Posteriormente
se fue constituyendo, frente a la pbi?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
n una respuesta que no tanto la resuelve como, con sus crudas aseveraciones, la sustrae a toda posible so-
lucio? n. Su a? mbito sublime, representado en un ana? logo del espe- ci? o, requiere tan poco ser pensado como las sillas y los jarrones. De ese modo refuerza el conformismo. Nada favorece ma? s a 10 existente que el que el existir como tal sea lo constitutivo del sentido.
VII. Las grandes religiones o han concebido, como la judi? a, la salvacio? n de los muertos desde el silencio, obedeciendo a la prohibicio? n de las ima? genes, o han ensen? ado la resurreccio? n de la carne. Su punto crucial estaba en la inseparabilidad de lo espiri- tual y lo corporal. No hay ninguna intencio? n. nada eespiritueb- que no se funde de algu? n modo en la percepcio? n corpo? rea ni exi- ja a su vez su realizacio? n corpo? rea. A los ocultistas, tan favora- bIes a la idea de la resurreccio? n, pero que propiamente no desean la salvacio? n, esto les parece demasiado tosco. Su metafi? sica, que ni H uxley puede ya diferenciar de la metafi? sica, descansa en el axio.
ma: <<El alma se eleva a las alturas, [vive! , / el cuerpo queda en el canap e? >>. Cuanto ma? s alegre es la espiritualidad, ma? s mece? ni- ca: ni Descartes la separo tan limpiamente. La divisio? n del trabajo y la cosificacio? n son llevadas al li? mite: cuerpo y alma son sepa- rados en una perenne viviseccio? n. El alma debe estar limpia de polvo para continuar sin desviaciones en regiones ma? s luminosas su afanosa actividad en el mismo punto en que se interrumpi6. En tal declaracio? n de independencia, empero, el alma se convler- te en una burda imitacio? n de aquello de lo que falsamente se habi? a emancipado. En el lugar de la accio? n reci? proca. que aun la ma? s ri? gida filosofi? a afirmaba, se instala el cuerpo astral, vergonzosa concesio? n del espi? ritu hipcstasiado a su contrario. So? lo en su como paracio? n con un cuerpo puede concebirse el esplriru puro , con lo que al mismo tiempo se anula. Con la cosificacio? n de los espi? ritus, e? stos quedan ya negados.
VIII. Para los ocultistas esto significa una acusacio? n de ma- terialismo. Pero esta? n decididos a preservar el cuerpo astral. Los objetos de su intere? s deben a la vez rebasar la posibilidad de la experiencia y ser experi ment ados. Ello ha de hacerse de un modo riguros amente cienti? fico; cuanto mayor es la patran? a , ma? s esmerada es su componenda. La pretensio? n del control cien- rffico es llevada ad absurdum, donde nada hay que controlar. El mismo aparato racionalist a y empirista que dio el golpe de gracia a los espi? ritus es puesto a contribucio? n para conseguir que vuel- van a admitirlos quienes ya no confi? an en la propia ratio. Como si
244
245
? ? todo espi? ritu elemental no tuviese que sortear las trampas que el dominio sobre la naturaleza le tiende a su ser evanescente. Pero hasta eso lo utilizan los ocultistas en su beneficio. Como los espi? o ritus escapan al control, es necesario dejarles franca entre los dis- positivos de seguridad una puerta por la que puedan hacer tran- quilamente su aparicio? n. Pues los ocultistas son gente pra? ctica. No los mueve la vana curiosidad; so? lo buscan indicios. Van dt- rectos de las estrellas al negocio a plazo. Casi siempre el informe dado a unos cuantos pobres conocidos que esperan algo concluye con que la infelicidad esta? en casa.
IX. El pecado capital del ocultismo es la contaminacio? n de espmru y existencia, la cual se convierte incluso en atributo del espi? ritu. Este se origino? en la existencia como o? rgano para sos- tenerse en la vida. Pero al quedar la existencia reflejada en el espi? ritu, e? ste se convierte en oua cosa. Lo existente procede a negar se con el recuerd o de si? mismo. T al negacio? n es el ele- mento del espi? ritu. Atribuirle tambie? n al espi? ritu una existencia positiva, aunque fuera de un orden superior, significa ponerlo en manos de aquello a lo que se opone. La idealogi? a burguesa tardi? a lo habi? a reconvertido en lo que fue para el preanimismo, en un existente en sf a la medida de la divisio? n social del trabajo, de la ruptura entre el trabajo fi? sico y el espiritual, de la dominacio? n planificada sobre el primero. En el concepto del espi? ritu existente en si? la oonciencia justificaba ontolo? gicamente el privilegio y lo eternizaba al dotarlo de autonomi? a frente al principio social que lo constitui? a. Tal ideologi? a explota en el ocultismo: e? ste es en cierto modo el idealismo vuelto a si? . Precisamente por obra de la fe? rrea anti? tesis entre ser y espi? ritu se convierte e? ste en un dis- trito del ser. Si, con respecto al todo, el idealismo habi? a petro- cinado la idea de que el ser es espi? ritu y e? ste existe, el ocultismo saca la conclusio? n absurda de que la existencia significa un ser de- terminado: <<La existencia. atendiendo a su devenir. es en gene- ral un ser con un no-ser, de modo que este no-ser se halla asumi-
do en simple unidad con el ser. El no-ser se halla de tal modo asumido en el ser, que el todo concreto esta? en la forma del ser, de la inmediacio? n, y constituye la determinacio? n como tal>> (Hegel, Wissenschaft der Logik, 1, ed. Glockner, p. 123). Los ocultistas se toman al pie de la letra el no-ser <<en simple unidad con el ser>>, y su tipo de concrecio? n es un vertiginoso recorrido del camino que va del todo a lo determinado, lo cual puede en- contrar un apoyo en la idea de que el todo, una vez determinado,
deja de serlo. A la metafi? sica le gritan bic Rhodus bi? c salta: si la inversio? n filoso? fica del espi? ritu ha de determinarse con la exis- tencia, entonces la existencia dispersa, cualquiera - les parece a cllos- tiene que justificarse como espi? ritu particular. Si esto es asi? , la recria de la existencia del espi? ritu, ma? ximo encumbramien- to de la conciencia burguesa, llevari? a teleolo? gicamente impli? cita su ma? xima degradacio? n. La transicio? n a la existencia, siempre <<posi- tiva>> y base para una justificacio? n del mundo, supone la tesis de la positivided del espi? ritu, su captabilidad y la transposicio? n de 10 absoluto al feno? meno. Que el mundo entero de las oosas tenga que ser, en cuanto <<producto>>, espi? ritu o bien haya de ser algo de cosa y algo de espi? ritu. resulta indiferente, y el espi? ritu del
mundo (WeltgeisO se convierte en espi? ritu supremo, en a? ngel guardia? n de lo existente, de lo despojado de espi? ritu. De ello vl- ven los ocultistas: su mi? stica es el enfa", terrible del momento mi? stico en Hegel. Llevan la especulacio? n a una fraudulenta banca- rrota. Al presentar el ser determinado como espi? ritu, someten al espi? ritu objetivado a la prueba de la existencia, la cual tiene que dar resultado negativo. No hay ningu? n espi? ritu.
246
247
152
y los co? micos. convertir la palabra ma? s modesta en la ma? s pode- rosa.
Posteriormente se fue constituyendo, frente a la pbi? i? osopbi? a perenne , en me? todo perenne de la cri? tica, en asilo de todos los pensamientos de los oprimidos, incluso de lo que nunca llega- ron a pensar. Mas en cuanto medio de obtener la razo? n fue tambie? n desde el principio un medio de dominacio? n, te? cnica for- mal de la apologi? a indiferente al contenido y al servicio de los que podi? an pagar: la posibilidad de dar siempre con e? xito la vuel-
ta al asador elevada a principio. Por eso su verdad o falsedad no esta? en el me? todo en si? , sino en su intencio? n dentro del proceso histo? rico. La divisio? n de la escuela hegeliana en un ala derecha y otra izquierda hunde sus rai? ces en el doble sentido de la . teori? a no menos que en la situacio? n poli? tica del Vormarz. Diale? ctica no 10 es so? lo la teori? a marxiana, que quiere convertir al proletariado como sujeto absoluto de la historia en el sujeto primario de
Se
mal usa. - La
previene contra el
en la sofistica como un proceder de la discusio? n encaminado a conmover las afirmaciones dogma? ticas y, al modo de los abogados
d iale? ct ica
I UVO
su o rigen
? ? ? la sociedad y hacer realidad la autodeterminacio? n consciente de la humanidad. sino tambie? n la agudeza que Gustavo Dore? puso en boca de un representante parlamentario del anci? en re? gime: que sin Luis XVI nunca se habri? a llegado a la Revolucio? n y que, por tanto. a e? l hay que agradecerle la proclamacio? n de los derechos del hombre. La filosofi? a negativa. la disolucio? n universal. disuelve siempre a la vez lo dislovcntc mismo. Pero la nueva forma en la que pretende superar a ambos, lo disolvente y lo disuelto, jama? s podra? aparecer en estado puro en la sociedad antago? nica. Mientras la dominacio? n se reproduzca. la vieja cualidad saldra? de nuevo a la luz con toda crudeza en la disolucio? n de lo disolvente: tomado en su sentido radical, no hay en ella ningu? n salto. So? lo e? ste seri? a el acontecimiento capaz de trascenderla. Como la determinacio? n diale? ctica de la nueva cualidad se ve en cada caso remitida al poder de la tendencia objetiva, que transmite el hechizo de la dominacio? n, siempre que con el trabajo del concepto alcanza la negacio? n de la negacio? n se halla tambie? n casi inevitablemente
forzada a subsistir en el pensamiento el viejo mal por lo dls. tinto inexistente. La profundidad con que se sume en la objerivi- dad la logra al precio de participar de la mentira de que la obje- tividad es ya la verdad. Al limitarse estrictamente a extrapolar la situacio? n libre de privilegios de lo que debe al proceso el privilegio de ser, se rinde a la restauracio? n. Esto lo registra la existencia pri- vada, a la que Hegel le reprocho? su nulidad. La mera subjetividad que se empen? a en la pureza de su propio principio se enreda en en- rinomies. Sucumbe a su deformidad, a la hipocresi? a y al mal a me- nos que se objetive en la sociedad y el Estado. La moral, la autono- mi? a basada en la pura cert eza de si? mismo y hasta la conciencia mo. ral son mera apariencia. Si Olio real moral no existe. . (Pbenomeno- /ogie, ed. Lasson, p. 397), en la Filosofi? a del Derecho estara? consecuente ment e el matri monio por encima de la conciencia mo- ral, por encima incluso de su eminencia, que Hegel calificara? con ironi? a roma? ntica de <<vanidad subjetiva>> en el doble sentido. Este motivo de la diale? ctica. que opera en todos los estratos del sis- tema, es a la vez verdadero y falso. Verdadero porque desvela lo particular como apariencia necesaria, como la falsa consciencia de lo separado de ser si? mismo y no un momento del todo; y esta falsa consciencia hace que se desvanezca por la fuerza del todo. Falso porque el motivo de la objetivacio? n, la . . exteriorizacio? n. .
(Enta? usserung], es degradado a pretexto justamente para la auto- afirmacio? n burguesa del sujeto, a mera racionalizacio? n, toda vez que la objetividad, que opone el pensamiento a la mala subjetivi.
248
dad. no es libre y queda siempre a la zaga del trabajo cri? tico del sujeto. La palabra exteriorizacio? n, que espera de la obediencia de la voluntad privada la liberacio? n de la arbitrariedad privada, justa- mente al afirmar insistentemente lo exterior como lo que institu- cionalmente se opone al sujeto reconoce, pese a todos los votos por la reconciliacio? n, la perenne lrrccondli? ubllidad de sujeto y ob- jeto, que por otra parte constituye el tema de la cri? tica diale? ctica. El acto de la autoexteriorizacio? n desemboca en la renuncia, que Goethe caracterizaba como salvacio? n, y, por ende. en la justifica- cio? n del status quo tanto hoy como ayer. De la evidencia, por ejemplo, de la mutilacio? n de las mujeres por la sociedad patriar. cal y de la imposibilidad de eliminar la deformacio? n antropolo? gica sin hacerlo con sus supuestos. el diale? ctico irremisiblemente desilu- sionado podri? a deducir el punto de vista del amo de la casa y ha. cer el juego a la perpetuacio? n de la relacio? n patriarcal. No le fal- tari? an razones plausibles, como la de la imposibilidad de unas
relaciones esencialmente diferentes bajo las actuales condiciones, ni tampoco la actitud humanitaria hacia los oprimidos que deben pagar el precio de la falsa emancipacio? n, pero todo lo verdadero se convertiri? a en ideologi? a en manos del intere? s masculino. El diale? ctico no desconoce la infelicidad y el abandono de los que envejecen sin casarse, como tampoco lo criminal de la separacio? n. Pero dando de un modo antirroma? ntko la primaci? a al matrimonio objetivado frente a la pasio? n efi? mera no superada en la vida en co- mu? n, se convierte en abogado de los que mantienen el matrimonio a costa del afecto, de los que aman aquello por lo que esta? n casados. esto es, la abstracta relacio? n de posesio? n. La u? ltima con- clusio? n de esta sabiduri? a seda la de que esto a las personas no les importa tanto mientras se acomoden a la constelacio? n dada o ha- gan lo posible por conseguirlo. Para protegerse de semejantes ten- taciones, la diale? ctica esclarecida necesita recelar constantemente de ese elemento apologe? tico y restaurador que, sin embargo, deter-
mina una parte de lo opuesto a la ingenuidad. La amenazante re- gresio? n de la reflexio? n a lo irreflexivo se delata en la superioridad con que dispone a su antojo del proceder diale? ctico como si ella fuera aquel saber inmediato acerca de la totalidad que el principio de la diale? ctica precisamente excluye. Se recurre a la perspectiva de la totalidad para inmpedirle al adversario todo juicio negativo derer- minado con un <<no queda decir esto>> y a la vez interrumpir violentamente el movimiento del concepto, suspender el proceso diale? ctico insistiendo en la fuerza impositiva e insuperable de los
hechos. El infortunio se desliza en el thema probandum: se utiliza 249
? ? la diale? ctica en lugar de perderse en ella. Entonces el pensar sobera namente diale? ctico retrocede al estadio pred iale? ctico : la tranquila consideracio? n de que cada cosa tiene dos caras.
153
Para terminar. -El u? nico modo que au? n le queda a la filosofi? a de responsabilizarse a la vista de la desesperacio? n es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redencio? n. El conocimiento no tiene otra luz iluminadora del mundo que la que arroja la idea de la redencio? n: todo lo dema? s se agota en reconstrucciones y se reduce a mera te? cnica. Es preciso fijar pers- pectivas en las que el mundo aparezca trastrocado, enajenado, mostrando sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el grado en que aparece bajo la luz mesia? nica. Situa rse en tales perspectivas sin arbitrariedad ni violencia, desde el contacto con los objetos, so? lo le es dado al pensamie nto. Y es la cosa ma? s sencilla, porque la situacio? n misma incita perentoriamen- te a tal conocimiento, ma?
lucio? n. Su a? mbito sublime, representado en un ana? logo del espe- ci? o, requiere tan poco ser pensado como las sillas y los jarrones. De ese modo refuerza el conformismo. Nada favorece ma? s a 10 existente que el que el existir como tal sea lo constitutivo del sentido.
VII. Las grandes religiones o han concebido, como la judi? a, la salvacio? n de los muertos desde el silencio, obedeciendo a la prohibicio? n de las ima? genes, o han ensen? ado la resurreccio? n de la carne. Su punto crucial estaba en la inseparabilidad de lo espiri- tual y lo corporal. No hay ninguna intencio? n. nada eespiritueb- que no se funde de algu? n modo en la percepcio? n corpo? rea ni exi- ja a su vez su realizacio? n corpo? rea. A los ocultistas, tan favora- bIes a la idea de la resurreccio? n, pero que propiamente no desean la salvacio? n, esto les parece demasiado tosco. Su metafi? sica, que ni H uxley puede ya diferenciar de la metafi? sica, descansa en el axio.
ma: <<El alma se eleva a las alturas, [vive! , / el cuerpo queda en el canap e? >>. Cuanto ma? s alegre es la espiritualidad, ma? s mece? ni- ca: ni Descartes la separo tan limpiamente. La divisio? n del trabajo y la cosificacio? n son llevadas al li? mite: cuerpo y alma son sepa- rados en una perenne viviseccio? n. El alma debe estar limpia de polvo para continuar sin desviaciones en regiones ma? s luminosas su afanosa actividad en el mismo punto en que se interrumpi6. En tal declaracio? n de independencia, empero, el alma se convler- te en una burda imitacio? n de aquello de lo que falsamente se habi? a emancipado. En el lugar de la accio? n reci? proca. que aun la ma? s ri? gida filosofi? a afirmaba, se instala el cuerpo astral, vergonzosa concesio? n del espi? ritu hipcstasiado a su contrario. So? lo en su como paracio? n con un cuerpo puede concebirse el esplriru puro , con lo que al mismo tiempo se anula. Con la cosificacio? n de los espi? ritus, e? stos quedan ya negados.
VIII. Para los ocultistas esto significa una acusacio? n de ma- terialismo. Pero esta? n decididos a preservar el cuerpo astral. Los objetos de su intere? s deben a la vez rebasar la posibilidad de la experiencia y ser experi ment ados. Ello ha de hacerse de un modo riguros amente cienti? fico; cuanto mayor es la patran? a , ma? s esmerada es su componenda. La pretensio? n del control cien- rffico es llevada ad absurdum, donde nada hay que controlar. El mismo aparato racionalist a y empirista que dio el golpe de gracia a los espi? ritus es puesto a contribucio? n para conseguir que vuel- van a admitirlos quienes ya no confi? an en la propia ratio. Como si
244
245
? ? todo espi? ritu elemental no tuviese que sortear las trampas que el dominio sobre la naturaleza le tiende a su ser evanescente. Pero hasta eso lo utilizan los ocultistas en su beneficio. Como los espi? o ritus escapan al control, es necesario dejarles franca entre los dis- positivos de seguridad una puerta por la que puedan hacer tran- quilamente su aparicio? n. Pues los ocultistas son gente pra? ctica. No los mueve la vana curiosidad; so? lo buscan indicios. Van dt- rectos de las estrellas al negocio a plazo. Casi siempre el informe dado a unos cuantos pobres conocidos que esperan algo concluye con que la infelicidad esta? en casa.
IX. El pecado capital del ocultismo es la contaminacio? n de espmru y existencia, la cual se convierte incluso en atributo del espi? ritu. Este se origino? en la existencia como o? rgano para sos- tenerse en la vida. Pero al quedar la existencia reflejada en el espi? ritu, e? ste se convierte en oua cosa. Lo existente procede a negar se con el recuerd o de si? mismo. T al negacio? n es el ele- mento del espi? ritu. Atribuirle tambie? n al espi? ritu una existencia positiva, aunque fuera de un orden superior, significa ponerlo en manos de aquello a lo que se opone. La idealogi? a burguesa tardi? a lo habi? a reconvertido en lo que fue para el preanimismo, en un existente en sf a la medida de la divisio? n social del trabajo, de la ruptura entre el trabajo fi? sico y el espiritual, de la dominacio? n planificada sobre el primero. En el concepto del espi? ritu existente en si? la oonciencia justificaba ontolo? gicamente el privilegio y lo eternizaba al dotarlo de autonomi? a frente al principio social que lo constitui? a. Tal ideologi? a explota en el ocultismo: e? ste es en cierto modo el idealismo vuelto a si? . Precisamente por obra de la fe? rrea anti? tesis entre ser y espi? ritu se convierte e? ste en un dis- trito del ser. Si, con respecto al todo, el idealismo habi? a petro- cinado la idea de que el ser es espi? ritu y e? ste existe, el ocultismo saca la conclusio? n absurda de que la existencia significa un ser de- terminado: <<La existencia. atendiendo a su devenir. es en gene- ral un ser con un no-ser, de modo que este no-ser se halla asumi-
do en simple unidad con el ser. El no-ser se halla de tal modo asumido en el ser, que el todo concreto esta? en la forma del ser, de la inmediacio? n, y constituye la determinacio? n como tal>> (Hegel, Wissenschaft der Logik, 1, ed. Glockner, p. 123). Los ocultistas se toman al pie de la letra el no-ser <<en simple unidad con el ser>>, y su tipo de concrecio? n es un vertiginoso recorrido del camino que va del todo a lo determinado, lo cual puede en- contrar un apoyo en la idea de que el todo, una vez determinado,
deja de serlo. A la metafi? sica le gritan bic Rhodus bi? c salta: si la inversio? n filoso? fica del espi? ritu ha de determinarse con la exis- tencia, entonces la existencia dispersa, cualquiera - les parece a cllos- tiene que justificarse como espi? ritu particular. Si esto es asi? , la recria de la existencia del espi? ritu, ma? ximo encumbramien- to de la conciencia burguesa, llevari? a teleolo? gicamente impli? cita su ma? xima degradacio? n. La transicio? n a la existencia, siempre <<posi- tiva>> y base para una justificacio? n del mundo, supone la tesis de la positivided del espi? ritu, su captabilidad y la transposicio? n de 10 absoluto al feno? meno. Que el mundo entero de las oosas tenga que ser, en cuanto <<producto>>, espi? ritu o bien haya de ser algo de cosa y algo de espi? ritu. resulta indiferente, y el espi? ritu del
mundo (WeltgeisO se convierte en espi? ritu supremo, en a? ngel guardia? n de lo existente, de lo despojado de espi? ritu. De ello vl- ven los ocultistas: su mi? stica es el enfa", terrible del momento mi? stico en Hegel. Llevan la especulacio? n a una fraudulenta banca- rrota. Al presentar el ser determinado como espi? ritu, someten al espi? ritu objetivado a la prueba de la existencia, la cual tiene que dar resultado negativo. No hay ningu? n espi? ritu.
246
247
152
y los co? micos. convertir la palabra ma? s modesta en la ma? s pode- rosa.
Posteriormente se fue constituyendo, frente a la pbi? i? osopbi? a perenne , en me? todo perenne de la cri? tica, en asilo de todos los pensamientos de los oprimidos, incluso de lo que nunca llega- ron a pensar. Mas en cuanto medio de obtener la razo? n fue tambie? n desde el principio un medio de dominacio? n, te? cnica for- mal de la apologi? a indiferente al contenido y al servicio de los que podi? an pagar: la posibilidad de dar siempre con e? xito la vuel-
ta al asador elevada a principio. Por eso su verdad o falsedad no esta? en el me? todo en si? , sino en su intencio? n dentro del proceso histo? rico. La divisio? n de la escuela hegeliana en un ala derecha y otra izquierda hunde sus rai? ces en el doble sentido de la . teori? a no menos que en la situacio? n poli? tica del Vormarz. Diale? ctica no 10 es so? lo la teori? a marxiana, que quiere convertir al proletariado como sujeto absoluto de la historia en el sujeto primario de
Se
mal usa. - La
previene contra el
en la sofistica como un proceder de la discusio? n encaminado a conmover las afirmaciones dogma? ticas y, al modo de los abogados
d iale? ct ica
I UVO
su o rigen
? ? ? la sociedad y hacer realidad la autodeterminacio? n consciente de la humanidad. sino tambie? n la agudeza que Gustavo Dore? puso en boca de un representante parlamentario del anci? en re? gime: que sin Luis XVI nunca se habri? a llegado a la Revolucio? n y que, por tanto. a e? l hay que agradecerle la proclamacio? n de los derechos del hombre. La filosofi? a negativa. la disolucio? n universal. disuelve siempre a la vez lo dislovcntc mismo. Pero la nueva forma en la que pretende superar a ambos, lo disolvente y lo disuelto, jama? s podra? aparecer en estado puro en la sociedad antago? nica. Mientras la dominacio? n se reproduzca. la vieja cualidad saldra? de nuevo a la luz con toda crudeza en la disolucio? n de lo disolvente: tomado en su sentido radical, no hay en ella ningu? n salto. So? lo e? ste seri? a el acontecimiento capaz de trascenderla. Como la determinacio? n diale? ctica de la nueva cualidad se ve en cada caso remitida al poder de la tendencia objetiva, que transmite el hechizo de la dominacio? n, siempre que con el trabajo del concepto alcanza la negacio? n de la negacio? n se halla tambie? n casi inevitablemente
forzada a subsistir en el pensamiento el viejo mal por lo dls. tinto inexistente. La profundidad con que se sume en la objerivi- dad la logra al precio de participar de la mentira de que la obje- tividad es ya la verdad. Al limitarse estrictamente a extrapolar la situacio? n libre de privilegios de lo que debe al proceso el privilegio de ser, se rinde a la restauracio? n. Esto lo registra la existencia pri- vada, a la que Hegel le reprocho? su nulidad. La mera subjetividad que se empen? a en la pureza de su propio principio se enreda en en- rinomies. Sucumbe a su deformidad, a la hipocresi? a y al mal a me- nos que se objetive en la sociedad y el Estado. La moral, la autono- mi? a basada en la pura cert eza de si? mismo y hasta la conciencia mo. ral son mera apariencia. Si Olio real moral no existe. . (Pbenomeno- /ogie, ed. Lasson, p. 397), en la Filosofi? a del Derecho estara? consecuente ment e el matri monio por encima de la conciencia mo- ral, por encima incluso de su eminencia, que Hegel calificara? con ironi? a roma? ntica de <<vanidad subjetiva>> en el doble sentido. Este motivo de la diale? ctica. que opera en todos los estratos del sis- tema, es a la vez verdadero y falso. Verdadero porque desvela lo particular como apariencia necesaria, como la falsa consciencia de lo separado de ser si? mismo y no un momento del todo; y esta falsa consciencia hace que se desvanezca por la fuerza del todo. Falso porque el motivo de la objetivacio? n, la . . exteriorizacio? n. .
(Enta? usserung], es degradado a pretexto justamente para la auto- afirmacio? n burguesa del sujeto, a mera racionalizacio? n, toda vez que la objetividad, que opone el pensamiento a la mala subjetivi.
248
dad. no es libre y queda siempre a la zaga del trabajo cri? tico del sujeto. La palabra exteriorizacio? n, que espera de la obediencia de la voluntad privada la liberacio? n de la arbitrariedad privada, justa- mente al afirmar insistentemente lo exterior como lo que institu- cionalmente se opone al sujeto reconoce, pese a todos los votos por la reconciliacio? n, la perenne lrrccondli? ubllidad de sujeto y ob- jeto, que por otra parte constituye el tema de la cri? tica diale? ctica. El acto de la autoexteriorizacio? n desemboca en la renuncia, que Goethe caracterizaba como salvacio? n, y, por ende. en la justifica- cio? n del status quo tanto hoy como ayer. De la evidencia, por ejemplo, de la mutilacio? n de las mujeres por la sociedad patriar. cal y de la imposibilidad de eliminar la deformacio? n antropolo? gica sin hacerlo con sus supuestos. el diale? ctico irremisiblemente desilu- sionado podri? a deducir el punto de vista del amo de la casa y ha. cer el juego a la perpetuacio? n de la relacio? n patriarcal. No le fal- tari? an razones plausibles, como la de la imposibilidad de unas
relaciones esencialmente diferentes bajo las actuales condiciones, ni tampoco la actitud humanitaria hacia los oprimidos que deben pagar el precio de la falsa emancipacio? n, pero todo lo verdadero se convertiri? a en ideologi? a en manos del intere? s masculino. El diale? ctico no desconoce la infelicidad y el abandono de los que envejecen sin casarse, como tampoco lo criminal de la separacio? n. Pero dando de un modo antirroma? ntko la primaci? a al matrimonio objetivado frente a la pasio? n efi? mera no superada en la vida en co- mu? n, se convierte en abogado de los que mantienen el matrimonio a costa del afecto, de los que aman aquello por lo que esta? n casados. esto es, la abstracta relacio? n de posesio? n. La u? ltima con- clusio? n de esta sabiduri? a seda la de que esto a las personas no les importa tanto mientras se acomoden a la constelacio? n dada o ha- gan lo posible por conseguirlo. Para protegerse de semejantes ten- taciones, la diale? ctica esclarecida necesita recelar constantemente de ese elemento apologe? tico y restaurador que, sin embargo, deter-
mina una parte de lo opuesto a la ingenuidad. La amenazante re- gresio? n de la reflexio? n a lo irreflexivo se delata en la superioridad con que dispone a su antojo del proceder diale? ctico como si ella fuera aquel saber inmediato acerca de la totalidad que el principio de la diale? ctica precisamente excluye. Se recurre a la perspectiva de la totalidad para inmpedirle al adversario todo juicio negativo derer- minado con un <<no queda decir esto>> y a la vez interrumpir violentamente el movimiento del concepto, suspender el proceso diale? ctico insistiendo en la fuerza impositiva e insuperable de los
hechos. El infortunio se desliza en el thema probandum: se utiliza 249
? ? la diale? ctica en lugar de perderse en ella. Entonces el pensar sobera namente diale? ctico retrocede al estadio pred iale? ctico : la tranquila consideracio? n de que cada cosa tiene dos caras.
153
Para terminar. -El u? nico modo que au? n le queda a la filosofi? a de responsabilizarse a la vista de la desesperacio? n es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redencio? n. El conocimiento no tiene otra luz iluminadora del mundo que la que arroja la idea de la redencio? n: todo lo dema? s se agota en reconstrucciones y se reduce a mera te? cnica. Es preciso fijar pers- pectivas en las que el mundo aparezca trastrocado, enajenado, mostrando sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el grado en que aparece bajo la luz mesia? nica. Situa rse en tales perspectivas sin arbitrariedad ni violencia, desde el contacto con los objetos, so? lo le es dado al pensamie nto. Y es la cosa ma? s sencilla, porque la situacio? n misma incita perentoriamen- te a tal conocimiento, ma?
