Esto lle ga tan lejos, que muchos de los ricos de espíritu establecieron una dife rencia antropológica, que
separaba
a los sabios de los comunes mortales, casi tanto como separa la diferencia específica a los seres humanos de los animales superiores.
Sloterdijk - Esferas - v3
Las éticas de las grandes culturas, tanto en el Este como en el Oeste, trabajan con la ironía de que los seres humanos que se baten por lo bueno pierden lo me
jor. Los ángeles, dice Emerson, sólo nos abandonan para que se nos acer quen los arcángeles. Si, efectivamente, existió en el siglo XX una traición
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de los intelectuales, fue la de invertir la ironía. Comenzaron a mofarse de lo llamado mejor, decididos a no perderse su propia porción de lo bueno al uso. «Superestructura»: ¡ya me entienden! Desde entonces, la arena en la que se desarrolla el reparto de los escasos bienes de privilegio está con tra todo lo que es el caso. Desde 1914 la Gran Política es la universalización de las luchas de celos sin un nivel superior.
En el platonismo se percibe con todo lujo de detalles la gradación des de el amor sensible, partidista y polemógeno hasta el espiritual, suprapar- tidista e irónico. También el estoicismo, en su ética de la liberación de la multiplicidad de necesidades, ha reprimido la tentación de tomar parte en las luchas de apropiación con respecto a todo. La cultura de monjes cris tiana pudo conectar con esa moral de atletas. La figura más madura de una ética del desinterés se ha alcanzado, sin duda, en la doctrina budista de las afecciones y de su liquidación mediante la espada de la intelección. Con su análisis sutil de la cadena causal que conduce a fijaciones genera doras de dolor, el budismo intenta emancipar, al menos a una minoría de seres humanos, de la arena del deseo y del sentimiento de ser inevitable mente un perdedor. No fue por casualidad Friedrich Nietzsche quien con siguió ver en el budismo la forma más refinada de una higiene afectiva: el mismo Nietzsche, al que el análisis del resentimiento debe prácticamente todo hasta hoy día. Gracias a él sabemos que la naturaleza de los senti mientos de rechazo consiste en el vínculo del perdedor con el objeto, con el que se ve comparado en detrimento de él; de la herida que deja la com paración fluye la necesidad, apenas dominable, de humillar al objeto afor tunado.
En forma ruda, que posee la ventaja de la claridad, el decálogo judío, sobre todo en su último mandamiento, había articulado una regla de stop para la peligrosa competencia del deseo, aunque sólo para sus sólidos as pectos sexuales y posesivos:
No desearás la casa de tu prójimo. No desearás la mujer de tu prójimo, su es clavo o su esclava, su buey o su asno, nada de lo que pertenezca a tu prójimo (Exo do 20, 17).
En su concreción, que refleja la existencia pequeña y mediana de un poseedor de ganado y esclavos en torno al año 1000 a. C. , incluidos con sus dramas típicos, el décimo mandamiento permite reconocer un principio
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de formulación de una regla general de abstinencia de deseos, que re dunda en provecho de la reducción de tensiones en el erototopo. No es, pues, incomprensible que René Girard sitúe una nueva interpretación an tropológica del décimo mandamiento en el centro del resumen de sus análisis de los efectos de la competencia mimética31. Es una lástima para su propio proyecto que Girard no tenga en cuenta apenas que, con su te rapia del deseo, desinteresándolo de bienes polemógenos escasos y des viándolo a bienes simpatógenos compartibles, algunas culturas no-cristia- nas hayan llegado más lejos que las de las religiones del decálogo; también parece ignorar que la crítica moral de Nietzsche no habla en favor, en mo do alguno, de una reintroducción de la violencia de los celos en la cultu ra. El autor de Zaratustra se proponía la síntesis de los logros de la psico logía budista de la abstinencia y de las cualidades de disfrute del mundo que conlleva el juego versátil de la rivalidad; con el objetivo de desintoxi car el antiguo erototopo occidental mediante ese giro a una ética de la magnanimidad32. Del alcance de este intento se puede hacer una idea quien sea consciente de que el experimento de la Modernidad, por lo que respecta a las condiciones de consumo y competencia, ha conducido a una desregulación casi ilimitada del erototopo. En ninguna formación social previa ha sido incluida todavía tan explícitamente en la motivación del comportamiento la provocación sistemática del deseo de todo lo que po seen los demás. Los fuegos de la envidier3se conectan en la sociedad de con sumo en circuitos de energía análogos a una central eléctrica. También los sistemas políticos de la democracia dependen completamente del desen cadenamiento de la desconfianza de todos contra todos. Ya en las Kentucky Resolutions, de 1798, había establecido Thomas Jefferson: «El gobierno li bre se funda en los celos y no en la confianza». Si la teoría de la cultura pu diera formular una pregunta al siglo XXI sería: cómo la Modernidad pien sa mantener bajo control su experimento con la globalización de los celos
(rivalidades, antagonismos).
6 El ergotopo - Comunidades de esfuerzo e imperios beligerantes
El espacio en el que se reparte cooperativamente el peso de las tareas lo llamamos el ergotopo: sus habitantes, los ergotopianos, están unidos en
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comunidades de esfuerzo. La descripción de su actividad ofrece la imagen de los adultos, érga kai hémera, la crónica de las obras y días de gentes que no lo tienen fácil. Al comienzo, la razón de participar en las indispensables tareas comunes es familiar, totalitario-informal, fundada en la evidencia de la situación o en el dictado de la tradición, más tarde en ritos de iniciación, exigencias profesionales, ataduras que imponen las categorías sociales; más tarde aún, son las prestaciones personales, los edictos, los centros ofi ciales, los que se cuidan del registro en el ergotopo; al final, lo que nos su
jeta a él son mission statements y las órdenes del día de la opinión pública. En este horizonte los grupos se convierten en comunas; es decir, en unidades integradas por muñera comunes. El ergotopo configura un espa cio, en el que quienes conviven se ven envueltos en obligaciones y tribu tos; con la orden de movilización para una lucha común contra el enemi
go exterior, como patrón de medida y valor límite de toda cooperación. (A quien dispensara de estas imposiciones es, en sentido preciso, inmune,
sin obligaciones, sin trabajo, liberado para otras prioridades. )
Si se radicalizan las situaciones ergotópicas, podemos volver a encon tramos en bancos de galeras, condenados a remar manteniendo el ritmo impuesto. Matándonos a trabajar en canteras, en trabajos forzados en mi nas, en la katorga, los campos de trabajo de la muerte. En otras épocas so mos cooperadores voluntarios, dedicados a una cosa común por consenso entusiasta: comunas para la construcción de una catedral, partisanos de la libertad, cruzados, finalistas. Bien sea que estemos soldados unos a otros por la necesidad, o bien que un objetivo vinculante nos dé alas, mientras tengamos un puesto de esfuerzo seguro, colaboramos como trabajadores en la viña de la communitas. El ejemplo de las galeras es instructivo, porque con él puede explicarse el concepto de socialismo rítmico, en el que se lle
va a cabo la síntesis social por movimientos sincronizados. De este modo, el trabajo en común se organiza como sinergia de sistemas de músculos acompasados. Todo condenado a galeras es un oscuro héroe del trabajo.
Surgidas de la tradición arcaica de bailes en grupo, en las grandes cul turas aparecen rutinas y ceremonias sencillas, pero variadas, con el fin de desarrollar movimientos uniformes en grupos y masas. En su estudio sobre Baile y entrenamiento en la historia humana, el historiador norteamericano William H. McNeill ha descrito diversas formas del «bonding muscular» y de la cooperación ritual y militar, que son capaces de crear un esprit de corps en colectivos de rendimiento de composición heterogénea34. Con esas téc-
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«
Trabajadores de una sucursal japonesa
de Coca-Cola, realizando ejercicios calisténicos.
nicas-bohding rítmicas se interpela a manadas eufórico-grupales, excitables psic os< ináiicainenie. Los seres humanos ya hicieron pronto la experiencia de que el acompasamiento del esfuerzo se experimenta como un desahogo y que el desgaste de fuerzas rítmico común aleja el punto de agotamiento. Siguiei do el ejemplo de los macedonios, las tropas romanas utilizaron la marca leí paso en voz alta para marchas que exigían gran rendimiento. ( üertai lente, el compás mecánico es sólo una forma sustitutoria del arre bato compartido del baile, (atando no puede presuponerse un entusiasmo colectivo voluntario -por ejemplo, en masas de esclavos en los campos de los señores y en grandes obras imperiales, o en tropas reclutadas obligato riamente, en la época moderna-, los dirigentes utilizan el entrenamiento rítmico ¿omo prótesis de consenso: los comienzos de la música de esclavos y militaresse remontan a ese ardid. Todavía las /. rusde* Platón sabían al go del consenso de los músculos y no quisieron dejar ni las temalidades ni los ritmos del Estade) al arbitrie) de sofistas melosos o demagogos tonales. El pape I de las flautas en la integración acústica de la falange fue recono-
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cido pronto por los generales griegos; partían de la base de mantener uni da la tropa no sólo como pared viva de escudos, sino también como un fo- notopo especial en movimiento: como si un ejército fuera una war parade, que se despliega extáticamente en el campo de batalla. En el arte de la co reografía se conserva el recuerdo de que los coros fueron en principio gru pos de movimiento bajo dirección escénica única35. La consecuente orga nización de la unidad de procedimiento y consenso en la Modernidad se remonta a la escuela de guerra de Moritz von Oranien, que desde 1590 co menzó a instruir tropas holandesas mercenarias con el objetivo de con vertirlas en máquinas de guerra sincronizadas; con el efecto modélico co rrespondiente sobre toda la milicia ilustrada de Europa y de Asia. En los sistemas políticos de base militar de la Modernidad el adiestramiento es la auténtica instrucción de la nación.
Cuando el esfuerzo se desliga del grupo y se convierte en asunto de in dividuos extraordinariamente dotados, surge el adetismo. Los primeros atletas que aparecen en la aurora de la gran cultura se desarrollan como expertos en esfuerzos extraordinarios, de los que sólo son capaces ya per sonas entrenadas especialmente para ello36. El sentido del esfuerzo y su clasificación en lo real se ha transformado ostensiblemente: cuando los ri vales se enfrentan mutuamente, lo que les importa ya no es una obra de necesidad común de su grupo; el agón deportivo no es una guerra, ni una cosecha, ni la construcción de una muralla. Más bien es el sentido de re presentación y superación de sus rendimientos el que se coloca en este ca so en primer plano, aunque a menudo las ciudades (y en esto las naciones modernas hacen igual) consideren a sus atletas como delegados suyos e in terpreten sus éxitos como hechos colectivos. Esto es posible porque la cul tura antigua, máxime la preindividualista arcaica, de los griegos, con su concepto de pónos, de ejercicio fatigoso dignificador y virilizante, llegó a una concepción abstracta del esfuerzo en general, del esfuerzo sans phrase. Con ello se lleva a cabo la diferenciación del colectivo ergotópico en cam peones tensos y espectadores distendidos; desde su propia perspectiva, am bos participan en la philoponta, en el amor al esfuerzo.
El atletismo transfiere el principio del teatro al ejercicio corporal, y crea, con ello, una alternativa civilizatoria a la forma bélica de gestionar el estrés. Los atletas son los primeros simuladores del caso grave o crítico. La invención de la guerra teatral pertenece, sin duda, a los logros civilizato- rios más valiosos de la Antigüedad europea. Cuando en 1896 se iniciaron
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Ejercicios militares con el mosquete.
losJuegos Olímpicos de la Modernidad, el renacimiento de la Antigüedad, que había comenzado en el siglo XIV, entró en su fase masivo-cultural, no tablemente demorada, dividida en un camino griego y uno romano37. No obstante, la simulación civilizada de la guerra en los estadios olímpicos no consiguió impedir las guerras reales, ni las regionales, ni las llamadas mun diales. En el siglo XX, a menudo, tanto en los estadios como en otras par tes, el deporte se practicó con tanta saña que parece que no fuera la dis tensión del caso crítico, sino su otro frente de batalla: la segunda sumisión de Grecia al dictado romano, esta vez como victoria de la arena sobre el stadion.
En el ergotopo domina la síntesis social por estrés. Por eso, el secreto de la coherencia del grupo estresado por el esfuerzo consiste en su capa cidad de no desmoronarse, incluso sometido a la presión más alta. Se pue de afirmar que la explicitación de ese hecho pertenece a los aconteci mientos claves de las ciencias contemporáneas de la cultura. Va unida inseparablemente a la obra de Heiner Mühlmann sobre la «Naturaleza de las culturas»38y a los análisis de Bazon Brock sobre la conexión circular en tre cultura y guerra. En el punto central de la teoría de la cultura de Mühl mann hay una interpretación radicalmente ergotópica y ergonómica del nexo social, para la que introduce la compleja expresión «Maximal-Stress- Cooperation» (MSC). Lo que hace de un grupo una unidad efectiva de su pervivencia es, según esto, la capacidad de sincronizar sus esfuerzos en si- tuaciones-todo-o-nada, alias «casos críticos».
Designar los momentos extremos de estrés como casos críticos o graves, o como estados de excepción, no significa hacer uso de conceptos teoló gicos secularizados, como repiten los partidarios de Cari Schmitt con su maestro. El estado de excepción no es la forma secularizada del milagro, sino la forma politizada de una situación estándar biológica, a la que los cuerpos de los primates y, por tanto, los de los humanos, responden con un programa innato, endocrinológicamente dirigido, de extrema libera ción de energía y solidarización sintónica. Su ocurrencia la detecta un es quema cognitivo, el veredicto de caso crítico. Dado que éste incluye un as pecto intelectual y otro moral, le afecta la variación cultural. Por lo tanto, el estrés no significa el destino entero: la serenidad frente al peligro es la oportunidad específica del ser humano. Supone emanciparse de enrola mientos en falsos casos graves y del abandono a la falsa conmoción que produce la situación de lucha. Hay viejos manuales de estrategia, como el
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del general-sofista chino Sun Tzu que ya introducen la virtud de evitar la lucha en la teoría de la lucha misma. En Occidente contamos con el nom bre del general romano Fabius Cunctator como modelo de la capacidad del hombre razonable de rechazar, aun en la proximidad del peligro, las invitaciones mortales de los programas de estrés.
El hecho de que la inteligencia humana, igual que sus formas animales previas, interprete ciertas amenazas como factores desencadenantes, pre sentes y reales, de respuestas emotivo-corporales extremas, no significa que el milagro, del que hablan los teólogos y estetas de lo sublime, inte rrumpa lo normal. Como corresponde a las improntas evolutivas de la in teligencia animal y humano-arcaica, el peligro presente se enjuicia desde la ontología del caso crítico: se interpreta la situación como interrupción, por una amenaza perentoria, del plazo concedido a la tranquilidad. El profundo anclaje biológico de la gran reacción de estrés prueba que lo ex tremo es lo evolutivamente habitual. Es verdad que el estado de excepción está configurado dentro del cuerpo humano como una expectativa inna ta; pero su desencadenamiento sucede, sin embargo, por el veredicto de caso crítico que emite el centro de decisión. En ese sentido ya los anima les son ontólogos. El animal dirigente es el que decide sobre el estado de excepción: si emprende la huida, por ejemplo, cambia de posición el «conmutador cognitivo de energía» W9en el resto de los animales, como an tes lo hizo en él mismo, y declara gestualmente el caso de aplicación del imperativo categórico de la corteza de las cápsulas suprarrenales: ¡Desde ahora, lanzad todo hacia delante! En esta situación lo supremamente real se ofrece en presencia real. Estás frente a tu peligro, frente a alguien que potencialmente puede causarte la muerte, frente a tu dios y estresador. Quien ignora esto no tiene ni idea de qué significa actuar en situaciones límites.
Como expone Mülhmann en una reconstrucción ingeniosa, muy for malizada, el secreto del funcionamiento ergotópico de las «culturas» con siste en las regularidades de la eliminación colectiva del estrés. El grupo simple se va configurando a sí mismo, en un proceso al menos trifásico, hasta convertirse en un sujeto de la gran cultura con un proyecto específi camente territorial, temporal o imperial340. En la fase de pre-estrés los grupos se desarrollan formando unidades cooperantes con fuertes desni veles-dentro-fuera, sobre todo, siguiendo las explicaciones de Mühlmann, mediante comunicaciones auto-exhortadoras, auto-edificantes, auto-real
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zantes, que Mühlmann resume como «intimaciones insider»'. De ellos ya hemos tratado indirectamente varias veces aquí, pues resulta fácil com prender que algunas de las dimensiones del insulamiento humano clarifi cadas hasta ahora, sobre todo el espacio fonotópico, úterotópico y ter- motópico, muestran una estrecha relación con la discriminación positiva del grupo-nosotros: refuerzan, en conjunto, la inclinación de quienes con viven a la unión cooperativa. Bastante a menudo -Mühlmann no duda en calificarlo prácticamente como el caso normal- surge de esta introversión del grupo cultural una mezcla a-simpática de presunción, separación del conjunto y agresión. A sus ojos las culturas simpáticas, es decir, grupos con un alto factor de civilización, son más bien escasas, mientras que la media antropológica se comporta «envidiosa, paranoica y agresivamente»341. Este dato lo conceptualizaron en los años treinta pensadores decisionistas de derechas. Su polemología política sentencia: dado que el ser humano es malo por naturaleza necesita dominio; dado que el dominio sólo puede ser ejercitado en cápsulas políticas de supervivencia cerradas, dirigidas contra lo exterior, la guerra entre las cápsulas pertenece a la naturaleza de las cosas. «La tendencia a la clausura (y, con ella, al agolpamiento en ami go-enemigo de la humanidad) viene dada con la naturaleza humana; en este sentido es el destino»342. Se puede resumir diciendo que la paranoia es el caso crítico del sensus communis. En las cápsulas políticas, un sentido de solidaridad de ese tipo surge por el desdén colectivo del enemigo; y por la sumisión del grupo al efecto enemistad. Enemigo es aquello que se reco noce, sin concepto, como objeto de un desagrado necesario (y de un en frentamiento inevitable)343.
En la fase de mayor estrés se fusiona el grupo haciéndose un hiper- cuerpo, en el que toma el mando una psicomecánica de cooperación a vi da o muerte, reforzada por la educación. En condiciones de caso crítico suena para una «cultura» la hora de la verdad; con mayor exactitud: la de su revinculación al mecanismo natural. Se podría afirmar que el caso crí tico es la finalidad auténtica de la cultura, pues por él el autocentrismo del grupo llega a su destino o determinación última: acreditarse a sí mismo co mo el objeto de preferencia propia. En el mismo lugar puede iniciar su ca mino ilustrador la teoría naturalista de las culturas. Ella muestra: apenas supone una diferencia para la dinámica de grupos culturales que una po-*
* Insider-Injunktionen. (N. del T. )
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blación sea atacada por un agresor real o que el estresador se imagine in ternamente y se genere proyectivamente en lo real. El efecto de realidad es el mismo tanto en un caso como en otro. Quien equipare, pues, reali dad con imperativo a la guerra, es verdad que tiene una buena parte de la empina de su lado, pero se subordina, sin embargo, a un mecanismo recóndito, en tanto que entre el realismo y el militarismo existe una co nexión circular: a causa de su orientación ontológica a la máxima coope ración de estrés, que se produce en la guerra, hasta ahora las «culturas» han funcionado una y otra vez en la historia como autodesencadenantes de la reacción máxima de estrés. Ellas mismas crean la realidad en la que creen, y creen en la realidad que ellas producen. Entienden la naturaleza de la creencia tan poco como entienden la naturaleza de las culturas34.
Como han mostrado Brock y Mühlmann, para poner bajo control la mecánica se necesitaría una iniciativa civilizatoria de domesticación de las culturas, partiendo de la penetración intelectual en la «naturaleza de las culturas» explicitada. (Bajo las condiciones teóricas de comienzos del siglo XXI, explicitar cultura significa: poner en marcha la crítica fundamental del heroísmo y en evidencia los modos de funcionamiento del nosotros pa- ranoógeno. ) Según esta explicación puede entenderse cómo es que en las interacciones de sistemas heroicos lleve la voz cantante la interparanoia. Por eso, en la época del acrecentamiento de la frecuencia de colisión en el tráfico interparanoide, la guerra se impone en toda línea como el fin primordial cultural de los pueblos (o como quiera llamarse, si no, a los sis temas agresivos-defensivos de confort, que pretenden mantenerse como capullos políticos de gusanos de seda).
En la fase de distensión post-estresal se lleva a cabo una valoración de las experiencias realizadas por la población combatiente en el estrés de la guerra y -dependiendo de esta valoración del estrés y autovaloración, a la vez- un examen de las reglas bajo las que hay que organizar la vida del gru po tras la lucha. Las situaciones de posguerra actúan como períodos cons tituyentes culturalmente hablando. En ellas el decorum, el sistema del com portamiento, habla y organización domesticados, bajo el que se conforma la vida del grupo, se reajusta a la luz de la distensión del estrés (a la som bra del estrés, dice Mühlmann). Dicho simplificando: del lado de los vic toriosos se desarrolla un decorum de vencedor, que contribuye heroico-cul- tualmente al fortalecimiento de las cualidades de grupo conducentes al éxito -representadas ejemplarmente en los rituales de triunfo romanos y
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en su proyección en las culturas imperiales de masas, hasta llegar a los des files de confetis neoyorquinos-, mientras del otro lado se formula un deco rum de perdedor como preparación de la revancha (puesto que es decoro so contraatacar en el momento oportuno), en caso de «malos perdedores», o como ética de la reconstrucción y de la reflexión sobre los motivos de la derrota (puesto que es decoroso cambiar, volverse otro), en caso de «bue nos perdedores». La virtud del perdedor, la esperanza, que está en medio de la resignación y la venganza, puede presentarse temporalmente de mo do tan agresivo que llegue a infiltrarse en el decorum de vencedor -un efec to sin el que difícilmente hubiera podido imaginarse el desarrollo del cris tianismo hasta convertirse en religión del Imperio-, puesto que ¿qué es un imperio, sobre todo, sino un sistema de integración de perdedores? Mag nanimidad frente a los vencidos es el imperativo bajo el que florecen los imperios realmente grandes: no es extraño que ideólogos imperiales ha yan mistificado de buena gana esta receta (el tristemente célebre parcere su- biectis de Virgilio345) como «universalismo»346. La a menudo comentada di ferencia entre Roma yJerusalén significa la coexistencia, llena de tensiones, de un decorum de vencedores y vencidos, utilizable por ambos lados, den tro de la civilización occidental. (Otra descripción de ese hecho sería que la universalidad del cristianismo consistió en ofrecer la comunión más allá de la victoria y la derrota. ) Esta diferencia, fundamental para todas las cul turas tradicionales, entre reglas de vencedores y reglas de vencidos, se ha amoldado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial a síntesis polivalentes; sobre todo en Alemania e Israel (en parte, también en Japón), se han desa rrollado formas de un decorum híbrido para vencedores-vencidos o vencidos- vencedores, del que apenas hay ejemplos históricos, y de las que no se pue de decir que amantes de condiciones claras estén satisfechos con ellas.
La acomodación post-estresal a la regla adopta ocasionalmente la for ma de una retirada a lo civil y privado; y entonces, durante un lapso de tiempo, se impone entre los individuos la regla de que ya no están dis puestos a dejarse imponer la regla por el colectivo durante más tiempo. Es ta opción puede observarse, ante todo, en los imperios pacificados a más largo plazo: ya las antiguas escuelas filosóficas trabajan con el efecto indi vidualista, que se desarrolló en la paz imperial romana. En el asesora- miento de perdedores ilustrados destaca, sobre todo, el estoicismo popu larizado, que exhortaba a sus adeptos a considerar en todo la diferencia entre lo que depende de nosotros y lo que no depende de nosotros. Este
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fenómeno se repite en la Modernidad en forma de filosofías de la exis tencia y de la vida, cuyo sentido civilizatorio se puede determinar con una comparación de la historia de las ideas: entonces como ahora se trata de cura de almas de vencidos, bajo circunstancias históricas en las que no se puede pensar en una revancha. Buena parte de la filosofía europea entre 1806 y 1968 sólo resulta comprensible si se la entiende como acomodación ininterrumpida del decorum de perdedor a las circunstancias de la época. Lo que desde la derrota de Prusia frente a Napoleón se llama espíritu del tiempo es fundamentalmente la actualización constante de los métodos de tratamiento del público de los vencidos. Dado que esto es una tarea que cada decenio soluciona con nuevos medios, los espíritus del tiempo se si guen uno a otro como modas terapéuticas. Objetivamente, la «sociedad te rapéutica» comienza ya con el retorno romántico a la naturaleza como dios venidero desde abajo y desde dentro. Una mirada a la literatura de la época informa de la urgencia con la que se le necesitaba en Jena y Auerstádt. Bajo este aspecto, el Romanticismo fue un preludio del exis- tencialismo. En tanto que los existencialistas equiparaban la existencia hu mana con un fracaso consciente, podían ofrecer a los vencidos y desclasa- dos de todo tipo una fórmula de elegancia y soberanía en el fracaso.
A fines del siglo XX se han hecho necesarias enmiendas especialmente decisivas en el decorum, puesto que hubo de archivarse la propuesta más amplia hasta entonces (tras el budismo, el estoicismo y el cristianismo) pa ra satisfacer a los perdedores. Tras el colapso del socialismo, que preten dió hacer de los vencidos de toda la historia pasada los vencedores del fu turo, hay que desarrollar un modo fundamentalmente nuevo de derrota decente. Cuando el orgullo republicano de un Charles Péguy se ha gasta do en derrotas sufridas en la victoria (nous sommes des victorieux vaincus), cuando el romanticismo radical de izquierdas lotta continua se ha agotado, cuando la moral militante de marginales del ilfaut continuersólo puede lle var, en el mejor de los casos, a escenificaciones de Beckett aún más diver tidas y cuando pierde su fuerza infecciosa progresivamente el «narcisismo del asunto perdido», hay que establecer nuevos estándares para la época posterior a los radicalismos de la ilusión de izquierdas. Todavía no se han formulado reglas vinculantes para un decorum poscomunista: aunque pa rece que (junto con el paso masivo al campamento liberal capitalista) cier tas reediciones de una «filosofía como arte de vida» se encargan de una parte de esta tarea epocal. Se practica la vida sensata y prudente, como en
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tiempos de Zenón y Epicuro, como introducción al fracaso con la cabeza alta. Emergen, consecuentemente, giros como «arte de la resignación»347 en el plan de entrenamiento. Las subculturas terapéuticas se dedican al fo mento de un «potencial humano», estrictamente independiente de ambi ciones civiles y políticas. Otros grupos, manques académicos sobre todo, re formulan su marginalización en un desempleo feliz; anuncian sus derrotas, cartelizándolas, como las de una guerrilla que permanece en vela en la clandestinidad: quién habla de vencer, basta engañarse con algo. Ofertas de ese tipo se resumen en el consejo de mantener a la baja expectativas de sentido para no llegar a deprimirse por esperanzas frustradas. Por lo demás, queda a los interesados el placer gratis de deconstruir, por no se sabe ya qué enésima vez, al llamado vencedor: el sujeto, el héroe, el hom bre, el autor.
En todas las síntesis audaces y cabales de Zenón, Spinoza, Kierkegaard y Nietzsche, que reorientan el horizonte posmodemo, hay tanto correcto que ni simples culturas de vencedores ni simples culturas de vencidos serán capaces de construir con medios propios procesos de aprendizaje dignos de perdurar a más largo plazo. Sólo una nueva civilización defini da más allá de victoria y derrota estaría en condiciones de virtualizar la gran reacción de estrés y la ira ontológica del caso crítico y de domesti carlas, convirtiéndolas en cuasi-casos-críticos deportivos. Sería, en casi to do, lo contrario de lo que sabe decir de la llamada globalización la indus tria actual de fantasías de vencedores348. Contrastaría fuertemente con la filosofía del poder de los conservadores estadounidenses, que tras el 11 de septiembre del 2001, con la mano en el corazón herido, apadrinaron un fascismo del bien349. La fundamentación filosófica para la superación de la lógica tradicional del estrés y el caso crítico la ha formulado convincen temente Bazon Brock con el teorema del caso-crítico-excluso: en la cultu ra política universal naciente, el interés por que no aparezca el caso críti co se ha vuelto más serio, más real, más obligado, que todo lo que tradicionalmente valía como serio, real, obligado. La auténtica comunidad de esfuerzo consiste, en el futuro, en seres humanos en proceso de apren dizaje, de las culturas más diferentes, que no se entreguen tanto al desen cadenamiento de energía entre sus grupos, cuanto a aislar las situaciones que reclaman ese desencadenamiento.
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7 El alethotopo - Las repúblicas del saber
No resulta sorprendente que la isla antropógena sea un lugar donde a sus habitantes se les abra una luz sobre el mundo y sobre sí mismos en él. Ella es el lugar donde hay innumerables cosas que no consiguen perma necer ocultas; a pesar de que Heráclito, con su lacónico phjsis kryptesthai phíUv. «a la naturaleza le gusta permanecer en la latencia», nombrara un aspecto decisivo de la distribución originaria de lo oculto y de lo mani fiesto. El mundo es un espacio aclarado: de eso, al menos, no dudaron des de muy temprano, respecto a su situación, los habitantes de la isla del ser. Pero también tienen una certeza inmediata de que no todo está aclarado. Probablemente, no, más bien con certeza, sólo la mínima parte de todo lo que existe está abierto a la percepción y al saber actual. La esfera clara a la que hemos salido es una mancha de luz en medio del círculo de lo desco nocido, no-manifiesto, no-dicho, no-pensado. Y en este círculo de lo sus traído se oculta, según la convicción de los antiguos, lo ontológicamente esencial, a cuya exploración habrán de dedicarse los sabios, esos inquie tantes convecinos de nuestra esfera. La sensibilidad por la verdad de los se res humanos se desarrolla a partir de la intuición de que entre el ámbito aclarado y el oscurecido del ser tiene lugar un tráfico fronterizo no fácil de comprender.
Son fundamentalmente dos observaciones las que informan sobre la esencia de la verdad: en un momento dado, de lo desconocido envolven te salen novedades a lo sabido y dicho; al contrario, mucho de lo que se ha conocido retorna al olvido, a la Uthe, a la implicación. En consecuencia, la verdad no es ni un contingente seguro de hechos ni una mera propiedad de las proposiciones, sino un ir y venir, un centelleo temático actual y un hundimiento en la noche atemática. Mientras el medio entre ambos, lo aparentemente igual-eterno y presente, reclame toda la atención, no que da libre mirada alguna para el aspecto dinámico del acontecimiento de la verdad. El necesario giro de la mirada a la temporización de la verdad lo han llevado a cabo pensadores como Hegel y, más aún, Heidegger; si con buenos resultados o no, es algo que queda aún por ver.
Bajo puntos de vista pragmáticos, la sensibilidad del ser humano por la diferencia entre lo verdadero y lo falso va unida a la experiencia de que lanzamientos y frases pueden ser certeros, o desacertados y falsos. Decir que los seres humanos dependen del éxito de sus lanzamientos y frases,
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significa tanto como constatar que les afectan los valores de verdad, y que esto sucede ya a un nivel biológico. La seguridad de acierto en los lanza mientos y la confianza en los enunciados es desde el principio un asunto de vida o muerte; por eso la «verdad» tuvo que ser protegida como el ma yor bien en las islas de los lanzadores y hablantes. El tráfico fronterizo en tre lo público-claro y lo oculto-oscuro troquelan acontecimientos, que «so brevienen», pasan y dan que pensar. La diferencia entre proposiciones verdaderas y falsas se funda, por el contrario, en acciones que acaban con éxito (acertadas, apropiadas, concluyentes) o sin éxito (desacertadas, ina propiadas, inconcluyentes). Así, el mundo manifiesto viene dado desde el comienzo de dos maneras diversas: una, como nexo de acciones que rea lizamos, y otra, como conexión de acontecimientos que nos afectan. El do ble sentido de verdad, como devenir-patente en el acontecimiento o en el resultado (en el está-bien del intento logrado) y como ser-enunciado en la frase apofántica, es tan viejo como la isla humana misma.
Llamamos alethotopo al lugar en el que cosas se vuelven manifiestas, así como decibles o figurables. La estancia en él encierra el riesgo de ser influido tanto por verdades que se muestran, se comprenden y siguen va liendo, como por errores, que sólo se manifiestan posteriormente como tales y cuya repetición es de temer. Desde el primer punto de vista, el ale thotopo se parece a un almacén, desde el segundo, a un lugar de ejecución o a un vertedero de basuras. En el almacén se guarda lo que se acredita co mo verdadero: no en vano la palabra alemana para verdad [Wahrheit] tie ne que ver con conceptos como asistir, tutelar, proteger, conservar, de fender, cuidar. En el lugar de ejecución, o en el vertedero de basuras, por el contrario, se elimina lo que el grupo no puede ni quiere mantener den tro de él, en tanto que es malvado, defectuoso, inútil y nulo. Verdadero es lo que se conserva para su reuülización. La imagen del almacén permite la asociación siguiente: las verdades, antes de que puedan convertirse en ob
jetos de colección y guarda, tienen que ser cosechadas y acarreadas en una recolecta originaria, muy en consonancia con la referencia de Heidegger al sentido, muy naturalizado en la agricultura, del verbo griego légein, co sechar, recolectar, recoger las uvas, coger flores, fruta, etc. , cuya substanti- vación en lógos produce el concepto de razón y discurso en la antigua Eu ropa. Desde ese punto de vista, el alethotopo, como campo de cultivo de la verdad y punto de recogida del conocimiento, es el auténtico escenario de la apertura humana al mundo. (A partir de esto puede comprenderse
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también por qué los modernos medios de almacenaje sólo muestran ya una conexión marginal con las circunstancias humanas: porque en ellos, como en todos los archivos cognitivos, se hacen colecciones a-subjetivas: amontonamientos de información para nadie. )
Quien vive en la isla humana se convierte ipsofado en un guardián de la Lichtung [claro del bosque], no importa mucho, en principio, si en uno atento o en uno despistado. Como es sabido, Heidegger ha acentuado so bremanera la diferencia entre los buenos y los malos guardianes, pero ha tratado como una magnitud despreciable la diferencia entre conservado res del campo y ampliadores del campo (o entre meditadores e investiga dores). Pero, independientemente de que uno se asimile más bien al po lo guardián o al investigador, no se puede eludirjamás la referencia de los seres humanos a la verdad y verdades, porque la conmoción del aconteci miento de la verdad y de susjuegos de lenguaje está fundada en el genios loci. Como un lugar, donde «sucede», donde «aparece», donde «se mani fiesta», donde «alguien lo expresa», donde uno «se da por advertido de ello», donde de lo dicho no puede hacerse algo no dicho, donde lo cono cido y revelado se retiene y transmite, y en el que, a la vez, mucho, quizá la mayor parte, queda latente e inexpresado, el alethotopo introduce a sus habitantes en su claroscuro y los coloca bajo la presión de tener que satis facer lo verdadero. Lo sabido con seguridad exige que se lo mantenga en vigor, mientras que lo incierto, no-desvelado, posiblemente venidero, arro
ja ante sí una luz crepuscular y obliga a tener cuidado.
Pertenece a las características más generales de las islas humanas el he
cho de que sus habitantes se dividan pronto entre aquellos a quienes afec tan mucho las tensiones de la verdad, y aquellos que evitan, más bien, las situaciones cognitivas de estrés. De ahí surge la diferenciación casi univer sal de los grupos en expertos, que se comprometen personalmente con verdades difícilmente accesibles, reuniendo, en parte bajo su propia res ponsabilidad, en parte respaldados por la figura del mago o del erudito, saber de lo encubierto, de lo sido, de lo venidero, y en legos, que consi guen sentirse satisfechos con las evidencias de primer orden, con las ex periencias y opiniones colectivamente almacenadas, es decir, con los ído los de la tribu. En la primera posición encontramos las figuras del chamán, del sacerdote, del profeta, del vidente, del escribiente, del filósofo y del científico; en la segunda, las del simple miembro de la tribu, del analfabe to, del paciente, del creyente, del empírico, del lego, del lector de perió
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dicos y del espectador de duelos televisivos. No habría existido ninguna «sociedad», ningún «pueblo», ninguna «cultura», si, al menos tentativa mente, no hubiera desarrollado los rasgos de un sistema bicameral de ac cesos a la verdad: cuyo primer elemento represente una House of Common Knowledge, con los sabios comunes como miembros, y una House of Cogniti- ve Lords, donde deliberen los más sabios, los magos, los expertos y profe sores. Desde el surgimiento de las llamadas altas o grandes culturas esta or ganización se ha plasmado en instituciones, que diferencian entre sabios y profanos como entre dos pueblos dentro de la misma población. Esto se explica, entre otras cosas, por la circunstancia de que gran cultura y cul tura escrita son sinónimos en sentido amplio; el monopolio de pocos de la escritura y el analfabetismo de la mayoría actuarán como constantes eter nas en los tres primeros milenios del arte de la escritura. Incluso después de imponerse la alfabetización general, las culturas, como las artes, vuelven a dividirse en high y Imv. Todavía al comienzo de la Modernidad europea, cuando Francis Bacon formula el programa de una «sociedad» investiga dora y en avance, se hizo un monumento a la bipartición del alethotopo: también en el Estado modélico de la Nueva Atlántida existe una Cámara Al ta del saber, una universidad de élite, dedicada al progreso puro, llamada Casa Salomón, cuyos miembros, como en una orden de caballería cogniti- va, están obligados a guardar estricto silencio respecto de ciertos conoci mientos no publicables350.
Bajo estas circunstancias el acceso a verdades más lejanas se convierte en asunto de expertos, más aún, la comunidad de expertos se distancia provocadoramente de la comuna de los sapientes cotidianos y se establece como una aristocracia de derecho propio. La arrogancia del escribiente es uno de los hechos más poderosos de la historia de la civilización.
Esto lle ga tan lejos, que muchos de los ricos de espíritu establecieron una dife rencia antropológica, que separaba a los sabios de los comunes mortales, casi tanto como separa la diferencia específica a los seres humanos de los animales superiores. Basta recordar ciertos mitos sobre el nacimiento de los héroes de la verdad -Gautama Buda, Lao-tse, Jesús- y los informes históricos sobre el culto a los grandes del espíritu -Pitágoras, Platón, Con- fucio, Newton, Goethe- para convencerse de ese abismo y de su efecto de cisivo en el ámbito colectivo de la verdad. La diferencia entre el sabio y la masa insipiente está hecha, para todas las ordenaciones etnoepistémicas más antiguas, de un material de dureza semejante al de la diferencia, en
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las teocracias, entre el rey-dios y los súbditos, o al de la diferenciación, en las culturas religiosas, entre los santos purificados y el pueblo, contamina do hasta la intangibilidad. En los fragmentos de Heráclito el menosprecio del sabio por los ignorantes suena más fuerte que en cualquier línea de Hegel o de Nietzsche. Entre los arquetipos del sacerdote de Apolo en Efeso se cuentan también los astrónomos-sacerdotes de Babilonia, que pasaban las noches en torres observando las estrellas; no es de excluir que comien ce con ellos el orgulloso resentimiento de los insomnes contra la masa de dormidos, un efecto cuyas huellas alcanzan hasta el Nuevo Testamento y las culturas monacales cristianas; y hasta la era de Stalin (cuando los habi tantes de Moscú, durante la Segunda Guerra Mundial, se consolaban con la idea de que en la habitación de Stalin todavía había luz mucho después de medianoche). La mitigación platónica de la arrogancia de la sabiduría, dejándola en un anhelo suyo, y la orientación estoica a un ideal, al que uno se acerca por ejercicio constante, consiguieron impedir la disociación com pleta del alethotopo, aunque no quitaron nada de su radicalidad a la opo sición entre los expertos en asuntos de gran interés lógico-cosmológico y técnico, y los abonados normales a la probabilidad en asunto de negocios cotidianos.
Quien vive en la isla antropógena, por su situación casual o elegida dentro del alethopopo, se ve introducido irremisiblemente en una logo maquia: en una lucha constante por lo verdadero y por las formas válidas de su expresión, en un divorcio permanente entre los conocimientos apa rentes y los reales, entre los profetas verdaderos y los falsos. De estas luchas por la verdad vale lo que Nietzsche ha hecho observar sobre los grandes tránsitos en la historia de las ideas: «¡El encanto de estas luchas es que quien las contempla también las tiene que luchar! ». Naturalmente, se tra ta de luchas cognitivas de clases, desde arriba: luchas de menosprecio de un clero lógico y de una aristocracia del espíritu, consciente de su distin ción, contra la opinión popular; pero asimismo de luchas de orientación en el campamento de los sabios mismos por la legitimidad y capacidad de éxito de sus conceptos y procedimientos. Piénsese, en este último caso, en fenómenos como la ruptura de los parmenídeos con la ilusión del movi miento, supuestamente descubierta por ellos; en el ataque político-meto dológico de Platón a los sofistas atenienses, con el objetivo de deslegitimar la formación de opinión tomando como base la mera probabilidad; en la ofensiva político-religiosa de Diocleciano contra los adivinos, interpreta
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dores de signos y mathematici (astrólogos) en el ámbito jurídico del Impe rio romano; en las luchas entre creacionistas y evolucionistas modernos por la interpretación de los inicios del mundo; en la fenomenología de Fichte de la conciencia cosificada y sus derivaciones en las críticas ideoló gicas del siglo XIX; en el ajuste de cuentas positivista con los «seudopro- blemas» de la filosofía y el descenso del pensamiento moderno a la coti dianidad; en la crítica neoescéptica a los maestros pensadores y grandes teóricos del siglo XX; o, finalmente -por mencionar tras las tragedias la sá tira-, en las campañas de denuncia de los científicos-mainstream neopositi- vistas contra las metáforas epistemológicas y experimentos conceptuales de los posmodemos, campañas que, precisamente por su comicidad, son instructivas como advertencias frente a la disposición, que continúa exis tiendo en el público, a someterse a sistemas-¿>/i{/fde la más diversa natura leza, bien a las sugestiones de algunos científicos sociales, o bien a las pre tensiones de científicos ingenuos y de correctos epistemológicamente de saberlo todo mejor que los otros.
Las escisiones históricas del alethotopo llaman la atención sobre las condiciones fundamentales de la división del saber en poblaciones huma nas. Mientras, en grupos coherentes, el saber aparezca en distribuciones normal-asimétricas y siempre se produzca como co-saber de lo que saben y no saben los demás, el recinto alethotópico sigue siendo capaz de equi librar sus diferencias internas hasta tal punto que no haya de seguirse nin guna escisión en los partidos exclusivos cognitivos. Ni siquiera la polariza ción de saber de mujeres y saber de hombres, las diferencias entre saber de guerreros y saber de enfermeros, los contrastes de madurez entre el sa ber del mundo de quien tiene siete años y la mirada sintetizante del de se tenta, ofrecen razón alguna para luchas de clases por el saber y distancia- mientos profundos de los grupos de saber entre ellos. Sólo en situaciones polimíticas y polimáticas, sobre todo después de configuraciones de pue blos a partir de tribus heterogéneas y debido a mezclas de todo tipo pro venientes de ciudades de tráfico comercial, aparece, en correspondencia con los hechos y datos multiculturales y multicognitivos, un fuerte estrés mental, que quiebra con tanta fuerza el alethotopo, que del difuso saber- todo inclusivo de antes se deslindan partidos, que se vuelven progresiva mente opacos e incomprensibles unos para otros, e incluso, despectivos y amenazadores, en ocasiones.
En la Antigüedad griega la disolución de la crisis polimítica llevó a un
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acontecimiento de alcance, de impronta cultural: la secesión de los filóso fos y científicos de sus comunas. Esos sapientes de nuevo cuño se aparta ron del campo colectivo del saber, dejando de ser encarnaciones del saber popular, como lo fueron aún sus predecesores, los antiguos rapsodas e iatromantes, los cantores cosmovisionales y los médicos-videntes de las cul turas de la verdad, anteriores a la escritura. Se organizaron en un grupo de inteligencias, en cualquier sentido de la palabra separadas, en una cas ta de expertos lógicos y morales, que mantienen relaciones mucho más es trechas con quienes, de procedencia extraña, tienen los mismos intereses, están igualmente aislados, igualmente abstraídos, que con sus compatrio tas. Como efecto de esto surge ya en las Antigüedades europeas y asiáticas la internacional de los portadores del saber superior, que constituye un primer movimiento ecuménico, compuesto de lógicos desterritorializados, maestros de ética patriotas de la humanidad o ascetas enajenados del mun do. Con ellos se articula el fenómeno del pacifismo meditativo o académi co: esa ficción inevitable de una vida desinteresada, hipotecada a la «ver dad pura», que, como si estuviera purificada por una muerte social, repugna de las fabricaciones del saber que toma partido. Del axioma es pecífico de la academia proviene «la libertad completa. . . en eljuego de ar gumento y contraargumento». Con razón pudo afirmarse, consecuente mente: «[. . . ] el alma de la ciencia es tolerancia»*51.
El efecto sofístico se entiende sólo en contraposición a la búsqueda de saber puro o absoluto. Con él, el conocimiento entra claramente al servi cio de intereses particulares, sea como procuración ante los tribunales o como Consulting de los señores de la guerra. Los miembros de la Cámara del Pueblo se refieren no pocas veces a la Cámara Alta objetiva con un te mor de tinte religioso, que se codifica como admiración: con ello se paga tributo a la sensación de que los sapientes son una especie de muertos vi vos, que están más cerca de los números y de las estrellas que sus conciu dadanos. Desde siempre, las cimas de la ecumene alfabetizada se pelean entre sí amargamente y están condenadas a luchas por sentimientos de su perioridad, influencias y partidarios. Que los grandes espíritus estén de acuerdo entre sí nunca fue más, desde el principio, que un cuento, con el que los sabios mantenían su clientela.
El postulado inicial de la ciencia es su asocialidad; su autoconciencia surge de la ruptura con los ídolos de la tribu, de la caverna y del mercado. Sólo puede desarrollarse por la transformación del científico conciudada
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no en un extraño, que habla a los legos en nombre de una verdad exter na. La condición de su institucionalización es la sumisión de los profanos a un dogma, que exige creer que el sapiente científico tiene que ser ad mitido en la sociedad de los sapientes normales como diputado de un ám bito extrasocial del ser: digamos que como mandatario de los números, de los triángulos, de los planetas, de los animales marinos, de los microbios, de los tumores y de todo el universo restante de hechos absolutos. En su calidad de delegado de verdades externas e ideas transcendentes, el cien tífico acreditado consigue autoridad en el colectivo, e incluso poder, oca sionalmente, en tanto logra poner de su lado a los poderosos. Por eso la ciencia nunca puede romper más que proforma con el cuarto tipo de ído los, los del teatro: en realidad acrecienta el número de los ídolos del tea tro y reclama para sí escenarios, en los que se calcen coturnos más altos que en ninguna otra parte. La elegante autoexclusión de los sapientes científicos posee evidencia axiomática para la utilización pública de la ver dad durante toda la era de la organización altamente cultural del saber; el sainete tragicómico de tales convicciones aparece en escena en los esfuer zos de los mandarines alemanes por interpretar el papel de una aristocra cia intelectual académica en el paso a la era técnica; incluso a la vista de su igualamiento por la política universitaria nacional-socialista352. Aunque el alethotopo del organismo moderno de la ciencia se ha diferenciado en cientos de espacios discursivos o disciplinas de derecho propio, cuando se habla de un objeto discrecional en el sentido de una -logia, sigue emer giendo en el trasfondo el remitente de todos los remitentes: el falo-luz extramundano, cuyos representantes, los hombres y las mujeres de la cien cia, sobre todo los y las competentes matemática y filosóficamente, per manecen entre nosotros. Phallus locutus, causafinita.
Hasta qué nivel de profundidad está impresa esta configuración del ale thotopo en las condiciones del saber de la antigua Europa (y de la antigua Asia), es algo que se infiere de la circunstancia de que la persistente crisis cultural del siglo XX no consiguió disolver completamente las relaciones ar- quetípicas entre expertos y legos. A pesar de un escepticismo creciente en tre la población frente a la ciencia, ha cambiado poco tanto la distribución de ambas Cámaras como las formas de su relación mutua. Sólo un peque ño número de contemporáneos consigue hoy hacerse un concepto apro piado de la insostenibilidad de las distinciones tradicionales y de sus moti vos. Que, no obstante, la creencia en la ciencia esté empalideciendo en un
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amplio frente, puede atribuirse en parte a la corrupción endógena de la co munidad de expertos. Las tan embarazosas como inacabables luchas de ex pertos en el campo de las verdades supuestamente externas producen la sensación en gran parte del público de que tampoco la verdad es ya lo que era. El valor psicosocial de uso del experto: la posibilidad de someterse a su dictamen y acabar así con las dudas, está en franca decadencia. Hace ya mu cho tiempo que la tesis lapidaria de B. F. Skinner: «El pueblo no está en si tuación de juzgar a los expertos»353suena tan increíble como una fortune cookie china. Aun cuando la frase fuera acertada, ello no cambiaría nada con respecto a que estamos condenados a formamos unjuicio propio sobre los expertos. No pocos contemporáneos han entendido que con la elección del experto ellos mismos eligen el resultado del informe del experto. Con ello, en conflictos sociales de intereses (por no hablar de los demasiado huma nos), se pulveriza la ilusión inmemorial de que los auténticamente sapien tes sean los diputados de verdades extemas. No es casual que lleguen a la opinión pública cada vez más casos de falsificaciones científicas (según cálculos pesimistas, están manipulados tres cuartos de todos los resultados de investigación publicados). Pero lo que afecta más profundamente al es tatus de la institución ciencia es la disolución del paradigma científico ba- coniano, dominante entre el siglo XVII y el XX, que había asentado, con evangélica ingenuidad, la alianza natural entre progreso científico y huma no354. La alegría himanista del racionalismo baconiano hubo de irse a pique con la emergencia del complejo científico-militar durante la Primera Gue rra Mundial a ambos lados del Aüántico (aunque, plenamente, con la man cha indeleble de la física moderna, que supusieron los acontecimientos del 6 y 9 de agosto de 1945 en Japón). Las civilizaciones modernas buscan des de entonces un nuevo contrat social epistémico, que tenga en cuenta la si tuación de las ciencias tras la pérdida de su independencia y su inocencia. Ahora la desconfianza circula ya por el Gran Campus.
Hacia el final del siglo que acaba de terminar comenzó a articularse una especie de movimiento epistemológico en pro de los derechos cívicos, cuyo objetivo es sacar a los expertos de su exilio dorado en las verdades ex ternas, hace tiempo desmentido, y hacer que vuelvan a un campo demo crático de saber. Si, dado el progresivo esoterismo de la investigación -y la privacidad creciente de los resultados-, esto es posible, queda como una cuestión abierta, que podría ser de decisiva importancia. Efectivamente, la re-inclusión de los expertos supondría el cambio más profundo de las re-
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Rebecca Horn, El coro de los saltamontes /, 35 máquinas
de escribir, que cuelgan del techo, teclean a ritmo diferente. Un bastón de ciego dirige el coro, 1991.
laciones alethotópicas desde la aparición de las grandes culturas. Además, este cambio, que liberaría tanto las verdades como a sus transmisores de su excentrismo respecto a las sociedades que los alojan, no sería otra cosa -como han demostrado los profundos análisis de Bruno Latour- que la consumación atrasada del saber sobre la vida real de las ciencias llevada a cabo por las ciencias mismas35.
Por lo que respecta a la defensa de la contemplación frente a la intro misión social: los contemplativos habrán de demostrar si realmente no pueden valérselas sin apelar a verdades externas y aprióricas. También aquí separa la explicación lo que mantenía junto la implicación. Es pro bable que en la reforma pendiente los contemplativos solitarios no pier
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dan tanto como puede que les parezca a primera vista. Es posible que ha ya llegado el momento en que los placeres de la asocialidad no necesiten más tiempo del subterfugio de la verdad.
8 El thanatotopo - La provincia de lo divino
La isla humana es un lugar visitado y afectado por vida ya muerta. Don de sus habitanes se juntan, se hacen perceptibles signos sutiles y obstina dos de los ausentes. Si a los mortales les afecta lo ausente o trascendente, es por dos motivos, que, a una mirada más atenta, remiten a fuentes com pletamente diferentes. La primera de ellas la acabamos de caracterizar al hablar de la emergencia de nuevas verdades en el ámbito del saber del co lectivo: de vez en cuando se presentan ante nosotros retoños de lo oculto, de lo que queda «tras» el horizonte despejado, en forma de nuevos cono cimientos que testimonian la prosecución de la marcha casi infinita hacia fuera, hacia arriba y hacia abajo. Puesto que las «sociedades» nunca se sienten seguras frente a descubrimientos, inventos y ocurrencias, los seres humanos pueden y deben saber que hay nuevas verdades que les afectan de lleno en su vida. Con ello queda establecida una primera trascenden cia, ontológica o aletheiológica. Está clarísimo que nuestro pensar y saber actual, y el habido hasta ahora, es una isla en el mar de un pensar y saber más grande; quien considera esto comprenderá que la inteligencia sólo existe en el desnivel: su elemento es su propio más o menos. La inteligen cia se manifiesta en que se orienta a aquello por lo que se siente sobrepa sada (en contra de la necia posición estructural de la conciencia crítica, que se dirige a lo inferior para sentirse superior, y degrada lo superior pa ra no tener que medirse con ello).
La segunda fuente de la afección por el más allá y lo ausente surge de la circunstancia de que los seres humanos, según una expresión de los pri meros griegos, son los mortales; y no sólo en el sentido de que tienen la muerte ante sí, sino, más bien, de que tienen detrás de sí sus muertos. La segunda trascendencia se funda en el hecho de que en la isla antropóge- na se tiene a los antepasados a la espalda, o tras la nuca, por utilizar una imagen más cargante. En todas las culturas, las imágenes vivas del recuer do de los muertos se transforman en imagines interiores y exteriores que regulan el tráfico entre los vivos y los muertos. De este mundo de imágenes
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se hace una institución psicosocial, cuya tarea es dirigir ordenadamente el retorno de los desaparecidos. Cuando se representa a los muertos de mo do ordenado, se habla de culto; cuando se observa su reaparición desre gulada, de aparición de un fantasma. Culto y aparición tienen en común que ambos acentúan la ligazón al lugar de la trascendencia: igual que no se puede realizar el culto de los antepasados en ninguna otra parte que en la proximidad de los lugares que se tenía en común con ellos356, tampoco el fantasma puede apartarse del todo de los lugares y territorios de los vi sitados. Esto llevará a que, con el comienzo de la era de los imperios y grandes culturas, los muertos acomoden sus zonas de operación a las nue vas circunstancias geopolíticas. Por este motivo, en el siglo XIX se llega al telespiritismo, incluso a la globalización de las apariciones de fantasmas. Un ejemplo sugestivo de ello es la novela de Maupassant El Haría, que des cribe lo que sucede cuando un mal espíritu de origen brasileño amplía su ámbito de aparición a una casa en Normandía: una referencia temprana al fenómeno tele-infección; a la imagen del cosmopolitismo moderno per tenece el hecho de que algunos muertos inquietos han aprendido a pen sar globalmente y a aparecerse localmente.
La ligazón al lugar de las culturas de memoria, culto y espectros, don de primero y preferentemente se hace notar es en las pequeñas dimensio nes espaciales de los colectivos arcaicos, dispersamente territorializados. Por eso el clima de una isla humana siempre está codeterminado, en prin cipio, por ser una zona de visita [de los muertos*]: un thanatotopo. Cien tos de ojos miran ávidos desde las colinas al campamento de los vivos; in quietos, devuelven éstos la mirada, escrutando el horizonte, con una sensación indeterminada de que hay alguien ahí, de cuyas buenas inten ciones es mejor no fiarse demasiado. Pero, dado que en las culturas tem pranas la frase «Dios ha muerto» rige plenamente en su primera formula ción «El muerto es Dios», esta dimensión de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes y lo otro puede caracterizarse también como theotopo o distrito de los dioses.
El dios del theotopo arcaico es todavía, plenamente, el ambivalente y difícil, al que le es inherente la ambigüedad de trato con un representan-
‘ Con el matiz de zona de añoranza del hogar, de retorno a casa [ Heimsuchungszone/, refi riéndose a los antepasados muertos. También afección, aflicción, por su recuerdo, su visita. (TV. del T. )
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te no determinado del otro lado. Por una parte, se dirige a los suyos como aliado, como auxiliador conjurado y consanguíneo del propio clan; por otra, como el amenazador, el rencoroso, el imprevisible y exigente. Es, en cualquier caso, el no-sólo-bueno, quizá incluso un exterminador sediento de venganza. El contrato del muerto con el vivo incluye ineludiblemente puntos delicados. Ciertamente, la carga ambivalente, inherente a los espí ritus de los antepasados, no sólo hay que atribuirla a complejos de culpa inconscientes de los vivos y a las expectativas de venganza correspondien tes; los dioses tempranos son más que almas liberadas, que escenifican una vendetta privada; constituyen, más bien, amalgamas de almas de muertos y fuerzas anónimas, a las que se evoca bajo nombres de culto357. Hay muchas almas humanas que, al morir, se mezclan con esas fuerzas y que gracias a sus mana se cargan de energía intimidatoria. (Razón por la cual una de ducción antropológica de lo sublime tendría que retrotraerse hasta esas energías, resumidas por Kant como lo sublime-dinámico. ) En Yahvé, el dios ultratrascendente del Occidente monoteísta tardío, son todavía reco nocibles, en principio, rasgos muy claros que le muestran cono un patriar ca larmoyante, desconfiado, fácilmente encolerizable y desequilibrare358. Esto vale, sobre todo, para las características que pertenecen al círculo funcional de su biofuerza: la palabra clave bíblica para ello es «bendecir»
(berek), pero el afectado siempre era consciente de la facilidad con que la bendición podía transformarse en maldición. Del mismo modo, el Zeus ar caico muestra atributos que corresponden más bien a un potentado para- noide que al Dios actualmente perfecto de los ontólogos. Tanto uno como otro son ya compuestos inequívocos de alma personal y violencia natural; al modo de gobierno de ambos correspondía una gran medida de inter vencionismo.
Un dios arcaico, por tanto, no es nada en que haya que creer; es un im portuno trascendente que se pega a los talones de los suyos. Su afición a revelarse satisface las condiciones del haressement en un registro psíquico. Sólo se le puede mantener a distancia cumpliendo puntualmente sus exi gencias. Nada de que entonces ser-ahí significara estar dentro de la nada; significaba, más bien, estar rodeado de un algo pegajoso cuasi-personal, que desde la ausencia reclama efectos presentes. Al «mundo de la vida» corresponde un mundo de muertos y espíritus, relativo a él, que le im pregna, penetra y mantiene en estrés. En ese régimen los dioses y antepa sados se experimentan como los no-lejanos, como vecinos invisibles que
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entran y salen de nuestra casa, como si nuestro lugar de asentamiento fue ra el objetivo natural de sus salidas y razzias. Aquí se puede hablar de trans cendencia próxima: de un contacto próximo y difícil, de un círculo de te mor e indeterminación que rodea a los isleños a escasa distancia359.
Pertenece a la naturaleza de las cosas que las tumbas constituyan los portales providenciales para el tráfico de cercanías entre el más acá y el más allá360. En el caso de dioses de ese nivel no puede confiarse en nada, excepto en su indiscreción; casi siempre es aconsejable contar con su re sentimiento frente a lo vivo: los sentimientos rencorosos crean una proxi midad tóxica por encima de las fronteras entre la muerte y la vida. Mien tras los seres humanos tengan que habérselas con el ámbito de cercanía del más allá, no se trata tanto, para ellos, de una cuestión de accesibilidad y conocimiento por lo que respecta a los dioses y espíritus (como en el tiempo en que comenzó la preocupación por el «silencio de Dios»361y otros síntomas de la escasez de presencia y evidencia); les mueve, al contrario, la preocupación por no tener demasiado indiscretamente y de continuo a su alrededor a los visitantes que vienen de lo invisible. Así se entiende que un dios en plena posesión de su capacidad espectral no necesite aún que un personal formado lógicamente demuestre su existencia.
La deducción de la maldad de los dioses no se puede contentar con re mitirse a la propensión a volver de los antepasados ofendidos. Lo malo y temible, que viene de fuera, es tan importante para la comprensión de las esferas de los seres humanos porque va incluido de doble manera en la constitución de las cápsulas culturales: por una parte, los seres humanos sólo han podido convertirse en los isleños ontológicos que son porque, en una larga corriente evolutiva, consiguieron liberarse del entorno nocivo y retirarse a la isla antropógena (la cápsula sonora de confort); por otra, es te retiro no conduce jamás hasta la inocuidad total; el encapsulamiento cultural nunca confiere a los sapientes más que una libertad parcial res pecto a necesidades y agresiones. Siempre está presente la posibilidad de avasallamiento por lo exterior; y, sobre todo, por la violencia que procede del interior del grupo. Es decir: el principio invasión se infiltra en el prin cipio distancia, la pelea entre ambas tendencias determina tanto la histo ria de los organismos como la de las culturas. Se puede mostrar cómo el espacio humano se configura por el esfuerzo de afirmar la primacía del distanciamiento frente a la invasión o de reinstaurarla tras derrotas.
El típico estrés de invasión se materializa en tres categorías de intrusos:
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Escultura azteca que representa la muerte.
Preparado anatómico: probablemente la ciclopía dio origen a las mitologías correspondientes.
por una parte, en los antepasados y retornantes, con cuya infiltración en la psique del grupo hay que contar regularmente; por otra, en las catás trofes y agresiones naturales, que irrumpen en la physis del grupo; final mente, en las nuevas verdades, que provienen de los inventos y descubri mientos de los renovadores.
Dado que, inevitablemente, a pesar de redondearse en sí mismo, el es pacio humano continúa siendo un espacio de invasión, adopta los rasgos de un sistema cultural de inmunidad. Lo que se llama sistemas de inmu nidad [o sistemas inmunes] son respuestas innatas o institucionalizadas a heridas o lesiones. Se basan en el principio prevención, que va coordina do al principio invasión. Así pues, «tener experiencia» no significa, en prin cipio, otra cosa que la capacidad de un organismo de prever invasiones y lesiones. Cuando esa previsión se traduce en medidas permanentes de de-
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Comerciante egipcio
de antigüedades con una momia.
fensa surge formalmente un sistema de inmunidad, esto es: un mecanismo de defensa, que neutraliza lesiones típicas esperables. Por medio de siste mas de inmunidad los cuerpos en proceso de aprendizaje instalan en sí mismos estresores que retornan regularmente.
Exactamente esto corresponde a la función del theotopo (que emerge del día nal o t o p o ) : los dioses arcaicos son las categorías introyectadas de in
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vasores y lesionadores, con las que cuenta crónicamente un grupo cultural dado. Cada una de las figuras divinas arcaicas explica una instancia de estrés, que da que hacer a una cultura. Gabriel Tarde, en su obra Las leyes de la imitación, se ha referido a la posible conexión entre la propagación uni versal de dioses sanguinarios y la propagación universal de animales san guinarios, con el fin de insinuar que, en todas partes donde seres huma nos primitivos fueron víctimas de fieras, quedaba cerca la transformación de las fieras fascinantes en dioses de la propia cultura362. Esto equivaldría a una domesticación simbólica de las fieras por su víctima potencial. Y a la vez se satisface la necesidad xenopática de la psique primitiva: el querer- ser-fascinado por dioses lo suficientemente extraños363. De modo análogo, teóricos de las catástrofes han inferido el nacimiento de las grandes reli giones sacrificiales en el Próximo Oriente a partir de la hermenéutica-pá nico con la que las culturas primitivas de aquellos tiempos interpretaban acontecimientos cósmicos, como lluvias gigantescas de meteoritos sobre la tierra y fenómenos celestes correspondientes364. Del terror a los astros sur gieron entonces dioses formidables, que hacían sentir a sus creyentes el abismo que hay entre el mundo de los seres humanos y el más allá. A ello corresponde, por ejemplo, el hecho de que el signo de «estrella» en su- merio-babilonio sea a la vez el ideograma de Dios. Lejano como un cuer po celeste y terrible como un dios: ésas serían las condiciones, pues, que ha de cumplir un objeto sagrado para actuar con éxito en el registro afec tivo del masoquismo religioso. Desde este extremo, el desarrollo de los ob jetos absolutos iría hacia figuras de dioses menos heterónomas. En conse cuencia, el drama del proceso de la civilización estaría prefigurado en la transformación de los dioses de invasión y catástrofe en dioses de creación y mantenimiento: una metamorfosis, que finalmente acabó en el compen dio de todos los dioses positivos parciales en la constitución monosférica del unum verum bonum. Esa instauración del Uno constituye el mayor do cumento justificativo del carácter de sistema de inmunidad de la metafísi ca: partiendo de la xenolatría fascinante y de la veneración del extraño carnívoro en los cultos sacrificiales locales, el exterior hipnógeno se in corpora progresivamente al interior, hasta que, al final, sólo queda un in terior propio superdilatado: que, enseguida, consecuentemente, cede a la entropía. Probablemente, el culto a los dioses-animales-domésticos, que, como Apis, el buey sagrado de los egipcios, ya muestran rasgos de suavidad y benevolencia, significa un paso intermedio en el camino a la sabiduría
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Morton Schamberg, God, ca. 1918.
imperial dr la inclusividad de la gran cultura. La domesticación de los ani males j rec i (le a la domesticación de los dioses' : hasta llegar a un agnus Dei, que ( deja sacrificar voluntariamente por amor a los renitentes seres humanos.
La huella del culto al extraño se mantiene mientras el dios bueno de los monoteístas pueda ser presentado como suficientemente terrible; la propaganda en favor del dios del amor no puede debilitar, sin más, el an tiguo irrm fácil dcos. Sólo el dios de los filósofos y de los místicos neo- platónic os disuelve su fascinación -que produce temblor- en familiaridad pura, ai n q i i e oscura. Se convierte en una especie de irradiación razonable desde el trasfondo y va desvaneciéndose hasta convertirse en un dios ocio
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so, que se manifiesta como el innecesario. Del ánimo xenoteísta de los an tiguos, en la high culture de la Modernidad, que ya no necesita dioses, sólo ha quedado un resto formal: chic xenófilo y allolatría filosófica36. Entre las facturas de dios más recientes después de Nietzsche (cuyo Dionisos era su ficientemente horrible), únicamente eljoven Heidegger se atuvo a un dios oscuro, xenolátrico, aunque sólo en la forma de un dios residual, de la muerte367.
Para mantener a distancia a los dioses arcaicos, conscientes de su re serva de caza, aparece en los theotopos primitivos la función del sacerdo te: como policía de fronteras de la esfera de los vivos, se le encomienda la tarea de restringir las incursiones del otro lado. El método más seguro de satisfacer a los ulteriores, que exigen su parte, parece haber sido la obla ción, que expresa casi una idea elemental de los theotopianos arcaicos. To dos ellos estaban acostumbrados a creer que el pago de un impuesto a los muertos y extranjeros pertenecía a sus obligaciones contraídas: las prime ras delegaciones de hacienda fueron, sin duda, las piedras sacrificiales pa leolíticas, en las que el miedo aprensivo satisfacía sus tributos. Pero donde hay obligación no puede estar lejos la opción. En principio y durante mu cho tiempo se reembolsó la parte de los muertos en forma de alimentos y sangre fresca; como si fuera una evidencia que espectros y dioses tienen hambre y sed. Más tarde pudieron satisfacerse los tributos a un más allá enaltecido en forma de exvotos y comuniones; también se hicieron usua les contribuciones caritativas; ciertos dioses y diosas parecían escuchar, más bien, el dialecto de la automutilación de sus admiradores, por ejem plo la Gran Madre de los indios, que hasta hoy permite que se le rinda ho menaje por el sacrificio de los testículos de sus adoradores (parece que hay todavía casi cien mil miembros de la casta de los santones castrados que vi ven al margen de la «sociedad» india como prostituidos, adivinos y baila rines de bodas). Dioses con convicción de amos aceptaban con más gusto la transformación de la ofrenda en sumisión. A veces, a los sublimes pa recía no resultarles del todo desagradable en los suyos un cierto gesto sui cida: una tendencia que fue adoptada por sectas radicales y aprovechada como materia prima para ascesis kamikazes. Con las economías de los tem plos se puso en marcha una primera política de redistribución del espíri tu contributivo; el theotopo se convierte entonces en caja solidaria, y, al la do de la ayuda primitiva a los pobres, sirve, no en último término, a la fundamentación material del estamento sacerdotal. A la vista de estas cir-
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Leo Regan, el hermano Emmanuel Patrick bendice un nuevo automóvil en Lagos, 1996.
constancias resulta legítimo decir que la cultura no es otra cosa que la his toria de la interiorización de la ofrenda sacrificial368.
La ligazón permanente del «mundo de la vida» al ámbito vecino de muertos y dioses moviliza capacidades adscritas al tráfico fronterizo. En dicción moderna se las llama disposiciones mediadoras o, más anacróni- canienu aún, aptitud para profesiones terapéuticas. Con ello se* designa la capacidad de sintonizar con comunicaciones de lo indirectamente dado. Tantas mediaciones, tantos talentos. Cuando despunte) entre los griegos la auroravespertina del antiguo mediumnismo, Platón -como alguien que ya está en <anlino y adquiere una visión panorámica- ofreció una sinopsis de los talentos theotópicos especiales y propuso distinguir cuatro tipos de afección por emisiones venidas del más allá. En el diálogo i'rdm, Sócrates
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comienza a hablar de los beneficios del entusiasmo, gracias al cual seres humanos dotados se ofrecen como bocinas de los dioses: dioses que, por supuesto, hace mucho tiempo que no representan meros espíritus de cam pamento y tribu, sino que se han convertido ya en auténticos dioses del pueblo y han sido elevados a un más allá de arrobamiento mediano, a la semitranscendencia olímpica, digamos. Se trata, en principio, de las tres funciones mánticas fundamentales, que en otro tiempo parecían depen der de posesiones informativas: primero, la facultad de ver en el futuro y predecir cosas venideras; a continuación, la capacidad de encontrar me dios y caminos de curación en caso de enfermedad; y, finalmente, la ins piración poética, respecto de la cual los antiguos tenían claro que sólo podía llevarse a efecto por el susurro de las musas o de Apolo mismo. (Así puede comprenderse por qué la poesía y la música existieron, en princi pio, como instituciones theotópicas, y sólo después de la emancipación de las esferas de las Musas del culto religioso se convirtieron en prácticas de derecho propio, sin conexión directa con un más allá inspirador y orde nante. ) Más allá de las disciplinas del antiguo mediumnismo, Platón in troduce un cuarto entusiasmo, que interpreta como conmoción por el amor hacia ideas bellas, contempladas antes del nacimiento y recordadas a lo largo de la vida. Desde entonces, el fuego de la manía filosófica hay que custodiarlo en un altar especial: en el pupitre académico, ante el que se congrega la comunidad logofílica.
No hay duda de que la filosofía, tal como la concibió Platón, significó una modificación decisiva del comportamiento humano en el theotopo: puso en circulación un modo y manera nuevos, aunque minoritarios, de dar solución a la vecindad del «mundo de la vida» con el mundo de los espíritus, transformado ahora en cielo de las ideas. Por eso hay que atri buir cualidades theotópicas a las academias, como más tarde a las iglesias, en su modo de ser originario. Las formas de conocimiento, que se culti varán en ellas, sirvieron al intento de reducir las posesiones a convicciones. Sólo la Modernidad ha desencantado, si no el mundo, sí las academias.
Por lo que respecta a la Iglesia cristiana, el gran theotopo de Occiden te, en ella siguió viva todavía durante mucho tiempo la idea de que, de vez en cuando, los seres humanos, como medios de un más allá no demasiado lejano, disponen de capacidades especiales como clarividencia, poder cu rativo o elocuencia; lo que san Pablo tenía que decir respecto de estos «do nes de la gracia» se limita a la exigencia de su razonable subordinación al
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culto del Señor*69. Que también bajo auspicios cristianos los carismas se vuelven a transformar fácilmente en posesiones malignas, es algo que mues tran no sólo las innumerables sectas evangelistas, por las que es conocido y tristemente célebre Estados Unidos, el paraíso de las comunas mánicas desde siempre; en ellas Cristo se transforma en un demonio de éxito con fuertes competencias monetarias, si es que no se introduce en la vida co mo curandero milagroso ante una cámara en acción. La recaída se obser va también, año tras año, en los peregrinos cristianos de todo el mundo a Jerusalén, que se trastornan ante los escenarios de la Pasión y han de re currir ocasionalmente a la empatia de psiquiatrasjudíos.
En numerosas culturas, sobre todo en aquellas que no conocieron ningún cambio de paradigma en favor del monoteísmo, la idea de la rela ción mediadora de seres humanos señalados y elegidos con el otro lado nunca perdió validez. Algunas «sociedades» africanas creen hasta hoy día que los niños que no aprenden a hablar, o que dejan de hablar hasta un momento determinado, es porque preferirían estar con los antepasados, por lo que sólo se los puede persuadir para que convivan con los vivos in tentando convencerlos de la ventaja de haber nacido*70. A los ojos de sus padres y curadores esos «niños-muertos» no son «autistas»; viven en otra parte, mejor aclimatados que entre seres humanos, de modo que para asentarlos aquí hay que aflojar el lazo que los une al otro lado.
La idea de que puede haber malos espíritus capaces de penetrar en cuerpos de extraños está tan extendida en numerosas culturas que resulta legítimo considerarla como un pensamiento elemental. Según interpretan los creyentes, una invasión así sirve para convertir a seres humanos en autómatas de los demonios. Puesto que los intrusos no se detienen ante los muertos, los chinos de la Antigüedad sellaban a veces la boca y el ano de los muertos con tapones de cera o dejade. En ciertas tribus germánicas an tiguas se ataban las piernas de los muertos a la espalda y se les enterraba boca abajo con el fin de dificultarles el regreso.
Como hemos observado, el interés de los vivos por el mundo de los muertos está condicionado en gran parte por la confusión de las dos trans cendencias con las que limita el mundo humano: ya que los seres huma nos no son sólo vecinos de sus muertos, sino también del horizonte, tras el que, de acuerdo con el supuesto más al uso, se mantienen las verdades no desveladas o ideas trascendentes, les puede parecer plausible la idea de que ambas vecindades se interfieran, más aún, de que formen uno y el mis
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mo espacio. De aquí se sigue para ellos que los muertos gozan de acceso a lo no desvelado; y,junto con ellos, también los aún no nacidos, como nos informa el mito platónico del alma. La idea de que todo se aclarará, como muy tarde, post mortem se fundamenta en la firme asociación entre estar muerto y logro de un saber definitivo.
Una vez consumado el entrelazamiento de la trascendencia de lo des conocido con la de los muertos, se impone irresistiblemente la idea de evo car a los muertos con el fin de conseguir información de lo más-allá-defini- tivo. Efectivamente, de acuerdo con este esquema, y dado que los muertos tienen todo tras de sí, poseen un cupo mayor de participación en las ver dades que están en pretérito perfecto: quienes han vivido como sujetos también han vivido en lo que ha sido objetivamente, en lo esencial, como lo entiende la metafísica, en casa. En esta confusión tan oportuna tienen su origen innumerables prácticas necrománticas, que alcanzan desde sim ples oráculos de muertos hasta la evocación de difuntos desde el otro mun do. El ejemplo con mayores efectos de esta última lo ofrece la aparición del difunto Darío en la tragedia Los persas de Esquilo: surgido del reino de los muertos, revela su interpretación teológica de la derrota persa (sin que le importe, al hacerlo, convertirse, de ese modo, en el testigo principal de la creencia griega en la unidad del más allá de la verdad y el reino de los muertos). En contraposición, los más grandes de entre los héroes tienen que descender personalmente no pocas veces al submundo para recibir allí instrucciones sobre su destino futuro. No olvidemos que el anuncio fundacional del occidentalismo, el vaticinio del dominio romano del mun do, fue enunciado por el difunto Anquises a Eneas, en su camino al orco: un día sería asunto de Roma gobernar los pueblos, respetar los senti mientos de los aliados (parcere subiectis) y reducir (debellare) a los soberbios (superbosf71.
De lo dicho se deduce que los contornos del theotopo se agitan cuan do cambian en una «sociedad» las formas de relación con los muertos o los métodos de consecución de saber. Ambas cosas suceden en la civiliza ción contemporánea, que entierra de otro modo a sus muertos y consigue de otro modo sus verdades. El interés por los asuntos del otro mundo dis minuye en la Modernidad, en primer término, porque apenas se puede re currir todavía a los difuntos para recibir informaciones sobre las cosas ve nideras; su opinión resulta, ciertamente, menos útil cuando de lo que se trata es de establecer reglas técnicas para la gestión del mundo del futuro.
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El mundo de los vivos y el mundo de los muertos se han hecho tan disí miles uno de otro, que los difuntos, aun cuando quisieran hacerlo, no ten drían consejo alguno que dar a los vivos. A la inversa, la facultad de plan tear a los muertos preguntas con sentido ha desaparecido prácticamente entre los contemporáneos. Para la consecución del saber se ha vuelto su- perfluo el rodeo por la trascendencia.
jor. Los ángeles, dice Emerson, sólo nos abandonan para que se nos acer quen los arcángeles. Si, efectivamente, existió en el siglo XX una traición
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de los intelectuales, fue la de invertir la ironía. Comenzaron a mofarse de lo llamado mejor, decididos a no perderse su propia porción de lo bueno al uso. «Superestructura»: ¡ya me entienden! Desde entonces, la arena en la que se desarrolla el reparto de los escasos bienes de privilegio está con tra todo lo que es el caso. Desde 1914 la Gran Política es la universalización de las luchas de celos sin un nivel superior.
En el platonismo se percibe con todo lujo de detalles la gradación des de el amor sensible, partidista y polemógeno hasta el espiritual, suprapar- tidista e irónico. También el estoicismo, en su ética de la liberación de la multiplicidad de necesidades, ha reprimido la tentación de tomar parte en las luchas de apropiación con respecto a todo. La cultura de monjes cris tiana pudo conectar con esa moral de atletas. La figura más madura de una ética del desinterés se ha alcanzado, sin duda, en la doctrina budista de las afecciones y de su liquidación mediante la espada de la intelección. Con su análisis sutil de la cadena causal que conduce a fijaciones genera doras de dolor, el budismo intenta emancipar, al menos a una minoría de seres humanos, de la arena del deseo y del sentimiento de ser inevitable mente un perdedor. No fue por casualidad Friedrich Nietzsche quien con siguió ver en el budismo la forma más refinada de una higiene afectiva: el mismo Nietzsche, al que el análisis del resentimiento debe prácticamente todo hasta hoy día. Gracias a él sabemos que la naturaleza de los senti mientos de rechazo consiste en el vínculo del perdedor con el objeto, con el que se ve comparado en detrimento de él; de la herida que deja la com paración fluye la necesidad, apenas dominable, de humillar al objeto afor tunado.
En forma ruda, que posee la ventaja de la claridad, el decálogo judío, sobre todo en su último mandamiento, había articulado una regla de stop para la peligrosa competencia del deseo, aunque sólo para sus sólidos as pectos sexuales y posesivos:
No desearás la casa de tu prójimo. No desearás la mujer de tu prójimo, su es clavo o su esclava, su buey o su asno, nada de lo que pertenezca a tu prójimo (Exo do 20, 17).
En su concreción, que refleja la existencia pequeña y mediana de un poseedor de ganado y esclavos en torno al año 1000 a. C. , incluidos con sus dramas típicos, el décimo mandamiento permite reconocer un principio
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de formulación de una regla general de abstinencia de deseos, que re dunda en provecho de la reducción de tensiones en el erototopo. No es, pues, incomprensible que René Girard sitúe una nueva interpretación an tropológica del décimo mandamiento en el centro del resumen de sus análisis de los efectos de la competencia mimética31. Es una lástima para su propio proyecto que Girard no tenga en cuenta apenas que, con su te rapia del deseo, desinteresándolo de bienes polemógenos escasos y des viándolo a bienes simpatógenos compartibles, algunas culturas no-cristia- nas hayan llegado más lejos que las de las religiones del decálogo; también parece ignorar que la crítica moral de Nietzsche no habla en favor, en mo do alguno, de una reintroducción de la violencia de los celos en la cultu ra. El autor de Zaratustra se proponía la síntesis de los logros de la psico logía budista de la abstinencia y de las cualidades de disfrute del mundo que conlleva el juego versátil de la rivalidad; con el objetivo de desintoxi car el antiguo erototopo occidental mediante ese giro a una ética de la magnanimidad32. Del alcance de este intento se puede hacer una idea quien sea consciente de que el experimento de la Modernidad, por lo que respecta a las condiciones de consumo y competencia, ha conducido a una desregulación casi ilimitada del erototopo. En ninguna formación social previa ha sido incluida todavía tan explícitamente en la motivación del comportamiento la provocación sistemática del deseo de todo lo que po seen los demás. Los fuegos de la envidier3se conectan en la sociedad de con sumo en circuitos de energía análogos a una central eléctrica. También los sistemas políticos de la democracia dependen completamente del desen cadenamiento de la desconfianza de todos contra todos. Ya en las Kentucky Resolutions, de 1798, había establecido Thomas Jefferson: «El gobierno li bre se funda en los celos y no en la confianza». Si la teoría de la cultura pu diera formular una pregunta al siglo XXI sería: cómo la Modernidad pien sa mantener bajo control su experimento con la globalización de los celos
(rivalidades, antagonismos).
6 El ergotopo - Comunidades de esfuerzo e imperios beligerantes
El espacio en el que se reparte cooperativamente el peso de las tareas lo llamamos el ergotopo: sus habitantes, los ergotopianos, están unidos en
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comunidades de esfuerzo. La descripción de su actividad ofrece la imagen de los adultos, érga kai hémera, la crónica de las obras y días de gentes que no lo tienen fácil. Al comienzo, la razón de participar en las indispensables tareas comunes es familiar, totalitario-informal, fundada en la evidencia de la situación o en el dictado de la tradición, más tarde en ritos de iniciación, exigencias profesionales, ataduras que imponen las categorías sociales; más tarde aún, son las prestaciones personales, los edictos, los centros ofi ciales, los que se cuidan del registro en el ergotopo; al final, lo que nos su
jeta a él son mission statements y las órdenes del día de la opinión pública. En este horizonte los grupos se convierten en comunas; es decir, en unidades integradas por muñera comunes. El ergotopo configura un espa cio, en el que quienes conviven se ven envueltos en obligaciones y tribu tos; con la orden de movilización para una lucha común contra el enemi
go exterior, como patrón de medida y valor límite de toda cooperación. (A quien dispensara de estas imposiciones es, en sentido preciso, inmune,
sin obligaciones, sin trabajo, liberado para otras prioridades. )
Si se radicalizan las situaciones ergotópicas, podemos volver a encon tramos en bancos de galeras, condenados a remar manteniendo el ritmo impuesto. Matándonos a trabajar en canteras, en trabajos forzados en mi nas, en la katorga, los campos de trabajo de la muerte. En otras épocas so mos cooperadores voluntarios, dedicados a una cosa común por consenso entusiasta: comunas para la construcción de una catedral, partisanos de la libertad, cruzados, finalistas. Bien sea que estemos soldados unos a otros por la necesidad, o bien que un objetivo vinculante nos dé alas, mientras tengamos un puesto de esfuerzo seguro, colaboramos como trabajadores en la viña de la communitas. El ejemplo de las galeras es instructivo, porque con él puede explicarse el concepto de socialismo rítmico, en el que se lle
va a cabo la síntesis social por movimientos sincronizados. De este modo, el trabajo en común se organiza como sinergia de sistemas de músculos acompasados. Todo condenado a galeras es un oscuro héroe del trabajo.
Surgidas de la tradición arcaica de bailes en grupo, en las grandes cul turas aparecen rutinas y ceremonias sencillas, pero variadas, con el fin de desarrollar movimientos uniformes en grupos y masas. En su estudio sobre Baile y entrenamiento en la historia humana, el historiador norteamericano William H. McNeill ha descrito diversas formas del «bonding muscular» y de la cooperación ritual y militar, que son capaces de crear un esprit de corps en colectivos de rendimiento de composición heterogénea34. Con esas téc-
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«
Trabajadores de una sucursal japonesa
de Coca-Cola, realizando ejercicios calisténicos.
nicas-bohding rítmicas se interpela a manadas eufórico-grupales, excitables psic os< ináiicainenie. Los seres humanos ya hicieron pronto la experiencia de que el acompasamiento del esfuerzo se experimenta como un desahogo y que el desgaste de fuerzas rítmico común aleja el punto de agotamiento. Siguiei do el ejemplo de los macedonios, las tropas romanas utilizaron la marca leí paso en voz alta para marchas que exigían gran rendimiento. ( üertai lente, el compás mecánico es sólo una forma sustitutoria del arre bato compartido del baile, (atando no puede presuponerse un entusiasmo colectivo voluntario -por ejemplo, en masas de esclavos en los campos de los señores y en grandes obras imperiales, o en tropas reclutadas obligato riamente, en la época moderna-, los dirigentes utilizan el entrenamiento rítmico ¿omo prótesis de consenso: los comienzos de la música de esclavos y militaresse remontan a ese ardid. Todavía las /. rusde* Platón sabían al go del consenso de los músculos y no quisieron dejar ni las temalidades ni los ritmos del Estade) al arbitrie) de sofistas melosos o demagogos tonales. El pape I de las flautas en la integración acústica de la falange fue recono-
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cido pronto por los generales griegos; partían de la base de mantener uni da la tropa no sólo como pared viva de escudos, sino también como un fo- notopo especial en movimiento: como si un ejército fuera una war parade, que se despliega extáticamente en el campo de batalla. En el arte de la co reografía se conserva el recuerdo de que los coros fueron en principio gru pos de movimiento bajo dirección escénica única35. La consecuente orga nización de la unidad de procedimiento y consenso en la Modernidad se remonta a la escuela de guerra de Moritz von Oranien, que desde 1590 co menzó a instruir tropas holandesas mercenarias con el objetivo de con vertirlas en máquinas de guerra sincronizadas; con el efecto modélico co rrespondiente sobre toda la milicia ilustrada de Europa y de Asia. En los sistemas políticos de base militar de la Modernidad el adiestramiento es la auténtica instrucción de la nación.
Cuando el esfuerzo se desliga del grupo y se convierte en asunto de in dividuos extraordinariamente dotados, surge el adetismo. Los primeros atletas que aparecen en la aurora de la gran cultura se desarrollan como expertos en esfuerzos extraordinarios, de los que sólo son capaces ya per sonas entrenadas especialmente para ello36. El sentido del esfuerzo y su clasificación en lo real se ha transformado ostensiblemente: cuando los ri vales se enfrentan mutuamente, lo que les importa ya no es una obra de necesidad común de su grupo; el agón deportivo no es una guerra, ni una cosecha, ni la construcción de una muralla. Más bien es el sentido de re presentación y superación de sus rendimientos el que se coloca en este ca so en primer plano, aunque a menudo las ciudades (y en esto las naciones modernas hacen igual) consideren a sus atletas como delegados suyos e in terpreten sus éxitos como hechos colectivos. Esto es posible porque la cul tura antigua, máxime la preindividualista arcaica, de los griegos, con su concepto de pónos, de ejercicio fatigoso dignificador y virilizante, llegó a una concepción abstracta del esfuerzo en general, del esfuerzo sans phrase. Con ello se lleva a cabo la diferenciación del colectivo ergotópico en cam peones tensos y espectadores distendidos; desde su propia perspectiva, am bos participan en la philoponta, en el amor al esfuerzo.
El atletismo transfiere el principio del teatro al ejercicio corporal, y crea, con ello, una alternativa civilizatoria a la forma bélica de gestionar el estrés. Los atletas son los primeros simuladores del caso grave o crítico. La invención de la guerra teatral pertenece, sin duda, a los logros civilizato- rios más valiosos de la Antigüedad europea. Cuando en 1896 se iniciaron
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Ejercicios militares con el mosquete.
losJuegos Olímpicos de la Modernidad, el renacimiento de la Antigüedad, que había comenzado en el siglo XIV, entró en su fase masivo-cultural, no tablemente demorada, dividida en un camino griego y uno romano37. No obstante, la simulación civilizada de la guerra en los estadios olímpicos no consiguió impedir las guerras reales, ni las regionales, ni las llamadas mun diales. En el siglo XX, a menudo, tanto en los estadios como en otras par tes, el deporte se practicó con tanta saña que parece que no fuera la dis tensión del caso crítico, sino su otro frente de batalla: la segunda sumisión de Grecia al dictado romano, esta vez como victoria de la arena sobre el stadion.
En el ergotopo domina la síntesis social por estrés. Por eso, el secreto de la coherencia del grupo estresado por el esfuerzo consiste en su capa cidad de no desmoronarse, incluso sometido a la presión más alta. Se pue de afirmar que la explicitación de ese hecho pertenece a los aconteci mientos claves de las ciencias contemporáneas de la cultura. Va unida inseparablemente a la obra de Heiner Mühlmann sobre la «Naturaleza de las culturas»38y a los análisis de Bazon Brock sobre la conexión circular en tre cultura y guerra. En el punto central de la teoría de la cultura de Mühl mann hay una interpretación radicalmente ergotópica y ergonómica del nexo social, para la que introduce la compleja expresión «Maximal-Stress- Cooperation» (MSC). Lo que hace de un grupo una unidad efectiva de su pervivencia es, según esto, la capacidad de sincronizar sus esfuerzos en si- tuaciones-todo-o-nada, alias «casos críticos».
Designar los momentos extremos de estrés como casos críticos o graves, o como estados de excepción, no significa hacer uso de conceptos teoló gicos secularizados, como repiten los partidarios de Cari Schmitt con su maestro. El estado de excepción no es la forma secularizada del milagro, sino la forma politizada de una situación estándar biológica, a la que los cuerpos de los primates y, por tanto, los de los humanos, responden con un programa innato, endocrinológicamente dirigido, de extrema libera ción de energía y solidarización sintónica. Su ocurrencia la detecta un es quema cognitivo, el veredicto de caso crítico. Dado que éste incluye un as pecto intelectual y otro moral, le afecta la variación cultural. Por lo tanto, el estrés no significa el destino entero: la serenidad frente al peligro es la oportunidad específica del ser humano. Supone emanciparse de enrola mientos en falsos casos graves y del abandono a la falsa conmoción que produce la situación de lucha. Hay viejos manuales de estrategia, como el
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del general-sofista chino Sun Tzu que ya introducen la virtud de evitar la lucha en la teoría de la lucha misma. En Occidente contamos con el nom bre del general romano Fabius Cunctator como modelo de la capacidad del hombre razonable de rechazar, aun en la proximidad del peligro, las invitaciones mortales de los programas de estrés.
El hecho de que la inteligencia humana, igual que sus formas animales previas, interprete ciertas amenazas como factores desencadenantes, pre sentes y reales, de respuestas emotivo-corporales extremas, no significa que el milagro, del que hablan los teólogos y estetas de lo sublime, inte rrumpa lo normal. Como corresponde a las improntas evolutivas de la in teligencia animal y humano-arcaica, el peligro presente se enjuicia desde la ontología del caso crítico: se interpreta la situación como interrupción, por una amenaza perentoria, del plazo concedido a la tranquilidad. El profundo anclaje biológico de la gran reacción de estrés prueba que lo ex tremo es lo evolutivamente habitual. Es verdad que el estado de excepción está configurado dentro del cuerpo humano como una expectativa inna ta; pero su desencadenamiento sucede, sin embargo, por el veredicto de caso crítico que emite el centro de decisión. En ese sentido ya los anima les son ontólogos. El animal dirigente es el que decide sobre el estado de excepción: si emprende la huida, por ejemplo, cambia de posición el «conmutador cognitivo de energía» W9en el resto de los animales, como an tes lo hizo en él mismo, y declara gestualmente el caso de aplicación del imperativo categórico de la corteza de las cápsulas suprarrenales: ¡Desde ahora, lanzad todo hacia delante! En esta situación lo supremamente real se ofrece en presencia real. Estás frente a tu peligro, frente a alguien que potencialmente puede causarte la muerte, frente a tu dios y estresador. Quien ignora esto no tiene ni idea de qué significa actuar en situaciones límites.
Como expone Mülhmann en una reconstrucción ingeniosa, muy for malizada, el secreto del funcionamiento ergotópico de las «culturas» con siste en las regularidades de la eliminación colectiva del estrés. El grupo simple se va configurando a sí mismo, en un proceso al menos trifásico, hasta convertirse en un sujeto de la gran cultura con un proyecto específi camente territorial, temporal o imperial340. En la fase de pre-estrés los grupos se desarrollan formando unidades cooperantes con fuertes desni veles-dentro-fuera, sobre todo, siguiendo las explicaciones de Mühlmann, mediante comunicaciones auto-exhortadoras, auto-edificantes, auto-real
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zantes, que Mühlmann resume como «intimaciones insider»'. De ellos ya hemos tratado indirectamente varias veces aquí, pues resulta fácil com prender que algunas de las dimensiones del insulamiento humano clarifi cadas hasta ahora, sobre todo el espacio fonotópico, úterotópico y ter- motópico, muestran una estrecha relación con la discriminación positiva del grupo-nosotros: refuerzan, en conjunto, la inclinación de quienes con viven a la unión cooperativa. Bastante a menudo -Mühlmann no duda en calificarlo prácticamente como el caso normal- surge de esta introversión del grupo cultural una mezcla a-simpática de presunción, separación del conjunto y agresión. A sus ojos las culturas simpáticas, es decir, grupos con un alto factor de civilización, son más bien escasas, mientras que la media antropológica se comporta «envidiosa, paranoica y agresivamente»341. Este dato lo conceptualizaron en los años treinta pensadores decisionistas de derechas. Su polemología política sentencia: dado que el ser humano es malo por naturaleza necesita dominio; dado que el dominio sólo puede ser ejercitado en cápsulas políticas de supervivencia cerradas, dirigidas contra lo exterior, la guerra entre las cápsulas pertenece a la naturaleza de las cosas. «La tendencia a la clausura (y, con ella, al agolpamiento en ami go-enemigo de la humanidad) viene dada con la naturaleza humana; en este sentido es el destino»342. Se puede resumir diciendo que la paranoia es el caso crítico del sensus communis. En las cápsulas políticas, un sentido de solidaridad de ese tipo surge por el desdén colectivo del enemigo; y por la sumisión del grupo al efecto enemistad. Enemigo es aquello que se reco noce, sin concepto, como objeto de un desagrado necesario (y de un en frentamiento inevitable)343.
En la fase de mayor estrés se fusiona el grupo haciéndose un hiper- cuerpo, en el que toma el mando una psicomecánica de cooperación a vi da o muerte, reforzada por la educación. En condiciones de caso crítico suena para una «cultura» la hora de la verdad; con mayor exactitud: la de su revinculación al mecanismo natural. Se podría afirmar que el caso crí tico es la finalidad auténtica de la cultura, pues por él el autocentrismo del grupo llega a su destino o determinación última: acreditarse a sí mismo co mo el objeto de preferencia propia. En el mismo lugar puede iniciar su ca mino ilustrador la teoría naturalista de las culturas. Ella muestra: apenas supone una diferencia para la dinámica de grupos culturales que una po-*
* Insider-Injunktionen. (N. del T. )
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blación sea atacada por un agresor real o que el estresador se imagine in ternamente y se genere proyectivamente en lo real. El efecto de realidad es el mismo tanto en un caso como en otro. Quien equipare, pues, reali dad con imperativo a la guerra, es verdad que tiene una buena parte de la empina de su lado, pero se subordina, sin embargo, a un mecanismo recóndito, en tanto que entre el realismo y el militarismo existe una co nexión circular: a causa de su orientación ontológica a la máxima coope ración de estrés, que se produce en la guerra, hasta ahora las «culturas» han funcionado una y otra vez en la historia como autodesencadenantes de la reacción máxima de estrés. Ellas mismas crean la realidad en la que creen, y creen en la realidad que ellas producen. Entienden la naturaleza de la creencia tan poco como entienden la naturaleza de las culturas34.
Como han mostrado Brock y Mühlmann, para poner bajo control la mecánica se necesitaría una iniciativa civilizatoria de domesticación de las culturas, partiendo de la penetración intelectual en la «naturaleza de las culturas» explicitada. (Bajo las condiciones teóricas de comienzos del siglo XXI, explicitar cultura significa: poner en marcha la crítica fundamental del heroísmo y en evidencia los modos de funcionamiento del nosotros pa- ranoógeno. ) Según esta explicación puede entenderse cómo es que en las interacciones de sistemas heroicos lleve la voz cantante la interparanoia. Por eso, en la época del acrecentamiento de la frecuencia de colisión en el tráfico interparanoide, la guerra se impone en toda línea como el fin primordial cultural de los pueblos (o como quiera llamarse, si no, a los sis temas agresivos-defensivos de confort, que pretenden mantenerse como capullos políticos de gusanos de seda).
En la fase de distensión post-estresal se lleva a cabo una valoración de las experiencias realizadas por la población combatiente en el estrés de la guerra y -dependiendo de esta valoración del estrés y autovaloración, a la vez- un examen de las reglas bajo las que hay que organizar la vida del gru po tras la lucha. Las situaciones de posguerra actúan como períodos cons tituyentes culturalmente hablando. En ellas el decorum, el sistema del com portamiento, habla y organización domesticados, bajo el que se conforma la vida del grupo, se reajusta a la luz de la distensión del estrés (a la som bra del estrés, dice Mühlmann). Dicho simplificando: del lado de los vic toriosos se desarrolla un decorum de vencedor, que contribuye heroico-cul- tualmente al fortalecimiento de las cualidades de grupo conducentes al éxito -representadas ejemplarmente en los rituales de triunfo romanos y
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en su proyección en las culturas imperiales de masas, hasta llegar a los des files de confetis neoyorquinos-, mientras del otro lado se formula un deco rum de perdedor como preparación de la revancha (puesto que es decoro so contraatacar en el momento oportuno), en caso de «malos perdedores», o como ética de la reconstrucción y de la reflexión sobre los motivos de la derrota (puesto que es decoroso cambiar, volverse otro), en caso de «bue nos perdedores». La virtud del perdedor, la esperanza, que está en medio de la resignación y la venganza, puede presentarse temporalmente de mo do tan agresivo que llegue a infiltrarse en el decorum de vencedor -un efec to sin el que difícilmente hubiera podido imaginarse el desarrollo del cris tianismo hasta convertirse en religión del Imperio-, puesto que ¿qué es un imperio, sobre todo, sino un sistema de integración de perdedores? Mag nanimidad frente a los vencidos es el imperativo bajo el que florecen los imperios realmente grandes: no es extraño que ideólogos imperiales ha yan mistificado de buena gana esta receta (el tristemente célebre parcere su- biectis de Virgilio345) como «universalismo»346. La a menudo comentada di ferencia entre Roma yJerusalén significa la coexistencia, llena de tensiones, de un decorum de vencedores y vencidos, utilizable por ambos lados, den tro de la civilización occidental. (Otra descripción de ese hecho sería que la universalidad del cristianismo consistió en ofrecer la comunión más allá de la victoria y la derrota. ) Esta diferencia, fundamental para todas las cul turas tradicionales, entre reglas de vencedores y reglas de vencidos, se ha amoldado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial a síntesis polivalentes; sobre todo en Alemania e Israel (en parte, también en Japón), se han desa rrollado formas de un decorum híbrido para vencedores-vencidos o vencidos- vencedores, del que apenas hay ejemplos históricos, y de las que no se pue de decir que amantes de condiciones claras estén satisfechos con ellas.
La acomodación post-estresal a la regla adopta ocasionalmente la for ma de una retirada a lo civil y privado; y entonces, durante un lapso de tiempo, se impone entre los individuos la regla de que ya no están dis puestos a dejarse imponer la regla por el colectivo durante más tiempo. Es ta opción puede observarse, ante todo, en los imperios pacificados a más largo plazo: ya las antiguas escuelas filosóficas trabajan con el efecto indi vidualista, que se desarrolló en la paz imperial romana. En el asesora- miento de perdedores ilustrados destaca, sobre todo, el estoicismo popu larizado, que exhortaba a sus adeptos a considerar en todo la diferencia entre lo que depende de nosotros y lo que no depende de nosotros. Este
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fenómeno se repite en la Modernidad en forma de filosofías de la exis tencia y de la vida, cuyo sentido civilizatorio se puede determinar con una comparación de la historia de las ideas: entonces como ahora se trata de cura de almas de vencidos, bajo circunstancias históricas en las que no se puede pensar en una revancha. Buena parte de la filosofía europea entre 1806 y 1968 sólo resulta comprensible si se la entiende como acomodación ininterrumpida del decorum de perdedor a las circunstancias de la época. Lo que desde la derrota de Prusia frente a Napoleón se llama espíritu del tiempo es fundamentalmente la actualización constante de los métodos de tratamiento del público de los vencidos. Dado que esto es una tarea que cada decenio soluciona con nuevos medios, los espíritus del tiempo se si guen uno a otro como modas terapéuticas. Objetivamente, la «sociedad te rapéutica» comienza ya con el retorno romántico a la naturaleza como dios venidero desde abajo y desde dentro. Una mirada a la literatura de la época informa de la urgencia con la que se le necesitaba en Jena y Auerstádt. Bajo este aspecto, el Romanticismo fue un preludio del exis- tencialismo. En tanto que los existencialistas equiparaban la existencia hu mana con un fracaso consciente, podían ofrecer a los vencidos y desclasa- dos de todo tipo una fórmula de elegancia y soberanía en el fracaso.
A fines del siglo XX se han hecho necesarias enmiendas especialmente decisivas en el decorum, puesto que hubo de archivarse la propuesta más amplia hasta entonces (tras el budismo, el estoicismo y el cristianismo) pa ra satisfacer a los perdedores. Tras el colapso del socialismo, que preten dió hacer de los vencidos de toda la historia pasada los vencedores del fu turo, hay que desarrollar un modo fundamentalmente nuevo de derrota decente. Cuando el orgullo republicano de un Charles Péguy se ha gasta do en derrotas sufridas en la victoria (nous sommes des victorieux vaincus), cuando el romanticismo radical de izquierdas lotta continua se ha agotado, cuando la moral militante de marginales del ilfaut continuersólo puede lle var, en el mejor de los casos, a escenificaciones de Beckett aún más diver tidas y cuando pierde su fuerza infecciosa progresivamente el «narcisismo del asunto perdido», hay que establecer nuevos estándares para la época posterior a los radicalismos de la ilusión de izquierdas. Todavía no se han formulado reglas vinculantes para un decorum poscomunista: aunque pa rece que (junto con el paso masivo al campamento liberal capitalista) cier tas reediciones de una «filosofía como arte de vida» se encargan de una parte de esta tarea epocal. Se practica la vida sensata y prudente, como en
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tiempos de Zenón y Epicuro, como introducción al fracaso con la cabeza alta. Emergen, consecuentemente, giros como «arte de la resignación»347 en el plan de entrenamiento. Las subculturas terapéuticas se dedican al fo mento de un «potencial humano», estrictamente independiente de ambi ciones civiles y políticas. Otros grupos, manques académicos sobre todo, re formulan su marginalización en un desempleo feliz; anuncian sus derrotas, cartelizándolas, como las de una guerrilla que permanece en vela en la clandestinidad: quién habla de vencer, basta engañarse con algo. Ofertas de ese tipo se resumen en el consejo de mantener a la baja expectativas de sentido para no llegar a deprimirse por esperanzas frustradas. Por lo demás, queda a los interesados el placer gratis de deconstruir, por no se sabe ya qué enésima vez, al llamado vencedor: el sujeto, el héroe, el hom bre, el autor.
En todas las síntesis audaces y cabales de Zenón, Spinoza, Kierkegaard y Nietzsche, que reorientan el horizonte posmodemo, hay tanto correcto que ni simples culturas de vencedores ni simples culturas de vencidos serán capaces de construir con medios propios procesos de aprendizaje dignos de perdurar a más largo plazo. Sólo una nueva civilización defini da más allá de victoria y derrota estaría en condiciones de virtualizar la gran reacción de estrés y la ira ontológica del caso crítico y de domesti carlas, convirtiéndolas en cuasi-casos-críticos deportivos. Sería, en casi to do, lo contrario de lo que sabe decir de la llamada globalización la indus tria actual de fantasías de vencedores348. Contrastaría fuertemente con la filosofía del poder de los conservadores estadounidenses, que tras el 11 de septiembre del 2001, con la mano en el corazón herido, apadrinaron un fascismo del bien349. La fundamentación filosófica para la superación de la lógica tradicional del estrés y el caso crítico la ha formulado convincen temente Bazon Brock con el teorema del caso-crítico-excluso: en la cultu ra política universal naciente, el interés por que no aparezca el caso críti co se ha vuelto más serio, más real, más obligado, que todo lo que tradicionalmente valía como serio, real, obligado. La auténtica comunidad de esfuerzo consiste, en el futuro, en seres humanos en proceso de apren dizaje, de las culturas más diferentes, que no se entreguen tanto al desen cadenamiento de energía entre sus grupos, cuanto a aislar las situaciones que reclaman ese desencadenamiento.
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7 El alethotopo - Las repúblicas del saber
No resulta sorprendente que la isla antropógena sea un lugar donde a sus habitantes se les abra una luz sobre el mundo y sobre sí mismos en él. Ella es el lugar donde hay innumerables cosas que no consiguen perma necer ocultas; a pesar de que Heráclito, con su lacónico phjsis kryptesthai phíUv. «a la naturaleza le gusta permanecer en la latencia», nombrara un aspecto decisivo de la distribución originaria de lo oculto y de lo mani fiesto. El mundo es un espacio aclarado: de eso, al menos, no dudaron des de muy temprano, respecto a su situación, los habitantes de la isla del ser. Pero también tienen una certeza inmediata de que no todo está aclarado. Probablemente, no, más bien con certeza, sólo la mínima parte de todo lo que existe está abierto a la percepción y al saber actual. La esfera clara a la que hemos salido es una mancha de luz en medio del círculo de lo desco nocido, no-manifiesto, no-dicho, no-pensado. Y en este círculo de lo sus traído se oculta, según la convicción de los antiguos, lo ontológicamente esencial, a cuya exploración habrán de dedicarse los sabios, esos inquie tantes convecinos de nuestra esfera. La sensibilidad por la verdad de los se res humanos se desarrolla a partir de la intuición de que entre el ámbito aclarado y el oscurecido del ser tiene lugar un tráfico fronterizo no fácil de comprender.
Son fundamentalmente dos observaciones las que informan sobre la esencia de la verdad: en un momento dado, de lo desconocido envolven te salen novedades a lo sabido y dicho; al contrario, mucho de lo que se ha conocido retorna al olvido, a la Uthe, a la implicación. En consecuencia, la verdad no es ni un contingente seguro de hechos ni una mera propiedad de las proposiciones, sino un ir y venir, un centelleo temático actual y un hundimiento en la noche atemática. Mientras el medio entre ambos, lo aparentemente igual-eterno y presente, reclame toda la atención, no que da libre mirada alguna para el aspecto dinámico del acontecimiento de la verdad. El necesario giro de la mirada a la temporización de la verdad lo han llevado a cabo pensadores como Hegel y, más aún, Heidegger; si con buenos resultados o no, es algo que queda aún por ver.
Bajo puntos de vista pragmáticos, la sensibilidad del ser humano por la diferencia entre lo verdadero y lo falso va unida a la experiencia de que lanzamientos y frases pueden ser certeros, o desacertados y falsos. Decir que los seres humanos dependen del éxito de sus lanzamientos y frases,
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significa tanto como constatar que les afectan los valores de verdad, y que esto sucede ya a un nivel biológico. La seguridad de acierto en los lanza mientos y la confianza en los enunciados es desde el principio un asunto de vida o muerte; por eso la «verdad» tuvo que ser protegida como el ma yor bien en las islas de los lanzadores y hablantes. El tráfico fronterizo en tre lo público-claro y lo oculto-oscuro troquelan acontecimientos, que «so brevienen», pasan y dan que pensar. La diferencia entre proposiciones verdaderas y falsas se funda, por el contrario, en acciones que acaban con éxito (acertadas, apropiadas, concluyentes) o sin éxito (desacertadas, ina propiadas, inconcluyentes). Así, el mundo manifiesto viene dado desde el comienzo de dos maneras diversas: una, como nexo de acciones que rea lizamos, y otra, como conexión de acontecimientos que nos afectan. El do ble sentido de verdad, como devenir-patente en el acontecimiento o en el resultado (en el está-bien del intento logrado) y como ser-enunciado en la frase apofántica, es tan viejo como la isla humana misma.
Llamamos alethotopo al lugar en el que cosas se vuelven manifiestas, así como decibles o figurables. La estancia en él encierra el riesgo de ser influido tanto por verdades que se muestran, se comprenden y siguen va liendo, como por errores, que sólo se manifiestan posteriormente como tales y cuya repetición es de temer. Desde el primer punto de vista, el ale thotopo se parece a un almacén, desde el segundo, a un lugar de ejecución o a un vertedero de basuras. En el almacén se guarda lo que se acredita co mo verdadero: no en vano la palabra alemana para verdad [Wahrheit] tie ne que ver con conceptos como asistir, tutelar, proteger, conservar, de fender, cuidar. En el lugar de ejecución, o en el vertedero de basuras, por el contrario, se elimina lo que el grupo no puede ni quiere mantener den tro de él, en tanto que es malvado, defectuoso, inútil y nulo. Verdadero es lo que se conserva para su reuülización. La imagen del almacén permite la asociación siguiente: las verdades, antes de que puedan convertirse en ob
jetos de colección y guarda, tienen que ser cosechadas y acarreadas en una recolecta originaria, muy en consonancia con la referencia de Heidegger al sentido, muy naturalizado en la agricultura, del verbo griego légein, co sechar, recolectar, recoger las uvas, coger flores, fruta, etc. , cuya substanti- vación en lógos produce el concepto de razón y discurso en la antigua Eu ropa. Desde ese punto de vista, el alethotopo, como campo de cultivo de la verdad y punto de recogida del conocimiento, es el auténtico escenario de la apertura humana al mundo. (A partir de esto puede comprenderse
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también por qué los modernos medios de almacenaje sólo muestran ya una conexión marginal con las circunstancias humanas: porque en ellos, como en todos los archivos cognitivos, se hacen colecciones a-subjetivas: amontonamientos de información para nadie. )
Quien vive en la isla humana se convierte ipsofado en un guardián de la Lichtung [claro del bosque], no importa mucho, en principio, si en uno atento o en uno despistado. Como es sabido, Heidegger ha acentuado so bremanera la diferencia entre los buenos y los malos guardianes, pero ha tratado como una magnitud despreciable la diferencia entre conservado res del campo y ampliadores del campo (o entre meditadores e investiga dores). Pero, independientemente de que uno se asimile más bien al po lo guardián o al investigador, no se puede eludirjamás la referencia de los seres humanos a la verdad y verdades, porque la conmoción del aconteci miento de la verdad y de susjuegos de lenguaje está fundada en el genios loci. Como un lugar, donde «sucede», donde «aparece», donde «se mani fiesta», donde «alguien lo expresa», donde uno «se da por advertido de ello», donde de lo dicho no puede hacerse algo no dicho, donde lo cono cido y revelado se retiene y transmite, y en el que, a la vez, mucho, quizá la mayor parte, queda latente e inexpresado, el alethotopo introduce a sus habitantes en su claroscuro y los coloca bajo la presión de tener que satis facer lo verdadero. Lo sabido con seguridad exige que se lo mantenga en vigor, mientras que lo incierto, no-desvelado, posiblemente venidero, arro
ja ante sí una luz crepuscular y obliga a tener cuidado.
Pertenece a las características más generales de las islas humanas el he
cho de que sus habitantes se dividan pronto entre aquellos a quienes afec tan mucho las tensiones de la verdad, y aquellos que evitan, más bien, las situaciones cognitivas de estrés. De ahí surge la diferenciación casi univer sal de los grupos en expertos, que se comprometen personalmente con verdades difícilmente accesibles, reuniendo, en parte bajo su propia res ponsabilidad, en parte respaldados por la figura del mago o del erudito, saber de lo encubierto, de lo sido, de lo venidero, y en legos, que consi guen sentirse satisfechos con las evidencias de primer orden, con las ex periencias y opiniones colectivamente almacenadas, es decir, con los ído los de la tribu. En la primera posición encontramos las figuras del chamán, del sacerdote, del profeta, del vidente, del escribiente, del filósofo y del científico; en la segunda, las del simple miembro de la tribu, del analfabe to, del paciente, del creyente, del empírico, del lego, del lector de perió
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dicos y del espectador de duelos televisivos. No habría existido ninguna «sociedad», ningún «pueblo», ninguna «cultura», si, al menos tentativa mente, no hubiera desarrollado los rasgos de un sistema bicameral de ac cesos a la verdad: cuyo primer elemento represente una House of Common Knowledge, con los sabios comunes como miembros, y una House of Cogniti- ve Lords, donde deliberen los más sabios, los magos, los expertos y profe sores. Desde el surgimiento de las llamadas altas o grandes culturas esta or ganización se ha plasmado en instituciones, que diferencian entre sabios y profanos como entre dos pueblos dentro de la misma población. Esto se explica, entre otras cosas, por la circunstancia de que gran cultura y cul tura escrita son sinónimos en sentido amplio; el monopolio de pocos de la escritura y el analfabetismo de la mayoría actuarán como constantes eter nas en los tres primeros milenios del arte de la escritura. Incluso después de imponerse la alfabetización general, las culturas, como las artes, vuelven a dividirse en high y Imv. Todavía al comienzo de la Modernidad europea, cuando Francis Bacon formula el programa de una «sociedad» investiga dora y en avance, se hizo un monumento a la bipartición del alethotopo: también en el Estado modélico de la Nueva Atlántida existe una Cámara Al ta del saber, una universidad de élite, dedicada al progreso puro, llamada Casa Salomón, cuyos miembros, como en una orden de caballería cogniti- va, están obligados a guardar estricto silencio respecto de ciertos conoci mientos no publicables350.
Bajo estas circunstancias el acceso a verdades más lejanas se convierte en asunto de expertos, más aún, la comunidad de expertos se distancia provocadoramente de la comuna de los sapientes cotidianos y se establece como una aristocracia de derecho propio. La arrogancia del escribiente es uno de los hechos más poderosos de la historia de la civilización.
Esto lle ga tan lejos, que muchos de los ricos de espíritu establecieron una dife rencia antropológica, que separaba a los sabios de los comunes mortales, casi tanto como separa la diferencia específica a los seres humanos de los animales superiores. Basta recordar ciertos mitos sobre el nacimiento de los héroes de la verdad -Gautama Buda, Lao-tse, Jesús- y los informes históricos sobre el culto a los grandes del espíritu -Pitágoras, Platón, Con- fucio, Newton, Goethe- para convencerse de ese abismo y de su efecto de cisivo en el ámbito colectivo de la verdad. La diferencia entre el sabio y la masa insipiente está hecha, para todas las ordenaciones etnoepistémicas más antiguas, de un material de dureza semejante al de la diferencia, en
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las teocracias, entre el rey-dios y los súbditos, o al de la diferenciación, en las culturas religiosas, entre los santos purificados y el pueblo, contamina do hasta la intangibilidad. En los fragmentos de Heráclito el menosprecio del sabio por los ignorantes suena más fuerte que en cualquier línea de Hegel o de Nietzsche. Entre los arquetipos del sacerdote de Apolo en Efeso se cuentan también los astrónomos-sacerdotes de Babilonia, que pasaban las noches en torres observando las estrellas; no es de excluir que comien ce con ellos el orgulloso resentimiento de los insomnes contra la masa de dormidos, un efecto cuyas huellas alcanzan hasta el Nuevo Testamento y las culturas monacales cristianas; y hasta la era de Stalin (cuando los habi tantes de Moscú, durante la Segunda Guerra Mundial, se consolaban con la idea de que en la habitación de Stalin todavía había luz mucho después de medianoche). La mitigación platónica de la arrogancia de la sabiduría, dejándola en un anhelo suyo, y la orientación estoica a un ideal, al que uno se acerca por ejercicio constante, consiguieron impedir la disociación com pleta del alethotopo, aunque no quitaron nada de su radicalidad a la opo sición entre los expertos en asuntos de gran interés lógico-cosmológico y técnico, y los abonados normales a la probabilidad en asunto de negocios cotidianos.
Quien vive en la isla antropógena, por su situación casual o elegida dentro del alethopopo, se ve introducido irremisiblemente en una logo maquia: en una lucha constante por lo verdadero y por las formas válidas de su expresión, en un divorcio permanente entre los conocimientos apa rentes y los reales, entre los profetas verdaderos y los falsos. De estas luchas por la verdad vale lo que Nietzsche ha hecho observar sobre los grandes tránsitos en la historia de las ideas: «¡El encanto de estas luchas es que quien las contempla también las tiene que luchar! ». Naturalmente, se tra ta de luchas cognitivas de clases, desde arriba: luchas de menosprecio de un clero lógico y de una aristocracia del espíritu, consciente de su distin ción, contra la opinión popular; pero asimismo de luchas de orientación en el campamento de los sabios mismos por la legitimidad y capacidad de éxito de sus conceptos y procedimientos. Piénsese, en este último caso, en fenómenos como la ruptura de los parmenídeos con la ilusión del movi miento, supuestamente descubierta por ellos; en el ataque político-meto dológico de Platón a los sofistas atenienses, con el objetivo de deslegitimar la formación de opinión tomando como base la mera probabilidad; en la ofensiva político-religiosa de Diocleciano contra los adivinos, interpreta
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dores de signos y mathematici (astrólogos) en el ámbito jurídico del Impe rio romano; en las luchas entre creacionistas y evolucionistas modernos por la interpretación de los inicios del mundo; en la fenomenología de Fichte de la conciencia cosificada y sus derivaciones en las críticas ideoló gicas del siglo XIX; en el ajuste de cuentas positivista con los «seudopro- blemas» de la filosofía y el descenso del pensamiento moderno a la coti dianidad; en la crítica neoescéptica a los maestros pensadores y grandes teóricos del siglo XX; o, finalmente -por mencionar tras las tragedias la sá tira-, en las campañas de denuncia de los científicos-mainstream neopositi- vistas contra las metáforas epistemológicas y experimentos conceptuales de los posmodemos, campañas que, precisamente por su comicidad, son instructivas como advertencias frente a la disposición, que continúa exis tiendo en el público, a someterse a sistemas-¿>/i{/fde la más diversa natura leza, bien a las sugestiones de algunos científicos sociales, o bien a las pre tensiones de científicos ingenuos y de correctos epistemológicamente de saberlo todo mejor que los otros.
Las escisiones históricas del alethotopo llaman la atención sobre las condiciones fundamentales de la división del saber en poblaciones huma nas. Mientras, en grupos coherentes, el saber aparezca en distribuciones normal-asimétricas y siempre se produzca como co-saber de lo que saben y no saben los demás, el recinto alethotópico sigue siendo capaz de equi librar sus diferencias internas hasta tal punto que no haya de seguirse nin guna escisión en los partidos exclusivos cognitivos. Ni siquiera la polariza ción de saber de mujeres y saber de hombres, las diferencias entre saber de guerreros y saber de enfermeros, los contrastes de madurez entre el sa ber del mundo de quien tiene siete años y la mirada sintetizante del de se tenta, ofrecen razón alguna para luchas de clases por el saber y distancia- mientos profundos de los grupos de saber entre ellos. Sólo en situaciones polimíticas y polimáticas, sobre todo después de configuraciones de pue blos a partir de tribus heterogéneas y debido a mezclas de todo tipo pro venientes de ciudades de tráfico comercial, aparece, en correspondencia con los hechos y datos multiculturales y multicognitivos, un fuerte estrés mental, que quiebra con tanta fuerza el alethotopo, que del difuso saber- todo inclusivo de antes se deslindan partidos, que se vuelven progresiva mente opacos e incomprensibles unos para otros, e incluso, despectivos y amenazadores, en ocasiones.
En la Antigüedad griega la disolución de la crisis polimítica llevó a un
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acontecimiento de alcance, de impronta cultural: la secesión de los filóso fos y científicos de sus comunas. Esos sapientes de nuevo cuño se aparta ron del campo colectivo del saber, dejando de ser encarnaciones del saber popular, como lo fueron aún sus predecesores, los antiguos rapsodas e iatromantes, los cantores cosmovisionales y los médicos-videntes de las cul turas de la verdad, anteriores a la escritura. Se organizaron en un grupo de inteligencias, en cualquier sentido de la palabra separadas, en una cas ta de expertos lógicos y morales, que mantienen relaciones mucho más es trechas con quienes, de procedencia extraña, tienen los mismos intereses, están igualmente aislados, igualmente abstraídos, que con sus compatrio tas. Como efecto de esto surge ya en las Antigüedades europeas y asiáticas la internacional de los portadores del saber superior, que constituye un primer movimiento ecuménico, compuesto de lógicos desterritorializados, maestros de ética patriotas de la humanidad o ascetas enajenados del mun do. Con ellos se articula el fenómeno del pacifismo meditativo o académi co: esa ficción inevitable de una vida desinteresada, hipotecada a la «ver dad pura», que, como si estuviera purificada por una muerte social, repugna de las fabricaciones del saber que toma partido. Del axioma es pecífico de la academia proviene «la libertad completa. . . en eljuego de ar gumento y contraargumento». Con razón pudo afirmarse, consecuente mente: «[. . . ] el alma de la ciencia es tolerancia»*51.
El efecto sofístico se entiende sólo en contraposición a la búsqueda de saber puro o absoluto. Con él, el conocimiento entra claramente al servi cio de intereses particulares, sea como procuración ante los tribunales o como Consulting de los señores de la guerra. Los miembros de la Cámara del Pueblo se refieren no pocas veces a la Cámara Alta objetiva con un te mor de tinte religioso, que se codifica como admiración: con ello se paga tributo a la sensación de que los sapientes son una especie de muertos vi vos, que están más cerca de los números y de las estrellas que sus conciu dadanos. Desde siempre, las cimas de la ecumene alfabetizada se pelean entre sí amargamente y están condenadas a luchas por sentimientos de su perioridad, influencias y partidarios. Que los grandes espíritus estén de acuerdo entre sí nunca fue más, desde el principio, que un cuento, con el que los sabios mantenían su clientela.
El postulado inicial de la ciencia es su asocialidad; su autoconciencia surge de la ruptura con los ídolos de la tribu, de la caverna y del mercado. Sólo puede desarrollarse por la transformación del científico conciudada
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no en un extraño, que habla a los legos en nombre de una verdad exter na. La condición de su institucionalización es la sumisión de los profanos a un dogma, que exige creer que el sapiente científico tiene que ser ad mitido en la sociedad de los sapientes normales como diputado de un ám bito extrasocial del ser: digamos que como mandatario de los números, de los triángulos, de los planetas, de los animales marinos, de los microbios, de los tumores y de todo el universo restante de hechos absolutos. En su calidad de delegado de verdades externas e ideas transcendentes, el cien tífico acreditado consigue autoridad en el colectivo, e incluso poder, oca sionalmente, en tanto logra poner de su lado a los poderosos. Por eso la ciencia nunca puede romper más que proforma con el cuarto tipo de ído los, los del teatro: en realidad acrecienta el número de los ídolos del tea tro y reclama para sí escenarios, en los que se calcen coturnos más altos que en ninguna otra parte. La elegante autoexclusión de los sapientes científicos posee evidencia axiomática para la utilización pública de la ver dad durante toda la era de la organización altamente cultural del saber; el sainete tragicómico de tales convicciones aparece en escena en los esfuer zos de los mandarines alemanes por interpretar el papel de una aristocra cia intelectual académica en el paso a la era técnica; incluso a la vista de su igualamiento por la política universitaria nacional-socialista352. Aunque el alethotopo del organismo moderno de la ciencia se ha diferenciado en cientos de espacios discursivos o disciplinas de derecho propio, cuando se habla de un objeto discrecional en el sentido de una -logia, sigue emer giendo en el trasfondo el remitente de todos los remitentes: el falo-luz extramundano, cuyos representantes, los hombres y las mujeres de la cien cia, sobre todo los y las competentes matemática y filosóficamente, per manecen entre nosotros. Phallus locutus, causafinita.
Hasta qué nivel de profundidad está impresa esta configuración del ale thotopo en las condiciones del saber de la antigua Europa (y de la antigua Asia), es algo que se infiere de la circunstancia de que la persistente crisis cultural del siglo XX no consiguió disolver completamente las relaciones ar- quetípicas entre expertos y legos. A pesar de un escepticismo creciente en tre la población frente a la ciencia, ha cambiado poco tanto la distribución de ambas Cámaras como las formas de su relación mutua. Sólo un peque ño número de contemporáneos consigue hoy hacerse un concepto apro piado de la insostenibilidad de las distinciones tradicionales y de sus moti vos. Que, no obstante, la creencia en la ciencia esté empalideciendo en un
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amplio frente, puede atribuirse en parte a la corrupción endógena de la co munidad de expertos. Las tan embarazosas como inacabables luchas de ex pertos en el campo de las verdades supuestamente externas producen la sensación en gran parte del público de que tampoco la verdad es ya lo que era. El valor psicosocial de uso del experto: la posibilidad de someterse a su dictamen y acabar así con las dudas, está en franca decadencia. Hace ya mu cho tiempo que la tesis lapidaria de B. F. Skinner: «El pueblo no está en si tuación de juzgar a los expertos»353suena tan increíble como una fortune cookie china. Aun cuando la frase fuera acertada, ello no cambiaría nada con respecto a que estamos condenados a formamos unjuicio propio sobre los expertos. No pocos contemporáneos han entendido que con la elección del experto ellos mismos eligen el resultado del informe del experto. Con ello, en conflictos sociales de intereses (por no hablar de los demasiado huma nos), se pulveriza la ilusión inmemorial de que los auténticamente sapien tes sean los diputados de verdades extemas. No es casual que lleguen a la opinión pública cada vez más casos de falsificaciones científicas (según cálculos pesimistas, están manipulados tres cuartos de todos los resultados de investigación publicados). Pero lo que afecta más profundamente al es tatus de la institución ciencia es la disolución del paradigma científico ba- coniano, dominante entre el siglo XVII y el XX, que había asentado, con evangélica ingenuidad, la alianza natural entre progreso científico y huma no354. La alegría himanista del racionalismo baconiano hubo de irse a pique con la emergencia del complejo científico-militar durante la Primera Gue rra Mundial a ambos lados del Aüántico (aunque, plenamente, con la man cha indeleble de la física moderna, que supusieron los acontecimientos del 6 y 9 de agosto de 1945 en Japón). Las civilizaciones modernas buscan des de entonces un nuevo contrat social epistémico, que tenga en cuenta la si tuación de las ciencias tras la pérdida de su independencia y su inocencia. Ahora la desconfianza circula ya por el Gran Campus.
Hacia el final del siglo que acaba de terminar comenzó a articularse una especie de movimiento epistemológico en pro de los derechos cívicos, cuyo objetivo es sacar a los expertos de su exilio dorado en las verdades ex ternas, hace tiempo desmentido, y hacer que vuelvan a un campo demo crático de saber. Si, dado el progresivo esoterismo de la investigación -y la privacidad creciente de los resultados-, esto es posible, queda como una cuestión abierta, que podría ser de decisiva importancia. Efectivamente, la re-inclusión de los expertos supondría el cambio más profundo de las re-
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Rebecca Horn, El coro de los saltamontes /, 35 máquinas
de escribir, que cuelgan del techo, teclean a ritmo diferente. Un bastón de ciego dirige el coro, 1991.
laciones alethotópicas desde la aparición de las grandes culturas. Además, este cambio, que liberaría tanto las verdades como a sus transmisores de su excentrismo respecto a las sociedades que los alojan, no sería otra cosa -como han demostrado los profundos análisis de Bruno Latour- que la consumación atrasada del saber sobre la vida real de las ciencias llevada a cabo por las ciencias mismas35.
Por lo que respecta a la defensa de la contemplación frente a la intro misión social: los contemplativos habrán de demostrar si realmente no pueden valérselas sin apelar a verdades externas y aprióricas. También aquí separa la explicación lo que mantenía junto la implicación. Es pro bable que en la reforma pendiente los contemplativos solitarios no pier
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dan tanto como puede que les parezca a primera vista. Es posible que ha ya llegado el momento en que los placeres de la asocialidad no necesiten más tiempo del subterfugio de la verdad.
8 El thanatotopo - La provincia de lo divino
La isla humana es un lugar visitado y afectado por vida ya muerta. Don de sus habitanes se juntan, se hacen perceptibles signos sutiles y obstina dos de los ausentes. Si a los mortales les afecta lo ausente o trascendente, es por dos motivos, que, a una mirada más atenta, remiten a fuentes com pletamente diferentes. La primera de ellas la acabamos de caracterizar al hablar de la emergencia de nuevas verdades en el ámbito del saber del co lectivo: de vez en cuando se presentan ante nosotros retoños de lo oculto, de lo que queda «tras» el horizonte despejado, en forma de nuevos cono cimientos que testimonian la prosecución de la marcha casi infinita hacia fuera, hacia arriba y hacia abajo. Puesto que las «sociedades» nunca se sienten seguras frente a descubrimientos, inventos y ocurrencias, los seres humanos pueden y deben saber que hay nuevas verdades que les afectan de lleno en su vida. Con ello queda establecida una primera trascenden cia, ontológica o aletheiológica. Está clarísimo que nuestro pensar y saber actual, y el habido hasta ahora, es una isla en el mar de un pensar y saber más grande; quien considera esto comprenderá que la inteligencia sólo existe en el desnivel: su elemento es su propio más o menos. La inteligen cia se manifiesta en que se orienta a aquello por lo que se siente sobrepa sada (en contra de la necia posición estructural de la conciencia crítica, que se dirige a lo inferior para sentirse superior, y degrada lo superior pa ra no tener que medirse con ello).
La segunda fuente de la afección por el más allá y lo ausente surge de la circunstancia de que los seres humanos, según una expresión de los pri meros griegos, son los mortales; y no sólo en el sentido de que tienen la muerte ante sí, sino, más bien, de que tienen detrás de sí sus muertos. La segunda trascendencia se funda en el hecho de que en la isla antropóge- na se tiene a los antepasados a la espalda, o tras la nuca, por utilizar una imagen más cargante. En todas las culturas, las imágenes vivas del recuer do de los muertos se transforman en imagines interiores y exteriores que regulan el tráfico entre los vivos y los muertos. De este mundo de imágenes
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se hace una institución psicosocial, cuya tarea es dirigir ordenadamente el retorno de los desaparecidos. Cuando se representa a los muertos de mo do ordenado, se habla de culto; cuando se observa su reaparición desre gulada, de aparición de un fantasma. Culto y aparición tienen en común que ambos acentúan la ligazón al lugar de la trascendencia: igual que no se puede realizar el culto de los antepasados en ninguna otra parte que en la proximidad de los lugares que se tenía en común con ellos356, tampoco el fantasma puede apartarse del todo de los lugares y territorios de los vi sitados. Esto llevará a que, con el comienzo de la era de los imperios y grandes culturas, los muertos acomoden sus zonas de operación a las nue vas circunstancias geopolíticas. Por este motivo, en el siglo XIX se llega al telespiritismo, incluso a la globalización de las apariciones de fantasmas. Un ejemplo sugestivo de ello es la novela de Maupassant El Haría, que des cribe lo que sucede cuando un mal espíritu de origen brasileño amplía su ámbito de aparición a una casa en Normandía: una referencia temprana al fenómeno tele-infección; a la imagen del cosmopolitismo moderno per tenece el hecho de que algunos muertos inquietos han aprendido a pen sar globalmente y a aparecerse localmente.
La ligazón al lugar de las culturas de memoria, culto y espectros, don de primero y preferentemente se hace notar es en las pequeñas dimensio nes espaciales de los colectivos arcaicos, dispersamente territorializados. Por eso el clima de una isla humana siempre está codeterminado, en prin cipio, por ser una zona de visita [de los muertos*]: un thanatotopo. Cien tos de ojos miran ávidos desde las colinas al campamento de los vivos; in quietos, devuelven éstos la mirada, escrutando el horizonte, con una sensación indeterminada de que hay alguien ahí, de cuyas buenas inten ciones es mejor no fiarse demasiado. Pero, dado que en las culturas tem pranas la frase «Dios ha muerto» rige plenamente en su primera formula ción «El muerto es Dios», esta dimensión de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes y lo otro puede caracterizarse también como theotopo o distrito de los dioses.
El dios del theotopo arcaico es todavía, plenamente, el ambivalente y difícil, al que le es inherente la ambigüedad de trato con un representan-
‘ Con el matiz de zona de añoranza del hogar, de retorno a casa [ Heimsuchungszone/, refi riéndose a los antepasados muertos. También afección, aflicción, por su recuerdo, su visita. (TV. del T. )
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te no determinado del otro lado. Por una parte, se dirige a los suyos como aliado, como auxiliador conjurado y consanguíneo del propio clan; por otra, como el amenazador, el rencoroso, el imprevisible y exigente. Es, en cualquier caso, el no-sólo-bueno, quizá incluso un exterminador sediento de venganza. El contrato del muerto con el vivo incluye ineludiblemente puntos delicados. Ciertamente, la carga ambivalente, inherente a los espí ritus de los antepasados, no sólo hay que atribuirla a complejos de culpa inconscientes de los vivos y a las expectativas de venganza correspondien tes; los dioses tempranos son más que almas liberadas, que escenifican una vendetta privada; constituyen, más bien, amalgamas de almas de muertos y fuerzas anónimas, a las que se evoca bajo nombres de culto357. Hay muchas almas humanas que, al morir, se mezclan con esas fuerzas y que gracias a sus mana se cargan de energía intimidatoria. (Razón por la cual una de ducción antropológica de lo sublime tendría que retrotraerse hasta esas energías, resumidas por Kant como lo sublime-dinámico. ) En Yahvé, el dios ultratrascendente del Occidente monoteísta tardío, son todavía reco nocibles, en principio, rasgos muy claros que le muestran cono un patriar ca larmoyante, desconfiado, fácilmente encolerizable y desequilibrare358. Esto vale, sobre todo, para las características que pertenecen al círculo funcional de su biofuerza: la palabra clave bíblica para ello es «bendecir»
(berek), pero el afectado siempre era consciente de la facilidad con que la bendición podía transformarse en maldición. Del mismo modo, el Zeus ar caico muestra atributos que corresponden más bien a un potentado para- noide que al Dios actualmente perfecto de los ontólogos. Tanto uno como otro son ya compuestos inequívocos de alma personal y violencia natural; al modo de gobierno de ambos correspondía una gran medida de inter vencionismo.
Un dios arcaico, por tanto, no es nada en que haya que creer; es un im portuno trascendente que se pega a los talones de los suyos. Su afición a revelarse satisface las condiciones del haressement en un registro psíquico. Sólo se le puede mantener a distancia cumpliendo puntualmente sus exi gencias. Nada de que entonces ser-ahí significara estar dentro de la nada; significaba, más bien, estar rodeado de un algo pegajoso cuasi-personal, que desde la ausencia reclama efectos presentes. Al «mundo de la vida» corresponde un mundo de muertos y espíritus, relativo a él, que le im pregna, penetra y mantiene en estrés. En ese régimen los dioses y antepa sados se experimentan como los no-lejanos, como vecinos invisibles que
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entran y salen de nuestra casa, como si nuestro lugar de asentamiento fue ra el objetivo natural de sus salidas y razzias. Aquí se puede hablar de trans cendencia próxima: de un contacto próximo y difícil, de un círculo de te mor e indeterminación que rodea a los isleños a escasa distancia359.
Pertenece a la naturaleza de las cosas que las tumbas constituyan los portales providenciales para el tráfico de cercanías entre el más acá y el más allá360. En el caso de dioses de ese nivel no puede confiarse en nada, excepto en su indiscreción; casi siempre es aconsejable contar con su re sentimiento frente a lo vivo: los sentimientos rencorosos crean una proxi midad tóxica por encima de las fronteras entre la muerte y la vida. Mien tras los seres humanos tengan que habérselas con el ámbito de cercanía del más allá, no se trata tanto, para ellos, de una cuestión de accesibilidad y conocimiento por lo que respecta a los dioses y espíritus (como en el tiempo en que comenzó la preocupación por el «silencio de Dios»361y otros síntomas de la escasez de presencia y evidencia); les mueve, al contrario, la preocupación por no tener demasiado indiscretamente y de continuo a su alrededor a los visitantes que vienen de lo invisible. Así se entiende que un dios en plena posesión de su capacidad espectral no necesite aún que un personal formado lógicamente demuestre su existencia.
La deducción de la maldad de los dioses no se puede contentar con re mitirse a la propensión a volver de los antepasados ofendidos. Lo malo y temible, que viene de fuera, es tan importante para la comprensión de las esferas de los seres humanos porque va incluido de doble manera en la constitución de las cápsulas culturales: por una parte, los seres humanos sólo han podido convertirse en los isleños ontológicos que son porque, en una larga corriente evolutiva, consiguieron liberarse del entorno nocivo y retirarse a la isla antropógena (la cápsula sonora de confort); por otra, es te retiro no conduce jamás hasta la inocuidad total; el encapsulamiento cultural nunca confiere a los sapientes más que una libertad parcial res pecto a necesidades y agresiones. Siempre está presente la posibilidad de avasallamiento por lo exterior; y, sobre todo, por la violencia que procede del interior del grupo. Es decir: el principio invasión se infiltra en el prin cipio distancia, la pelea entre ambas tendencias determina tanto la histo ria de los organismos como la de las culturas. Se puede mostrar cómo el espacio humano se configura por el esfuerzo de afirmar la primacía del distanciamiento frente a la invasión o de reinstaurarla tras derrotas.
El típico estrés de invasión se materializa en tres categorías de intrusos:
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Escultura azteca que representa la muerte.
Preparado anatómico: probablemente la ciclopía dio origen a las mitologías correspondientes.
por una parte, en los antepasados y retornantes, con cuya infiltración en la psique del grupo hay que contar regularmente; por otra, en las catás trofes y agresiones naturales, que irrumpen en la physis del grupo; final mente, en las nuevas verdades, que provienen de los inventos y descubri mientos de los renovadores.
Dado que, inevitablemente, a pesar de redondearse en sí mismo, el es pacio humano continúa siendo un espacio de invasión, adopta los rasgos de un sistema cultural de inmunidad. Lo que se llama sistemas de inmu nidad [o sistemas inmunes] son respuestas innatas o institucionalizadas a heridas o lesiones. Se basan en el principio prevención, que va coordina do al principio invasión. Así pues, «tener experiencia» no significa, en prin cipio, otra cosa que la capacidad de un organismo de prever invasiones y lesiones. Cuando esa previsión se traduce en medidas permanentes de de-
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Comerciante egipcio
de antigüedades con una momia.
fensa surge formalmente un sistema de inmunidad, esto es: un mecanismo de defensa, que neutraliza lesiones típicas esperables. Por medio de siste mas de inmunidad los cuerpos en proceso de aprendizaje instalan en sí mismos estresores que retornan regularmente.
Exactamente esto corresponde a la función del theotopo (que emerge del día nal o t o p o ) : los dioses arcaicos son las categorías introyectadas de in
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vasores y lesionadores, con las que cuenta crónicamente un grupo cultural dado. Cada una de las figuras divinas arcaicas explica una instancia de estrés, que da que hacer a una cultura. Gabriel Tarde, en su obra Las leyes de la imitación, se ha referido a la posible conexión entre la propagación uni versal de dioses sanguinarios y la propagación universal de animales san guinarios, con el fin de insinuar que, en todas partes donde seres huma nos primitivos fueron víctimas de fieras, quedaba cerca la transformación de las fieras fascinantes en dioses de la propia cultura362. Esto equivaldría a una domesticación simbólica de las fieras por su víctima potencial. Y a la vez se satisface la necesidad xenopática de la psique primitiva: el querer- ser-fascinado por dioses lo suficientemente extraños363. De modo análogo, teóricos de las catástrofes han inferido el nacimiento de las grandes reli giones sacrificiales en el Próximo Oriente a partir de la hermenéutica-pá nico con la que las culturas primitivas de aquellos tiempos interpretaban acontecimientos cósmicos, como lluvias gigantescas de meteoritos sobre la tierra y fenómenos celestes correspondientes364. Del terror a los astros sur gieron entonces dioses formidables, que hacían sentir a sus creyentes el abismo que hay entre el mundo de los seres humanos y el más allá. A ello corresponde, por ejemplo, el hecho de que el signo de «estrella» en su- merio-babilonio sea a la vez el ideograma de Dios. Lejano como un cuer po celeste y terrible como un dios: ésas serían las condiciones, pues, que ha de cumplir un objeto sagrado para actuar con éxito en el registro afec tivo del masoquismo religioso. Desde este extremo, el desarrollo de los ob jetos absolutos iría hacia figuras de dioses menos heterónomas. En conse cuencia, el drama del proceso de la civilización estaría prefigurado en la transformación de los dioses de invasión y catástrofe en dioses de creación y mantenimiento: una metamorfosis, que finalmente acabó en el compen dio de todos los dioses positivos parciales en la constitución monosférica del unum verum bonum. Esa instauración del Uno constituye el mayor do cumento justificativo del carácter de sistema de inmunidad de la metafísi ca: partiendo de la xenolatría fascinante y de la veneración del extraño carnívoro en los cultos sacrificiales locales, el exterior hipnógeno se in corpora progresivamente al interior, hasta que, al final, sólo queda un in terior propio superdilatado: que, enseguida, consecuentemente, cede a la entropía. Probablemente, el culto a los dioses-animales-domésticos, que, como Apis, el buey sagrado de los egipcios, ya muestran rasgos de suavidad y benevolencia, significa un paso intermedio en el camino a la sabiduría
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Morton Schamberg, God, ca. 1918.
imperial dr la inclusividad de la gran cultura. La domesticación de los ani males j rec i (le a la domesticación de los dioses' : hasta llegar a un agnus Dei, que ( deja sacrificar voluntariamente por amor a los renitentes seres humanos.
La huella del culto al extraño se mantiene mientras el dios bueno de los monoteístas pueda ser presentado como suficientemente terrible; la propaganda en favor del dios del amor no puede debilitar, sin más, el an tiguo irrm fácil dcos. Sólo el dios de los filósofos y de los místicos neo- platónic os disuelve su fascinación -que produce temblor- en familiaridad pura, ai n q i i e oscura. Se convierte en una especie de irradiación razonable desde el trasfondo y va desvaneciéndose hasta convertirse en un dios ocio
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so, que se manifiesta como el innecesario. Del ánimo xenoteísta de los an tiguos, en la high culture de la Modernidad, que ya no necesita dioses, sólo ha quedado un resto formal: chic xenófilo y allolatría filosófica36. Entre las facturas de dios más recientes después de Nietzsche (cuyo Dionisos era su ficientemente horrible), únicamente eljoven Heidegger se atuvo a un dios oscuro, xenolátrico, aunque sólo en la forma de un dios residual, de la muerte367.
Para mantener a distancia a los dioses arcaicos, conscientes de su re serva de caza, aparece en los theotopos primitivos la función del sacerdo te: como policía de fronteras de la esfera de los vivos, se le encomienda la tarea de restringir las incursiones del otro lado. El método más seguro de satisfacer a los ulteriores, que exigen su parte, parece haber sido la obla ción, que expresa casi una idea elemental de los theotopianos arcaicos. To dos ellos estaban acostumbrados a creer que el pago de un impuesto a los muertos y extranjeros pertenecía a sus obligaciones contraídas: las prime ras delegaciones de hacienda fueron, sin duda, las piedras sacrificiales pa leolíticas, en las que el miedo aprensivo satisfacía sus tributos. Pero donde hay obligación no puede estar lejos la opción. En principio y durante mu cho tiempo se reembolsó la parte de los muertos en forma de alimentos y sangre fresca; como si fuera una evidencia que espectros y dioses tienen hambre y sed. Más tarde pudieron satisfacerse los tributos a un más allá enaltecido en forma de exvotos y comuniones; también se hicieron usua les contribuciones caritativas; ciertos dioses y diosas parecían escuchar, más bien, el dialecto de la automutilación de sus admiradores, por ejem plo la Gran Madre de los indios, que hasta hoy permite que se le rinda ho menaje por el sacrificio de los testículos de sus adoradores (parece que hay todavía casi cien mil miembros de la casta de los santones castrados que vi ven al margen de la «sociedad» india como prostituidos, adivinos y baila rines de bodas). Dioses con convicción de amos aceptaban con más gusto la transformación de la ofrenda en sumisión. A veces, a los sublimes pa recía no resultarles del todo desagradable en los suyos un cierto gesto sui cida: una tendencia que fue adoptada por sectas radicales y aprovechada como materia prima para ascesis kamikazes. Con las economías de los tem plos se puso en marcha una primera política de redistribución del espíri tu contributivo; el theotopo se convierte entonces en caja solidaria, y, al la do de la ayuda primitiva a los pobres, sirve, no en último término, a la fundamentación material del estamento sacerdotal. A la vista de estas cir-
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Leo Regan, el hermano Emmanuel Patrick bendice un nuevo automóvil en Lagos, 1996.
constancias resulta legítimo decir que la cultura no es otra cosa que la his toria de la interiorización de la ofrenda sacrificial368.
La ligazón permanente del «mundo de la vida» al ámbito vecino de muertos y dioses moviliza capacidades adscritas al tráfico fronterizo. En dicción moderna se las llama disposiciones mediadoras o, más anacróni- canienu aún, aptitud para profesiones terapéuticas. Con ello se* designa la capacidad de sintonizar con comunicaciones de lo indirectamente dado. Tantas mediaciones, tantos talentos. Cuando despunte) entre los griegos la auroravespertina del antiguo mediumnismo, Platón -como alguien que ya está en <anlino y adquiere una visión panorámica- ofreció una sinopsis de los talentos theotópicos especiales y propuso distinguir cuatro tipos de afección por emisiones venidas del más allá. En el diálogo i'rdm, Sócrates
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comienza a hablar de los beneficios del entusiasmo, gracias al cual seres humanos dotados se ofrecen como bocinas de los dioses: dioses que, por supuesto, hace mucho tiempo que no representan meros espíritus de cam pamento y tribu, sino que se han convertido ya en auténticos dioses del pueblo y han sido elevados a un más allá de arrobamiento mediano, a la semitranscendencia olímpica, digamos. Se trata, en principio, de las tres funciones mánticas fundamentales, que en otro tiempo parecían depen der de posesiones informativas: primero, la facultad de ver en el futuro y predecir cosas venideras; a continuación, la capacidad de encontrar me dios y caminos de curación en caso de enfermedad; y, finalmente, la ins piración poética, respecto de la cual los antiguos tenían claro que sólo podía llevarse a efecto por el susurro de las musas o de Apolo mismo. (Así puede comprenderse por qué la poesía y la música existieron, en princi pio, como instituciones theotópicas, y sólo después de la emancipación de las esferas de las Musas del culto religioso se convirtieron en prácticas de derecho propio, sin conexión directa con un más allá inspirador y orde nante. ) Más allá de las disciplinas del antiguo mediumnismo, Platón in troduce un cuarto entusiasmo, que interpreta como conmoción por el amor hacia ideas bellas, contempladas antes del nacimiento y recordadas a lo largo de la vida. Desde entonces, el fuego de la manía filosófica hay que custodiarlo en un altar especial: en el pupitre académico, ante el que se congrega la comunidad logofílica.
No hay duda de que la filosofía, tal como la concibió Platón, significó una modificación decisiva del comportamiento humano en el theotopo: puso en circulación un modo y manera nuevos, aunque minoritarios, de dar solución a la vecindad del «mundo de la vida» con el mundo de los espíritus, transformado ahora en cielo de las ideas. Por eso hay que atri buir cualidades theotópicas a las academias, como más tarde a las iglesias, en su modo de ser originario. Las formas de conocimiento, que se culti varán en ellas, sirvieron al intento de reducir las posesiones a convicciones. Sólo la Modernidad ha desencantado, si no el mundo, sí las academias.
Por lo que respecta a la Iglesia cristiana, el gran theotopo de Occiden te, en ella siguió viva todavía durante mucho tiempo la idea de que, de vez en cuando, los seres humanos, como medios de un más allá no demasiado lejano, disponen de capacidades especiales como clarividencia, poder cu rativo o elocuencia; lo que san Pablo tenía que decir respecto de estos «do nes de la gracia» se limita a la exigencia de su razonable subordinación al
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culto del Señor*69. Que también bajo auspicios cristianos los carismas se vuelven a transformar fácilmente en posesiones malignas, es algo que mues tran no sólo las innumerables sectas evangelistas, por las que es conocido y tristemente célebre Estados Unidos, el paraíso de las comunas mánicas desde siempre; en ellas Cristo se transforma en un demonio de éxito con fuertes competencias monetarias, si es que no se introduce en la vida co mo curandero milagroso ante una cámara en acción. La recaída se obser va también, año tras año, en los peregrinos cristianos de todo el mundo a Jerusalén, que se trastornan ante los escenarios de la Pasión y han de re currir ocasionalmente a la empatia de psiquiatrasjudíos.
En numerosas culturas, sobre todo en aquellas que no conocieron ningún cambio de paradigma en favor del monoteísmo, la idea de la rela ción mediadora de seres humanos señalados y elegidos con el otro lado nunca perdió validez. Algunas «sociedades» africanas creen hasta hoy día que los niños que no aprenden a hablar, o que dejan de hablar hasta un momento determinado, es porque preferirían estar con los antepasados, por lo que sólo se los puede persuadir para que convivan con los vivos in tentando convencerlos de la ventaja de haber nacido*70. A los ojos de sus padres y curadores esos «niños-muertos» no son «autistas»; viven en otra parte, mejor aclimatados que entre seres humanos, de modo que para asentarlos aquí hay que aflojar el lazo que los une al otro lado.
La idea de que puede haber malos espíritus capaces de penetrar en cuerpos de extraños está tan extendida en numerosas culturas que resulta legítimo considerarla como un pensamiento elemental. Según interpretan los creyentes, una invasión así sirve para convertir a seres humanos en autómatas de los demonios. Puesto que los intrusos no se detienen ante los muertos, los chinos de la Antigüedad sellaban a veces la boca y el ano de los muertos con tapones de cera o dejade. En ciertas tribus germánicas an tiguas se ataban las piernas de los muertos a la espalda y se les enterraba boca abajo con el fin de dificultarles el regreso.
Como hemos observado, el interés de los vivos por el mundo de los muertos está condicionado en gran parte por la confusión de las dos trans cendencias con las que limita el mundo humano: ya que los seres huma nos no son sólo vecinos de sus muertos, sino también del horizonte, tras el que, de acuerdo con el supuesto más al uso, se mantienen las verdades no desveladas o ideas trascendentes, les puede parecer plausible la idea de que ambas vecindades se interfieran, más aún, de que formen uno y el mis
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mo espacio. De aquí se sigue para ellos que los muertos gozan de acceso a lo no desvelado; y,junto con ellos, también los aún no nacidos, como nos informa el mito platónico del alma. La idea de que todo se aclarará, como muy tarde, post mortem se fundamenta en la firme asociación entre estar muerto y logro de un saber definitivo.
Una vez consumado el entrelazamiento de la trascendencia de lo des conocido con la de los muertos, se impone irresistiblemente la idea de evo car a los muertos con el fin de conseguir información de lo más-allá-defini- tivo. Efectivamente, de acuerdo con este esquema, y dado que los muertos tienen todo tras de sí, poseen un cupo mayor de participación en las ver dades que están en pretérito perfecto: quienes han vivido como sujetos también han vivido en lo que ha sido objetivamente, en lo esencial, como lo entiende la metafísica, en casa. En esta confusión tan oportuna tienen su origen innumerables prácticas necrománticas, que alcanzan desde sim ples oráculos de muertos hasta la evocación de difuntos desde el otro mun do. El ejemplo con mayores efectos de esta última lo ofrece la aparición del difunto Darío en la tragedia Los persas de Esquilo: surgido del reino de los muertos, revela su interpretación teológica de la derrota persa (sin que le importe, al hacerlo, convertirse, de ese modo, en el testigo principal de la creencia griega en la unidad del más allá de la verdad y el reino de los muertos). En contraposición, los más grandes de entre los héroes tienen que descender personalmente no pocas veces al submundo para recibir allí instrucciones sobre su destino futuro. No olvidemos que el anuncio fundacional del occidentalismo, el vaticinio del dominio romano del mun do, fue enunciado por el difunto Anquises a Eneas, en su camino al orco: un día sería asunto de Roma gobernar los pueblos, respetar los senti mientos de los aliados (parcere subiectis) y reducir (debellare) a los soberbios (superbosf71.
De lo dicho se deduce que los contornos del theotopo se agitan cuan do cambian en una «sociedad» las formas de relación con los muertos o los métodos de consecución de saber. Ambas cosas suceden en la civiliza ción contemporánea, que entierra de otro modo a sus muertos y consigue de otro modo sus verdades. El interés por los asuntos del otro mundo dis minuye en la Modernidad, en primer término, porque apenas se puede re currir todavía a los difuntos para recibir informaciones sobre las cosas ve nideras; su opinión resulta, ciertamente, menos útil cuando de lo que se trata es de establecer reglas técnicas para la gestión del mundo del futuro.
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El mundo de los vivos y el mundo de los muertos se han hecho tan disí miles uno de otro, que los difuntos, aun cuando quisieran hacerlo, no ten drían consejo alguno que dar a los vivos. A la inversa, la facultad de plan tear a los muertos preguntas con sentido ha desaparecido prácticamente entre los contemporáneos. Para la consecución del saber se ha vuelto su- perfluo el rodeo por la trascendencia.
