a
liberada
del hechizo de la estupidez que le honrarla como su aute?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
El sentido impli?
cito de la <<moral de los sen?
ores>>, segu?
n el cual quien quiera vivir debe imponerse, se ha ido convirtiendo en una mentira ma?
s ruin que la sabiduri?
a de los pastores decimo- no?
nicos.
Si en Alemania los pequen?
os burgueses se han confirmado como <<bestias rubias>>, ello no proviene en modo alguno de las peculiaridades nacionales, sino de que la bestialidad rubia, la rapi- n?
a social, se ha convertido ante la manifiesta abundancia en la ac- titud del provinciano, del filisteo deslumbrado; en suma: del que <<se ha quedado con las ganas>>, contra el que se invento?
la <<moral dc los sen?
ores>>.
Si Ce?
sar Borgia resucitara se pareceri?
a a David
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95
? ? ? ? ? Friedrich Strauss y se llamari? a Adolf Hitler. La pre? dica de la amo- ralidad fue cosa de aquellos darwinistas a quienes Nietzsche des- preciaba y que proclamaban espasmo? dicamente como ma? xima la ba? rbara lucha por la existencia simplemente porque ya no teni? an necesidad de la misma. La virtud de la distincio? n no puede ya consistir en tomar frente a los otros lo mejor, sino en cansarse de tomar y practicar realmente la <<virtud de regalar>>, que para Nietzsche era exclusivamente una virtud penetrada de espi? ritu. Los ideales asce? ticos encierran hoy una mayor resistencia a la ve- sania de la economi? a del provecho que hace sesenta an? os el exte- nuarse en la lucha contra la represio? n liberal. El amoralista podri? a, en fin, permitirse ser tan bondadoso, delicado, inegofsta y abierto como lo fue ya Nietzsche. Como una garanti? a de su indesmayada resistencia, Nietzsche se halla au? n tan solitario como en los di? as en que expuso al mundo normal la ma? scara de lo malo para ensen? ar a la norma el temor de su propio absurdo.
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Instancia de apelacio? n. -Nietzsche expuso en el Anticristo el ma? s vigoroso argumento no so? lo contra la teologi? a, sino tambie? n contra la metaflsica: que la esperanza es confundida con la verdad ; que la imposibilidad de vivir feliz o simplemente vivir sin pensar en un absoluto no presta legitimidad a tal pensamiento. Refuta en los cristianos la <<prueba de la Iuerae>>, segu? n la cual la fe es ver- dad porque produce la bienaventuranza. Pues, <<? seria alguna vez la bienaventuranza -o, hablando te? cnicamente, el placer- una prueba de la verdad? Lo es tan poco, que casi aporta la prueba de lo contrario, y en todo caso induce a la ma? xima suspicacia acer- ca de la 'verdad' cuando en la pregunta '? que? es verdadero? ' ha- blan tambie? n sentimientos de placer. La prueba del 'placer' es una prueba de 'placer' - nada ma? s; ? a base de que? , por vida mi? a, estari? a establecido que precisamente los juicios verdaderos producen ma? s gusto que los falsos y que, de acuerdo con una armoni? a preestablecida, traen consigo necesariamente sentimientos egradebles>>> tAf. 50), Pero fue el mismo Nietzsche el que ense- n? o? el amor fati, el <<debes amar tu destino>>. Esta es, como dice en el epi? logo al Crepu? sculo de los i? dolos, su naturaleza ma? s Inri- me. y habri? a entonces que preguntarse si existe algu? n otro motivo que lleve a amar lo que a uno le sucede y afirmar lo existente
porque existe que el tener por verdadero aquello en 10 que uno 96
espera, ? No conduce esto de la existencia de stubbom [acts a su instalacio? n como valor supremo, a la misma falacia que Nietzsche rechaza en el acto de derivar la verdad de la esperanza? Si envi? a al manicomio la <<bienaventuranza que procede de una idea fija>>, el origen del amor [ati podri? a buscarse en el presidio. Aquel que ni ve ni tiene nada que amar acaba amando los muros de piedra y las ventanas enrejadas. En ambos casos rige la misma incapaci- dad de adaptacio? n que, para poder mantenerse en medio del horror del mundo, atribuye realidad al deseo y sentido al contrasentido de la coercio? n. No menos que en el credo qui? a absurdum se arras- tra la resignacio? n en el amor [ati, ensalzamiento del absurdo de los absurdos, hacia la cruz frente a la dominacio? n. Al final la es- peranza, tal como se la arranca a la realidad cuando aque? lla niega a e? sta, es la u? nica figura que toma la verdad. Sin esperanza, la idea de la verdad apenas seri? a pensable, y la falsedad cardinal es hacer pasar la existencia mal conocida por la verdad s610 porque ha sido conocida. Es aqui mucho ma? s que en lo contrario donde radica el crimen de la teologi? a, cuyo proceso impulso? Nietzsche sin haber
arribado a la u? ltima instancia. En uno de los ma? s vigorosos pasa- jes de su cri? tica tildo? al cristianismo de mitologi? a: 4liEI sacrificio expiatorio, y en su forma ma? s repugnante, ma? s ba? rbara, el sacri- ficio del inocente por los pecados de los culpables! [Qu e? horrendo paganismo! >> (AL 41). Pero no otra cosa es el amor al destino que la sancio? n absoluta de la infinitud de tal sacrificio. Es el mito lo que separa la cri? tica de Nietzsche a los mitos de la verdad.
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Breves disquisieiones. --Cuando se relee uno de los libros ma? s especulativos de Anatole France, como el Jardi? n. d' E? pi? cure, en me- dio de toda la gratitud por sus iluminaciones no puede uno librar- se de cierta sensacio? n penosa que no llega a explicarse sufi? clen-
temente ni por la faceta anticuada, que los renegados irracionalistas franceses tan celosamente resaltan, ni por la vanidad personal. Pero por servir e? sta de pretexto a la envidia - porque necesariamente en todo espi? ritu se da un momento de vanidad- , tan pronto como aparece se revela la razo? n de la penosidad. Esta acompa- n? a a lo contemplativo, al tomarse tiempo, a la normalmente dispersa homili? a, al i? ndice indulgentemente alzado. El contenido cri? tico de las ideas es desmentido por el gesto divagatorio, ya fa-
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? ? ? miliar desde la aparicio? n de los profesores al serVICIO del estado, y la ironi? a con que el imitador de Voltaire revela en las portadas de sus libros su pertenencia a la Acade? m i? e Francaise se vuelve contra el sarca? stico. Su exposicio? n oculta en toda acentuada huma- nidad un elemento de violencia: puede permitirse hablar asi? , nadie interrumpe al maestro. Algo de la usurpacio? n latente en toda do- cencia y en toda lectura de viva voz se halla concentrado en la lu? cida construccio? n de los peri? odos, que tanta ociosidad reserva para las cosas ma? s fastidiosas. Inequi? voco signo de latente despre- cio de lo humano en el u? ltimo abogado de la dignidad humana es la impavidez con que escribe trivialidades, como si nadie pudiera atreverse a advertirlas: <<L'aniste doit aimer la vie et nous mon- trer qu'elle est belle. Saos lui, nous en douterions. >> Pero 10 que en las meditaciones arcaicamente estilizadas de France es manifies- to afecta larvadarnente a toda reflexio? n que defiende el privilegio de rehuir la inmediatez de los objetivos. La tranquilidad se con- vierte en la misma mentira en que despue? s de todo incurre la pre- mura de la inmediatez. Mientras el pensamiento, en su contenido, se opone a la incontenible marea del horror, pueden los nervios, el a? rgano ta? ctil de la conciencia histo? rica, percibir en la forma del pensamiento mismo, ma? s au? n, en el hecho de que todavi? a se per- mita ser pensamiento, el rastro de la complicidad con el mundo, al cual se le hacen ya concesiones en el mismo instante en que uno se retira lejos de e? l para hacerlo objeto de filosofi? a. En esa soberani? a, sin la cual es imposible pensar, se enfatiza el privilegio que a uno se le concede. La aversio? n al mismo se ha ido poco a poco convirtiendo en el ma? s grave impedimento para la teori? a: si uno se mantiene en ella, tiene que enmudecer, y si no, se vuel- ve tosco y vulgar por la confianza en la propia cultura. Incluso el aborrecible desdoblamiento del hablar en la conversacio? n profe- sional y la estrictamente convencional hace sospechar la imposi- bilidad de decir 10 que se piensa sin arrogancia y sin asesinar el
tiempo del otro. La ma? s urgente exigencia que como mi? nimo debe mantenerse para cualquier forma de exposicio? n es la de no cerrar los ojos a tales experiencias, sino evidenciarlas por medio del lem- po, la concisio? n, la densidad y hasta la descortesi? a misma.
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Muerte de la inmortalidad. - Flaubert, de quien se refiere la
afirmacio? n de que e? l despreciaba la fama, sobre la que asento? 98
toda su vida, se encontraba en la conciencia de semejante contra. diccio? n tan a gusto como el burgue? s acomodado que una vez escri. bio? Madame Bovary. Frente a la corrupta opinio? n pu? blica, frente a la prensa, contra la que ya reaccionaba a la manera de Kraus, creyo? poder confiar en la posteridad, la de una burguesi?
a liberada del hechizo de la estupidez que le honrarla como su aute? ntico cri? - tico. Pero subestimo? la estupidez: la sociedad que e? l defendi? a no puede llamarse tal, y con su despliegue hacia la totalidad ha des- plegado tambie? n la estupidez de la inteligencia al grado de lo absoluto. Ello esta? consumiendo las reservas de energi? a del inre- lecrual. Ya no puede esperar en la posteridad sin caer, aunque fuera en la forma de una concordancia con los grandes espi? ritus, en el conformismo. Pero en cuanto renuncia 11 tal esperanza, se introduce en su labor un elemento de fanatismo e intransigencia dispuesto desde el principio a trocarse en ci? nica capitulacio? n. La fama, en cuanto resultado de procesos objetivos dentro de la so- ciedad de mercado, que teni? a algo de contingente y a menudo versa? til, mas tambie? n el halo de la justicia y la libre eleccio? n, esta? liquidada. Se ha transformado por entero en una funcio? n de los o? rganos de propaganda a sueldo y se mide por la inversio? n que arriesga el portador del nombre o los grupos interesados que hay tras e? l. El claquer, que todavi? a pareci? a a los ojos de Daumier una aberracio? n, ha perdido mientras tanto como agente oficial del sis- tema cultural su irrespetabilidad. Los escritores que quieren hacer carrera hablan de sus agentes con tanta naturalidad como sus ano repasados del editor, que ya se vali? a hasta cierto punto de la pu- blicidad. Se toma el ser conocido, y, por tanto, la posibilidad en la perduracio? n - ? pues que? probabilidad de ser recordado tiene en la sociedad hiperorganizada 10 que no hubiese sido antes conoci- dov-c-, como asunto de personal gestio? n, y como antes en la Igle- sia se compra ahora a los lacayos de Jos trusts la expectativa de la inmortalidad. Vana ilusio? n. Como la memoria caprichosa y el com- pleto olvido siempre han ido juntos, la disposicio? n planificada so- bre la fama y el recuerdo conduce irremisiblemente a la nada, cuyo sabor puede ya anticipadamente norarse en la condicio? n he? ctica de todas las celebridades. Los ce? lebres no se sienten del todo bien. Hacen de si mismos arti? culos de mercado y se ven a si mismos extran? os e incomprensibles, como ima? genes de muertos vivientes. En el pretencioso cuidado de sus nimbos desperdician la energi? a eficaz, u? nica que podri? a perdurar. La inhumana i? ndlferen- ele y el desprecio que automa? ticamente cae sobre las derrumba-
99
? ? ? ? ? ? das grandezas de la industria cultural desvelan la verdad sobre su celebridad sin que por ello deban abrigar aquellos que rehu? san tener parte en esa industria mayores esperanzas respecto a la pos? teridad. De ese modo experimenta el intelectual la fragilidad de su secreta motivacio? n, y frente a ello no puede hacer otra cosa que subrayar esta evidencia.
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Moral y estilo. -El escritor siempre podra? hacer la experien- cia de que cuanto ma? s precisa, esmerada y adecuadamente se expresa, ma? s difi? cil de entender es e! resultado literario, mien-
tras que cuando lo hace de forma laxa e irresponsable se ve recompensado con una segura inteligibilidad. De nada sirve evi- rar asce? ticamente todos Ios elementos de! lenguaje especializado y todas las alusiones a esferas culturales no establecidas. El ri- gor y la pureza de la trama discursiva, aun en la extrema senci- llez, ma? s bien crean un vaci? o. El abandono, el nadar con la co- rriente familiar del discurso, es un signo de vinculacio? n y ron- tacto: se sabe lo que se quiere porque se sabe lo que el otro quiere. Centrar la expresio? n en la cosa en lugar de la comu- nicacio? n es sospechoso: lo especi? fico, lo que no esta? acogido al esquematismo, parece una desconsideracio? n, una sen? al de boe- quedad, casi de desequilibrio. La lo? gica de nuestro tiempo, tan envanecida de su claridad, ingenuamente ha dado recibimiento a tal perversio? n dentro de la categori? a del lenguaje cotidiano. La expresio? n vaga permite al que la oye hacerse una idea eproxi- mada de que? es lo que le agrada y lo que en definitiva opina. La rigurosa contrae una obligacio? n con la univocidad de la con- cepcio? n, con el esfuerzo del concepto, cualidades a las que a los hombres conscientemente se desacostumbra pidie? ndoles la sus- pensio? n de los juicios corrientes respecto a todo contenido y, con ello , una autom arginacio? n a la que ene? rgicamente se resis- ten. $610 lo que no necesitan entender les es inteligible; s610 lo en verdad enajenado , la palabra acun? ada por el comercio, les hace efecto como familiar que es. Pocas cosas hay que contri- buyan tanto a la desmoralizacio? n de los intelectuales. Quien quie- ra evitarla debera? ver en todo consejo de atender sobre todo a la comunicacio? n una traicio? n a lo comunicado.
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Gazuza. -O poner el argot de los trabajadores al lenguaje culto es reaccionario. El ocio, y aun el orgullo y la arrogancia, han prestado al lenguaje del estrato superior algo de independencia y autodisciplina. De ese modo entra en contradiccio? n con su pro- pio a? mbito social. Al querer dar o? rdenes se vuelve contra los se- n? ores que lo utilizan para ordenar y dimite del servicio a sus inte- reses. Pero en el lenguaje de los sometidos so? lo el dominio ha dejado su expresio? n, arrebata? ndoles incluso la justicia que la pala- bra auto? noma y no mutilada promete a cuantos son lo bastante libres para pronunciarla sin rencor. El lenguaje proletario obedece al dictado del hambre. El pobre mastica las palabras para saciarse con ellas. Espera obtener de su espi? ritu objetivo el poderoso ali- mento que la sociedad le niega; llena de ellas una boca que no tiene nada que morder. Se venga as? en el lenguaje. Ultraja el cuerpo de la lengua que no le dejan amar repitiendo con sorda vio- lencia el ultraje que a e? l mismo se le hizo. Incluso lo mejor de los modismos del norte berline? s o de los cockneys, la facundia y la gracia natural, se resiente del efecto de, para poder sobreponerse sin desesperacio? n a situaciones desesperadas, rei? rse, a la vez que del enemigo, de si mismo, dando asi? la rezo? n al curso del mundo.
Si el lenguaje escrito codifica la alienacio? n de las clases, bita no puede eliminarse con la regresio? n al lenguaje hablado, sino so? lo como consecuencia de la ma? s rigurosa objetividad del lenguaje. So? lo el hablar que conserva en si? el lenguaje escrito libera al habla humana de la mentira de que e? sta es ya humana.
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Me? lange. - E I usual argumento de la tolerancia, de que todos los hombres y todas las razas son iguales, es un boomerang. Se expone a una fa? cil refutacio? n por los sentidos, y hasta las ma? s concluyentes pruebas antropolo? gicas de que los judi? os no consti- tuyen ninguna raza apenas podra? n modificar, en el caso del po- grom, el hecho de que los totalitarios sepan perfectamente II quie? - nes quieren eliminar y a quie? nes no. De poco serviri? a querer proclamar frente a ello como un ideal la igualdad de todo lo que tiene rostro humano en lugar de darla por supuesta como un he- cho. La utopi? a abstracta seri? a demasiado fa? cilmente compatible con las ma? s astutas tendencias de la sociedad. Que todos los hom-
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? ? bres sean iguales es precisamente lo que mejor se ajusta a ella. Considera las diferencias reales o imaginarias como estigmas que testimonian que las cosas no se han llevado todavi? a demasiado lejos, que algo hay libre de la maquinaria, algo no del todo deter- minado por la totalidad. La te? cnica del campo de concentracio? n acaba haciendo a los confinados como sus vigilantes, a los asesina- dos asesinos. La diferencia racial se lleva II lo absoluto a fin de poder eliminarla absolutamente, lo que sucederi? a cuando no que- dase ya nada diferente. Una sociedad emancipada no seri? a, sin embargo, un estado de uniformidad, sino la realizacio? n de lo ge- neral en la conciliacio? n de las diferencias. La poli? tica, que ha de tomarse esto bien en serio, no deberi? a por eso propagar la igualdad abstracta de los hombres ni siquiera como idea. En lugar de ello deberi? a sen? alar la mala igualdad existente hoy, la identidad de los interesados en las filmaciones y en los armamentos, pero conci- biendo la mejor siruacio? n como aquella en la que se pueda ser diferente sin temor. Cuando se le certifica al negro que e? l es exactamente igual que el blanco cuando no lo es, se le vuelve a hacer injusticia de forma larvada. Se le humilla de manera amis- tosa mediante una norma con la que necesariamente quedara? atra? s bajo la presio? n del sistema y cuyo cumplimiento seri? a adema? s de dudoso me? rito. Los partidarios de la tolerancia unitarista estara? n asi?
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? ? ? ? ? Friedrich Strauss y se llamari? a Adolf Hitler. La pre? dica de la amo- ralidad fue cosa de aquellos darwinistas a quienes Nietzsche des- preciaba y que proclamaban espasmo? dicamente como ma? xima la ba? rbara lucha por la existencia simplemente porque ya no teni? an necesidad de la misma. La virtud de la distincio? n no puede ya consistir en tomar frente a los otros lo mejor, sino en cansarse de tomar y practicar realmente la <<virtud de regalar>>, que para Nietzsche era exclusivamente una virtud penetrada de espi? ritu. Los ideales asce? ticos encierran hoy una mayor resistencia a la ve- sania de la economi? a del provecho que hace sesenta an? os el exte- nuarse en la lucha contra la represio? n liberal. El amoralista podri? a, en fin, permitirse ser tan bondadoso, delicado, inegofsta y abierto como lo fue ya Nietzsche. Como una garanti? a de su indesmayada resistencia, Nietzsche se halla au? n tan solitario como en los di? as en que expuso al mundo normal la ma? scara de lo malo para ensen? ar a la norma el temor de su propio absurdo.
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Instancia de apelacio? n. -Nietzsche expuso en el Anticristo el ma? s vigoroso argumento no so? lo contra la teologi? a, sino tambie? n contra la metaflsica: que la esperanza es confundida con la verdad ; que la imposibilidad de vivir feliz o simplemente vivir sin pensar en un absoluto no presta legitimidad a tal pensamiento. Refuta en los cristianos la <<prueba de la Iuerae>>, segu? n la cual la fe es ver- dad porque produce la bienaventuranza. Pues, <<? seria alguna vez la bienaventuranza -o, hablando te? cnicamente, el placer- una prueba de la verdad? Lo es tan poco, que casi aporta la prueba de lo contrario, y en todo caso induce a la ma? xima suspicacia acer- ca de la 'verdad' cuando en la pregunta '? que? es verdadero? ' ha- blan tambie? n sentimientos de placer. La prueba del 'placer' es una prueba de 'placer' - nada ma? s; ? a base de que? , por vida mi? a, estari? a establecido que precisamente los juicios verdaderos producen ma? s gusto que los falsos y que, de acuerdo con una armoni? a preestablecida, traen consigo necesariamente sentimientos egradebles>>> tAf. 50), Pero fue el mismo Nietzsche el que ense- n? o? el amor fati, el <<debes amar tu destino>>. Esta es, como dice en el epi? logo al Crepu? sculo de los i? dolos, su naturaleza ma? s Inri- me. y habri? a entonces que preguntarse si existe algu? n otro motivo que lleve a amar lo que a uno le sucede y afirmar lo existente
porque existe que el tener por verdadero aquello en 10 que uno 96
espera, ? No conduce esto de la existencia de stubbom [acts a su instalacio? n como valor supremo, a la misma falacia que Nietzsche rechaza en el acto de derivar la verdad de la esperanza? Si envi? a al manicomio la <<bienaventuranza que procede de una idea fija>>, el origen del amor [ati podri? a buscarse en el presidio. Aquel que ni ve ni tiene nada que amar acaba amando los muros de piedra y las ventanas enrejadas. En ambos casos rige la misma incapaci- dad de adaptacio? n que, para poder mantenerse en medio del horror del mundo, atribuye realidad al deseo y sentido al contrasentido de la coercio? n. No menos que en el credo qui? a absurdum se arras- tra la resignacio? n en el amor [ati, ensalzamiento del absurdo de los absurdos, hacia la cruz frente a la dominacio? n. Al final la es- peranza, tal como se la arranca a la realidad cuando aque? lla niega a e? sta, es la u? nica figura que toma la verdad. Sin esperanza, la idea de la verdad apenas seri? a pensable, y la falsedad cardinal es hacer pasar la existencia mal conocida por la verdad s610 porque ha sido conocida. Es aqui mucho ma? s que en lo contrario donde radica el crimen de la teologi? a, cuyo proceso impulso? Nietzsche sin haber
arribado a la u? ltima instancia. En uno de los ma? s vigorosos pasa- jes de su cri? tica tildo? al cristianismo de mitologi? a: 4liEI sacrificio expiatorio, y en su forma ma? s repugnante, ma? s ba? rbara, el sacri- ficio del inocente por los pecados de los culpables! [Qu e? horrendo paganismo! >> (AL 41). Pero no otra cosa es el amor al destino que la sancio? n absoluta de la infinitud de tal sacrificio. Es el mito lo que separa la cri? tica de Nietzsche a los mitos de la verdad.
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Breves disquisieiones. --Cuando se relee uno de los libros ma? s especulativos de Anatole France, como el Jardi? n. d' E? pi? cure, en me- dio de toda la gratitud por sus iluminaciones no puede uno librar- se de cierta sensacio? n penosa que no llega a explicarse sufi? clen-
temente ni por la faceta anticuada, que los renegados irracionalistas franceses tan celosamente resaltan, ni por la vanidad personal. Pero por servir e? sta de pretexto a la envidia - porque necesariamente en todo espi? ritu se da un momento de vanidad- , tan pronto como aparece se revela la razo? n de la penosidad. Esta acompa- n? a a lo contemplativo, al tomarse tiempo, a la normalmente dispersa homili? a, al i? ndice indulgentemente alzado. El contenido cri? tico de las ideas es desmentido por el gesto divagatorio, ya fa-
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? ? ? miliar desde la aparicio? n de los profesores al serVICIO del estado, y la ironi? a con que el imitador de Voltaire revela en las portadas de sus libros su pertenencia a la Acade? m i? e Francaise se vuelve contra el sarca? stico. Su exposicio? n oculta en toda acentuada huma- nidad un elemento de violencia: puede permitirse hablar asi? , nadie interrumpe al maestro. Algo de la usurpacio? n latente en toda do- cencia y en toda lectura de viva voz se halla concentrado en la lu? cida construccio? n de los peri? odos, que tanta ociosidad reserva para las cosas ma? s fastidiosas. Inequi? voco signo de latente despre- cio de lo humano en el u? ltimo abogado de la dignidad humana es la impavidez con que escribe trivialidades, como si nadie pudiera atreverse a advertirlas: <<L'aniste doit aimer la vie et nous mon- trer qu'elle est belle. Saos lui, nous en douterions. >> Pero 10 que en las meditaciones arcaicamente estilizadas de France es manifies- to afecta larvadarnente a toda reflexio? n que defiende el privilegio de rehuir la inmediatez de los objetivos. La tranquilidad se con- vierte en la misma mentira en que despue? s de todo incurre la pre- mura de la inmediatez. Mientras el pensamiento, en su contenido, se opone a la incontenible marea del horror, pueden los nervios, el a? rgano ta? ctil de la conciencia histo? rica, percibir en la forma del pensamiento mismo, ma? s au? n, en el hecho de que todavi? a se per- mita ser pensamiento, el rastro de la complicidad con el mundo, al cual se le hacen ya concesiones en el mismo instante en que uno se retira lejos de e? l para hacerlo objeto de filosofi? a. En esa soberani? a, sin la cual es imposible pensar, se enfatiza el privilegio que a uno se le concede. La aversio? n al mismo se ha ido poco a poco convirtiendo en el ma? s grave impedimento para la teori? a: si uno se mantiene en ella, tiene que enmudecer, y si no, se vuel- ve tosco y vulgar por la confianza en la propia cultura. Incluso el aborrecible desdoblamiento del hablar en la conversacio? n profe- sional y la estrictamente convencional hace sospechar la imposi- bilidad de decir 10 que se piensa sin arrogancia y sin asesinar el
tiempo del otro. La ma? s urgente exigencia que como mi? nimo debe mantenerse para cualquier forma de exposicio? n es la de no cerrar los ojos a tales experiencias, sino evidenciarlas por medio del lem- po, la concisio? n, la densidad y hasta la descortesi? a misma.
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Muerte de la inmortalidad. - Flaubert, de quien se refiere la
afirmacio? n de que e? l despreciaba la fama, sobre la que asento? 98
toda su vida, se encontraba en la conciencia de semejante contra. diccio? n tan a gusto como el burgue? s acomodado que una vez escri. bio? Madame Bovary. Frente a la corrupta opinio? n pu? blica, frente a la prensa, contra la que ya reaccionaba a la manera de Kraus, creyo? poder confiar en la posteridad, la de una burguesi?
a liberada del hechizo de la estupidez que le honrarla como su aute? ntico cri? - tico. Pero subestimo? la estupidez: la sociedad que e? l defendi? a no puede llamarse tal, y con su despliegue hacia la totalidad ha des- plegado tambie? n la estupidez de la inteligencia al grado de lo absoluto. Ello esta? consumiendo las reservas de energi? a del inre- lecrual. Ya no puede esperar en la posteridad sin caer, aunque fuera en la forma de una concordancia con los grandes espi? ritus, en el conformismo. Pero en cuanto renuncia 11 tal esperanza, se introduce en su labor un elemento de fanatismo e intransigencia dispuesto desde el principio a trocarse en ci? nica capitulacio? n. La fama, en cuanto resultado de procesos objetivos dentro de la so- ciedad de mercado, que teni? a algo de contingente y a menudo versa? til, mas tambie? n el halo de la justicia y la libre eleccio? n, esta? liquidada. Se ha transformado por entero en una funcio? n de los o? rganos de propaganda a sueldo y se mide por la inversio? n que arriesga el portador del nombre o los grupos interesados que hay tras e? l. El claquer, que todavi? a pareci? a a los ojos de Daumier una aberracio? n, ha perdido mientras tanto como agente oficial del sis- tema cultural su irrespetabilidad. Los escritores que quieren hacer carrera hablan de sus agentes con tanta naturalidad como sus ano repasados del editor, que ya se vali? a hasta cierto punto de la pu- blicidad. Se toma el ser conocido, y, por tanto, la posibilidad en la perduracio? n - ? pues que? probabilidad de ser recordado tiene en la sociedad hiperorganizada 10 que no hubiese sido antes conoci- dov-c-, como asunto de personal gestio? n, y como antes en la Igle- sia se compra ahora a los lacayos de Jos trusts la expectativa de la inmortalidad. Vana ilusio? n. Como la memoria caprichosa y el com- pleto olvido siempre han ido juntos, la disposicio? n planificada so- bre la fama y el recuerdo conduce irremisiblemente a la nada, cuyo sabor puede ya anticipadamente norarse en la condicio? n he? ctica de todas las celebridades. Los ce? lebres no se sienten del todo bien. Hacen de si mismos arti? culos de mercado y se ven a si mismos extran? os e incomprensibles, como ima? genes de muertos vivientes. En el pretencioso cuidado de sus nimbos desperdician la energi? a eficaz, u? nica que podri? a perdurar. La inhumana i? ndlferen- ele y el desprecio que automa? ticamente cae sobre las derrumba-
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? ? ? ? ? ? das grandezas de la industria cultural desvelan la verdad sobre su celebridad sin que por ello deban abrigar aquellos que rehu? san tener parte en esa industria mayores esperanzas respecto a la pos? teridad. De ese modo experimenta el intelectual la fragilidad de su secreta motivacio? n, y frente a ello no puede hacer otra cosa que subrayar esta evidencia.
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Moral y estilo. -El escritor siempre podra? hacer la experien- cia de que cuanto ma? s precisa, esmerada y adecuadamente se expresa, ma? s difi? cil de entender es e! resultado literario, mien-
tras que cuando lo hace de forma laxa e irresponsable se ve recompensado con una segura inteligibilidad. De nada sirve evi- rar asce? ticamente todos Ios elementos de! lenguaje especializado y todas las alusiones a esferas culturales no establecidas. El ri- gor y la pureza de la trama discursiva, aun en la extrema senci- llez, ma? s bien crean un vaci? o. El abandono, el nadar con la co- rriente familiar del discurso, es un signo de vinculacio? n y ron- tacto: se sabe lo que se quiere porque se sabe lo que el otro quiere. Centrar la expresio? n en la cosa en lugar de la comu- nicacio? n es sospechoso: lo especi? fico, lo que no esta? acogido al esquematismo, parece una desconsideracio? n, una sen? al de boe- quedad, casi de desequilibrio. La lo? gica de nuestro tiempo, tan envanecida de su claridad, ingenuamente ha dado recibimiento a tal perversio? n dentro de la categori? a del lenguaje cotidiano. La expresio? n vaga permite al que la oye hacerse una idea eproxi- mada de que? es lo que le agrada y lo que en definitiva opina. La rigurosa contrae una obligacio? n con la univocidad de la con- cepcio? n, con el esfuerzo del concepto, cualidades a las que a los hombres conscientemente se desacostumbra pidie? ndoles la sus- pensio? n de los juicios corrientes respecto a todo contenido y, con ello , una autom arginacio? n a la que ene? rgicamente se resis- ten. $610 lo que no necesitan entender les es inteligible; s610 lo en verdad enajenado , la palabra acun? ada por el comercio, les hace efecto como familiar que es. Pocas cosas hay que contri- buyan tanto a la desmoralizacio? n de los intelectuales. Quien quie- ra evitarla debera? ver en todo consejo de atender sobre todo a la comunicacio? n una traicio? n a lo comunicado.
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Gazuza. -O poner el argot de los trabajadores al lenguaje culto es reaccionario. El ocio, y aun el orgullo y la arrogancia, han prestado al lenguaje del estrato superior algo de independencia y autodisciplina. De ese modo entra en contradiccio? n con su pro- pio a? mbito social. Al querer dar o? rdenes se vuelve contra los se- n? ores que lo utilizan para ordenar y dimite del servicio a sus inte- reses. Pero en el lenguaje de los sometidos so? lo el dominio ha dejado su expresio? n, arrebata? ndoles incluso la justicia que la pala- bra auto? noma y no mutilada promete a cuantos son lo bastante libres para pronunciarla sin rencor. El lenguaje proletario obedece al dictado del hambre. El pobre mastica las palabras para saciarse con ellas. Espera obtener de su espi? ritu objetivo el poderoso ali- mento que la sociedad le niega; llena de ellas una boca que no tiene nada que morder. Se venga as? en el lenguaje. Ultraja el cuerpo de la lengua que no le dejan amar repitiendo con sorda vio- lencia el ultraje que a e? l mismo se le hizo. Incluso lo mejor de los modismos del norte berline? s o de los cockneys, la facundia y la gracia natural, se resiente del efecto de, para poder sobreponerse sin desesperacio? n a situaciones desesperadas, rei? rse, a la vez que del enemigo, de si mismo, dando asi? la rezo? n al curso del mundo.
Si el lenguaje escrito codifica la alienacio? n de las clases, bita no puede eliminarse con la regresio? n al lenguaje hablado, sino so? lo como consecuencia de la ma? s rigurosa objetividad del lenguaje. So? lo el hablar que conserva en si? el lenguaje escrito libera al habla humana de la mentira de que e? sta es ya humana.
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Me? lange. - E I usual argumento de la tolerancia, de que todos los hombres y todas las razas son iguales, es un boomerang. Se expone a una fa? cil refutacio? n por los sentidos, y hasta las ma? s concluyentes pruebas antropolo? gicas de que los judi? os no consti- tuyen ninguna raza apenas podra? n modificar, en el caso del po- grom, el hecho de que los totalitarios sepan perfectamente II quie? - nes quieren eliminar y a quie? nes no. De poco serviri? a querer proclamar frente a ello como un ideal la igualdad de todo lo que tiene rostro humano en lugar de darla por supuesta como un he- cho. La utopi? a abstracta seri? a demasiado fa? cilmente compatible con las ma? s astutas tendencias de la sociedad. Que todos los hom-
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? ? bres sean iguales es precisamente lo que mejor se ajusta a ella. Considera las diferencias reales o imaginarias como estigmas que testimonian que las cosas no se han llevado todavi? a demasiado lejos, que algo hay libre de la maquinaria, algo no del todo deter- minado por la totalidad. La te? cnica del campo de concentracio? n acaba haciendo a los confinados como sus vigilantes, a los asesina- dos asesinos. La diferencia racial se lleva II lo absoluto a fin de poder eliminarla absolutamente, lo que sucederi? a cuando no que- dase ya nada diferente. Una sociedad emancipada no seri? a, sin embargo, un estado de uniformidad, sino la realizacio? n de lo ge- neral en la conciliacio? n de las diferencias. La poli? tica, que ha de tomarse esto bien en serio, no deberi? a por eso propagar la igualdad abstracta de los hombres ni siquiera como idea. En lugar de ello deberi? a sen? alar la mala igualdad existente hoy, la identidad de los interesados en las filmaciones y en los armamentos, pero conci- biendo la mejor siruacio? n como aquella en la que se pueda ser diferente sin temor. Cuando se le certifica al negro que e? l es exactamente igual que el blanco cuando no lo es, se le vuelve a hacer injusticia de forma larvada. Se le humilla de manera amis- tosa mediante una norma con la que necesariamente quedara? atra? s bajo la presio? n del sistema y cuyo cumplimiento seri? a adema? s de dudoso me? rito. Los partidarios de la tolerancia unitarista estara? n asi?