias del giro infinitista son incalculables. El esta-
blishmmt-Xxascendencia. entero tuvo que ser barrido fuera a causa de
la devastadora colocación del centro en todas partes: pues en lo in
finito pierde todo punto de apoyo la idea sacerdotal de que deter
minadas personas e instituciones estén «más-cerca-de-Dios». Cierta
mente no nos las habernos aquí con un dogma cosmosférico, ni,
sobre todo, con uno político-eclesial o crítico-romano, sino con una
tesis, sobre cuya pertenencia a un experimento teosófico-teosférico,
difícilmente realizable para los profanos, no existe duda alguna. Pe
ro, dado que la confusión -constitutiva para el efecto-universo cató
lico- entre los campos teológico y cosmológico de enunciados posi
477
bilita y favorece el intercambio puntual de doctrinas, resulta natural
que la arriesgada infinitización de la esfera de Dios comporte con
secuencias para la construcción o, más bien, destrucción, del siste
ma cosmosférico-geocéntrico. Es verdad que el drama de la Moder
nidad «Del mundo cerrado al universo abierto», que Koyré tipificó
en el título de su estudio, sólo llegará a su culminación en su pro
pio campo y con argumentos típicamente sistemáticos, pero la fie
bre infinitista salta de la dimensión teosférica al campamento de los
cosmógrafos y cosmólogos. El fenómeno Bruno muestra claramen
te cómo el espíritu de la des-limitación saca a Dios y al mundo, a la
vez, de sus viejas fórmulas.
Después de Copémico, el universo tuvo que hacerse repetir, con
buenas razones, que ya no podía ofrecer a los habitantes de la tierra
la antigua seguridad de las cubiertas; la edad moderna y la Moder
nidad pueden caracterizarse inequívocamente por una reestructu
ración radical de las relaciones de inmunidad. Pero no son Copér-
nico, Digges y Bruno quienes, en un proceso de daños relativo a la
historia de las ideas, hubieran de responsabilizarse por consecuen
cias a largo plazo del infinitismo. Pues, si se entienden bien las co
sas, mucho antes de sus tesis cosmológicas la existencia humana ya
había perdido todo estado de seguridad en el Dios desbaratado por
el hermetismo. La teosfera infinitizada ya no procura protección al
guna: pone en libertad. El Dios de los teósofos herméticos se ha
convertido del todo en un Dios inquietante, no-cobijante, en el que
no se alcanza a ver cómo podría cumplir su tarea inmunizadora pa
ra un mundo finito y para inteligencias finitas. Ese Dios, pensado es
peculativamente más allá de antes, quizá hasta el final, no sólo ha
perdido todo matiz de temple personalista: ni siquiera posee ya una
única propiedad evangélica; con él no se puede fraternizar como
con el Cristo. Tampoco se ve ya en él cómo la geometrización del
espacio interior ha de lograr todavía sus efectos inmunizadores (en
términos de la antigua Europa: edificantes) para la cosmo-espacio-
visión humana.
Ese Dios, cuyo centro estaría en todas partes y cuyo contorno en
ninguna, ya no se puede utilizar como vallado morfológico frente al
exterior sin más. Gracias a sus exaltaciones especulativas se ha con
478
vertido él mismo en una fuerza excentrizadora de la mayor virulen
cia; pensar en él aniquila los pequeños derechos domiciliarios de las
almas, que para su salvación recurren a capillas privadas, paisajes,
prerrogativas y grandiosidades. Su reino no es de este mundo inte
rior; su esfera ya no puede ser habitada como esfera íntima por cual
quiera. Quien medita en ese Dios sale más allá, fuera, a lo desme
surado, inconsistente, extrahumano: como si el pensamiento más
frío en el vacío del universo y la separación más amarga de lo pró
ximo y querido pudieran sostenerte jamás. Quien, a pesar de todo,
quiera seguir creyendo tendrá que acudir a un Dios que habría de
sechado lo íntimo y redondo. Pero ¿quién podría imaginarse a sí
mismo en relación con ese monstruo teomatemático?
Comprender la conexión entre la muerte de Dios y el infinitis-
mo teológico es algo que cuesta trabajo a los abonados a una teolo
gía cómoda en todo acantonamiento confesional, y tanto más cuanto
con mayor gusto se aferran a la ilusión de que el desmoronamiento
de la religión y la liquidación de la patria por la modernización han
caído sobre ellos como una fatalidad externa, injusta y no deseada.
No entienden que una de las fuentes del proceso de la Modernidad
sea la teología misma, pues son los teólogos, sobre todo, quienes
han de hacerse responsables del infinitismo. La modernización teo
lógica se lleva a cabo como lucha entre un viejo Dios, concebido re
gionalmente, que podía ser invocado como cómplice de proyectos
tribales, étnicos e imperiales de salvación, y un nuevo Dios, excén
trico, incomprensible-infinito y no utilizable, que no guarda las es
paldas a ninguna potencia, ni hace que luzca la aureola del más acá
sobre metrópoli terrena alguna: un Dios que no perdonaría a nadie
que pretendiera afirmar que existe.
Por eso es absurdo afirmar que la excentralización o descentra
lización europea comenzó político-intemacionalmente, teórico-in-
temacionalmente, teológico-intemacionalmente en el año 1945,
una fecha que sólo es de importancia porque a partir de ella inclu
so el último viejo-europeo hubo de hacerse cargo de la situación
(así pues, una vez más: Hans Sedlmayr y la «pérdida del centro»). El
auténtico proceso de descentralización obedece a impulsos que se
remontan al auge de la ola mística en el umbral del siglo XIII. La
479
mística es la debilidad inmunológica adquirida de las ontologías re
gionales; uno se cierra a causa de un contacto no protegido del pen
sar con el concepto agudizado de infinito. Una esfera cuyo contor
no no estuviera en parte alguna porque su centro está en todas; una
esfera cuyo centro no se puede encontrar porque su contorno se
pierde en el infinito: quien realmente se hubiera interesado por el
centro perdido, habría dirigido sus indagaciones, en primer lugar,
al contorno perdido del Dios infinitizado de la edad moderna. En
esos análisis se habría puesto de relieve que la teología infinitista es
la fuente fundamental del nihilismo. Ella es responsable de la equi
valencia entre ser-ahí e inseguridad; ella es la negación inicial de to
das las demandas humanas de inmunidad.
Circumferentia nusquam: con ese en-ninguna-parte, con esa supe
ración de los límites finitos de protección inmunológica, comienza
el largo camino de la Modernidad dentro de la supremacía del ex
terior infinito. Con él el pensar-del-ser se desacoplará de los intere
ses de lo vivo227; el ser adopta los rasgos de presencia homogénea y
disponibilidad neutral. Sólo por una multiplicación cuantitativa in
cesante se mantiene despierto en ese ser esterilizado un recuerdo
descolorido de lo que se llamaba una vida. La existencia en un Dios
de tal modo excentralizado equivale a habitar en el exterior sin sue
lo y sin contorno.
Eljuego final hermético de la teología introduce, pues, la úldma
transferencia de microsfericidad a macrosfericidad: con la absurda
consecuencia de que la esfera infinita abandona su función cobi
jante. Quienes están dentro de ella pierden su inmunidad y su co
bijo. Con el infinitismo teosófico surge una forma de religión en la
que Dios decepciona sistemáticamente a sus creyentes. Él es siem
pre aquel del que no se puede esperar nada. Sí, simplemente seguir
creyendo en él resulta para los implicados un negocio inmunológi-
co ruinoso. El monstruo místico-matemático toma siempre más de
lo que da y se convierte en un depósito central de esperanzas de se
guridad irrealizables. Este efecto es tan antiguo como el plotinismo,
en el que por primera vez la esfera espiritual fue distinguida expre
samente con el predicado «infinita». Pero el pensamiento neopla-
tónico vivía aún de la transferencia de lo vivo a lo geométrico, de la
480
proyección de una vitalidad finita al horizonte de lo infinito. Ex
plotó la circunstancia de que los seres humanos, mientras se crean
aliados suyos, tienen mucho de sobra para lo monstruoso; asignan
al Dios no-cobijante la inmunidad que le presuponen, pero de la
que, si se fijan con atención, ya no encuentran rastro alguno en él>
dado que en lo infinito se ha perdido el sentido de ser-en. Contem
plan también lo infinito con ingenuidad inquebrantable, todavía
como cómplices del afianzamiento de la vida mortal, tal como Boe
cio lo fijó en su clásica definición de eternidad (aetemitas) como «po
sesión ilimitada, y a la vez perfecta, de la vida»228. La vida se convierte
en el mecenas de la no-vida.
Fue el secreto de la metafísica rodear con el brillo de lo vivo pre
cisamente aquellas ideas que lo dejan en la estacada. Esa es la razón
de que la monstruosidad teomatemática de la «esfera infinita» pa
rezca iluminada, eventualmente, por una apariencia de vida; y por
ello pudo Hegel enseñar todavía que el «interés general del espíri
tu en la historia» es «llegar al ser-en-sí infinito de la subjetividad»:
un programa que ofrece un señuelo holista de inmunidad que, aun
que conforma un «ser-en-sí», no serviría de cobijo a nadie.
Para la autoarticulación del pensar moderno fue más importan
te, ciertamente, el giro romántico hacia la naturaleza que la consu
mación de Hegel de la metafísica en la vida de nadie del espíritu. La
filosofía romántica de la naturaleza consiguió crear un concepto de
repercusiones incalculables, que puso tan a las claras por primera
vez la esencia de la metafísica, el anhelo de seguridad del sujeto
dentro de una alianza ontológica incorruptible, que, aunque con
trovertido, nunca más pudo ser olvidado. Precisamente en el punto
en el que la demanda de seguridad del sujeto se funde con el mo
tivo de infinitud, surge el explosivo concepto que en los siglos XIX y
XX fuerza al pensar a salir de sus formas tradicionales: el incons
ciente. Este concepto significó un intento de hacer que incluso un
todo infinitizado diera un giro todavía hacia la protección de la vi
da: lo que, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, sólo podía su
ceder en forma de postulado. En su neblina escolástica, que sólo
permite que la vista alcance a tres generaciones, los freudianos per
dieron la dimensión histórica y la estructura lógica de su concepto
481
fundamental, y no saben que el inconsciente surgió de la última
transferencia de la forma interior, a saber, de la proyección al infi
nito del interés por la inmunidad de una vida: de la pretensión, por
tanto, de que una totalidad natural infinita habría de seguir cum
pliendo la función protectora de la envoltura divina de antaño. Pe
ro, dado que las transferencias o proyecciones al infinito fracasan a
causa de falta de apoyo objetivo, la transferencia o la proyección co
mo tal tiene ahora, por fin, que fijarse en sí misma: losjóvenes he-
gelianos, como primeros críticos de la transferencia, ejercitaron es
to con sus análisis de las proyecciones de lo humano a lo divino (y
de lo hecho a lo inventado).
De hecho, la psicología, como estudio general de imágenes de
transferencia y espacios de transferencia, presupone la muerte de
Dios, es decir, el estallido de la monosfera y el despertar de la auto-
hipnosis monoteísta. El inconsciente del temprano siglo XIX es la hi-
póstasis médico-ontológica de una virtud curativa absoluta que ha
de manifestarse ella misma en la naturaleza infinita como poder di
rigido al bien pro nobis. Con este concepto de inconsciente la inmu
nidad en general se hace pensable por primera vez, a saber: como
concepto límite entre biología y metafísica229. Una vez que se volati
lizaron las exageraciones panteístas de la idea romántica de salva
ción, el motivo inmunológico quedó sin adornos teológicos. El ca
mino estaba abierto para una praxis inmunológica interpersonal
que alcanzó un formato practicable en la «situación analítica».
En el campo de la filosofía, el desencanto por el Dios inutiliza-
ble y por el estar-ahí con manos vacías frente a una infinidad muer
ta fue algo de lo que se trató por primera vez hacia el final del siglo
XIX. Nietzsche anota bsyo el título «En el horizonte de lo infinito»:
¡Hemos abandonado tierra firme, nos hemos embarcado! ¡Hemos deja
do el puente atrás, más aún, hemos roto nuestra vinculación con tierra fir
me! ¡Ea, barquita, toma precauciones! A tu lado está el océano. Es verdad
que no brama siempre y que de cuando en cuando está ahí, quieto, como
seda y oro y ensueño amable. Pero vendrán horas en que reconozcas que es
infinito y que no hay nada más terrible que la infinitud. ¡Ay del pobre pá
jaro que se ha creído libre y que choca ahora contra las paredes de esajau
482
la! ¡Ay, cuando te viene la añoranza de la tierra firme, como si en ella hubie
ra habido mayor libertad, y ya no hay «tierra firme»! (La gaya ciencia, §124)230.
Fue Nietzsche quien llevó a cabo el giro inmunológico del pen
sar y quien comenzó a interpretar la cultura en su totalidad como
concurso entre estrategias de vacunación minimizantes y acrecenta-
doras. Mientras que la democracia practica la vacunación en masa
de la gente por motivos de seguridad, Zaratustra quiere hacer de
nuevo de la vida de los pocos algo monstruoso, en tanto que trans
forma el pensar mismo en una infección: «Os vacuno con la locura».
El centro por doquier, el contorno en ninguna parte: con tales
determinaciones el Dios de la mística racional se deshace de las úl
timas cualidades cavernosas, de las huéllas más lejanas de domesti-
cidad. Si las border politics metafísicas hubieran tenido éxito alguna
vez, con esta grandiosa superación de los contornos habría acabado
fundamentalmente la utilización de Dios para encantamientos re
gionales e imperiales del espacio. Tras el giro al infinito actual, el
concepto de Dios ya no es edificante para autoridad alguna, con
texto vital alguno, poder regional alguno. Autoridades locales, im
perios sagrados, arrabales del poder, círculos mágicos impenetra
bles y autohipnosis deparadoras de suerte ya sólo reciben a través de
ese giro la humillante información de que, como figuras delimita
das de sentido, han desaparecido, han estallado y han sido ironiza
dos y superados en un medio trascendente, oceánico. Esto requiere
de quienes piensan una disposición en la que el interior más sutil
no pueda distinguirse del exterior más monstruoso. El Dios con el
contorno en ninguna parte ya no se necesitará más como cómplice
de una cosmovisión o cosmopresunción finita. Quien pudiera pen
sarlo habría alcanzado, es verdad, el «punto de vista» de la inma
nencia absoluta, pero entonces significaría pensar: meditar en lo
monstruoso, en lo inmenso, en lo que crea sin concierto alguno.
La mística teosófica de la esfera libera una dinámica centrífuga,
en cuyas líneas de fuga se desarrollará el culto temprano-moderno
del genio creador, análogo a Dios, y más tarde, también, el indivi
dualismo moderno en sus expresiones más sublimes y a la vez más
483
vulgares. Pues cuando el Dios infinitizado pierde en el transcurso de
la edad moderna su puesto central en el espacio del espíritu, sus re
presentantes humanos, los individuos con dotes espirituales, tienen
que procurar esencialmente algo más que ocupar sólo un lugar dis
tante en su interior. El «en» de «en-el-infinito» ya no designa ahora
relación detectable alguna de habitación o participación; más bien
son los seres humanos creadores los que, cada uno desde su lugar
en lo existente, tendrían que realizar todo el trabajo del Dios-forma
perdido, si es que en la inmanencia, siquiera, ha de garantizarse el
aspecto originario, la salida de una vida. Tendrían que heredar in
cluso el centro, en tanto se ofrezcan voluntariamente para la tarea
de «sendo y representarlo.
Contra estos individualismos o excesos, sospechosos de panteís
mo, se ha sabido poner a buen recaudo la ortodoxia católica en sus
últimos siglos de dominio en solitario, en tanto desterró los experi
mentos de la mística matemática al borde o margen de lo permisi
ble dogmáticamente. Con todo, el individualismo hermético sigue
siendo una tentación característica del pensamiento tardomedieval
y posmedieval. Anuncia una época en la que el absoluto ya no se de
ja representar por sacerdotes, sino por genios. Será Rousseau quien,
desde el centro de la propia alma, establezca la regla-genio de la vi
da expresiva:
No hay ningún ser en el mundo que no pudiera considerarse, en cierto
modo, como el centro común de todos los demás. . . Antes solamente nos
ocupábamos de lo que nos toca, deloqueinmediatamentenosrodea;pero aho
ra, de repente, estamos de camino por el globo entero y corremos hacia las
regiones más extremas del universo. Esta diferencia se produce debido al
progreso de nuestras fuerzas y a la inclinación de nuestro ánimo. En estado
de debilidad e insatisfacción el instinto de autoconservación se concentra
completamente en nuestro interior; en estado de fortaleza y fuerza, el de
seo de ampliar nuestro ser nos impulsa al mayor despliegue posible231.
Johann Gottlieb Fichte formaliza las intuiciones individual-im-
perialistas de Rousseau mediante su teoría de la creación maníaca
de entorno:
484
La imagen originaria de la independencia espiritual es en la conciencia
un punto geométrico que eternamente se hace a sí mismo y se mantiene a
sí mismo con la mayor vivacidad [. . . ]. Sólo por el yo entran orden y armo
nía en la masa muerta, amorfa. Sólo desde el ser humano se extiende la re
gularidad en tomo a él hasta el límite de su observación [. . . ]. Por el yo apa
rece la serie inmensa de peldaños que va desde el liquen al serafín [. . . ]. En
el yo está la garantía segura [. . . ] de que con la cultura en avance del ser hu
mano, avanzará a la vez la cultura del universo232.
Novalis, en quien estas tesis filosóficas experimentan una rever
sión artística y literaria, presupone la transformación de la teología
clásica de la emanación en pensamiento moderno de producción y
expresión, cuando en sus libros de apuntes anota: «Todo individuo
es el punto medio de un sistema de emanación»233.
Más de doscientos cincuenta años después de la aparición de El
libro de los veinticuatrofilósofos, Nicolás de Cusa, en su tardío tratado-
diálogo De ludo gfobi (parte I, 1462, parte II, 1463; el autor murió un
año después), que se presenta en la superficie como un ligero ejer
cicio para principiantes, por no decir como una muestra de «filoso
fía amena»234, o filosofía de salón, cristiana, presenta una pequeña
suma de la esferología escolástica. Se refiere abiertamente, aunque
sin citar explícitamente la fuente, a la célebre y sospechosa propo
sición principal del escrito hermético-teosófico que acabamos de
comentar:
Y si te fijas en la sentencia de aquel sabio que dijo que Dios es un círcu
lo cuyo centro está en todas partes, comprendes que Dios se encuentra en
todo, como el punto [. . . ] se encuentra por doquier en todo lo extenso235.
El modo de pensar que hemos calificado de teocéntrico se con
virtió para el Cusano hasta tal punto en una segunda naturaleza que
no siente presión problemática alguna cuando trata de la delicada
cuestión del acoplamiento o analogización de las grandes esferas de
Dios y de mundo. Así, en la primera parte del diálogo, en una ré
plica del joven duque, Johannes von Bayem, a las manifestaciones
485
del cardenal, se propone la idea de que el ser humano, como pe
queño mundo, sea un análogo, similitudo, del gran mundo, que tam
bién se llama universo, y que representa, a su vez, un símil del mun
do máximo, es decir, de la esfera de Dios236. La palabra «mundo» no
podría utilizarse en tres formatos si no se admitiera previamente,
con la mayor naturalidad, la equivalencia entre «mundo» y «esfera»,
y si esas tres «esferas» o regiones ontológicas (parvum-magnum-maxi-
mum), en analogía con las cubiertas planetarias, no se representaran
como magnitudes concéntricamente articuladas; el ser humano es
tá en el mundo como el mundo en Dios. Así, tampoco un pensa
miento que quiere evitar imágenes sensibles se substrae a las espa-
cializaciones (ni necesita substraerse a ellas, puesto que el Cusano
no puede imaginar todavía a aquellos modernos que, a costa del
sentimiento espacial, metafísicamente más originario, se venderán
«a una glorificación unilateral del tiempo», por utilizar una formu
lación de Max Bense; pues sólo de la unilateralidad cronolátrica de
los modernos se sigue el arrugar la nariz en señal de desagrado por
«espacializaciones» poco distinguidas).
Así pues, Dios y mundo son diferenciados por el Cusano, por bo
ca de su interlocutor, calificándolos de máximum y magnum, respec
tivamente, sin que se siga ninguna referencia a la diferencia de es
tructura de ambas macrosferas. Lo grande ha de enejar en lo
máximo. ¿Cómo no? Nicolás se inclina ante la ilusión católica de la
compatibilidad de ambos constructos y hace que el mundo quepa
exactamente, sin conflictos, en el círculo máximo divino como un
dúctil círculo interior. Esto sucede tanto más fácilmente cuanto que
su discurso entero está entretejido de figuras retóricas que no evo
can otra cosa que la monarquía del punto medio y la propagación
de la luz central desde su fuente hiperreal.
En el viejo cardenál-obispo el hábito centrofílico llegó tan lejos
que no vaciló en inventar -modificando un juego de «discos» po
pular en la Edad Media- un juego de bolas mundano, con trasfondo
espiritual de sentido, que recomienda, en cierto modo, a su inter
locutor bávaro -a quien hoy calificaríamos de retoño político (de la
joven confusión)- como si se tratara de un juego de petanca o de
bolos para platónicos cristianos.
486
Como procede en un teocéntricojuramentado, estejuego sejue
ga en vistas al centro; centro que no representa otra cosa sino a
Dios, al datar vitae2S7, que representa, a su vez, la meta de todos los
anhelos metafísicos. Con humor grandioso -¿o se trata sólo de ruti
na eclesiástica? - el cardenal reproduce la esfera de Dios bsyo la for
ma de un blanco o diana, pintado en el suelo, con nueve anillos y
un 10 divino en el centro; lo que, dicho sea de paso, puede ser uno
de los motivos de por qué en el tratado se inclina a utilizar como si
nónimos los conceptos de círculo (bidimensional) y de esfera (tri
dimensional), según hemos podido observar ahora mismo en la ci
ta anónima y deformada del libro de los veinticuatro filósofos238. Los
jugadores cristianos de bolas, pues, juegan a buscar iluminación o a
llegar-a-casa-de-Dios en tanto tiran sus bolas con la intención de
que, si es posible, queden paradas en el centro de todo: el 10 divi
no. Eljuego de bolas cusano exige una proyección de la teosfera en
una superficie plana, con el fin de que losjugadores, que están an
te el disco pintado, puedan relacionarse visual e intuitivamente con
el centro y los anillos que lo rodean. Se podría ver en ello una cier
ta despreocupación filosófica o, al menos, una concesión muy gran
de a una grosera exigencia visual. Para dar en el anillo más interior,
losjugadores de bolos han de contar con grandes cualidades de
portivas e inclinaciones meditativas, pues sólo el ejercicio hace al
maestro de la bola. Así, la búsqueda del centro del ser se convierte en
un piadoso festival de tiro, con los buscadores de Dios como tirado
res, Dios como cifra y punto más alto, y la vida eterna como premio.
A quien parezca sospechoso que un alto dignatario de la Iglesia
católica en el siglo XV haya podido presentar, sin reparo alguno, los
últimos secretos de la teología mística en la imagen de una diana
-en la que Dios aparece como blanco principal-, que considere, pa
ra relativizar su extrañeza, que en la misma época en el budismoja
ponés se desarrolló una forma análoga de esplritualismo deportivo-
caballeresco: ese arte, entretanto ya conocido en el Oeste, del tiro
de arco, que fue practicado como ejercicio armado-desarmante de
intencionada falta de intención239. Comparado con este análogo del
Lejano Oriente, sublimemente marcial, en tomo al cual se organi
zó toda una subcultura compleja, la partida de bolos cusana no re-
487
El «juego de bolas» de De ludo globi de Nicolás de Cusa.
Reconstrucción del disco del Cusano. 1: Caos.
2: Fuerza de los elementos. 3: Fuerza de los minerales.
4: Fuerza del crecimiento. 5: Fuerza de la percepción.
6: Fantasía y representación. 7: Entendimiento y lógica.
8: Intuición. 9: Visión espiritual. 10: Dios.
presenta mucho más que un pasatiempo esotérico anterior a la Re
forma: todavía hoy pueden encontrarse las bolas del juego en tien
das de recuerdos de Rusel. Pero quien estudia los comentarios de
introducción al juego se dará cuenta de que, sobre todo en su se
gunda parte, no dejan nada que desear en lo que se refiere a fuer
tes tensiones, y quien quisiera practicar el juego bajo condiciones
cusanas posiblemente sería tan absorbido por él como los alumnos
de zen por la diana, la flecha y el arco.
La comparación con el zen no es sólo de naturaleza asociativa,
sino que afecta a una característica espiritual de la construcción cu-
sana. La gracia del juego está en que el lanzamiento de la bola se
complica por la circunstancia de que las bolas del Cusano no pue
den rodar en línea recta, ya que, debido a una ingeniosa treta del
inventor, están, por decirlo así, aserradas o asimétricamente vacia
das, de modo que al arrojarlas no corren directamente a un objeti
vo propuesto. Más bien se mueven hacia delante bamboleándose,
describiendo una trayectoria curva, hacia dentro, para acabar, por
fin, tendidas en el suelo. (En analogía lejana con ello, se podría alu
dir aquí a que el arquero zen no apunta a la diana con la intención
directa de un tirador normal, pues el acertar ya no ha de ser función
alguna de un deseo marcado por el yo. ) Esas bolas-dos-tercios (dos-
tercios-de-bola) vaciadas cóncavamente, bamboleantes, representan
en cierta medida la condición humana, que, como es sabido, no
permite volver corriendo a Dios por el camino más recto, sino que
nunca puede hacer más que aproximarse indirectamente al absolu
to a través de movimientos laterales y rodeos tortuosos. A los seres
humanos no se les permite sub luna más que aproximaciones a lo
perfecto,
. . . para que tras el recorrido vacilante e inseguro de muchas vueltas y re
codos del camino descansemos por fin en el reino de la vida240.
El sentido del juego consiste, pues, en conseguir, mediante ejer
cicio y mucho tacto, tirar la bola de tal modo que a pesar de la tra
yectoria curva se acerque al centro todo lo posible cuando se para.
Cuanto más cerca del 10 de Dios quede la bola, más alta es la pun
489
tuación que merece eljugador por su lanzamiento. Gana quien al
canza el primero 34 puntos: el número de años de la vida de Jesús,
según el Cusano. (Quien buscajustificantes de la tesis psicoanalíti-
ca de que soñar o fantasear no es libre habría de anotar este ejem
plo; y quien quisiera rebatir la tesis de Schiller de que el ser huma
no sólo es completamente ser humano cuando juega no parece que
pueda pasar por alto el ejemplo cusano. ) La recompensa del gana
dor no es poca, pues eljuego promete la santificación en la vida y la
felicidad post mortem.
Que el cardenal humorista, con sus bolas, no imaginó sólo un
juego, sino también un juego-infierno específico, lo muestran por
extenso las consideraciones que dedica al destino de los perdedo
res. Pues ¿qué significa ser el perdedor en este juego? Primero, esa
pregunta sólo parece importar a aquellos que para alcanzar la can
tidad necesaria de puntos necesitan más tiempo que el compañero
de juego con mayor éxito. Con ello podría vivirse en principio, aun
que ya pueden escucharse aquí sospechosos tonos concomitantes,
que suenan como si la vita christiana hubiera de definirse como una
vida de competencia o rivalidad en torno a la salvación. Pero, como
se verá pronto, dado que a causa de su carga teológica no es un me
ro pasatiempo, eljuego de bolos cusano puede tomar de improviso
un giro malo y hacerse peligroso existencialmente: aparece, enton
ces, a la vista un perdedor en el sentido más fatal de la palábra, un
perdedor que concierne especialmente a todos aquellos que en
principio no habían tomado parte en absoluto en el juego por el
centro cristianamente identificado. Yjugar con la mirada puesta en
el centro significa apuntar al Padre, cosa que no podría suceder si el
Hijo no hubiera señalado al Padre como Padre241.
De una manera un tanto maliciosa, pues, el juego de bolos re
cuerda la necesidad de ser cristiano. En la intención del creador del
juego, los círculos de la diana representan nada menos que los pel
daños de la visión, que (supuestamente) sólo con la ayuda del Hijo
se dirige al Padre-centro. Eljuego descubre aquí su latente carácter
totalitario, puesto que excluye a todos los que no están dispuestos o
no son capaces de jugar con la mira puesta sólo en el centro mos
trado o alcanzado por Cristo, el lugar del «único mediador». Por
490
ello, fuera deljuego de bolos impera una noche sin perspectiva ni
esperanza; extra ludum nulla salas.
Dado que el centro que sólo se ve dentrodel círculo no puede verse fue
ra del círculo ni fuera de los peldaños de la visión eterna ni sin Cristo, tam
poco puede verse ahí la vida de los vivos ni la luz de las luces242.
Así pues, quien no juega según las reglas platónico-cristianas, él
mismo se ciega con respecto al centro del ser y abandona desde el
principio eljuego de bolos real, la aspiración al centro supuestamen
te mostrado sólo por el Hijo. Pero con eso no basta; Nicolás, des
pués de haberse meramente aventurado hasta ahora, va ya a lo que
le importa, ypresenta a Cristo como eljugador ejemplar deljuego
de bolos, el único que ha sabido hasta ahora lanzar su bolo de tal
modo que acertara plenamente en la diana parándose en el centro
del 10. Lo que la Edad Media llamó imitatio Christi se traduce en la
emulación de esa tirada incomparable. Es verdad que, por muy bien
que realicen sus tiradas, nunca jugadores humanos encontrarán la
misma trayectoria ni alcanzarán exactamente el mismo punto de re
poso: por una parte, debido a que Cristo, naturalmente, siempre se
rá el mejorjugador; por otra, porque, por la propia naturaleza del
asunto, es imposible que dos jugadores diferentes alcancen jamás
exactamente el mismo punto. Ser real significa para el Cusano ser
diferente. En este punto se identifican el argumento matemático y
el metafísico, de donde puede deducirse que tampoco un Cristo
que retomara podría repetir su tirada de manera exacta e idéntica.
Estejuego [. . . ] significa la salida de nuestra alma de su reino en direc
ción al de la vida, en el que domina la quietud y la felicidad eterna. En cu
yo punto central preside nuestro rey y dador de vida,Jesucristo. Cuando era
semejante a nosotros tiró el bolo de su persona (personaesuaeglobum)de tal
manera que se paró en el centro de la vida. Nos dejó un ejemplo: hemos de
actuar como él hizo. Y nuestro bolo sigue al suyo (globus nostersuum sequa-
tur)aunque sea imposible que un bolo diferente llegue a pararse en el mis
mo centro de vida en el que descansa el bolo de Cristo. Pues dentro del
círculo hay un número infinito de lugares y habitáculos. Pues cada uno de
491
los bolos reposa en su propio punto y átomo, que ningún otro puede al
canzar jamás. Tampoco pueden dos bolos estar a la misma distancia del
punto medio, siempre uno está más alejado y otro, menos»243.
Que sólo Cristo pudiera alcanzar el centro del 10 de modo irre
petible tiene, pues, dos motivos substancialmente diferentes. Uno
ontológicamente puntual: dos puntos no pueden estar en el mismo
sitio (una proposición que aplica el principio de la no-identidad de
lo diferenciable), por lo que para el Cusano, aunque es verdad que
con relación al centro absoluto hay un número infinito de aproxi
maciones, nunca puede darse la coincidencia de dos puntos. Otro
ontológicamente esférico: el privilegio de Cristo de ser el único que
puede jugar con una bola perfectamente redonda (gtobus personae
suae), so pena de que pudiera decirse que también el Dios hecho
hombre fue una bola ovoide244. Que Cristo haya mostrado cómo ha
cer diana (idealistamente: hénosis, identificación; psicoanalíticamen-
te: fusión imaginaria): eso es el Evangelio traducido a un lenguaje
deportivo. Para el Cusano hablar de «acertar al blanco» o «dar en el
blanco» es un giro bienvenido, en tanto que refuerza la causa del
centrismo. También la imagen de la diana contribuye a contrarres
tar los efectos descentrantes de los comentarios herméticos sobre el
centro que está en todas partes.
Parece que el Cusano se convenció en su última época de que las
temeridades místicas sólo producen, en definitiva, alboroto existen-
cial y social, y de que lo que importa en el peligroso tema de la bola,
esfera, es consolidar la ortodoxia cristológica frente a la especula
ción sobre fuerzas centrípetas. ¿No es la salvación, en última instan
cia, una cuestión de centrarse? Pero ¿cómo ha de poder apuntar el
alma a lo mejor, si el centro no puede ser mostrado, buscado, en
contrado como una magnitud estable? Centrum autem punctus fixus
est245: así es el tenor de las reflexiones cusanas, que no disimulan sus
preocupaciones conservadoras por el afianzamiento lógico del cen
tro. Ciertamente, para la percepción sensible y no ilustrada este cen
tro queda oculto, dado que la redondez perfecta siempre permanece
invisible, pero la meditación espiritual bien encaminada no puede
equivocarse completamente cuando recuerda que la bola de Dios
492
puede intuirse o considerarse intellectualiteráe dos maneras: una, ba
jo la idea del mínimo absoluto o del punto puro, que encierra todo
en forma simple en su redondez invisiblemente perfecta (omnia com-
plicans); otra, bajo la imagen del máximo o de la bola dimensionada
al todo, en la que reposa todo desplegado en grado máximo y que
por tanta perfección resulta invisible para ojos sensibles246.
Evidentemente, en la diana del Cusano la región que queda más
cerca del margen extremo no puede ocupar ningún lugar digno de
mención, dado que se juega exclusivamente en vistas al centro; el
ludus globi entero representa un ejercicio de centrado: «Parece que
toda la fuerza está escondida en el punto medio»247. Aquel cuya bo
la quedara en el anillo 1 sería prácticamente un alma condenada;
quien nunca jamás alcanzara el 10, estaría en peligro hasta el final.
Eljugador más reflexivo sería, en cualquier caso, aquel que medita
en sus tiradas cómo su bolo tambaleante atraviesa todos los pelda
ños del despliegue de lo existente, antes de que tuerza hacia el cen
tro -que recoge todo maravillosamente en sí- y se pare en su cerca
nía. Por muy extraño que suene: los nueve anillos del blanco cusano
representan los coros de los ángeles o de los peldaños del ser, que,
según la doctrina neoplatónica, emanan del Super-Uno y contienen
los prototipos de todo existente. Así pues, eljugador de bolos se di
vierte nada menos que con la ontoteología al completo. Ycon cada
tirada pone en juego todo el sistema de clasificaciones o distincio
nes católicas, la doctrina entera de las categorías. La diana o blanco
representa lo existente en su totalidad, y, ciertamente, en comple-
tud conceptualmente esencial.
Hay, pues, diez géneros diferentes de distinciones (generadiscretionum),
a saber, la divina, que se presenta en el punto medio y como causa origina
ria (causa omnium), y las otras nueve, representadas en los nueve coros an
gélicos. Y no son más, ni en número ni en distinción (nec numen nec discre-
tioni). De ahí resulta evidente por qué he representado así el reino de la
vida y por qué he asimilado el punto medio a la luz del sol, y por qué he
pintado los tres primeros círculos que le siguen ígneos, los tres siguientes
aéreos (aetheoros)y los tres últimos, que acaban en un negro de tierra (in ni-
gro terreno\ acuosos, por así decir248.
493
Que el negro usual en las dianas de los tiradores se convierta en
el Cusano en un blanco o dorado puede, quizá, considerarse como
un éxito de espiritualización. Pero con la representación de las co
sas, sobre todo de las exteriores, Nicolás de Cusa se adentra en un
terreno ilusorio y capcioso. El que lo existente esté repartido en
nueve coros -algo que expuso Dionisio Pseudo-Areopagita en su tra
tado sobre Lajerarquía celeste, y que asume el Cusano- sólo refleja en
principio los tres órdenes (ordinesj, subdivididos cada uno a su vez
en tres escalones, de las inteligencias angélicas, cada uno de los cua
les ocupa un rango teofánico propio y manifiesta un aspecto de
Dios: desde los espíritus superiores, cercanos a Dios, que conocen
todo a la vez por simple intuición (in divina simplicitate simul omnia),
hasta los ángeles del entendimiento discursivo -de menores presta
ciones, pero sí capacitados para la verdad, no obstante-, que ya se
emparentan de cerca con los intelectos humanos249. Que estas nue
ve esferas de espíritus suijan como anillos luminosos del centro
divino por una especie de propagación de ondas y, sin embargo,
siempre «permanezcan en el origen» de algún modo es algo que,
con buena voluntad de entenderlo, puede ratificarse -con intrín
seca coherencia y sin exaltados presupuestos doctrinarios- en con
formidad con las convenciones de la doctrina neoplatónica de la
emanación. Pero en el caso del Cusano no basta con esa cadena des
cendente de luces; pues las luces emitidas desde Dios en avances
progresivos y ordenados han de recubrir o satisfacer a la vez las re
giones de la totalidad cosmológicamente concreta: por eso ésta, co
mo muestra la diana, ha de presentar tres ámbitos y nueve escalones,
con un borde externo ciertamente oscurecido y tendencialmente
desespiritualizado.
Y con ello se manifiesta el desastre sistémico. Pues, aun con la
mejor voluntad, ese borde no puede interpretarse como instancia
ínfima de los mundos de luces y ángeles. Contemplémoslo otra vez
más de cerca: en el blanco cusano los tres anillos exteriores están
pintados de negro terreno y acuosamente para caracterizar simbólica
mente, según los elementos, la escasez de luz de las tres regiones os
curas. En la primera de esas zonas «terrenas» se encuentran las fuer
zas minerales, en el segundo anillo las fuerzas de los elementos,
494
todavía más difusas y más pobres de estructura, con las que se men-
tan, ciertamente, tierra, agua, aire y fuego. Del último anillo, que
lleva el número 1y representa materias subelementales, dice inclu
so eljocoso cardenal que figura el caos informe (figurat ipsum confu-
sum chaos): una región en la que las emanaciones del centro de luz
se habrían atenuado tanto que ya no consiguen ningún tipo de efec
to formal en la materia. De lo que se sigue que el Dios de luz (a pe
sar de su atributo «infinito») tiene un margen oscuro al que ya no
llega su capacidad de ordenación.
Aquí se hace evidente la contradicción del sistema. Si las propo
siciones teocéntricas tuvieran realmente el mismo significado que
las cosmológicas, o al menos fueran compatibles con ellas, ello sig
nificaría que el noveno coro del Areopagita y el primer anillo del
disco cusano, el caos informe, serían equivalentes. Pero esto es com
pletamente absurdo, dado que no significaría otra cosa que definir
el caos como teofanía y afirmar que la casi-nada, las heces, el polvo
húmedo conocerían a su modo a Dios. (Nota bene, ser luz significa: cap
tar a Dios desde un escalón determinado. ) Entre las premisas que
reconoce el Cusano un enunciado así es totalmente impensable.
Pues Nicolás recalca una y otra vez que sólo el alma inteligente del
ser humano puede llevar a cabo, en ascensión, el progreso (progres-
sio) desde lo informe a lo diferenciado (de confuso ad discretumf50.
Pero que lo informe (chaos confusum) sea una inteligencia, más exac
tamente: el noveno escalón, más alejado, de las inteligencias irra
diadas por Dios, es algo que no podría afirmarse ni con la voluntad
de sistema más desesperada.
Considerando la periferia del sistema esférico cusano se muestra
en toda su devastadora crudeza cómo se fuerzan, para conjuntarlos,
ambos constructos esféricos incompatibles, el teoperiférico yel teo-
céntrico: con el resultado de que aparece un resto considerable y
molesto, que convence al analítico de la insuperable deficiencia o
incorrección del constructo. Pues que el anillo noveno, y más aleja
do, de inteligencias angélicas en tomo al centro divino pudiera go
zar aún de la exquisita capacidad de conseguir verdades válidas, re
ferentes a Dios, con los medios del entendimiento observador y
deductivo: es una tesis de la que puede suponerse que cualquier no-
495
platónico medio curioso y que no crea en los ángeles puede ratifi
car con el estudio del modelo emanativo. Pero que en la periferia
de la esfera de Dios -como si fuera idéntica absolutamente al globo
físico del mundo- aparezca ahora, a la vez, un caos informe, en cier
to modo como limbo o infierno previo a la escasez de luz y abando
no de forma: éste es el caso más grosero imaginable de una transición
a otro género o categoría, que sólo es posible por un salto violento
de la teosférica a la cosmosférica. Para el problema que Plotino só
lo pudo soslayar con enigmáticas sentencias teomatemáticas y los
árabes con proclamas ortodoxas, tampoco encuentra solución in
cluso el más grande pensador de la Edad Media tardía. La solución
habría sido comprender que hay que prescindir de lo imposible e
iniciar nuevos caminos del pensar.
Ese oscuro margen caótico del disco cusano del mundo testimo
nia la persistencia, dentro de los arreglos idealistas más generosos,
del proyecto físico no absorbióle. Lo que en el modelo cosmológico
estándar era el centro oscuro, el espacio sublunar y su núcleo infer
nal, sin luz, en el modelo del centro-luz aparece removido a la peri
feria, aunque es verdad que no lastrado directamente con significa
dos infernológicos.
Mediante ello ha de conseguirse a la fuerza algo que resulta tan
improcedente como imposible: un «margen» del mundo que conti
nuara siendo completamente controlado por el centro. Pór impe
rativos sistémicos ineludibles, la periferia de la esfera de luz, defini
da como caos, aparece ahora como lugar de Dios débil, perdido,
lejano; el margen extremo se convierte casi en una nada y en un ex
tranjero ontológico, donde ya no valen los pasaportes de la luz. La
luz se convierte aquí en no-luz; más allá de ese umbral Dios se arrui
na por emanación en su otro completamente diferente; se hunde
tanto en lo caótico que ya no regresa desde allí a sí mismo, a su ple
nitud.
Que una fractura del sistema de tan elemental violencia se abra
-o más bien pudiera ser soslayada, para que nada se abriera- dentro
de las consideraciones más sutiles del mayor pensador de su tiempo
demuestra lo que quizá era de esperar de todos modos: incluso los
intentos más ingeniosos del autismo integral, que se presenta como
496
teología, de hacer del mundo algo inmanente a Dios están conde
nados a la producción de puntos débiles sintomáticos. En ellos se
delata la imposibilidad, sistémicamente condicionada, de encerrar
concéntricamente el globo del mundo en el globo de Dios. Por mu
cha analogía del ser: el maximus mundus no puede contener en sí,
sin contradicción, el magnus mundus. Como hemos visto, en el reino
neoplatónico de luz, al mundo real físico se lo relega tanto a una si
tuación exterior que ya no puede hablarse en serio de una inclusión
del mundo en Dios. Por su sombría marginalidad el mundo se con
vierte en impenetrable para el Dios central mismo.
Tampoco el paso a una perspectiva filosófico-natural podría me
jorar la situación del modelo cusano. En los estudios de historia de
las ideas relativos a la revolución de la imagen de mundo en la edad
moderna se acostumbra a poner de relieve, elogiosamente, al Cusa-
no como el predecesor de la idea de un universo, si no infinito, sí
sin límites, sin tener en cuenta que con ello sólo se celebra otra im
posibilidad; pues, dado que en la imagen teológico-natural del mun
do Dios se representa como entronizado «sobre todas las cosas», se
alaba al gran cardenal, de hecho, porque colocara a Dios en una le
janía inconcebible del mundo. Si se hubiera abordado al Cusano
con respecto a este riesgo blasfemo, sin duda él habría recurrido rá
pidamente a su modelo fundamental neoplatónico, pero sólo para
confirmar el resultado que ya explicamos: tendría que haber retor
nado a un mundo que a causa de su marginalidad excesiva se habría
vuelto irrecuperable incluso para el Dios central mismo. Por eso la
ceuvrecusana. remata en una ambigüedad monumental: el centrismo
conservador mantiene en jaque al infinitismo revolucionario, como
si una explosión fuera bloqueada en el instante de su encendido. A
la vista de este diagnóstico resulta quizá comprensible por qué los
influjos del Cusano en la posteridad son, casi sin excepción, de na
turaleza indirecta251. El pensador más poderoso de su época hubo
de malgastar sus fuerzas en la situación teórica más desesperanzada.
Así como en cualquier monismo hay necesariamente espíritus
renegados que hacen palpables los límites del espacio unitario, en
el mundo-uno de la metafísica de la luz existe también un resto opa
497
co -además, un resto del tamaño del universo físico casi entero-
que no se puede recuperar interpretándolo como un modus de la
luz en ámbitos más alejados del centro.
La relación de Dios y mundo puede regularse tan poco por la re
lación cuantitativa de lo máximo con lo grande como por la dispo
sición de la materia del mundo en la periferia de Dios. En cuanto
en este sublime sistema de irradiación se visualiza el mundo como
cuerpo extenso, pesado y compacto, va abriéndose paso hacia de
lante un residuo no-integrable, un exterior abultado, que obedece
a leyes propias, más exactamente: que obedece a no-leyes propias, y
que desmiente la inmanencia de todas las cosas en la esfera de luz.
Por tanto, en el mundus catholicus hay indudablemente materia
perdida, del mismo modo que en el margen o periferia del reino de
espíritus hay un sinnúmero de almas perdidas que dan vueltas en la
massa perditionis. Todo lo que se extravía es alejado de la esfera bue
na. Ycómo no: también en eljuego por el centro divino quedan se
gregados siempre un gran número de perdedores a posteriori (que
tuvieron una oportunidad) y uno mayor aún de perdedores a priori
(que no tuvieron ninguna oportunidad). Con ello, la pretensión evan
gélica del juego de ser un juego para todos se diluye en una parti
cular y polemógena.
Así pues, tampoco el catolicismo filosófico pudo lograr nunca si
no un sistema de exclusividad inclusiva: lo acostumbrado cultural
mente, por tanto. Por eso se quedó en una forma regional, en una
cultura en sentido antropológico, en un orden simbólico, que para
algunos lo significa absolutamente todo, mientras que para un sin
número de gente sólo representa una pared tras de la que se desa
rrolla un drama hermético y provinciano, que, dependiendo del
punto de vista, puede considerarse una tragedia o una comedia. Si
una forma católica, como forma de formas, hubiera pretendido in
cluir realmente todo lo existente «según el todo», káta hólon, y abar
car los mundos particulares en su diversidad inagotable, lo primero
que habría tenido que hacer es renunciar a su propio modo de ser
centrado. De hecho, una totalidad de totalidades, para poder ser
válida para lo que pretende, habría de difuminarse a sí misma y per
derse en las culturas de los otros: de modo parecido a como losje-
498
Transposición de la cosmología de cubiertas precopemicana
a la teoría política; la tierra fija, estable, de lajusticia es circundada
por las siete virtudes mayestáticas (o cubiertas planetarias); en tomo
a ellas se extiende el cielo de las estrellas fijas de los ministros,
héroes y consejeros. La reina abarca ese cielo como Dios
el firmamento; en John Case, Sphaera Civitatis, 1588.
Omnibus idem. Emblema del siglo xvii.
El sol único luce uniformemente
sobre Babilonia y Jerusalén.
suitas en China se convirtieron en mandarines y a como los prime
ros mensajeros del cristianismo asentaron pie en suelo indio como
sadhus ascéticos o doctos brahmanes. Cómo podría haberse realiza
do con gran estilo un tal olvido de sí voluntario y si siquiera había
de realizarse es algo que no se ha hecho evidente, en modo alguno,
incluso tras experimentos de quinientos años con la globalización
de la forma del mundo (política y epistémicamente) y con la crea
ción de formas de vida posmonoteístas (cultural y éticamente).
La decisión del año 1742 del Vaticano de prohibir a los misione
ros la asimilación a los ritos chinos e indios muestra muy a las claras
cómo en su primer gran prueba el universalismo europeo prefirió
el amor a sí mismo al amor a los otros252. Pero es dudoso que el cam
bio del catolicismo de la vieja Europa al pensar neohumanista de los
derechos humanos pudiera haber hecho justicia al impulso holísti-
co del hén kaí pán, en caso de que lo quisiera.
500
Rosetón de la catedral de Troyes,
siglox i i i .
Dios e ipsoJacto centro y contorno del universo, entonces puedo go
zar de euforias dinámicas mientras consiga experimentar sólo las
462
ventajas de esta soberbia estructura de complementación; pero, pre
cisamente por mi íntima conexión con el Otro envolvente, caigo fá
cilmente en la situación del resto debilitado, olvidado, indigente. La
sumersión del individuo en la comunidad con el gran Otro puede
crear un estado en el que converjan religión y adicción: la mística
cristiana como forma de vida es la dependencia voluntaria de una
circulación sanguínea común, en la que el sujeto se deja licuar por
su gran Otro; estimula la escucha del latido del corazón de un es
pacio compartido de mundo interior.
Cuando uno de los más ambiciosos teólogos laicos del siglo XX
escribió: «El corazón de Dios latirá por medio de nosotros dentro
del mundo sin corazón»217, estaba dando un testimonio expresivo de
la realidad íntima intercordial en su contraste con cualquier envol
tura meramente formal o cualquier agregación externa. Silencia o
pasa por alto el riesgo de psicosis de la posición media: al ser atra
vesado por el latido del Otro hipertrófico es difícil evitar que uno
pierda el sentido para simetrías más maduras. Ciertamente, si la in
timidad fuera el salvoconducto para la igualdad de condición, en la
relación con el Dios del monoteísmo no habría límite alguno para
la integradora ascensión al cielo del sujeto. Pero intimidad con el
Dios cercano-lejano significa asimismo: poder caer de modo peli
grosamente fácil del lado invivible de una hiperrelación. Los nu
merosos testimonios de sufrimientos psíquicos extremos por parte
de íntimos a Dios confirman el riesgo inherente a una relación de
gemelos metafisizante, demasiado estrecha. Cuando el otro inte
rior, eventualmente, no permite acceder a él, el sujeto que queda
rezagado ha de experimentar esa incomunicación hasta el extremo
más amargo. Apenas hay un místico que no haya tenido la expe
riencia de momentos secos, depresivos. La mística no sólo abre al yo
poéticos paraísos de presencia fluida, sino también -y, quizá, ante
todo- prosaicos infiernos de abandono.
Para evitar malentendidos: si fuera posible que el Dios intimiza-
do permaneciera fielmente presente en la posición del cómplice si
lencioso y pudiera dedicarse al sujeto de continuo, sustentándolo
discretamente, sin problemas de accesibilidad, entonces, las tensio
nes que surgen de la intimización del Otro mayestático podrían
463
transformarse en vivencias estimulantes regulares, psíquicamente
bien integradas. Si es que toda una biblioteca de testimonios espiri
tuales no se basa sólo en hiperestilización y fraude psicágógico, eso
es lo que, al parecer, consiguieron algunos afortunados activistas
del absoluto después de largas y penosas luchas transformadoras.
Pero, dado que el Dios aliado es la parte -la mayoría de las veces
ocupada en otras cosas- de una gran pareja asimétrica, sigue siendo
muy alta la probabilidad de que sea yo el que se encuentre una vez
y otra en la posición oscurecida: como despojo excomulgado de
Dios, su hermana negra, su resto inconfesable, perdido en la basu
ra o enterrado bajo un rosal, como cosa que no puede aparecer y
que no tiene nada que aportar al gran Otro.
En perfecta consonancia con ello, una de las tareas más impor
tantes de la literatura mística fue captar e interpretar los sufrimien
tos psíquicos que había creado la misma cultura mística de intimi
dad o que, al menos, su cultivo había puesto de manifiesto. El tenor
de esos discursos es: con cuántos sufrimientos Dios engalana al alma.
En la línea de los principios paulinos, el sufrimiento se interpreta
como cocrucifixión con un Dios crucificado. En la obra de Mecht-
hild von Magdeburg, La luzfluyente de la divinidad, se formula la her
menéutica del dolor del místico en muchas variantes. Su frase nu
clear dice:
Cuando estamos enfermos llevamos los vestidos de boda, cuando esta
mos sanos llevamos los vestidos de diario218.
Cuando no se consigue dar al morbus mysticus el sentido de un
preludio a la fusión, se imponen los síntomas de la mera depresión
por separación. En ella las almas consumidas se sienten como los
idiotas de Dios, a quienes se les sustrajo el premio de la autoentre-
ga. De todos modos, no son sólo síntomas de abandono los que ca
racterizan a los dotados místicamente en sus períodos oscuros; son
también signos de sufrimiento por la indiscreción ilimitada de la
otra parte que se manifiesta en la enfermedad sagrada. Daniel Paul
Schreber, en sus Memorias de un neurópata (1900-1903), que tratan en
muchos pasajes de molestias de influjo psicótico causadas por pará
464
sitos trascendentes de nervios e ideas, dibuja una imagen plástica de
ello, de la que sólo hay que lamentar que hasta hoy su recepción ha
ya sido demasiado escasa en la investigación mística afirmativa, que,
por lo demás, está en manos de ingenuos.
Por muy explosivas que hayan sido las consecuencias derivadas de
la decisión fundamental monoteísta de formar una diada con el ab
soluto, quizá más detonantes aún fueran los efectos de la radicaliza-
ción del atributo de Dios, infinitud, en la teología de la alta y la baja
Edad Media. Se podría llegar a considerar, incluso, el juego de los
teólogos con el concepto de infinitud como un experimento cuyos
resultados arruinaron el proyecto medieval de mundo. Quizá lo que
se llama edad moderna sea, ante todo, una formación reactiva de las
subculturas conceptualmente sensibles a la vacuna con el infinito.
Con el giro hacia el infinitismo, en la esfera de luz interpretada
teocéntricamente se introduce la paradoja espacial, y eo ipso una
irrepresentabilidad aguda. En lo sucesivo, también el Dios de los fi
lósofos se oculta completamente en lo oscuro, como si no quisiera
en absoluto ser menos que el fundamento cristiano del mundo en
oscuridad misteriosa; se sumerge en un abismo de extravagantes de
terminaciones, que no ofrecen sentido alguno a la imaginación es
pacial corriente. Con ello, el design inmunológico de la forma me
tafísica de mundo, la bóveda geometrizada del todo como último
peldaño de abstracción de la uterotécnica y del habitáculo del ser,
entra en una crisis de la que no puede encontrarse ya salida con
servadora alguna. ¿Cómo habría de representarse siquiera una esfe
ra actualmente infinita? Una esfera cuyo centro no tiene lugar al
guno, porque, brotando de puntos que estallan, se repite hasta el
infinito: ¿cómo relacionarse con un monstruo geométrico tal? ¿Ycó
mo, en tanto creatura, sentirse encuadrado en un orden de tal des-
centramiento? ¿No había citado Aristóteles, en su tratado sobre el
cielo, razones concluyentes de por qué un cuerpo infinitamente
grande es un absurdo, de modo que tras él ya quedó claro que ha
bía que contemplar el universo como un máximum bien conforma
do, precisamente como esa esfera celeste una y única?
465
La fuente decisiva para la colocación por doquier del otro cen
tro, el difamado Líber viginti quattuor philosophorum, confirma expre
samente el diagnóstico de crisis; en él tenemos el documento funda
mental del hermetismo filosófico en la alta Edad Media. La teosofía
es la forma de pensamiento que todo lo fía en Dios y que sólo asig
na al mundo el valor posicional de un pliegue complejo en el inte
rior del absoluto. El pensamiento hermético, a su vez, es una parte
de aquellas formidables ciencias ocultas que querían hacer partíci
pes a los seres humanos de un poder ilimitado. El libro de los veinti
cuatro filósofos fue traducido del griego al latín o compilado por
redactores occidentales pocos decenios antes del año 1200, posible
mente; quizá sea incluso la copia o la actualización de un tratado
alejandrino del siglo III, que pudo llegar a Europa por caminos po
co claros, y en el que, según hipótesis más recientes, se conservarían
fragmentos de una Teología aristotélica que se creía perdida219; otros
autores consideran el líbercomo una compilación de frases del neo-
platónico Jámblico. En torno al año 1200 el libro ya está muy difun
dido en el Occidente latino. Aunque no se digna mencionar artícu
lo de fe cristiano alguno, se cotiza mucho entre la elite del clero
europeo, tal como demuestra el número de los manuscritos conser
vados. Quien ha conseguido su literatura alguna vez en librerías al
ternativas sabe qué significa informarse a partir de fuentes que so
brealimentan a los lectores con informaciones completamente
diferentes a las usuales. La lista de pensadores de primer rango, im
presionados o influenciados por el libro, el Maestro Eckhart, Nico
lás de Cusa, Giordano Bruno, Leibniz, asegura al pequeño escrito
un lugar respetable en la historia de la especulación metafísica. La
obra, cuyo autor figura como la persona fantástica de Hermes Tris-
megisto -el primer sabio, según la leyenda de la Antigüedad tardía,
del que tanto Moisés como Platón habrían extraído sus doctrinas-,
conduce sin rodeos a las tierras altas de la teosofía neoplatónica,
diez mil pies más allá de sacerdocio y catecismo.
En la introducción se dice lapidariamente que veinticuatro filó
sofos -como si no se tratara de personal sospechoso- se habrían reu
nido para recopilar sus respuestas a la pregunta: Quid estDeusl, con
la idea de llegar a una determinación final común reuniendo las di
466
ferentes tesis; determinación a la que, por cierto, no se llegará. Tras
esta lacónica observación previa siguen veinticuatro definiciones de
Dios, que, sin derivación unas de otras, pasan por delante del lector
como una lluvia meteorítica de rápidas proposiciones especulativas
de consistencia y audacia sin par. Para nosotros son de especial im
portancia la primera, la segunda y la decimoctava.
1. Deusestmonasmonademgignens, inseunumreflectensardorem.
2. Deus est sphaera infinita cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam.
18. Deus est sphaera cuius tot sunt circumferentiae quot puncta.
1. Dios es la mónada que engendra una mónada y la hace retroflexio-
nar hacia sí en un único soplo ardiente.
2. Dios es la esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circun
ferencia en ninguna.
18. Dios es la esfera que tiene tantas circunferencias como puntos220.
Mostraremos por qué parece natural leer las tres definiciones co
mo paráfrasis de una única idea, que, bajo la forma de una parado
ja geométrica, expresa una representación necesaria por lo que res
pecta a la teología de la luz y, sin embargo, inaprehensible para la
intuición sensible. Que las proposiciones 2 y 18 convergen se reco
noce directamente por su tema común, la esfera de Dios. Que am
bas coinciden también con la primera es menos autoevidente y hay
que mostrarlo por medio de una consideración adicional.
Al final de la proposición 18 se puede aclarar más fácilmente que
en ninguna parte el capricho esferológico de la conformación divi
na de espacio. En cualquier esfera profana que pongamos, todos los
puntos han de representarse sobre radios que emanan del centro.
Pero en el caso de la irradiación a partir de Dios, en cada punto en
torno a Dios se manifiesta de nuevo el distintivo característico de la
divinidad, la naturaleza irradiante y automanifestante. Si esto es así,
en la esfera divina no tiene lugar la trivial diferencia geométrica en
tre punto medio y punto distante, ya que desde cada punto puede
comenzar de nuevo el proceso de la irradiación en redondo. De he
cho, el proprium de Dios consiste en que transmite a cada punto que
467
toca el regalo de su indivisible plétora esencial, de modo que los
puntos distantes no pueden ser más pobres que el centro, que en
principio parecía monopolizarlo todo él solo. Con ello, lo que era
punto se convierte en centro mismo, y lo que recibió ser se con
vierte, a su vez, en foco de nuevas irradiaciones de ser. De ahí pro
viene que en la «primera» esfera se produzca, necesariamente, una
reacción en cadena de nuevas formaciones a partir de cada punto;
todos y cada uno de los puntos actúan ellos mismos como centros,
irradian su luz a nuevas esferas, dentro de las cuales todos los pun
tos, a su vez, siguen actuando luminosamente y donando ser: y así
hasta el infinito (en caso de que no se quiera traer a colación aquí,
como es usual desde el punto de vista neoplatónico, una mecánica
de la distancia y la debilitación, por la que en último término apa
rece un margen en el que se pierde la irradiación). La sphaira divina,
en consecuencia, tiene en total tantos puntos como circunferencias:
infinitos; que era lo que había que demostrar.
Esta decimoctava definición de Dios, como se nota, es un prin
cipio inmanente de plenitud, que garantiza que no pueda haber
pérdida alguna de substancia en Dios, por muy lejos que alcancen
sus irradiaciones a partir del «primer» centro misterioso. Se podría
decir, igualmente, que no hay puntos débiles en Dios y que en su in
terior, estrictamente hablando, no son posibles regiones alejadas de
él (como hemos visto, el neoplatonismo no es estricto en este pun
to, y salva el primado del primer centro haciendo que la esfera de
emanación se vaya apagando o enfriando hacia la periferia debido
a pérdidas ocasionadas por la distancia); más bien -si se tuviera el
valor de reconocerlo- Dios está presente en plenitud por doquier, en
tero, autodado y autodándose. Con ello, la decimoctava definición,
de modo magníficamente simple y complejo a la vez, proporciona,
bajo la forma de una tesis geométricamente paradójica, el esquema
por el que puede hacerse comprensible a medias para la razón hu
mana el principio generativo de la autoinfinitización de Dios, por
más que la intuición empírica fracase en ese cálculo teomatemático
(pues ésta no puede -ni quiere- representarse punto alguno que es
tuviera infinitamente alejado de Dios, y fuera, sin embargo, Dios
mismo). Dado que Dios, desde un primer centro inconstatable, se
468
derrama en su «entorno», todo punto en tomo a él es él mismo, y,
en tanto se rechaza la idea de una debilitación progresiva de Dios
-en tanto se rechaza o prohíbe nada más hacerse explícita (y expli-
citud es el elemento común de la diabología y de la teología)-, po
see el don inimaginable de ser a cualquier distancia de su centro él
mismo, tan intensamente indiviso y desbordantemente entero co
mo en el hipotético origo mismo. Así pues, desde cada punto de su
contomo genera nuevos contornos, en los que estaría presente, del
mismo modo, en plenitud. Tot circumferentiae quot puncta*21.
Lo único que falta aún a esta audaz proposición es una referen
cia a las fuerzas centrípetas o de reflexión, por medio de las cuales
se garantizaba la «permanencia» de la luz en su primer centro. Se
entiende inmediatamente por qué son necesarias esas fuerzas re
troactivas, si se echa una mirada al design cognitivo del Dios hermé
tico. En el caso de un puro sistema de irradiación -como en el de
simples fuentes de luz sensibles del tipo de soles o lámparas-, el au
ra de rayos en tomo al centro refulgente sería irreflexivamente cen
trífuga; una vez que un rayo abandonaba su fuente, se lanzaba, dis
tante e irreversiblemente, a una vorágine de perpetuo movimiento
de huida. Así y todo, a cada uno de tales rayos le seguía su constan
te renovación desde la fuente, de modo que también la luz irradia
da podía concebirse, en cierto sentido, como «permaneciendo eter
namente en la esfera», por muy debilitada y enrarecida que fuera.
A las características esenciales de la luz divina pertenece, sin em
bargo, el que se complemente y complete a sí misma incesantemen
te por medio de rayos reflexivos o retomantes, razón por la cual to
do «camino de ida» de la luz ha de corresponder a un «camino de
vuelta» más o menos simétrico; esto lo desarrolló la especulación
neoplatónica con toda formalidad. La protoluz no sale, pues, de
modo meramente centrífugo de su primer punto de emisión para
precipitarse en lo inconmensurable, irrecuperable, sino que -en
una eterna revolución conservadora- regresa a su fuente desde un
punto de retomo exactamente determinado. Con cierta falta de res
peto podría decirse que de lo que es capaz el éter aristotélico es ca
paz, sobre todo, la luz noética, dado que su «reflexión» es la prose
cución de la cicloforia etérea con medios superiores. Este retomo o
469
Thomas Wright, ilustración para An Original Theory
or New Hypothesis of the Universe, Londres 1750; cada esfera
de estrellas posee su propio centro inteligente. Dado que Wright
identifica el centro de gravitación del universo con Dios,
y que no hay, pues, una plétora de centros secundarios
que procure contrapesos y equilibrio, el mundo tendría
que implosionar en Dios.
regreso a casa es constitutivo del ser-englobante de Dios, pues sin él
no podría distinguirse, uno de otro, fuente y rayo, primero y se
gundo; no habría motivo racional alguno para la preeminenciaje
rárquica del origen frente a lo originado. El primer emisor se per
dería en sus emisiones, el creador perdería su prioridad ante las
criaturas; el Dios disipador tendría que estallar y difundir eterna
mente, sin poder recoger ni reconocer nunca.
Mientras sea preciso recurrir a representaciones centralistas, la
fuente ha de poseer el privilegio, constitutivo para la unidad-todo,
de recoger de nuevo sus rayos enviados y unirlos; de otro modo, se
trataría sólo de una reacción en cadena, semejante a una explosión
nuclear, y la luz sólo sería el soporte de una diseminación irrecupe
rable; dicho contemporáneamente: un gasto sin beneficio alguno.
Si no tuviera lugar la vuelta de la luz, la monarquía del punto me
dio, toda la economía del centro, correría peligro, y una vez aban
donada ésta, la teología especulativa como tal habría terminado.
Precisamente de esa ley de la vuelta trata, con extrema conden
sación pero de modo suficientemente explícito, la poderosa defini
ción primera del libro de los veinticuatro filósofos: «Dios es una mó
nada que engendra una mónada», cuya segunda parte dice: in se
unum reflectens ardorem, que Kurt Flasch, con tanto atrevimiento co
mo exactitud, traduce: «Yla hace retroflexionar hacia sí en un úni
co soplo ardiente», donde «la» se refiere inequívocamente a los ra
yos que regresan, es decir, a la mónada engendrada, como todo, de
la que se puede mostrar que no significa otra cosa que la suma de la
luz irradiada en tomo, luz que desde el margen de la esfera de luz
es retroproyectada al centro. No en vano ya en la primera de estas
definiciones de Dios se plantea la pregunta por la reflexión o re
greso-a-sí, dado que sin ello Dios sería nada más que un reactor de
luz, y no un proceso de conocimiento. Pero precisamente esto últi
mo es lo que él tiene que ser en una cultura especulativa como és
ta, que subraya la omnisciencia, puesto que en ella subsiste Dios sólo
en la medida en que se afirme como omnisciente-creador-de-todo.
Y está fuera de duda que sin la reflexión salvadora los rayos envia
dos por él se perderían en una «mala» infinitud sin retorno y no vol
veríanjamás al punto.
471
En Leonhard Euler, Cartas a una princesa alemana, 1768.
Dios sólo pudo y hubo de ser representado como esfera porque
únicamente la forma esférica consiguió prometer el autocobijo de
la vida libre y expansiva -se entienda pan-psíquica, vitalista o noéti-
camente- en una estructura abovedada de espacio interior. Si la vi
da sólo fuera de antemano una estancia en lo exterior, si no tuviera
que procurar mecanismos de inmunidad, ni que atender a intereses
de cobijo tanto a pequeña como a gran escala, no se necesitaría ha
blar de círculos y esferas salvo en el último peldaño de su autoin-
terpretación metafísica; pues entonces no habría nada que necesita
ra refugiarse en la forma solidaria y coaligante. La simple presencia
de cosas en el espacio no tiene pretensiones morfológicas, ni gene
ra dificultades con respecto a la idea de que algo sale y no vuelve.
Pero cuando el imperativo inmunológico está metido en la cabeza
-se podría decir también: cuando de lo que se trata es de pensar, en
sentido enfático, una vidé22- el motivo del círculo se impone, pues
to que a él viene asignado more geométrico, ineludiblemente, el peso
principal del aseguramiento del espacio interior y de la conforma
ción del borde del mundo. La vida quiere expandirse libre de mo
vimientos y, sin embargo, experimentar el privilegio de poder habi
tar dentro de un límite endógeno.
(Habitar es, por citar una definición contemporánea: «Cultura
de los sentimientos en un espacio cercado»223; una frase que conlle
va filosóficamente las consecuencias más ambiciosas cuando se ad
mite que el único cerco lógicamente satisfactorio sólo puede pro
porcionarlo el hén kaípán. )
Por eso, incluso un Dios que juega con el fuego infinitista no
puede estar fuera de quicio, fuera de todo límite y atadura; el im
perativo morfológico vale también, y hasta el final, para sus rela
ciones internas más expansivas. Por eso, pues: in se refiectens. Sale de
sí y regresa a sí: esto es lo que había que retener en la primera pro
posición de éste, el más excesivo de todos los discursos sobre Dios.
El ardor, el soplo ardiente, creador de esferas en derredor, que él,
el punto originario, ha lanzado fuera de sí -ése es precisamente el
sentido de hablar de la creación de una mónada por la mónada-
tiene que volver a su emisor sobre un arco de luz, por así decirlo.
Como en la aritmética trivial, también en Dios uno por uno es uno;
473
Paul Klee, Límites de la razón, 1927.
la mónada que se multiplica por sí misma genera de nuevo una mó
nada, pero esta operación, a diferencia de la profana matemática,
posee fecundidad teosférica, ya que «explícita» algo implícito: a sa
ber, la identidad del inextenso punto-uno, o mínimo, y de la om-
nienvolvente esfera-uno, o máximo (por el momento, dejamos de
lado la imposibilidad cosmológica de una esfera así). Desde el bor
de de lo máximo, los rayos provenientes del núcleo vuelven a rom
per contra el núcleo. En el caso de un principio tan protuberante
como el Dios-luz monádico, menos que una contraprotuberancia,
la tremenda recogida de una tremenda erupción, no basta para dar
la forma de la unidad a la luz desencadenada. Por eso Dios es una
esfera, a la vez en calma y en explosión. Sólo porque reverbera o re
fleja lo que fue irrradiado, todo estallido viene compensado por
reflexiones. A todo derroche corresponde una recolecta, a toda
emisión una absorción. También en el Dios hermético, pues, tiene
sentido la rotación; pero las revoluciones astrales se han converti
do ahora en círculos de reflexión, los ciclos de éter en movimien
tos circulares del concepto. (También a esto preparó el terreno el
neoplatonismo en todos sus puntos decisivos224. ) Si fuera de otro
modo, las irradiaciones centrífugas tendrían que proseguir su viaje
hasta acabar en lo irreflejo; el mundo estaría en crónica evasión del
origen: cosa que, por cierto, es el dilema de las teorías contempo
ráneas de una explosión originaria, que ofrecen como fábula ex
plicativa del mundo una instantánea del estallido de un algo-co
mienzo, falto de reflexión, a partir de un punto hiperdenso,
hipercaliente225.
Unus ardor: tiene que ser un único (uno y el mismo) soplo ar
diente el que genere la esfera a partir del punto y, acto seguido, me
diante un viraje hacia atrás espontáneo, libre y preciso, la llame a su
punto de partida. Si las reflexiones fueran forzadas por resistencias
exteriores tendríamos un Dios obligado: lo último, ciertamente, que
quiere oír un teósofo. Para que Dios no sea obligado, los giros de la
luz tienen que ser caminos libres de regreso a casa, en los que no
puede desempeñar papel alguno la coacción de las circunstancias o
de las contrafuerzas. En el regreso ha de dominar la misma libertad
y la misma fuerza rebosante que en la primera salida de la fuente.
475
En una palabra: el (re)conocimiento no ha de ser menos espontá
neo (y fecundo) que la producción.
A losjuegos luminosos del Dios palpitante pertenecen, por ello,
dos delirios, dos orgasmos, dos contentos: cada uno por sí mismo
una satisfacción inmensa, pero sólo ambos juntos, sin embargo, la
totalidad de eso que puede ser deseo de consolidación eterna en
Dios. El motivo de ese doble deseo inmenso es la simetría entre ge
nerar y (re)conocer, que se comportan mutuamente como emisión
y retomo, o como eyaculación y autoafirmación del deseo. El pun
to culminante de la extraversión creadora es confirmado y conti
nuado por el punto culminante del recogimiento reconocedor, y es
to en una autorrenovación sin fin. Estos movimientos no se
llamarían ardor, arder y soplo ardiente, si no remitieran a una fibra
vivencial por la que ambos puntos culminantes se entrecruzan. Así
hay que entenderlo, cuando en un pasaje poco comentado del
Maestro Eckhart se dice: «Dios es efervescencia que genera un pun
to culminante a partir de otro punto culminante (apicem ab ápicej»;
una proposición a la que parece hacer reverencia aún Hegel cuan
do en un paszye comprometido, con una cita poética, hace que el
absoluto «espumee» en autorreflexiones como si fuera en copas o
cálices226.
Si se reúnen los comentarios a la primera y a la decimoctava de
finición, la famosa y trascendente proposición segunda queda tan
elucidada que sólo subsiste en ella un resto que aclarar, un resto
problemático ciertamente, de implicaciones revolucionarias con res
pecto a la imagen de mundo.
Dios es la esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunfe
rencia en ninguna.
Con buenos motivos podría mantenerse la opinión de que esta
tesis, literalmente excéntrica, de teosofía hermética de la alta Edad
Media fue la bomba de relojería -quizá ya en marcha desde la Anti
güedad tardía- que un día lejano habría de explosionar desde den
tro el cosmos aristotélico bien redondo, catolicizado: un asunto al
que el giro heliocéntrico de Copémico vino a complementar en un
476
escenario extrateológico. Queda por aclarar, efectivamente, el adje
tivo, aparentemente introducido de modo convencional, «infinita»,
que depara a la esfera divina una nota peculiar, matemáticamente
dudosa o poco clara. Pues ¿cómo puede subsistir aún la representa
ción esférica -a la que, sin duda y ante todo, caracteriza como tal
una periferia finita- en una sphaera como ésta, a la que se califica
abiertamente de infinita? Todavía resuena en este atributo aquella
antigua doctrina según la cual la esfera y el círculo poseen una infi
nitud buena o cualificada, porque, volviendo incesantemente a sí
mismos, unifican en sí la falta de comienzo y la falta de fin. Pero ya
se escucha a un concepto más moderno de infinitud anunciar sus
reivindicaciones; no puede rechazarse del todo la idea de que la es
fera hermética ya no sólo posee la infinitud de la rotación y de la
reflexión en sí, sino también la infinitud de la extensión. Ahora, el
calificativo de «infinito» podría aplicarse ya al valor del radio o del
diámetro, y si se cayera en esa tentación, sí, si se contemplara esa
probabilidad, quedaría arruinada la magnificencia católica, junto
con sus coros, susjerarquías, sus costumbres centrocráticas invete
radas, inmemoriales. En cuanto el diámetro alcanza el valor de infi
nito la periferia pierde su carácter de bóveda, ya que el contorno de
un círculo infinito hay que dibujarlo recto. Así pues, el interior del
seudocírculo se pierde en lo inmenso. Ya no hay interior alguno; la
geometrización del espacio inmune ha fracasado para siempre; aca
bó el proyecto alma del mundo. Todo está fuera.
Las consecuencias del giro infinitista son incalculables. El esta-
blishmmt-Xxascendencia. entero tuvo que ser barrido fuera a causa de
la devastadora colocación del centro en todas partes: pues en lo in
finito pierde todo punto de apoyo la idea sacerdotal de que deter
minadas personas e instituciones estén «más-cerca-de-Dios». Cierta
mente no nos las habernos aquí con un dogma cosmosférico, ni,
sobre todo, con uno político-eclesial o crítico-romano, sino con una
tesis, sobre cuya pertenencia a un experimento teosófico-teosférico,
difícilmente realizable para los profanos, no existe duda alguna. Pe
ro, dado que la confusión -constitutiva para el efecto-universo cató
lico- entre los campos teológico y cosmológico de enunciados posi
477
bilita y favorece el intercambio puntual de doctrinas, resulta natural
que la arriesgada infinitización de la esfera de Dios comporte con
secuencias para la construcción o, más bien, destrucción, del siste
ma cosmosférico-geocéntrico. Es verdad que el drama de la Moder
nidad «Del mundo cerrado al universo abierto», que Koyré tipificó
en el título de su estudio, sólo llegará a su culminación en su pro
pio campo y con argumentos típicamente sistemáticos, pero la fie
bre infinitista salta de la dimensión teosférica al campamento de los
cosmógrafos y cosmólogos. El fenómeno Bruno muestra claramen
te cómo el espíritu de la des-limitación saca a Dios y al mundo, a la
vez, de sus viejas fórmulas.
Después de Copémico, el universo tuvo que hacerse repetir, con
buenas razones, que ya no podía ofrecer a los habitantes de la tierra
la antigua seguridad de las cubiertas; la edad moderna y la Moder
nidad pueden caracterizarse inequívocamente por una reestructu
ración radical de las relaciones de inmunidad. Pero no son Copér-
nico, Digges y Bruno quienes, en un proceso de daños relativo a la
historia de las ideas, hubieran de responsabilizarse por consecuen
cias a largo plazo del infinitismo. Pues, si se entienden bien las co
sas, mucho antes de sus tesis cosmológicas la existencia humana ya
había perdido todo estado de seguridad en el Dios desbaratado por
el hermetismo. La teosfera infinitizada ya no procura protección al
guna: pone en libertad. El Dios de los teósofos herméticos se ha
convertido del todo en un Dios inquietante, no-cobijante, en el que
no se alcanza a ver cómo podría cumplir su tarea inmunizadora pa
ra un mundo finito y para inteligencias finitas. Ese Dios, pensado es
peculativamente más allá de antes, quizá hasta el final, no sólo ha
perdido todo matiz de temple personalista: ni siquiera posee ya una
única propiedad evangélica; con él no se puede fraternizar como
con el Cristo. Tampoco se ve ya en él cómo la geometrización del
espacio interior ha de lograr todavía sus efectos inmunizadores (en
términos de la antigua Europa: edificantes) para la cosmo-espacio-
visión humana.
Ese Dios, cuyo centro estaría en todas partes y cuyo contorno en
ninguna, ya no se puede utilizar como vallado morfológico frente al
exterior sin más. Gracias a sus exaltaciones especulativas se ha con
478
vertido él mismo en una fuerza excentrizadora de la mayor virulen
cia; pensar en él aniquila los pequeños derechos domiciliarios de las
almas, que para su salvación recurren a capillas privadas, paisajes,
prerrogativas y grandiosidades. Su reino no es de este mundo inte
rior; su esfera ya no puede ser habitada como esfera íntima por cual
quiera. Quien medita en ese Dios sale más allá, fuera, a lo desme
surado, inconsistente, extrahumano: como si el pensamiento más
frío en el vacío del universo y la separación más amarga de lo pró
ximo y querido pudieran sostenerte jamás. Quien, a pesar de todo,
quiera seguir creyendo tendrá que acudir a un Dios que habría de
sechado lo íntimo y redondo. Pero ¿quién podría imaginarse a sí
mismo en relación con ese monstruo teomatemático?
Comprender la conexión entre la muerte de Dios y el infinitis-
mo teológico es algo que cuesta trabajo a los abonados a una teolo
gía cómoda en todo acantonamiento confesional, y tanto más cuanto
con mayor gusto se aferran a la ilusión de que el desmoronamiento
de la religión y la liquidación de la patria por la modernización han
caído sobre ellos como una fatalidad externa, injusta y no deseada.
No entienden que una de las fuentes del proceso de la Modernidad
sea la teología misma, pues son los teólogos, sobre todo, quienes
han de hacerse responsables del infinitismo. La modernización teo
lógica se lleva a cabo como lucha entre un viejo Dios, concebido re
gionalmente, que podía ser invocado como cómplice de proyectos
tribales, étnicos e imperiales de salvación, y un nuevo Dios, excén
trico, incomprensible-infinito y no utilizable, que no guarda las es
paldas a ninguna potencia, ni hace que luzca la aureola del más acá
sobre metrópoli terrena alguna: un Dios que no perdonaría a nadie
que pretendiera afirmar que existe.
Por eso es absurdo afirmar que la excentralización o descentra
lización europea comenzó político-intemacionalmente, teórico-in-
temacionalmente, teológico-intemacionalmente en el año 1945,
una fecha que sólo es de importancia porque a partir de ella inclu
so el último viejo-europeo hubo de hacerse cargo de la situación
(así pues, una vez más: Hans Sedlmayr y la «pérdida del centro»). El
auténtico proceso de descentralización obedece a impulsos que se
remontan al auge de la ola mística en el umbral del siglo XIII. La
479
mística es la debilidad inmunológica adquirida de las ontologías re
gionales; uno se cierra a causa de un contacto no protegido del pen
sar con el concepto agudizado de infinito. Una esfera cuyo contor
no no estuviera en parte alguna porque su centro está en todas; una
esfera cuyo centro no se puede encontrar porque su contorno se
pierde en el infinito: quien realmente se hubiera interesado por el
centro perdido, habría dirigido sus indagaciones, en primer lugar,
al contorno perdido del Dios infinitizado de la edad moderna. En
esos análisis se habría puesto de relieve que la teología infinitista es
la fuente fundamental del nihilismo. Ella es responsable de la equi
valencia entre ser-ahí e inseguridad; ella es la negación inicial de to
das las demandas humanas de inmunidad.
Circumferentia nusquam: con ese en-ninguna-parte, con esa supe
ración de los límites finitos de protección inmunológica, comienza
el largo camino de la Modernidad dentro de la supremacía del ex
terior infinito. Con él el pensar-del-ser se desacoplará de los intere
ses de lo vivo227; el ser adopta los rasgos de presencia homogénea y
disponibilidad neutral. Sólo por una multiplicación cuantitativa in
cesante se mantiene despierto en ese ser esterilizado un recuerdo
descolorido de lo que se llamaba una vida. La existencia en un Dios
de tal modo excentralizado equivale a habitar en el exterior sin sue
lo y sin contorno.
Eljuego final hermético de la teología introduce, pues, la úldma
transferencia de microsfericidad a macrosfericidad: con la absurda
consecuencia de que la esfera infinita abandona su función cobi
jante. Quienes están dentro de ella pierden su inmunidad y su co
bijo. Con el infinitismo teosófico surge una forma de religión en la
que Dios decepciona sistemáticamente a sus creyentes. Él es siem
pre aquel del que no se puede esperar nada. Sí, simplemente seguir
creyendo en él resulta para los implicados un negocio inmunológi-
co ruinoso. El monstruo místico-matemático toma siempre más de
lo que da y se convierte en un depósito central de esperanzas de se
guridad irrealizables. Este efecto es tan antiguo como el plotinismo,
en el que por primera vez la esfera espiritual fue distinguida expre
samente con el predicado «infinita». Pero el pensamiento neopla-
tónico vivía aún de la transferencia de lo vivo a lo geométrico, de la
480
proyección de una vitalidad finita al horizonte de lo infinito. Ex
plotó la circunstancia de que los seres humanos, mientras se crean
aliados suyos, tienen mucho de sobra para lo monstruoso; asignan
al Dios no-cobijante la inmunidad que le presuponen, pero de la
que, si se fijan con atención, ya no encuentran rastro alguno en él>
dado que en lo infinito se ha perdido el sentido de ser-en. Contem
plan también lo infinito con ingenuidad inquebrantable, todavía
como cómplices del afianzamiento de la vida mortal, tal como Boe
cio lo fijó en su clásica definición de eternidad (aetemitas) como «po
sesión ilimitada, y a la vez perfecta, de la vida»228. La vida se convierte
en el mecenas de la no-vida.
Fue el secreto de la metafísica rodear con el brillo de lo vivo pre
cisamente aquellas ideas que lo dejan en la estacada. Esa es la razón
de que la monstruosidad teomatemática de la «esfera infinita» pa
rezca iluminada, eventualmente, por una apariencia de vida; y por
ello pudo Hegel enseñar todavía que el «interés general del espíri
tu en la historia» es «llegar al ser-en-sí infinito de la subjetividad»:
un programa que ofrece un señuelo holista de inmunidad que, aun
que conforma un «ser-en-sí», no serviría de cobijo a nadie.
Para la autoarticulación del pensar moderno fue más importan
te, ciertamente, el giro romántico hacia la naturaleza que la consu
mación de Hegel de la metafísica en la vida de nadie del espíritu. La
filosofía romántica de la naturaleza consiguió crear un concepto de
repercusiones incalculables, que puso tan a las claras por primera
vez la esencia de la metafísica, el anhelo de seguridad del sujeto
dentro de una alianza ontológica incorruptible, que, aunque con
trovertido, nunca más pudo ser olvidado. Precisamente en el punto
en el que la demanda de seguridad del sujeto se funde con el mo
tivo de infinitud, surge el explosivo concepto que en los siglos XIX y
XX fuerza al pensar a salir de sus formas tradicionales: el incons
ciente. Este concepto significó un intento de hacer que incluso un
todo infinitizado diera un giro todavía hacia la protección de la vi
da: lo que, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, sólo podía su
ceder en forma de postulado. En su neblina escolástica, que sólo
permite que la vista alcance a tres generaciones, los freudianos per
dieron la dimensión histórica y la estructura lógica de su concepto
481
fundamental, y no saben que el inconsciente surgió de la última
transferencia de la forma interior, a saber, de la proyección al infi
nito del interés por la inmunidad de una vida: de la pretensión, por
tanto, de que una totalidad natural infinita habría de seguir cum
pliendo la función protectora de la envoltura divina de antaño. Pe
ro, dado que las transferencias o proyecciones al infinito fracasan a
causa de falta de apoyo objetivo, la transferencia o la proyección co
mo tal tiene ahora, por fin, que fijarse en sí misma: losjóvenes he-
gelianos, como primeros críticos de la transferencia, ejercitaron es
to con sus análisis de las proyecciones de lo humano a lo divino (y
de lo hecho a lo inventado).
De hecho, la psicología, como estudio general de imágenes de
transferencia y espacios de transferencia, presupone la muerte de
Dios, es decir, el estallido de la monosfera y el despertar de la auto-
hipnosis monoteísta. El inconsciente del temprano siglo XIX es la hi-
póstasis médico-ontológica de una virtud curativa absoluta que ha
de manifestarse ella misma en la naturaleza infinita como poder di
rigido al bien pro nobis. Con este concepto de inconsciente la inmu
nidad en general se hace pensable por primera vez, a saber: como
concepto límite entre biología y metafísica229. Una vez que se volati
lizaron las exageraciones panteístas de la idea romántica de salva
ción, el motivo inmunológico quedó sin adornos teológicos. El ca
mino estaba abierto para una praxis inmunológica interpersonal
que alcanzó un formato practicable en la «situación analítica».
En el campo de la filosofía, el desencanto por el Dios inutiliza-
ble y por el estar-ahí con manos vacías frente a una infinidad muer
ta fue algo de lo que se trató por primera vez hacia el final del siglo
XIX. Nietzsche anota bsyo el título «En el horizonte de lo infinito»:
¡Hemos abandonado tierra firme, nos hemos embarcado! ¡Hemos deja
do el puente atrás, más aún, hemos roto nuestra vinculación con tierra fir
me! ¡Ea, barquita, toma precauciones! A tu lado está el océano. Es verdad
que no brama siempre y que de cuando en cuando está ahí, quieto, como
seda y oro y ensueño amable. Pero vendrán horas en que reconozcas que es
infinito y que no hay nada más terrible que la infinitud. ¡Ay del pobre pá
jaro que se ha creído libre y que choca ahora contra las paredes de esajau
482
la! ¡Ay, cuando te viene la añoranza de la tierra firme, como si en ella hubie
ra habido mayor libertad, y ya no hay «tierra firme»! (La gaya ciencia, §124)230.
Fue Nietzsche quien llevó a cabo el giro inmunológico del pen
sar y quien comenzó a interpretar la cultura en su totalidad como
concurso entre estrategias de vacunación minimizantes y acrecenta-
doras. Mientras que la democracia practica la vacunación en masa
de la gente por motivos de seguridad, Zaratustra quiere hacer de
nuevo de la vida de los pocos algo monstruoso, en tanto que trans
forma el pensar mismo en una infección: «Os vacuno con la locura».
El centro por doquier, el contorno en ninguna parte: con tales
determinaciones el Dios de la mística racional se deshace de las úl
timas cualidades cavernosas, de las huéllas más lejanas de domesti-
cidad. Si las border politics metafísicas hubieran tenido éxito alguna
vez, con esta grandiosa superación de los contornos habría acabado
fundamentalmente la utilización de Dios para encantamientos re
gionales e imperiales del espacio. Tras el giro al infinito actual, el
concepto de Dios ya no es edificante para autoridad alguna, con
texto vital alguno, poder regional alguno. Autoridades locales, im
perios sagrados, arrabales del poder, círculos mágicos impenetra
bles y autohipnosis deparadoras de suerte ya sólo reciben a través de
ese giro la humillante información de que, como figuras delimita
das de sentido, han desaparecido, han estallado y han sido ironiza
dos y superados en un medio trascendente, oceánico. Esto requiere
de quienes piensan una disposición en la que el interior más sutil
no pueda distinguirse del exterior más monstruoso. El Dios con el
contorno en ninguna parte ya no se necesitará más como cómplice
de una cosmovisión o cosmopresunción finita. Quien pudiera pen
sarlo habría alcanzado, es verdad, el «punto de vista» de la inma
nencia absoluta, pero entonces significaría pensar: meditar en lo
monstruoso, en lo inmenso, en lo que crea sin concierto alguno.
La mística teosófica de la esfera libera una dinámica centrífuga,
en cuyas líneas de fuga se desarrollará el culto temprano-moderno
del genio creador, análogo a Dios, y más tarde, también, el indivi
dualismo moderno en sus expresiones más sublimes y a la vez más
483
vulgares. Pues cuando el Dios infinitizado pierde en el transcurso de
la edad moderna su puesto central en el espacio del espíritu, sus re
presentantes humanos, los individuos con dotes espirituales, tienen
que procurar esencialmente algo más que ocupar sólo un lugar dis
tante en su interior. El «en» de «en-el-infinito» ya no designa ahora
relación detectable alguna de habitación o participación; más bien
son los seres humanos creadores los que, cada uno desde su lugar
en lo existente, tendrían que realizar todo el trabajo del Dios-forma
perdido, si es que en la inmanencia, siquiera, ha de garantizarse el
aspecto originario, la salida de una vida. Tendrían que heredar in
cluso el centro, en tanto se ofrezcan voluntariamente para la tarea
de «sendo y representarlo.
Contra estos individualismos o excesos, sospechosos de panteís
mo, se ha sabido poner a buen recaudo la ortodoxia católica en sus
últimos siglos de dominio en solitario, en tanto desterró los experi
mentos de la mística matemática al borde o margen de lo permisi
ble dogmáticamente. Con todo, el individualismo hermético sigue
siendo una tentación característica del pensamiento tardomedieval
y posmedieval. Anuncia una época en la que el absoluto ya no se de
ja representar por sacerdotes, sino por genios. Será Rousseau quien,
desde el centro de la propia alma, establezca la regla-genio de la vi
da expresiva:
No hay ningún ser en el mundo que no pudiera considerarse, en cierto
modo, como el centro común de todos los demás. . . Antes solamente nos
ocupábamos de lo que nos toca, deloqueinmediatamentenosrodea;pero aho
ra, de repente, estamos de camino por el globo entero y corremos hacia las
regiones más extremas del universo. Esta diferencia se produce debido al
progreso de nuestras fuerzas y a la inclinación de nuestro ánimo. En estado
de debilidad e insatisfacción el instinto de autoconservación se concentra
completamente en nuestro interior; en estado de fortaleza y fuerza, el de
seo de ampliar nuestro ser nos impulsa al mayor despliegue posible231.
Johann Gottlieb Fichte formaliza las intuiciones individual-im-
perialistas de Rousseau mediante su teoría de la creación maníaca
de entorno:
484
La imagen originaria de la independencia espiritual es en la conciencia
un punto geométrico que eternamente se hace a sí mismo y se mantiene a
sí mismo con la mayor vivacidad [. . . ]. Sólo por el yo entran orden y armo
nía en la masa muerta, amorfa. Sólo desde el ser humano se extiende la re
gularidad en tomo a él hasta el límite de su observación [. . . ]. Por el yo apa
rece la serie inmensa de peldaños que va desde el liquen al serafín [. . . ]. En
el yo está la garantía segura [. . . ] de que con la cultura en avance del ser hu
mano, avanzará a la vez la cultura del universo232.
Novalis, en quien estas tesis filosóficas experimentan una rever
sión artística y literaria, presupone la transformación de la teología
clásica de la emanación en pensamiento moderno de producción y
expresión, cuando en sus libros de apuntes anota: «Todo individuo
es el punto medio de un sistema de emanación»233.
Más de doscientos cincuenta años después de la aparición de El
libro de los veinticuatrofilósofos, Nicolás de Cusa, en su tardío tratado-
diálogo De ludo gfobi (parte I, 1462, parte II, 1463; el autor murió un
año después), que se presenta en la superficie como un ligero ejer
cicio para principiantes, por no decir como una muestra de «filoso
fía amena»234, o filosofía de salón, cristiana, presenta una pequeña
suma de la esferología escolástica. Se refiere abiertamente, aunque
sin citar explícitamente la fuente, a la célebre y sospechosa propo
sición principal del escrito hermético-teosófico que acabamos de
comentar:
Y si te fijas en la sentencia de aquel sabio que dijo que Dios es un círcu
lo cuyo centro está en todas partes, comprendes que Dios se encuentra en
todo, como el punto [. . . ] se encuentra por doquier en todo lo extenso235.
El modo de pensar que hemos calificado de teocéntrico se con
virtió para el Cusano hasta tal punto en una segunda naturaleza que
no siente presión problemática alguna cuando trata de la delicada
cuestión del acoplamiento o analogización de las grandes esferas de
Dios y de mundo. Así, en la primera parte del diálogo, en una ré
plica del joven duque, Johannes von Bayem, a las manifestaciones
485
del cardenal, se propone la idea de que el ser humano, como pe
queño mundo, sea un análogo, similitudo, del gran mundo, que tam
bién se llama universo, y que representa, a su vez, un símil del mun
do máximo, es decir, de la esfera de Dios236. La palabra «mundo» no
podría utilizarse en tres formatos si no se admitiera previamente,
con la mayor naturalidad, la equivalencia entre «mundo» y «esfera»,
y si esas tres «esferas» o regiones ontológicas (parvum-magnum-maxi-
mum), en analogía con las cubiertas planetarias, no se representaran
como magnitudes concéntricamente articuladas; el ser humano es
tá en el mundo como el mundo en Dios. Así, tampoco un pensa
miento que quiere evitar imágenes sensibles se substrae a las espa-
cializaciones (ni necesita substraerse a ellas, puesto que el Cusano
no puede imaginar todavía a aquellos modernos que, a costa del
sentimiento espacial, metafísicamente más originario, se venderán
«a una glorificación unilateral del tiempo», por utilizar una formu
lación de Max Bense; pues sólo de la unilateralidad cronolátrica de
los modernos se sigue el arrugar la nariz en señal de desagrado por
«espacializaciones» poco distinguidas).
Así pues, Dios y mundo son diferenciados por el Cusano, por bo
ca de su interlocutor, calificándolos de máximum y magnum, respec
tivamente, sin que se siga ninguna referencia a la diferencia de es
tructura de ambas macrosferas. Lo grande ha de enejar en lo
máximo. ¿Cómo no? Nicolás se inclina ante la ilusión católica de la
compatibilidad de ambos constructos y hace que el mundo quepa
exactamente, sin conflictos, en el círculo máximo divino como un
dúctil círculo interior. Esto sucede tanto más fácilmente cuanto que
su discurso entero está entretejido de figuras retóricas que no evo
can otra cosa que la monarquía del punto medio y la propagación
de la luz central desde su fuente hiperreal.
En el viejo cardenál-obispo el hábito centrofílico llegó tan lejos
que no vaciló en inventar -modificando un juego de «discos» po
pular en la Edad Media- un juego de bolas mundano, con trasfondo
espiritual de sentido, que recomienda, en cierto modo, a su inter
locutor bávaro -a quien hoy calificaríamos de retoño político (de la
joven confusión)- como si se tratara de un juego de petanca o de
bolos para platónicos cristianos.
486
Como procede en un teocéntricojuramentado, estejuego sejue
ga en vistas al centro; centro que no representa otra cosa sino a
Dios, al datar vitae2S7, que representa, a su vez, la meta de todos los
anhelos metafísicos. Con humor grandioso -¿o se trata sólo de ruti
na eclesiástica? - el cardenal reproduce la esfera de Dios bsyo la for
ma de un blanco o diana, pintado en el suelo, con nueve anillos y
un 10 divino en el centro; lo que, dicho sea de paso, puede ser uno
de los motivos de por qué en el tratado se inclina a utilizar como si
nónimos los conceptos de círculo (bidimensional) y de esfera (tri
dimensional), según hemos podido observar ahora mismo en la ci
ta anónima y deformada del libro de los veinticuatro filósofos238. Los
jugadores cristianos de bolas, pues, juegan a buscar iluminación o a
llegar-a-casa-de-Dios en tanto tiran sus bolas con la intención de
que, si es posible, queden paradas en el centro de todo: el 10 divi
no. Eljuego de bolas cusano exige una proyección de la teosfera en
una superficie plana, con el fin de que losjugadores, que están an
te el disco pintado, puedan relacionarse visual e intuitivamente con
el centro y los anillos que lo rodean. Se podría ver en ello una cier
ta despreocupación filosófica o, al menos, una concesión muy gran
de a una grosera exigencia visual. Para dar en el anillo más interior,
losjugadores de bolos han de contar con grandes cualidades de
portivas e inclinaciones meditativas, pues sólo el ejercicio hace al
maestro de la bola. Así, la búsqueda del centro del ser se convierte en
un piadoso festival de tiro, con los buscadores de Dios como tirado
res, Dios como cifra y punto más alto, y la vida eterna como premio.
A quien parezca sospechoso que un alto dignatario de la Iglesia
católica en el siglo XV haya podido presentar, sin reparo alguno, los
últimos secretos de la teología mística en la imagen de una diana
-en la que Dios aparece como blanco principal-, que considere, pa
ra relativizar su extrañeza, que en la misma época en el budismoja
ponés se desarrolló una forma análoga de esplritualismo deportivo-
caballeresco: ese arte, entretanto ya conocido en el Oeste, del tiro
de arco, que fue practicado como ejercicio armado-desarmante de
intencionada falta de intención239. Comparado con este análogo del
Lejano Oriente, sublimemente marcial, en tomo al cual se organi
zó toda una subcultura compleja, la partida de bolos cusana no re-
487
El «juego de bolas» de De ludo globi de Nicolás de Cusa.
Reconstrucción del disco del Cusano. 1: Caos.
2: Fuerza de los elementos. 3: Fuerza de los minerales.
4: Fuerza del crecimiento. 5: Fuerza de la percepción.
6: Fantasía y representación. 7: Entendimiento y lógica.
8: Intuición. 9: Visión espiritual. 10: Dios.
presenta mucho más que un pasatiempo esotérico anterior a la Re
forma: todavía hoy pueden encontrarse las bolas del juego en tien
das de recuerdos de Rusel. Pero quien estudia los comentarios de
introducción al juego se dará cuenta de que, sobre todo en su se
gunda parte, no dejan nada que desear en lo que se refiere a fuer
tes tensiones, y quien quisiera practicar el juego bajo condiciones
cusanas posiblemente sería tan absorbido por él como los alumnos
de zen por la diana, la flecha y el arco.
La comparación con el zen no es sólo de naturaleza asociativa,
sino que afecta a una característica espiritual de la construcción cu-
sana. La gracia del juego está en que el lanzamiento de la bola se
complica por la circunstancia de que las bolas del Cusano no pue
den rodar en línea recta, ya que, debido a una ingeniosa treta del
inventor, están, por decirlo así, aserradas o asimétricamente vacia
das, de modo que al arrojarlas no corren directamente a un objeti
vo propuesto. Más bien se mueven hacia delante bamboleándose,
describiendo una trayectoria curva, hacia dentro, para acabar, por
fin, tendidas en el suelo. (En analogía lejana con ello, se podría alu
dir aquí a que el arquero zen no apunta a la diana con la intención
directa de un tirador normal, pues el acertar ya no ha de ser función
alguna de un deseo marcado por el yo. ) Esas bolas-dos-tercios (dos-
tercios-de-bola) vaciadas cóncavamente, bamboleantes, representan
en cierta medida la condición humana, que, como es sabido, no
permite volver corriendo a Dios por el camino más recto, sino que
nunca puede hacer más que aproximarse indirectamente al absolu
to a través de movimientos laterales y rodeos tortuosos. A los seres
humanos no se les permite sub luna más que aproximaciones a lo
perfecto,
. . . para que tras el recorrido vacilante e inseguro de muchas vueltas y re
codos del camino descansemos por fin en el reino de la vida240.
El sentido del juego consiste, pues, en conseguir, mediante ejer
cicio y mucho tacto, tirar la bola de tal modo que a pesar de la tra
yectoria curva se acerque al centro todo lo posible cuando se para.
Cuanto más cerca del 10 de Dios quede la bola, más alta es la pun
489
tuación que merece eljugador por su lanzamiento. Gana quien al
canza el primero 34 puntos: el número de años de la vida de Jesús,
según el Cusano. (Quien buscajustificantes de la tesis psicoanalíti-
ca de que soñar o fantasear no es libre habría de anotar este ejem
plo; y quien quisiera rebatir la tesis de Schiller de que el ser huma
no sólo es completamente ser humano cuando juega no parece que
pueda pasar por alto el ejemplo cusano. ) La recompensa del gana
dor no es poca, pues eljuego promete la santificación en la vida y la
felicidad post mortem.
Que el cardenal humorista, con sus bolas, no imaginó sólo un
juego, sino también un juego-infierno específico, lo muestran por
extenso las consideraciones que dedica al destino de los perdedo
res. Pues ¿qué significa ser el perdedor en este juego? Primero, esa
pregunta sólo parece importar a aquellos que para alcanzar la can
tidad necesaria de puntos necesitan más tiempo que el compañero
de juego con mayor éxito. Con ello podría vivirse en principio, aun
que ya pueden escucharse aquí sospechosos tonos concomitantes,
que suenan como si la vita christiana hubiera de definirse como una
vida de competencia o rivalidad en torno a la salvación. Pero, como
se verá pronto, dado que a causa de su carga teológica no es un me
ro pasatiempo, eljuego de bolos cusano puede tomar de improviso
un giro malo y hacerse peligroso existencialmente: aparece, enton
ces, a la vista un perdedor en el sentido más fatal de la palábra, un
perdedor que concierne especialmente a todos aquellos que en
principio no habían tomado parte en absoluto en el juego por el
centro cristianamente identificado. Yjugar con la mirada puesta en
el centro significa apuntar al Padre, cosa que no podría suceder si el
Hijo no hubiera señalado al Padre como Padre241.
De una manera un tanto maliciosa, pues, el juego de bolos re
cuerda la necesidad de ser cristiano. En la intención del creador del
juego, los círculos de la diana representan nada menos que los pel
daños de la visión, que (supuestamente) sólo con la ayuda del Hijo
se dirige al Padre-centro. Eljuego descubre aquí su latente carácter
totalitario, puesto que excluye a todos los que no están dispuestos o
no son capaces de jugar con la mira puesta sólo en el centro mos
trado o alcanzado por Cristo, el lugar del «único mediador». Por
490
ello, fuera deljuego de bolos impera una noche sin perspectiva ni
esperanza; extra ludum nulla salas.
Dado que el centro que sólo se ve dentrodel círculo no puede verse fue
ra del círculo ni fuera de los peldaños de la visión eterna ni sin Cristo, tam
poco puede verse ahí la vida de los vivos ni la luz de las luces242.
Así pues, quien no juega según las reglas platónico-cristianas, él
mismo se ciega con respecto al centro del ser y abandona desde el
principio eljuego de bolos real, la aspiración al centro supuestamen
te mostrado sólo por el Hijo. Pero con eso no basta; Nicolás, des
pués de haberse meramente aventurado hasta ahora, va ya a lo que
le importa, ypresenta a Cristo como eljugador ejemplar deljuego
de bolos, el único que ha sabido hasta ahora lanzar su bolo de tal
modo que acertara plenamente en la diana parándose en el centro
del 10. Lo que la Edad Media llamó imitatio Christi se traduce en la
emulación de esa tirada incomparable. Es verdad que, por muy bien
que realicen sus tiradas, nunca jugadores humanos encontrarán la
misma trayectoria ni alcanzarán exactamente el mismo punto de re
poso: por una parte, debido a que Cristo, naturalmente, siempre se
rá el mejorjugador; por otra, porque, por la propia naturaleza del
asunto, es imposible que dos jugadores diferentes alcancen jamás
exactamente el mismo punto. Ser real significa para el Cusano ser
diferente. En este punto se identifican el argumento matemático y
el metafísico, de donde puede deducirse que tampoco un Cristo
que retomara podría repetir su tirada de manera exacta e idéntica.
Estejuego [. . . ] significa la salida de nuestra alma de su reino en direc
ción al de la vida, en el que domina la quietud y la felicidad eterna. En cu
yo punto central preside nuestro rey y dador de vida,Jesucristo. Cuando era
semejante a nosotros tiró el bolo de su persona (personaesuaeglobum)de tal
manera que se paró en el centro de la vida. Nos dejó un ejemplo: hemos de
actuar como él hizo. Y nuestro bolo sigue al suyo (globus nostersuum sequa-
tur)aunque sea imposible que un bolo diferente llegue a pararse en el mis
mo centro de vida en el que descansa el bolo de Cristo. Pues dentro del
círculo hay un número infinito de lugares y habitáculos. Pues cada uno de
491
los bolos reposa en su propio punto y átomo, que ningún otro puede al
canzar jamás. Tampoco pueden dos bolos estar a la misma distancia del
punto medio, siempre uno está más alejado y otro, menos»243.
Que sólo Cristo pudiera alcanzar el centro del 10 de modo irre
petible tiene, pues, dos motivos substancialmente diferentes. Uno
ontológicamente puntual: dos puntos no pueden estar en el mismo
sitio (una proposición que aplica el principio de la no-identidad de
lo diferenciable), por lo que para el Cusano, aunque es verdad que
con relación al centro absoluto hay un número infinito de aproxi
maciones, nunca puede darse la coincidencia de dos puntos. Otro
ontológicamente esférico: el privilegio de Cristo de ser el único que
puede jugar con una bola perfectamente redonda (gtobus personae
suae), so pena de que pudiera decirse que también el Dios hecho
hombre fue una bola ovoide244. Que Cristo haya mostrado cómo ha
cer diana (idealistamente: hénosis, identificación; psicoanalíticamen-
te: fusión imaginaria): eso es el Evangelio traducido a un lenguaje
deportivo. Para el Cusano hablar de «acertar al blanco» o «dar en el
blanco» es un giro bienvenido, en tanto que refuerza la causa del
centrismo. También la imagen de la diana contribuye a contrarres
tar los efectos descentrantes de los comentarios herméticos sobre el
centro que está en todas partes.
Parece que el Cusano se convenció en su última época de que las
temeridades místicas sólo producen, en definitiva, alboroto existen-
cial y social, y de que lo que importa en el peligroso tema de la bola,
esfera, es consolidar la ortodoxia cristológica frente a la especula
ción sobre fuerzas centrípetas. ¿No es la salvación, en última instan
cia, una cuestión de centrarse? Pero ¿cómo ha de poder apuntar el
alma a lo mejor, si el centro no puede ser mostrado, buscado, en
contrado como una magnitud estable? Centrum autem punctus fixus
est245: así es el tenor de las reflexiones cusanas, que no disimulan sus
preocupaciones conservadoras por el afianzamiento lógico del cen
tro. Ciertamente, para la percepción sensible y no ilustrada este cen
tro queda oculto, dado que la redondez perfecta siempre permanece
invisible, pero la meditación espiritual bien encaminada no puede
equivocarse completamente cuando recuerda que la bola de Dios
492
puede intuirse o considerarse intellectualiteráe dos maneras: una, ba
jo la idea del mínimo absoluto o del punto puro, que encierra todo
en forma simple en su redondez invisiblemente perfecta (omnia com-
plicans); otra, bajo la imagen del máximo o de la bola dimensionada
al todo, en la que reposa todo desplegado en grado máximo y que
por tanta perfección resulta invisible para ojos sensibles246.
Evidentemente, en la diana del Cusano la región que queda más
cerca del margen extremo no puede ocupar ningún lugar digno de
mención, dado que se juega exclusivamente en vistas al centro; el
ludus globi entero representa un ejercicio de centrado: «Parece que
toda la fuerza está escondida en el punto medio»247. Aquel cuya bo
la quedara en el anillo 1 sería prácticamente un alma condenada;
quien nunca jamás alcanzara el 10, estaría en peligro hasta el final.
Eljugador más reflexivo sería, en cualquier caso, aquel que medita
en sus tiradas cómo su bolo tambaleante atraviesa todos los pelda
ños del despliegue de lo existente, antes de que tuerza hacia el cen
tro -que recoge todo maravillosamente en sí- y se pare en su cerca
nía. Por muy extraño que suene: los nueve anillos del blanco cusano
representan los coros de los ángeles o de los peldaños del ser, que,
según la doctrina neoplatónica, emanan del Super-Uno y contienen
los prototipos de todo existente. Así pues, eljugador de bolos se di
vierte nada menos que con la ontoteología al completo. Ycon cada
tirada pone en juego todo el sistema de clasificaciones o distincio
nes católicas, la doctrina entera de las categorías. La diana o blanco
representa lo existente en su totalidad, y, ciertamente, en comple-
tud conceptualmente esencial.
Hay, pues, diez géneros diferentes de distinciones (generadiscretionum),
a saber, la divina, que se presenta en el punto medio y como causa origina
ria (causa omnium), y las otras nueve, representadas en los nueve coros an
gélicos. Y no son más, ni en número ni en distinción (nec numen nec discre-
tioni). De ahí resulta evidente por qué he representado así el reino de la
vida y por qué he asimilado el punto medio a la luz del sol, y por qué he
pintado los tres primeros círculos que le siguen ígneos, los tres siguientes
aéreos (aetheoros)y los tres últimos, que acaban en un negro de tierra (in ni-
gro terreno\ acuosos, por así decir248.
493
Que el negro usual en las dianas de los tiradores se convierta en
el Cusano en un blanco o dorado puede, quizá, considerarse como
un éxito de espiritualización. Pero con la representación de las co
sas, sobre todo de las exteriores, Nicolás de Cusa se adentra en un
terreno ilusorio y capcioso. El que lo existente esté repartido en
nueve coros -algo que expuso Dionisio Pseudo-Areopagita en su tra
tado sobre Lajerarquía celeste, y que asume el Cusano- sólo refleja en
principio los tres órdenes (ordinesj, subdivididos cada uno a su vez
en tres escalones, de las inteligencias angélicas, cada uno de los cua
les ocupa un rango teofánico propio y manifiesta un aspecto de
Dios: desde los espíritus superiores, cercanos a Dios, que conocen
todo a la vez por simple intuición (in divina simplicitate simul omnia),
hasta los ángeles del entendimiento discursivo -de menores presta
ciones, pero sí capacitados para la verdad, no obstante-, que ya se
emparentan de cerca con los intelectos humanos249. Que estas nue
ve esferas de espíritus suijan como anillos luminosos del centro
divino por una especie de propagación de ondas y, sin embargo,
siempre «permanezcan en el origen» de algún modo es algo que,
con buena voluntad de entenderlo, puede ratificarse -con intrín
seca coherencia y sin exaltados presupuestos doctrinarios- en con
formidad con las convenciones de la doctrina neoplatónica de la
emanación. Pero en el caso del Cusano no basta con esa cadena des
cendente de luces; pues las luces emitidas desde Dios en avances
progresivos y ordenados han de recubrir o satisfacer a la vez las re
giones de la totalidad cosmológicamente concreta: por eso ésta, co
mo muestra la diana, ha de presentar tres ámbitos y nueve escalones,
con un borde externo ciertamente oscurecido y tendencialmente
desespiritualizado.
Y con ello se manifiesta el desastre sistémico. Pues, aun con la
mejor voluntad, ese borde no puede interpretarse como instancia
ínfima de los mundos de luces y ángeles. Contemplémoslo otra vez
más de cerca: en el blanco cusano los tres anillos exteriores están
pintados de negro terreno y acuosamente para caracterizar simbólica
mente, según los elementos, la escasez de luz de las tres regiones os
curas. En la primera de esas zonas «terrenas» se encuentran las fuer
zas minerales, en el segundo anillo las fuerzas de los elementos,
494
todavía más difusas y más pobres de estructura, con las que se men-
tan, ciertamente, tierra, agua, aire y fuego. Del último anillo, que
lleva el número 1y representa materias subelementales, dice inclu
so eljocoso cardenal que figura el caos informe (figurat ipsum confu-
sum chaos): una región en la que las emanaciones del centro de luz
se habrían atenuado tanto que ya no consiguen ningún tipo de efec
to formal en la materia. De lo que se sigue que el Dios de luz (a pe
sar de su atributo «infinito») tiene un margen oscuro al que ya no
llega su capacidad de ordenación.
Aquí se hace evidente la contradicción del sistema. Si las propo
siciones teocéntricas tuvieran realmente el mismo significado que
las cosmológicas, o al menos fueran compatibles con ellas, ello sig
nificaría que el noveno coro del Areopagita y el primer anillo del
disco cusano, el caos informe, serían equivalentes. Pero esto es com
pletamente absurdo, dado que no significaría otra cosa que definir
el caos como teofanía y afirmar que la casi-nada, las heces, el polvo
húmedo conocerían a su modo a Dios. (Nota bene, ser luz significa: cap
tar a Dios desde un escalón determinado. ) Entre las premisas que
reconoce el Cusano un enunciado así es totalmente impensable.
Pues Nicolás recalca una y otra vez que sólo el alma inteligente del
ser humano puede llevar a cabo, en ascensión, el progreso (progres-
sio) desde lo informe a lo diferenciado (de confuso ad discretumf50.
Pero que lo informe (chaos confusum) sea una inteligencia, más exac
tamente: el noveno escalón, más alejado, de las inteligencias irra
diadas por Dios, es algo que no podría afirmarse ni con la voluntad
de sistema más desesperada.
Considerando la periferia del sistema esférico cusano se muestra
en toda su devastadora crudeza cómo se fuerzan, para conjuntarlos,
ambos constructos esféricos incompatibles, el teoperiférico yel teo-
céntrico: con el resultado de que aparece un resto considerable y
molesto, que convence al analítico de la insuperable deficiencia o
incorrección del constructo. Pues que el anillo noveno, y más aleja
do, de inteligencias angélicas en tomo al centro divino pudiera go
zar aún de la exquisita capacidad de conseguir verdades válidas, re
ferentes a Dios, con los medios del entendimiento observador y
deductivo: es una tesis de la que puede suponerse que cualquier no-
495
platónico medio curioso y que no crea en los ángeles puede ratifi
car con el estudio del modelo emanativo. Pero que en la periferia
de la esfera de Dios -como si fuera idéntica absolutamente al globo
físico del mundo- aparezca ahora, a la vez, un caos informe, en cier
to modo como limbo o infierno previo a la escasez de luz y abando
no de forma: éste es el caso más grosero imaginable de una transición
a otro género o categoría, que sólo es posible por un salto violento
de la teosférica a la cosmosférica. Para el problema que Plotino só
lo pudo soslayar con enigmáticas sentencias teomatemáticas y los
árabes con proclamas ortodoxas, tampoco encuentra solución in
cluso el más grande pensador de la Edad Media tardía. La solución
habría sido comprender que hay que prescindir de lo imposible e
iniciar nuevos caminos del pensar.
Ese oscuro margen caótico del disco cusano del mundo testimo
nia la persistencia, dentro de los arreglos idealistas más generosos,
del proyecto físico no absorbióle. Lo que en el modelo cosmológico
estándar era el centro oscuro, el espacio sublunar y su núcleo infer
nal, sin luz, en el modelo del centro-luz aparece removido a la peri
feria, aunque es verdad que no lastrado directamente con significa
dos infernológicos.
Mediante ello ha de conseguirse a la fuerza algo que resulta tan
improcedente como imposible: un «margen» del mundo que conti
nuara siendo completamente controlado por el centro. Pór impe
rativos sistémicos ineludibles, la periferia de la esfera de luz, defini
da como caos, aparece ahora como lugar de Dios débil, perdido,
lejano; el margen extremo se convierte casi en una nada y en un ex
tranjero ontológico, donde ya no valen los pasaportes de la luz. La
luz se convierte aquí en no-luz; más allá de ese umbral Dios se arrui
na por emanación en su otro completamente diferente; se hunde
tanto en lo caótico que ya no regresa desde allí a sí mismo, a su ple
nitud.
Que una fractura del sistema de tan elemental violencia se abra
-o más bien pudiera ser soslayada, para que nada se abriera- dentro
de las consideraciones más sutiles del mayor pensador de su tiempo
demuestra lo que quizá era de esperar de todos modos: incluso los
intentos más ingeniosos del autismo integral, que se presenta como
496
teología, de hacer del mundo algo inmanente a Dios están conde
nados a la producción de puntos débiles sintomáticos. En ellos se
delata la imposibilidad, sistémicamente condicionada, de encerrar
concéntricamente el globo del mundo en el globo de Dios. Por mu
cha analogía del ser: el maximus mundus no puede contener en sí,
sin contradicción, el magnus mundus. Como hemos visto, en el reino
neoplatónico de luz, al mundo real físico se lo relega tanto a una si
tuación exterior que ya no puede hablarse en serio de una inclusión
del mundo en Dios. Por su sombría marginalidad el mundo se con
vierte en impenetrable para el Dios central mismo.
Tampoco el paso a una perspectiva filosófico-natural podría me
jorar la situación del modelo cusano. En los estudios de historia de
las ideas relativos a la revolución de la imagen de mundo en la edad
moderna se acostumbra a poner de relieve, elogiosamente, al Cusa-
no como el predecesor de la idea de un universo, si no infinito, sí
sin límites, sin tener en cuenta que con ello sólo se celebra otra im
posibilidad; pues, dado que en la imagen teológico-natural del mun
do Dios se representa como entronizado «sobre todas las cosas», se
alaba al gran cardenal, de hecho, porque colocara a Dios en una le
janía inconcebible del mundo. Si se hubiera abordado al Cusano
con respecto a este riesgo blasfemo, sin duda él habría recurrido rá
pidamente a su modelo fundamental neoplatónico, pero sólo para
confirmar el resultado que ya explicamos: tendría que haber retor
nado a un mundo que a causa de su marginalidad excesiva se habría
vuelto irrecuperable incluso para el Dios central mismo. Por eso la
ceuvrecusana. remata en una ambigüedad monumental: el centrismo
conservador mantiene en jaque al infinitismo revolucionario, como
si una explosión fuera bloqueada en el instante de su encendido. A
la vista de este diagnóstico resulta quizá comprensible por qué los
influjos del Cusano en la posteridad son, casi sin excepción, de na
turaleza indirecta251. El pensador más poderoso de su época hubo
de malgastar sus fuerzas en la situación teórica más desesperanzada.
Así como en cualquier monismo hay necesariamente espíritus
renegados que hacen palpables los límites del espacio unitario, en
el mundo-uno de la metafísica de la luz existe también un resto opa
497
co -además, un resto del tamaño del universo físico casi entero-
que no se puede recuperar interpretándolo como un modus de la
luz en ámbitos más alejados del centro.
La relación de Dios y mundo puede regularse tan poco por la re
lación cuantitativa de lo máximo con lo grande como por la dispo
sición de la materia del mundo en la periferia de Dios. En cuanto
en este sublime sistema de irradiación se visualiza el mundo como
cuerpo extenso, pesado y compacto, va abriéndose paso hacia de
lante un residuo no-integrable, un exterior abultado, que obedece
a leyes propias, más exactamente: que obedece a no-leyes propias, y
que desmiente la inmanencia de todas las cosas en la esfera de luz.
Por tanto, en el mundus catholicus hay indudablemente materia
perdida, del mismo modo que en el margen o periferia del reino de
espíritus hay un sinnúmero de almas perdidas que dan vueltas en la
massa perditionis. Todo lo que se extravía es alejado de la esfera bue
na. Ycómo no: también en eljuego por el centro divino quedan se
gregados siempre un gran número de perdedores a posteriori (que
tuvieron una oportunidad) y uno mayor aún de perdedores a priori
(que no tuvieron ninguna oportunidad). Con ello, la pretensión evan
gélica del juego de ser un juego para todos se diluye en una parti
cular y polemógena.
Así pues, tampoco el catolicismo filosófico pudo lograr nunca si
no un sistema de exclusividad inclusiva: lo acostumbrado cultural
mente, por tanto. Por eso se quedó en una forma regional, en una
cultura en sentido antropológico, en un orden simbólico, que para
algunos lo significa absolutamente todo, mientras que para un sin
número de gente sólo representa una pared tras de la que se desa
rrolla un drama hermético y provinciano, que, dependiendo del
punto de vista, puede considerarse una tragedia o una comedia. Si
una forma católica, como forma de formas, hubiera pretendido in
cluir realmente todo lo existente «según el todo», káta hólon, y abar
car los mundos particulares en su diversidad inagotable, lo primero
que habría tenido que hacer es renunciar a su propio modo de ser
centrado. De hecho, una totalidad de totalidades, para poder ser
válida para lo que pretende, habría de difuminarse a sí misma y per
derse en las culturas de los otros: de modo parecido a como losje-
498
Transposición de la cosmología de cubiertas precopemicana
a la teoría política; la tierra fija, estable, de lajusticia es circundada
por las siete virtudes mayestáticas (o cubiertas planetarias); en tomo
a ellas se extiende el cielo de las estrellas fijas de los ministros,
héroes y consejeros. La reina abarca ese cielo como Dios
el firmamento; en John Case, Sphaera Civitatis, 1588.
Omnibus idem. Emblema del siglo xvii.
El sol único luce uniformemente
sobre Babilonia y Jerusalén.
suitas en China se convirtieron en mandarines y a como los prime
ros mensajeros del cristianismo asentaron pie en suelo indio como
sadhus ascéticos o doctos brahmanes. Cómo podría haberse realiza
do con gran estilo un tal olvido de sí voluntario y si siquiera había
de realizarse es algo que no se ha hecho evidente, en modo alguno,
incluso tras experimentos de quinientos años con la globalización
de la forma del mundo (política y epistémicamente) y con la crea
ción de formas de vida posmonoteístas (cultural y éticamente).
La decisión del año 1742 del Vaticano de prohibir a los misione
ros la asimilación a los ritos chinos e indios muestra muy a las claras
cómo en su primer gran prueba el universalismo europeo prefirió
el amor a sí mismo al amor a los otros252. Pero es dudoso que el cam
bio del catolicismo de la vieja Europa al pensar neohumanista de los
derechos humanos pudiera haber hecho justicia al impulso holísti-
co del hén kaí pán, en caso de que lo quisiera.
500
Rosetón de la catedral de Troyes,
siglox i i i .