Por eso el cuadrado negro aparece ante un fondo blanco, que le ro dea casi como un marco; en el Cuadrado blanco, de 1914, casi desaparecerá
también
esta diferencia.
Sloterdijk - Esferas - v3
Que llevó a cabo la negación más explícita de la más implícita de to das las esperanzas: que el ser-en-el-mundo de seres humanos no puede sig nificar en ninguna circunstancia un ser-en-el-fuego.
Pertenece a las sorpresas, no sorprendentes ya, del siglo XX que este máximo se mostrara superable. La explicación de la atmósfera por el te rror no se paró en la transformación de «mundos de vida» en cámaras de
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gas y cámaras de fuego. Para superar los horrores del alto horno de Chur- chill se necesitó nada menos que una «revolución de la imagen del mun do» o, con mayor exactitud -desde que comprendemos la falsedad del dis curso de la revolución-, un mayor despliegue aún de lo que sostiene al mundo en su latencia física y biosférica. No es necesario en este punto ha cer una recapitulación de la historia conjunta de la física nuclear y del ar ma nuclear. En nuestro contexto es importante que la explicación físico- nuclear de la materia radiactiva y su demostración popular mediante hongos atómicos sobre áridos terrenos experimentales y ciudades habita das, al mismo tiempo, pusiera de manifiesto un nuevo escalón de profun didad en la explicación de lo atmosférico humanamente relevante. Con ello dio lugar a una nueva orientación «revolucionaria» de la conciencia del «medio ambiente» en dirección al medio invisible de ondas y radia ciones. Frente a ello ya no puede conseguirse nada con el recurso al clási co claro [Lichtung] en el que «vivimos, tejemos y somos», se entienda te ológica o fenomenológicamente. El comentario (post)-fenomenológico a los relámpagos atómicos sobre el desierto de Nevada y las dos ciudadesja ponesas reza: Making radioactivity explicit.
Con los lanzamientos de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki se consumó no sólo una superación cuantitativa de los sucesos de Alema nia, la extinción simultánea de (según los cálculos más precavidos) más de 100. 000 vidashumanas,enuncaso,ymásde40. 000,enotro121,suponela culminación, por ahora, del proceso atmoterrorista de explicación; las ex plosiones nucleares del 6 y del 9 de agosto de 1945 impulsaron, a la vez, una escalada desde el punto de vista cualitativo, en tanto que, más allá de la dimensión termoterrorista, abrieron el paso a la radioterrorista. Las víc timas de la radiación de Hiroshima y Nagasaki, que se reunieron poco tiempo después con las víctimas del calor de los primeros minutos y se gundos -en casos innúmeros también con una demora de años o dece nios-, hicieron expreso el conocimiento de que la existencia humana está incluida continuamente en una compleja atmósfera de ondas y radiacio nes, de cuya realidad sólo pueden damos testimonio, en tal caso, ciertos efectos indirectos, pero nunca percepción inmediata alguna. La entrega directa de una dosis, aguda o retardadamente mortal para los seres hu manos, de radiactividad, liberada «tras» el efecto primario térmico y ciné tico de las bombas, abre una dimensión de latencia completamente nueva en el saber de los afectados y de los testigos.
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Lluvia negra, altamente radiactiva, que cayó sobre Nagasaki. Foto: Yuichiro Sasaki.
A I ) antes oculto, desconocido, inconsciente, nunca sabido, nunca ob servado, nunca observable se le obligó de repente a aparecer en el plano de la manifestación; mediatamente se volvió llamativo en forma de des prendimientos de piel y llagas, como si un fuego invisible produjera que maduras visibles. En los rostros de los supervivientes se reflejaba una nue va forma de apatía: las «máscaras de Hiroshima» miraban atónitas a los restos de un mundo, del que se había privado a los seres humanos en una tormenta de luz. Que les fue devuelto como desierto irradiado. Esas caras comentan el abuso ontológico en su oscuro valor límite. Tras la lluvia ne gra sobre Japón se manifestó durante decenios el mal sin nombre en for ma de pólipos cancerosos de todo tipo y de trastornos psíquicos de lo más
«Máscara-Hiroshima».
Una joven busca a su familia en Hiroshima.
profundo. Hasta 1952, por la censura de Estados Unidos, estuvo prohibida en Japón toda alusión pública a ambos actos de terror12.
En esos sucesos hay que ver un crecimiento dimensional de la acción del terror: el atentado nuclear al mundo de vida del enemigo también in cluye desde entonces la explotación de la latencia como tal. La no per ceptibilidad de las armas radiactivas se convierte en una parte esencial del efecto mismo de esas armas. Sólo tras su irradiación comprende el enemi go que existe no sólo en una atmósfera de aire, sino también en una de ondas y radiaciones. El extremismo nuclear es, más aún que el químico, que utiliza gas y fuego, el momento crítico de la explicación atmosférica.
Con el paso explicativo nuclear la catástrofe fenoménica se convierte en una catástrofe de lo fenoménico. La irrupción de los físicos, y de los mi litares informados por ellos, en el nivel radiactivo de influencia en el me dio ambiente ha dejado claro que puede haber algo en el aire, que no con siguen notar en absoluto las criaturas mundanas de la era prenuclear -que respiran despreocupadas, ingenuamente sensibles al entorno-, los ances trales «pupilos del aire» humanos. Desde ese momento de cesura históri-
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I
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i
Dibujo de un superviviente del lanzamiento
de la bomba atómica en Hiroshima:
alguien, tendido de espaldas en la calle, murió inmediatamente después del lanzamiento de la bomba. Su mano se dirigía al cielo, los dedos ardían en medio de llamas azules. Un líquido oscuro goteaba
de la mano a la tierra.
ca están sujetos a la coacción de contar con lo imperceptible, como si se tratara de una nueva lev. En el futuro habrá que desconfiar de la percep ción propia para supervivir en entornos tóxicos. El modo de pensar y de sentir de los paranoides se convierte en una parte de la educación gene ral, Only the Paranoid Suruivé25; quien es consciente de los hechos se siente en vilo por la probabilidad de que deseos de hacer daño de enemigos le
janos so materialicen invisiblemente.
En la latencia redefinida también los bioterroristas (como sus simula dores y parásitos) operan sobre un trasfondo estatal y no-estatal. En su cálcu lo de ataque tienen en cuenta la dimensión de lo imperceptiblemente pe queño y amenazan el entorno del enemigo con atacantes invisibles. Los avances más explícitos en la dimensión del terrorismo bio-atmosférico los llevaron a cabo investigadores militares soviéticos en los años sesenta y se tenta. A sus escenas primeras pertenecen los ensayos realizados en 1982 y 1983 con el agente provocador de la turalemia, para los que, en una isla del lago Aral, inaccesible a la opinión pública, se ataron a postes cientos de monos importados expresamente para ello de Africa. El lanzamiento de bombas de turalemia, recién desarrolladas, sobre ellos llevó al resultado, satisfactorio para los investigadores, de que casi todos los animales de ex perimentación, a pesar de estar vacunados, perecieron en poco tiempo por inhalación del agente provocador124.
Cuando Martin Heidegger, en sus artículos a partir de 1945, la mayoría de las veces utilizaba la «falta de patria» como contraseña existencial del ser humano en la época-del-entramado-técnico [Ge-stell-Zeitalter/, esa expresión no sólo se refería a la ingenuidad perdida de la estancia en casas de cam po y al paso a una existencia en máquinas urbanas habitables. A un nivel más profundo, el término «apátrida» significa la desnaturalización del ser humano de la envoltura natural de aire y su mudanza a espacios climati- zados; en una lectura aún más radicalizada, el discurso de la falta de patria simboliza el éxodo de todos los posibles nichos de cobijo en la latencia. Tras el psicoanálisis ni siquiera lo inconsciente es utilizable como patria, tras el arte moderno tampoco la «tradición», tras la biología moderna ape nas todavía la «vida», por no hablar ya del «medio ambiente». Al espectro de esas aperturas a la existencia apátrida pertenece, tras Hiroshima, la reve lación forzosa de las dimensiones radiofísicas y electromagnéticas de la atmósfera. En lugar del habitar aparece la estancia en áreas radiotécnica mente vigiladas. El físico Cari Friedrich von Weizsácker, familiarizado con la obra de Heidegger, levantó un monumento conmemorativo a esta si tuación, cuando, en el momento culminante de la carrera armamentístíca nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética, en los años setenta, hi zo construir demostrativamente en el jardín de su casa de Stamberg un búnker de protección radiactiva.
Es lícito dudar de que el discurso evocativo de Heidegger sobre el «ha-
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Búnker de protección atómica, instalacicSn
de Guillaume Bijl, 1985, Place St. Lambert, Lieja.
bitar» del ser humano en una «región» posibilitante de sí y remitida a sí pueda quedar como la última palabra en cuestiones de una existencia atra pada en la coacción explicativa y de su tarea de autodiseño. Cuando el filó sofo alababa el prudente mantenerse en la «región» saltaba, adelantándo se un tanto precipitadamente, al ideal de un espacio que rehace la totalidad, que implica lo antiguo y lo nuevo1". «Región» [Gegend] significa para él el nombre de un lugar en el que todavía podía florecer una exis tencia auténtica. No se podría decir muy bien cómo se llega hasta él si no se estuviera ya en él. Tendría que ser un lugar más allá de toda explica ción, ( ( >mo si ésta sólo valiera en otra parte; un lugar efectivamente azota do por el frío viento del exterior, por el riesgo de emplazamiento de la mo dernización. pero que, a pesar de todo, siguiera siendo la patria. Sus habitantes sabrían que el desierto crece, pero podrían sentirse compro metidos. precisamente allí donde están, con una «extensión de terreno y
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Magdalena Jetelová, Atlantic Wall, 1994-1995.
un receso temporal»126maravillosamente inmunizadores. Aquí se puede hablar de alto bucolismo. A la palabra «región» no se le puede negar, con todo, a pesar de toda su provisionalidad y de sus connotaciones provincia les, una fuerza remisora a la dimensión terapéutica en el arte de la con formación de espacio127. ¿Qué es terapéutica sino el saber procedimental y el arte del saber sobre la nueva organización de una escala de medida con forme a los derechos humanos tras la irrupción de lo desmesurado; sino una arquitectura para espacios de vida después de que se haya mostrado lo invivible? Lo que nos hace divergir de Heidegger es la convicción histó ricamente crecida y teóricamente estabilizada de que en la era de la expli cación del trasfondo tampoco las relaciones «regionales» y patrias, allí donde florecen todavía localmente, pueden ser tomadas simplemente co mo dones del ser, sino que dependen de un gran despliegue de diseño for mal, de producción técnica, de asesoramiento jurídico y estructuración política.
En estas referencias al desarrollo (puesto en marcha por la guerra de gas y reforzado por el smog industrial) de la pregunta por las condiciones de respirabilidad del aire, después a las exacerbaciones gasterroristas y ter- moterroristas de la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, a la puesta en evidencia de las dimensiones radiológicas del trasfondo del ser-en-el-mun-
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do humano, que desde los acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki hay que retener temático-duraderamente, describiremos ahora un arco histó rico de expresividad creciente en la problematización de la estancia hu mana en medios de gas y radiaciones. No se puede asociar con una consi deración retrospectiva como la intentada aquí la suposición de que la historia de la explicación de la atmósfera mediante el perfeccionamiento de las armas atómicas haya llegado a un final con el término de la guerra fría. Desde la desaparición de la Unión Soviética, la última potencia mun dial que ha quedado ha conseguido el monopolio para desarrollar el con- tinuum del atmoterrorismo, elaborado desde 1915 a 1990, en dimensiones aún más explícitas y monstruosas. Puede que el final de la guerra fría ha ya traído consigo un decrecimiento de la intimidación nuclear; pero, por lo que respecta a la inclusión de las hasta entonces no desarrolladas di mensiones climáticas, radiofísicas y neurofisiológicas del trasfondo de la existencia humana en proyectos militares de la potencia mundial, el um bral de los años noventa significa un nuevo comienzo. A partir de ese mo mento, e inadvertido por la opinión pública, se da el salto a un nivel im previsible de escalada en las oportunidades de ataque atmoterrorista.
En un escrito del Department ofDefense, presentado el 17dejunio de 1996 y cuya entrega a la opinión pública se autorizó sin tener en cuenta su temá tica sensible, siete oficiales de un departamento de investigación científica del Pentágono explicaban los rasgos generales de un futuro modo de ha cer la guerra en la ionosfera. El papel del proyecto, presentado bajo el tí tulo: «El tiempo como un multiplicador de la fuerza de combate: dominio del tiempo en el año 2025» (Weather as a Forcé Multiplier: Owning the Weather
in 2025), se redactó por encargo del Estado Mayor de la Air Forcé con la instrucción de aportar condiciones, bajo las que Estados Unidos pudiera reafirmar en el año 2025 su papel como potencia armamentística absolu tamente dominante en el aire y el espacio. Los autores del escrito parten del hecho de que en treinta años de desarrollo se logrará, de modo rele vante para la guerra, hacer dominable la ionosfera como uno de los com ponentes, invisibles para la percepción humana, de las cubiertas terrestres físicas exteriores, sobre todo por la supresión y producción arbitrarias de condiciones meteorológicas tormentosas, que garanticen el control del campo de batalla (battlejield dominance) al poseedor de las armas ionosféri cas. Según anticipaciones actuales, el arma meteorológica abarca, entre otras cosas: la conservación o enturbiamiento de la visión en el espacio aé
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reo; la subida o bajada del comfort levels (de la moral) de las tropas; inten sificación y modificación de las tormentas; supresión de lluvias sobre te rritorios enemigos y producción artificial de sequía; interceptación e im pedimento de comunicación enemiga y obstaculización de actividades meteorológicas análogas del enemigo.
Con la explicitación de estos nuevos parámetros para intervenciones operativas de militares en el battlespace environment ya se tiene en cuenta hoy la posible condición futura del diseño del campo de batalla (battlefield shaping) y de su percepción (battlefield awareness). En la recapitulación final del escrito se dice al respecto:
Como un esfuerzo de alto riesgo y altas recompensas, la modificación del tiem po nos coloca ante un dilema semejante a la fisión nuclear. Mientras algunos sec tores sociales sigan oponiéndose constantemente a analizar temas polémicos como la modificación del tiempo, se ignorarán, de manera peligrosa para nosotros mis mos, las enormes (tremendous) posibilidades militares que pueden surgir en ese campo.
Con ello, los autores del escrito sobre la guerra meteorológica, no sólo dan a entender que recomiendan el desarrollo de tales armas incluso con tra la opinión pública; se colocan, además, en un entorno cultural que só lo es capaz ya de anticipar un único tipo de guerra: el conflicto militar de Estados Unidos con Estados «canallas», es decir, con Estados que toleran o apoyan las acciones militares o terroristas contra el complejo civilizato rio del «Oeste». Unicamente en este contexto es compatible la propagan da en favor de una futura arma meteorológica y de la entrada en una es calada de prácticas atmoterroristas con una situación cultural altamente legaliformizada y caracterizada por una sensibilidad extrema para obliga ciones de fundamentación. A las premisas de la investigación sobre armas meteorológicas le es inherente una asimetría moral estable entre el modo de hacer la guerra de Estados Unidos y cualquier posible modo de hacer la guerra de quien no sea Estados Unidos: bsyo ninguna otra circunstancia podría justificarse la inversión de medios públicos en la construcción de un arma tecnológicamente asimétrica de evidente calidad terrorista. Para legitimar democráticamente el atmoterrorismo en su forma más avanzada hay que presuponer la imagen de un enemigo que haga plausible la utili zación de medios apropiados para su tratamiento especial ionosférico. En
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el americanwayofware1hostigamientodelenemigoentrañasucastigo,da do que ya sólo pueden imaginarse criminales manifiestos como responsa bles de groserías armadas contra Estados Unidos. Este estándar vale, por lo demás, desde la guerra fría, durante la cual Moscú fue calificada obsti nadamente como la «base mundial del terrorismo». Por eso, la declaración de guerra se sustituye fácticamente por una orden de captura, o bien una orden ejecutoria, contra el enemigo. Quien posee la soberanía interpreta tiva de declarar como terroristas a los luchadores por una causa extraña, desplaza sistemáticamente la percepción del terror del plano de los méto dos al ánimo del grupo adversario, y con ello se retira él mismo de la es cena. Desde ese momento el modo de hacer la guerra y el proceso por ley marcial resultan indistinguibles. Lajusticia anticipada del vencedor no só lo se cumple en el modo de llevar una guerra declarada como medida dis ciplinaria; se realiza también como investigación armamentística contra el enemigo de mañana y pasado mañana.
Más allá del declarado interés por el arma meteorológica, Estados Uni dos trabaja desde 1993 en un programa afín, aunque en este caso mante nido en secreto, para la investigación de la aurora, el High-frequency Active Auroral Research Programme, HAARP, del que podrían seguirse las premisas científicas y tecnológicas de una posible arma de super-ondas. Cuando no consiguen evitar la opinión pública, los patrocinadores del proyecto pre sumen de su carácter civil, más o menos de su posible aptitud para recrear la capa de ozono defectuosa y para prevenir ciclones, mientras que sus -no numerosos- críticos ven en tales declaraciones el típico camuflaje de pro yectos militares absolutamente secretos128. El proyecto HAARP se asienta en un complejo de investigación en Gakona, South Central Alaska, apro ximadamente 300 kilómetros al noroeste de Anchorage, compuesto de un gran número de antenas que crean campos electromagnéticos de alta energía y los irradian a la ionosfera. Su efecto de reflexión y resonancia pa rece que se utiliza para focalizar campos de energía sobre puntos discre cionales de la superficie terrestre. De emisiones de radiación de este tipo podría resultar una artillería energética de efectos casi ilimitados. Las pre misas técnicas de esa instalación proceden de ideas del inventor Nicola Tesla (1856-1943), que ya en tomo a 1940 había advertido al gobierno es tadounidense sobre las posibilidades militares de un arma de tele-energía.
Si un sistema de ese tipo fuera implantable sería capaz de provocar po derosos efectos físicos, hasta llegar al desencadenamiento de catástrofes
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Antenas del Proyecto Haarp.
climáticas y terremotos en zonas puntuales elegidas. Algunos observadores relacionan con los tests de la instalación de Alaska nieblas y tempestades de nieve aparecidas erráticamente en Arizona y otros fenómenos atmosfé ricos no aclarados en diferentes partes del mundo. Pero, dado que las on das ELF (Extremely Low Frequencies), u ondas infrasonido, no sólo influyen en la materia anorgánica sino también en organismos vivos, especialmen te en el cerebro humano, que trabaja en ámbitos profundos de frecuencia, el HAARP depara perspectivas de producción de un arma neurotelepática que podría desestabilizar poblaciones humanas mediante ataques a dis tancia a sus funciones cerebrales129. Un arma de ese tipo sólo puede ser concebida, incluso en forma especulativa, si el desnivel moral entre los ce rebros que la desarrollan y los cerebros que han de ser atacados con ondas ELF aparece completamente claro en el presente y puede ser mantenido estable en el futuro. Aunque se tratara de un arma no letal, únicamente podría utilizarse contra lo absolutamente extraño o contra el mal absolu to en sus encarnaciones humanas. Pero no puede excluirse que el efecto colateral de tales empresas de investigación conlleve per se complicaciones morales, desastrosas para la determinación de un desnivel de ese tipo. Cuando no está clara la diferenciación entre cerebros de canallas y cere bros de no-canallas, la producción de un arma de ondas así contra un la do de esa diferencia -como ya sucedió con las armas atómicas- podría re sultar funesta, por autorreferencia, también para el otro lado.
Puede que se considere surrealista la mención de tales perspectivas; pe ro no es más surrealista de lo que lo hubieran sido anuncios de un arma de
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gas antes de 1915 y de un arma atómica antes de 1945. Antes de la demos tración por los acontecimientos, la mayoría de los intelectuales del hemis ferio occidental habrían despachado el desarrollo de las armas nucleares co mo una especie de ocultismo científico-naturalmente camuflado y le habrían negado toda plausibilidad. El efecto de surrealidad de lo real antes de la pu blicación pertenece a los efectos colaterales de la explicación puntera, que desde su comienzo divide las sociedades en un pequeño grupo de personas, que participan en la irrupción de lo explícito como pensadores, operadores y víctimas, y en otro, mucho más grande, que, desde el punto de vista de lo lícito existencialmente, persiste ante euentum en lo implícito y, en todo caso, reacciona posterior y puntualmente a las explicaciones. La histeria pública es la respuesta democrática a lo explícito, tras devenir innegable.
La permanencia diaria en la latencia es presa cada vez más de la in tranquilidad. Aparecen dos tipos de durmientes: los durmientes en lo implícito, que siguen buscando cobijo en la ignorancia, y los durmientes en lo explícito, que saben lo que se planea en el frente, pero esperan la or den de actuar. La explicación atmoterrorista distancia tanto las concien cias en una y la misma población cultural (hace ya tiempo que resulta in diferente llamarla pueblo o población) que de fado ya no viven en el mismo mundo y sólo constituyen una sociedad simultánea formalmente, a causa de la condición ciudadana estatal. A unos los convierte en colabora dores de la explicación y con ello -en secciones de frente que cambian in cesantemente- en agentes de un terror estructural -aunque sólo pocas ve ces concreto y real- ejercido contra las condiciones de trasfondo de naturaleza y cultura, mientras que los otros -transformados en regionalis- tas, aborígenes domésticos, en protectores voluntarios del propio anacro nismo- cultivan en reservas libres de hechos la ventaja de poder seguir afe rrados a imágenes de mundo y condiciones de inmunidad simbólicas de la época de la latencia.
3 Air/Condition
Entre las campañas ofensivas de la Modernidad, la del surrealismo ha aguzado especialmente la idea de que el interés fundamental de la actua lidad tiene que dirigirse a la explicación de la cultura. Entendemos por cultura -siguiendo las insinuaciones de Bazon Brock, Heiner Mühlmann,
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Eugen Rosenstock-Huessy, Ludwig Wittgenstein, Dieter Claessens y otros- el conjunto de reglas y cometidos de acción que se transmiten y van va riando en los procesos generacionales.
El surrealismo obedece al imperativo de ocupar las dimensiones simbó licas en la campaña de modernización. Su objetivo declarado o no decla rado es hacer explícitos procesos creativos y aclarar técnicamente los do minios de sus fuentes. Para ello acudió sin más al fetiche de la época, al concepto omnilegitimante de «revolución». Pero, como ya sucedía en el espacio político (donde, defado, no se trató nunca de un «giro» real, en el sentido de una inversión de arriba y abajo, sino de la proliferación de po siciones punteras y de su nueva ocupación por representantes de estratos sociales medios agresivos, cosa que en realidad no pudo conseguirse sin que los mecanismos de poder se transparentaran parcialmente, o sea, sin democratización, y pocas veces sin una fase inicial de abierta violencia des de abajo), también en el campo cultural resulta evidente la calificación errónea de los acontecimientos; pues aquí nunca se trató tampoco de «re volución», más bien, y exclusivamente, de un nuevo reparto de la hege monía simbólica; y eso necesitaba una cierta puesta en evidencia de los procedimientos artísticos; por ello tuvo que haber una fase de barbarismos y tempestades de imágenes. Por lo que respecta a la cultura, «revolución» es una expresión encubierta de violencia «legítima» contra la latencia. Po ne en escena la ruptura de los nuevos operadores, seguros de sus procedi mientos, con los holismos y comodidades de las situaciones artísticas bur guesas.
El recuerdo de una de las escenas más conocidas de la ofensiva surrea lista puede aclarar el paralelismo entre las explicaciones atmoterroristas del clima y los golpes «revolucionario«-culturales contra la mentalidad de un público burgués de arte. El 1 de julio de 1936, Salvador Dalí, quien al comienzo de su carrera pasaba como embajador autoproclamado del rei no de lo superreal, dio una conferencia-performance en las New Burling ton Galleries de Londres, con ocasión de la International Surrealist Exhi- bition, en la que, en relación con su propia obra expuesta, se proponía explicar los principios del «método crítico-paranoico» desarrollado por él mismo. Para dejar claro al público ya con su propia presentación que él ha blaba en nombre del otro y como representante de un en-otra-parte radi cal, Dalí había decidido ponerse un traje de buzo para su discurso; según el informe del Star londinense del 2 de julio, sobre el casco se había colo
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cado un radiador de coche; el artista llevaba, además, un taco de billar en las manos y se hacía acompañar por dos grandes perros130. En su autopre- sentación Comment on devient Dalí el artista cuenta una versión del inci dente que provocó esa idea.
Con motivo de la exposición, había decidido pronunciar unas palabras para ofrecer un símbolo del subconsciente. Se me introdujo, pues, en mi armadura e in cluso me colocaron suelas de plomo, con las que me resultaba imposible mover las piernas. Hubo que transportarme al estrado. Después se me colocó y atornilló el casco. Comencé mi discurso tras el cristal del casco, y ante un micrófono, que, ob viamente, no podía captar nada. Pero mi mímica fascinó al público. Pronto co mencé a abrir la boca, sin embargo, en busca de aire, mi cara se puso primero ro
ja y luego azul, y mis ojos en blanco. Evidentemente se habían olvidado [sic] de conectarme a un sistema de abastecimiento de aire y estaba a punto de asfixiarme. El especialista que me había equipado había desaparecido. Por gestos di a enten der a mis amigos que mi situación se volvía crítica. Uno cogió unas tijeras e intentó en vano perforar el traje, otro quería desatornillar el casco. Como no lo conseguía comenzó a golpear con un martillo los tornillos. . . Dos hombres intentaron arran carme el casco, un tercero daba tantos golpes al metal que casi perdí el sentido. En el estrado sólo reinaba ya una lucha salvaje a brazo partido, de la que yo emergía de vez en cuando como un pelele con miembros dislocados, y mi casco de cobre sonaba como un gong. El público aplaudía ese mimodrama daliniano conseguido, que a sus ojos representaba, sin duda, cómo el consciente intenta apoderarse del inconsciente. Pero yo por poco habría sucumbido ante ese triunfo. Cuando por fin se me arrancó el casco estaba tan pálido comoJesús cuando volvió del desierto tras cuarenta días de ayuno1*1.
La escena deja claras dos cosas: que el surrealismo es un diletantismo cuando no utiliza objetos técnicos de acuerdo con sus propias característi cas, sino simbólicamente; y que, a la vez, es una parte del movimiento más explicitista de la Modernidad, en tanto que se presenta inequívocamente como procedimiento rompedor de la latencia y disolutor del trasfondo. El intento de destruir el consenso entre el lado productivo y receptivo en asuntos de arte, con el fin de liberar la radicalidad del valor propio de las exhibiciones-acontecimientos, constituye un importante aspecto de la di solución del trasfondo en el campo cultural. Explícita tanto el carácter ab soluto de la producción como la arbitrariedad de la recepción.
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Dalí en traje de buzo durante su discurso el 1 de julio de 1936 en Londres.
Tales intervenciones poseen valor combativo en tanto ilustraciones an- ti-provindañas y anti-cultural-narcisistas. No en vano los surrealistas, en la fase temprana de su embate agresivo, desarrollaron el arte de escandalizar al burgués como una forma de acción sui generis, por una parte porque es to ayudó a los innovadores a distinguir ingroup de outgroup, por otra, por que la protesta de la opinión pública podía considerarse como signo de éxito en la descomposición del sistema tradicional. Quien escandaliza a los ciudadanos hace profesión de iconoclastia progresiva. Instaura el terror contra símbolos con el fin de hacer que exploten posiciones latentes mis tificadas y que aparezcan ayudadas de técnicas más explícitas. La premisa legítima de la agresión simbólica radica en el supuesto de que las culturas tienen demasiados cadáveres en el armario y que ya es hora de hacer sal tar las conexiones, protegidas latentemente, entre armadura y edificación.
Pero si las primeras vanguardias sucumbieron ante un razonamiento engañoso, fue porque la burguesía que se iba a intimidar siempre apren dió su lección con mayor rapidez de lo que había previsto cualquiera de los terroristas estéticos. Tras pocos intercambios en la partida entre los provocadores y los provocados hubo de aparecer una situación en la que
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Traje de presión Dráger, de 1915, para el tratamiento de enfermedades de descompresión.
la burguesía relajada masivo-culturalmente toma la iniciativa en la explici- tación de arte, cultura y sentido mediante marketing, diseño y autohipno- sis. Los artistas continuaron aterrorizando esforzadamente, sin darse cuenta de que el momento de ese medio ya había pasado. (El terrorismo semán tico se vuelve ineficaz en cuanto el publico comprende sujuego; lo mismo sucedería también, a propósito, con el terror criminal y militar si la pren sa renunciara a su papel de cómplice. ) Otros sucumbieron a un giro neo- rromántico y pactaron de nuevo con la profundidad. Pronto hubo muchos que parece que olvidaron el principio de la filosofía moderna instaurado por Hegel: que la profundidad de un pensamiento sólo puede medirse por su fuerza de detalle; de otro modo, la reivindicación de profundidad queda sólo como un símbolo vacío de latencia no dominada.
Estos diagnósticos pueden comprobarse en la performance fracasada y, precisamente por ello, informativa de Dalí: ella demuestra, por una parte, que la destrucción del consenso entre el artista y el publico no se consigue en cuanto el último entiende la regla, según la cual la ampliación de la obra al entorno de la obra misma hay que entenderla, a su vez, como for ma de la obra. El aplauso entusiasta con que fue obsequiado Dalí en las
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New Burlington Galleries demuestra con cuánta coherencia el público in formado se atuvo a los nuevos pactos de percepción del arte. Por otra, la escena mostraba al artista como un rompedor de latencia, que transmite al pueblo profano un mensaje procedente del reino de lo otro. La función de Dalí en esejuego se distinguía por una ambigüedad que manifiesta al go esencial sobre su fluctuación entre romanticismo y objetividad: por una parte, se presentaba como frío tecnólogo de lo otro, dado que en el texto de su alocución, no transmitido pero fácilmente imaginable por el título: Auténticas fantasías paranoicas, tenía previsto tratar de un método preciso de acceso al «subconsciente»: aquel método crítico-paranoico, con el que Dalí formuló instrucciones para la «conquista de lo irracional»132. Se con fesaba partidario de una especie de fotorrealismo en relación con imáge nes irracionales, que había de objetivar con exactitud proverbial lo que se presentara en sueños, delirios y visiones internas. El artista surrealista es, en cierto modo, el secretario de un más allá privado, bajo cuyo dictado ela bora sus apuntes tan mecánica y precisamente como es posible; en conse cuencia, la obra representa un archivo de las visiones. Como Picasso, Dalí no busca, encuentra, y encontrar significa aquí tanto como archivar la for ma que surge del inconsciente.
Como Bretón y otros antes que él, en esa época Dalí entendía su traba jo como una acción paralela al llamado «descubrimiento del inconsciente por el psicoanálisis»: ese mito científico que en los años veinte y treinta fue recibido de maneras diversas tanto por las vanguardias artísticas como por el público culto (y que Lacan, un admirador y rival de Dalí, volvió a dar prestigio entre los años cincuenta y setenta, al reanimar el lema surrealista
de «vuelta a Freud»). Desde esa perspectiva, el surrealismo se incorpora a las manifestaciones de la «revolución» operativista que sostiene la moder nización continuada. Por otra parte, Dalí se mantuvo decididamente an ticrítico en la concepción romántica del artista-embajador, que deambula entre los no iluminados como delegado de un más allá preñado de senti do. En esa actitud se revela como un amateur altivo, que se abandona a la ilusión de la posibilidad de introducir un pretencioso instrumental técnico para la articulación de acciones-kitsch metafísicas. A este respecto es típica la actitud del usuario, que deja cándidamente el lado técnico de la perfor mance en manos de «especialistas», de cuya competencia uno no está con vencido. El hecho de que la escena no se hubiera ensayado delata, asimis mo, la mala relación literaria del artista con estructuras técnicas.
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La elección de Dalí de su atuendo muestra un aspecto lúcido, no obs tante. Su accidente es profético, y no sólo por lo que se refiere a las reac ciones de los espectadores, que anunciaban ya el aplauso de lo no enten dido como nuevo hábito cultural. Que el artista escogiera para su salida a escena como embajador de la profundidad un traje de buzo diseñado pa ra un abastecimiento artificial de aire, le pone certeramente en conexión con el desarrollo de la conciencia de la atmósfera, que, como intentamos mostrar aquí, está en el centro de la autoexplicación de la cultura en el si glo XX. Aunque el surrealista sólo llegue a una explicación técnica a me dias del trasfondo del mundo y de la cultura como «mar del subconscien te», reclama la competencia de navegar en ese espacio con procedimientos profesionales. Su performance demuestra que una existencia consciente ha de ser vivida como una inmersión explícita en el contexto. Quien en la sociedad-multi-media se aventura a salir del propio acantonamiento ha de estar seguro de su «equipo de inmersión», es decir, de su sistema de in munidad tanto físico como mental, o bien, de su cápsula espacial social. (Marshall McLuhan escribió a comienzos de los años sesenta que el ser humano moderno se ha convertido en un «hombre rana cósmico»: una expresión que puede interpretarse como comentario tanto del surfing cul tural como del viaje espacial1TM. ) El accidente no sólo hay que achacarlo al diletantismo, también pone en evidencia los riesgos sistémicos de la expli cación técnica de atmósferas y de la conquista técnica del acceso a otro elemento, del mismo modo que el riesgo de intoxicación de las propias tropas en la guerra de gas fue inseparable ya de las acciones del atmote- rrorismo militar. Si el relato que hace Dalí del incidente no es exagerado, no faltó mucho para que hubiera entrado en la historia de la cultura de la Modernidad como mártir de las inmersiones en lo simbólico.
En las condiciones dadas, el accidente demostró su eficacia como for ma de producción. Liberó en el artista el pánico que desde siempre era inherente, como estímulo, a su trabajo. En el intento fracasado de pre sentar el «subconsciente» como zona navegable, se abrió brecha hasta el primer plano el miedo a la destrucción, para cuyo dominio y represión se pone en marcha el proceso explicativo. Por hablar generalizando: el ex perimento contrafóbico de la modernización nunca puede emanciparse de su trasfondo de angustia, porque éste sólo sería capaz de aflorar cuan do fuera lícito admitir la angustia misma en la existencia; cosa que, dada la naturaleza de las cosas, representa la hipótesis excluida. La Modernidad
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como explicación del trasfondo queda encerrada en un círculo fóbico; en tanto aspira a superar la angustia mediante una técnica generadora de an gustia, ha de errar su blanco una y otra vez. Tanto la angustia primaria co mo la secundaria proporcionan el empuje incesante para la continuación de este proceso inútil; su apremio justifica en cualquier etapa de la mo dernización el uso de nueva violencia, rompedora de latencia y controla dora del trasfondo; o, según las reglas lingüísticas dominantes: exige in vestigación de los fundamentos e innovación permanente.
La Modernidad estética es un procedimiento de uso de la violencia, no contra personas ni contra cosas, sino contra circunstancias culturales poco claras. Organiza una ola de ataques contra actitudes globales del ti po de la creencia, el amor, la probidad, y contra categorías seudoeviden- tes como forma, contenido, imagen, obra y arte. Su modus operandi es el experimento en vivo con los usuarios de tales conceptos. Consecuente mente, el modernismo agresivo rompe con la reverencia por los clásicos, en la que -como hace notar con gran aversión- se manifiesta la mayoría de las veces un vago holismo, unido a una propensión a seguir apoyán dose en un totum abandonado a su falta de claridad y de despliegue. Por su agudizada voluntad de explicitud el surrealismo declara la guerra a la medianía: reconoce en ella el escondrijo oportuno de inercias antimo dernas, que se oponen al despliegue operativo y a la puesta en evidencia reconstructiva de modelos replegados. Dado que en esta guerra de men talidades la normalidad se considera un crimen, el arte, como medio de lucha contra el crimen, puede apoyarse en órdenes de entrada en acción inusuales. Cuando Isaac Babel declaraba: «la banalidad es la contrarre volución», expresaba con ello, mediatamente, el principio de la revolu ción modernista: la utilización del horror como violencia contra la nor malidad hace estallar tanto la latencia estética como la social, y que afloren a la superficie leyes según las cuales se han de construir las socie dades y las obras de arte. El horror ayuda a la consumación del giro anti naturalista, que hace valer por todas partes el primado de lo artificial. La
«revolución» permanente quiere el horror permanente, puesto que pos tula una sociedad que se manifiesta siempre de nuevo como aterroriza- ble, revisable. En el Segundo manifiesto del surrealismo, de 1930, escribe André Bretón:
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La acción surrealista más simple consiste en salir a la calle empuñando revól veres y disparar a ciegas a la multitud tantas veces como sea posible'*’.
El nuevo arte está imbuido de la excitación por lo más nuevo, dado que se presenta mimético al terror y análogo a la guerra, a menudo sin poder decir, incluso, si declara la guerra a la guerra de las sociedades o si hace la guerra en causa propia. El artista se encuentra siempre ante la decisión de presentarse ante la opinión pública bien como salvador de las diferencias o como señor de la guerra de las innovaciones. También tiene que acla rarse sobre si está de acuerdo con la ley de la imitación de lo superior, so bre la que se basa toda la cultura hasta ahora, o se asocia al hábito neo-bár baro de la Modernidad de convertir en regla la imitación de lo inferior1sr>. A la vista de estas ambivalencias, la llamada posmodemidad no estaba tan equivocada al articularse como reacción contra-explícita, contra-extremis ta y parcialmente anti-bárbara al terrorismo estético y analítico de la Mo dernidad.
Como cualquier terrorismo, también el estético la emprende con el trasfondo imperceptible sobre el que se articulan las obras de arte, y hace que aparezca en el proscenio como fenómeno con valor propio. El proto tipo de pintura moderna de esa tendencia, el Cuadrado negro de Kasimir Malévich, de 1913, debe su interpretabilidad inagotable a la decisión del autor de evacuar el espacio de imagen en favor de la pura superficie oscu ra. Así, su ser-cuadrado mismo se convierte en la figura, a la que está su peditada, como soporte, en otras situaciones figurativas. El escándalo de la obra de arte consiste, entre otras cosas, en que se afirma como pintura por derecho propio y que en absoluto presenta el lienzo vacío como una cosa digna de verse, como sería imaginable en el contexto de acciones dadaís- tas de mofa del arte. Es posible que la imagen pueda ser considerada co mo un icono platónico del cuadrángulo equilátero, un icono mínima mente irregular, que paga tributo por ello a la sensibilidad; pero es a la vez el icono de lo an-icónico, del trasfondo de la imagen, normalmente invisi ble.
Por eso el cuadrado negro aparece ante un fondo blanco, que le ro dea casi como un marco; en el Cuadrado blanco, de 1914, casi desaparecerá también esta diferencia. El gesto fundamental de tales representaciones formales es una elevación de lo no temático a la categoría de lo temático. No se rebajan los posibles y diversos contenidos figurativos, que podrían aparecer en el primer plano, colocándolos sobre uno y el mismo trasfon-
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El Lissitzky, Esferas negras, 1921-1922.
do siempre; más bien se extrae con <iiidado el trasfondo como tal j se- le hace-expiíc ito como figura de lo que soporta las figuras. El terroi de la pu rificación en el deseo de- «supremacía de la sensación pura» es inequívo co. La obra exige la capitulación sin condk iones de la percep< ión del ob servador ante su pre sencia real.
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Por muy claro que se dé a conocer el suprematismo, junto con su anti- naturalismo y antifenomenalismo, como un movimiento a la ofensiva en el flanco estético de la explicación, queda obligado al supuesto idealista de que el explicitar significa la remisión de lo sensiblemente presente a lo es piritualmente no presente. Está anclado en modelos de la vieja Europa, en tanto que explica las cosas hacia arriba y simplifica las formas empíricas, haciendo de ellas simples formas primarias. En este punto procede de otro modo el surrealismo, que se solidarizó, más bien, hacia abajo con la expli- citación materialista, sin ir tan lejos como para hacerse llamar sows-realis- mo. Mientras que la tendencia materialista se quedó en coquetería para el movimiento surrealista, su alianza con las psicologías profundas, sobre to do con la orientación psicoanalítica, reveló un rasgo esencial propio. La recepción surrealista del psicoanálisis vienés es uno de los numerosos ca sos que confirman que el freudismo consiguió sus primeros éxitos entre artistas y ciudadanos cultos, no como método terapéutico, sino como una estrategia de interpretación de signos y de manipulación del trasfondo, que ponía a disposición de cada interesado un modo de utilización acor de con sus propias necesidades. ;No es el análisis que no se ha hecho el que más seduce siempre?
El planteamiento de Freud llevó al despliegue de un ámbito de laten- cia de tipo especial, que fue bautizado con una expresión, «el inconscien te», tomada de la filosofía idealista, sobre todo de Schelling, Schubert, Carus, y de las filosofías de la vida del siglo XIX, particularmente de Scho- penhauer y Hartmann. Circunscribió una dimensión subjetiva de no-reve lación, en tanto que verbalizó latencias interiores y condiciones, replega das invisiblemente, de estados individuales. Tras la redacción freudiana, el sentido de la expresión llegó a estrecharse mucho, y a especializarse tanto que se hizo apto para su aplicación al operacionalismo clínico; ahora ya no significaba la reserva de oscuras fuerzas integradoras en una naturaleza an tepuesta a la conciencia, terapéutica y creadora de imágenes, tampoco el subsuelo, compuesto de corrientes volitivas ciegamente autoafirmantes, bajo el «sujeto»: circunscribía un pequeño container interior, lleno de re presiones y colocado bajo presión creadora de neurosis por el impulso de loreprimido1 Elentusiasmodelossurrealistasporelpsicoanálisissefun daba en su confusión del concepto freudiano de inconsciente con el de la metafísica romántica. De una lectura falsa creativa surgieron declaraciones como la de Dalí, en 1939, Declaración de independencia de la fantasía y decla
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ración de los derechos del ser humano a su locura, en la que se encuentran fra ses como ésta:
Un hombre tiene derecho a amar a mujeres con extáticas cabezas de pez. Un hombre dene derecho a que le resulten asquerosos los teléfonos dbios y a exigir teléfonos fríos, verdes y afrodisíacos como el sueño alucinado de las cantáridas'*7.
La referencia surrealista al derecho de estar loco advierte a los indivi duos frente a su inclinación al sometimiento ante terapias normalizantes; quiere hacer de pacientes normalmente infelices monarcas que vuelven del exilio neurótico-racional al reino del delirio personal.
Si la performance de Dalí en julio de 1936 acabó con que sus ayudan tes le posibilitaron, arrancándole el casco de buzo, el regreso a la atmós fera de aire común de la galería londinense, esta solución, oportuna en caso concreto, resulta inutilizable para la situación civilizatoria en su con
junto, dado que el proceso de la explicación de atmósferas no permite vuelta alguna a lo implícitamente previsible hasta ahora. Las relaciones de civilización técnica no consienten ya que, como en el caso del experimen to de Dalí, se olvide lo esencial: seres humanos, que se encuentren mo mentánea o habitualmente en típicas situaciones-mdoors, tienen que ser conectados a un «sistema de abastecimiento de aire» auxiliar. La explica ción avanzada de atmósferas obliga a una continua atención a la respira- bilidad del aire: primero, en sentido físico, pero, después, también, y pro gresivamente, en relación con las dimensiones metafóricas de la respiración en espacios culturales de motivación e inquietud.
Finalizado el siglo XX, la teoría del homo sapiens como pupilo del aire adquiere perfiles pragmáticos. Se comienza a comprender que el ser hu mano no sólo es lo que es, sino lo que respira y aquello en que se sumer ge. Las culturas son estados colectivos de inmersión en aire sonoro y siste mas de signos.
El tema de las ciencias de la cultura en el tránsito del siglo XX al XXI re za, pues: Making the air conditions explicit. Ellas se dedican a la neumatolo- gía desde el punto de vista empírico: la ciencia de la respiración de seres vivos, dependientes de sentido, a través de medios informantes e impera tivos. Por el momento, este programa sólo puede ser elaborado recons tructiva y compilatoriamente, dado que la «cosa misma», el universo de los
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El meteorógrafo Marvin para el Weather Bureau estadounidense en los años noventa del siglo XIX.
climas influidos, de las atmósferas configuradas, de los aires modificados y de los entornos acotados, medidos, legalizados, tras los empujes explicati vos de gran alcance llevados a cabo en el espacio científico-natural, técni co, militar, jurídico-legislativo, arquitectónico y plástico, ha tomado una ventaja, difícilmente salvable, a la formación teórico-cultural de concep tos. Por eso parece lo más razonable que en una primera fase de autocer- cioramiento se oriente a las formas más ampliamente desarrolladas de des cripción científica de atmósferas, a la meteorología y climatología, para dedicarse, en un segundo paso, a fenómenos de aire y clima más cercanos a las personas y más relevantes culturalmente.
Por su forma periodística más exitosa, el llamado informe meteorológico (Wetterbericht, informations météorologiques, weather news), la meteorología mo derna (derivada en el siglo XVII de la palabra griega metéoros: «suspendido en el aire») -la ciencia de las «precipitaciones» y de todos los demás cuer pos relucientes en el cielo o suspendidos en la altura- ha impuesto a las
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poblaciones de modernos Estados nacionales y de comunidades políticas mediáticas una forma de conversación históricamente nueva, que como mejor puede caracterizarse es como «debate climatológico sobre la situa ción». Las sociedades modernas son comunidades que discuten sobre el tiempo, en la medida en que un organismo oficial de información sobre el clima pone en boca de los ciudadanos los temas para su autoentendi- miento sobre las circunstancias meteorológicas dominantes. Por comuni cación meteorológica apoyada en los medios, grandes comunas modernas, que cuentan con muchos millones de miembros, se transforman en vecin dades semejantes a aldeas, en las que se departe sobre si para la época del año en que se está hace demasiado calor, demasiado frío, cae demasiada lluvia o demasiado poca. (Marshall McLuhan afirmaba, incluso, que el me dio «tiempo» constituye el «punto más importante del programa de esa ra dio, que recrea nuestro oído y crea el espacio sonoro o espacio vital»1TM. ) La moderna información meteorológica moldea poblaciones nacionales como espectadores de un teatro climático, estimulando a los receptores a comparar la percepción personal con el informe de la situación y a hacer se una opinión propia sobre los acontecimientos en curso. En tanto que describen el tiempo como una representación escénica de la naturaleza ante la sociedad, los meteorólogos reúnen a los seres humanos convir tiéndolos en un público de expertos bajo un cielo común; hacen de cada individuo un crítico climatológico, que valora la representación actual de la naturaleza según su propio gusto. Hay críticos climáticos más estrictos, que en períodos de mal tiempo vuelan masivamente a regiones, en las que con suficiente probabilidad pueda esperarse una representación más agra dable: por eso las islas Mauricio y Marruecos se inundan de disidentes me teorológicos de Europa entre Nochebuena y Reyes.
Mientras la meteorología salga a escena como ciencia natural, y nada más, puede permitirse obviar la pregunta por un creador del tiempo. Con cebido en un contexto natural, el clima es algo que se hace exclusivamen te a sí mismo y que procesa incesantemente de un estado al siguiente. Bas ta, pues, describir los «factores» climáticos más importantes en su acción dinámica: atmósfera (cubierta gaseosa), hidrosfera (mundo acuático), biosfera (mundo de animales y plantas), criosfera (región de hielo), pe- dosfera (tierra firme) desarrollan bajo el influjo de la radiación solar mo delos de intercambio de energía extremamente complejos, que se pueden representar en disposición puramente científico-natural, sin recurrir a una
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inteligencia originariamente planificadora o interventora a posterior? Mt. Un análisis adecuado de estos procesos se muestra tan complejo que fuerza un nuevo tipo de física que sea capaz de habérselas con turbulencias y co rrientes impredecibles. También esta física meteorológica, teórico-caótica- mente pertrechada, se las arregla sin el recurso de una inteligencia trans cendente; para interpretar sus datos no necesita ni un Hacedor del tiempo universal, de procedencia animista, ni al Relojero universal del deísmo. Está en la tradición del racionalismo occidental, que desde comienzos de la Modernidad retira a cualquier dios todavía posible la competencia en fenómenos meteorológicos y lo eleva a zonas supraclimáticas. Puede que Zeus yjúpiter lanzaran rayos, el dios de los europeos modernos es un deus otious y, eo ipso, climáticamente inactivo. Por eso, el informe meteorológi co moderno puede presentarse como una disciplina ontológico-regional, en la que se hable de causas, pero no de causantes. Habla de aquello que, previo a toda consideración de intereses humanos, sucede como sucede, por sí mismo y según condiciones propias; de aquello que, en todo caso, se «refleja» en un medio subjetivo como dato de rango objetivo.
No obstante, la meteorología moderna viene unida a una progresiva subjetivización del tiempo; además, en múltiples sentidos: por una parte, porque relaciona cada vez más los «datos» climáticos con las opiniones, cálculos y reacciones de las poblaciones, para las que el entorno atmosfé rico se vuelve cada vez menos indiferente en vistas a sus propios proyectos; por otra, porque el clima objetivo, tanto regional como global, ha de ser descrito de modo creciente como efecto de las formas de vida socio-in dustriales. Ambos aspectos de este ajuste del tiempo al ser humano mo derno, como cliente y co-causante meteorológico, se implican objetiva mente uno en otro. Ciertamente, desde el punto de vista de la tradición más antigua, la información meteorológica, tal como la conocemos, tendría que aparecer ya como una forma de tentación a la blasfemia; pues to que incita inequívocamente a los seres humanos a la desvergüenza de tener una opinión sobre algo frente a lo cual, según la ortodoxia metafísi ca, sólo cabría resignarse en muda sumisión. Para los antiguos valía: como el nacimiento y la muerte, el tiempo procede sólo de Dios. Sumisión a Dios y sumisión al tiempo son en la tradición indicios análogos del esfuerzo del sujeto razonable por minimizar sus diferencias, cargadas de hybris, frente al destino.
Con todo, la tendencia moderna a formarse una «opinión» sobre el cli-
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ma no es un mero antojo del sujeto que se aparte de una norma ontológi- ca válida y fuera mejor que no se diera; refleja el hecho de que las cultu ras europeas y európidas, politécnicamente activas, desde el temprano si glo XVIII se han convertido ellas mismas en potencias climáticas. Los seres humanos encuentran en el tiempo desde entonces, como indirectamente siempre, convertidos en algo atmosféricamente objetivo, los detritos de sus propias actividades técnico-químico-industriales, militares, locomotoras y turísticas. En su conjunto, a través de muchos miles de millones de emi siones, no sólo modifican el balance energético de la atmósfera, sino tam bién la composición y el «afinado» de la capa de aire a gran escala. Por eso, el apremio a tener una opinión sobre el clima no es tanto un indicio de la toma arbitraria del poder por parte del ser humano sobre todo lo que es el caso en el entorno. Prepara el cambio de actitud fundamental, por el que los seres humanos, los supuestos «dueños y señores» de la naturaleza, se transforman en diseñadores de atmósferas y guardianes del clima (que no habría que confundir, por cierto, con pastores del ser heideggerianos).
El desafío de la capacidad de juicio climático de los modernos provie ne ante todo, en el macro-ámbito, de un fenómeno que en el debate pú blico ha llegado a conocerse como efecto antropogénico de invernadero. Por él entendemos los efectos acumulados de las emisiones modificadoras del clima, procedentes de actividades humanas culturales y técnicas, como el funcionamiento de centrales de energía eléctrica, complejos industria les, calefacciones privadas, automóviles, aviones y otras innumerables in troducciones de gases de escape y emanaciones en el aire del entorno. Es te efecto invernadero secundario, del que hace apenas doscientos años que tenemos noticia de modo difuso, y tres decenios escasos en formula ción explícita, es un hecho histórico en el que se condensa el estilo de con sumo de energía de la «era industrial»: es la huella climática de un pro yecto civilizatorio, que se basa en el acceso a grandes cantidades de combustibles fósiles facilitado por la minería de carbón y la extracción de petróleo140. El recurso a la energía fósil es el soporte objetivo de la frivoli dad, sin la que no habría sociedad global de consumo, ni automovilismo, ni mercado mundial de carne y moda141. Debido al desarrollo de la de manda masiva de carbonos ricos en energía, el «bosque subterráneo» de la Antigüedad de la Tierra se sube en forma líquida a la superficie terres tre y se transforma mediante máquinas motrices térmicas142. A consecuen cia de ello, el producto de combustión anhídrido carbónico (junto al me-
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taño, monóxido de carbono, hidrocarburo fluorado, diversos óxidos nítri cos, etc. ) desempeña el papel cuantitativamente más importante en el en riquecimiento de la atmósfera con factores de invernadero de segundo or den. Ellos refuerzan -de una manera catastrófica con toda probabilidad- el efecto invernadero primario, respecto al que la ciencia del clima nunca podrá subrayar suficientemente el hecho de que sin él no habría sido po sible vida alguna en nuestro planeta. Si la Tierra, como parásito del Sol, se convirtió en el lugar de nacimiento de la vida -no atrae sobre sí ni una mil- millonésima parte de la energía irradiada por el Sol- fue porque el vapor de agua y los gases de invernadero de la atmósfera terrestre impiden la re verberación de la energía de onda corta absorbida por el Sol en forma de rayos infrarrojos de onda larga, por lo que pudo resultar un calentamien to de la superficie terrestre compatible con la vida, de una temperatura media de más de 15 grados centígrados. Si desapareciera esa trampa para capturar calor, por la que se retiene la energía solar en la atmósfera, la temperatura de la superficie de la Tierra no llegaría más, por término me dio, que hasta -18 grados: «Sin efecto invernadero la tierra sería una ex tensión desértica de hielo»14’. Lo que conocemos como vida viene condicio nado, entre otras cosas, por el hecho de que la superficie terrestre, gracias a su filtro atmosférico, vive 31 grados por encima de sus posibilidades. Si los seres humanos, por citar de nuevo a Herder, son pupilos del aire, las nubes fueron sus tutores. La vida es un efecto colateral del mimo climáti co. El signo característico de la era de la energía fósil lo constituye el he cho de que los mimados se volvieron suficientemente irresponsables como para poner en juego su mimo, corriendo el riesgo de un sobrecalenta miento antropogénico (según cálculos diferentes de otras prognosis, el de un período interglacial)14.
Mucho antes de que puntos de vista macroclimatológicos de este al cance adquirieran forma científica y resonancia pública, la capacidad de juicio climática de modernos participantes en la cultura fue reclamada más bien por fenómenos locales y de ámbito reducido: por la climatiza ción de las casas y viviendas, que sólo por los focos de fuego artificiales se convirtieron en islas de calor convivenciales; por el efecto refrigerante de las bodegas, que permitían el almacenamiento de alimentos y bebidas; por la calidad miasmática del aire de espacios públicos próximos a cemente rios, desolladeros de animales y cloacas145; por el estado atmosférico pre cario de numerosos lugares de trabajo, como tejedurías, minas y canteras,
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Vista parcial de la instalación de aire acondicionado del Museo de la Fundación Beyeler en Rielen, cerca de Basilea, de Renzo Piano, 1997.
en los que el polvo orgánico y mineral provocaba graves enfermedades pulmonares. Desde esos ámbitos originarios de advertencia microclimáti- ca del estado del aire, ámbitos de lo más diverso, se llegó entre el siglo XVIII y el XX a ese «descubrimiento de lo evidente», apoyado por el diseño, que indujo a seres humanos en la era de la explicación a intervenir por segun da vez en aquello que está a la mano. En esos campos se desarrollaron at- motécnicas concretas, sin las que no serian imaginables formas modernas de existencia tanto en contextos urbanos como rurales: la popularización de los antes lujosos y señoriales parasoles y paraguas14(i; la instalación de ca lefacción y ventilación en casas privadas y grandes edificios; la regulación artificial de temperatura y humedad del aire en salas de estar y almacenes; la colocación de neveras en viviendas y la implantación de cámaras fri goríficas fijas o móviles para el transporte y la conservación de alimentos; la política de higiene del aire para entornos laborales en fábricas, minas y edificios de oficinas147y, finalmente, la modificación aromático-técnica de la atmósfera, con la que se cumple el tránsito al air design agresivo.
A ir design es la respuesta técnica a la idea fenomenológica, transmitida con retraso, de que el ser-en-el-mundo humano se presenta siempre y sin
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excepción como modificación del ser-en-el-aire. Ya que siempre hay algo en el aire, en el transcurso de la explicación atmosférica se va imponien do la idea de introducirlo uno mismo, por si acaso. En cuanto la depen dencia del aire de los seres humanos se articula con carácter general, se impone también una emancipación correspondiente, que exige y consi gue la transformación activa del elemento.
Aquí se separa el camino técnico del de los fenomenólogos, que sólo re cientemente se preocupan por los medios del arte radical de la descripción, con el fin de explicitar la residencia humana en condiciones generales at mosféricas. En esa vía, Luce Irigaray ha propuesto, incluso, poner entre parén tesis el concepto heideggeriano de Lichtung [claro, calvero] y sustituirlo por una rememoración del aire: Luftung [aireación] en lugar de Lichtung.
No es la luz la que crea el claro, más bien sucede que la luz llega hasta aquí só lo gracias a la ligereza transparente del aire. Presupone el aire"8.
El aire constituye una condición de existencia, de la que la autora no se cansa de subrayar lo oculta que permanece en lo impensado e inadver tido (aunque, al hacerlo, apenas preste atención al hecho de que la praxis aerotécnica, incluido el atmoterror, hace tiempo ya que ha declarado esa dimensión, supuestamente impensada, como ámbito de aplicación de pro cedimientos sumamente explícitos). Como fenomenóloga, insiste en la ilu sión, devenida ingenua, encantadora, de que una cosa sólo se hace explíci ta cuando es elevada a la categoría de tema por filósofos husserlianamente entrenados. En realidad, los técnicos llevan ya cien años de ventaja, traba
jando por adueñarse en la práctica de lo pretendidamente impensado. Se refuerza la sospecha: un pensamiento que permanece demasiado tiempo fe- nomenológicamente anclado, en los límites del mundo fenoménico se con vierte en acuarelismo interior y termina en meditación atécnica.
Por el contrario, el air design se presenta «frente» al aire en una postu ra de fuerza práctica. Recoge el relevo de la actitud defensiva, higiénica mente motivada, de la preocupación por el «mantenimiento de la pureza del aire», y somete el aire tematizado a un programa positivo, que lo que propone, en cierto modo, es la continuación del uso privado del perfume por medios públicos. El air design apunta inmediatamente a la modifica ción dél estado de ánimo en los usuarios del espacio aéreo; con ello sirve al fin declarado de retener en un lugar a los transeúntes del aire, impo
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niéndoles -inducidos por el olor- ciertas situaciones agradablemente, con el fin de provocar en ellos una mayor asimilación al producto y disposición de compra149. La atmósfera point-of-sale pasa a ocupar el centro de atención como «instrumento autónomo de marketing». El comercio, sobre todo en el ámbito vivencial del shopping, lucha con una indoor-air-quality-policy ac tiva por la ligazón afectiva de los clientes tanto al local de venta como al surtido de géneros. Es discutible la estimación jurídica de tales métodos subliminalmente invasivos de crear una «compulsión psicológica a la com pra». Si la «aromatización compulsiva» de los clientes la interpretan éstos como intento de manipulación, son posibles yjustificables reacciones ad versas; en otros casos, las tonalidades olfativas bien elegidas del entorno de venta se entienden como un aspecto bienvenido de una atención al clien te interpretada extensivamente. Por la configuración de entornos respira torios mediante aire psicoactivo de diseño -especialmente en shopping malls, pero también en clínicas, ferias, centros de conferencias, hoteles, mundos de vivencias, centros de health y wellness, cabinas de pasajeros y lugares se mejantes- el principio arquitectura interior se amplía al entorno de la vi da, al environmení de gas y aroma, que de otro modo permanece inadverti do. Los valores-índice de tales intervenciones se deducen de observaciones empíricas sobre el «bienestar olfativo» de los usuarios del espacio aéreo. Al hacerlo se impone el reconocimiento de que las «ofertas olfativas» com plejas son preferibles a los «monoaromas». El primer mandamiento de la odor-ética emergente reza: aditivos de esencias al espacio no pueden ser utilizados para ocultar tras una máscara olfativa sustancias nocivas u olores negativos presentes. El subtrend hacia la «sociedad-odor-hedonista»150se en cuadra en la tendencia primaria de la sociedad de consumo al desarrollo de mercados de vivencias y «escenas», en los que se ponen a disposición atmósferas, como situaciones generales compuestas de estímulos, signos y oportunidades de contacto151.
No olvidemos que la hoy llamada sociedad de consumo y aconteci miento se inventó en el invernadero, en aquellos pasees con techo de cris tal de comienzos del siglo XIX, en los que una primera generación de clien tes vivenciales aprendió a respirar el aroma embriagador de un mundo interior cerrado de mercancías. Los pasajes representan un primer pel daño de la explicación atmosférico-urbanística: un divertículo objetivo de la disposición «maníacoaditiva hogareña», de la que, en opinión de Walter
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Publicidad de aire acondicionado, 1934, promete control sobre los seis factores climático-espaciales: calentar, enfriar, humedecer, deshumedecer, circular, purificar.
Benjamín, estaba poseído el siglo XIX. Manía hogareña, dice Benjamín, es el impulso irrefrenable a «crearnos una morada» en entornos discrecio nales1’2. Ya en la teoría de Benjamín del interior la necesidad «supratem- poral» <le* la simulación-útero viene expresamente conectada con las formas simbólicas de una situación histórica concreta. El siglo XX, ciertamente, ha mostrad* >en sus grandes edificaciones lo lejos que se impulsó la construc ciónde«moradas ,másalládelasnecesidadesdebúsquedadeuninterior habitable. A los grandes containers y colectores1' del presente, se trate de edificios de oficinas o de shopping malls, estadios o centros de conferencias, se les fue exonerando progresivamente de la tarea de fingir calidad de ho gar; el encuentro episódico entre gran almacén e invernadero, en el que Benjamín, en hipérbole genial, quiso ver el signo característico de la Mo- dernidad. hubo de volver a deshacerse por las diferenciaciones progresi vas de las formas arquitectónicas. Falta todavía un estudio que ofrezca con respecto al siglo XX lo que Passagrn-Wrrk se propuso con respecto al XIX. Después de todo lo que sabemos hoy sobre la época, esa obra debería lle var como título: Air-Condition-Werk.
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100 años de instalaciones de aire acondicionado: 1880-1890
1880: El comedor de un hotel de Nueva York en Staten Island se refri gera haciendo pasar aire sobre hielo.
1889: Alfred R. Wolff, un ingeniero americano, refrigera el Camegie Hall de Nueva York mediante aire insuflado por encima de bloques de hie lo. Sin embargo, este procedimiento no da buenos resultados porque la hu medad del aire es demasiado alta. Se instala un sistema de refrigeración de pipeline en las estaciones de metro de Londres, París, Nueva York, Boston y otras grandes ciudades americanas.
1890: La «penuria de hielo», como consecuencia de un invierno caluro so, induce a la industria del hielo americana a dedicarse a métodos de re frigeración mecánica.
1904: Un público más numeroso puede gozar por primera vez de las ventajas de una instalación de aire acondicionado en el pabellón del Esta do de Missouri en la St. Louis World’sFair.
1905: Stuart Cramer, un ingeniero textil americano, acuña el concepto «air conditioning», mientras la firma Carrier utiliza el eslogan «Tiempo he cho por el ser humano».
1906: Carrier consigue una primera patente de «un aparato para el tra tamiento del aire».
1922: Carrier desarrolla una máquina de refrigeración centrifugadora, el primer método practicable de climatización de grandes espacios.
1928: Carrier produce el primer aparato de aire acondicionado para ca sas privadas, el «hacedor de tiempo».
1950: Después de los aparatos de televisión, los de aire acondicionado registran la segunda tasa de crecimiento más grande de todos los sectores industriales.
1955: El 5 por ciento de todos los hogares americanos disponen de una instalación de aire acondicionado. El gobierno americano fomenta la ins talación de aire acondicionado en edificios estatales.
1979: El presidente Cárter declara el estado de emergencia energético y dispone que en los negocios y edificios estatales la temperatura del aire no puede descender más allá de los 40 grados centígrados.
1980: El 55 por ciento de todos los hogares americanos poseen una ins talación de aire acondicionado.
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El centro comercial construido en 1961 por Víctor Gruen en Camden, New Jersey.
El año 1936 se inscribe en la crónica de la explicación atmosférica esté tica y teórico-cultnral no sólo por el accidente londinense de Salvador Dalí en traje de buzo; el 1 de noviembre del mismo año, el escritor Elias Ca- netti, entonces de 31 años, pronunció en Viena, con ocasión del 50 cum pleaños de Hermann Broch, un discurso solemne, desacostumbrado por su tono y contenido, en el que no sólo dibujaba un retrato profundo del autor homenajeado, sino que fundaba, por decirlo así, un nuevo género de laudatoria. La originalidad del discurso de Canetti reside en el hecho de cuestionarse de un modo desconocido hasta entonces la conexión en tre un autor y su época. Canetti define la estancia del artista en el tiempo como una conexión atmosférica: como un modo especial de inmersión en las circunstancias atmosféricas del presente. Ve en Broch el primer gran maestro de una «poética de lo atmosférico como algo estático»154(hoy se hablaría de un arte de inmersión); constata en él la capacidad de hacer perceptible el «espacio estático respiratorio», en nuestro modo de expre sión: el diseño climático de personas y grupos dentro de sus espacios típicos.
[. . . ] siempre le importa la totalidad del espacio en que se encuentra, una es pecie de unidad atmosférica15.
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Canetti alaba en Broch la capacidad de captar a cada ser humano ecológicamente, por decirlo así: en cada persona reconoce una existencia singular en su propio aire respiratorio, rodeada de una cubierta climática inequívoca, incluida en un «hogar respiratorio» personal. Compara al li terato con un pájaro curioso, que posee la libertad de introducirse a hur tadillas en todas lasjaulas posibles y llevarse de ellas «muestras de aire». Así, dotado de una «memoria respiratoria» y aérea, extrañamente des pierta, sabe qué es sentirse en casa en este o aquel hábitat atmosférico. Da do que Broch se dedica a sus personajes más como creador literario que como filósofo, no los describe como puntos-yo abstractos en un éter gene ral; los retrata como figuras encarnadas, cada una de las cuales vive en su propia envoltura aérea y se mueve entre una multiplicidad de constelacio nes atmosféricas. Sólo en vistas a esas multiplicidades, la pregunta por la posibilidad de una creación literaria, «que da forma a partir de la expe riencia respiratoria», conduce a una información fructífera:
A ello habría que responder, ante todo, que la multiplicidad de nuestro mun do se compone en buena parte también de la multiplicidad de nuestros espacios respiratorios. El espacio en el que ustedes están ahora, en una disposición muy concreta, casi completamente aislados del entorno, el modo en que se mezcla su aliento formando un aire común a todos. . . todo ello es, desde el punto de vista del que respira, una situación. . . absolutamente única. Pero dan unos pasos más allá, y encuentran una situación completamente diferente de otro espacio de respiración diferente. . . La gran ciudad está tan llena de esos espacios de respiración como lo está de individuos aislados; y así como la disgregación de esos individuos, de los que ninguno es igual a otro, cada uno como una especie de callejón sin salida, constituye el atractivo principal y la principal calamidad de la vida, también se podría quejar uno de igual modo de la disgregación de la atmósfera156.
Según esta caracterización, el arte narrativo de Broch se basa en el des cubrimiento de las multiplicidades atmosféricas: gracias a ellas la novela moderna consigue superar la presentación de destinos individuales. Su ob
jeto ya no son los individuos concretos en sus acciones y vivencias sino, más bien, la unidad ampliada de individuo y espacio respiratorio (y el ensam blaje de varios espacios de ésos en agregados semejantes a la espuma). Las acciones ya no se desarrollan entre personas, sino entre hogares respira torios y sus habitantes. Por esta perspectiva ecológica el motivo crítico-ena
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jenante de la Modernidad se coloca sobre fundamentos trastocados: es la separación atmosférica de los seres humanos la que provoca su encierro en el «hogar atmosférico» propio en cada caso; su difícil accesibilidad por gentes de diferentes disposiciones de ánimo, envueltas de otro modo, cli- matizadas de otro modo, se manifiesta más fundada que nunca. El frac cionamiento del mundo social en zonas de diferente índole, inaccesibles unas para otras, es el análogo moral de la «disgregación de la atmósfera» en microclimas (que, a su vez, siguiendo al autor, corresponde a una dis gregación del «mundo de valores»). Dado que Broch, tras su avance por el plano climático-individual y ecológico-personal, había captado cuasi-sisté- micamente la profundidad del aislamiento de los individuos modernos, la pregunta por las condiciones de su unión en un éter común, superando la disgregación de la atmósfera, hubo de planteársele con una claridad y apremio para los que (excepto, quizá, el planteamiento análogo de Ca ñetti mismo en Masa y poder) no existe nada parangonable, ni en su pro pio tiempo ni en un momento posterior de la historia de investigaciones sociológicas sobre el elemento de la cohesión social.
En su discurso de 1936 Canetti reconoce en Hermann Broch al amo- nestador profético frente a una amenaza sin precedentes de la humanidad que se cierne sobre ella, tanto en el sentido metafórico como físico de lo atmosférico:
El mayor de todos los peligros, sin embargo, que ha aparecido en la historia de la humanidad, ha elegido como víctima a nuestra época.
Se trata del desvalimiento de la respiración, del que quiero hablar todavía pa ra finalizar. Es difícil hacerse de él un concepto demasiado grande. A nada está el ser humano tan abierto como al aire. En él se mueve todavía como Adán en el pa raíso. . . El aire es la última propiedad comunal. Les corresponde a todos a la vez. No está repartido con ventajas, incluso el más pobre puede tomar de él. . .
Y este último bien, que nos era común a todos, ha de envenenarnos a todos en común. . .
La obra de Hermann Broch se sitúa entre guerra y guerra, entre guerra de gas y guerra de gas. Podría ser que note aún las partículas tóxicas de la última guerra en alguna parte. . . Pero seguro que él, que sabe respirar mejor que nosotros, ya se asfixia hoy con el gas que a los demás, quién sabe cuándo, nos quitará la respira ción137.
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La patética observación de Canetti muestra cómo la información de la guerra de gas de 1915 a 1918 había sido traducida conceptualmente por los diagnosticadores del tiempo más enérgicos de los años treinta: Broch había comprendido que tras las destrucciones intencionadas de la atmós fera en la guerra química la síntesis social misma comenzó a adoptar, des de cierto punto de vista, el carácter de guerra de gas. La «guerra total», que se anunciaba por partículas químicas e indicios políticos, adoptaría irremisiblemente los rasgos de una guerra del medio ambiente: en ésta la atmósfera misma se convertiría en escenario de la guerra y el aire en un género de arma y un campo de batalla peculiar. Y más aún: desde el aire respirado en común, desde el éter del colectivo, la comunidad, presa del delirio, se hará la guerra de gas a sí misma en el futuro. Cómo vaya a su ceder eso es asunto que ha de aclarar una teoría de los «estados crepus culares», sin duda la parte más original, aunque también la que ha que dado más fragmentaria, de las hipótesis de Broch sobre la psicología de las masas.
Estados crepusculares son aquellos en los que los seres humanos, como seguidores de tendencias, se mueven bajo el trance de lo normal. Dado que la guerra total venidera se desarrollará en principio atmoterrorista y ecológicamente (y, con ello, en un medio de total comunicación de ma sas), intervendrá en la «moral» de la tropa, que apenas podrá diferenciar se ya de la población en general. Por comuniones tóxicas, los combatien tes y no combatientes, los gaseados sincrónicamente y los provocados simultáneamente, se mantendrán juntos en un estado crepuscular colecti vo. Las masas modernizadas se sienten integradas en una unidad comu nista de necesidad, que ha de transmitirles un sentimiento agudo de iden tidad por medio de la amenaza común. Como especialmente peligrosos se muestran entonces los tóxicos climáticos que emanan de los propios afec tados mientras, excitados sin salida alguna, se encuentran bajo campanas de comunicación cerradas: en las patógenas instalaciones climáticas de pú blicos excitados-uniflcados los habitantes respiran siempre, y siempre de nuevo, sus propias exhalaciones. Lo que hay ahí en el aire se pone en él por comunicación totalitaria circular: está lleno de sueños de victoria de masas humilladas y de sus autoexaltaciones delirantes, alejadas de la em pina, a las que sigue como una sombra la exigencia de humillación de sus contrincantes. La vida en el Estado mediático se asemeja a la estancia en un palacio de gas animado por tóxicos vivenciales.
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Los puntos de vista de Broch no se apoyan sólo, a partir de 1936, en la corta espera de una nueva guerra mundial, de la que suponía el autor que iba a ser conducida, sobre todo, como «gaseamiento» universal mutuo1’8; dependen más aún del diagnóstico teórico-social, según el cual las grandes sociedades modernas, integradas massmediáticamente, han entrado en una fase en la que su existencia-día-a-día ha caído atmosférica y política mente bajo el dominio de mecanismos psicológicos de masas. Por ello, la teoría del delirio de masas hubo de aparecer en el centro del diagnóstico del presente; en ella trabajó Broch, desde 1939, durante todo un decenio.
Desde los años veinte del siglo pasado, permanentes comunicaciones a través de la prensa y la radio son portadores y agentes de estas configura ciones delirantes en colectivos modernos. Actúan en su mayor parte como medios de desinhibición, en los que se hacen verdaderas ciertas frases. El autointoxicamiento de la «sociedad» por la comunicación de masas consti tuye un fenómeno, cuya aparición observó perseverantemente un contem poráneo de Broch, mayor que él, Karl Kraus, y contra cuyo desarrollo luchó siempre: sólo en febrero de 1936, con el último número de la FackeL, y cua tro meses antes de su muerte, Kraus abandonó la lucha contra el «aire de Sodoma»lw; no olvidemos que va en el año 1908 se había quejado de las ten siones europeas utilizando la imagen del peor enturbiamiento posible de la atmósfera: «Por todos los rincones penetran los gases procedentes del es tiércol del cerebro del mundo, la cultura ya no puede respirar. . . »16".
De los efectos de tales medios se dice demasiado poco si se los caracte riza con el término teológico-misionero, secularmente desleído, de «pro paganda». Sirven para la inmersión de poblaciones nacionales enteras en climas de lucha estratégicamente producidos; constituyen el análogo in formático del modo químico de hacer la guerra. La intuición teórica de Broch captó el paralelismo entre la guerra de gas -como intento de en volver al adversario en una nube tóxica suficientemente densa para su ani quilación física- y la producción de estados de delirio de masas -como in tento de sumergir a la población en una atmósfera extática, cargada de anhelos de «supersatisfacciones», suficiente para su autodestrucción-. En ambos casos se crean envolturas, que cautivan a sus víctimas o habitantes, fascinándolos, dentro de una situación general de la que no se puede sa lir en la práctica: la atmósfera propagandísticamente nacionalizada actúa temporalmente como «sistema cerrado»; el espacio de aire y de signos se extiende, induciendo al trance, en torno a sus habitantes como zona de
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una obsesión prescrita. Bajo la campana totalitaria de signos los seres hu manos inhalan sus propias mentiras, convertidas en opinión pública, y se mueven, libremente obligados, en una hipnosis oportunista. En el interior de tales atmósferas tóxicas los individuos son reconocibles con mayor én fasis aún como aquello que son también en situaciones más libres: «sonám bulos», que se mueven, como teledirigidos, en el «ensueño diurno so cial»161de sus organizaciones. Sobre los periodistas recae aquí el papel de médicos especialistas en narcóticos, que velan por la estabilidad del tran ce colectivo.
Pertenece a las sorpresas, no sorprendentes ya, del siglo XX que este máximo se mostrara superable. La explicación de la atmósfera por el te rror no se paró en la transformación de «mundos de vida» en cámaras de
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gas y cámaras de fuego. Para superar los horrores del alto horno de Chur- chill se necesitó nada menos que una «revolución de la imagen del mun do» o, con mayor exactitud -desde que comprendemos la falsedad del dis curso de la revolución-, un mayor despliegue aún de lo que sostiene al mundo en su latencia física y biosférica. No es necesario en este punto ha cer una recapitulación de la historia conjunta de la física nuclear y del ar ma nuclear. En nuestro contexto es importante que la explicación físico- nuclear de la materia radiactiva y su demostración popular mediante hongos atómicos sobre áridos terrenos experimentales y ciudades habita das, al mismo tiempo, pusiera de manifiesto un nuevo escalón de profun didad en la explicación de lo atmosférico humanamente relevante. Con ello dio lugar a una nueva orientación «revolucionaria» de la conciencia del «medio ambiente» en dirección al medio invisible de ondas y radia ciones. Frente a ello ya no puede conseguirse nada con el recurso al clási co claro [Lichtung] en el que «vivimos, tejemos y somos», se entienda te ológica o fenomenológicamente. El comentario (post)-fenomenológico a los relámpagos atómicos sobre el desierto de Nevada y las dos ciudadesja ponesas reza: Making radioactivity explicit.
Con los lanzamientos de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki se consumó no sólo una superación cuantitativa de los sucesos de Alema nia, la extinción simultánea de (según los cálculos más precavidos) más de 100. 000 vidashumanas,enuncaso,ymásde40. 000,enotro121,suponela culminación, por ahora, del proceso atmoterrorista de explicación; las ex plosiones nucleares del 6 y del 9 de agosto de 1945 impulsaron, a la vez, una escalada desde el punto de vista cualitativo, en tanto que, más allá de la dimensión termoterrorista, abrieron el paso a la radioterrorista. Las víc timas de la radiación de Hiroshima y Nagasaki, que se reunieron poco tiempo después con las víctimas del calor de los primeros minutos y se gundos -en casos innúmeros también con una demora de años o dece nios-, hicieron expreso el conocimiento de que la existencia humana está incluida continuamente en una compleja atmósfera de ondas y radiacio nes, de cuya realidad sólo pueden damos testimonio, en tal caso, ciertos efectos indirectos, pero nunca percepción inmediata alguna. La entrega directa de una dosis, aguda o retardadamente mortal para los seres hu manos, de radiactividad, liberada «tras» el efecto primario térmico y ciné tico de las bombas, abre una dimensión de latencia completamente nueva en el saber de los afectados y de los testigos.
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Lluvia negra, altamente radiactiva, que cayó sobre Nagasaki. Foto: Yuichiro Sasaki.
A I ) antes oculto, desconocido, inconsciente, nunca sabido, nunca ob servado, nunca observable se le obligó de repente a aparecer en el plano de la manifestación; mediatamente se volvió llamativo en forma de des prendimientos de piel y llagas, como si un fuego invisible produjera que maduras visibles. En los rostros de los supervivientes se reflejaba una nue va forma de apatía: las «máscaras de Hiroshima» miraban atónitas a los restos de un mundo, del que se había privado a los seres humanos en una tormenta de luz. Que les fue devuelto como desierto irradiado. Esas caras comentan el abuso ontológico en su oscuro valor límite. Tras la lluvia ne gra sobre Japón se manifestó durante decenios el mal sin nombre en for ma de pólipos cancerosos de todo tipo y de trastornos psíquicos de lo más
«Máscara-Hiroshima».
Una joven busca a su familia en Hiroshima.
profundo. Hasta 1952, por la censura de Estados Unidos, estuvo prohibida en Japón toda alusión pública a ambos actos de terror12.
En esos sucesos hay que ver un crecimiento dimensional de la acción del terror: el atentado nuclear al mundo de vida del enemigo también in cluye desde entonces la explotación de la latencia como tal. La no per ceptibilidad de las armas radiactivas se convierte en una parte esencial del efecto mismo de esas armas. Sólo tras su irradiación comprende el enemi go que existe no sólo en una atmósfera de aire, sino también en una de ondas y radiaciones. El extremismo nuclear es, más aún que el químico, que utiliza gas y fuego, el momento crítico de la explicación atmosférica.
Con el paso explicativo nuclear la catástrofe fenoménica se convierte en una catástrofe de lo fenoménico. La irrupción de los físicos, y de los mi litares informados por ellos, en el nivel radiactivo de influencia en el me dio ambiente ha dejado claro que puede haber algo en el aire, que no con siguen notar en absoluto las criaturas mundanas de la era prenuclear -que respiran despreocupadas, ingenuamente sensibles al entorno-, los ances trales «pupilos del aire» humanos. Desde ese momento de cesura históri-
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I
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i
Dibujo de un superviviente del lanzamiento
de la bomba atómica en Hiroshima:
alguien, tendido de espaldas en la calle, murió inmediatamente después del lanzamiento de la bomba. Su mano se dirigía al cielo, los dedos ardían en medio de llamas azules. Un líquido oscuro goteaba
de la mano a la tierra.
ca están sujetos a la coacción de contar con lo imperceptible, como si se tratara de una nueva lev. En el futuro habrá que desconfiar de la percep ción propia para supervivir en entornos tóxicos. El modo de pensar y de sentir de los paranoides se convierte en una parte de la educación gene ral, Only the Paranoid Suruivé25; quien es consciente de los hechos se siente en vilo por la probabilidad de que deseos de hacer daño de enemigos le
janos so materialicen invisiblemente.
En la latencia redefinida también los bioterroristas (como sus simula dores y parásitos) operan sobre un trasfondo estatal y no-estatal. En su cálcu lo de ataque tienen en cuenta la dimensión de lo imperceptiblemente pe queño y amenazan el entorno del enemigo con atacantes invisibles. Los avances más explícitos en la dimensión del terrorismo bio-atmosférico los llevaron a cabo investigadores militares soviéticos en los años sesenta y se tenta. A sus escenas primeras pertenecen los ensayos realizados en 1982 y 1983 con el agente provocador de la turalemia, para los que, en una isla del lago Aral, inaccesible a la opinión pública, se ataron a postes cientos de monos importados expresamente para ello de Africa. El lanzamiento de bombas de turalemia, recién desarrolladas, sobre ellos llevó al resultado, satisfactorio para los investigadores, de que casi todos los animales de ex perimentación, a pesar de estar vacunados, perecieron en poco tiempo por inhalación del agente provocador124.
Cuando Martin Heidegger, en sus artículos a partir de 1945, la mayoría de las veces utilizaba la «falta de patria» como contraseña existencial del ser humano en la época-del-entramado-técnico [Ge-stell-Zeitalter/, esa expresión no sólo se refería a la ingenuidad perdida de la estancia en casas de cam po y al paso a una existencia en máquinas urbanas habitables. A un nivel más profundo, el término «apátrida» significa la desnaturalización del ser humano de la envoltura natural de aire y su mudanza a espacios climati- zados; en una lectura aún más radicalizada, el discurso de la falta de patria simboliza el éxodo de todos los posibles nichos de cobijo en la latencia. Tras el psicoanálisis ni siquiera lo inconsciente es utilizable como patria, tras el arte moderno tampoco la «tradición», tras la biología moderna ape nas todavía la «vida», por no hablar ya del «medio ambiente». Al espectro de esas aperturas a la existencia apátrida pertenece, tras Hiroshima, la reve lación forzosa de las dimensiones radiofísicas y electromagnéticas de la atmósfera. En lugar del habitar aparece la estancia en áreas radiotécnica mente vigiladas. El físico Cari Friedrich von Weizsácker, familiarizado con la obra de Heidegger, levantó un monumento conmemorativo a esta si tuación, cuando, en el momento culminante de la carrera armamentístíca nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética, en los años setenta, hi zo construir demostrativamente en el jardín de su casa de Stamberg un búnker de protección radiactiva.
Es lícito dudar de que el discurso evocativo de Heidegger sobre el «ha-
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Búnker de protección atómica, instalacicSn
de Guillaume Bijl, 1985, Place St. Lambert, Lieja.
bitar» del ser humano en una «región» posibilitante de sí y remitida a sí pueda quedar como la última palabra en cuestiones de una existencia atra pada en la coacción explicativa y de su tarea de autodiseño. Cuando el filó sofo alababa el prudente mantenerse en la «región» saltaba, adelantándo se un tanto precipitadamente, al ideal de un espacio que rehace la totalidad, que implica lo antiguo y lo nuevo1". «Región» [Gegend] significa para él el nombre de un lugar en el que todavía podía florecer una exis tencia auténtica. No se podría decir muy bien cómo se llega hasta él si no se estuviera ya en él. Tendría que ser un lugar más allá de toda explica ción, ( ( >mo si ésta sólo valiera en otra parte; un lugar efectivamente azota do por el frío viento del exterior, por el riesgo de emplazamiento de la mo dernización. pero que, a pesar de todo, siguiera siendo la patria. Sus habitantes sabrían que el desierto crece, pero podrían sentirse compro metidos. precisamente allí donde están, con una «extensión de terreno y
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Magdalena Jetelová, Atlantic Wall, 1994-1995.
un receso temporal»126maravillosamente inmunizadores. Aquí se puede hablar de alto bucolismo. A la palabra «región» no se le puede negar, con todo, a pesar de toda su provisionalidad y de sus connotaciones provincia les, una fuerza remisora a la dimensión terapéutica en el arte de la con formación de espacio127. ¿Qué es terapéutica sino el saber procedimental y el arte del saber sobre la nueva organización de una escala de medida con forme a los derechos humanos tras la irrupción de lo desmesurado; sino una arquitectura para espacios de vida después de que se haya mostrado lo invivible? Lo que nos hace divergir de Heidegger es la convicción histó ricamente crecida y teóricamente estabilizada de que en la era de la expli cación del trasfondo tampoco las relaciones «regionales» y patrias, allí donde florecen todavía localmente, pueden ser tomadas simplemente co mo dones del ser, sino que dependen de un gran despliegue de diseño for mal, de producción técnica, de asesoramiento jurídico y estructuración política.
En estas referencias al desarrollo (puesto en marcha por la guerra de gas y reforzado por el smog industrial) de la pregunta por las condiciones de respirabilidad del aire, después a las exacerbaciones gasterroristas y ter- moterroristas de la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, a la puesta en evidencia de las dimensiones radiológicas del trasfondo del ser-en-el-mun-
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do humano, que desde los acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki hay que retener temático-duraderamente, describiremos ahora un arco histó rico de expresividad creciente en la problematización de la estancia hu mana en medios de gas y radiaciones. No se puede asociar con una consi deración retrospectiva como la intentada aquí la suposición de que la historia de la explicación de la atmósfera mediante el perfeccionamiento de las armas atómicas haya llegado a un final con el término de la guerra fría. Desde la desaparición de la Unión Soviética, la última potencia mun dial que ha quedado ha conseguido el monopolio para desarrollar el con- tinuum del atmoterrorismo, elaborado desde 1915 a 1990, en dimensiones aún más explícitas y monstruosas. Puede que el final de la guerra fría ha ya traído consigo un decrecimiento de la intimidación nuclear; pero, por lo que respecta a la inclusión de las hasta entonces no desarrolladas di mensiones climáticas, radiofísicas y neurofisiológicas del trasfondo de la existencia humana en proyectos militares de la potencia mundial, el um bral de los años noventa significa un nuevo comienzo. A partir de ese mo mento, e inadvertido por la opinión pública, se da el salto a un nivel im previsible de escalada en las oportunidades de ataque atmoterrorista.
En un escrito del Department ofDefense, presentado el 17dejunio de 1996 y cuya entrega a la opinión pública se autorizó sin tener en cuenta su temá tica sensible, siete oficiales de un departamento de investigación científica del Pentágono explicaban los rasgos generales de un futuro modo de ha cer la guerra en la ionosfera. El papel del proyecto, presentado bajo el tí tulo: «El tiempo como un multiplicador de la fuerza de combate: dominio del tiempo en el año 2025» (Weather as a Forcé Multiplier: Owning the Weather
in 2025), se redactó por encargo del Estado Mayor de la Air Forcé con la instrucción de aportar condiciones, bajo las que Estados Unidos pudiera reafirmar en el año 2025 su papel como potencia armamentística absolu tamente dominante en el aire y el espacio. Los autores del escrito parten del hecho de que en treinta años de desarrollo se logrará, de modo rele vante para la guerra, hacer dominable la ionosfera como uno de los com ponentes, invisibles para la percepción humana, de las cubiertas terrestres físicas exteriores, sobre todo por la supresión y producción arbitrarias de condiciones meteorológicas tormentosas, que garanticen el control del campo de batalla (battlejield dominance) al poseedor de las armas ionosféri cas. Según anticipaciones actuales, el arma meteorológica abarca, entre otras cosas: la conservación o enturbiamiento de la visión en el espacio aé
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reo; la subida o bajada del comfort levels (de la moral) de las tropas; inten sificación y modificación de las tormentas; supresión de lluvias sobre te rritorios enemigos y producción artificial de sequía; interceptación e im pedimento de comunicación enemiga y obstaculización de actividades meteorológicas análogas del enemigo.
Con la explicitación de estos nuevos parámetros para intervenciones operativas de militares en el battlespace environment ya se tiene en cuenta hoy la posible condición futura del diseño del campo de batalla (battlefield shaping) y de su percepción (battlefield awareness). En la recapitulación final del escrito se dice al respecto:
Como un esfuerzo de alto riesgo y altas recompensas, la modificación del tiem po nos coloca ante un dilema semejante a la fisión nuclear. Mientras algunos sec tores sociales sigan oponiéndose constantemente a analizar temas polémicos como la modificación del tiempo, se ignorarán, de manera peligrosa para nosotros mis mos, las enormes (tremendous) posibilidades militares que pueden surgir en ese campo.
Con ello, los autores del escrito sobre la guerra meteorológica, no sólo dan a entender que recomiendan el desarrollo de tales armas incluso con tra la opinión pública; se colocan, además, en un entorno cultural que só lo es capaz ya de anticipar un único tipo de guerra: el conflicto militar de Estados Unidos con Estados «canallas», es decir, con Estados que toleran o apoyan las acciones militares o terroristas contra el complejo civilizato rio del «Oeste». Unicamente en este contexto es compatible la propagan da en favor de una futura arma meteorológica y de la entrada en una es calada de prácticas atmoterroristas con una situación cultural altamente legaliformizada y caracterizada por una sensibilidad extrema para obliga ciones de fundamentación. A las premisas de la investigación sobre armas meteorológicas le es inherente una asimetría moral estable entre el modo de hacer la guerra de Estados Unidos y cualquier posible modo de hacer la guerra de quien no sea Estados Unidos: bsyo ninguna otra circunstancia podría justificarse la inversión de medios públicos en la construcción de un arma tecnológicamente asimétrica de evidente calidad terrorista. Para legitimar democráticamente el atmoterrorismo en su forma más avanzada hay que presuponer la imagen de un enemigo que haga plausible la utili zación de medios apropiados para su tratamiento especial ionosférico. En
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el americanwayofware1hostigamientodelenemigoentrañasucastigo,da do que ya sólo pueden imaginarse criminales manifiestos como responsa bles de groserías armadas contra Estados Unidos. Este estándar vale, por lo demás, desde la guerra fría, durante la cual Moscú fue calificada obsti nadamente como la «base mundial del terrorismo». Por eso, la declaración de guerra se sustituye fácticamente por una orden de captura, o bien una orden ejecutoria, contra el enemigo. Quien posee la soberanía interpreta tiva de declarar como terroristas a los luchadores por una causa extraña, desplaza sistemáticamente la percepción del terror del plano de los méto dos al ánimo del grupo adversario, y con ello se retira él mismo de la es cena. Desde ese momento el modo de hacer la guerra y el proceso por ley marcial resultan indistinguibles. Lajusticia anticipada del vencedor no só lo se cumple en el modo de llevar una guerra declarada como medida dis ciplinaria; se realiza también como investigación armamentística contra el enemigo de mañana y pasado mañana.
Más allá del declarado interés por el arma meteorológica, Estados Uni dos trabaja desde 1993 en un programa afín, aunque en este caso mante nido en secreto, para la investigación de la aurora, el High-frequency Active Auroral Research Programme, HAARP, del que podrían seguirse las premisas científicas y tecnológicas de una posible arma de super-ondas. Cuando no consiguen evitar la opinión pública, los patrocinadores del proyecto pre sumen de su carácter civil, más o menos de su posible aptitud para recrear la capa de ozono defectuosa y para prevenir ciclones, mientras que sus -no numerosos- críticos ven en tales declaraciones el típico camuflaje de pro yectos militares absolutamente secretos128. El proyecto HAARP se asienta en un complejo de investigación en Gakona, South Central Alaska, apro ximadamente 300 kilómetros al noroeste de Anchorage, compuesto de un gran número de antenas que crean campos electromagnéticos de alta energía y los irradian a la ionosfera. Su efecto de reflexión y resonancia pa rece que se utiliza para focalizar campos de energía sobre puntos discre cionales de la superficie terrestre. De emisiones de radiación de este tipo podría resultar una artillería energética de efectos casi ilimitados. Las pre misas técnicas de esa instalación proceden de ideas del inventor Nicola Tesla (1856-1943), que ya en tomo a 1940 había advertido al gobierno es tadounidense sobre las posibilidades militares de un arma de tele-energía.
Si un sistema de ese tipo fuera implantable sería capaz de provocar po derosos efectos físicos, hasta llegar al desencadenamiento de catástrofes
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Antenas del Proyecto Haarp.
climáticas y terremotos en zonas puntuales elegidas. Algunos observadores relacionan con los tests de la instalación de Alaska nieblas y tempestades de nieve aparecidas erráticamente en Arizona y otros fenómenos atmosfé ricos no aclarados en diferentes partes del mundo. Pero, dado que las on das ELF (Extremely Low Frequencies), u ondas infrasonido, no sólo influyen en la materia anorgánica sino también en organismos vivos, especialmen te en el cerebro humano, que trabaja en ámbitos profundos de frecuencia, el HAARP depara perspectivas de producción de un arma neurotelepática que podría desestabilizar poblaciones humanas mediante ataques a dis tancia a sus funciones cerebrales129. Un arma de ese tipo sólo puede ser concebida, incluso en forma especulativa, si el desnivel moral entre los ce rebros que la desarrollan y los cerebros que han de ser atacados con ondas ELF aparece completamente claro en el presente y puede ser mantenido estable en el futuro. Aunque se tratara de un arma no letal, únicamente podría utilizarse contra lo absolutamente extraño o contra el mal absolu to en sus encarnaciones humanas. Pero no puede excluirse que el efecto colateral de tales empresas de investigación conlleve per se complicaciones morales, desastrosas para la determinación de un desnivel de ese tipo. Cuando no está clara la diferenciación entre cerebros de canallas y cere bros de no-canallas, la producción de un arma de ondas así contra un la do de esa diferencia -como ya sucedió con las armas atómicas- podría re sultar funesta, por autorreferencia, también para el otro lado.
Puede que se considere surrealista la mención de tales perspectivas; pe ro no es más surrealista de lo que lo hubieran sido anuncios de un arma de
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gas antes de 1915 y de un arma atómica antes de 1945. Antes de la demos tración por los acontecimientos, la mayoría de los intelectuales del hemis ferio occidental habrían despachado el desarrollo de las armas nucleares co mo una especie de ocultismo científico-naturalmente camuflado y le habrían negado toda plausibilidad. El efecto de surrealidad de lo real antes de la pu blicación pertenece a los efectos colaterales de la explicación puntera, que desde su comienzo divide las sociedades en un pequeño grupo de personas, que participan en la irrupción de lo explícito como pensadores, operadores y víctimas, y en otro, mucho más grande, que, desde el punto de vista de lo lícito existencialmente, persiste ante euentum en lo implícito y, en todo caso, reacciona posterior y puntualmente a las explicaciones. La histeria pública es la respuesta democrática a lo explícito, tras devenir innegable.
La permanencia diaria en la latencia es presa cada vez más de la in tranquilidad. Aparecen dos tipos de durmientes: los durmientes en lo implícito, que siguen buscando cobijo en la ignorancia, y los durmientes en lo explícito, que saben lo que se planea en el frente, pero esperan la or den de actuar. La explicación atmoterrorista distancia tanto las concien cias en una y la misma población cultural (hace ya tiempo que resulta in diferente llamarla pueblo o población) que de fado ya no viven en el mismo mundo y sólo constituyen una sociedad simultánea formalmente, a causa de la condición ciudadana estatal. A unos los convierte en colabora dores de la explicación y con ello -en secciones de frente que cambian in cesantemente- en agentes de un terror estructural -aunque sólo pocas ve ces concreto y real- ejercido contra las condiciones de trasfondo de naturaleza y cultura, mientras que los otros -transformados en regionalis- tas, aborígenes domésticos, en protectores voluntarios del propio anacro nismo- cultivan en reservas libres de hechos la ventaja de poder seguir afe rrados a imágenes de mundo y condiciones de inmunidad simbólicas de la época de la latencia.
3 Air/Condition
Entre las campañas ofensivas de la Modernidad, la del surrealismo ha aguzado especialmente la idea de que el interés fundamental de la actua lidad tiene que dirigirse a la explicación de la cultura. Entendemos por cultura -siguiendo las insinuaciones de Bazon Brock, Heiner Mühlmann,
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Eugen Rosenstock-Huessy, Ludwig Wittgenstein, Dieter Claessens y otros- el conjunto de reglas y cometidos de acción que se transmiten y van va riando en los procesos generacionales.
El surrealismo obedece al imperativo de ocupar las dimensiones simbó licas en la campaña de modernización. Su objetivo declarado o no decla rado es hacer explícitos procesos creativos y aclarar técnicamente los do minios de sus fuentes. Para ello acudió sin más al fetiche de la época, al concepto omnilegitimante de «revolución». Pero, como ya sucedía en el espacio político (donde, defado, no se trató nunca de un «giro» real, en el sentido de una inversión de arriba y abajo, sino de la proliferación de po siciones punteras y de su nueva ocupación por representantes de estratos sociales medios agresivos, cosa que en realidad no pudo conseguirse sin que los mecanismos de poder se transparentaran parcialmente, o sea, sin democratización, y pocas veces sin una fase inicial de abierta violencia des de abajo), también en el campo cultural resulta evidente la calificación errónea de los acontecimientos; pues aquí nunca se trató tampoco de «re volución», más bien, y exclusivamente, de un nuevo reparto de la hege monía simbólica; y eso necesitaba una cierta puesta en evidencia de los procedimientos artísticos; por ello tuvo que haber una fase de barbarismos y tempestades de imágenes. Por lo que respecta a la cultura, «revolución» es una expresión encubierta de violencia «legítima» contra la latencia. Po ne en escena la ruptura de los nuevos operadores, seguros de sus procedi mientos, con los holismos y comodidades de las situaciones artísticas bur guesas.
El recuerdo de una de las escenas más conocidas de la ofensiva surrea lista puede aclarar el paralelismo entre las explicaciones atmoterroristas del clima y los golpes «revolucionario«-culturales contra la mentalidad de un público burgués de arte. El 1 de julio de 1936, Salvador Dalí, quien al comienzo de su carrera pasaba como embajador autoproclamado del rei no de lo superreal, dio una conferencia-performance en las New Burling ton Galleries de Londres, con ocasión de la International Surrealist Exhi- bition, en la que, en relación con su propia obra expuesta, se proponía explicar los principios del «método crítico-paranoico» desarrollado por él mismo. Para dejar claro al público ya con su propia presentación que él ha blaba en nombre del otro y como representante de un en-otra-parte radi cal, Dalí había decidido ponerse un traje de buzo para su discurso; según el informe del Star londinense del 2 de julio, sobre el casco se había colo
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cado un radiador de coche; el artista llevaba, además, un taco de billar en las manos y se hacía acompañar por dos grandes perros130. En su autopre- sentación Comment on devient Dalí el artista cuenta una versión del inci dente que provocó esa idea.
Con motivo de la exposición, había decidido pronunciar unas palabras para ofrecer un símbolo del subconsciente. Se me introdujo, pues, en mi armadura e in cluso me colocaron suelas de plomo, con las que me resultaba imposible mover las piernas. Hubo que transportarme al estrado. Después se me colocó y atornilló el casco. Comencé mi discurso tras el cristal del casco, y ante un micrófono, que, ob viamente, no podía captar nada. Pero mi mímica fascinó al público. Pronto co mencé a abrir la boca, sin embargo, en busca de aire, mi cara se puso primero ro
ja y luego azul, y mis ojos en blanco. Evidentemente se habían olvidado [sic] de conectarme a un sistema de abastecimiento de aire y estaba a punto de asfixiarme. El especialista que me había equipado había desaparecido. Por gestos di a enten der a mis amigos que mi situación se volvía crítica. Uno cogió unas tijeras e intentó en vano perforar el traje, otro quería desatornillar el casco. Como no lo conseguía comenzó a golpear con un martillo los tornillos. . . Dos hombres intentaron arran carme el casco, un tercero daba tantos golpes al metal que casi perdí el sentido. En el estrado sólo reinaba ya una lucha salvaje a brazo partido, de la que yo emergía de vez en cuando como un pelele con miembros dislocados, y mi casco de cobre sonaba como un gong. El público aplaudía ese mimodrama daliniano conseguido, que a sus ojos representaba, sin duda, cómo el consciente intenta apoderarse del inconsciente. Pero yo por poco habría sucumbido ante ese triunfo. Cuando por fin se me arrancó el casco estaba tan pálido comoJesús cuando volvió del desierto tras cuarenta días de ayuno1*1.
La escena deja claras dos cosas: que el surrealismo es un diletantismo cuando no utiliza objetos técnicos de acuerdo con sus propias característi cas, sino simbólicamente; y que, a la vez, es una parte del movimiento más explicitista de la Modernidad, en tanto que se presenta inequívocamente como procedimiento rompedor de la latencia y disolutor del trasfondo. El intento de destruir el consenso entre el lado productivo y receptivo en asuntos de arte, con el fin de liberar la radicalidad del valor propio de las exhibiciones-acontecimientos, constituye un importante aspecto de la di solución del trasfondo en el campo cultural. Explícita tanto el carácter ab soluto de la producción como la arbitrariedad de la recepción.
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Dalí en traje de buzo durante su discurso el 1 de julio de 1936 en Londres.
Tales intervenciones poseen valor combativo en tanto ilustraciones an- ti-provindañas y anti-cultural-narcisistas. No en vano los surrealistas, en la fase temprana de su embate agresivo, desarrollaron el arte de escandalizar al burgués como una forma de acción sui generis, por una parte porque es to ayudó a los innovadores a distinguir ingroup de outgroup, por otra, por que la protesta de la opinión pública podía considerarse como signo de éxito en la descomposición del sistema tradicional. Quien escandaliza a los ciudadanos hace profesión de iconoclastia progresiva. Instaura el terror contra símbolos con el fin de hacer que exploten posiciones latentes mis tificadas y que aparezcan ayudadas de técnicas más explícitas. La premisa legítima de la agresión simbólica radica en el supuesto de que las culturas tienen demasiados cadáveres en el armario y que ya es hora de hacer sal tar las conexiones, protegidas latentemente, entre armadura y edificación.
Pero si las primeras vanguardias sucumbieron ante un razonamiento engañoso, fue porque la burguesía que se iba a intimidar siempre apren dió su lección con mayor rapidez de lo que había previsto cualquiera de los terroristas estéticos. Tras pocos intercambios en la partida entre los provocadores y los provocados hubo de aparecer una situación en la que
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Traje de presión Dráger, de 1915, para el tratamiento de enfermedades de descompresión.
la burguesía relajada masivo-culturalmente toma la iniciativa en la explici- tación de arte, cultura y sentido mediante marketing, diseño y autohipno- sis. Los artistas continuaron aterrorizando esforzadamente, sin darse cuenta de que el momento de ese medio ya había pasado. (El terrorismo semán tico se vuelve ineficaz en cuanto el publico comprende sujuego; lo mismo sucedería también, a propósito, con el terror criminal y militar si la pren sa renunciara a su papel de cómplice. ) Otros sucumbieron a un giro neo- rromántico y pactaron de nuevo con la profundidad. Pronto hubo muchos que parece que olvidaron el principio de la filosofía moderna instaurado por Hegel: que la profundidad de un pensamiento sólo puede medirse por su fuerza de detalle; de otro modo, la reivindicación de profundidad queda sólo como un símbolo vacío de latencia no dominada.
Estos diagnósticos pueden comprobarse en la performance fracasada y, precisamente por ello, informativa de Dalí: ella demuestra, por una parte, que la destrucción del consenso entre el artista y el publico no se consigue en cuanto el último entiende la regla, según la cual la ampliación de la obra al entorno de la obra misma hay que entenderla, a su vez, como for ma de la obra. El aplauso entusiasta con que fue obsequiado Dalí en las
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New Burlington Galleries demuestra con cuánta coherencia el público in formado se atuvo a los nuevos pactos de percepción del arte. Por otra, la escena mostraba al artista como un rompedor de latencia, que transmite al pueblo profano un mensaje procedente del reino de lo otro. La función de Dalí en esejuego se distinguía por una ambigüedad que manifiesta al go esencial sobre su fluctuación entre romanticismo y objetividad: por una parte, se presentaba como frío tecnólogo de lo otro, dado que en el texto de su alocución, no transmitido pero fácilmente imaginable por el título: Auténticas fantasías paranoicas, tenía previsto tratar de un método preciso de acceso al «subconsciente»: aquel método crítico-paranoico, con el que Dalí formuló instrucciones para la «conquista de lo irracional»132. Se con fesaba partidario de una especie de fotorrealismo en relación con imáge nes irracionales, que había de objetivar con exactitud proverbial lo que se presentara en sueños, delirios y visiones internas. El artista surrealista es, en cierto modo, el secretario de un más allá privado, bajo cuyo dictado ela bora sus apuntes tan mecánica y precisamente como es posible; en conse cuencia, la obra representa un archivo de las visiones. Como Picasso, Dalí no busca, encuentra, y encontrar significa aquí tanto como archivar la for ma que surge del inconsciente.
Como Bretón y otros antes que él, en esa época Dalí entendía su traba jo como una acción paralela al llamado «descubrimiento del inconsciente por el psicoanálisis»: ese mito científico que en los años veinte y treinta fue recibido de maneras diversas tanto por las vanguardias artísticas como por el público culto (y que Lacan, un admirador y rival de Dalí, volvió a dar prestigio entre los años cincuenta y setenta, al reanimar el lema surrealista
de «vuelta a Freud»). Desde esa perspectiva, el surrealismo se incorpora a las manifestaciones de la «revolución» operativista que sostiene la moder nización continuada. Por otra parte, Dalí se mantuvo decididamente an ticrítico en la concepción romántica del artista-embajador, que deambula entre los no iluminados como delegado de un más allá preñado de senti do. En esa actitud se revela como un amateur altivo, que se abandona a la ilusión de la posibilidad de introducir un pretencioso instrumental técnico para la articulación de acciones-kitsch metafísicas. A este respecto es típica la actitud del usuario, que deja cándidamente el lado técnico de la perfor mance en manos de «especialistas», de cuya competencia uno no está con vencido. El hecho de que la escena no se hubiera ensayado delata, asimis mo, la mala relación literaria del artista con estructuras técnicas.
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La elección de Dalí de su atuendo muestra un aspecto lúcido, no obs tante. Su accidente es profético, y no sólo por lo que se refiere a las reac ciones de los espectadores, que anunciaban ya el aplauso de lo no enten dido como nuevo hábito cultural. Que el artista escogiera para su salida a escena como embajador de la profundidad un traje de buzo diseñado pa ra un abastecimiento artificial de aire, le pone certeramente en conexión con el desarrollo de la conciencia de la atmósfera, que, como intentamos mostrar aquí, está en el centro de la autoexplicación de la cultura en el si glo XX. Aunque el surrealista sólo llegue a una explicación técnica a me dias del trasfondo del mundo y de la cultura como «mar del subconscien te», reclama la competencia de navegar en ese espacio con procedimientos profesionales. Su performance demuestra que una existencia consciente ha de ser vivida como una inmersión explícita en el contexto. Quien en la sociedad-multi-media se aventura a salir del propio acantonamiento ha de estar seguro de su «equipo de inmersión», es decir, de su sistema de in munidad tanto físico como mental, o bien, de su cápsula espacial social. (Marshall McLuhan escribió a comienzos de los años sesenta que el ser humano moderno se ha convertido en un «hombre rana cósmico»: una expresión que puede interpretarse como comentario tanto del surfing cul tural como del viaje espacial1TM. ) El accidente no sólo hay que achacarlo al diletantismo, también pone en evidencia los riesgos sistémicos de la expli cación técnica de atmósferas y de la conquista técnica del acceso a otro elemento, del mismo modo que el riesgo de intoxicación de las propias tropas en la guerra de gas fue inseparable ya de las acciones del atmote- rrorismo militar. Si el relato que hace Dalí del incidente no es exagerado, no faltó mucho para que hubiera entrado en la historia de la cultura de la Modernidad como mártir de las inmersiones en lo simbólico.
En las condiciones dadas, el accidente demostró su eficacia como for ma de producción. Liberó en el artista el pánico que desde siempre era inherente, como estímulo, a su trabajo. En el intento fracasado de pre sentar el «subconsciente» como zona navegable, se abrió brecha hasta el primer plano el miedo a la destrucción, para cuyo dominio y represión se pone en marcha el proceso explicativo. Por hablar generalizando: el ex perimento contrafóbico de la modernización nunca puede emanciparse de su trasfondo de angustia, porque éste sólo sería capaz de aflorar cuan do fuera lícito admitir la angustia misma en la existencia; cosa que, dada la naturaleza de las cosas, representa la hipótesis excluida. La Modernidad
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como explicación del trasfondo queda encerrada en un círculo fóbico; en tanto aspira a superar la angustia mediante una técnica generadora de an gustia, ha de errar su blanco una y otra vez. Tanto la angustia primaria co mo la secundaria proporcionan el empuje incesante para la continuación de este proceso inútil; su apremio justifica en cualquier etapa de la mo dernización el uso de nueva violencia, rompedora de latencia y controla dora del trasfondo; o, según las reglas lingüísticas dominantes: exige in vestigación de los fundamentos e innovación permanente.
La Modernidad estética es un procedimiento de uso de la violencia, no contra personas ni contra cosas, sino contra circunstancias culturales poco claras. Organiza una ola de ataques contra actitudes globales del ti po de la creencia, el amor, la probidad, y contra categorías seudoeviden- tes como forma, contenido, imagen, obra y arte. Su modus operandi es el experimento en vivo con los usuarios de tales conceptos. Consecuente mente, el modernismo agresivo rompe con la reverencia por los clásicos, en la que -como hace notar con gran aversión- se manifiesta la mayoría de las veces un vago holismo, unido a una propensión a seguir apoyán dose en un totum abandonado a su falta de claridad y de despliegue. Por su agudizada voluntad de explicitud el surrealismo declara la guerra a la medianía: reconoce en ella el escondrijo oportuno de inercias antimo dernas, que se oponen al despliegue operativo y a la puesta en evidencia reconstructiva de modelos replegados. Dado que en esta guerra de men talidades la normalidad se considera un crimen, el arte, como medio de lucha contra el crimen, puede apoyarse en órdenes de entrada en acción inusuales. Cuando Isaac Babel declaraba: «la banalidad es la contrarre volución», expresaba con ello, mediatamente, el principio de la revolu ción modernista: la utilización del horror como violencia contra la nor malidad hace estallar tanto la latencia estética como la social, y que afloren a la superficie leyes según las cuales se han de construir las socie dades y las obras de arte. El horror ayuda a la consumación del giro anti naturalista, que hace valer por todas partes el primado de lo artificial. La
«revolución» permanente quiere el horror permanente, puesto que pos tula una sociedad que se manifiesta siempre de nuevo como aterroriza- ble, revisable. En el Segundo manifiesto del surrealismo, de 1930, escribe André Bretón:
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La acción surrealista más simple consiste en salir a la calle empuñando revól veres y disparar a ciegas a la multitud tantas veces como sea posible'*’.
El nuevo arte está imbuido de la excitación por lo más nuevo, dado que se presenta mimético al terror y análogo a la guerra, a menudo sin poder decir, incluso, si declara la guerra a la guerra de las sociedades o si hace la guerra en causa propia. El artista se encuentra siempre ante la decisión de presentarse ante la opinión pública bien como salvador de las diferencias o como señor de la guerra de las innovaciones. También tiene que acla rarse sobre si está de acuerdo con la ley de la imitación de lo superior, so bre la que se basa toda la cultura hasta ahora, o se asocia al hábito neo-bár baro de la Modernidad de convertir en regla la imitación de lo inferior1sr>. A la vista de estas ambivalencias, la llamada posmodemidad no estaba tan equivocada al articularse como reacción contra-explícita, contra-extremis ta y parcialmente anti-bárbara al terrorismo estético y analítico de la Mo dernidad.
Como cualquier terrorismo, también el estético la emprende con el trasfondo imperceptible sobre el que se articulan las obras de arte, y hace que aparezca en el proscenio como fenómeno con valor propio. El proto tipo de pintura moderna de esa tendencia, el Cuadrado negro de Kasimir Malévich, de 1913, debe su interpretabilidad inagotable a la decisión del autor de evacuar el espacio de imagen en favor de la pura superficie oscu ra. Así, su ser-cuadrado mismo se convierte en la figura, a la que está su peditada, como soporte, en otras situaciones figurativas. El escándalo de la obra de arte consiste, entre otras cosas, en que se afirma como pintura por derecho propio y que en absoluto presenta el lienzo vacío como una cosa digna de verse, como sería imaginable en el contexto de acciones dadaís- tas de mofa del arte. Es posible que la imagen pueda ser considerada co mo un icono platónico del cuadrángulo equilátero, un icono mínima mente irregular, que paga tributo por ello a la sensibilidad; pero es a la vez el icono de lo an-icónico, del trasfondo de la imagen, normalmente invisi ble.
Por eso el cuadrado negro aparece ante un fondo blanco, que le ro dea casi como un marco; en el Cuadrado blanco, de 1914, casi desaparecerá también esta diferencia. El gesto fundamental de tales representaciones formales es una elevación de lo no temático a la categoría de lo temático. No se rebajan los posibles y diversos contenidos figurativos, que podrían aparecer en el primer plano, colocándolos sobre uno y el mismo trasfon-
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El Lissitzky, Esferas negras, 1921-1922.
do siempre; más bien se extrae con <iiidado el trasfondo como tal j se- le hace-expiíc ito como figura de lo que soporta las figuras. El terroi de la pu rificación en el deseo de- «supremacía de la sensación pura» es inequívo co. La obra exige la capitulación sin condk iones de la percep< ión del ob servador ante su pre sencia real.
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Por muy claro que se dé a conocer el suprematismo, junto con su anti- naturalismo y antifenomenalismo, como un movimiento a la ofensiva en el flanco estético de la explicación, queda obligado al supuesto idealista de que el explicitar significa la remisión de lo sensiblemente presente a lo es piritualmente no presente. Está anclado en modelos de la vieja Europa, en tanto que explica las cosas hacia arriba y simplifica las formas empíricas, haciendo de ellas simples formas primarias. En este punto procede de otro modo el surrealismo, que se solidarizó, más bien, hacia abajo con la expli- citación materialista, sin ir tan lejos como para hacerse llamar sows-realis- mo. Mientras que la tendencia materialista se quedó en coquetería para el movimiento surrealista, su alianza con las psicologías profundas, sobre to do con la orientación psicoanalítica, reveló un rasgo esencial propio. La recepción surrealista del psicoanálisis vienés es uno de los numerosos ca sos que confirman que el freudismo consiguió sus primeros éxitos entre artistas y ciudadanos cultos, no como método terapéutico, sino como una estrategia de interpretación de signos y de manipulación del trasfondo, que ponía a disposición de cada interesado un modo de utilización acor de con sus propias necesidades. ;No es el análisis que no se ha hecho el que más seduce siempre?
El planteamiento de Freud llevó al despliegue de un ámbito de laten- cia de tipo especial, que fue bautizado con una expresión, «el inconscien te», tomada de la filosofía idealista, sobre todo de Schelling, Schubert, Carus, y de las filosofías de la vida del siglo XIX, particularmente de Scho- penhauer y Hartmann. Circunscribió una dimensión subjetiva de no-reve lación, en tanto que verbalizó latencias interiores y condiciones, replega das invisiblemente, de estados individuales. Tras la redacción freudiana, el sentido de la expresión llegó a estrecharse mucho, y a especializarse tanto que se hizo apto para su aplicación al operacionalismo clínico; ahora ya no significaba la reserva de oscuras fuerzas integradoras en una naturaleza an tepuesta a la conciencia, terapéutica y creadora de imágenes, tampoco el subsuelo, compuesto de corrientes volitivas ciegamente autoafirmantes, bajo el «sujeto»: circunscribía un pequeño container interior, lleno de re presiones y colocado bajo presión creadora de neurosis por el impulso de loreprimido1 Elentusiasmodelossurrealistasporelpsicoanálisissefun daba en su confusión del concepto freudiano de inconsciente con el de la metafísica romántica. De una lectura falsa creativa surgieron declaraciones como la de Dalí, en 1939, Declaración de independencia de la fantasía y decla
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ración de los derechos del ser humano a su locura, en la que se encuentran fra ses como ésta:
Un hombre tiene derecho a amar a mujeres con extáticas cabezas de pez. Un hombre dene derecho a que le resulten asquerosos los teléfonos dbios y a exigir teléfonos fríos, verdes y afrodisíacos como el sueño alucinado de las cantáridas'*7.
La referencia surrealista al derecho de estar loco advierte a los indivi duos frente a su inclinación al sometimiento ante terapias normalizantes; quiere hacer de pacientes normalmente infelices monarcas que vuelven del exilio neurótico-racional al reino del delirio personal.
Si la performance de Dalí en julio de 1936 acabó con que sus ayudan tes le posibilitaron, arrancándole el casco de buzo, el regreso a la atmós fera de aire común de la galería londinense, esta solución, oportuna en caso concreto, resulta inutilizable para la situación civilizatoria en su con
junto, dado que el proceso de la explicación de atmósferas no permite vuelta alguna a lo implícitamente previsible hasta ahora. Las relaciones de civilización técnica no consienten ya que, como en el caso del experimen to de Dalí, se olvide lo esencial: seres humanos, que se encuentren mo mentánea o habitualmente en típicas situaciones-mdoors, tienen que ser conectados a un «sistema de abastecimiento de aire» auxiliar. La explica ción avanzada de atmósferas obliga a una continua atención a la respira- bilidad del aire: primero, en sentido físico, pero, después, también, y pro gresivamente, en relación con las dimensiones metafóricas de la respiración en espacios culturales de motivación e inquietud.
Finalizado el siglo XX, la teoría del homo sapiens como pupilo del aire adquiere perfiles pragmáticos. Se comienza a comprender que el ser hu mano no sólo es lo que es, sino lo que respira y aquello en que se sumer ge. Las culturas son estados colectivos de inmersión en aire sonoro y siste mas de signos.
El tema de las ciencias de la cultura en el tránsito del siglo XX al XXI re za, pues: Making the air conditions explicit. Ellas se dedican a la neumatolo- gía desde el punto de vista empírico: la ciencia de la respiración de seres vivos, dependientes de sentido, a través de medios informantes e impera tivos. Por el momento, este programa sólo puede ser elaborado recons tructiva y compilatoriamente, dado que la «cosa misma», el universo de los
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El meteorógrafo Marvin para el Weather Bureau estadounidense en los años noventa del siglo XIX.
climas influidos, de las atmósferas configuradas, de los aires modificados y de los entornos acotados, medidos, legalizados, tras los empujes explicati vos de gran alcance llevados a cabo en el espacio científico-natural, técni co, militar, jurídico-legislativo, arquitectónico y plástico, ha tomado una ventaja, difícilmente salvable, a la formación teórico-cultural de concep tos. Por eso parece lo más razonable que en una primera fase de autocer- cioramiento se oriente a las formas más ampliamente desarrolladas de des cripción científica de atmósferas, a la meteorología y climatología, para dedicarse, en un segundo paso, a fenómenos de aire y clima más cercanos a las personas y más relevantes culturalmente.
Por su forma periodística más exitosa, el llamado informe meteorológico (Wetterbericht, informations météorologiques, weather news), la meteorología mo derna (derivada en el siglo XVII de la palabra griega metéoros: «suspendido en el aire») -la ciencia de las «precipitaciones» y de todos los demás cuer pos relucientes en el cielo o suspendidos en la altura- ha impuesto a las
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poblaciones de modernos Estados nacionales y de comunidades políticas mediáticas una forma de conversación históricamente nueva, que como mejor puede caracterizarse es como «debate climatológico sobre la situa ción». Las sociedades modernas son comunidades que discuten sobre el tiempo, en la medida en que un organismo oficial de información sobre el clima pone en boca de los ciudadanos los temas para su autoentendi- miento sobre las circunstancias meteorológicas dominantes. Por comuni cación meteorológica apoyada en los medios, grandes comunas modernas, que cuentan con muchos millones de miembros, se transforman en vecin dades semejantes a aldeas, en las que se departe sobre si para la época del año en que se está hace demasiado calor, demasiado frío, cae demasiada lluvia o demasiado poca. (Marshall McLuhan afirmaba, incluso, que el me dio «tiempo» constituye el «punto más importante del programa de esa ra dio, que recrea nuestro oído y crea el espacio sonoro o espacio vital»1TM. ) La moderna información meteorológica moldea poblaciones nacionales como espectadores de un teatro climático, estimulando a los receptores a comparar la percepción personal con el informe de la situación y a hacer se una opinión propia sobre los acontecimientos en curso. En tanto que describen el tiempo como una representación escénica de la naturaleza ante la sociedad, los meteorólogos reúnen a los seres humanos convir tiéndolos en un público de expertos bajo un cielo común; hacen de cada individuo un crítico climatológico, que valora la representación actual de la naturaleza según su propio gusto. Hay críticos climáticos más estrictos, que en períodos de mal tiempo vuelan masivamente a regiones, en las que con suficiente probabilidad pueda esperarse una representación más agra dable: por eso las islas Mauricio y Marruecos se inundan de disidentes me teorológicos de Europa entre Nochebuena y Reyes.
Mientras la meteorología salga a escena como ciencia natural, y nada más, puede permitirse obviar la pregunta por un creador del tiempo. Con cebido en un contexto natural, el clima es algo que se hace exclusivamen te a sí mismo y que procesa incesantemente de un estado al siguiente. Bas ta, pues, describir los «factores» climáticos más importantes en su acción dinámica: atmósfera (cubierta gaseosa), hidrosfera (mundo acuático), biosfera (mundo de animales y plantas), criosfera (región de hielo), pe- dosfera (tierra firme) desarrollan bajo el influjo de la radiación solar mo delos de intercambio de energía extremamente complejos, que se pueden representar en disposición puramente científico-natural, sin recurrir a una
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inteligencia originariamente planificadora o interventora a posterior? Mt. Un análisis adecuado de estos procesos se muestra tan complejo que fuerza un nuevo tipo de física que sea capaz de habérselas con turbulencias y co rrientes impredecibles. También esta física meteorológica, teórico-caótica- mente pertrechada, se las arregla sin el recurso de una inteligencia trans cendente; para interpretar sus datos no necesita ni un Hacedor del tiempo universal, de procedencia animista, ni al Relojero universal del deísmo. Está en la tradición del racionalismo occidental, que desde comienzos de la Modernidad retira a cualquier dios todavía posible la competencia en fenómenos meteorológicos y lo eleva a zonas supraclimáticas. Puede que Zeus yjúpiter lanzaran rayos, el dios de los europeos modernos es un deus otious y, eo ipso, climáticamente inactivo. Por eso, el informe meteorológi co moderno puede presentarse como una disciplina ontológico-regional, en la que se hable de causas, pero no de causantes. Habla de aquello que, previo a toda consideración de intereses humanos, sucede como sucede, por sí mismo y según condiciones propias; de aquello que, en todo caso, se «refleja» en un medio subjetivo como dato de rango objetivo.
No obstante, la meteorología moderna viene unida a una progresiva subjetivización del tiempo; además, en múltiples sentidos: por una parte, porque relaciona cada vez más los «datos» climáticos con las opiniones, cálculos y reacciones de las poblaciones, para las que el entorno atmosfé rico se vuelve cada vez menos indiferente en vistas a sus propios proyectos; por otra, porque el clima objetivo, tanto regional como global, ha de ser descrito de modo creciente como efecto de las formas de vida socio-in dustriales. Ambos aspectos de este ajuste del tiempo al ser humano mo derno, como cliente y co-causante meteorológico, se implican objetiva mente uno en otro. Ciertamente, desde el punto de vista de la tradición más antigua, la información meteorológica, tal como la conocemos, tendría que aparecer ya como una forma de tentación a la blasfemia; pues to que incita inequívocamente a los seres humanos a la desvergüenza de tener una opinión sobre algo frente a lo cual, según la ortodoxia metafísi ca, sólo cabría resignarse en muda sumisión. Para los antiguos valía: como el nacimiento y la muerte, el tiempo procede sólo de Dios. Sumisión a Dios y sumisión al tiempo son en la tradición indicios análogos del esfuerzo del sujeto razonable por minimizar sus diferencias, cargadas de hybris, frente al destino.
Con todo, la tendencia moderna a formarse una «opinión» sobre el cli-
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ma no es un mero antojo del sujeto que se aparte de una norma ontológi- ca válida y fuera mejor que no se diera; refleja el hecho de que las cultu ras europeas y európidas, politécnicamente activas, desde el temprano si glo XVIII se han convertido ellas mismas en potencias climáticas. Los seres humanos encuentran en el tiempo desde entonces, como indirectamente siempre, convertidos en algo atmosféricamente objetivo, los detritos de sus propias actividades técnico-químico-industriales, militares, locomotoras y turísticas. En su conjunto, a través de muchos miles de millones de emi siones, no sólo modifican el balance energético de la atmósfera, sino tam bién la composición y el «afinado» de la capa de aire a gran escala. Por eso, el apremio a tener una opinión sobre el clima no es tanto un indicio de la toma arbitraria del poder por parte del ser humano sobre todo lo que es el caso en el entorno. Prepara el cambio de actitud fundamental, por el que los seres humanos, los supuestos «dueños y señores» de la naturaleza, se transforman en diseñadores de atmósferas y guardianes del clima (que no habría que confundir, por cierto, con pastores del ser heideggerianos).
El desafío de la capacidad de juicio climático de los modernos provie ne ante todo, en el macro-ámbito, de un fenómeno que en el debate pú blico ha llegado a conocerse como efecto antropogénico de invernadero. Por él entendemos los efectos acumulados de las emisiones modificadoras del clima, procedentes de actividades humanas culturales y técnicas, como el funcionamiento de centrales de energía eléctrica, complejos industria les, calefacciones privadas, automóviles, aviones y otras innumerables in troducciones de gases de escape y emanaciones en el aire del entorno. Es te efecto invernadero secundario, del que hace apenas doscientos años que tenemos noticia de modo difuso, y tres decenios escasos en formula ción explícita, es un hecho histórico en el que se condensa el estilo de con sumo de energía de la «era industrial»: es la huella climática de un pro yecto civilizatorio, que se basa en el acceso a grandes cantidades de combustibles fósiles facilitado por la minería de carbón y la extracción de petróleo140. El recurso a la energía fósil es el soporte objetivo de la frivoli dad, sin la que no habría sociedad global de consumo, ni automovilismo, ni mercado mundial de carne y moda141. Debido al desarrollo de la de manda masiva de carbonos ricos en energía, el «bosque subterráneo» de la Antigüedad de la Tierra se sube en forma líquida a la superficie terres tre y se transforma mediante máquinas motrices térmicas142. A consecuen cia de ello, el producto de combustión anhídrido carbónico (junto al me-
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taño, monóxido de carbono, hidrocarburo fluorado, diversos óxidos nítri cos, etc. ) desempeña el papel cuantitativamente más importante en el en riquecimiento de la atmósfera con factores de invernadero de segundo or den. Ellos refuerzan -de una manera catastrófica con toda probabilidad- el efecto invernadero primario, respecto al que la ciencia del clima nunca podrá subrayar suficientemente el hecho de que sin él no habría sido po sible vida alguna en nuestro planeta. Si la Tierra, como parásito del Sol, se convirtió en el lugar de nacimiento de la vida -no atrae sobre sí ni una mil- millonésima parte de la energía irradiada por el Sol- fue porque el vapor de agua y los gases de invernadero de la atmósfera terrestre impiden la re verberación de la energía de onda corta absorbida por el Sol en forma de rayos infrarrojos de onda larga, por lo que pudo resultar un calentamien to de la superficie terrestre compatible con la vida, de una temperatura media de más de 15 grados centígrados. Si desapareciera esa trampa para capturar calor, por la que se retiene la energía solar en la atmósfera, la temperatura de la superficie de la Tierra no llegaría más, por término me dio, que hasta -18 grados: «Sin efecto invernadero la tierra sería una ex tensión desértica de hielo»14’. Lo que conocemos como vida viene condicio nado, entre otras cosas, por el hecho de que la superficie terrestre, gracias a su filtro atmosférico, vive 31 grados por encima de sus posibilidades. Si los seres humanos, por citar de nuevo a Herder, son pupilos del aire, las nubes fueron sus tutores. La vida es un efecto colateral del mimo climáti co. El signo característico de la era de la energía fósil lo constituye el he cho de que los mimados se volvieron suficientemente irresponsables como para poner en juego su mimo, corriendo el riesgo de un sobrecalenta miento antropogénico (según cálculos diferentes de otras prognosis, el de un período interglacial)14.
Mucho antes de que puntos de vista macroclimatológicos de este al cance adquirieran forma científica y resonancia pública, la capacidad de juicio climática de modernos participantes en la cultura fue reclamada más bien por fenómenos locales y de ámbito reducido: por la climatiza ción de las casas y viviendas, que sólo por los focos de fuego artificiales se convirtieron en islas de calor convivenciales; por el efecto refrigerante de las bodegas, que permitían el almacenamiento de alimentos y bebidas; por la calidad miasmática del aire de espacios públicos próximos a cemente rios, desolladeros de animales y cloacas145; por el estado atmosférico pre cario de numerosos lugares de trabajo, como tejedurías, minas y canteras,
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Vista parcial de la instalación de aire acondicionado del Museo de la Fundación Beyeler en Rielen, cerca de Basilea, de Renzo Piano, 1997.
en los que el polvo orgánico y mineral provocaba graves enfermedades pulmonares. Desde esos ámbitos originarios de advertencia microclimáti- ca del estado del aire, ámbitos de lo más diverso, se llegó entre el siglo XVIII y el XX a ese «descubrimiento de lo evidente», apoyado por el diseño, que indujo a seres humanos en la era de la explicación a intervenir por segun da vez en aquello que está a la mano. En esos campos se desarrollaron at- motécnicas concretas, sin las que no serian imaginables formas modernas de existencia tanto en contextos urbanos como rurales: la popularización de los antes lujosos y señoriales parasoles y paraguas14(i; la instalación de ca lefacción y ventilación en casas privadas y grandes edificios; la regulación artificial de temperatura y humedad del aire en salas de estar y almacenes; la colocación de neveras en viviendas y la implantación de cámaras fri goríficas fijas o móviles para el transporte y la conservación de alimentos; la política de higiene del aire para entornos laborales en fábricas, minas y edificios de oficinas147y, finalmente, la modificación aromático-técnica de la atmósfera, con la que se cumple el tránsito al air design agresivo.
A ir design es la respuesta técnica a la idea fenomenológica, transmitida con retraso, de que el ser-en-el-mundo humano se presenta siempre y sin
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excepción como modificación del ser-en-el-aire. Ya que siempre hay algo en el aire, en el transcurso de la explicación atmosférica se va imponien do la idea de introducirlo uno mismo, por si acaso. En cuanto la depen dencia del aire de los seres humanos se articula con carácter general, se impone también una emancipación correspondiente, que exige y consi gue la transformación activa del elemento.
Aquí se separa el camino técnico del de los fenomenólogos, que sólo re cientemente se preocupan por los medios del arte radical de la descripción, con el fin de explicitar la residencia humana en condiciones generales at mosféricas. En esa vía, Luce Irigaray ha propuesto, incluso, poner entre parén tesis el concepto heideggeriano de Lichtung [claro, calvero] y sustituirlo por una rememoración del aire: Luftung [aireación] en lugar de Lichtung.
No es la luz la que crea el claro, más bien sucede que la luz llega hasta aquí só lo gracias a la ligereza transparente del aire. Presupone el aire"8.
El aire constituye una condición de existencia, de la que la autora no se cansa de subrayar lo oculta que permanece en lo impensado e inadver tido (aunque, al hacerlo, apenas preste atención al hecho de que la praxis aerotécnica, incluido el atmoterror, hace tiempo ya que ha declarado esa dimensión, supuestamente impensada, como ámbito de aplicación de pro cedimientos sumamente explícitos). Como fenomenóloga, insiste en la ilu sión, devenida ingenua, encantadora, de que una cosa sólo se hace explíci ta cuando es elevada a la categoría de tema por filósofos husserlianamente entrenados. En realidad, los técnicos llevan ya cien años de ventaja, traba
jando por adueñarse en la práctica de lo pretendidamente impensado. Se refuerza la sospecha: un pensamiento que permanece demasiado tiempo fe- nomenológicamente anclado, en los límites del mundo fenoménico se con vierte en acuarelismo interior y termina en meditación atécnica.
Por el contrario, el air design se presenta «frente» al aire en una postu ra de fuerza práctica. Recoge el relevo de la actitud defensiva, higiénica mente motivada, de la preocupación por el «mantenimiento de la pureza del aire», y somete el aire tematizado a un programa positivo, que lo que propone, en cierto modo, es la continuación del uso privado del perfume por medios públicos. El air design apunta inmediatamente a la modifica ción dél estado de ánimo en los usuarios del espacio aéreo; con ello sirve al fin declarado de retener en un lugar a los transeúntes del aire, impo
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niéndoles -inducidos por el olor- ciertas situaciones agradablemente, con el fin de provocar en ellos una mayor asimilación al producto y disposición de compra149. La atmósfera point-of-sale pasa a ocupar el centro de atención como «instrumento autónomo de marketing». El comercio, sobre todo en el ámbito vivencial del shopping, lucha con una indoor-air-quality-policy ac tiva por la ligazón afectiva de los clientes tanto al local de venta como al surtido de géneros. Es discutible la estimación jurídica de tales métodos subliminalmente invasivos de crear una «compulsión psicológica a la com pra». Si la «aromatización compulsiva» de los clientes la interpretan éstos como intento de manipulación, son posibles yjustificables reacciones ad versas; en otros casos, las tonalidades olfativas bien elegidas del entorno de venta se entienden como un aspecto bienvenido de una atención al clien te interpretada extensivamente. Por la configuración de entornos respira torios mediante aire psicoactivo de diseño -especialmente en shopping malls, pero también en clínicas, ferias, centros de conferencias, hoteles, mundos de vivencias, centros de health y wellness, cabinas de pasajeros y lugares se mejantes- el principio arquitectura interior se amplía al entorno de la vi da, al environmení de gas y aroma, que de otro modo permanece inadverti do. Los valores-índice de tales intervenciones se deducen de observaciones empíricas sobre el «bienestar olfativo» de los usuarios del espacio aéreo. Al hacerlo se impone el reconocimiento de que las «ofertas olfativas» com plejas son preferibles a los «monoaromas». El primer mandamiento de la odor-ética emergente reza: aditivos de esencias al espacio no pueden ser utilizados para ocultar tras una máscara olfativa sustancias nocivas u olores negativos presentes. El subtrend hacia la «sociedad-odor-hedonista»150se en cuadra en la tendencia primaria de la sociedad de consumo al desarrollo de mercados de vivencias y «escenas», en los que se ponen a disposición atmósferas, como situaciones generales compuestas de estímulos, signos y oportunidades de contacto151.
No olvidemos que la hoy llamada sociedad de consumo y aconteci miento se inventó en el invernadero, en aquellos pasees con techo de cris tal de comienzos del siglo XIX, en los que una primera generación de clien tes vivenciales aprendió a respirar el aroma embriagador de un mundo interior cerrado de mercancías. Los pasajes representan un primer pel daño de la explicación atmosférico-urbanística: un divertículo objetivo de la disposición «maníacoaditiva hogareña», de la que, en opinión de Walter
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Publicidad de aire acondicionado, 1934, promete control sobre los seis factores climático-espaciales: calentar, enfriar, humedecer, deshumedecer, circular, purificar.
Benjamín, estaba poseído el siglo XIX. Manía hogareña, dice Benjamín, es el impulso irrefrenable a «crearnos una morada» en entornos discrecio nales1’2. Ya en la teoría de Benjamín del interior la necesidad «supratem- poral» <le* la simulación-útero viene expresamente conectada con las formas simbólicas de una situación histórica concreta. El siglo XX, ciertamente, ha mostrad* >en sus grandes edificaciones lo lejos que se impulsó la construc ciónde«moradas ,másalládelasnecesidadesdebúsquedadeuninterior habitable. A los grandes containers y colectores1' del presente, se trate de edificios de oficinas o de shopping malls, estadios o centros de conferencias, se les fue exonerando progresivamente de la tarea de fingir calidad de ho gar; el encuentro episódico entre gran almacén e invernadero, en el que Benjamín, en hipérbole genial, quiso ver el signo característico de la Mo- dernidad. hubo de volver a deshacerse por las diferenciaciones progresi vas de las formas arquitectónicas. Falta todavía un estudio que ofrezca con respecto al siglo XX lo que Passagrn-Wrrk se propuso con respecto al XIX. Después de todo lo que sabemos hoy sobre la época, esa obra debería lle var como título: Air-Condition-Werk.
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100 años de instalaciones de aire acondicionado: 1880-1890
1880: El comedor de un hotel de Nueva York en Staten Island se refri gera haciendo pasar aire sobre hielo.
1889: Alfred R. Wolff, un ingeniero americano, refrigera el Camegie Hall de Nueva York mediante aire insuflado por encima de bloques de hie lo. Sin embargo, este procedimiento no da buenos resultados porque la hu medad del aire es demasiado alta. Se instala un sistema de refrigeración de pipeline en las estaciones de metro de Londres, París, Nueva York, Boston y otras grandes ciudades americanas.
1890: La «penuria de hielo», como consecuencia de un invierno caluro so, induce a la industria del hielo americana a dedicarse a métodos de re frigeración mecánica.
1904: Un público más numeroso puede gozar por primera vez de las ventajas de una instalación de aire acondicionado en el pabellón del Esta do de Missouri en la St. Louis World’sFair.
1905: Stuart Cramer, un ingeniero textil americano, acuña el concepto «air conditioning», mientras la firma Carrier utiliza el eslogan «Tiempo he cho por el ser humano».
1906: Carrier consigue una primera patente de «un aparato para el tra tamiento del aire».
1922: Carrier desarrolla una máquina de refrigeración centrifugadora, el primer método practicable de climatización de grandes espacios.
1928: Carrier produce el primer aparato de aire acondicionado para ca sas privadas, el «hacedor de tiempo».
1950: Después de los aparatos de televisión, los de aire acondicionado registran la segunda tasa de crecimiento más grande de todos los sectores industriales.
1955: El 5 por ciento de todos los hogares americanos disponen de una instalación de aire acondicionado. El gobierno americano fomenta la ins talación de aire acondicionado en edificios estatales.
1979: El presidente Cárter declara el estado de emergencia energético y dispone que en los negocios y edificios estatales la temperatura del aire no puede descender más allá de los 40 grados centígrados.
1980: El 55 por ciento de todos los hogares americanos poseen una ins talación de aire acondicionado.
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El centro comercial construido en 1961 por Víctor Gruen en Camden, New Jersey.
El año 1936 se inscribe en la crónica de la explicación atmosférica esté tica y teórico-cultnral no sólo por el accidente londinense de Salvador Dalí en traje de buzo; el 1 de noviembre del mismo año, el escritor Elias Ca- netti, entonces de 31 años, pronunció en Viena, con ocasión del 50 cum pleaños de Hermann Broch, un discurso solemne, desacostumbrado por su tono y contenido, en el que no sólo dibujaba un retrato profundo del autor homenajeado, sino que fundaba, por decirlo así, un nuevo género de laudatoria. La originalidad del discurso de Canetti reside en el hecho de cuestionarse de un modo desconocido hasta entonces la conexión en tre un autor y su época. Canetti define la estancia del artista en el tiempo como una conexión atmosférica: como un modo especial de inmersión en las circunstancias atmosféricas del presente. Ve en Broch el primer gran maestro de una «poética de lo atmosférico como algo estático»154(hoy se hablaría de un arte de inmersión); constata en él la capacidad de hacer perceptible el «espacio estático respiratorio», en nuestro modo de expre sión: el diseño climático de personas y grupos dentro de sus espacios típicos.
[. . . ] siempre le importa la totalidad del espacio en que se encuentra, una es pecie de unidad atmosférica15.
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Canetti alaba en Broch la capacidad de captar a cada ser humano ecológicamente, por decirlo así: en cada persona reconoce una existencia singular en su propio aire respiratorio, rodeada de una cubierta climática inequívoca, incluida en un «hogar respiratorio» personal. Compara al li terato con un pájaro curioso, que posee la libertad de introducirse a hur tadillas en todas lasjaulas posibles y llevarse de ellas «muestras de aire». Así, dotado de una «memoria respiratoria» y aérea, extrañamente des pierta, sabe qué es sentirse en casa en este o aquel hábitat atmosférico. Da do que Broch se dedica a sus personajes más como creador literario que como filósofo, no los describe como puntos-yo abstractos en un éter gene ral; los retrata como figuras encarnadas, cada una de las cuales vive en su propia envoltura aérea y se mueve entre una multiplicidad de constelacio nes atmosféricas. Sólo en vistas a esas multiplicidades, la pregunta por la posibilidad de una creación literaria, «que da forma a partir de la expe riencia respiratoria», conduce a una información fructífera:
A ello habría que responder, ante todo, que la multiplicidad de nuestro mun do se compone en buena parte también de la multiplicidad de nuestros espacios respiratorios. El espacio en el que ustedes están ahora, en una disposición muy concreta, casi completamente aislados del entorno, el modo en que se mezcla su aliento formando un aire común a todos. . . todo ello es, desde el punto de vista del que respira, una situación. . . absolutamente única. Pero dan unos pasos más allá, y encuentran una situación completamente diferente de otro espacio de respiración diferente. . . La gran ciudad está tan llena de esos espacios de respiración como lo está de individuos aislados; y así como la disgregación de esos individuos, de los que ninguno es igual a otro, cada uno como una especie de callejón sin salida, constituye el atractivo principal y la principal calamidad de la vida, también se podría quejar uno de igual modo de la disgregación de la atmósfera156.
Según esta caracterización, el arte narrativo de Broch se basa en el des cubrimiento de las multiplicidades atmosféricas: gracias a ellas la novela moderna consigue superar la presentación de destinos individuales. Su ob
jeto ya no son los individuos concretos en sus acciones y vivencias sino, más bien, la unidad ampliada de individuo y espacio respiratorio (y el ensam blaje de varios espacios de ésos en agregados semejantes a la espuma). Las acciones ya no se desarrollan entre personas, sino entre hogares respira torios y sus habitantes. Por esta perspectiva ecológica el motivo crítico-ena
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jenante de la Modernidad se coloca sobre fundamentos trastocados: es la separación atmosférica de los seres humanos la que provoca su encierro en el «hogar atmosférico» propio en cada caso; su difícil accesibilidad por gentes de diferentes disposiciones de ánimo, envueltas de otro modo, cli- matizadas de otro modo, se manifiesta más fundada que nunca. El frac cionamiento del mundo social en zonas de diferente índole, inaccesibles unas para otras, es el análogo moral de la «disgregación de la atmósfera» en microclimas (que, a su vez, siguiendo al autor, corresponde a una dis gregación del «mundo de valores»). Dado que Broch, tras su avance por el plano climático-individual y ecológico-personal, había captado cuasi-sisté- micamente la profundidad del aislamiento de los individuos modernos, la pregunta por las condiciones de su unión en un éter común, superando la disgregación de la atmósfera, hubo de planteársele con una claridad y apremio para los que (excepto, quizá, el planteamiento análogo de Ca ñetti mismo en Masa y poder) no existe nada parangonable, ni en su pro pio tiempo ni en un momento posterior de la historia de investigaciones sociológicas sobre el elemento de la cohesión social.
En su discurso de 1936 Canetti reconoce en Hermann Broch al amo- nestador profético frente a una amenaza sin precedentes de la humanidad que se cierne sobre ella, tanto en el sentido metafórico como físico de lo atmosférico:
El mayor de todos los peligros, sin embargo, que ha aparecido en la historia de la humanidad, ha elegido como víctima a nuestra época.
Se trata del desvalimiento de la respiración, del que quiero hablar todavía pa ra finalizar. Es difícil hacerse de él un concepto demasiado grande. A nada está el ser humano tan abierto como al aire. En él se mueve todavía como Adán en el pa raíso. . . El aire es la última propiedad comunal. Les corresponde a todos a la vez. No está repartido con ventajas, incluso el más pobre puede tomar de él. . .
Y este último bien, que nos era común a todos, ha de envenenarnos a todos en común. . .
La obra de Hermann Broch se sitúa entre guerra y guerra, entre guerra de gas y guerra de gas. Podría ser que note aún las partículas tóxicas de la última guerra en alguna parte. . . Pero seguro que él, que sabe respirar mejor que nosotros, ya se asfixia hoy con el gas que a los demás, quién sabe cuándo, nos quitará la respira ción137.
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La patética observación de Canetti muestra cómo la información de la guerra de gas de 1915 a 1918 había sido traducida conceptualmente por los diagnosticadores del tiempo más enérgicos de los años treinta: Broch había comprendido que tras las destrucciones intencionadas de la atmós fera en la guerra química la síntesis social misma comenzó a adoptar, des de cierto punto de vista, el carácter de guerra de gas. La «guerra total», que se anunciaba por partículas químicas e indicios políticos, adoptaría irremisiblemente los rasgos de una guerra del medio ambiente: en ésta la atmósfera misma se convertiría en escenario de la guerra y el aire en un género de arma y un campo de batalla peculiar. Y más aún: desde el aire respirado en común, desde el éter del colectivo, la comunidad, presa del delirio, se hará la guerra de gas a sí misma en el futuro. Cómo vaya a su ceder eso es asunto que ha de aclarar una teoría de los «estados crepus culares», sin duda la parte más original, aunque también la que ha que dado más fragmentaria, de las hipótesis de Broch sobre la psicología de las masas.
Estados crepusculares son aquellos en los que los seres humanos, como seguidores de tendencias, se mueven bajo el trance de lo normal. Dado que la guerra total venidera se desarrollará en principio atmoterrorista y ecológicamente (y, con ello, en un medio de total comunicación de ma sas), intervendrá en la «moral» de la tropa, que apenas podrá diferenciar se ya de la población en general. Por comuniones tóxicas, los combatien tes y no combatientes, los gaseados sincrónicamente y los provocados simultáneamente, se mantendrán juntos en un estado crepuscular colecti vo. Las masas modernizadas se sienten integradas en una unidad comu nista de necesidad, que ha de transmitirles un sentimiento agudo de iden tidad por medio de la amenaza común. Como especialmente peligrosos se muestran entonces los tóxicos climáticos que emanan de los propios afec tados mientras, excitados sin salida alguna, se encuentran bajo campanas de comunicación cerradas: en las patógenas instalaciones climáticas de pú blicos excitados-uniflcados los habitantes respiran siempre, y siempre de nuevo, sus propias exhalaciones. Lo que hay ahí en el aire se pone en él por comunicación totalitaria circular: está lleno de sueños de victoria de masas humilladas y de sus autoexaltaciones delirantes, alejadas de la em pina, a las que sigue como una sombra la exigencia de humillación de sus contrincantes. La vida en el Estado mediático se asemeja a la estancia en un palacio de gas animado por tóxicos vivenciales.
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Los puntos de vista de Broch no se apoyan sólo, a partir de 1936, en la corta espera de una nueva guerra mundial, de la que suponía el autor que iba a ser conducida, sobre todo, como «gaseamiento» universal mutuo1’8; dependen más aún del diagnóstico teórico-social, según el cual las grandes sociedades modernas, integradas massmediáticamente, han entrado en una fase en la que su existencia-día-a-día ha caído atmosférica y política mente bajo el dominio de mecanismos psicológicos de masas. Por ello, la teoría del delirio de masas hubo de aparecer en el centro del diagnóstico del presente; en ella trabajó Broch, desde 1939, durante todo un decenio.
Desde los años veinte del siglo pasado, permanentes comunicaciones a través de la prensa y la radio son portadores y agentes de estas configura ciones delirantes en colectivos modernos. Actúan en su mayor parte como medios de desinhibición, en los que se hacen verdaderas ciertas frases. El autointoxicamiento de la «sociedad» por la comunicación de masas consti tuye un fenómeno, cuya aparición observó perseverantemente un contem poráneo de Broch, mayor que él, Karl Kraus, y contra cuyo desarrollo luchó siempre: sólo en febrero de 1936, con el último número de la FackeL, y cua tro meses antes de su muerte, Kraus abandonó la lucha contra el «aire de Sodoma»lw; no olvidemos que va en el año 1908 se había quejado de las ten siones europeas utilizando la imagen del peor enturbiamiento posible de la atmósfera: «Por todos los rincones penetran los gases procedentes del es tiércol del cerebro del mundo, la cultura ya no puede respirar. . . »16".
De los efectos de tales medios se dice demasiado poco si se los caracte riza con el término teológico-misionero, secularmente desleído, de «pro paganda». Sirven para la inmersión de poblaciones nacionales enteras en climas de lucha estratégicamente producidos; constituyen el análogo in formático del modo químico de hacer la guerra. La intuición teórica de Broch captó el paralelismo entre la guerra de gas -como intento de en volver al adversario en una nube tóxica suficientemente densa para su ani quilación física- y la producción de estados de delirio de masas -como in tento de sumergir a la población en una atmósfera extática, cargada de anhelos de «supersatisfacciones», suficiente para su autodestrucción-. En ambos casos se crean envolturas, que cautivan a sus víctimas o habitantes, fascinándolos, dentro de una situación general de la que no se puede sa lir en la práctica: la atmósfera propagandísticamente nacionalizada actúa temporalmente como «sistema cerrado»; el espacio de aire y de signos se extiende, induciendo al trance, en torno a sus habitantes como zona de
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una obsesión prescrita. Bajo la campana totalitaria de signos los seres hu manos inhalan sus propias mentiras, convertidas en opinión pública, y se mueven, libremente obligados, en una hipnosis oportunista. En el interior de tales atmósferas tóxicas los individuos son reconocibles con mayor én fasis aún como aquello que son también en situaciones más libres: «sonám bulos», que se mueven, como teledirigidos, en el «ensueño diurno so cial»161de sus organizaciones. Sobre los periodistas recae aquí el papel de médicos especialistas en narcóticos, que velan por la estabilidad del tran ce colectivo.
