Quien madura pronto vive en la
anticipacle?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
sica, esta?
ligado a la representacio?
n, y en todas las e?
pocas de Nietzsche resuena el eco milenario de las voces reto?
ricas del senado romano-e, sino la negacio?
n del histrionismo por parte del actor.
Es ma?
s: lo inaute?
ntico que presume de contenido esencial no consistiri?
a primariamente en pasarse a la mentira, sino que es lo aute?
ntico mismo 10 que se torna mentira en cuanto se autenti- fica, esto es.
en la reflexio?
n de si mismo, en su posicio?
n como aute?
ntico, posicio?
n en la que rebasa ya la identidad que en el mis- mo acto afirma.
No hahri?
a que hablar del ego como fundamento ontolo?
gico , sino en todo caso teolo?
gico - en nombr e de la imagen y semejanza de Dios.
Quien desembarazado de los conceptos teo-
lo? gicos se aferra todavi? a al ego. contribuye a la justificacio? n de lo diabo? licamente positivo, del liso intere? s. Hace que e? ste cree falsa- mente el aura del sentido, y de! mandato de la razo? n sustentada en si? misma una hinchada superestructura mientras en e! mundo el ego real ya se ha conven ido en lo que Schopenhauer vio que se converti? a al abismarse en si? mismo: en fantasma. Su cara? cter ilusorio puede observarse en las implicaciones histo? ricas del con. cepro de autenticidad como tal. A e? l subyace la idea de la supre- mac~a del origen sobre Jo derivado. Pero esta idea esta? siempre asociada con un legitimismo social. Todas las capas dominantes asentadas desde antiguo, apelan a la autoctoni? a. Toda la filosofi? ;
de la interioridad. so capa de desprecio del mundo es la u? ltima sublimacio? n de la brutalidad del ba? rbaro en el sentido de que el que estaba primero es quien ma? s derecho tiene, y la prioridad del ego es tan falsa como la de todos los que hacen de si mismos su casa. En nada cambia este hecho cuando la autenticidad se refugia en la oposicio? n pbysei-tbesei? , en el argumento segu? n el cual lo que existe sin intervencio? n humana es mejor que Jo artificial.
Cuanto ma? s espesamente cubre el mundo la red de lo hecho por el hombre, tanto ma? s convulsamenre acentu? an los responsables de ello su naturalidad y su primirividad. El descubrimiento de la autenticidad cual u? ltimo bastio? n de la e? tica individualista es una respuesta a la produccio? n industrial en masa. So? lo cuando incon- ~a~les bienes estandarizados fingen en pro del beneficio ser algo UOl CO , toma cuerpo como anti? tesis, pero siguiendo los mismos cri- terios, la idea de 10 no reproducible como lo propiamente aute? n- tico". Anteriormente la cuestio? n de la autenticidad respecto a las creaciones del espi? ritu era tan poco planteable como la de la origl. nalidad, todavi? a desconocida para la e? poca de Bach. El engan? o de la autenticidad tiene su origen en la ofuscacio? n burguesa causada
por el proceso de intercambio. Lo aute? ntico, a lo que se reducen las mercanci? as y otros medios de cambio, adquiere el valor del oro. Peto como en el OtO,la autenticidad abstracta de sus quilates se convierte en fetiche. Ambos son tratados como si fueran el sus. trato. cuando en realidad no son sino una relacio? n social, cuando el oro y la autenticidad son justamente expresio? n de la fungibiJi- dad. de la comparabilidad de las cosas, y por tanto no son en si? , sino por otro. La inautenticidad de lo aute? ntico radica por ende en que en la sociedad dominada por el cambio, 10aute? ntico preten- de ser aquello que reemplaza no pudiendo de ningu? n modo serlo. Los apo? stoles de la autenticidad y representantes del poder que
154
1~5
? ? ? ? ? desplaza a la circulacio? n bailan en los funerales de e? sta la danza de los velos del dinero.
100
Sur l'eau,-A la pregunta por el objetivo de la sociedad eman- cipada se dan respuestas como la realizacio? n de las posibilidades humanas o el enriquecimiento de la vida. Tan ilegi? tima la inevi- table pregunta, as! de inevitable lo comrarianre y triunfal de la respuesta, que hace recordar el ideal socialdemo? crata de persona- lidad de los barbudos naturalistas de los an? os noventa que quedan gozar de la vida. Lo delicado seri? a asi? lo ma? s grosero: que nadie
pase hambre. Para un estado que se define en te? rminos de las ne- cesidades humanas, todo lo dema? s queda del Iado de una conducta humana conformada al modelo de la produccio? n como fin en si? . En el ideal del hombre liberado, rebosante de energi? as y creador se ha infiltrado el fetichismo de la mercanci? a, que en la sociedad burguesa trae consigo la inhibicio? n, la impotencia y la esterilidad de lo siempre igual. El concepto de la dinamicidad, complementario de la eahistoricjdade burguesa. es llevado a lo absoluto cuando, como reflejo antropolo? gico de las leyes de la produccio? n, tendri? a en la sociedad emancipada que confrontarse cri? ticamente con las
necesidades. La idea de la actividad sin trabas, del hacer ininte- rrumpido, de la basta insaciabilidad, de la libertad como eferves- cencia se nutre del concepto burgue? s de la naturaleza. que desde su origen s610 ha servido para proclamar la violencia social como algo inmodificable, como un eterno estado de salud. En este es- tado, y no en la pretendida igualacio? n, es donde se quedaron los proyectos positivos del socialismo a los que Marx se resistio? : en el de la barbarie. Lo temible no es que la humanidad se relaje en la vida holgada, sino la salvaje prolongacio? n de lo social embo- zado en la madre naturaleza, la colectividad como el ciego furor por el hacer. La ingenuamente supuesta univocidad de la tenden- cia evolutiva al incremento de la produccio? n es una muestra de ese rasgo burgue? s de permitir el desarrollo en una sola direccio? n por ser la burguesi? a, como totalidad cerrada dominada por la cuan-
tificacio? n, hostil a la diferencia cualitativa. Si se concibe la socie- dad emancipada justamente como la emancipacio? n de dicha totali- dad, se perciben unas lineas de fuga que poco tienen que ver con el incremento de la produccio? n y su reflejo en los hombres. Si las
156
personas desinhibidas no son precisamente las ma? s agradables, ni siquiera las ma? s libres, bien podri? a entonces la sociedad liberada de sus cadenas darse cuenta de que las fuerzas productivas no re- velan el sustrato u? ltimo del hombre, sino su figura histo? ricamente cortada para la produccio? n de mercanci? as. Quiza? la verdadera so- ciedad llegue a hartarse del desarrollo y deje, por pura libertad, sin aprovechar algunas posibilidades en lugar de pretender alcanzar, con desvariado i? mpetu, ignotas estrellas. Una humanidad que no conociera ya la necesidad au? n dejari? a traslucir algo de lo delirante e infructuoso de todas las organizaciones hasta entonces concebidas para escapar de la necesidad y que reproduci? an, agrandada, la ne- cesidad juma con la riqueza. Ello afectari? a hasta al propio goce de un modo ana? logo a como su esquema actual no puede separarse
de la laboriosidad, de la planificacio? n, de la arbitrariedad y de la sumisi o? n. Rien [aire comme una be? te , flot ar en el agua y mirar Pe- clficamenre al cielo, <<ser nada ma? s, sin otra determinacio? n ni com- plemento>> " , podri? a reemplazar al proceso, al hacer, al cumplir, haciendo asi? efectiva la promesa de la lo? gica diale? ctica de desem- bocar en su origen. Ninguno entre los conceptos abstractos esta? tan pro? ximo a la utopi? a realizada como el de la paz perpetua. Espectadores del progreso como Maupassam o Sternheim han contribuido a dar expresio? n a esta intencio? n de forma u? mida, la u? nica forma que su fragilidad permite.
* HEGEL, La? gica, J, La doctrina del ser. [N. del r. ] 157
? ? l
MINIMA Mu? RALIA
Tercera parte
1946? 1947
Avalanche, veux-tu m'cmportcr dans la chute? (BAUDELAIRE)
/
? ? ? 101
Plante de i? nz! ernadero. - El hablar de precocidad y de tardanza, rara vez exento del deseo de muerte para la primera, es una in. conveniencia.
Quien madura pronto vive en la anticipacle? n. Su experiencia es apriori? stka, sensibilidad divinatoria que palpa en la imagen y la palabra lo que so? lo posteriormente ejecutara? n el hom- bre y la cosa. Tal anticipacio? n, hasta cierto punto satisfecha de si misma, sorbe del mundo exterior y tin? e fa? cilmente su relacio? n con e? l del color de lo neuro? ri? camenre lu? dico. Si el precoz es algo ma? s que poseedor de habilidades, por lo mismo estara? obligado a superarse a si? mismo, una obligacio? n que los normales gustan de adornar con el cara? cter de deber moral. Tendra? que reconquistar con esfuerzo para la relacio? n con los objetos el espacio ocupado por su representacio? n: tendra? que aprender a sufrir. El contacto con el No-yo, con la madurez presuntamente urdi? a, apenas fusti- gada interiormente, se le convierte al precoz en necesidad. Su pro. pensio? n narcisista, revelada por la preponderancia de la imagina- cio? n en su experiencia, retrasa precisamente su maduracio? n. So? lo posteriormente pasara? , con crasa violencia, por situaciones, angus- tias y sufrimientos que en la anticipacio? n estaban atenuados y que, al entrar en conflicto con su narcisismo, se tornara? n morbosemcntc destructores. De ese modo vuelve a caer en lo infantil que una vez con tan poco esfuerzo habi? a dominado y que ahora exige su pre- cio; e? l se vuelve inmaduro y maduros los dema? s que en aquella
161
? ? ? ? fase tuvieron que ser, como se esperaba de ellos, hasta necios, y a los que les parece imperdonable lo que con tan desproporcio~ada agudeza le sucede al otrora precoz. Ahora es azotado por la pasio? n; demasiado tiempo mecido en la seguridad de su autarqui? a, se tam- balea desvalido donde una vez levanto? ae? reos puentes. No en vano acusa la letra de los precoces alertadores rasgos infantiles. Son una perturbacio? n del orden natural, y I~ salud trastornada se ceba en el peligro que los amenaza al par que la sociedad desconfi? a de ellos como negacio? n visible de la ecuacio? n de esfuerzo y e? xito. En su economi? a interna se cumple de modo inconsciente, pero inexo-
rable, el castigo que siempre tuvieron merecido. Lo que con enga- n? osa bondad se les ofrecio? , ahora se les retira. Hasta en el des- tino psicol o? gico una instancia vigila para que todo sea pagado. La ley individual es un jerogli? fico del cambio en equivalencias.
102
Ade/anle despacio. -En el acto de correr por la calle hay una expresio? n de espanto. Es la precipitacio? n que imita el gesto de la vi? ctima en su intento de sortear el precipicio. La postura de la cabeza, que quiere mantenerse a flote, es la del que se ahoga, y el rostro crispado imita la mueca del tormento. Debe mirar hacia adelante, apenas puede volverse sin dar traspie? s, como si tuviera detra? s a un persecutor cuyo rostro hiciera paralizarse. En otrO
tiempo se corri? a para huir de los peligros demasiado graves para hacerles frente, y sin saberlo esto es lo que au? n hace el que corre tras el autobu? s que se le escapa. El co? digo de la circulacio? n no tiene ya que contar con los animales salvajes, y sin embargo no ha pacificado el correr. Este ha desarticulado el modo de ir burgue? s. Lo que viene demostrado por el hecho de que el correr no se com- padece con la seguridad y de que, como siempre sucede, en e? l no
se escapa de otra cosa que de las fuerza s desatadas de la vida, aun- que se trate so? lo de vehi? culos. El ha? bito corporal del andar como el modo normal es cosa de los viejos tiempos. Era la manera burguesa de desplazarse, la desmitificacio? n fi? sica -c-li? bre ya del hechizo del paso hiera? tico- del deambular sin asilo, de la huida
jadeante. La dignidad humana se aferraba al derecho al paseo, a un ritmo que no le era impuesto al cuerpo por la orden o el horror. Pasear, vagar eran en el siglo XIX pasatiempo privado, herencia de
la movilidad feudal. Con la era liberal el andar se extingue aun sin haber aparecido todavi? a el automo? vil. El fugendbewegrmg, que palpaba estas tendencias con su infalible masoquismo, impugno? las excursiones dominicales paternas y las sustituyo? por marchas forza. das voluntarias a las que, con inspiracio? n medieval, llamaba Fabrt, aunque pronto tuvo ya a su disposicio? n el modelo Ford. Quiza? en el culto de la velocidad producto de la te? cnica - a l igual que en el deporte-e- se oculte el impulso de dominar el horror que ex- presa el correr separando a e? ste del propio cuerpo y excedi? e? n- dolo soberanamente: el triunfo del veloci? metro calma de una manera ritual. la angustia del perseguido. Pero cuando a una per- sona se le grua: <<jcorre! >>, desde el nin? o que debe ir a por el bolso que su madre ha olvidado en el primer piso hasta el preso al que la escolta le ordena la huida a fin de tener un pretexto para matarle, es cuando se deja oi? r la violencia arcaica que, de otro modo, dirige silenciosa cada paso.
103
162
16 ,
In/e/h . -L o
posei? do por ideas fijas, ma? s se teme, tiene la impertinente tendencia a convertirse en hecho. La pregunta que no se quisiera escuchar a ningu? n precio es la que formulara? el subalterno con un intere? s pe? rfidamente amable; la persona de quien ma? s recelosamente se desea mantener alejada a la mujer amada sera? precisamente la que invite a e? sta, aunque se halle a mil leguas, por recomendaciones bienintencionadas y la que creara? ese tipo de relaciones donde ace- cha el peligro. Esta? por saber hasta que? punto se fomentan tales terrores; si en el primer caso poniendo aquella pregunta en la boca del malicioso con nuestro celoso silencio o en el segundo pro- vacando el fatal contacto al pedirle al mediador, con una con- fianza neciamente destructiva, que no se le ocurra hacerlo. La psi- cologi? a sabe que quien se figura la desgracia de algu? n modo la desea. ? Pero por que? le sale tan inevitablemente al encuentro? Algo hay en la fantasi? a paranolde que corresponde a la realidad que ella tuerce. El sadismo latente de todos denuncia infalible- mente la debilidad latente de todos. y el delirio de persecucio? n se contagia: siempre que aparece, los espectadores se sienten irte. sistiblemente impulsados a imitarlo. Ello ocurre con ma? s facilidad
que sin
fundamento
real, como
si se
estuviera
? ? cuando se le da una raze? n haciendo aquello que el otro teme. tlUn loco hace ciento. . - la abisma? tica soledad del delirio tiene una tende ncia a la colectivizacio? n, en la que el cuadro delirante se reproduce. Este mecanismo pa? tico armoniza con el mecanismo social hoy determinante. Los individuos socializados en su deses- perado aislamiento tienen hambre de convivencia y se apin? an en fri? as aglomeraciones. De ese modo la locura se hace epide? mica: las sectas extran? as crecen al mismo ritmo que las grandes organizacio- nes. Es el de la destru ccio? n total. El cumplimiento de las fantasi? as de persecucio? n proviene de su afinidad con el cara? cter criminal. La violencia basada en la civilizacio? n significa la persecucio? n de todos por todos, y el que padece delirio de persecucio? n se pone en desventaja al atribuir al pro? jimo algo dispuesto por la totalidad en el desesperado intento de hacer la inconmensurabilidad con- mensurable. Se consume porque quiere apresar de forma inme- diata, con sus propias manos, el delirio objetivo, del que e? l es trasunto, cuando el absurdo reside precisamente en la pura me- diacio? n. El es la vi? ctima elegida para la perpetuacio? n de la ofus- cacio? n hecha sistema. Aun la peor y ma? s absurda imaginacio? n de efectos, la ma? s salvaje proyeccio? n, implica el esfuerzo inconsciente de la conciencia por conocer la mortal ley en virtud de la cual la sociedad perpetu? a su vida. La aberracio? n no es sino un cortocircui- to en la adaptacio? n: la locura patente de uno ve equivocada- mente en el otro la cierta locura de la totalidad. y el paranoico es la imagen irrisoria de la vida justa al intentar por su propia iniciativa identificarla con la vida falsa. Pero asi? como en un cor- tocircuito saltan chispas, un delirio se comunica, al modo de los rela? mpagos, con otro en la verdad. Los puntos de comunicacio? n son las brutales confirmaciones de los delirios de persecucio? n, que convencen al que los padece de que tiene razo? n para hundirlo tanto ma?
lo? gicos se aferra todavi? a al ego. contribuye a la justificacio? n de lo diabo? licamente positivo, del liso intere? s. Hace que e? ste cree falsa- mente el aura del sentido, y de! mandato de la razo? n sustentada en si? misma una hinchada superestructura mientras en e! mundo el ego real ya se ha conven ido en lo que Schopenhauer vio que se converti? a al abismarse en si? mismo: en fantasma. Su cara? cter ilusorio puede observarse en las implicaciones histo? ricas del con. cepro de autenticidad como tal. A e? l subyace la idea de la supre- mac~a del origen sobre Jo derivado. Pero esta idea esta? siempre asociada con un legitimismo social. Todas las capas dominantes asentadas desde antiguo, apelan a la autoctoni? a. Toda la filosofi? ;
de la interioridad. so capa de desprecio del mundo es la u? ltima sublimacio? n de la brutalidad del ba? rbaro en el sentido de que el que estaba primero es quien ma? s derecho tiene, y la prioridad del ego es tan falsa como la de todos los que hacen de si mismos su casa. En nada cambia este hecho cuando la autenticidad se refugia en la oposicio? n pbysei-tbesei? , en el argumento segu? n el cual lo que existe sin intervencio? n humana es mejor que Jo artificial.
Cuanto ma? s espesamente cubre el mundo la red de lo hecho por el hombre, tanto ma? s convulsamenre acentu? an los responsables de ello su naturalidad y su primirividad. El descubrimiento de la autenticidad cual u? ltimo bastio? n de la e? tica individualista es una respuesta a la produccio? n industrial en masa. So? lo cuando incon- ~a~les bienes estandarizados fingen en pro del beneficio ser algo UOl CO , toma cuerpo como anti? tesis, pero siguiendo los mismos cri- terios, la idea de 10 no reproducible como lo propiamente aute? n- tico". Anteriormente la cuestio? n de la autenticidad respecto a las creaciones del espi? ritu era tan poco planteable como la de la origl. nalidad, todavi? a desconocida para la e? poca de Bach. El engan? o de la autenticidad tiene su origen en la ofuscacio? n burguesa causada
por el proceso de intercambio. Lo aute? ntico, a lo que se reducen las mercanci? as y otros medios de cambio, adquiere el valor del oro. Peto como en el OtO,la autenticidad abstracta de sus quilates se convierte en fetiche. Ambos son tratados como si fueran el sus. trato. cuando en realidad no son sino una relacio? n social, cuando el oro y la autenticidad son justamente expresio? n de la fungibiJi- dad. de la comparabilidad de las cosas, y por tanto no son en si? , sino por otro. La inautenticidad de lo aute? ntico radica por ende en que en la sociedad dominada por el cambio, 10aute? ntico preten- de ser aquello que reemplaza no pudiendo de ningu? n modo serlo. Los apo? stoles de la autenticidad y representantes del poder que
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? ? ? ? ? desplaza a la circulacio? n bailan en los funerales de e? sta la danza de los velos del dinero.
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Sur l'eau,-A la pregunta por el objetivo de la sociedad eman- cipada se dan respuestas como la realizacio? n de las posibilidades humanas o el enriquecimiento de la vida. Tan ilegi? tima la inevi- table pregunta, as! de inevitable lo comrarianre y triunfal de la respuesta, que hace recordar el ideal socialdemo? crata de persona- lidad de los barbudos naturalistas de los an? os noventa que quedan gozar de la vida. Lo delicado seri? a asi? lo ma? s grosero: que nadie
pase hambre. Para un estado que se define en te? rminos de las ne- cesidades humanas, todo lo dema? s queda del Iado de una conducta humana conformada al modelo de la produccio? n como fin en si? . En el ideal del hombre liberado, rebosante de energi? as y creador se ha infiltrado el fetichismo de la mercanci? a, que en la sociedad burguesa trae consigo la inhibicio? n, la impotencia y la esterilidad de lo siempre igual. El concepto de la dinamicidad, complementario de la eahistoricjdade burguesa. es llevado a lo absoluto cuando, como reflejo antropolo? gico de las leyes de la produccio? n, tendri? a en la sociedad emancipada que confrontarse cri? ticamente con las
necesidades. La idea de la actividad sin trabas, del hacer ininte- rrumpido, de la basta insaciabilidad, de la libertad como eferves- cencia se nutre del concepto burgue? s de la naturaleza. que desde su origen s610 ha servido para proclamar la violencia social como algo inmodificable, como un eterno estado de salud. En este es- tado, y no en la pretendida igualacio? n, es donde se quedaron los proyectos positivos del socialismo a los que Marx se resistio? : en el de la barbarie. Lo temible no es que la humanidad se relaje en la vida holgada, sino la salvaje prolongacio? n de lo social embo- zado en la madre naturaleza, la colectividad como el ciego furor por el hacer. La ingenuamente supuesta univocidad de la tenden- cia evolutiva al incremento de la produccio? n es una muestra de ese rasgo burgue? s de permitir el desarrollo en una sola direccio? n por ser la burguesi? a, como totalidad cerrada dominada por la cuan-
tificacio? n, hostil a la diferencia cualitativa. Si se concibe la socie- dad emancipada justamente como la emancipacio? n de dicha totali- dad, se perciben unas lineas de fuga que poco tienen que ver con el incremento de la produccio? n y su reflejo en los hombres. Si las
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personas desinhibidas no son precisamente las ma? s agradables, ni siquiera las ma? s libres, bien podri? a entonces la sociedad liberada de sus cadenas darse cuenta de que las fuerzas productivas no re- velan el sustrato u? ltimo del hombre, sino su figura histo? ricamente cortada para la produccio? n de mercanci? as. Quiza? la verdadera so- ciedad llegue a hartarse del desarrollo y deje, por pura libertad, sin aprovechar algunas posibilidades en lugar de pretender alcanzar, con desvariado i? mpetu, ignotas estrellas. Una humanidad que no conociera ya la necesidad au? n dejari? a traslucir algo de lo delirante e infructuoso de todas las organizaciones hasta entonces concebidas para escapar de la necesidad y que reproduci? an, agrandada, la ne- cesidad juma con la riqueza. Ello afectari? a hasta al propio goce de un modo ana? logo a como su esquema actual no puede separarse
de la laboriosidad, de la planificacio? n, de la arbitrariedad y de la sumisi o? n. Rien [aire comme una be? te , flot ar en el agua y mirar Pe- clficamenre al cielo, <<ser nada ma? s, sin otra determinacio? n ni com- plemento>> " , podri? a reemplazar al proceso, al hacer, al cumplir, haciendo asi? efectiva la promesa de la lo? gica diale? ctica de desem- bocar en su origen. Ninguno entre los conceptos abstractos esta? tan pro? ximo a la utopi? a realizada como el de la paz perpetua. Espectadores del progreso como Maupassam o Sternheim han contribuido a dar expresio? n a esta intencio? n de forma u? mida, la u? nica forma que su fragilidad permite.
* HEGEL, La? gica, J, La doctrina del ser. [N. del r. ] 157
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MINIMA Mu? RALIA
Tercera parte
1946? 1947
Avalanche, veux-tu m'cmportcr dans la chute? (BAUDELAIRE)
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? ? ? 101
Plante de i? nz! ernadero. - El hablar de precocidad y de tardanza, rara vez exento del deseo de muerte para la primera, es una in. conveniencia.
Quien madura pronto vive en la anticipacle? n. Su experiencia es apriori? stka, sensibilidad divinatoria que palpa en la imagen y la palabra lo que so? lo posteriormente ejecutara? n el hom- bre y la cosa. Tal anticipacio? n, hasta cierto punto satisfecha de si misma, sorbe del mundo exterior y tin? e fa? cilmente su relacio? n con e? l del color de lo neuro? ri? camenre lu? dico. Si el precoz es algo ma? s que poseedor de habilidades, por lo mismo estara? obligado a superarse a si? mismo, una obligacio? n que los normales gustan de adornar con el cara? cter de deber moral. Tendra? que reconquistar con esfuerzo para la relacio? n con los objetos el espacio ocupado por su representacio? n: tendra? que aprender a sufrir. El contacto con el No-yo, con la madurez presuntamente urdi? a, apenas fusti- gada interiormente, se le convierte al precoz en necesidad. Su pro. pensio? n narcisista, revelada por la preponderancia de la imagina- cio? n en su experiencia, retrasa precisamente su maduracio? n. So? lo posteriormente pasara? , con crasa violencia, por situaciones, angus- tias y sufrimientos que en la anticipacio? n estaban atenuados y que, al entrar en conflicto con su narcisismo, se tornara? n morbosemcntc destructores. De ese modo vuelve a caer en lo infantil que una vez con tan poco esfuerzo habi? a dominado y que ahora exige su pre- cio; e? l se vuelve inmaduro y maduros los dema? s que en aquella
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? ? ? ? fase tuvieron que ser, como se esperaba de ellos, hasta necios, y a los que les parece imperdonable lo que con tan desproporcio~ada agudeza le sucede al otrora precoz. Ahora es azotado por la pasio? n; demasiado tiempo mecido en la seguridad de su autarqui? a, se tam- balea desvalido donde una vez levanto? ae? reos puentes. No en vano acusa la letra de los precoces alertadores rasgos infantiles. Son una perturbacio? n del orden natural, y I~ salud trastornada se ceba en el peligro que los amenaza al par que la sociedad desconfi? a de ellos como negacio? n visible de la ecuacio? n de esfuerzo y e? xito. En su economi? a interna se cumple de modo inconsciente, pero inexo-
rable, el castigo que siempre tuvieron merecido. Lo que con enga- n? osa bondad se les ofrecio? , ahora se les retira. Hasta en el des- tino psicol o? gico una instancia vigila para que todo sea pagado. La ley individual es un jerogli? fico del cambio en equivalencias.
102
Ade/anle despacio. -En el acto de correr por la calle hay una expresio? n de espanto. Es la precipitacio? n que imita el gesto de la vi? ctima en su intento de sortear el precipicio. La postura de la cabeza, que quiere mantenerse a flote, es la del que se ahoga, y el rostro crispado imita la mueca del tormento. Debe mirar hacia adelante, apenas puede volverse sin dar traspie? s, como si tuviera detra? s a un persecutor cuyo rostro hiciera paralizarse. En otrO
tiempo se corri? a para huir de los peligros demasiado graves para hacerles frente, y sin saberlo esto es lo que au? n hace el que corre tras el autobu? s que se le escapa. El co? digo de la circulacio? n no tiene ya que contar con los animales salvajes, y sin embargo no ha pacificado el correr. Este ha desarticulado el modo de ir burgue? s. Lo que viene demostrado por el hecho de que el correr no se com- padece con la seguridad y de que, como siempre sucede, en e? l no
se escapa de otra cosa que de las fuerza s desatadas de la vida, aun- que se trate so? lo de vehi? culos. El ha? bito corporal del andar como el modo normal es cosa de los viejos tiempos. Era la manera burguesa de desplazarse, la desmitificacio? n fi? sica -c-li? bre ya del hechizo del paso hiera? tico- del deambular sin asilo, de la huida
jadeante. La dignidad humana se aferraba al derecho al paseo, a un ritmo que no le era impuesto al cuerpo por la orden o el horror. Pasear, vagar eran en el siglo XIX pasatiempo privado, herencia de
la movilidad feudal. Con la era liberal el andar se extingue aun sin haber aparecido todavi? a el automo? vil. El fugendbewegrmg, que palpaba estas tendencias con su infalible masoquismo, impugno? las excursiones dominicales paternas y las sustituyo? por marchas forza. das voluntarias a las que, con inspiracio? n medieval, llamaba Fabrt, aunque pronto tuvo ya a su disposicio? n el modelo Ford. Quiza? en el culto de la velocidad producto de la te? cnica - a l igual que en el deporte-e- se oculte el impulso de dominar el horror que ex- presa el correr separando a e? ste del propio cuerpo y excedi? e? n- dolo soberanamente: el triunfo del veloci? metro calma de una manera ritual. la angustia del perseguido. Pero cuando a una per- sona se le grua: <<jcorre! >>, desde el nin? o que debe ir a por el bolso que su madre ha olvidado en el primer piso hasta el preso al que la escolta le ordena la huida a fin de tener un pretexto para matarle, es cuando se deja oi? r la violencia arcaica que, de otro modo, dirige silenciosa cada paso.
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posei? do por ideas fijas, ma? s se teme, tiene la impertinente tendencia a convertirse en hecho. La pregunta que no se quisiera escuchar a ningu? n precio es la que formulara? el subalterno con un intere? s pe? rfidamente amable; la persona de quien ma? s recelosamente se desea mantener alejada a la mujer amada sera? precisamente la que invite a e? sta, aunque se halle a mil leguas, por recomendaciones bienintencionadas y la que creara? ese tipo de relaciones donde ace- cha el peligro. Esta? por saber hasta que? punto se fomentan tales terrores; si en el primer caso poniendo aquella pregunta en la boca del malicioso con nuestro celoso silencio o en el segundo pro- vacando el fatal contacto al pedirle al mediador, con una con- fianza neciamente destructiva, que no se le ocurra hacerlo. La psi- cologi? a sabe que quien se figura la desgracia de algu? n modo la desea. ? Pero por que? le sale tan inevitablemente al encuentro? Algo hay en la fantasi? a paranolde que corresponde a la realidad que ella tuerce. El sadismo latente de todos denuncia infalible- mente la debilidad latente de todos. y el delirio de persecucio? n se contagia: siempre que aparece, los espectadores se sienten irte. sistiblemente impulsados a imitarlo. Ello ocurre con ma? s facilidad
que sin
fundamento
real, como
si se
estuviera
? ? cuando se le da una raze? n haciendo aquello que el otro teme. tlUn loco hace ciento. . - la abisma? tica soledad del delirio tiene una tende ncia a la colectivizacio? n, en la que el cuadro delirante se reproduce. Este mecanismo pa? tico armoniza con el mecanismo social hoy determinante. Los individuos socializados en su deses- perado aislamiento tienen hambre de convivencia y se apin? an en fri? as aglomeraciones. De ese modo la locura se hace epide? mica: las sectas extran? as crecen al mismo ritmo que las grandes organizacio- nes. Es el de la destru ccio? n total. El cumplimiento de las fantasi? as de persecucio? n proviene de su afinidad con el cara? cter criminal. La violencia basada en la civilizacio? n significa la persecucio? n de todos por todos, y el que padece delirio de persecucio? n se pone en desventaja al atribuir al pro? jimo algo dispuesto por la totalidad en el desesperado intento de hacer la inconmensurabilidad con- mensurable. Se consume porque quiere apresar de forma inme- diata, con sus propias manos, el delirio objetivo, del que e? l es trasunto, cuando el absurdo reside precisamente en la pura me- diacio? n. El es la vi? ctima elegida para la perpetuacio? n de la ofus- cacio? n hecha sistema. Aun la peor y ma? s absurda imaginacio? n de efectos, la ma? s salvaje proyeccio? n, implica el esfuerzo inconsciente de la conciencia por conocer la mortal ley en virtud de la cual la sociedad perpetu? a su vida. La aberracio? n no es sino un cortocircui- to en la adaptacio? n: la locura patente de uno ve equivocada- mente en el otro la cierta locura de la totalidad. y el paranoico es la imagen irrisoria de la vida justa al intentar por su propia iniciativa identificarla con la vida falsa. Pero asi? como en un cor- tocircuito saltan chispas, un delirio se comunica, al modo de los rela? mpagos, con otro en la verdad. Los puntos de comunicacio? n son las brutales confirmaciones de los delirios de persecucio? n, que convencen al que los padece de que tiene razo? n para hundirlo tanto ma?