Esa expansión a casi lo universa) es posible sólo porque las reuniones reales se transmiten, y las transmisiones, a su vez,
producen
nuevas reuniones.
Sloterdijk - Esferas - v3
En el déjilé de la guardia ciudadana por el gigantesco cam po, como si se tratara de un interior-circo, y la misa patriótica celebrada por Talleyrand se hizo evidente que en liturgias colectivas de ese tipo de organización de multitudes hay que contar con un dominio omnipresen te del ritual; y que también el nuevo soberano reunido, el público presen te, precisamente por su presencia numéricamente avasalladora, ha de con tentarse con el papel de observador y aclamador animado.
Esto significa, a la inversa, que los organizadores de la gran reunión han de saber en qué medida son responsables ellos mismos del éxito de la síntesis afectiva, es decir, del entusiasmo colectivo.
Dado que el circo renacido, como foco político y como colector fascinógeno de masas, constituye una máquina de producción de consenso, hay que asegurar mediante una dirección escé nica del ritual que todos los sucesos dentro de él sean de evidencia ele mental.
Quien no entiende el texto ha de entender la acción; a quien le resulta extraña la acción, ha de ser cautivado por el colorismo del es pectáculo.
La fusión sonosférica se encarga del resto.
Es verdad que en esa situación el llamado soberano no puede tomar nunca inmediatamente la palabra; pero puede, sin embargo, aplaudir las apariciones de sus repre sentantes, más aún, tiene el campo abierto para convertirse él mismo, me
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diante sus gritos de júbilo, en un fenómeno-nosotros acústico sui generis. Cuando no es posible una sintonía discreta, también el griterío colectivo lleva a resultados psicopolíticamente relevantes. La cuasi-nación, reunida en el estadio-circo, se experimenta a sí misma dentro de un plebiscito acús tico, cuyo resultado directo, el ruido jubiloso sobre las cabezas de todos, emerge como una emanación desde los reunidos para regresar al oído de cada uno. La autopoiesis del ruido se asemeja a una realización del lugar común por la vox populi. Tal griterío, no diferenciado todavía por ningu na instalación moderna de sintonía, hace que resulte superflua la retórica de oradores concretos. En el camino a la infección mimética, el grito de uno se convierte en el grito del otro; en todo caso, en el estadio se forman dos o más bandos de griterío. Cuando en lugar del grito aparece la coor dinación musical, se abre espacio al himno político. Como muestra la his toria de la Marsellesa y de otros himnos nacionales, el canto común insinúa la transformación de la multitud en coro; según otros puntos de vista, li bera, incluso, la naturaleza verdaderamente coral de la comunidad, sub yacente en las relaciones prosaicas cotidianas del ser humano5*2.
Por lo que respecta a los receptáculos arquitectónicos para las grandes concentraciones revolucionarias, no era suficiente, evidentemente, con la re-dedicación de salas feudales y eclesiásticas: no bastaría con menos que con la repetición para-renacentista de una forma antigua, hasta entonces inactual, si la naciente cultura de «masas» de la Modernidad había de co nectar con la de la Antigüedad europea; y tenía que hacerlo para satisfa cer su demanda de grandes edificios para agregados cuantitativos de seres humanos.
El imperativo del edificio para las grandes reuniones de la era de los pueblos soberanizados resulta, no en último término, de la experiencia de que las concentraciones de masas al aire libre -en el siglo XX a menudo en forma de desfiles o procesiones manifestativas- encierran un alto poten cial de escalada de la violencia, mientras que las asambleas acotadas ar quitectónicamente, incluso bajo techo, ofrecen una gran ventaja situacional para desarrollos civilizados53*. Pero, dado que apenas es posible reactivar una forma sin volver a poner enjuego también, al menos mediatamente, los contenidos unidos a ella originariamente, el moderno interés por los antiguos containers de «masas», el anfiteatro, arena, circo, se amplía en un renacimiento popular, en el que, junto con las formas arquitectónicas de los tipos de acontecimiento correspondientes, vuelven las luchas, las com-
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Étienne-Louis Boullée, proyecto para un coliseo.
peticiones, el drama de diferenciación, que discrimina entre vencedor y perdedor: sólo la muerte no puede ser ya bienvenida en el estadio mo derno, como lo era en la antigua arena54. Con razón se ha hecho notar que la Modernidad ha revitalizado, en notable simultaneidad con la de- mo( ia< i; . las dos antiguas instituciones de la tragedia y de las competicio nes atlét cas olímpicas ' . El orador de la revolución, Danton, transmite que ya en el año 1793 él mismo alentó la organización de Juegos Olímpi cos en el ( lampo de Marte con las miras puestas en la pedagogía nacional. Antes de el, Gilbert Romme, coautor del calendario de la Revolución, ya había propuesto en 1792 la celebración de olimpíadas francesas en los años bisiestos. Cuando patriotas así toman la voz, lo hacen recurriendo a romanos \ espartanos. No en vano es Bruto, el asesino de César, el héroe
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del momento. ¿Cuánto habrá que esperar hasta que los gladiadores de las arenas de antes se le añadan?
A la vista de esos containers de «masas», que tienden el puente arqui tectónico entre los antiguos modelos de la cultura de «masas» y su repeti ción moderna, se perfila uno de los problemas estructurales de la sociedad contemporánea: por mucho que valga para ella que sólo puede ser orga nizada acéfala y asinódicamente como todo, en ella se mantiene, profun damente arraigada, la demanda de instancias cefálicas y sinódicas: en los fantasmas de la asamblea capital o general de la sociedad se unifican in cluso ambas cosas (en todo caso, cabe preguntarse si una asamblea así, im posible en lo real, sería, al menos, simulable en un texto panorámico o fi losófico, de modo que, en caso de una respuesta afirmativa, se contara, al menos también, con un principio de explicación de la notable autoridad de la filosofía en las fases de la Modernidad devotas de la totalidad). La fic ción jurídico-estatal, popular entre los republicanos, de una toma de la so beranía por el pueblo, que asumiera sus derechos como sucesor del rey, pone al alcance, si fuera realizable en la práctica, la re-encamación de la función cefálica en un pleno popular. Por lo demás, no habría de pasar mucho tiempo hasta que los pensadores de la Constitución y los juristas del Tercer Estamento se dieran cuenta de los potenciales de violencia que encerraban tales ideas; en las escenas tumultuosas de los alzamientos po pulares del 14 de julio de 1789, del 10 de agosto de 1792, de las masacres de septiembre y de los innumerables episodios violentos tanto en París como en la provincia, se puso de manifiesto adonde conducía una interpreta ción literal del teorema de la soberanía popular. Sólo mediante estrictas li mitaciones de la libertad de reunión y coalición pudo evitarse que la mul titud se apropiara literalmente del dogma que estaba en el aire: «Toda violencia proviene de la calle».
Esas limitaciones hablan en favor de un rápido poder de captación por parte de la burguesía posesional de sus primeras lecciones de violencia; aunque los populistas de primera hora polemizaran la realización incom pleta de la égalitépor los «nuevos señores» y amenazaran a los patriotas sin demasiado entusiasmo con terribles puestas en práctica reales de la filo sofía. Ya la Constitución de 1791 emprendió el intento de reprimir las reu niones en las que una multitud presente quisiera articularse como socie dad política popular y, con ello, como personificación parcial del soberano. La Constitución del Directorio prohibió, después, directamente
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todas las reuniones al aire libre como amotinamientos: una prohibición que se mantuvo durante todo el siglo XIX: premisasjurídicas del quietismo impaciente (o del radicalismo ordenado), que caracterizará la cultura francesa desde el final de la era napoleónica hasta la época de las guerras mundiales (espíritus malvados afirman: hasta la actualidad)536. Efectiva mente, bajo el dominio de los jacobinos fue perdiendo terreno la creen cia, sólida en principio, en el poder expresivo de verdad de la organiza ción de «masas»; se había experimentado demasiadas veces con qué facilidad una multitud de enragés reunida en plazas públicas podía conver tirse, ante un grito casual de indignación, en una «masa» que se precipita hacia delante medio ciega. Canetti ha llamado masas podencas [Hetzmas- sen] a los montones energetizados a los que se ha implantado una inten ción537, que, como jaurías sansculóticas, dejarían su taijeta de visita en las farolas. Si hubo una astucia de la razón en la Revolución de 1789, ésta fue la realización, parcial siempre, de sus principios; únicamente de este mo do mantuvo una cierta resistencia contra los postulados incontinentes del universalismo de abajo. Cuya hora sonó de nuevo en el temprano siglo XX, cuando los fascismos europeos, solidarios entre ellos como una interna cional de nacionales, impusieron la unidad de calle y Estado y llevaron a la orden del día la puesta en práctica de la inclusión total igualitaria de un pueblo en sí mismo, en cada caso.
2 Los colectores: Para la historia del renacimiento del estadio
Se puede afirmar que el totalitarismo moderno es un producto del con senso del estadio: en un fonotopo agitado, en el que cien mil voces colo can una campana de ruido sobre los reunidos, surge el fantasma de la una nimidad, que infesta desde entonces a demagogos y filósofos sociales. En él se crea una volonté genérale sonora: un plebiscito de ruidos. A la vista de estas circunstancias, sejustifica literalmente la tesis de Gabriel Tarde: que el estado social del ser humano es uno hipnótico o sonámbulo. El griterío de la multitud en el estadio se reacopla directamente a ella, porque de la impresión por el espectáculo procede la excitación mimética, de la excita ción los gestos sonoros, y de su retorno -amplificado masivamente- al oí do la conmoción, que casi equivale a una convicción. Cuando Elias Canetti
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describió a la «masa como anillo»538no estaba caracterizando simplemen te las condiciones visuales y arquitectónicas de un estadio, sino, asimismo, la fascinación acústica que, procedente de la reunión, se cierne sobre ella. Lo mismo que los generales atenienses, también los modernos directores escénicos del consenso saben apreciar el poder de captación de la música. Allí donde han de concurrir todos los elementos que contribuyen a una vi vencia así, no deben faltar los medios de la síntesis fonotópica. Si están da dos, está garantizado también el acontecimiento, la fusión entusiástica de la multitud. Desde ese momento se sabe realmente lo que significa haber estado allí. Quien estuvo «allí» testificará que el acontecimiento como tal proporcionó una especie de verdad. Se demuestra ya, a la vez, cómo colo car riendas estrictamente rituales al gentío en el contenedor del pueblo. Entre 1790 y 1798, la arena recuperada en el Campo de Marte parisino, y numerosas otras construcciones análogas en la provincia, se ponen a prue ba una y otra vez con pompa y gloria. Del ritual fascinógeno y de la au- tohipnosis colectiva operativizada surge el material del que están hechas las catedrales de la comuna post-cristiana. Desde entonces dispone la «so ciedad» moderna de un medio autopersuasivo de gran capacidad de ren dimiento: un colector, con el que se pueda llevar a cabo, tanto organizati va como psicotécnicamente, la tarea de la reunión directa de grandes cantidades de seres humanos, en caso de plantearse de nuevo.
Para nuestro contexto basta con formular la pregunta: por qué hubie ron de pasar aún más de cien años hasta que la cultura de «masas» moder na redescubrió, sobre una base amplia, el efecto arena o coliseo, la fusión del público a la vista del espectáculo narcisista-narcótico. Muy sumariamen te, la respuesta podía ser que la «sociedad» del siglo XIX supo mejor cómo eludir esa tarea general impuesta, dado que el horror democrático-popu- lar estaba todavía demasiado profundamente arraigado en los testigos de la Revolución y sus herederos. Cuando en esa época se produjeron salidas a escena de la «masa», sucedió, por regla general, bajo formas ceremo nialmente controladas’39. Sólo con las turbulencias de comienzos del siglo XX se manifestó de nuevo el impulso a grandes agolpamientos y concen traciones, y con ellos, a la vez, la demanda de colectores arquitectónicos para grandes números de seres humanos físicamente congregados.
Las contraseñas de la historia de los colectores se llaman Juegos Olím picos, Revolución Rusa y Fascismo. Lo que une a esa trinidad heterogénea es el reto común de desarrollar grandes interiores para multitudes pre
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sentes y movilizadas, con el fin de administrar su capacidad de reacción mediante ilusiones-punto-central escenificadas. Es verdad que en el mo mento álgido de la Modernidad el arte de la síntesis social sólo fue ejerci tado aún como si se tratara de uno indirecto; pero esto no excluye que las reuniones directas de la multitud en sus horas simbióticas reclamen la in tervención del saber organizativo más explícito. Este se pragmatiza en la explotación de los grandes colectores. Desde la aparición y establecimien to de tales macro-intenores pudo saberse que el tipo de construcción ana lizado por Walter Benjamin, los pasajes -en los que buscó la idea profun da de interior del siglo XIX: la síntesis paradójica de intimidad y mundo público de la mercancía-, ya no desempeña ninguna función clave para la comprensión de los procesos creadores de espacio en la sociedad contem poránea. Por lo que respecta a su dimensión mercantil, los pasajes han si do reemplazados por los centros comerciales a las afueras de los comple jos urbanos o por las zonas peatonales del centro de las ciudades: la arquitectura reciente sólo los tiene en cuenta ya como citas historizantes510. (El entorno comercial concluido a comienzos de los años noventa en la re novada estación central de Leipzig depara -igual que las arcadas de la Potsdamer Platz y construcciones semejantes- un ejemplo sugestivo del historicismo capitalista escenificado ultramodernamente. ) Por lo que res pecta a las potencias creadoras de espacio del siglo XX, la constelación abs tracta de estadios y apartamentos es más significativa que todo lo demás. Mientras que los primeros posibilitan la espumización compactamente iso- pática, aniquiladora de espacio individual, de la multitud en grandes con tenedores, los segundos van unidos a la tendencia civilizatoria a la espumi zación discreta de la «sociedad» en conglomerados egosféricos de células.
En estas tendencias se manifiesta un rechazo general de la «sociedad», que -por hablar un instante hegelianamente- podría describirse como una dialéctica de la modernización. Mientras que en el proceso de la Moder nidad se impone irresistiblemente la ley de la diferenciación de subsiste mas, se articulan, una vez y otra, tomas de posición en sentido contrario para la salvación o reestablecimiento de la función del centro. Se puede hacer observar tan a menudo como se quiera que hace tiempo que nos movemos en una forma de mundo en la que la proyección de la ilusión de totalidad y punto central a un rey (y a sus asesores lógicos, los filósofos o sabios maestros) sólo seduce a los ingenuos; pero el puesto de rey como tal, el lugar fantasmático en el que el todo sabría autotransparentemente
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lo que es y quiere, no será abandonado sin lucha. La resistencia en favor del punto medio desarrolla sus propios centros, y atractores propios de la gran multitud. El Campo de Marte de París, el estadio olímpico de Atenas y las edificaciones que les suceden en todo el mundo: el Teatro del festival de Bayreuth, la Plaza Roja de Moscú, la Felsenreitschule y la Plaza de la ca tedral de Salzburgo, el Campo de deporte del Reich de Berlín, el terreno de la asamblea general del partido del Reich de Núremberg, en todos es tos topónimos se reflejan ejemplarmente las tendencias recentralizantes y sinodales, sin las que no pueden entenderse algunas de las corrientes de motivación político-culturales más poderosas y problemáticas de la prime ra mitad del siglo XX. En lugares así dominan agentes apropiados para su función de simular centralismo: una tarea, en vistas de la cual los límites de la política se diluyen en artes bellas y sublimes. Quizá no sea superfluo recordar esto, después de que la positivización de la falta de punto medio en la posmodernidad haya descompuesto el clima histórico, en el que nue vos centristas creían que las plausibilidades del tiempo estaban de su lado. Durante una coyuntura histórica precisa, la añoranza del centro se alió con la voluntad de reunión plenaria. Aunque ésta no significaba tampoco la asamblea de la totalidad en sentido literal -da igual que se la imaginara republicanamente, popularmente o por clases-, la llamada de la reunión, sin embargo, alcanzó a amplias élites, gustosas de figurar: esos grupos fo togénicos sucesores de la buena sociedad. Donde faltan éstos, quienes quieren reuniones recurren a comparsas de encargo.
La historia de losJuegos Olímpicos internacionales de la época moder na ha sido investigada bastante pormenorizadamente con ocasión de la ce lebración de su centenario, en 1996, y se la ha presentado en sinopsis po pulares, de modo que en este lugar sobra una recapitulación. Para nuestro contexto es significativo el hecho de que con su reintroducción y populari zación los Juegos Olímpicos han dado un gran impulso a la construcción de estadios en los nuevos tiempos y a las prácticas-colector correspondien tes. La «idea olímpica» no sólo deparó a la ideología deportiva moderna su instancia suprema y el ritual que la motiva al máximo; reforzó, también, la fuerza de atracción de la concentración física de masas, por muy despoliti zada, internacionalizada y centralistamente fracturada que fuera.
En la serie de losJuegos se mostró durante un siglo lo poco apropiadas que eran las convenciones del historismo para mantener bajo control el
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ímpetu renacentista de las exigencias modernas de la arena. Sólo al co mienzo del todo, motivos burgueses-cultos y neo-aristocráticos consiguie ron imprimir su huella en el movimiento deportivo moderno. Las excava ciones de Olimpia, llevadas a cabo entre 1875 y 1881 bajo la dirección de Ludwig Curtius, habían sacado a la luz del día los emplazamientos origi nales olímpicos de los Juegos; también el estadio panatenaico de Atenas fue escombrado desde mitad del siglo XIX y utilizado como lugar de Jue gos en el marco de «Olimpíadas» nacionales (en las que actuaban de ár bitros profesores de universidad), antes de que en el año 1896 se convir tiera en el escenario de los primeros Juegos Olímpicos internacionales, gracias, por cierto, al patronazgo de un millonario griego de orientación patriótica, y con la participación de 295 atletas, exclusivamente masculi nos, de trece naciones. Es dudoso que estos primeros Juegos fueran del agrado de sus organizadores. Pierre de Coubertin declaró en sus memo rias que el «horizonte olímpico», en su auténtico significado, sólo se le mostró tras una visita al Bayreuth de Wagner. Losjuegos deportivos que él tenía en la cabeza habían de ser análogos al enclave neo-aristocrático que representaba el lugar del festival de Wagner, y, como éste, actuar desde el contramundo sublime en el mundo real, inculcando pedagógicamente modestia. Así como en Bayreuth se había conseguido el renacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música, mediante las Olimpíadas había que llegar a un renacimiento del atletismo (en consonancia con el espíritu de competición de la sociedad económica). Las confesiones de Coubertin adquieren peso como diagnóstico de los tiempos, dado que ex presan inequívocamente un rasgo fundamental de la cultura de «masas» moderna: el relevo del renacimiento europeo del arte y de los filólogos por un renacimiento globalizado del estadio y de los atletas.
En losJuegos siguientes de París, en 1900, ya había en la salida 1. 077 de portistas de 21 naciones participantes, entre ellos por primera vez 11 mu jeres, que se enfrentaron en golf y tenis, muy a pesar del purista andrófilo Coubertin. Con todo, esa ostentación numérica no fue significativa para la percepción pública de los Juegos, porque sólo se celebraron como pro grama colateral de la Exposición Universal de París -otro mito-colector del siglo XIX-, dispersados durante 162 días, sin que la ciudad de París hubie ra puesto a disposición un estadio apropiado. El lugar de celebración de los campeonatos fueron las instalaciones del Racing Club de France en el Bois de Boulogne. Sólo los lugares olímpicos de St. Louis, en 1904, supe-
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Estadio panatenaico.
raron en penuria a los de la Olimpíada parisina. Si los Juegos reavivados -o, como Coubertin gustaba de decir: reincorporados- hubieran sido sólo una continuación de la grecofilia con otros medios, difícilmente habrían superado sus lamentables comienzos. Hay que reconocer que disciplinas como el lanzamiento de disco habrían caído en el olvido si no las hubie ran recordado obras de arte tales como la estatua del Discóbolo de Mirón del Museo de las Termas romano; en realidad, tampoco la repetición del maratón en los Juegos de Atenas de 1896 fue, en principio, otra cosa que una cita literal de las fuentes fuera de las bibliotecas, estimulada por el gre- cista Michel Bréal. No obstante, las formas arquitectónicas y los ejercicios del olimpismo adquirieron rápidamente un significado propio en el con texto moderno. En poco tiempo la grecomanía de viejo estilo ya no tuvo mucho que decir en el desarrollo del renacimiento atlético.
Ya en los Juegos londinenses de 1908, con el estadio de Shepherd’s Bush, un edificio de hierro y cemento, acomodado a los tiempos, que ofre cía cerca de 70. 000 plazas, hizo irrupción una construcción deportiva de culto, arquitectónicamente avanzada. Esta primera auténtica arena olím pica eliminó cualquier duda sobre si la Modernidad adoptaría el óvalo ro
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mano como forma canónica para el diseño de su colector más significati vo: del estadio griego, construido en forma de U y que exigía un lado abierto, ya sólo quedaría el nombre en el futuro541. Por lo que respecta a la modernización cultural, y a la modernización como acontecimiento espe cial (event), de losJuegos, hubo que esperar hasta la Olimpíada de Los An geles, en 1932, para que todos los resultados finales se concentraran por primera vez en un espacio de tiempo de dos semanas; frente a lo que su cedía en losJuegos anteriores, que se repartían a lo largo de tres hasta seis meses y estaban condenados tanto a la esterilidad mediática como a la fal ta de repercusión en el gran público (excluidos los Juegos atenienses de abril de 1896, que duraron diez días). Después de que, mientras tanto, se establecieran también las formalidades de culto prácticamente al comple to (bandera olímpica yjuramento olímpico, desde Antwerpen, 1920; fue go olímpico, desde Ámsterdam, 1928; únicamente el relevo de la llama olímpica desde Olimpia hasta el lugar de celebración se demoró hasta los Juegos berlineses de 1936, como símbolo de la transmisión del atletismo de los griegos a los alemanes), el olimpismo ya no necesitó pretexto alguno para entrar en escena definitivamente como punto central de culto del re nacimiento atlético.
Los Juegos californianos, ensombrecidos por la crisis económica mun dial, con los que comenzó a hacerse ilimitada la introducción del monu- mentalismo y del espectáculo en el movimiento olímpico, supusieron un fuerte empujón hacia delante. Su escenario central fue el Coliseum, am pliado a 105. 000 plazas, de los arquitectos John y Donald B. Parkinson, que había sido terminado en 1923 y en el que ya preolímpicamente cabían 75. 000 espectadores: casi tantos como en el antiguo original de Roma. (Pa ra los Juegos de 1984 se construyó en Los Angeles, b¿yo el mismo nombre, un complejo monumental todavía más grande; exclusivamente, por lo demás, con las aportaciones de patrocinadores privados. ) Todo aquel que quisiera interpretar los signos de los tiempos pudo ver en la asignación de nombre la referencia decisiva a la dinámica de la «cultura de masas» del si glo XX: la superación formal del estadio griego por la arena romana, o me
jor, la irrupción del segundo caso crítico en la paz simulada de la prueba deportiva. En el Nuevo Mundo se habían materializado, con un retraso de 150 años, las visiones de Boullée de un Cirque nationale. Desde entonces, el colector olímpico se convirtió en una máquina psicopolítica, cuya función primaria consiste en producir victorias y vencedores, y en hacer de los es
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pectadores testigos de una diferenciación que acontece realmente: aque lla que hay entre el primero y los demás342.
La división de un colectivo en vencedor y no-vencedores se transforma en el sacramento central del culto moderno del acontecimiento. Con él, la compenetración con el vencedor se convierte en el ejercicio funda mental de la afectividad social, aminorado por una cierta consideración a los clasificados (en este sentido puede afirmarse que el invento de las me dallas de plata y de bronce testimonian la función civilizante del deporte). Además de eso, tanto los estadios olímpicos como los otros se revelan co mo los lugares de culto preferidos de la bio-religión moderna: escenarios del sufrimiento delegado de los atletas, que representa el sueño popular de la transformación del cuerpo trivial en una estatua capaz de rendi mientos sobrehumanos. La generalización del motivo «segundo caso críti co» determina desde el tiempo del olimpismo todas las formas fascinóge- nas de la cultura de masas; a la base de ella está, como se ha dicho, la reducción, inspirada por Roma, del drama a la diferenciación clara y pre cisa entre victoria y derrota. De este otro momento crítico depende no só lo la creciente psicologización del deporte, en el sentido de su acerca miento a la guerra psicológica, sino también su ligazón directa a la política de prestigio y orden de los Estados y al sistema de beneficio de los organi zadores de acontecimientos-fwn/ (en tiempos ingenuos: de los clubs de portivos y federaciones).
Los potenciales de cultura de masas, latentes en el olimpismo renova do, fueron plenamente desplegados, por primera vez, en losJuegos de ve rano de 1936. Cuando Oswald Spengler, en el primer volumen de El ocaso de Occidente, hizo notar que «la diferencia entre un campo de deporte ber linés en un día grande y un circo romano era ya muy escasa en 1914»M\ se había adelantado a los acontecimientos; puesto que murió en mayo de 1936, no pudo vivir el cumplimiento de su diagnóstico profético.
Si estos Juegos, que se celebraron en el Campo de deporte del Reich de Grunewald, han entrado en la historia como un triunfo de la organiza ción, no fue sólo a causa del resuelto compromiso con ellos mediante una campaña de simpatía y respetabilidad del régimen nacionalsocialista. En el acontecimiento de Berlín se llevaron consecuentemente hasta el límite las tendencias, evidentes ya desde Los Angeles 1932, al espectáculo de masas neoheroico-monumental y narco-narcisista. A pesar del ritual de la traída de la antorcha desde Olimpia hasta Berlín, introducido por el jefe de or-
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del Reich, 1936,de Werner March.
ganización Cari Diem, ya no era posible duda alguna respecto a la ten dencia general de los Juegos: la sumisión definitiva del comienzo grecófi- lo a las sexuelas romanizantes. A ello contribuyó, en primer término, el proyecto gigantománico-festivo del estadio del arquitecto Werner March, natural de Berlín, que había surgido de un estudio comparativo de cons trucciones análogas de la Antigüedad y de la Modernidad. Las construc ciones de estadios, próximas en el tiempo, de Jan Wils en Amsterdam (Juegos Olímpicos de 1928, distinguido con una medalla de oro para ar- (|iiiteimi a), de John y Donald B. Parkinson en Los Ángeles, de Krnst Otto Schweizer en Núremberg (1927) y Viena (1931), así como de Umberto Cons- tantini en Bolonia (1925-1927), habían convencido a March de los poten ciales arquiiecióni( os de la construcción en esqueleto de hormigón arma do visible.
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Después de que Hitler, a quien resultaba extraño el olimpismo y quien sentía intensamente la ridiculez de los «ejercicios corporales», se hubiera mostrado enojado por la modernidad de los proyectos de March, se le en cargó a Albert Speer que corrigiera en sentido monumental la imagen ex terior del estadio, sobre todo mediante recubrimientos de piedra tallada, que habrían de forrar todas las superficies de cemento y elementos de construcción visibles, y crear un aura de inaccesibilidad marcial54. Speer, apoyado en la teoría de Hitler del valor de ruina de los grandes edificios, se abandonó temporalmente a la ensoñación de cómo, tras siglos o mile nios, sus obras arquitectónicas se alzarían como vestigios majestuosos: la imitación de las construcciones colosales romanas ya no era sólo un gesto vitalista, como correspondería antes a una «joven democracia», ahora a una «revolución nacional», sino también un programa trágico y sentimen tal. Evidentemente, el estadio de Berlín no pretendía únicamente «entrar en la historia»: por el momento se contentaba con ser el mayor del mun do, cosa que consiguió temporalmente con su oferta de 110. 000 plazas. Por el ambiente pseudo-dórico y gracias a su incrustación en un paisaje com puesto de lugares de ceremonia y torres desnudas, tenía que transponer al visitante en un estado de humillación sublime y de disposición social-idea- lista para la renuncia a proyectos personales. Nunca una instalación depor tiva había sido concebida antes como máquina de colectivización y avasa llamiento en tal medida. Quien entraba allí tenía que olvidar toda esperanza de individualidad. Quien triunfara allí ya no sería nunca una persona pri vada. La figura sobre el podio del vencedor sería pura emanación de una fuente de energía política y racial.
Pertenece a las ironías informativas de la historia de la cultura del siglo XX que el primer momento culminante del renacimiento atlético fuera organizado bajo dirección nacionalsocialista; y de ese modo estuviera, además, en buenas manos, como reconocen incluso escépticos. La competencia objetiva de un organizador fascista para un gran acontecimiento de ese ti po provino de la convergencia entre el núcleo sinodal de la ideología na cionalsocialista y el pathos olímpico de convocar en un lugar distinguido a la élite atíética de lajuventud del mundojunto con un público ansioso de rendimientos. El culto al Führer; que se corresponde íntimamente con la idea de un pleno popular, puede hacerse plausible filosóficamente como una figura de la muerte del antiguo centrismo occidental: dado que el pueblo ya está siempre reunido en el Führer, el Führer puede llevar hacia él
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al «pueblo» entero, o casi entero, para celebrar una fiesta de la homoge neidad. El fascismo se basa en una interpretación semimoderna del con cepto de soberanía del pueblo; en el sentido de un legitimismo repentino por abajo: el pueblo emana de su oscuro centro al hombre, en el que cree estar del todo consigo. Dado que se trata de uno que es todos -y que ale ga ser todo para todos-, quienes se reúnen en torno a él pueden entre garse a la idea de que su reunión psíquica ya es también la prueba consu mada de soberanía. La conocida observación de Marx a Ruge (en carta de marzo de 1843), sobre que el filisteo, el pequeño burgués, es la materia pri ma de la monarquía, habría que invertirla en este caso: el monarca o Füh- reres la materia prima del filisteo. El olimpismo, por su parte, se funda en una interpretación semi-moderna de la existencia, que se sirve de la suge rencia de que todo poder proviene del cuerpo sano. Ya que los atletas son quienes amplían permanentemente los límites de la capacidad humana de rendimiento, todos los que son testigos de ello pueden imaginarse que participan en el reino de la soberanía del cuerpo. El legitimismo espontá neo de tipo fascista se refleja en el aristocratismo biológico-popular de acuñación olímpica. La relativa modernidad de ambos -o, mejor, su con- tramodemidad moderna- depende directamente de una utilización exten siva y profesional de los colectores.
En las construcciones olímpicas de Berlín, cuya programática y dimen siones nacen del proyecto -fijado en sus líneas generales desde 1934-1935- de un «Campo de deporte del Reich» [Reichssportfeld7, puede apreciarse hasta qué medida el neo-clasicismo nacionalsocialista está marcado por la adopción de formas griegas a través del imperium romano. La trinidad grie ga de instituciones, compuesta de democracia, tragedia y agón deportivo, se transcribió distribuyendo el campo en lugar de deporte, plaza de reu nión de masas y teatro, sin que el visitante inadvertido pudiera llegar a dar se cuenta del carácter paródico de la instalación: era demasiado, para ello, el poder con que se habían puesto en escena los atributos de la arquitec tura neo-imperial de avasallamiento. Sólo se hace justicia al «Reichssport feld» si se reconoce en él un Las Vegas nacionalsocialista: un terreno de prueba para la cita total. En ese complejo, considerado como «pista de lu cha», no sólo se volvió a evocar el coliseo romano en adaptación inflada, de acuerdo con los tiempos; también el teatro trágico griego se repitió os tentativamente, en este caso en el teatro al aire libre de Dietrich Eckart, con 22. 000 plazas (en el Gran Teatro de Dionisos de Atenas cabían hasta
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17. 000 epectadores);además,alestadioolímpicoseleadosódirectamente una plaza de reunión de dimensiones monumentales, llamada Campo de Mayo [Maifeld/, en la que se consumó la transformación típicamente fas cista del ágora (mejor dicho, de la cour d ’honneur absolutista) en un cam po de desfile; no es casualidad que esa parte del complejo fuera la única por cuya planificación se interesó personalmente Hider, puesto que su gería analogías nurembergianas’45.
Lo que une unos colectores con otros, aquí citados según modelos históricos (estadio, teatro, plaza de reunión), es la calidad autóloga de los acontecimientos para los que fueron proyectados. Las reuniones no se ce lebran en ellos para representar un programa o un repertorio; el progra ma mismo está supeditado al imperativo de la reunión, y sólo constituye ya un pretexto para la convocatoria de la multitud para la consumación de su estarjuntos. Cuando se reúnen alemanes para representar el todo que se llama Alemania, el único tema de los reunidos es, inevitablemente, el ser alemán. Pertenece a las reglas de juego de tales delirios sinodales que, comparables a un sistema idealista, sólo hablen de la unidad que ellos mismos presentan y representan, a la vez. El monotematismo se transfor ma directamente, y no sólo en el caso de revolucionarios nacionales, en autotematismo. Lo que se ha llamado totalitarismo es un resultado de la sumisión de los colectores y de los grandes medios que arrastran, es decir, prensa diaria y radio, a la grandeza temática del organizador. Este puede pedir de sus ciudadanos, con bastante éxito, que no tengan ningún tema más que él. Que, sin embargo, numerosos participantes en las asambleas del partido, sobre todo entre las comparsas que se habían acarreado de to das partes, se aburrieran a menudo, hablaran de otras cosas y se mofaran de circunstancias caóticas entre bastidores, es algo que oculta de buena ga na la historiografía sensacionalista sobre la época nazi. No sabemos si la ca racterización, que circulaba en boca del pueblo, de los discursos de Goeb- bels como «la hora de los cuentos de Humpelstilzchen»*, así como el rebautizo del Ministerio de la Propaganda como «centro del afán de no toriedad del Reich»" eran usuales ya en la época de Núremberg546. Es un
' Alusión irónica al cuento de los hermanos Grimm Rumpelstilzchen [El enano saltarín]. (N. del T. )
■* Otra expresión irónica [Reichsgeltungsbedüifnisanstalt], que podría traducirse también, sin forzarla mucho, por «retrete público del prestigio del Reich». (TV. del T. )
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hecho confirmado, por el contrario, que las representaciones, muy apre ciadas por Hitler, de Los maestros cantores de Núremberg de Wagner, como preludio a las asambleas generales de partido, tenían lugar, al comienzo, ante plazas vacías y ante personalidades del partido nacionalsocialista, dor midas y maldispuestas frente a la cultura. Límites de la comunidad entu siasta. En la «ciudad de las asambleas generales del partido» ya existían en la época de losJuegos de Berlín dos grandes instalaciones, explotadas con éxito, para ejercicios de liturgia de masas, la Luitpold-Arena y el Zeppe- linfeld, ambos en forma de rectángulo colosal, cada uno de ellos con un lado de tribuna parecido al altar de Pérgamo: instalaciones a las que ha bría de añadirse una tercera, el Marsfeld, con medidas extremas de 1. 050 por 700 metros’47. No hay otro lugar en los paisajes conmemorativos de la Modernidad en el que se hayan materializado tan expresamente la teoría y la praxis contramodernas del hechizo de la reunión como en el terreno de la asamblea del NSDAP en Núremberg; tampoco ningún otro sitio en el que el carácter de festival del nacionalsocialismo pudiera palparse tan claramente con las manos. Aunque tanto los movimientos fascistas euro peos como sus vástagos anglo-americanos representaban por doquier la rebelión de los enemigos de la diferenciación y practicaban la oposición psicosocial a la flexibilización, inherente a ella, de las subjetividades-clien tes-ciudadanos (antes: descomposición de la personalidad autónoma), los nacionalsocialistas se reservaron el derecho de poner en escena la agonía más ostentosa del centrismo político. Llevados por una voluntad decidida de ilusión, losJuegos globales alemanes fueron inversiones equivocadas, y desesperadas, en la pretensión, ya obsoleta, de creer reunible, y convocar lo como si se tratara de algo así, al colectivo total, es decir, al pueblo de la sociedad nacional, dado el caso. En los escenarios pontificales para la fies ta de septiembre de Núremberg, celebrada en total seis veces (con un te ma específico cada una), desde 1933 a 1938, tanto en los construidos como en los planificados, puede reconocerse hasta dónde puede llegar el genio de la inversión equivocada. La función de Hitler, que fue a la vez el secre to de su éxito, consistía en que supo tomarse en serio fanáticamente su pa pel como director del festival de la ilusión de la reunión; su único talento indiscutible se manifestó en su capacidad de formular en el sentido de su mística sinodal los éxitos del movimiento nacionalsocialista, sorprenden tes para él mismo. Así, había gritado a los reunidos en Núremberg en la «Asamblea del partido del honor» post-olímpica, en 1936:
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¡Cómo no sentir de nuevo en esta hora la maravilla que nos ha reunido! . . . Al encontramos aquí, nos llena a todos lo maravilloso de este encuentro. No me veis todos vosotros ni yo os veo a cada uno de vosotros. ¡Pero yo os siento y vosotros me sentís! Es la fe en nuestro pueblo, [. . . ] la que a nosotros, errabundos, nos ha abier to los ojos y nos ha unido*48.
Esto va más allá de la acostumbrada hermenéutica religiosa del éxito, con la que los exitosos refrendan íntimamente sus galardones. La medita ción de Hitler saca su destello místico del puro dato de la reunión, como hecho masivo y realmente aconteciente. Con ello, la palabra éxito se hace sinónima de reunión; y reunión, de autoexpansión del Führeren el audi torio presente. Quien busca la verdad en «subjetividades de categorías más elevadas» puede fácilmente sentirse satisfecho en el caso de este super-no- sotros escenificado inmanentemente. El texto complementario lo recita ban los portavoces de los grupos del pueblo incorporados en bloque, co mo por ejemplo Robert Ley en la ceremonia del juramento de fidelidad de los Directores Políticos en la asamblea del partido del Reich, con el te ma de «La gran Alemania», de 1938, que se dirigió a Hitler como sigue:
Ante usted está de nuevo este pueblo alemán unido. Los trabajadores y cam pesinos, los ciudadanos, estudiantes y soldados, todos ellos han hecho su entrada en la gran esfera de esta catedral de luz. . . Mí*
Por supuesto que no se les pasó a los organizadores de Núremberg, mientras miraban a través del velo autohipnótico, que también estas con vocatorias del «pueblo alemán unido» se quedaban en reuniones repre sentativas muy selectivas: algunos cientos de miles, que estaban allí por aproximadamente 70 millones de alemanes. De ahí surgió, como en todos los grandes acontecimientos de tendencia inclusiva generalizante, la nece sidad de completar la totalización sinodal con la mediatización total. Yjus tamente ahí, en el acoplamiento del gran acontecimiento con su transmi sión por un medio de masas próximo temporalmente o sincrónico, se basa la información -cristalizada desde el período nacionalsocialista y obligada desde entonces- sobre la organizabilidad de «masas» simbióticas dentro de macro-interiores modernos y de la publicidad mediática conectada a ellos. Que el colector sintonice a una multitud reunida por el medio-pre sencia arénico es la condición necesaria, pero no suficiente, de la confir-
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Media Centre en la plaza Lord’s Kricket de Londres.
marión de la exigencia de captación general: ha de añadirse el conector, el medio de enlace a distancia, sea como alianza de burocracia v correo, sea como medio de masas de imprenta o de radio, para que la ficción de la síntesis social integral se vuelva operativa a través de acontecimientos or ganizados. Caiando colectores y conectores funcionan en la misma direc ción, grandes colectivos del formato de una nación pueden caer en la ex- citación simultánea que busca la dirección del festival. Sí, de ese modo pueden surgir episódicamente, incluso, esferas de sincronía de extensión planea; iia. como sucedió, por ejemplo, modélicamente, en las ceremonias de inauguración de Juegos Olímpicos o en el caso de singularidades, co mo los funerales de Diana, Princesa de Gales; como las transmisiones en directo de la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de sep tiembre de 2001, o como la ceremonia nacional en recuerdo de las vícti mas en el New Yorker Yankee-Stadion, pocos días después, en la que unos veinte clérigos de creencia judía, cristiana y musulmana se pusieron a la ta rea de interpretar ante mil millones de espectadores el significado mun dial de la muerte de 6. 000 víctimas en el atentado al World Trade Center (más tarde corregidas a 2. 800 aproximadamente).
Esa expansión a casi lo universa) es posible sólo porque las reuniones reales se transmiten, y las transmisiones, a su vez, producen nuevas reuniones. Considerada desde
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este punto de vista, la guerra de Hitler fue la continuación de los festivales en otro medio diferente: Juegos que, de acuerdo con su sentido de culto, significaron desde el comienzo, ante todo, fiestas de compromiso entre los vivos y los caídos alemanes, supuestamente engañados con la victoria, en la Primera Guerra Mundial. Como se ha hecho observar en interpretacio nes ambiciosas de la ideología nazi, la identidad corporativa alemana, de- signed by Hitler, Goebbels & Co. , poseía un núcleo de culto a los muertos. Por motivos conocidos no pudo celebrarse la «Asamblea general del par tido de la paz», planificada para la primera semana de septiembre de 1939; poco a poco, los sujetos captados por ideas nacionales fueron compren diendo que el tiempo de los festivales había pasado. En su lugar apareció la captación duradera de la opinión pública alemana, en todas sus organi zaciones comunales, empresariales, de asociación y de vecindad, por el estrés de cooperación de la guerra y el entusiasmo, generado por los me dios, de la fase en que las noticias eran de éxitos.
3 Sínodos discretos:
Para la teoría de los congresos
De los seis grandes colectores del nuevo Forum Germanicum de Nú- remberg: los tres lugares de desfile (Luitpold-Arena, Zeppelinfeld y Mars- feld), el planificado Estadio Alemán, el Antiguo pabellón de congresos (Luitpoldhalle) y el monumental Nuevo pabellón de congresos, del que se conservó un torso incompleto, sólo puede adscribirse una cierta moderni dad al último; no tanto desde el punto de vista arquitectónico, puesto que se trataba, otra vez, de una grotesca transposición del coliseo, cuanto des de la perspectiva sociológica asamblearia, ya que el tipo de edificio de con gresos contiene per se la respuesta de la Modernidad a la demanda de lu gares discretos de reunión para agrupaciones sociales. En la gigantesca construcción, unidos el elemento de la arena, el de la sala de conciertos y el de una burocracia wagneriana, llama la atención, a la vez, el carácter dis funcional de sus dimensiones, ya que un edificio de congresos, incluso ba
jo presupuestos nacionalsocialistas, sólo tiene sentido cuando (al lado de los numerosos escenarios de Núremberg para el culto y la distribución de órdenes) pone a disposición también lugares de deliberación y discusión: una finalidad que sólo se reconoce con dificultad en los fragmentos con-
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Fragmento del nuevo Pabellón de Congresos de Núremberg, del arquitecto Albert Speer.
servados. Como mejor se entiende el nuevo Pabellón de Congresos es co mo un palacio de ópera de partido, que se ha ido de las manos por su ex cesivo tamaño; también es una máquina de intimidación y aclamación: aquí, la elección acostumbrada por parte de la asamblea general del pre sidente del partido habría de sustituirse a gran escala por el ritual, ejerci tado en la sala Luitpold, de la «proclamación del Führer», y aquí hubieran tenido que oír los directores políticos los discursos culturales de Hitler. Sin embargo, representa un compromiso hipotético con el imperativo de la reunión de competentes en torno a un tema objetivo. Con él se llega a com prender -lentamente- que las «sociedades» modernas son biotopos temá ticos discretos, cuya forma normal de administración la constituye todo lo relacionado con el congreso; y aunque la colosal construcción cesarista de Speer llaga honor, sobre todo, y una vez más, al imperativo teatral, añade un paso, sin embargo, hacia la Modernidad acostumbrada, que apoya las simbiosis episódicas, los encuentros fugaces de sus colegios de expertos y grupos de intereses con una oferta correspondiente de lugares de reunión, salas, pabellones y salones de conferencia. Si se prescinde de las edifica ciones-grandes-colectores como estadios y museos (también de los colec tores de tránsito, las estaciones y los aeropuertos), la arquitectura contem-
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Tijibaou Cultural Cerner, Nouméa, Nueva Caledonia, Renzo Piano Building Workshop, 1991-1998.
poránea ha de ocuparse, en primer término, de las demandas de espacio de la sociedad de congresos50.
Lo poco que la «sociedad» actual, realmente existente, sabe de su pro pia constitución multicéntrica, politemática, intensamente congresual, es algo que puede deducirse del hecho, entre otras cosas, de que no hay ni un solo análisis sociológico, adecuado al rango del objeto, de la vida de reunión de la «sociedad» espumificada en asociaciones, corporaciones, clubs, empresas y sociedades: el extenso archipiélago de centros de con gresos, instalaciones para ferias, lugares de asamblea, hoteles de reunio nes, centros de clubs, locales de asociaciones, containers para reuniones de trabajadores de empresa y promoción ante clientes, academias de fin de semana, escuelas de cuadros, centros de educación avanzada, así como pa-
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Lingotto, Turín, Renzo Piano Bnilding Workshop, central de Fiat, 1983.
bellones v cobertizos para reuniones corporativas: todo esto constituye una térra incógnita para la percepción media de la «sociedad» en la «sociedad». Frente a la sobrevaloración organizada de las universidades existe una mi- nusvaloración espontánea del congresualismo, debida a escasez de per cepción; casi nadie se hace una idea de que los procesos de aprendizaje efectivos de los grupos profesionales, de las subculturas y de las élites de decisión hace tiempo ya que tienen lugar en un circo de reuniones extra académico, cuya invisibilidad, ciertamente, es sólo un efecto colateral del desinterés de la «sociedad» por su constitución real. A lo sumo, en algunas agencias de public-relationsy empresas de event-management-service, en firmas de organización de ferias o bolsas de oradores, en gabinetes de análisis de tendencias, así como en las pocas cátedras de profesores de Economía de la empresa, solicitados para reuniones y capaces de sentirse satisfechos re tóricamente, se reúnen materiales para una futura ciencia del congreso y la reunión; mientras la sociología académica, como de costumbre, discute sobre la capacidad de rendimiento de teorías de la acción o de sistemas, y expone interpretaciones de los clásicos. A lo sumo, los estudios multi-wí- lieu mantienen puntualmente el contacto con las realidades de auto-espa- cialización de la «sociedad» multifocal, oscilante en ritmos discretos de
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Sala de reunión de Lingotto, Turín, Renzo Piano Building Workshop, 1983.
reunión. A la vista de la constitución manifiestamente asinódica del todo, la organización de las innumerables situaciones simbióticas discretas sigue siendo lo gran impensado y desapercibido de la atención sociológica51.
El paso a una cultura diferenciada de los colectores presupone que ante una multitud presente, tenga cincuenta cabezas o cincuenta mil, se eviten las pretensiones de una simbiótica más profunda, como aquella en que se apoyan comunidades religiosas o colectivismos populares y sus respectivas ideologías de reunión. La sabiduría práctica de la cultura ac tual de la reunión y del event consiste en que se limita a asesorar, a su ni vel, las simbiosis del día y de las horas de colegios y comunidades de in teresados, sin abordar a los reunidos con pesadas sobreinterpretaciones de su conexión.
Desde los años cincuenta, el estilo objetivo y neo-objetivo de congreso, que se viene perfilando desde el siglo XIX tardío, se generaliza impercep tiblemente también en los países devastados antes por el holismo político. Pues, aunque la «sociedad» en su totalidad, pensada en singular como so ciedad mundial, o en plural como población de los Estados nacionales, re presente en cualquier circunstancia una magnitud no capaz de reunirse
(y, por eso, sólo totalizable mediática e imaginariamente), a las numerosas
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Terminal de containers en Bremerhaven.
ramificaciones sociales subordinadas, como partidos, asociaciones ciuda danas, federaciones, círculos, corporaciones, clubs y organizaciones pro fesionales, sí les caracteriza, por razones institucionales, el motivo de la reunión periódica. Se puede decir que todo es capaz de congreso excepto el todo.
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Si la Sociedad de Ortopedas de Alemania del sur acude en 2002 para su reunión anual, por ejemplo, al pabellón de fiestas de Baden-Baden (un año antes fue en la feria de Wiesbaden), basta con que el presidente salu de a los presentes asegurándoles que se alegra por su numerosa presencia; en ningún caso reflexionará sobre el hecho de la reunión como tal, y me nos aún mencionará el milagro que les ha llevado a reunirse en ese mo mento; en lugar de ello, da las gracias, nombrando a cada uno, a los orga nizadores y ayudantes que hay detrás del evento, sin cuyos esfuerzos no hubiera resultado posible. Si los accionistas de Daimler-Chrysler se con gregan para la asamblea general en el Hans-Martin-Schleyer-Halle de Stuttgart, Jürgen E. Schrempp renunciará a decir que él es la cepa y ellos los racimos, aunque los presentes estén tan substancialmente unidos por sus participaciones en el capital de la empresa como sólo podría estarlo una comunidad cristiana en el cuerpo místico del Señor. Los fríos sinoda les han comprendido que su reunión episódica en la gris simbiosis de un día de asamblea no contiene en modo alguno más verdad que su normal modo de vivir dispersos; ni los minutos de la conjura en tomo a un interés común en los discursos inaugurales de la reunión (por ejemplo, en forma de una resuelta declaración de hostilidades frente a los planes de reforma del Ministerio de Sanidad), ni los minutos, que nunca faltan, de recuerdo por los miembros muertos desde el último encuentro crean communio al guna desde arriba, tampoco producen ninguna unidad de estrés supremo, unida en la lucha. Las votaciones de las propuestas presentadas por la di rección son manifestaciones del análisis de intereses efectuado por los reu nidos y no emanaciones de un sí-mismo colectivo común a todos. Quien se ha apuntado y ha venido, reconoce ipsofacto una situación, en la que quienes tienen las competencias y quienes ganan por reparto de exceden tes trabajan crónicamente en la optimización de susjuegos de éxito.
4 Foam City.
Sobre multiplicidades urbanas de espacio
Sobre el trasfondo de las explicaciones de las arquitecturas de reunión se hace visible la peculiaridad topológica de las ciudades modernas: se de finen, por una parte, como emplazamientos de colectores pensados para colectivos reunibles; alojan, por otra, los complejos de apartamentos que
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sirven de cápsulas-vivienda a familias pequeñas o a quienes viven solos; y, finalmente, albergan las numerosas instalaciones del mundo del trabajo, en las que la mayoría de los habitantes de las ciudades aseguran sus bases económicas de existencia. Para la tarea de conformar un espacio común sobre los tres polos de la vida ciudadana (trabajo, vivienda, espacio públi co y colector) se han impuesto en la literatura urbanística las expresiones de tráfico y comunicación; como si se quisiera reducir el fenómeno ciudad a las generalidades del cambio de lugar y del flujo de datos. Desde que el impulso electrónico ha alcanzado a la teoría, esto llega hasta ficciones co mo la de la ciudad virtual, el territorio-on/m^, la City of Bits, la Ciberville y metáforas de descorporeización semejantes. Mientras más avanzado el mo delo, más vaporiza a la ciudad actual, convirtiéndola en un revoldjo fan- tasmático de nudos de redes telemáticas. El urbanismo-e supera la mate rialidad y densidad del espacio ciudadano en procesos angélicos de grandes líneas de tráfico. La característica más representativa de urbani dad se busca en la huida de la localización física y en la disolución de las situaciones incluyentes (disembedding). Consecuentemente, tales discursos sobre la ciudad sin propiedades de mañana aparecen regularmente en compañía de un romanticismo descentralizador y una mística de la inma terialización. Todos estos teoremas sub-eufóricos tienen en común que pa san por alto petulantemente (o dicho con mayor exactitud: que vuelven atemático por una elección conceptual no estimuladora de la percepción) lo ciudadano en las ciudades, la aglomeración atmosférico-activa de dis posiciones propias y peculiares de espacio (en nuestra terminología: el carácter de espuma de complejos de condensación urbana).
Según su constitución espacial real-surreal, la macro-espuma ciudada na sólo puede comprenderse cuando se ve en ella un meta-colector que reúne lugares de reunión y de no-reunión. La función propia de las metró polis consiste, evidentemente, en garantizar la coexistencia en vecindad de centros y no centros; no en forma de una supercentral, sino como aglo meración o apilamiento de potencias espaciales discretas de tipo colector, empresa, vivienda y superficie configurada al aire libre. La meta-colecta de la que surge la ciudad actual no tiene nada que ver con personas que pue den estar reunidas o aisladas. Se refiere a lugares, es decir, a invenciones espaciales preparadas en las que las personas perciben o no perciben opor tunidades de reunión y hacen uso o no hacen uso de oportunidades de co municación.
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SITE (Alison Sky/Michelle Stona/ Joshua Weinstein/James Wines), High-Rise of Homes (proyecto), 1981.
Si en el pensar tópico o utópico del último medio siglo ha existido al go así como la aventura de un nuevo urbanismo -nombres como Buck- minster Fuller, Nicolás Schóffer, Yona Friedman, Eckhard Schulze-Fielitz, Paolo Soleri, Peter Cook, Ron Herrón y, sobre todo, Constant dan testi monio de ello-, el acento de sus proyectos estaba puesto en el intento de
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transferir las ciudades fácticas a meta-ciudades literalmente metafóricas, es decir, elevadas y apiladas. En el gesto fundamental de evasión del suelo de esas ficciones de nueva ciudad no sólo habría que reconocer el utopismo de una fantasía acósmica y semimundana, que se contenta con el diseño de realidades paralelas; más bien, la voluntad de pensar de nuevo, me diante grandes estructuras-modelo, el espacio metropolitano multifocal y politemático tiene en muchos casos carácter analítico y teórico-modélico. No en pocas ocasiones está al servicio de una interpretación concreta, aun que indirecta, de la realidad. La mayoría de las veces los pioneros de esos planteamientos son teóricos del caos ante litteram, que, tras el fracaso del racionalismo centrista de la antigua Europa y la aversión que llegó a pro ducir el holismo-control, experimentan con procedimientos fundamental mente nuevos con el fin de comprender mejor la síntesis de la «sociedad» en espacios de concentración.
La nueva descripción del espacio urbano se produce sobre zancos: so bre los paisajes ciudadanos del statu quo, a los que se renuncia sin espe ranza, se levantan, sobre altos sistemas de pilares, las nuevas articulacio nes espaciales, radicalmente artificiales, en las que los urbanitas del futuro han de vivir la coexistencia con sus semejantes y con las cosas. Los pilares y apoyos contribuyen lo suyo a superar con un salto a la altura la cuestión del suelo, ya no resoluble sobre la superficie real de la tierra. Consecuentemente, se invierten grandes energías proyectivas en la idea de la torre; ésta ya no representa entre los nuevos urbanistas la forma ar quitectónica de la voluntad de poder feudal o del movimiento metafísi- co ascendente de la existencia5’2; en tanto que abandona simplemente abajo la vieja substancia, da testimonio de la cesura entre historia y post historia. Nada ya de arquitectura de espacios aislados aún no construi dos, de edificios anejos, de rehabilitación. Se trata de un nuevo plantea miento libre en la altura, de una nueva configuración en estratos en la vertical, de una autodeterminación arquitectónica posthistórica de los grandes constructores por encima de las pesadillas que han quedado de todas las generaciones pasadas. Entre edificación antigua y edificación en altura no hay dialéctica; sólo una sucesión que parece una superposi ción. Tras la primera toma del espacio por la sociedad enajenada y sus trágicos bienes inmuebles, que conocemos como las ciudades desarro lladas, la tierra ha de ser urbanizada una segunda vez y ocupada me diante construcción superpuesta, esta vez en el aire, con lo que la cons-
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Ingenhoven, Overdiek und Partner, edificio RWE en Essen, 1997.
trucción sobre pilares se convierte en la tecnología-base de la posthistoire. Une autre ville pour une autre vie.
En los innumerables dibujos, planos y maquetas de Constant (civil mente: Constant Antón Nieuwenhuys, nacido en 1920) -a quien destaca mos como el analítico y visionario más importante de la segunda cultura ciudadana- para su gran proyecto, obsesivamente seguido, New Babylon
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Constant, New Babylon, laberinto de escaleras.
(196(M97Ó), a los soportes les corresponde un significado francamente histórico-nlosófico: ellos han de acentuar explícita-espacialmente el estra to secundario de la existencia, la vida de deseos creativo-radical, liberada |x>sthistói i( amente, sobre la base totalmente automatizada de los antiguos factores tierra, trabajo, metabolismo. En el nuevo mundo de arriba de la segunda Babilonia -en el nombre1se nota la positivación típicamente pos moderna de la complejidad y de su consecuencia política: ingobemabili- dad- la era del materialismo queda cerrada: los neobabilonios son exis- tencialist kb-fluxus, que viven en un mundo tras el trabajo alienado. Su contacto con la realidad se produce exclusivamente sobre la construcción de entorn >s, atmósferas y espacios móviles. Merodean por losjardines col gantes dr la locura: combatientes, congeniales, codelirantes. Por eso los antiguos catastntienen que ceder ante una nueva descripción «psicogeo- gráfica» del espacio, ante una descripción que ya no se orienta a superfi cies terrestres, solares, fronteras nacionales, sino sólo a las acciones expre sivas de lof habitantes, a sus estados de ánimo, sus obras, sus instalaciones.
A pesar de todas sus concesiones al utopismo, Constant es en primer término un analítico de la «sociedad» poliatmosférica. Su punto de parti da es la irreprimible cualidad generadora de atmósferas de las prácticas
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Vivienda para mujeres no-sedentarias en Tokio, 1989.
humanas de morada. Dado que su utopía, siguiendo las fantasías sociales de la Internacional Situacionista, concibe la nueva «sociedad» como forma de coexistencia de parados felices, en su ciudad el milieu atmosférico de la convivencia, que en todas partes, por lo demás, sólo se considera como subproducto, aparece por primera vez como producto principal. (Guy De- bord, con quien Constant cooperó desde finales de los años cincuenta, había hablado en 1957 de «barrios de estado de ánimo» y «realidades de sentimiento» urbanas53. ) Los neobabilonios son los primeros habitantes de una estructura aphropolítica explícita: creadores de una ciudad que se despliega sobre la tierra como exuberante colonia nómada de artistas so bre zancos y que consiste exclusivamente en receptáculos de atmósferas y entornos individuados reversibles. El contenido de esa ciudad es la histo ria del arte de sus ciudadanos. Por lo que respecta a sus formas de apa riencia, se impone la idea de que Constant previo la estética chatarrera posthistórica de Mad Max.
La aphrópolis neobabilónica -mostrada integralmente en 1974 en el Gemeentemuseum de La Haya- visualiza con el gesto de exponer mode los no-autoritarios (es decir, no pensados para realizarse) una posible for ma urbanística de aquella «plástica social» que Beuys había postulado en
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sus discursos metapolíticos. Mark Wigley constata, a la vista de la intromi sión polémica de los situacionistas en los acontecimientos de mayo de 1968:
La atmósfera se convierte en la base de la actuación política. Lo accesorio, apa rentemente efímero, se moviliza como centinela activo en la lucha concreta. Como punto final fantasmático de tales luchas, New Babylon es una gigantesca jukebox de atmósferas, de la que sólo sabe hacer uso una sociedad completamente revolucio nada54.
El experimento conceptual de Constant sobre la coexistencia de para dos creativos en el espacio de flujo colectivo lleva al resultado de que todo ser humano no sólo es artista, sino, con mayor precisión: artista de insta laciones; y ello debido al hecho de que la emanación espontánea de am- biances o entornos cargados de significado se identifica con la consuma ción de la vida. La irrupción aphropolítica produce el efecto de que los neobabilonios ya no han de permanecer más tiempo b¿yo la coacción de la antigua construcción y antigua atmósfera (un hecho que se discutió en teorías anteriores bajo conceptos como enajenación e independización de objetivaciones del espíritu, entre otros por Georg Simmel, que había ca racterizado el carácter coactivo del hecho de nacer del ser humano dentro de un receptáculo simbólico compacto como «tragedia de la cultura»5"’)» si no que serían libres de comenzar siempre de nuevo con la construcción de su ambiente, sin estar sujetos a sedimentos anteriores. La premisa para ello es la derogación del principio clásico de realidad junto con sus agre gados ontológicos: el primado del pasado y la dictadura de la escasez. Pa ra poder pensar tales cosas Constant hubo de dar crédito abundante al motivo fantástico marxista de la liberación de sus cadenas de las fuerzas productivas, que conduce hasta la supresión de cualquier trabajo enajena do. New Babylon quiere crear un paraíso artificial en forma de unjardín tre pador planetario para mutantes constantemente creativos, que deparen un nuevo significado a la expresión espacio de mundo interior. Un paraí so o un jardín así no sólo ofrece un interior total, en el que todos los es pacios están climatizados, atmosferizados e iluminados artificialmente; la estancia en él significaría lo mismo que el ser-ahí dentro de un rizoma ar quitectónico, que deriva constantemente en forma de meandro e impre visible. Naturalmente, en él tampoco existen ya problemas de energía y
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medio ambiente, dado que se presupone su externalización: un resto ma sivo del pensamiento pre-ecológico, de explotación de la naturaleza, teñi do de humanismo marxista. Existencia tiene aquí el sentido de ser-en-la- instalación, sin sala fija y sin necesidad de patria, en constante movimiento no planeado, generado por el azar.
Este comportamiento a la deriva (derive), que, junto con la confianza en el próximo paso, surge del menosprecio por los grandes planes -el anta gonismo de los situacionistas con el cartesiano Le Corbusier es obligado-, anticipa elementos de la teoría del caos. Pero si el principio del creci miento de esa hiperciudad es la formación rizomática de cadenas, su co nexión con la construcción en serie, con la utilización de módulos y con la estandarización permanece oscura: igual que se desvanece, en general, su relación con la repetición, mimesis e innovación en lo indeterminado; aquí sigue actuando, inhibitorio, el mito de la creatividad permanente. Tanto más claramente se pone de relieve que la unidad de base de la gran forma urbana no ha de ser la habitación o el apartamento, sino una uni dad cuasi-macromolecular, que Constant llama sector.
Hay que reconocer en los modelos monomaníaco-constructivistas de Constant amplias cualidades analíticas, porque, a pesar de sujerga futu rista, han de interpretarse más bien como descripción del statu quo que como proyecto de futuro. Su fuerza consiste en que describen completa mente el modo de ser de la sociedad urbanizada desde su acefalismo, asi- noidía y movilidad. Por eso pueden hacer justicia a la constitución multi- focal y al temple poliatmosférico de la ciudad moderna mejor que cualquier teoría habida hasta ahora. Los comentarios de Constant ponen de relieve el carácter evolutivo y fluyente de la hiperciudad, a cuyo lado se hacen re conocibles las ciudades reales como gigantescas instalaciones inhibitorias, a cuyos componentes se les denomina, con razón, inmuebles. La debilidad del proyecto estriba en que, a pesar de su acentuación de las multiplicida des, no dispone de ningún concepto válido de la ciudad como meta-co lector; por lo que se le escapa el potencial de recogida del espacio urbano, la conexión de lugares de reunión y cooperación con lugares de separa ción e inmunización (literalmente: de la no-participación en las muñera o tareas del colectivo). A nuestro entender, en New Babylon no se encuentra alusión alguna ni a los colectores de la cultura de masas, ni al mundo ha bitual del trabajo; tanto más claramente llama la atención la expansión unilateral de un tipo de espacio que hasta ahora sólo se conocía por los
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Gerald Zugmann, ZAK - Academia del futuro Coop Himmelb(l)au, C-Print.
museos <>entornos artísticos. Una documenta planetaria, movilizada y em plazada a largo tiempo.
A pesar de todas estas debilidades, Snv Babylon posee fuerza descripti va con respecto a las condiciones-/¿/^-5íyfeque desde los años setenta fueron domina] fies en las regiones de bienestar de la Tierra: anticipa un mundo sin vínculos duraderos y puebla sus espacios interiores con seres humanos, para quienes el relajamiento progresivo de los liens sociaux y el cambio del estándar existencial de la economía de la escasez a experimentos con abundantes recursos fueran hechos dados. Lo que en los años cincuenta y
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Pabellón de Holanda en la Expo de Hannover, 2000.
sesenta del siglo XX fue un romanticismo radical de izquierdas de la «vida intensa»56, con el establecimiento de la civilización-life-style se ha converti do en normal para innumerables ciudadanos del Primer Mundo. En tan to New Babylon intentó pensar hasta el final la equiparación entre ciudad y mundo, con ello se consiguió la aproximación mayor alcanzada hasta aho ra entre los tres tipos de realidad insular de la estación espacial, el inver nadero y la esfera humana57; uno se convence de ello en cuanto compara el carácter individualista avanzado de la población neobabilónica, bohe mio-burguesa de artistas, con los programas casi tribales de los primeros equipos-itaw/era 2. En el proyecto de Constant no se ve en la Tierra más que una base del viejo mundo para una estación espacial multicultural (fundada monocivilizatodamente, es verdad, en el lujo expresivo occiden tal). De la vieja naturaleza sólo se mantiene en él tanto cuanto se pueda in corporar a un amplio invernadero. Naturalmente, en una New Babylon rea-
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Blur Building, Elisabetli Diller + Ricardo Scofidio, 2002.
lizada también habría animales y plantas; pero sólo como co-habitantes del interior integral, no como biosfera autónoma o mundo verde externo.
En la contribución holandesa a la Exp^2000 de Hannover pueden re conocerse vestigios del impulso de ConstaiBkm un edificio de varios pisos transparente, más aún, sin fachada, se alojagcomo si se tratara de inquili nos en sus apartamentos, en seis niveles cí^mil metros cuadrados cada uno, una secuencia de biotopos superpuesdl^ia plasmación efectiva del
motto holandés de la Exposición Universal: «Holanda crea espacio». Como forma híbrida entre jardín botánico y gran vivienda, este edificio ingenio samente extravagante, una especie de casa elevada vegetal, ofrece un co mentario acorde con los tiempos a un concepto ampliado del habitar como acomodo de una multiplicidad biotópica en condiciones de alta concentración urbana. Quizá pueda deducirse de esta instalación la tesis de que los discursos sobre la «sociedad multicultural» se mantendrán sin objeto mientras no suija la conciencia de que la auténtica matriz de la mul tiplicidad hay que buscarla en la diversidad de los biotopos. La polibiotó- pica consigue sus materializaciones en la arquitectura avanzada. De ellas puede deducirse que, en el futuro, las «naturalezas» o biomas se encon trarán menos «fuera» que en los grandes invernaderos de una civilización, devenida consciente de sus tareas como anfitriona de complejos biotópicos.
En el siglo XX, la tendencia al alojamiento de naturalezas o biotopos en <onsirut iones urbanas va más allá, en muchas partes, de las formas tradi cionales del «parque ciudadano» o del invernadero. El tema del encapsu-
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Max Peintner, La fuerza de atracción inquebrantable de la naturaleza, 1970-1971, lápiz.
lamiento gana en amplitud hasta tal punto que se aventura a la integral ión de complejos cada vez más grandes, antes paisajísticos o ciudadanos ex ternosTM. La ciudad (y paisaje ciudadano) moderna se convierte cada vez más en una unidad operativa de la tríada, que hemos expuesto antes, de estación espacial, invernadero e isla humana. En el polo urbano de la ten dencia se muestran interiores ampliados como el Ceiling Show de Jon Jer- de, instalado en los años noventa en la Freemont Street de Las Vegas, me diante el que toda una arteria ciudadana se transforma en un nocturno mundo de vivencias de luz y sonido para un público-uwu/ transeúnte; en el polo opuesto hay que enfrentarse con paisajes híbridos a cubierto como los que, en Japón y otras partes, encarnan algunas pistas de esquí indoors y campos de golf bajo techo. Hay que precaverse de considerar tales ejem plos sólo como curiosidades. En ambos casos, la arquitectura contempo ránea ha ido más allá tanto de la idea de la vieja Europa del pabellón con- gregador de seres humanos como de la utopía del gran interior (del tipo del pasaje de Benjamin) y de las formas clásicas de colector. Los nuevos en tornos-vivencia no sólo parodian las viejas concepciones de ciudad y cam po, parecen burlarse también de conceptos modernos como «mundo de
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la vida» y «protección de la naturaleza», cuya ceguera espacial se percibe ahora inmediatamente.
A estos macro-interiores les es inherente por ahora un cierto rasgo frí volo que apenas deja entrever que tales constructos podían significar ejer cicios preliminares para el caso crítico climático. ¿Podría valer también pa ra Europa, en un tiempo no lejano, lo que un comentador frívolo ya afirmó a finales de los años noventa del siglo XX: que el respirar es dema siado importante como para seguir haciéndolo al aire libre? ¿Tienen que prepararse realmente los ciudadanos de siglos venideros, en las naciones ricas, a una despedida de la dula atmosférica? Hoy gustaría escuchar el co mentario, del año 2102, de un colaborador del Ministerio Europeo de la Atmósfera Aérea y Espacial sobre un trabajo, que entonces ya haría mucho tiempo que se habría convertido en mítico, de los arquitectos neoyorqui nos Liz Diller y Ricardo Scofidio: una atmo-arquitectura en Yverdon-les- Bains, a orillas del lago de Ginebra, titulada Blur Building, que se convirtió en el signo distintivo de la Expo 2002 de Suiza, y que la voz del pueblo denominó, sin más, «la nube»TM, dado que -con gran despliegue técnico- invitaba al visitante a un paseo sobre una larga pasarela a través de una es tructura espacial plástica artificial, constituida por agua del lago pulveriza da. A pesar de haber sido tachado por algunos críticos de frívolo y censu rado como derroche, el edificio nebuloso, hecho de polvo de agua, que con el cambio del tiempo se mostraba en los estados de ánimo y colores más diversos, fue saludado por la mayoría de los visitantes de Yverdon co mo una introducción muy ingeniosa en el arte de andar por las nubes (con impermeable, por supuesto). Ciertos visitantes concretos puede que en tendieran, incluso, que allí, bajo aquella forma frágil, se encontraban ante un intento técnicamente ponderado de instalación macroatmosférica; o mejor, dado que nubes transitables, como instalaciones en general, no son experimentables a la manera de un encuentro, que se les invitaba a una in mersión en una escultura climática.
Puede deducirse de la popularidad del objeto que abrió a sus visitantes a una intuición de cuestiones venideras del air desiga y de la técnica climá tica. Estaría bien que el colaborador del Ministerio citado informara sobre cuál es la historia espacial y climática para la que sentó un precedente el experimento de Yverdon cien años antes.
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Capítulo 3
Impulso hacia arriba y mimo* Para una crítica del humor *puro
Tuve suerte: durante mi vida he visto cambiar la conditio humana.
Michel Serres, Hominiscencia
Hubo un tiempo en el que la pobreza fue el [. . . ] factor determinante de todo, evidente mente hoy ya no lo es [. . . ]. Puede que sean serios los problemas de una sociedad que vive en la superabundancia, que no se comprende a sí misma; puede que incluso pongan en peligro su riqueza» Pero seguramente no son tan serios como los de un mundo pobre, en el que los sim ples mandamientos de la necesidad excluyen, efectivamente, el lujo de malas interpretaciones, pero en el qu£ lamentablemente tampoco puede encontrarse solución alguna.
John Kenneth Galbraith, La sociedad opulentaTM'
1 Más allá de la penuria
Puede definirse el conservadurismo como la forma política de la me lancolía. Para el síndrome conservador, que tomó forma en Europa des pués de 1789, quedó como determinante el hecho de que había surgido de la mirada retrospectiva a los bienes, formas de vida y artes irrecuperables de los tiempos preburgueses. Entre sus presupuestos contaba la seguridad de no poder convertirse jamás en la opinión dominante. Adquirió sus to nos elegiacos por la puesta de relieve de la costumbre de contar en la na turaleza humana con las constantes más oscuras. Es conservador quien se niega a dejar de creer que lo bueno y lo noble estén ligados al lugar y a la irrepetibilidad; para lo vulgar bastan, por el contrario, el principio de la mayoría y la repetición mecánica. Una reserva así obliga a quienes no tie
* Verwóhnung. mimo, atención, cuidado, dedicación, regalo, halago, obsequiosidad, confort, bienestar, comodidad. . . En todas estas acepciones aparece esta palabra en este libro, pero siem pre con el referente semántico último del mimo, en general, de la madre al hijo. (N. del T. )
*’ Laune. humor, estado de ánimo, incluso veleidad, antojo, capricho. (N. del T. )
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nen nada que ganar en la historia maníaca de lo nuevo. Este modo de sen tir lo cultivará quien no quiere ser confundido en modo alguno con los usufructuarios de circunstancias venideras. Si en el main-stream optimista se habla de mejora constante de las condiciones de vida, el conservador se pone a cubierto. Suponer lo mejor en el futuro: ¿eso no significa ya buscar en la dirección equivocada? Fluctuando entre resignación y aborreci miento, el conservador contempla al de ánimo progresista en medio de su trajín y espera que actúe la entropía. Según su convicción, el progreso nunca es más que la aceleración de la huida ante lo bueno, que, inalcan zable, queda tras nosotros. Ya Tocqueville describió el tipo del biempen- sado detractor del propio tiempo, preocupado por él, para el que lo malo era inseparable de los éxitos de lo nuevo561.
Quien, como conservador, pretende elevarse al nivel de lo fundamen tal, tendría que continuar desde aquí hasta llegar a generalizaciones an tropológicas; tendría que aprender a asociar la idea de «humanidad» con el adjetivo «incorregible». Si uno se hubiera sometido a ese ejercicio vería pasar por el escenario terreno a los seres humanos de todas las épocas con una escolta, siempre igual de larga, de defectos, necesidades, cargas. En tonces ni siquiera se podría hablar ya de «retorno de lo trágico»: estamos inevitablemente incrustados en ello como en un tejido de primera y se gunda naturaleza. Si los modernos expresan su convicción de que están en camino de optimar su estatus de inmunidad y sus artes de vida, el conser vador adiestrado levanta sus cejas. Nada impresionado por la autopublici- dad de los nuevos tiempos, no está dispuesto a hacer concesión alguna al optimismo. Puede que la historia que está sucediendo signifique un paso adelante, pero nunca un progreso. El gran teatro del mundo es la fiesta eterna de la muerte por la falta de diferencias de calor; quien aplaza ésta aparece como el verdadero retardador.
No es extraño que el sentimiento auténticamente conservador gozara de sus mejores días durante la primera mitad del siglo XIX, en aquella «compleja época de mantenimiento»562, a la que los historiadores han ads crito, con motivo, el título de Era de la Restauración. Eran los decenios, aparentemente tranquilos, del romanticismo burgués, en los que los de fensores de lo sido pudieron entregarse por última vez a la ilusión de que era posible ponerse a seguro frente a la fuerza disolvente del progreso. En ningún otro tiempo resultó tan cercano para tantos mirar con aflicción al pasado y, sin fe en la mejora, al futuro. «Parte de tus reservas, no de tus
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consignas», reza la divisa del escepticismo conservador. La verdad sobre la situación sólo era expresable melancólicamente para sus adeptos: quien no ha vivido antes de la cuestión social no sabe nada de la dulzura de la vi da.
Cuando el conservadurismo adoptó maneras cultas inventó la «ciencia triste» del ser humano y sus condiciones económicas, que desde comien zos del siglo XIX constituye el bajo continuo de todos los discursos de la modernización. Es triste la ciencia que va al fundamento de las condicio nes materiales de la opresión humana. En 1849 Thomas Carlyle acuñó la expresión dismal Science para proporcionar el concepto, mejor, la tonali dad, a lajoven disciplina de la economía política, tal como fue represen tada por los «muy honorables Profesores» Ricardo y Malthus563. La expre sión fue cautivadora mientras la teoría, todavía poco popular, sobre la «riqueza de las naciones» parecía ser, a la vez, la ciencia de los motivos in superables de la precariedad económica, perdurable para siempre, de las grandes «masas». En la ley de Ricardo, llamada más tarde férrea ley del sa lario, éstos fueron formulados clásicamente: el «precio natural del traba
jo», más allá del cual no parecía posible ningún suplemento, sería aquel «precio necesario», que permite a los trabajadores tanto mantener su cla se como reproducirse «sin incremento ni pérdida». Según esta compren sión de las cosas, la «sociedad» administradora al modo liberal-capitalista tenía que permanecer dividida para siempre entre los pocos felices que, como landlords, prestamistas o dueños de fábricas, se aprovechan de los mecanismos creadores de riqueza del intercambio desigual en mercados aparentemente libres, y la mayoría de infelices que, sin esperanza fundada en el cambio de su situación, permanecen encallados en la condición pro letaria o agrario-pauperista. Como «ciencia triste», la economía política es una escuela de la crueldad esclarecida, dado que educa a sus adeptos en la resignación ante las supuestas legaliformidades de la pobreza de masas. La teoría liberal del siglo XIX define a los pobres como aquellos a quienes no se puede ayudar aunque se tuviera la mejor voluntad de hacerlo564.
Observemos que cuando cien años después de Carlyle el ambivalente conservador Adorno volvió a acuñar la expresión «ciencia triste» -creyen do haber invertido originalmente el título de Nietzsche Ciencia alegre [Fróh- licher Wissenschaft]- seguía una visión, cuya tenebrosidad superaba con mu cho los hechos del pauperismo industrial. Lo que importaba al filósofo era aprehender un contexto forzoso, que no sólo zambulle a los muchos infe
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lices en las ofuscaciones dictadas por la penuria, sino que deteriora tam bién desde su base la existencia de los felices actuales y potenciales565. Según el autor, tampoco los más agraciados se libran de la desfiguración del mundo por la abstracción del intercambio; en ella todo estaría «acuña do de modo semejante». La vida misma se deteriora por la sujeción de to das las cosas a la expresión del precio. Considerada desde este ángulo, la temprana Teoría de Frankfurt, prescindiendo de sus impactos utópicos, ofrecía una forma final del conservadurismo esclarecido; se podría decir también: del pesimismo de quienes se han salvado. En ella siguió aún sin eco el acontecimiento elemental del siglo XX, la superación de la pobreza material de masas en el Primer Mundo. Estaba penetrada por la convic ción de que la riqueza económica nunca bastará para disolver el complejo de pobreza ante el que se inclina la especie humana desde el surgimiento de los Estados arcaicos, con sus cáusticos regímenes de nobleza y sacerdo tes. Enseñó, consecuentemente, que todo enriquecimiento de la multitud sólo podía conducir a la miseria en nuevos ropajes, del mismo modo que la ilustración no significa nunca otra cosa bajo el capitalismo que el cam bio de forma del engaño. Si hubo una idea en la antigua Teoría Crítica, que puede llamarse crítica a pesar de estas exageraciones mediocres, se en contraría en el supuesto, por muy insuficientemente que estuviera funda do, de que tras los fenómenos empíricamente deprimentes del homo pauper, se oculta una «naturaleza» polarizada en sentido contrario. A esa reserva se refería la fórmula de Adorno del «recuerdo de la naturaleza en el ser hu mano». Si, a veces, su oscura imagen del mundo podía ser percibida como rodeada de un borde dorado, esto se debía a que el autor dejaba que re sonara en escasos momentos la idea de que en las experiencias dichosas de una niñez mimada iban incluidas disposiciones morales dignas de genera lización, aunque no capaces de generalización en la práctica. En lo que si gue nos ocuparemos de la cuestión de si es posible dar un giro activo a esta insinuación recatadamente romántica. La respuesta es afirmativa. El cami no hacia ella lleva por la comprensión afirmativa del concepto Venvóhnung [mimo, confort, comodidad, bienestar]. Para andarlo es necesario estable cer una teoría del lujo constitutivo, en lugar de una antropología, a la que ya se había llamado la filosófica, quizá algo precipitadamente.
Tras el colapso del socialismo en el grupo de Estados de la Europa oriental en tomo a 1990, entre periodistas y comentadores de la historia
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aconteciente se ha convertido en uso en pocos años, al echar una mirada retrospectiva al «corto» siglo XX pasado, servirse de la fórmula, lanzada en un momento oportuno, de Eric Hobsbawm: época de los extremos. Al ci tarla, se hace profesión implicite de la opinión de que el contenido funda mental de esa época consistió en el duelo de las ideologías totalitarias de tipo étnico-nacionalista y socialista-intemacionalista, y en la exitosa batalla defensiva del capitalismo democrático contra esos dos heterogéneos me llizos sanguinarios. Por eso parecía que el proceso nuclear del siglo era coextensivo con la duración del experimento soviético y que su estela de violencia tendría que acabar a la vez que la cauterización definitiva de ese delirio56. (A la vista de la nueva confrontación surgida entre el mundo ca pitalista del bienestar y las redes del odio simplista sabemos que ese su puesto era precipitado. ) No obstante, el cambio de la ageofextremesno pue de hacerse más plausible de lo que corresponde a una tesis extremamente sumaria como es. Para los historiadores que dirigen su atención no sólo a las cataratas de acontecimientos y a los discursos excitados del siglo XX, si no también a las oleadas a largo plazo de la cultura tanto material como simbólica del oeste, tiene mayor importancia hoy el hecho de que la age of extremes, a pesar tanto de su masacre como de sus sistemas de discurso ex cesivos, por lo que respecta a sus acontecimientos decisivos ha sido en pri mer término una época de procesos constantes.
Pese a recesiones fundamentales, esto sirve, sobre todo, en vistas a la acu mulación y propagación de instrumentos de mejoría de la vida en el Pri mer Mundo. Por la inclusión de las «masas» en la repartición de la rique za, el gran flujo fue dirigido -generalmente bajo la constante presión de la izquierda moderada- a derroteros que siguen siendo válidos: toda una singularidad desde el punto de vista histórico.
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diante sus gritos de júbilo, en un fenómeno-nosotros acústico sui generis. Cuando no es posible una sintonía discreta, también el griterío colectivo lleva a resultados psicopolíticamente relevantes. La cuasi-nación, reunida en el estadio-circo, se experimenta a sí misma dentro de un plebiscito acús tico, cuyo resultado directo, el ruido jubiloso sobre las cabezas de todos, emerge como una emanación desde los reunidos para regresar al oído de cada uno. La autopoiesis del ruido se asemeja a una realización del lugar común por la vox populi. Tal griterío, no diferenciado todavía por ningu na instalación moderna de sintonía, hace que resulte superflua la retórica de oradores concretos. En el camino a la infección mimética, el grito de uno se convierte en el grito del otro; en todo caso, en el estadio se forman dos o más bandos de griterío. Cuando en lugar del grito aparece la coor dinación musical, se abre espacio al himno político. Como muestra la his toria de la Marsellesa y de otros himnos nacionales, el canto común insinúa la transformación de la multitud en coro; según otros puntos de vista, li bera, incluso, la naturaleza verdaderamente coral de la comunidad, sub yacente en las relaciones prosaicas cotidianas del ser humano5*2.
Por lo que respecta a los receptáculos arquitectónicos para las grandes concentraciones revolucionarias, no era suficiente, evidentemente, con la re-dedicación de salas feudales y eclesiásticas: no bastaría con menos que con la repetición para-renacentista de una forma antigua, hasta entonces inactual, si la naciente cultura de «masas» de la Modernidad había de co nectar con la de la Antigüedad europea; y tenía que hacerlo para satisfa cer su demanda de grandes edificios para agregados cuantitativos de seres humanos.
El imperativo del edificio para las grandes reuniones de la era de los pueblos soberanizados resulta, no en último término, de la experiencia de que las concentraciones de masas al aire libre -en el siglo XX a menudo en forma de desfiles o procesiones manifestativas- encierran un alto poten cial de escalada de la violencia, mientras que las asambleas acotadas ar quitectónicamente, incluso bajo techo, ofrecen una gran ventaja situacional para desarrollos civilizados53*. Pero, dado que apenas es posible reactivar una forma sin volver a poner enjuego también, al menos mediatamente, los contenidos unidos a ella originariamente, el moderno interés por los antiguos containers de «masas», el anfiteatro, arena, circo, se amplía en un renacimiento popular, en el que, junto con las formas arquitectónicas de los tipos de acontecimiento correspondientes, vuelven las luchas, las com-
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Étienne-Louis Boullée, proyecto para un coliseo.
peticiones, el drama de diferenciación, que discrimina entre vencedor y perdedor: sólo la muerte no puede ser ya bienvenida en el estadio mo derno, como lo era en la antigua arena54. Con razón se ha hecho notar que la Modernidad ha revitalizado, en notable simultaneidad con la de- mo( ia< i; . las dos antiguas instituciones de la tragedia y de las competicio nes atlét cas olímpicas ' . El orador de la revolución, Danton, transmite que ya en el año 1793 él mismo alentó la organización de Juegos Olímpi cos en el ( lampo de Marte con las miras puestas en la pedagogía nacional. Antes de el, Gilbert Romme, coautor del calendario de la Revolución, ya había propuesto en 1792 la celebración de olimpíadas francesas en los años bisiestos. Cuando patriotas así toman la voz, lo hacen recurriendo a romanos \ espartanos. No en vano es Bruto, el asesino de César, el héroe
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del momento. ¿Cuánto habrá que esperar hasta que los gladiadores de las arenas de antes se le añadan?
A la vista de esos containers de «masas», que tienden el puente arqui tectónico entre los antiguos modelos de la cultura de «masas» y su repeti ción moderna, se perfila uno de los problemas estructurales de la sociedad contemporánea: por mucho que valga para ella que sólo puede ser orga nizada acéfala y asinódicamente como todo, en ella se mantiene, profun damente arraigada, la demanda de instancias cefálicas y sinódicas: en los fantasmas de la asamblea capital o general de la sociedad se unifican in cluso ambas cosas (en todo caso, cabe preguntarse si una asamblea así, im posible en lo real, sería, al menos, simulable en un texto panorámico o fi losófico, de modo que, en caso de una respuesta afirmativa, se contara, al menos también, con un principio de explicación de la notable autoridad de la filosofía en las fases de la Modernidad devotas de la totalidad). La fic ción jurídico-estatal, popular entre los republicanos, de una toma de la so beranía por el pueblo, que asumiera sus derechos como sucesor del rey, pone al alcance, si fuera realizable en la práctica, la re-encamación de la función cefálica en un pleno popular. Por lo demás, no habría de pasar mucho tiempo hasta que los pensadores de la Constitución y los juristas del Tercer Estamento se dieran cuenta de los potenciales de violencia que encerraban tales ideas; en las escenas tumultuosas de los alzamientos po pulares del 14 de julio de 1789, del 10 de agosto de 1792, de las masacres de septiembre y de los innumerables episodios violentos tanto en París como en la provincia, se puso de manifiesto adonde conducía una interpreta ción literal del teorema de la soberanía popular. Sólo mediante estrictas li mitaciones de la libertad de reunión y coalición pudo evitarse que la mul titud se apropiara literalmente del dogma que estaba en el aire: «Toda violencia proviene de la calle».
Esas limitaciones hablan en favor de un rápido poder de captación por parte de la burguesía posesional de sus primeras lecciones de violencia; aunque los populistas de primera hora polemizaran la realización incom pleta de la égalitépor los «nuevos señores» y amenazaran a los patriotas sin demasiado entusiasmo con terribles puestas en práctica reales de la filo sofía. Ya la Constitución de 1791 emprendió el intento de reprimir las reu niones en las que una multitud presente quisiera articularse como socie dad política popular y, con ello, como personificación parcial del soberano. La Constitución del Directorio prohibió, después, directamente
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todas las reuniones al aire libre como amotinamientos: una prohibición que se mantuvo durante todo el siglo XIX: premisasjurídicas del quietismo impaciente (o del radicalismo ordenado), que caracterizará la cultura francesa desde el final de la era napoleónica hasta la época de las guerras mundiales (espíritus malvados afirman: hasta la actualidad)536. Efectiva mente, bajo el dominio de los jacobinos fue perdiendo terreno la creen cia, sólida en principio, en el poder expresivo de verdad de la organiza ción de «masas»; se había experimentado demasiadas veces con qué facilidad una multitud de enragés reunida en plazas públicas podía conver tirse, ante un grito casual de indignación, en una «masa» que se precipita hacia delante medio ciega. Canetti ha llamado masas podencas [Hetzmas- sen] a los montones energetizados a los que se ha implantado una inten ción537, que, como jaurías sansculóticas, dejarían su taijeta de visita en las farolas. Si hubo una astucia de la razón en la Revolución de 1789, ésta fue la realización, parcial siempre, de sus principios; únicamente de este mo do mantuvo una cierta resistencia contra los postulados incontinentes del universalismo de abajo. Cuya hora sonó de nuevo en el temprano siglo XX, cuando los fascismos europeos, solidarios entre ellos como una interna cional de nacionales, impusieron la unidad de calle y Estado y llevaron a la orden del día la puesta en práctica de la inclusión total igualitaria de un pueblo en sí mismo, en cada caso.
2 Los colectores: Para la historia del renacimiento del estadio
Se puede afirmar que el totalitarismo moderno es un producto del con senso del estadio: en un fonotopo agitado, en el que cien mil voces colo can una campana de ruido sobre los reunidos, surge el fantasma de la una nimidad, que infesta desde entonces a demagogos y filósofos sociales. En él se crea una volonté genérale sonora: un plebiscito de ruidos. A la vista de estas circunstancias, sejustifica literalmente la tesis de Gabriel Tarde: que el estado social del ser humano es uno hipnótico o sonámbulo. El griterío de la multitud en el estadio se reacopla directamente a ella, porque de la impresión por el espectáculo procede la excitación mimética, de la excita ción los gestos sonoros, y de su retorno -amplificado masivamente- al oí do la conmoción, que casi equivale a una convicción. Cuando Elias Canetti
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describió a la «masa como anillo»538no estaba caracterizando simplemen te las condiciones visuales y arquitectónicas de un estadio, sino, asimismo, la fascinación acústica que, procedente de la reunión, se cierne sobre ella. Lo mismo que los generales atenienses, también los modernos directores escénicos del consenso saben apreciar el poder de captación de la música. Allí donde han de concurrir todos los elementos que contribuyen a una vi vencia así, no deben faltar los medios de la síntesis fonotópica. Si están da dos, está garantizado también el acontecimiento, la fusión entusiástica de la multitud. Desde ese momento se sabe realmente lo que significa haber estado allí. Quien estuvo «allí» testificará que el acontecimiento como tal proporcionó una especie de verdad. Se demuestra ya, a la vez, cómo colo car riendas estrictamente rituales al gentío en el contenedor del pueblo. Entre 1790 y 1798, la arena recuperada en el Campo de Marte parisino, y numerosas otras construcciones análogas en la provincia, se ponen a prue ba una y otra vez con pompa y gloria. Del ritual fascinógeno y de la au- tohipnosis colectiva operativizada surge el material del que están hechas las catedrales de la comuna post-cristiana. Desde entonces dispone la «so ciedad» moderna de un medio autopersuasivo de gran capacidad de ren dimiento: un colector, con el que se pueda llevar a cabo, tanto organizati va como psicotécnicamente, la tarea de la reunión directa de grandes cantidades de seres humanos, en caso de plantearse de nuevo.
Para nuestro contexto basta con formular la pregunta: por qué hubie ron de pasar aún más de cien años hasta que la cultura de «masas» moder na redescubrió, sobre una base amplia, el efecto arena o coliseo, la fusión del público a la vista del espectáculo narcisista-narcótico. Muy sumariamen te, la respuesta podía ser que la «sociedad» del siglo XIX supo mejor cómo eludir esa tarea general impuesta, dado que el horror democrático-popu- lar estaba todavía demasiado profundamente arraigado en los testigos de la Revolución y sus herederos. Cuando en esa época se produjeron salidas a escena de la «masa», sucedió, por regla general, bajo formas ceremo nialmente controladas’39. Sólo con las turbulencias de comienzos del siglo XX se manifestó de nuevo el impulso a grandes agolpamientos y concen traciones, y con ellos, a la vez, la demanda de colectores arquitectónicos para grandes números de seres humanos físicamente congregados.
Las contraseñas de la historia de los colectores se llaman Juegos Olím picos, Revolución Rusa y Fascismo. Lo que une a esa trinidad heterogénea es el reto común de desarrollar grandes interiores para multitudes pre
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sentes y movilizadas, con el fin de administrar su capacidad de reacción mediante ilusiones-punto-central escenificadas. Es verdad que en el mo mento álgido de la Modernidad el arte de la síntesis social sólo fue ejerci tado aún como si se tratara de uno indirecto; pero esto no excluye que las reuniones directas de la multitud en sus horas simbióticas reclamen la in tervención del saber organizativo más explícito. Este se pragmatiza en la explotación de los grandes colectores. Desde la aparición y establecimien to de tales macro-intenores pudo saberse que el tipo de construcción ana lizado por Walter Benjamin, los pasajes -en los que buscó la idea profun da de interior del siglo XIX: la síntesis paradójica de intimidad y mundo público de la mercancía-, ya no desempeña ninguna función clave para la comprensión de los procesos creadores de espacio en la sociedad contem poránea. Por lo que respecta a su dimensión mercantil, los pasajes han si do reemplazados por los centros comerciales a las afueras de los comple jos urbanos o por las zonas peatonales del centro de las ciudades: la arquitectura reciente sólo los tiene en cuenta ya como citas historizantes510. (El entorno comercial concluido a comienzos de los años noventa en la re novada estación central de Leipzig depara -igual que las arcadas de la Potsdamer Platz y construcciones semejantes- un ejemplo sugestivo del historicismo capitalista escenificado ultramodernamente. ) Por lo que res pecta a las potencias creadoras de espacio del siglo XX, la constelación abs tracta de estadios y apartamentos es más significativa que todo lo demás. Mientras que los primeros posibilitan la espumización compactamente iso- pática, aniquiladora de espacio individual, de la multitud en grandes con tenedores, los segundos van unidos a la tendencia civilizatoria a la espumi zación discreta de la «sociedad» en conglomerados egosféricos de células.
En estas tendencias se manifiesta un rechazo general de la «sociedad», que -por hablar un instante hegelianamente- podría describirse como una dialéctica de la modernización. Mientras que en el proceso de la Moder nidad se impone irresistiblemente la ley de la diferenciación de subsiste mas, se articulan, una vez y otra, tomas de posición en sentido contrario para la salvación o reestablecimiento de la función del centro. Se puede hacer observar tan a menudo como se quiera que hace tiempo que nos movemos en una forma de mundo en la que la proyección de la ilusión de totalidad y punto central a un rey (y a sus asesores lógicos, los filósofos o sabios maestros) sólo seduce a los ingenuos; pero el puesto de rey como tal, el lugar fantasmático en el que el todo sabría autotransparentemente
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lo que es y quiere, no será abandonado sin lucha. La resistencia en favor del punto medio desarrolla sus propios centros, y atractores propios de la gran multitud. El Campo de Marte de París, el estadio olímpico de Atenas y las edificaciones que les suceden en todo el mundo: el Teatro del festival de Bayreuth, la Plaza Roja de Moscú, la Felsenreitschule y la Plaza de la ca tedral de Salzburgo, el Campo de deporte del Reich de Berlín, el terreno de la asamblea general del partido del Reich de Núremberg, en todos es tos topónimos se reflejan ejemplarmente las tendencias recentralizantes y sinodales, sin las que no pueden entenderse algunas de las corrientes de motivación político-culturales más poderosas y problemáticas de la prime ra mitad del siglo XX. En lugares así dominan agentes apropiados para su función de simular centralismo: una tarea, en vistas de la cual los límites de la política se diluyen en artes bellas y sublimes. Quizá no sea superfluo recordar esto, después de que la positivización de la falta de punto medio en la posmodernidad haya descompuesto el clima histórico, en el que nue vos centristas creían que las plausibilidades del tiempo estaban de su lado. Durante una coyuntura histórica precisa, la añoranza del centro se alió con la voluntad de reunión plenaria. Aunque ésta no significaba tampoco la asamblea de la totalidad en sentido literal -da igual que se la imaginara republicanamente, popularmente o por clases-, la llamada de la reunión, sin embargo, alcanzó a amplias élites, gustosas de figurar: esos grupos fo togénicos sucesores de la buena sociedad. Donde faltan éstos, quienes quieren reuniones recurren a comparsas de encargo.
La historia de losJuegos Olímpicos internacionales de la época moder na ha sido investigada bastante pormenorizadamente con ocasión de la ce lebración de su centenario, en 1996, y se la ha presentado en sinopsis po pulares, de modo que en este lugar sobra una recapitulación. Para nuestro contexto es significativo el hecho de que con su reintroducción y populari zación los Juegos Olímpicos han dado un gran impulso a la construcción de estadios en los nuevos tiempos y a las prácticas-colector correspondien tes. La «idea olímpica» no sólo deparó a la ideología deportiva moderna su instancia suprema y el ritual que la motiva al máximo; reforzó, también, la fuerza de atracción de la concentración física de masas, por muy despoliti zada, internacionalizada y centralistamente fracturada que fuera.
En la serie de losJuegos se mostró durante un siglo lo poco apropiadas que eran las convenciones del historismo para mantener bajo control el
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ímpetu renacentista de las exigencias modernas de la arena. Sólo al co mienzo del todo, motivos burgueses-cultos y neo-aristocráticos consiguie ron imprimir su huella en el movimiento deportivo moderno. Las excava ciones de Olimpia, llevadas a cabo entre 1875 y 1881 bajo la dirección de Ludwig Curtius, habían sacado a la luz del día los emplazamientos origi nales olímpicos de los Juegos; también el estadio panatenaico de Atenas fue escombrado desde mitad del siglo XIX y utilizado como lugar de Jue gos en el marco de «Olimpíadas» nacionales (en las que actuaban de ár bitros profesores de universidad), antes de que en el año 1896 se convir tiera en el escenario de los primeros Juegos Olímpicos internacionales, gracias, por cierto, al patronazgo de un millonario griego de orientación patriótica, y con la participación de 295 atletas, exclusivamente masculi nos, de trece naciones. Es dudoso que estos primeros Juegos fueran del agrado de sus organizadores. Pierre de Coubertin declaró en sus memo rias que el «horizonte olímpico», en su auténtico significado, sólo se le mostró tras una visita al Bayreuth de Wagner. Losjuegos deportivos que él tenía en la cabeza habían de ser análogos al enclave neo-aristocrático que representaba el lugar del festival de Wagner, y, como éste, actuar desde el contramundo sublime en el mundo real, inculcando pedagógicamente modestia. Así como en Bayreuth se había conseguido el renacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música, mediante las Olimpíadas había que llegar a un renacimiento del atletismo (en consonancia con el espíritu de competición de la sociedad económica). Las confesiones de Coubertin adquieren peso como diagnóstico de los tiempos, dado que ex presan inequívocamente un rasgo fundamental de la cultura de «masas» moderna: el relevo del renacimiento europeo del arte y de los filólogos por un renacimiento globalizado del estadio y de los atletas.
En losJuegos siguientes de París, en 1900, ya había en la salida 1. 077 de portistas de 21 naciones participantes, entre ellos por primera vez 11 mu jeres, que se enfrentaron en golf y tenis, muy a pesar del purista andrófilo Coubertin. Con todo, esa ostentación numérica no fue significativa para la percepción pública de los Juegos, porque sólo se celebraron como pro grama colateral de la Exposición Universal de París -otro mito-colector del siglo XIX-, dispersados durante 162 días, sin que la ciudad de París hubie ra puesto a disposición un estadio apropiado. El lugar de celebración de los campeonatos fueron las instalaciones del Racing Club de France en el Bois de Boulogne. Sólo los lugares olímpicos de St. Louis, en 1904, supe-
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Estadio panatenaico.
raron en penuria a los de la Olimpíada parisina. Si los Juegos reavivados -o, como Coubertin gustaba de decir: reincorporados- hubieran sido sólo una continuación de la grecofilia con otros medios, difícilmente habrían superado sus lamentables comienzos. Hay que reconocer que disciplinas como el lanzamiento de disco habrían caído en el olvido si no las hubie ran recordado obras de arte tales como la estatua del Discóbolo de Mirón del Museo de las Termas romano; en realidad, tampoco la repetición del maratón en los Juegos de Atenas de 1896 fue, en principio, otra cosa que una cita literal de las fuentes fuera de las bibliotecas, estimulada por el gre- cista Michel Bréal. No obstante, las formas arquitectónicas y los ejercicios del olimpismo adquirieron rápidamente un significado propio en el con texto moderno. En poco tiempo la grecomanía de viejo estilo ya no tuvo mucho que decir en el desarrollo del renacimiento atlético.
Ya en los Juegos londinenses de 1908, con el estadio de Shepherd’s Bush, un edificio de hierro y cemento, acomodado a los tiempos, que ofre cía cerca de 70. 000 plazas, hizo irrupción una construcción deportiva de culto, arquitectónicamente avanzada. Esta primera auténtica arena olím pica eliminó cualquier duda sobre si la Modernidad adoptaría el óvalo ro
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mano como forma canónica para el diseño de su colector más significati vo: del estadio griego, construido en forma de U y que exigía un lado abierto, ya sólo quedaría el nombre en el futuro541. Por lo que respecta a la modernización cultural, y a la modernización como acontecimiento espe cial (event), de losJuegos, hubo que esperar hasta la Olimpíada de Los An geles, en 1932, para que todos los resultados finales se concentraran por primera vez en un espacio de tiempo de dos semanas; frente a lo que su cedía en losJuegos anteriores, que se repartían a lo largo de tres hasta seis meses y estaban condenados tanto a la esterilidad mediática como a la fal ta de repercusión en el gran público (excluidos los Juegos atenienses de abril de 1896, que duraron diez días). Después de que, mientras tanto, se establecieran también las formalidades de culto prácticamente al comple to (bandera olímpica yjuramento olímpico, desde Antwerpen, 1920; fue go olímpico, desde Ámsterdam, 1928; únicamente el relevo de la llama olímpica desde Olimpia hasta el lugar de celebración se demoró hasta los Juegos berlineses de 1936, como símbolo de la transmisión del atletismo de los griegos a los alemanes), el olimpismo ya no necesitó pretexto alguno para entrar en escena definitivamente como punto central de culto del re nacimiento atlético.
Los Juegos californianos, ensombrecidos por la crisis económica mun dial, con los que comenzó a hacerse ilimitada la introducción del monu- mentalismo y del espectáculo en el movimiento olímpico, supusieron un fuerte empujón hacia delante. Su escenario central fue el Coliseum, am pliado a 105. 000 plazas, de los arquitectos John y Donald B. Parkinson, que había sido terminado en 1923 y en el que ya preolímpicamente cabían 75. 000 espectadores: casi tantos como en el antiguo original de Roma. (Pa ra los Juegos de 1984 se construyó en Los Angeles, b¿yo el mismo nombre, un complejo monumental todavía más grande; exclusivamente, por lo demás, con las aportaciones de patrocinadores privados. ) Todo aquel que quisiera interpretar los signos de los tiempos pudo ver en la asignación de nombre la referencia decisiva a la dinámica de la «cultura de masas» del si glo XX: la superación formal del estadio griego por la arena romana, o me
jor, la irrupción del segundo caso crítico en la paz simulada de la prueba deportiva. En el Nuevo Mundo se habían materializado, con un retraso de 150 años, las visiones de Boullée de un Cirque nationale. Desde entonces, el colector olímpico se convirtió en una máquina psicopolítica, cuya función primaria consiste en producir victorias y vencedores, y en hacer de los es
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pectadores testigos de una diferenciación que acontece realmente: aque lla que hay entre el primero y los demás342.
La división de un colectivo en vencedor y no-vencedores se transforma en el sacramento central del culto moderno del acontecimiento. Con él, la compenetración con el vencedor se convierte en el ejercicio funda mental de la afectividad social, aminorado por una cierta consideración a los clasificados (en este sentido puede afirmarse que el invento de las me dallas de plata y de bronce testimonian la función civilizante del deporte). Además de eso, tanto los estadios olímpicos como los otros se revelan co mo los lugares de culto preferidos de la bio-religión moderna: escenarios del sufrimiento delegado de los atletas, que representa el sueño popular de la transformación del cuerpo trivial en una estatua capaz de rendi mientos sobrehumanos. La generalización del motivo «segundo caso críti co» determina desde el tiempo del olimpismo todas las formas fascinóge- nas de la cultura de masas; a la base de ella está, como se ha dicho, la reducción, inspirada por Roma, del drama a la diferenciación clara y pre cisa entre victoria y derrota. De este otro momento crítico depende no só lo la creciente psicologización del deporte, en el sentido de su acerca miento a la guerra psicológica, sino también su ligazón directa a la política de prestigio y orden de los Estados y al sistema de beneficio de los organi zadores de acontecimientos-fwn/ (en tiempos ingenuos: de los clubs de portivos y federaciones).
Los potenciales de cultura de masas, latentes en el olimpismo renova do, fueron plenamente desplegados, por primera vez, en losJuegos de ve rano de 1936. Cuando Oswald Spengler, en el primer volumen de El ocaso de Occidente, hizo notar que «la diferencia entre un campo de deporte ber linés en un día grande y un circo romano era ya muy escasa en 1914»M\ se había adelantado a los acontecimientos; puesto que murió en mayo de 1936, no pudo vivir el cumplimiento de su diagnóstico profético.
Si estos Juegos, que se celebraron en el Campo de deporte del Reich de Grunewald, han entrado en la historia como un triunfo de la organiza ción, no fue sólo a causa del resuelto compromiso con ellos mediante una campaña de simpatía y respetabilidad del régimen nacionalsocialista. En el acontecimiento de Berlín se llevaron consecuentemente hasta el límite las tendencias, evidentes ya desde Los Angeles 1932, al espectáculo de masas neoheroico-monumental y narco-narcisista. A pesar del ritual de la traída de la antorcha desde Olimpia hasta Berlín, introducido por el jefe de or-
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del Reich, 1936,de Werner March.
ganización Cari Diem, ya no era posible duda alguna respecto a la ten dencia general de los Juegos: la sumisión definitiva del comienzo grecófi- lo a las sexuelas romanizantes. A ello contribuyó, en primer término, el proyecto gigantománico-festivo del estadio del arquitecto Werner March, natural de Berlín, que había surgido de un estudio comparativo de cons trucciones análogas de la Antigüedad y de la Modernidad. Las construc ciones de estadios, próximas en el tiempo, de Jan Wils en Amsterdam (Juegos Olímpicos de 1928, distinguido con una medalla de oro para ar- (|iiiteimi a), de John y Donald B. Parkinson en Los Ángeles, de Krnst Otto Schweizer en Núremberg (1927) y Viena (1931), así como de Umberto Cons- tantini en Bolonia (1925-1927), habían convencido a March de los poten ciales arquiiecióni( os de la construcción en esqueleto de hormigón arma do visible.
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Después de que Hitler, a quien resultaba extraño el olimpismo y quien sentía intensamente la ridiculez de los «ejercicios corporales», se hubiera mostrado enojado por la modernidad de los proyectos de March, se le en cargó a Albert Speer que corrigiera en sentido monumental la imagen ex terior del estadio, sobre todo mediante recubrimientos de piedra tallada, que habrían de forrar todas las superficies de cemento y elementos de construcción visibles, y crear un aura de inaccesibilidad marcial54. Speer, apoyado en la teoría de Hitler del valor de ruina de los grandes edificios, se abandonó temporalmente a la ensoñación de cómo, tras siglos o mile nios, sus obras arquitectónicas se alzarían como vestigios majestuosos: la imitación de las construcciones colosales romanas ya no era sólo un gesto vitalista, como correspondería antes a una «joven democracia», ahora a una «revolución nacional», sino también un programa trágico y sentimen tal. Evidentemente, el estadio de Berlín no pretendía únicamente «entrar en la historia»: por el momento se contentaba con ser el mayor del mun do, cosa que consiguió temporalmente con su oferta de 110. 000 plazas. Por el ambiente pseudo-dórico y gracias a su incrustación en un paisaje com puesto de lugares de ceremonia y torres desnudas, tenía que transponer al visitante en un estado de humillación sublime y de disposición social-idea- lista para la renuncia a proyectos personales. Nunca una instalación depor tiva había sido concebida antes como máquina de colectivización y avasa llamiento en tal medida. Quien entraba allí tenía que olvidar toda esperanza de individualidad. Quien triunfara allí ya no sería nunca una persona pri vada. La figura sobre el podio del vencedor sería pura emanación de una fuente de energía política y racial.
Pertenece a las ironías informativas de la historia de la cultura del siglo XX que el primer momento culminante del renacimiento atlético fuera organizado bajo dirección nacionalsocialista; y de ese modo estuviera, además, en buenas manos, como reconocen incluso escépticos. La competencia objetiva de un organizador fascista para un gran acontecimiento de ese ti po provino de la convergencia entre el núcleo sinodal de la ideología na cionalsocialista y el pathos olímpico de convocar en un lugar distinguido a la élite atíética de lajuventud del mundojunto con un público ansioso de rendimientos. El culto al Führer; que se corresponde íntimamente con la idea de un pleno popular, puede hacerse plausible filosóficamente como una figura de la muerte del antiguo centrismo occidental: dado que el pueblo ya está siempre reunido en el Führer, el Führer puede llevar hacia él
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al «pueblo» entero, o casi entero, para celebrar una fiesta de la homoge neidad. El fascismo se basa en una interpretación semimoderna del con cepto de soberanía del pueblo; en el sentido de un legitimismo repentino por abajo: el pueblo emana de su oscuro centro al hombre, en el que cree estar del todo consigo. Dado que se trata de uno que es todos -y que ale ga ser todo para todos-, quienes se reúnen en torno a él pueden entre garse a la idea de que su reunión psíquica ya es también la prueba consu mada de soberanía. La conocida observación de Marx a Ruge (en carta de marzo de 1843), sobre que el filisteo, el pequeño burgués, es la materia pri ma de la monarquía, habría que invertirla en este caso: el monarca o Füh- reres la materia prima del filisteo. El olimpismo, por su parte, se funda en una interpretación semi-moderna de la existencia, que se sirve de la suge rencia de que todo poder proviene del cuerpo sano. Ya que los atletas son quienes amplían permanentemente los límites de la capacidad humana de rendimiento, todos los que son testigos de ello pueden imaginarse que participan en el reino de la soberanía del cuerpo. El legitimismo espontá neo de tipo fascista se refleja en el aristocratismo biológico-popular de acuñación olímpica. La relativa modernidad de ambos -o, mejor, su con- tramodemidad moderna- depende directamente de una utilización exten siva y profesional de los colectores.
En las construcciones olímpicas de Berlín, cuya programática y dimen siones nacen del proyecto -fijado en sus líneas generales desde 1934-1935- de un «Campo de deporte del Reich» [Reichssportfeld7, puede apreciarse hasta qué medida el neo-clasicismo nacionalsocialista está marcado por la adopción de formas griegas a través del imperium romano. La trinidad grie ga de instituciones, compuesta de democracia, tragedia y agón deportivo, se transcribió distribuyendo el campo en lugar de deporte, plaza de reu nión de masas y teatro, sin que el visitante inadvertido pudiera llegar a dar se cuenta del carácter paródico de la instalación: era demasiado, para ello, el poder con que se habían puesto en escena los atributos de la arquitec tura neo-imperial de avasallamiento. Sólo se hace justicia al «Reichssport feld» si se reconoce en él un Las Vegas nacionalsocialista: un terreno de prueba para la cita total. En ese complejo, considerado como «pista de lu cha», no sólo se volvió a evocar el coliseo romano en adaptación inflada, de acuerdo con los tiempos; también el teatro trágico griego se repitió os tentativamente, en este caso en el teatro al aire libre de Dietrich Eckart, con 22. 000 plazas (en el Gran Teatro de Dionisos de Atenas cabían hasta
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17. 000 epectadores);además,alestadioolímpicoseleadosódirectamente una plaza de reunión de dimensiones monumentales, llamada Campo de Mayo [Maifeld/, en la que se consumó la transformación típicamente fas cista del ágora (mejor dicho, de la cour d ’honneur absolutista) en un cam po de desfile; no es casualidad que esa parte del complejo fuera la única por cuya planificación se interesó personalmente Hider, puesto que su gería analogías nurembergianas’45.
Lo que une unos colectores con otros, aquí citados según modelos históricos (estadio, teatro, plaza de reunión), es la calidad autóloga de los acontecimientos para los que fueron proyectados. Las reuniones no se ce lebran en ellos para representar un programa o un repertorio; el progra ma mismo está supeditado al imperativo de la reunión, y sólo constituye ya un pretexto para la convocatoria de la multitud para la consumación de su estarjuntos. Cuando se reúnen alemanes para representar el todo que se llama Alemania, el único tema de los reunidos es, inevitablemente, el ser alemán. Pertenece a las reglas de juego de tales delirios sinodales que, comparables a un sistema idealista, sólo hablen de la unidad que ellos mismos presentan y representan, a la vez. El monotematismo se transfor ma directamente, y no sólo en el caso de revolucionarios nacionales, en autotematismo. Lo que se ha llamado totalitarismo es un resultado de la sumisión de los colectores y de los grandes medios que arrastran, es decir, prensa diaria y radio, a la grandeza temática del organizador. Este puede pedir de sus ciudadanos, con bastante éxito, que no tengan ningún tema más que él. Que, sin embargo, numerosos participantes en las asambleas del partido, sobre todo entre las comparsas que se habían acarreado de to das partes, se aburrieran a menudo, hablaran de otras cosas y se mofaran de circunstancias caóticas entre bastidores, es algo que oculta de buena ga na la historiografía sensacionalista sobre la época nazi. No sabemos si la ca racterización, que circulaba en boca del pueblo, de los discursos de Goeb- bels como «la hora de los cuentos de Humpelstilzchen»*, así como el rebautizo del Ministerio de la Propaganda como «centro del afán de no toriedad del Reich»" eran usuales ya en la época de Núremberg546. Es un
' Alusión irónica al cuento de los hermanos Grimm Rumpelstilzchen [El enano saltarín]. (N. del T. )
■* Otra expresión irónica [Reichsgeltungsbedüifnisanstalt], que podría traducirse también, sin forzarla mucho, por «retrete público del prestigio del Reich». (TV. del T. )
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hecho confirmado, por el contrario, que las representaciones, muy apre ciadas por Hitler, de Los maestros cantores de Núremberg de Wagner, como preludio a las asambleas generales de partido, tenían lugar, al comienzo, ante plazas vacías y ante personalidades del partido nacionalsocialista, dor midas y maldispuestas frente a la cultura. Límites de la comunidad entu siasta. En la «ciudad de las asambleas generales del partido» ya existían en la época de losJuegos de Berlín dos grandes instalaciones, explotadas con éxito, para ejercicios de liturgia de masas, la Luitpold-Arena y el Zeppe- linfeld, ambos en forma de rectángulo colosal, cada uno de ellos con un lado de tribuna parecido al altar de Pérgamo: instalaciones a las que ha bría de añadirse una tercera, el Marsfeld, con medidas extremas de 1. 050 por 700 metros’47. No hay otro lugar en los paisajes conmemorativos de la Modernidad en el que se hayan materializado tan expresamente la teoría y la praxis contramodernas del hechizo de la reunión como en el terreno de la asamblea del NSDAP en Núremberg; tampoco ningún otro sitio en el que el carácter de festival del nacionalsocialismo pudiera palparse tan claramente con las manos. Aunque tanto los movimientos fascistas euro peos como sus vástagos anglo-americanos representaban por doquier la rebelión de los enemigos de la diferenciación y practicaban la oposición psicosocial a la flexibilización, inherente a ella, de las subjetividades-clien tes-ciudadanos (antes: descomposición de la personalidad autónoma), los nacionalsocialistas se reservaron el derecho de poner en escena la agonía más ostentosa del centrismo político. Llevados por una voluntad decidida de ilusión, losJuegos globales alemanes fueron inversiones equivocadas, y desesperadas, en la pretensión, ya obsoleta, de creer reunible, y convocar lo como si se tratara de algo así, al colectivo total, es decir, al pueblo de la sociedad nacional, dado el caso. En los escenarios pontificales para la fies ta de septiembre de Núremberg, celebrada en total seis veces (con un te ma específico cada una), desde 1933 a 1938, tanto en los construidos como en los planificados, puede reconocerse hasta dónde puede llegar el genio de la inversión equivocada. La función de Hitler, que fue a la vez el secre to de su éxito, consistía en que supo tomarse en serio fanáticamente su pa pel como director del festival de la ilusión de la reunión; su único talento indiscutible se manifestó en su capacidad de formular en el sentido de su mística sinodal los éxitos del movimiento nacionalsocialista, sorprenden tes para él mismo. Así, había gritado a los reunidos en Núremberg en la «Asamblea del partido del honor» post-olímpica, en 1936:
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¡Cómo no sentir de nuevo en esta hora la maravilla que nos ha reunido! . . . Al encontramos aquí, nos llena a todos lo maravilloso de este encuentro. No me veis todos vosotros ni yo os veo a cada uno de vosotros. ¡Pero yo os siento y vosotros me sentís! Es la fe en nuestro pueblo, [. . . ] la que a nosotros, errabundos, nos ha abier to los ojos y nos ha unido*48.
Esto va más allá de la acostumbrada hermenéutica religiosa del éxito, con la que los exitosos refrendan íntimamente sus galardones. La medita ción de Hitler saca su destello místico del puro dato de la reunión, como hecho masivo y realmente aconteciente. Con ello, la palabra éxito se hace sinónima de reunión; y reunión, de autoexpansión del Führeren el audi torio presente. Quien busca la verdad en «subjetividades de categorías más elevadas» puede fácilmente sentirse satisfecho en el caso de este super-no- sotros escenificado inmanentemente. El texto complementario lo recita ban los portavoces de los grupos del pueblo incorporados en bloque, co mo por ejemplo Robert Ley en la ceremonia del juramento de fidelidad de los Directores Políticos en la asamblea del partido del Reich, con el te ma de «La gran Alemania», de 1938, que se dirigió a Hitler como sigue:
Ante usted está de nuevo este pueblo alemán unido. Los trabajadores y cam pesinos, los ciudadanos, estudiantes y soldados, todos ellos han hecho su entrada en la gran esfera de esta catedral de luz. . . Mí*
Por supuesto que no se les pasó a los organizadores de Núremberg, mientras miraban a través del velo autohipnótico, que también estas con vocatorias del «pueblo alemán unido» se quedaban en reuniones repre sentativas muy selectivas: algunos cientos de miles, que estaban allí por aproximadamente 70 millones de alemanes. De ahí surgió, como en todos los grandes acontecimientos de tendencia inclusiva generalizante, la nece sidad de completar la totalización sinodal con la mediatización total. Yjus tamente ahí, en el acoplamiento del gran acontecimiento con su transmi sión por un medio de masas próximo temporalmente o sincrónico, se basa la información -cristalizada desde el período nacionalsocialista y obligada desde entonces- sobre la organizabilidad de «masas» simbióticas dentro de macro-interiores modernos y de la publicidad mediática conectada a ellos. Que el colector sintonice a una multitud reunida por el medio-pre sencia arénico es la condición necesaria, pero no suficiente, de la confir-
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Media Centre en la plaza Lord’s Kricket de Londres.
marión de la exigencia de captación general: ha de añadirse el conector, el medio de enlace a distancia, sea como alianza de burocracia v correo, sea como medio de masas de imprenta o de radio, para que la ficción de la síntesis social integral se vuelva operativa a través de acontecimientos or ganizados. Caiando colectores y conectores funcionan en la misma direc ción, grandes colectivos del formato de una nación pueden caer en la ex- citación simultánea que busca la dirección del festival. Sí, de ese modo pueden surgir episódicamente, incluso, esferas de sincronía de extensión planea; iia. como sucedió, por ejemplo, modélicamente, en las ceremonias de inauguración de Juegos Olímpicos o en el caso de singularidades, co mo los funerales de Diana, Princesa de Gales; como las transmisiones en directo de la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de sep tiembre de 2001, o como la ceremonia nacional en recuerdo de las vícti mas en el New Yorker Yankee-Stadion, pocos días después, en la que unos veinte clérigos de creencia judía, cristiana y musulmana se pusieron a la ta rea de interpretar ante mil millones de espectadores el significado mun dial de la muerte de 6. 000 víctimas en el atentado al World Trade Center (más tarde corregidas a 2. 800 aproximadamente).
Esa expansión a casi lo universa) es posible sólo porque las reuniones reales se transmiten, y las transmisiones, a su vez, producen nuevas reuniones. Considerada desde
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este punto de vista, la guerra de Hitler fue la continuación de los festivales en otro medio diferente: Juegos que, de acuerdo con su sentido de culto, significaron desde el comienzo, ante todo, fiestas de compromiso entre los vivos y los caídos alemanes, supuestamente engañados con la victoria, en la Primera Guerra Mundial. Como se ha hecho observar en interpretacio nes ambiciosas de la ideología nazi, la identidad corporativa alemana, de- signed by Hitler, Goebbels & Co. , poseía un núcleo de culto a los muertos. Por motivos conocidos no pudo celebrarse la «Asamblea general del par tido de la paz», planificada para la primera semana de septiembre de 1939; poco a poco, los sujetos captados por ideas nacionales fueron compren diendo que el tiempo de los festivales había pasado. En su lugar apareció la captación duradera de la opinión pública alemana, en todas sus organi zaciones comunales, empresariales, de asociación y de vecindad, por el estrés de cooperación de la guerra y el entusiasmo, generado por los me dios, de la fase en que las noticias eran de éxitos.
3 Sínodos discretos:
Para la teoría de los congresos
De los seis grandes colectores del nuevo Forum Germanicum de Nú- remberg: los tres lugares de desfile (Luitpold-Arena, Zeppelinfeld y Mars- feld), el planificado Estadio Alemán, el Antiguo pabellón de congresos (Luitpoldhalle) y el monumental Nuevo pabellón de congresos, del que se conservó un torso incompleto, sólo puede adscribirse una cierta moderni dad al último; no tanto desde el punto de vista arquitectónico, puesto que se trataba, otra vez, de una grotesca transposición del coliseo, cuanto des de la perspectiva sociológica asamblearia, ya que el tipo de edificio de con gresos contiene per se la respuesta de la Modernidad a la demanda de lu gares discretos de reunión para agrupaciones sociales. En la gigantesca construcción, unidos el elemento de la arena, el de la sala de conciertos y el de una burocracia wagneriana, llama la atención, a la vez, el carácter dis funcional de sus dimensiones, ya que un edificio de congresos, incluso ba
jo presupuestos nacionalsocialistas, sólo tiene sentido cuando (al lado de los numerosos escenarios de Núremberg para el culto y la distribución de órdenes) pone a disposición también lugares de deliberación y discusión: una finalidad que sólo se reconoce con dificultad en los fragmentos con-
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Fragmento del nuevo Pabellón de Congresos de Núremberg, del arquitecto Albert Speer.
servados. Como mejor se entiende el nuevo Pabellón de Congresos es co mo un palacio de ópera de partido, que se ha ido de las manos por su ex cesivo tamaño; también es una máquina de intimidación y aclamación: aquí, la elección acostumbrada por parte de la asamblea general del pre sidente del partido habría de sustituirse a gran escala por el ritual, ejerci tado en la sala Luitpold, de la «proclamación del Führer», y aquí hubieran tenido que oír los directores políticos los discursos culturales de Hitler. Sin embargo, representa un compromiso hipotético con el imperativo de la reunión de competentes en torno a un tema objetivo. Con él se llega a com prender -lentamente- que las «sociedades» modernas son biotopos temá ticos discretos, cuya forma normal de administración la constituye todo lo relacionado con el congreso; y aunque la colosal construcción cesarista de Speer llaga honor, sobre todo, y una vez más, al imperativo teatral, añade un paso, sin embargo, hacia la Modernidad acostumbrada, que apoya las simbiosis episódicas, los encuentros fugaces de sus colegios de expertos y grupos de intereses con una oferta correspondiente de lugares de reunión, salas, pabellones y salones de conferencia. Si se prescinde de las edifica ciones-grandes-colectores como estadios y museos (también de los colec tores de tránsito, las estaciones y los aeropuertos), la arquitectura contem-
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Tijibaou Cultural Cerner, Nouméa, Nueva Caledonia, Renzo Piano Building Workshop, 1991-1998.
poránea ha de ocuparse, en primer término, de las demandas de espacio de la sociedad de congresos50.
Lo poco que la «sociedad» actual, realmente existente, sabe de su pro pia constitución multicéntrica, politemática, intensamente congresual, es algo que puede deducirse del hecho, entre otras cosas, de que no hay ni un solo análisis sociológico, adecuado al rango del objeto, de la vida de reunión de la «sociedad» espumificada en asociaciones, corporaciones, clubs, empresas y sociedades: el extenso archipiélago de centros de con gresos, instalaciones para ferias, lugares de asamblea, hoteles de reunio nes, centros de clubs, locales de asociaciones, containers para reuniones de trabajadores de empresa y promoción ante clientes, academias de fin de semana, escuelas de cuadros, centros de educación avanzada, así como pa-
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Lingotto, Turín, Renzo Piano Bnilding Workshop, central de Fiat, 1983.
bellones v cobertizos para reuniones corporativas: todo esto constituye una térra incógnita para la percepción media de la «sociedad» en la «sociedad». Frente a la sobrevaloración organizada de las universidades existe una mi- nusvaloración espontánea del congresualismo, debida a escasez de per cepción; casi nadie se hace una idea de que los procesos de aprendizaje efectivos de los grupos profesionales, de las subculturas y de las élites de decisión hace tiempo ya que tienen lugar en un circo de reuniones extra académico, cuya invisibilidad, ciertamente, es sólo un efecto colateral del desinterés de la «sociedad» por su constitución real. A lo sumo, en algunas agencias de public-relationsy empresas de event-management-service, en firmas de organización de ferias o bolsas de oradores, en gabinetes de análisis de tendencias, así como en las pocas cátedras de profesores de Economía de la empresa, solicitados para reuniones y capaces de sentirse satisfechos re tóricamente, se reúnen materiales para una futura ciencia del congreso y la reunión; mientras la sociología académica, como de costumbre, discute sobre la capacidad de rendimiento de teorías de la acción o de sistemas, y expone interpretaciones de los clásicos. A lo sumo, los estudios multi-wí- lieu mantienen puntualmente el contacto con las realidades de auto-espa- cialización de la «sociedad» multifocal, oscilante en ritmos discretos de
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Sala de reunión de Lingotto, Turín, Renzo Piano Building Workshop, 1983.
reunión. A la vista de la constitución manifiestamente asinódica del todo, la organización de las innumerables situaciones simbióticas discretas sigue siendo lo gran impensado y desapercibido de la atención sociológica51.
El paso a una cultura diferenciada de los colectores presupone que ante una multitud presente, tenga cincuenta cabezas o cincuenta mil, se eviten las pretensiones de una simbiótica más profunda, como aquella en que se apoyan comunidades religiosas o colectivismos populares y sus respectivas ideologías de reunión. La sabiduría práctica de la cultura ac tual de la reunión y del event consiste en que se limita a asesorar, a su ni vel, las simbiosis del día y de las horas de colegios y comunidades de in teresados, sin abordar a los reunidos con pesadas sobreinterpretaciones de su conexión.
Desde los años cincuenta, el estilo objetivo y neo-objetivo de congreso, que se viene perfilando desde el siglo XIX tardío, se generaliza impercep tiblemente también en los países devastados antes por el holismo político. Pues, aunque la «sociedad» en su totalidad, pensada en singular como so ciedad mundial, o en plural como población de los Estados nacionales, re presente en cualquier circunstancia una magnitud no capaz de reunirse
(y, por eso, sólo totalizable mediática e imaginariamente), a las numerosas
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Terminal de containers en Bremerhaven.
ramificaciones sociales subordinadas, como partidos, asociaciones ciuda danas, federaciones, círculos, corporaciones, clubs y organizaciones pro fesionales, sí les caracteriza, por razones institucionales, el motivo de la reunión periódica. Se puede decir que todo es capaz de congreso excepto el todo.
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Si la Sociedad de Ortopedas de Alemania del sur acude en 2002 para su reunión anual, por ejemplo, al pabellón de fiestas de Baden-Baden (un año antes fue en la feria de Wiesbaden), basta con que el presidente salu de a los presentes asegurándoles que se alegra por su numerosa presencia; en ningún caso reflexionará sobre el hecho de la reunión como tal, y me nos aún mencionará el milagro que les ha llevado a reunirse en ese mo mento; en lugar de ello, da las gracias, nombrando a cada uno, a los orga nizadores y ayudantes que hay detrás del evento, sin cuyos esfuerzos no hubiera resultado posible. Si los accionistas de Daimler-Chrysler se con gregan para la asamblea general en el Hans-Martin-Schleyer-Halle de Stuttgart, Jürgen E. Schrempp renunciará a decir que él es la cepa y ellos los racimos, aunque los presentes estén tan substancialmente unidos por sus participaciones en el capital de la empresa como sólo podría estarlo una comunidad cristiana en el cuerpo místico del Señor. Los fríos sinoda les han comprendido que su reunión episódica en la gris simbiosis de un día de asamblea no contiene en modo alguno más verdad que su normal modo de vivir dispersos; ni los minutos de la conjura en tomo a un interés común en los discursos inaugurales de la reunión (por ejemplo, en forma de una resuelta declaración de hostilidades frente a los planes de reforma del Ministerio de Sanidad), ni los minutos, que nunca faltan, de recuerdo por los miembros muertos desde el último encuentro crean communio al guna desde arriba, tampoco producen ninguna unidad de estrés supremo, unida en la lucha. Las votaciones de las propuestas presentadas por la di rección son manifestaciones del análisis de intereses efectuado por los reu nidos y no emanaciones de un sí-mismo colectivo común a todos. Quien se ha apuntado y ha venido, reconoce ipsofacto una situación, en la que quienes tienen las competencias y quienes ganan por reparto de exceden tes trabajan crónicamente en la optimización de susjuegos de éxito.
4 Foam City.
Sobre multiplicidades urbanas de espacio
Sobre el trasfondo de las explicaciones de las arquitecturas de reunión se hace visible la peculiaridad topológica de las ciudades modernas: se de finen, por una parte, como emplazamientos de colectores pensados para colectivos reunibles; alojan, por otra, los complejos de apartamentos que
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sirven de cápsulas-vivienda a familias pequeñas o a quienes viven solos; y, finalmente, albergan las numerosas instalaciones del mundo del trabajo, en las que la mayoría de los habitantes de las ciudades aseguran sus bases económicas de existencia. Para la tarea de conformar un espacio común sobre los tres polos de la vida ciudadana (trabajo, vivienda, espacio públi co y colector) se han impuesto en la literatura urbanística las expresiones de tráfico y comunicación; como si se quisiera reducir el fenómeno ciudad a las generalidades del cambio de lugar y del flujo de datos. Desde que el impulso electrónico ha alcanzado a la teoría, esto llega hasta ficciones co mo la de la ciudad virtual, el territorio-on/m^, la City of Bits, la Ciberville y metáforas de descorporeización semejantes. Mientras más avanzado el mo delo, más vaporiza a la ciudad actual, convirtiéndola en un revoldjo fan- tasmático de nudos de redes telemáticas. El urbanismo-e supera la mate rialidad y densidad del espacio ciudadano en procesos angélicos de grandes líneas de tráfico. La característica más representativa de urbani dad se busca en la huida de la localización física y en la disolución de las situaciones incluyentes (disembedding). Consecuentemente, tales discursos sobre la ciudad sin propiedades de mañana aparecen regularmente en compañía de un romanticismo descentralizador y una mística de la inma terialización. Todos estos teoremas sub-eufóricos tienen en común que pa san por alto petulantemente (o dicho con mayor exactitud: que vuelven atemático por una elección conceptual no estimuladora de la percepción) lo ciudadano en las ciudades, la aglomeración atmosférico-activa de dis posiciones propias y peculiares de espacio (en nuestra terminología: el carácter de espuma de complejos de condensación urbana).
Según su constitución espacial real-surreal, la macro-espuma ciudada na sólo puede comprenderse cuando se ve en ella un meta-colector que reúne lugares de reunión y de no-reunión. La función propia de las metró polis consiste, evidentemente, en garantizar la coexistencia en vecindad de centros y no centros; no en forma de una supercentral, sino como aglo meración o apilamiento de potencias espaciales discretas de tipo colector, empresa, vivienda y superficie configurada al aire libre. La meta-colecta de la que surge la ciudad actual no tiene nada que ver con personas que pue den estar reunidas o aisladas. Se refiere a lugares, es decir, a invenciones espaciales preparadas en las que las personas perciben o no perciben opor tunidades de reunión y hacen uso o no hacen uso de oportunidades de co municación.
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SITE (Alison Sky/Michelle Stona/ Joshua Weinstein/James Wines), High-Rise of Homes (proyecto), 1981.
Si en el pensar tópico o utópico del último medio siglo ha existido al go así como la aventura de un nuevo urbanismo -nombres como Buck- minster Fuller, Nicolás Schóffer, Yona Friedman, Eckhard Schulze-Fielitz, Paolo Soleri, Peter Cook, Ron Herrón y, sobre todo, Constant dan testi monio de ello-, el acento de sus proyectos estaba puesto en el intento de
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transferir las ciudades fácticas a meta-ciudades literalmente metafóricas, es decir, elevadas y apiladas. En el gesto fundamental de evasión del suelo de esas ficciones de nueva ciudad no sólo habría que reconocer el utopismo de una fantasía acósmica y semimundana, que se contenta con el diseño de realidades paralelas; más bien, la voluntad de pensar de nuevo, me diante grandes estructuras-modelo, el espacio metropolitano multifocal y politemático tiene en muchos casos carácter analítico y teórico-modélico. No en pocas ocasiones está al servicio de una interpretación concreta, aun que indirecta, de la realidad. La mayoría de las veces los pioneros de esos planteamientos son teóricos del caos ante litteram, que, tras el fracaso del racionalismo centrista de la antigua Europa y la aversión que llegó a pro ducir el holismo-control, experimentan con procedimientos fundamental mente nuevos con el fin de comprender mejor la síntesis de la «sociedad» en espacios de concentración.
La nueva descripción del espacio urbano se produce sobre zancos: so bre los paisajes ciudadanos del statu quo, a los que se renuncia sin espe ranza, se levantan, sobre altos sistemas de pilares, las nuevas articulacio nes espaciales, radicalmente artificiales, en las que los urbanitas del futuro han de vivir la coexistencia con sus semejantes y con las cosas. Los pilares y apoyos contribuyen lo suyo a superar con un salto a la altura la cuestión del suelo, ya no resoluble sobre la superficie real de la tierra. Consecuentemente, se invierten grandes energías proyectivas en la idea de la torre; ésta ya no representa entre los nuevos urbanistas la forma ar quitectónica de la voluntad de poder feudal o del movimiento metafísi- co ascendente de la existencia5’2; en tanto que abandona simplemente abajo la vieja substancia, da testimonio de la cesura entre historia y post historia. Nada ya de arquitectura de espacios aislados aún no construi dos, de edificios anejos, de rehabilitación. Se trata de un nuevo plantea miento libre en la altura, de una nueva configuración en estratos en la vertical, de una autodeterminación arquitectónica posthistórica de los grandes constructores por encima de las pesadillas que han quedado de todas las generaciones pasadas. Entre edificación antigua y edificación en altura no hay dialéctica; sólo una sucesión que parece una superposi ción. Tras la primera toma del espacio por la sociedad enajenada y sus trágicos bienes inmuebles, que conocemos como las ciudades desarro lladas, la tierra ha de ser urbanizada una segunda vez y ocupada me diante construcción superpuesta, esta vez en el aire, con lo que la cons-
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Ingenhoven, Overdiek und Partner, edificio RWE en Essen, 1997.
trucción sobre pilares se convierte en la tecnología-base de la posthistoire. Une autre ville pour une autre vie.
En los innumerables dibujos, planos y maquetas de Constant (civil mente: Constant Antón Nieuwenhuys, nacido en 1920) -a quien destaca mos como el analítico y visionario más importante de la segunda cultura ciudadana- para su gran proyecto, obsesivamente seguido, New Babylon
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Constant, New Babylon, laberinto de escaleras.
(196(M97Ó), a los soportes les corresponde un significado francamente histórico-nlosófico: ellos han de acentuar explícita-espacialmente el estra to secundario de la existencia, la vida de deseos creativo-radical, liberada |x>sthistói i( amente, sobre la base totalmente automatizada de los antiguos factores tierra, trabajo, metabolismo. En el nuevo mundo de arriba de la segunda Babilonia -en el nombre1se nota la positivación típicamente pos moderna de la complejidad y de su consecuencia política: ingobemabili- dad- la era del materialismo queda cerrada: los neobabilonios son exis- tencialist kb-fluxus, que viven en un mundo tras el trabajo alienado. Su contacto con la realidad se produce exclusivamente sobre la construcción de entorn >s, atmósferas y espacios móviles. Merodean por losjardines col gantes dr la locura: combatientes, congeniales, codelirantes. Por eso los antiguos catastntienen que ceder ante una nueva descripción «psicogeo- gráfica» del espacio, ante una descripción que ya no se orienta a superfi cies terrestres, solares, fronteras nacionales, sino sólo a las acciones expre sivas de lof habitantes, a sus estados de ánimo, sus obras, sus instalaciones.
A pesar de todas sus concesiones al utopismo, Constant es en primer término un analítico de la «sociedad» poliatmosférica. Su punto de parti da es la irreprimible cualidad generadora de atmósferas de las prácticas
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Vivienda para mujeres no-sedentarias en Tokio, 1989.
humanas de morada. Dado que su utopía, siguiendo las fantasías sociales de la Internacional Situacionista, concibe la nueva «sociedad» como forma de coexistencia de parados felices, en su ciudad el milieu atmosférico de la convivencia, que en todas partes, por lo demás, sólo se considera como subproducto, aparece por primera vez como producto principal. (Guy De- bord, con quien Constant cooperó desde finales de los años cincuenta, había hablado en 1957 de «barrios de estado de ánimo» y «realidades de sentimiento» urbanas53. ) Los neobabilonios son los primeros habitantes de una estructura aphropolítica explícita: creadores de una ciudad que se despliega sobre la tierra como exuberante colonia nómada de artistas so bre zancos y que consiste exclusivamente en receptáculos de atmósferas y entornos individuados reversibles. El contenido de esa ciudad es la histo ria del arte de sus ciudadanos. Por lo que respecta a sus formas de apa riencia, se impone la idea de que Constant previo la estética chatarrera posthistórica de Mad Max.
La aphrópolis neobabilónica -mostrada integralmente en 1974 en el Gemeentemuseum de La Haya- visualiza con el gesto de exponer mode los no-autoritarios (es decir, no pensados para realizarse) una posible for ma urbanística de aquella «plástica social» que Beuys había postulado en
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sus discursos metapolíticos. Mark Wigley constata, a la vista de la intromi sión polémica de los situacionistas en los acontecimientos de mayo de 1968:
La atmósfera se convierte en la base de la actuación política. Lo accesorio, apa rentemente efímero, se moviliza como centinela activo en la lucha concreta. Como punto final fantasmático de tales luchas, New Babylon es una gigantesca jukebox de atmósferas, de la que sólo sabe hacer uso una sociedad completamente revolucio nada54.
El experimento conceptual de Constant sobre la coexistencia de para dos creativos en el espacio de flujo colectivo lleva al resultado de que todo ser humano no sólo es artista, sino, con mayor precisión: artista de insta laciones; y ello debido al hecho de que la emanación espontánea de am- biances o entornos cargados de significado se identifica con la consuma ción de la vida. La irrupción aphropolítica produce el efecto de que los neobabilonios ya no han de permanecer más tiempo b¿yo la coacción de la antigua construcción y antigua atmósfera (un hecho que se discutió en teorías anteriores bajo conceptos como enajenación e independización de objetivaciones del espíritu, entre otros por Georg Simmel, que había ca racterizado el carácter coactivo del hecho de nacer del ser humano dentro de un receptáculo simbólico compacto como «tragedia de la cultura»5"’)» si no que serían libres de comenzar siempre de nuevo con la construcción de su ambiente, sin estar sujetos a sedimentos anteriores. La premisa para ello es la derogación del principio clásico de realidad junto con sus agre gados ontológicos: el primado del pasado y la dictadura de la escasez. Pa ra poder pensar tales cosas Constant hubo de dar crédito abundante al motivo fantástico marxista de la liberación de sus cadenas de las fuerzas productivas, que conduce hasta la supresión de cualquier trabajo enajena do. New Babylon quiere crear un paraíso artificial en forma de unjardín tre pador planetario para mutantes constantemente creativos, que deparen un nuevo significado a la expresión espacio de mundo interior. Un paraí so o un jardín así no sólo ofrece un interior total, en el que todos los es pacios están climatizados, atmosferizados e iluminados artificialmente; la estancia en él significaría lo mismo que el ser-ahí dentro de un rizoma ar quitectónico, que deriva constantemente en forma de meandro e impre visible. Naturalmente, en él tampoco existen ya problemas de energía y
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medio ambiente, dado que se presupone su externalización: un resto ma sivo del pensamiento pre-ecológico, de explotación de la naturaleza, teñi do de humanismo marxista. Existencia tiene aquí el sentido de ser-en-la- instalación, sin sala fija y sin necesidad de patria, en constante movimiento no planeado, generado por el azar.
Este comportamiento a la deriva (derive), que, junto con la confianza en el próximo paso, surge del menosprecio por los grandes planes -el anta gonismo de los situacionistas con el cartesiano Le Corbusier es obligado-, anticipa elementos de la teoría del caos. Pero si el principio del creci miento de esa hiperciudad es la formación rizomática de cadenas, su co nexión con la construcción en serie, con la utilización de módulos y con la estandarización permanece oscura: igual que se desvanece, en general, su relación con la repetición, mimesis e innovación en lo indeterminado; aquí sigue actuando, inhibitorio, el mito de la creatividad permanente. Tanto más claramente se pone de relieve que la unidad de base de la gran forma urbana no ha de ser la habitación o el apartamento, sino una uni dad cuasi-macromolecular, que Constant llama sector.
Hay que reconocer en los modelos monomaníaco-constructivistas de Constant amplias cualidades analíticas, porque, a pesar de sujerga futu rista, han de interpretarse más bien como descripción del statu quo que como proyecto de futuro. Su fuerza consiste en que describen completa mente el modo de ser de la sociedad urbanizada desde su acefalismo, asi- noidía y movilidad. Por eso pueden hacer justicia a la constitución multi- focal y al temple poliatmosférico de la ciudad moderna mejor que cualquier teoría habida hasta ahora. Los comentarios de Constant ponen de relieve el carácter evolutivo y fluyente de la hiperciudad, a cuyo lado se hacen re conocibles las ciudades reales como gigantescas instalaciones inhibitorias, a cuyos componentes se les denomina, con razón, inmuebles. La debilidad del proyecto estriba en que, a pesar de su acentuación de las multiplicida des, no dispone de ningún concepto válido de la ciudad como meta-co lector; por lo que se le escapa el potencial de recogida del espacio urbano, la conexión de lugares de reunión y cooperación con lugares de separa ción e inmunización (literalmente: de la no-participación en las muñera o tareas del colectivo). A nuestro entender, en New Babylon no se encuentra alusión alguna ni a los colectores de la cultura de masas, ni al mundo ha bitual del trabajo; tanto más claramente llama la atención la expansión unilateral de un tipo de espacio que hasta ahora sólo se conocía por los
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Gerald Zugmann, ZAK - Academia del futuro Coop Himmelb(l)au, C-Print.
museos <>entornos artísticos. Una documenta planetaria, movilizada y em plazada a largo tiempo.
A pesar de todas estas debilidades, Snv Babylon posee fuerza descripti va con respecto a las condiciones-/¿/^-5íyfeque desde los años setenta fueron domina] fies en las regiones de bienestar de la Tierra: anticipa un mundo sin vínculos duraderos y puebla sus espacios interiores con seres humanos, para quienes el relajamiento progresivo de los liens sociaux y el cambio del estándar existencial de la economía de la escasez a experimentos con abundantes recursos fueran hechos dados. Lo que en los años cincuenta y
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Pabellón de Holanda en la Expo de Hannover, 2000.
sesenta del siglo XX fue un romanticismo radical de izquierdas de la «vida intensa»56, con el establecimiento de la civilización-life-style se ha converti do en normal para innumerables ciudadanos del Primer Mundo. En tan to New Babylon intentó pensar hasta el final la equiparación entre ciudad y mundo, con ello se consiguió la aproximación mayor alcanzada hasta aho ra entre los tres tipos de realidad insular de la estación espacial, el inver nadero y la esfera humana57; uno se convence de ello en cuanto compara el carácter individualista avanzado de la población neobabilónica, bohe mio-burguesa de artistas, con los programas casi tribales de los primeros equipos-itaw/era 2. En el proyecto de Constant no se ve en la Tierra más que una base del viejo mundo para una estación espacial multicultural (fundada monocivilizatodamente, es verdad, en el lujo expresivo occiden tal). De la vieja naturaleza sólo se mantiene en él tanto cuanto se pueda in corporar a un amplio invernadero. Naturalmente, en una New Babylon rea-
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Blur Building, Elisabetli Diller + Ricardo Scofidio, 2002.
lizada también habría animales y plantas; pero sólo como co-habitantes del interior integral, no como biosfera autónoma o mundo verde externo.
En la contribución holandesa a la Exp^2000 de Hannover pueden re conocerse vestigios del impulso de ConstaiBkm un edificio de varios pisos transparente, más aún, sin fachada, se alojagcomo si se tratara de inquili nos en sus apartamentos, en seis niveles cí^mil metros cuadrados cada uno, una secuencia de biotopos superpuesdl^ia plasmación efectiva del
motto holandés de la Exposición Universal: «Holanda crea espacio». Como forma híbrida entre jardín botánico y gran vivienda, este edificio ingenio samente extravagante, una especie de casa elevada vegetal, ofrece un co mentario acorde con los tiempos a un concepto ampliado del habitar como acomodo de una multiplicidad biotópica en condiciones de alta concentración urbana. Quizá pueda deducirse de esta instalación la tesis de que los discursos sobre la «sociedad multicultural» se mantendrán sin objeto mientras no suija la conciencia de que la auténtica matriz de la mul tiplicidad hay que buscarla en la diversidad de los biotopos. La polibiotó- pica consigue sus materializaciones en la arquitectura avanzada. De ellas puede deducirse que, en el futuro, las «naturalezas» o biomas se encon trarán menos «fuera» que en los grandes invernaderos de una civilización, devenida consciente de sus tareas como anfitriona de complejos biotópicos.
En el siglo XX, la tendencia al alojamiento de naturalezas o biotopos en <onsirut iones urbanas va más allá, en muchas partes, de las formas tradi cionales del «parque ciudadano» o del invernadero. El tema del encapsu-
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Max Peintner, La fuerza de atracción inquebrantable de la naturaleza, 1970-1971, lápiz.
lamiento gana en amplitud hasta tal punto que se aventura a la integral ión de complejos cada vez más grandes, antes paisajísticos o ciudadanos ex ternosTM. La ciudad (y paisaje ciudadano) moderna se convierte cada vez más en una unidad operativa de la tríada, que hemos expuesto antes, de estación espacial, invernadero e isla humana. En el polo urbano de la ten dencia se muestran interiores ampliados como el Ceiling Show de Jon Jer- de, instalado en los años noventa en la Freemont Street de Las Vegas, me diante el que toda una arteria ciudadana se transforma en un nocturno mundo de vivencias de luz y sonido para un público-uwu/ transeúnte; en el polo opuesto hay que enfrentarse con paisajes híbridos a cubierto como los que, en Japón y otras partes, encarnan algunas pistas de esquí indoors y campos de golf bajo techo. Hay que precaverse de considerar tales ejem plos sólo como curiosidades. En ambos casos, la arquitectura contempo ránea ha ido más allá tanto de la idea de la vieja Europa del pabellón con- gregador de seres humanos como de la utopía del gran interior (del tipo del pasaje de Benjamin) y de las formas clásicas de colector. Los nuevos en tornos-vivencia no sólo parodian las viejas concepciones de ciudad y cam po, parecen burlarse también de conceptos modernos como «mundo de
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la vida» y «protección de la naturaleza», cuya ceguera espacial se percibe ahora inmediatamente.
A estos macro-interiores les es inherente por ahora un cierto rasgo frí volo que apenas deja entrever que tales constructos podían significar ejer cicios preliminares para el caso crítico climático. ¿Podría valer también pa ra Europa, en un tiempo no lejano, lo que un comentador frívolo ya afirmó a finales de los años noventa del siglo XX: que el respirar es dema siado importante como para seguir haciéndolo al aire libre? ¿Tienen que prepararse realmente los ciudadanos de siglos venideros, en las naciones ricas, a una despedida de la dula atmosférica? Hoy gustaría escuchar el co mentario, del año 2102, de un colaborador del Ministerio Europeo de la Atmósfera Aérea y Espacial sobre un trabajo, que entonces ya haría mucho tiempo que se habría convertido en mítico, de los arquitectos neoyorqui nos Liz Diller y Ricardo Scofidio: una atmo-arquitectura en Yverdon-les- Bains, a orillas del lago de Ginebra, titulada Blur Building, que se convirtió en el signo distintivo de la Expo 2002 de Suiza, y que la voz del pueblo denominó, sin más, «la nube»TM, dado que -con gran despliegue técnico- invitaba al visitante a un paseo sobre una larga pasarela a través de una es tructura espacial plástica artificial, constituida por agua del lago pulveriza da. A pesar de haber sido tachado por algunos críticos de frívolo y censu rado como derroche, el edificio nebuloso, hecho de polvo de agua, que con el cambio del tiempo se mostraba en los estados de ánimo y colores más diversos, fue saludado por la mayoría de los visitantes de Yverdon co mo una introducción muy ingeniosa en el arte de andar por las nubes (con impermeable, por supuesto). Ciertos visitantes concretos puede que en tendieran, incluso, que allí, bajo aquella forma frágil, se encontraban ante un intento técnicamente ponderado de instalación macroatmosférica; o mejor, dado que nubes transitables, como instalaciones en general, no son experimentables a la manera de un encuentro, que se les invitaba a una in mersión en una escultura climática.
Puede deducirse de la popularidad del objeto que abrió a sus visitantes a una intuición de cuestiones venideras del air desiga y de la técnica climá tica. Estaría bien que el colaborador del Ministerio citado informara sobre cuál es la historia espacial y climática para la que sentó un precedente el experimento de Yverdon cien años antes.
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Capítulo 3
Impulso hacia arriba y mimo* Para una crítica del humor *puro
Tuve suerte: durante mi vida he visto cambiar la conditio humana.
Michel Serres, Hominiscencia
Hubo un tiempo en el que la pobreza fue el [. . . ] factor determinante de todo, evidente mente hoy ya no lo es [. . . ]. Puede que sean serios los problemas de una sociedad que vive en la superabundancia, que no se comprende a sí misma; puede que incluso pongan en peligro su riqueza» Pero seguramente no son tan serios como los de un mundo pobre, en el que los sim ples mandamientos de la necesidad excluyen, efectivamente, el lujo de malas interpretaciones, pero en el qu£ lamentablemente tampoco puede encontrarse solución alguna.
John Kenneth Galbraith, La sociedad opulentaTM'
1 Más allá de la penuria
Puede definirse el conservadurismo como la forma política de la me lancolía. Para el síndrome conservador, que tomó forma en Europa des pués de 1789, quedó como determinante el hecho de que había surgido de la mirada retrospectiva a los bienes, formas de vida y artes irrecuperables de los tiempos preburgueses. Entre sus presupuestos contaba la seguridad de no poder convertirse jamás en la opinión dominante. Adquirió sus to nos elegiacos por la puesta de relieve de la costumbre de contar en la na turaleza humana con las constantes más oscuras. Es conservador quien se niega a dejar de creer que lo bueno y lo noble estén ligados al lugar y a la irrepetibilidad; para lo vulgar bastan, por el contrario, el principio de la mayoría y la repetición mecánica. Una reserva así obliga a quienes no tie
* Verwóhnung. mimo, atención, cuidado, dedicación, regalo, halago, obsequiosidad, confort, bienestar, comodidad. . . En todas estas acepciones aparece esta palabra en este libro, pero siem pre con el referente semántico último del mimo, en general, de la madre al hijo. (N. del T. )
*’ Laune. humor, estado de ánimo, incluso veleidad, antojo, capricho. (N. del T. )
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nen nada que ganar en la historia maníaca de lo nuevo. Este modo de sen tir lo cultivará quien no quiere ser confundido en modo alguno con los usufructuarios de circunstancias venideras. Si en el main-stream optimista se habla de mejora constante de las condiciones de vida, el conservador se pone a cubierto. Suponer lo mejor en el futuro: ¿eso no significa ya buscar en la dirección equivocada? Fluctuando entre resignación y aborreci miento, el conservador contempla al de ánimo progresista en medio de su trajín y espera que actúe la entropía. Según su convicción, el progreso nunca es más que la aceleración de la huida ante lo bueno, que, inalcan zable, queda tras nosotros. Ya Tocqueville describió el tipo del biempen- sado detractor del propio tiempo, preocupado por él, para el que lo malo era inseparable de los éxitos de lo nuevo561.
Quien, como conservador, pretende elevarse al nivel de lo fundamen tal, tendría que continuar desde aquí hasta llegar a generalizaciones an tropológicas; tendría que aprender a asociar la idea de «humanidad» con el adjetivo «incorregible». Si uno se hubiera sometido a ese ejercicio vería pasar por el escenario terreno a los seres humanos de todas las épocas con una escolta, siempre igual de larga, de defectos, necesidades, cargas. En tonces ni siquiera se podría hablar ya de «retorno de lo trágico»: estamos inevitablemente incrustados en ello como en un tejido de primera y se gunda naturaleza. Si los modernos expresan su convicción de que están en camino de optimar su estatus de inmunidad y sus artes de vida, el conser vador adiestrado levanta sus cejas. Nada impresionado por la autopublici- dad de los nuevos tiempos, no está dispuesto a hacer concesión alguna al optimismo. Puede que la historia que está sucediendo signifique un paso adelante, pero nunca un progreso. El gran teatro del mundo es la fiesta eterna de la muerte por la falta de diferencias de calor; quien aplaza ésta aparece como el verdadero retardador.
No es extraño que el sentimiento auténticamente conservador gozara de sus mejores días durante la primera mitad del siglo XIX, en aquella «compleja época de mantenimiento»562, a la que los historiadores han ads crito, con motivo, el título de Era de la Restauración. Eran los decenios, aparentemente tranquilos, del romanticismo burgués, en los que los de fensores de lo sido pudieron entregarse por última vez a la ilusión de que era posible ponerse a seguro frente a la fuerza disolvente del progreso. En ningún otro tiempo resultó tan cercano para tantos mirar con aflicción al pasado y, sin fe en la mejora, al futuro. «Parte de tus reservas, no de tus
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consignas», reza la divisa del escepticismo conservador. La verdad sobre la situación sólo era expresable melancólicamente para sus adeptos: quien no ha vivido antes de la cuestión social no sabe nada de la dulzura de la vi da.
Cuando el conservadurismo adoptó maneras cultas inventó la «ciencia triste» del ser humano y sus condiciones económicas, que desde comien zos del siglo XIX constituye el bajo continuo de todos los discursos de la modernización. Es triste la ciencia que va al fundamento de las condicio nes materiales de la opresión humana. En 1849 Thomas Carlyle acuñó la expresión dismal Science para proporcionar el concepto, mejor, la tonali dad, a lajoven disciplina de la economía política, tal como fue represen tada por los «muy honorables Profesores» Ricardo y Malthus563. La expre sión fue cautivadora mientras la teoría, todavía poco popular, sobre la «riqueza de las naciones» parecía ser, a la vez, la ciencia de los motivos in superables de la precariedad económica, perdurable para siempre, de las grandes «masas». En la ley de Ricardo, llamada más tarde férrea ley del sa lario, éstos fueron formulados clásicamente: el «precio natural del traba
jo», más allá del cual no parecía posible ningún suplemento, sería aquel «precio necesario», que permite a los trabajadores tanto mantener su cla se como reproducirse «sin incremento ni pérdida». Según esta compren sión de las cosas, la «sociedad» administradora al modo liberal-capitalista tenía que permanecer dividida para siempre entre los pocos felices que, como landlords, prestamistas o dueños de fábricas, se aprovechan de los mecanismos creadores de riqueza del intercambio desigual en mercados aparentemente libres, y la mayoría de infelices que, sin esperanza fundada en el cambio de su situación, permanecen encallados en la condición pro letaria o agrario-pauperista. Como «ciencia triste», la economía política es una escuela de la crueldad esclarecida, dado que educa a sus adeptos en la resignación ante las supuestas legaliformidades de la pobreza de masas. La teoría liberal del siglo XIX define a los pobres como aquellos a quienes no se puede ayudar aunque se tuviera la mejor voluntad de hacerlo564.
Observemos que cuando cien años después de Carlyle el ambivalente conservador Adorno volvió a acuñar la expresión «ciencia triste» -creyen do haber invertido originalmente el título de Nietzsche Ciencia alegre [Fróh- licher Wissenschaft]- seguía una visión, cuya tenebrosidad superaba con mu cho los hechos del pauperismo industrial. Lo que importaba al filósofo era aprehender un contexto forzoso, que no sólo zambulle a los muchos infe
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lices en las ofuscaciones dictadas por la penuria, sino que deteriora tam bién desde su base la existencia de los felices actuales y potenciales565. Según el autor, tampoco los más agraciados se libran de la desfiguración del mundo por la abstracción del intercambio; en ella todo estaría «acuña do de modo semejante». La vida misma se deteriora por la sujeción de to das las cosas a la expresión del precio. Considerada desde este ángulo, la temprana Teoría de Frankfurt, prescindiendo de sus impactos utópicos, ofrecía una forma final del conservadurismo esclarecido; se podría decir también: del pesimismo de quienes se han salvado. En ella siguió aún sin eco el acontecimiento elemental del siglo XX, la superación de la pobreza material de masas en el Primer Mundo. Estaba penetrada por la convic ción de que la riqueza económica nunca bastará para disolver el complejo de pobreza ante el que se inclina la especie humana desde el surgimiento de los Estados arcaicos, con sus cáusticos regímenes de nobleza y sacerdo tes. Enseñó, consecuentemente, que todo enriquecimiento de la multitud sólo podía conducir a la miseria en nuevos ropajes, del mismo modo que la ilustración no significa nunca otra cosa bajo el capitalismo que el cam bio de forma del engaño. Si hubo una idea en la antigua Teoría Crítica, que puede llamarse crítica a pesar de estas exageraciones mediocres, se en contraría en el supuesto, por muy insuficientemente que estuviera funda do, de que tras los fenómenos empíricamente deprimentes del homo pauper, se oculta una «naturaleza» polarizada en sentido contrario. A esa reserva se refería la fórmula de Adorno del «recuerdo de la naturaleza en el ser hu mano». Si, a veces, su oscura imagen del mundo podía ser percibida como rodeada de un borde dorado, esto se debía a que el autor dejaba que re sonara en escasos momentos la idea de que en las experiencias dichosas de una niñez mimada iban incluidas disposiciones morales dignas de genera lización, aunque no capaces de generalización en la práctica. En lo que si gue nos ocuparemos de la cuestión de si es posible dar un giro activo a esta insinuación recatadamente romántica. La respuesta es afirmativa. El cami no hacia ella lleva por la comprensión afirmativa del concepto Venvóhnung [mimo, confort, comodidad, bienestar]. Para andarlo es necesario estable cer una teoría del lujo constitutivo, en lugar de una antropología, a la que ya se había llamado la filosófica, quizá algo precipitadamente.
Tras el colapso del socialismo en el grupo de Estados de la Europa oriental en tomo a 1990, entre periodistas y comentadores de la historia
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aconteciente se ha convertido en uso en pocos años, al echar una mirada retrospectiva al «corto» siglo XX pasado, servirse de la fórmula, lanzada en un momento oportuno, de Eric Hobsbawm: época de los extremos. Al ci tarla, se hace profesión implicite de la opinión de que el contenido funda mental de esa época consistió en el duelo de las ideologías totalitarias de tipo étnico-nacionalista y socialista-intemacionalista, y en la exitosa batalla defensiva del capitalismo democrático contra esos dos heterogéneos me llizos sanguinarios. Por eso parecía que el proceso nuclear del siglo era coextensivo con la duración del experimento soviético y que su estela de violencia tendría que acabar a la vez que la cauterización definitiva de ese delirio56. (A la vista de la nueva confrontación surgida entre el mundo ca pitalista del bienestar y las redes del odio simplista sabemos que ese su puesto era precipitado. ) No obstante, el cambio de la ageofextremesno pue de hacerse más plausible de lo que corresponde a una tesis extremamente sumaria como es. Para los historiadores que dirigen su atención no sólo a las cataratas de acontecimientos y a los discursos excitados del siglo XX, si no también a las oleadas a largo plazo de la cultura tanto material como simbólica del oeste, tiene mayor importancia hoy el hecho de que la age of extremes, a pesar tanto de su masacre como de sus sistemas de discurso ex cesivos, por lo que respecta a sus acontecimientos decisivos ha sido en pri mer término una época de procesos constantes.
Pese a recesiones fundamentales, esto sirve, sobre todo, en vistas a la acu mulación y propagación de instrumentos de mejoría de la vida en el Pri mer Mundo. Por la inclusión de las «masas» en la repartición de la rique za, el gran flujo fue dirigido -generalmente bajo la constante presión de la izquierda moderada- a derroteros que siguen siendo válidos: toda una singularidad desde el punto de vista histórico.
