Y los que ya en medio de esa vida se
destacan
por una marcada generosidad, son en la mayoria de los casos los que se anticipan en el cambio hacia
tal ecuanimidad.
tal ecuanimidad.
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
ritu es un medio para deshacerse de e?
l ahi?
donde no viene ex al/ido establecida su funcio?
n.
Ello hace que sus servidos sean tanto ma?
s puntuales que los de aquel que denuncia la divisio?
n del trabajo -aun en el caso de que su trabajo le produzca satisfaccio?
n-- y, en el seno de e?
sta, ofrezca ciertos lados vulnerables que son inseparables de sus momentos de superioridad.
Tal es el modo de velar por el orden: hay quie- nes deben cooperar a e?
l, porque, si no, no pueden vivir, y los ,que aun as?
podri?
an vivir son marginados porque no quieren co- operar.
Es como si la clase de la que los intelectuales Indepen- Idientes han desertado se vengase de ellos imponiendo coactiva- mente sus exigencias ahi?
donde el desertor busca refugio.
2
Banco pu? hlico. - Las relaciones con los poderes empiezan a cambiar de forma vaga y trisre. Su debilidad econo? mica ha hecho a e? stos perder su aspecto temible. Una vez nos rebelamos contra su insistencia en el principio de realidad -la sobriedad-, que siempre estaba pronta a volverse enfurecidamente contra el que
no cedi? a. Pero hoy nos hallamos ante una que se dice joven gene- racio? n que en todos sus actos es insoportablemente ma? s adulta de lo que lo fueron sus padres; que ha claudicado ya antes de la hora del conflicto y, obstinadamente autoritaria e imperturbable, obtiene de ahi? todo su poder. Quiza? en todos los tiempos se haya visto a la generacio? n de los padres como inofensiva e impotente cuando su fuerza Hslca declinaba, mientras la propia pareci? a ya amenazada por la juventud: en la sociedad antago? nica, las relaciones interge- neracionales son tambie? n relaciones de competencia, tras de la cual esta? la nuda violencia. Pero hoy comienza a retomarse a una situa- cio? n que sin duda no conoce el complejo de Edipc, pero si? el ase- sinato del padre. Entre los cri? menes simbo? licos de los nazis se cuenta el de matar a lagente ma? s anciana. En semejante clima se produce un acuerdo tardi? o y consciente con los padres, el de los sentenciados entre si, so? lo perturbado por el temor a que alguna vez no llegemos, impotentes nosotros mismos, a ser capaces de cuidar de ellos tan bien como ellos cuidaron de nosotros cuando posei? an algo. La violencia que se les inflige hace olvidar la que ellos ejercieron. Aun sus racionalizaciones, las entonces odiadas mentiras con que trataban de justificar su intere? s particular como intere? s general, denotan la vislumbre de la verdad, el impulso
hada la reconciliacio? n dentro del conflicto que la afirmativa des- cendencia alegremente niega. Aun el espi? ritu desvai? do, inconse- cuente y falto de confianza en si? mismo de los mayores es ma? s capaz de respuesta que la prudente estupidez del junior. Aun las extravagancias y deformaciones neuro? ticas de los adultos mayores
representan el cara? cter y la coherencia de lo humanamente logra- Jo comparadas con la salud enfa? tica y el infantilismo elevado a norma. Es preciso ver, con horror, que con frecuencia ya antes, cuando los hijos se oponi? an a los padres porque ellos representa- ban el mundo, eran en secreto anunciadores de un mundo peor frente al malo. Los intentos apoli? ticos de romper con la familia burguesa casi siempre vuelven a caer au? n ma? s profundamente en su redes, y en ocasiones se tiene la impresio? n de que la desventu- rada ce? lula germinal de la sociedad, la familia, es a la vez la ce? lula que nutre la voluntad de no comprometerse con los dema? s. Aun- que el sistema subsiste, con la familia se disolvio? no s610 el agen-
le ma? s eficaz de la burguesi? a, sino tambie? n el obsta? culo que sin duda oprimi? a al individuo, pero que tambie? n 10 fortaleci? a si es que no lo creaba. El fin de la familia paraliza las fuerzas que se le oponi? an. El orden colectivista ascendente es la ironi? a de los sin clase: en el burgue? s, tal orden liquida a la par la utopi? a que una
vez se alimento? del amor de la madre.
3
Pez en el a~ua. -Desde que el amplio aparato de distribucio? n de la industria concentrada al ma? ximo reemplaza a la esfera de la circulacio? n, inicia e? sta una curiosa post-existencia. Mientras para las profesiones intermediarias desaparece la base eeon6mica, Ia vida pri- vada de incontables personas se convierte en la propia de los agen-
tes e intermediarios; es ma? s, el a? mbito entero de lo privado es en- gullido por una misteriosa actividad que porta todos los rasgos de la actividad comercial sin que en ella exista propiamente nada con que comerciar. Los inti midados, desde el desempleado hasta el pro-
minente que en el pro? ximo instante puede atraerse las iras de aquellos cuya inversio? n representa, creen que so? lo con intuicio? n, dedicacio? n y disponibilidad, y por mediacio? n de las maquinacio- nes y la iniquidad del poder ejecutivo visto como algo omnipre- sente, pueden hacerse recomendar por sus cualidades como co- merciantes, y pronto deja de haber relacio? n alguna que no haya puesto sus miras en las <<relaciones>> y movimiento alguno que no
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? ? ? se haya sometido a censura previa por si se desvi? a de lo aceptado. El concepto de las relaciones, una categori? a de la mediacio? n y la circulacio? n, nunca ha dado buen resultado en la verdadera esfera de la circulacio? n, el mercado, sino en jerarqui? as cerradas, de tipo monopolista. Siendo asi? que la sociedad entera se vuelve jera? rquica, las oscuras relaciones se agarran a dondequiera que au? n se da la apariencia de libertad. La irracionalidad del sistema apenas viene mejor expresada en el destino econo? mico del individuo que en su psicologi? a parasitaria. Antes, cuando au? n existi? a una cosa como la malafamada separacio? n burguesa entre la profesio? n y la vida pri- vada, por la que ya casi se quiere guardar luto, al que persegui? a fines en la esfera privada se le sen? alaba con recelo como un entro- metido inadecuado. Hoy, el que se inmiscuye en lo privado epe- rece como un arrogante , extra n? o e impertinente sin necesidad de que se le adivine propo? sito alguno. Casi resulta sospechoso el que no "quiere~ nada: no se le cree capaz de ayudar a nadie a ganarse la vida sin legitimarse mediante exigencias reci? procas. In- contables son tos que hacen su profesio? n de una situacio? n que es consecuencia de la liquidacio? n de la profesio? n. Tales son los reputados de buena gente, los estimados, los amigos de todo el mundo, los honrados, los que, humanamente, perdonan toda Infor- malidad e, incorruptibles, repudian todo comportamiento fuera de las normas como cosa sentimental. Resultan imprescindibles cono- ciendo todos los canales y aliviaderos del poder , se adivin an sus ma? s secretas opiniones y viven de su a? gil comunicacio? n. Se en- cuentran en todos los medios poli? ticos, incluso ahi? donde se da por supuesto el rechazo del sistema y, con e? l, se ha desarrollado un conformismo laxo y taimado de rasgos peculiares. Con frecuencia engan? an por cierta benignidad, por su participacio? n comprensiva en la vida de los dema? s: es el altruismo basado en la especulacio? n. Son listos, ingeniosos, sensibles y con capacidad de reaccio? n: ellos han pulido el antiguo espi? ritu del comerciante con las con- quistas de la psicologi? a ma? s reciente. De todo son capaces, incluso del amor, mas siempre de modo infiel. Engan? an no por impulso, sino por principio: hasta a si? mismos se valoran en te? rminos de provecho, que no se reparte con nadie, En el plano del espi? ritu les une la afinidad y el odio: son una tentacio? n para los medita- tivos, mas tambie? n sus peores enemigos. Pues ellos son Jos que, de una manera sutil, aprovechan, profana? ndolo, el u? ltimo refugio contra el antagonismo, las horas que quedan libres de las requi- siciones de la maquinaria. Su individualismo tardi? o envenena lo que resta todavi? a del individuo.
4
O/lima daridad. - Una esquela de perio? dico deci? a una vez de un hombre de negocios: <<La anchura de su conciencia rivalizaba con la bondad de su corazo? n>>. La exageracio? n en que incurrieron los afligidos deudos con tal lenguaje, al efecto laco? nico y elevado, la concesio? n involuntaria de que el bondadoso difunto hubiera sido un hombre sin conciencia, conduce a todo el cortejo por el camino ma? s corto al terreno de la verdad. Cuando se elogia a un hombre de edad avanzada diciendo que es un hombre de talante ecua? nime hay que suponer que su vida ha consistido en una serie de tropeli? as. Luego perdio? la capacidad para excitarse. La conciencia ancha se instala en e? l como liberalidad que todo 10 perdona porque todo lo comprende demasiado bien. Entre la pro-
pia culpa y la de los dema? s se crea un quid pro qua que se re- suelve en favor del que se ha llevado la mejor parte. Despue? s de tan larga vida ya no se sabe distinguir quie? n ha perjudicado a quie? n. Toda responsabilidad concreta desaparece en la repre- sentacio? n abstracta de la injusticia universal. La canaUeri? a la in- vierte como si fuera uno mismo quien hubiera sufrido el perjuicio: . . Si usted supiera, joven, lo que es la vida>>. . .
Y los que ya en medio de esa vida se destacan por una marcada generosidad, son en la mayoria de los casos los que se anticipan en el cambio hacia
tal ecuanimidad. Quien carece de maldad no vive serenamente, sino, dc una manera peculiar, pudorosa, endurecido e intransi- gente. Por falta de objeto apto, apenas sabe dar expresio? n a su nmor de otra forma que odiando al no apto, por lo que cierra- mente acaba asemeja? ndose a lo odiado. Pero el burgue? s es to- lcrante. Su amor por la gente tal como es brota de su odio al hombre recto.
5
<<Hace? is bien, sen? or doctor", "". -Nada hay que sea inofensivo.
Las pequen? as alegri? as, las manifestaciones de la vida que parecen
" Verso inidal del pasaje del Faur/o (I, 981, Vor dem ror) en el que un aldeano dice a Fausto: . . Hace? is bien, sen? or doctor, siendo tan sabio como sois, en no despreciarnos y venir hoy ? confundiros entre esta rnuchedum- bre. ? [N. delr. ]
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? ? exentas de la responsabilidad de todo pensar no so? lo tienen un momento de obstinada necedad, de tenaz ceguera, sino que ade- ma? s se ponen inmediatamente al servicio de su extrema anti? tesis. Hasta el a? rbol que florece miente en el instante en que se per- cibe su florecer sin la sombra del espanto; hasta la ma? s inocente admiracio? n por lo bello se convierte en excusa de la ignominia de la existencia, cosa diferente, y nada hay ya de belleza ni de con- suelo salvo para la mirada que, dirigie? ndose al horror, lo afronta y, en la conlcencla no atenuada de la negatividad, afirma la po- sibilidad de lo mejor. La desconfianza esta? justificada frente a todo lo desprecupado y esponta? neo, frente a todo dejarse llevar que suponga docilidad ante la prepotencia de 10 existente. El tur- bio trasfondo de la buena disposicio? n que antan? o se limitaba al Prosit der Gemu? tlichkeit hace ya tiempo que ha adquirido tonos ma? s amistosos. El dia? logo ocasional con el hombre del tren, que a fin de no caer en una disputa se conviene en limitar a un par de frases de las que se sabe que no terminara? n en homicidio, es ya un signo delator; ningu? n pensamiento es inmune a su comu- nicacio? n, y es ya ma? s que suficiente expresarlo fuera de lugar o en forma equi? voca para rebajar su verdad. Cada vez que voy al cine salgo, a plena conciencia, peor y ma? s estu? pido. La propia ama- bilidad es participacio? n en la injusticia al dar a un mundo fri? o la apariencia de un mundo en el que au? n es posible hablarse, y la palabra laxa, corte? s, contribuye a perpetuar el silencio en cuanto que, por las concesiones que hace a aquel a quien va dirigida, queda e? ste rebajado en la mente del que la dirige. El funesto prin- cipio que siempre alienta en el buen trato se despliega en el espi? - ritu igualitario en toda su bestialidad. Ser condescendiente y no tenerse en gran estima son la misma cosa. En la adaptacio? n a la debilidad de los oprimidos, en esta nueva debilidad, se evidencian los presupuestos de la dominacio? n y se revela la medida de tosque-
dad, insensibilidad y violencia que se necesita para el ejercicio de la dominacio? n. Cuando, como en la ma? s reciente fase, decae el gesto de condescendencia y so? lo se ve igualacio? n, tanto ma? s irre- concilinblcmcnre se imponen en tan perfecto enmascaramiento del poder las negadas relaciones de clase. Para el intelcctual es la soledad no quebrantada el u? nico estado en el que au? n puede dar alguna prueba de solidaridad. Toda la pra? ctica, toda la humanidad del trato y la comunicacio? n es mera ma? scara de la ta? cita acepta- cio? n de lo inhumano. Hay que estar conforme con el sufrimiento de los hombres: hasta su ma? s mi? nima forma de contento consiste en endurecerse ante el sufrimiento.
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Antitesir. -Para quien no se conforma existe el peligro de que se tenga por mejor que los dema? s y de que utilice su critica de lu sociedad como ideologi? a al servicio de su intere? s privado. Mien- tras trata de hacer de su propia existencia una pa? lida imagen de la existencia recta debiera tener siempre presente esa palidez y saber cua? n poco tal imagen representa la vida recta. Pero a esa co nciencia se opone en e? l mismo la fuerza de atraccio? n del espi? - ritu burgue? s. El que vive distanciado se halla tan implicado como el afanoso; frente a e? ste no tiene otra ventaja que la conciencia de su implicacio? n y la suerte de la menuda libertad que supone ese tener conocimiento. El distanciamiento del afa? n es un lujo que el propio afa? n descarta. Precisamente por eso toda tentativa de sustraerse porta los rasgos de lo negado. La frialdad que se tiene que mostrar no es distinta de la frialdad burguesa. Incluso donde se protesta yace lo universal dominante oculto en el principio monadolo? gico. La observacio? n de Proust de que las i? otogran? as de los abuelos de un duque y de un judi? o resultan a cierta dis- rancia tan parecidas que nadie piensa ya en una jerarqui? a de rangos sociales toca un hecho de un orden mucho ma? s general: objetivamente desaparecen tras la unidad de una e? poca todas aque- llas diferencias que determinan la suerte e incluso la sustancia moral de la existencia individual. Reconocemos la decadencia de la cultura, y sin embargo nuestra prosa, cuyo modelo fue la de jacob Grimm o Bachofen, se asemeja a la de la Industria cultural en giros de los que no sospechamos. Por otra parte hace ya tiem- po que no conocemos el lati? n y el griego como Wolf o Kirchhoff. Sen? alamos el encaminamiento de la civilizacio? n hacia el enali? abe- tismo y desconocemos co? mo escribir cartas o leer un texto de Jean Paul como debio? leerse en su tiempo. Nos produce horror el embrutecimiento de la vida, mas la ausencia de toda moral ob-
jetivamente vinculante nos arrastra progresivamente a formas de conducta, lenguajes y valoraciones quc en la medida de lo humano resultan ba? rbaras y, aun para el cri? tico de la buena sociedad, carentes de tacto. Con la disolucio? n del liberalismo, el principio propiamente burgue? s, el de la competencia, no ha quedado supe- rado, sino que de la objetividad del proceso social constituida por los a? tomos semovientes en choque unos con otros ha pasado en cierto modo a la antropologi? a. El encadenamiento de la vida al proceso de la produccio? n impone a cada cual de forma humillante
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? ? un aislamiento y una soledad que nos inclinamos a tener por cosa de nuestra independiente eleccio? n. Es una vieja nota de la ideolo- gi? a burguesa el que cada individuo se tenga dentro de su intere? s particular por mejor que todos los dema? s al tiempo que, como comunidad de todos los clientes, sienta por ellos mayor estima que por si? mismo. Desde la abdicacio? n dl~ la vieja clase burguesa, su supervivencia en el espi? ritu de los intelectuales - los u? ltimos enemigos de los burgueses- y los u? ltimos burgueses marchan juntos. Al permitirse au? n la meditacio? n ante la nuda reproduc- cio? n de la existencia se comportan como privilegiados; mas al que- darse so? lo en la meditacio? n declaran la nulidad de su privilegio. La existencia privada que anhela parecerse a una existencia digna del hombre delata esa nulidad al negarle todo parecido a una realizacio? n universal, cosa necesitada hoy . rna? s que antes de la reflexio? n independiente. No hay salida de esta trampa. Lo u? nico que responsablement e puede hacerse es proh ibirse la utilizacio? n ideolo? gica de la propia existencia y, por lo dema? s, conformarse en lo privado con un comportamiento no aparente ni pretencioso, porque como desde hace tiempo reclama ya no la buena educacio? n, pero si? la vergu? enza, en el infierno debe dcj e? rsele al otro por lo menos el aire para respirar .
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They, tbc people. --El hecho de que los intelectuales tengan generalmente trato con intelectuales no deberi? a inducirlos a tener a sus conge? neres por ma? s vulgares que el resto de la humanidad. Porque es el caso que, por lo comu? n, se sientan unos con otros en la situacio? n ma? s vergonzosa e indigna, la situacio? n de los postu- lantes en competencia, volvie? ndose mutuamente, casi por obliga- cio? n, sus partes ma? s abominables. El resto de las personas, especial- mente las sencillas, cuyas perfecciones tiende tanto a realzar el in- telectual, encuentran a e? ste por lo comu? n en el papel del que desea vender algo a alguien sin el temor de que el clinte puda invadir su coto. El meca? nico de automo? viles o la chica del bar quedan fa? cilmente libres de la acusacio? n de vergu? enza: de todos mo- dos, a ellos el ser cord iales les viene impues to desde arriba . Y a la inversa: cuando los analfabetos acuden a los intelectuales para que les resuelvan sus papeletas, suelen tener de ellos impresiones aceptablemente buenas. Mas tan pronto como la gente sencilla tie-
IIC que luchar por su parte en el producto social, aventaja en en- vidia y rencor a todo lo que puede observarse entre literatos y maestros de capilla. La glorificacio? n de los esple? ndidos underdogs redunda en la del esple? ndido sistema que los convierte en tales, Los justificados sentimientos de culpa de los que esta? n exceptua- dos del trabajo fi? sico no deberi? an valer como disculpa ante los <<idiotas campesinos>>. Los intelectuales que escriben exclusivamen- te sobre intelectuales convirtiendo su pe? simo nombre en el nom- bre de la autenticidad no hacen sino reforzar la mentira. Gran parte del anti-intelectualisrno y del irracionalismo dominantes has- ta Huxley proviene de que los que escriben acusan al mecanismo de la competencia sin calar en e? l, con lo que sucumben al mismo.
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Banco pu? hlico. - Las relaciones con los poderes empiezan a cambiar de forma vaga y trisre. Su debilidad econo? mica ha hecho a e? stos perder su aspecto temible. Una vez nos rebelamos contra su insistencia en el principio de realidad -la sobriedad-, que siempre estaba pronta a volverse enfurecidamente contra el que
no cedi? a. Pero hoy nos hallamos ante una que se dice joven gene- racio? n que en todos sus actos es insoportablemente ma? s adulta de lo que lo fueron sus padres; que ha claudicado ya antes de la hora del conflicto y, obstinadamente autoritaria e imperturbable, obtiene de ahi? todo su poder. Quiza? en todos los tiempos se haya visto a la generacio? n de los padres como inofensiva e impotente cuando su fuerza Hslca declinaba, mientras la propia pareci? a ya amenazada por la juventud: en la sociedad antago? nica, las relaciones interge- neracionales son tambie? n relaciones de competencia, tras de la cual esta? la nuda violencia. Pero hoy comienza a retomarse a una situa- cio? n que sin duda no conoce el complejo de Edipc, pero si? el ase- sinato del padre. Entre los cri? menes simbo? licos de los nazis se cuenta el de matar a lagente ma? s anciana. En semejante clima se produce un acuerdo tardi? o y consciente con los padres, el de los sentenciados entre si, so? lo perturbado por el temor a que alguna vez no llegemos, impotentes nosotros mismos, a ser capaces de cuidar de ellos tan bien como ellos cuidaron de nosotros cuando posei? an algo. La violencia que se les inflige hace olvidar la que ellos ejercieron. Aun sus racionalizaciones, las entonces odiadas mentiras con que trataban de justificar su intere? s particular como intere? s general, denotan la vislumbre de la verdad, el impulso
hada la reconciliacio? n dentro del conflicto que la afirmativa des- cendencia alegremente niega. Aun el espi? ritu desvai? do, inconse- cuente y falto de confianza en si? mismo de los mayores es ma? s capaz de respuesta que la prudente estupidez del junior. Aun las extravagancias y deformaciones neuro? ticas de los adultos mayores
representan el cara? cter y la coherencia de lo humanamente logra- Jo comparadas con la salud enfa? tica y el infantilismo elevado a norma. Es preciso ver, con horror, que con frecuencia ya antes, cuando los hijos se oponi? an a los padres porque ellos representa- ban el mundo, eran en secreto anunciadores de un mundo peor frente al malo. Los intentos apoli? ticos de romper con la familia burguesa casi siempre vuelven a caer au? n ma? s profundamente en su redes, y en ocasiones se tiene la impresio? n de que la desventu- rada ce? lula germinal de la sociedad, la familia, es a la vez la ce? lula que nutre la voluntad de no comprometerse con los dema? s. Aun- que el sistema subsiste, con la familia se disolvio? no s610 el agen-
le ma? s eficaz de la burguesi? a, sino tambie? n el obsta? culo que sin duda oprimi? a al individuo, pero que tambie? n 10 fortaleci? a si es que no lo creaba. El fin de la familia paraliza las fuerzas que se le oponi? an. El orden colectivista ascendente es la ironi? a de los sin clase: en el burgue? s, tal orden liquida a la par la utopi? a que una
vez se alimento? del amor de la madre.
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Pez en el a~ua. -Desde que el amplio aparato de distribucio? n de la industria concentrada al ma? ximo reemplaza a la esfera de la circulacio? n, inicia e? sta una curiosa post-existencia. Mientras para las profesiones intermediarias desaparece la base eeon6mica, Ia vida pri- vada de incontables personas se convierte en la propia de los agen-
tes e intermediarios; es ma? s, el a? mbito entero de lo privado es en- gullido por una misteriosa actividad que porta todos los rasgos de la actividad comercial sin que en ella exista propiamente nada con que comerciar. Los inti midados, desde el desempleado hasta el pro-
minente que en el pro? ximo instante puede atraerse las iras de aquellos cuya inversio? n representa, creen que so? lo con intuicio? n, dedicacio? n y disponibilidad, y por mediacio? n de las maquinacio- nes y la iniquidad del poder ejecutivo visto como algo omnipre- sente, pueden hacerse recomendar por sus cualidades como co- merciantes, y pronto deja de haber relacio? n alguna que no haya puesto sus miras en las <<relaciones>> y movimiento alguno que no
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? ? ? se haya sometido a censura previa por si se desvi? a de lo aceptado. El concepto de las relaciones, una categori? a de la mediacio? n y la circulacio? n, nunca ha dado buen resultado en la verdadera esfera de la circulacio? n, el mercado, sino en jerarqui? as cerradas, de tipo monopolista. Siendo asi? que la sociedad entera se vuelve jera? rquica, las oscuras relaciones se agarran a dondequiera que au? n se da la apariencia de libertad. La irracionalidad del sistema apenas viene mejor expresada en el destino econo? mico del individuo que en su psicologi? a parasitaria. Antes, cuando au? n existi? a una cosa como la malafamada separacio? n burguesa entre la profesio? n y la vida pri- vada, por la que ya casi se quiere guardar luto, al que persegui? a fines en la esfera privada se le sen? alaba con recelo como un entro- metido inadecuado. Hoy, el que se inmiscuye en lo privado epe- rece como un arrogante , extra n? o e impertinente sin necesidad de que se le adivine propo? sito alguno. Casi resulta sospechoso el que no "quiere~ nada: no se le cree capaz de ayudar a nadie a ganarse la vida sin legitimarse mediante exigencias reci? procas. In- contables son tos que hacen su profesio? n de una situacio? n que es consecuencia de la liquidacio? n de la profesio? n. Tales son los reputados de buena gente, los estimados, los amigos de todo el mundo, los honrados, los que, humanamente, perdonan toda Infor- malidad e, incorruptibles, repudian todo comportamiento fuera de las normas como cosa sentimental. Resultan imprescindibles cono- ciendo todos los canales y aliviaderos del poder , se adivin an sus ma? s secretas opiniones y viven de su a? gil comunicacio? n. Se en- cuentran en todos los medios poli? ticos, incluso ahi? donde se da por supuesto el rechazo del sistema y, con e? l, se ha desarrollado un conformismo laxo y taimado de rasgos peculiares. Con frecuencia engan? an por cierta benignidad, por su participacio? n comprensiva en la vida de los dema? s: es el altruismo basado en la especulacio? n. Son listos, ingeniosos, sensibles y con capacidad de reaccio? n: ellos han pulido el antiguo espi? ritu del comerciante con las con- quistas de la psicologi? a ma? s reciente. De todo son capaces, incluso del amor, mas siempre de modo infiel. Engan? an no por impulso, sino por principio: hasta a si? mismos se valoran en te? rminos de provecho, que no se reparte con nadie, En el plano del espi? ritu les une la afinidad y el odio: son una tentacio? n para los medita- tivos, mas tambie? n sus peores enemigos. Pues ellos son Jos que, de una manera sutil, aprovechan, profana? ndolo, el u? ltimo refugio contra el antagonismo, las horas que quedan libres de las requi- siciones de la maquinaria. Su individualismo tardi? o envenena lo que resta todavi? a del individuo.
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O/lima daridad. - Una esquela de perio? dico deci? a una vez de un hombre de negocios: <<La anchura de su conciencia rivalizaba con la bondad de su corazo? n>>. La exageracio? n en que incurrieron los afligidos deudos con tal lenguaje, al efecto laco? nico y elevado, la concesio? n involuntaria de que el bondadoso difunto hubiera sido un hombre sin conciencia, conduce a todo el cortejo por el camino ma? s corto al terreno de la verdad. Cuando se elogia a un hombre de edad avanzada diciendo que es un hombre de talante ecua? nime hay que suponer que su vida ha consistido en una serie de tropeli? as. Luego perdio? la capacidad para excitarse. La conciencia ancha se instala en e? l como liberalidad que todo 10 perdona porque todo lo comprende demasiado bien. Entre la pro-
pia culpa y la de los dema? s se crea un quid pro qua que se re- suelve en favor del que se ha llevado la mejor parte. Despue? s de tan larga vida ya no se sabe distinguir quie? n ha perjudicado a quie? n. Toda responsabilidad concreta desaparece en la repre- sentacio? n abstracta de la injusticia universal. La canaUeri? a la in- vierte como si fuera uno mismo quien hubiera sufrido el perjuicio: . . Si usted supiera, joven, lo que es la vida>>. . .
Y los que ya en medio de esa vida se destacan por una marcada generosidad, son en la mayoria de los casos los que se anticipan en el cambio hacia
tal ecuanimidad. Quien carece de maldad no vive serenamente, sino, dc una manera peculiar, pudorosa, endurecido e intransi- gente. Por falta de objeto apto, apenas sabe dar expresio? n a su nmor de otra forma que odiando al no apto, por lo que cierra- mente acaba asemeja? ndose a lo odiado. Pero el burgue? s es to- lcrante. Su amor por la gente tal como es brota de su odio al hombre recto.
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<<Hace? is bien, sen? or doctor", "". -Nada hay que sea inofensivo.
Las pequen? as alegri? as, las manifestaciones de la vida que parecen
" Verso inidal del pasaje del Faur/o (I, 981, Vor dem ror) en el que un aldeano dice a Fausto: . . Hace? is bien, sen? or doctor, siendo tan sabio como sois, en no despreciarnos y venir hoy ? confundiros entre esta rnuchedum- bre. ? [N. delr. ]
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? ? exentas de la responsabilidad de todo pensar no so? lo tienen un momento de obstinada necedad, de tenaz ceguera, sino que ade- ma? s se ponen inmediatamente al servicio de su extrema anti? tesis. Hasta el a? rbol que florece miente en el instante en que se per- cibe su florecer sin la sombra del espanto; hasta la ma? s inocente admiracio? n por lo bello se convierte en excusa de la ignominia de la existencia, cosa diferente, y nada hay ya de belleza ni de con- suelo salvo para la mirada que, dirigie? ndose al horror, lo afronta y, en la conlcencla no atenuada de la negatividad, afirma la po- sibilidad de lo mejor. La desconfianza esta? justificada frente a todo lo desprecupado y esponta? neo, frente a todo dejarse llevar que suponga docilidad ante la prepotencia de 10 existente. El tur- bio trasfondo de la buena disposicio? n que antan? o se limitaba al Prosit der Gemu? tlichkeit hace ya tiempo que ha adquirido tonos ma? s amistosos. El dia? logo ocasional con el hombre del tren, que a fin de no caer en una disputa se conviene en limitar a un par de frases de las que se sabe que no terminara? n en homicidio, es ya un signo delator; ningu? n pensamiento es inmune a su comu- nicacio? n, y es ya ma? s que suficiente expresarlo fuera de lugar o en forma equi? voca para rebajar su verdad. Cada vez que voy al cine salgo, a plena conciencia, peor y ma? s estu? pido. La propia ama- bilidad es participacio? n en la injusticia al dar a un mundo fri? o la apariencia de un mundo en el que au? n es posible hablarse, y la palabra laxa, corte? s, contribuye a perpetuar el silencio en cuanto que, por las concesiones que hace a aquel a quien va dirigida, queda e? ste rebajado en la mente del que la dirige. El funesto prin- cipio que siempre alienta en el buen trato se despliega en el espi? - ritu igualitario en toda su bestialidad. Ser condescendiente y no tenerse en gran estima son la misma cosa. En la adaptacio? n a la debilidad de los oprimidos, en esta nueva debilidad, se evidencian los presupuestos de la dominacio? n y se revela la medida de tosque-
dad, insensibilidad y violencia que se necesita para el ejercicio de la dominacio? n. Cuando, como en la ma? s reciente fase, decae el gesto de condescendencia y so? lo se ve igualacio? n, tanto ma? s irre- concilinblcmcnre se imponen en tan perfecto enmascaramiento del poder las negadas relaciones de clase. Para el intelcctual es la soledad no quebrantada el u? nico estado en el que au? n puede dar alguna prueba de solidaridad. Toda la pra? ctica, toda la humanidad del trato y la comunicacio? n es mera ma? scara de la ta? cita acepta- cio? n de lo inhumano. Hay que estar conforme con el sufrimiento de los hombres: hasta su ma? s mi? nima forma de contento consiste en endurecerse ante el sufrimiento.
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Antitesir. -Para quien no se conforma existe el peligro de que se tenga por mejor que los dema? s y de que utilice su critica de lu sociedad como ideologi? a al servicio de su intere? s privado. Mien- tras trata de hacer de su propia existencia una pa? lida imagen de la existencia recta debiera tener siempre presente esa palidez y saber cua? n poco tal imagen representa la vida recta. Pero a esa co nciencia se opone en e? l mismo la fuerza de atraccio? n del espi? - ritu burgue? s. El que vive distanciado se halla tan implicado como el afanoso; frente a e? ste no tiene otra ventaja que la conciencia de su implicacio? n y la suerte de la menuda libertad que supone ese tener conocimiento. El distanciamiento del afa? n es un lujo que el propio afa? n descarta. Precisamente por eso toda tentativa de sustraerse porta los rasgos de lo negado. La frialdad que se tiene que mostrar no es distinta de la frialdad burguesa. Incluso donde se protesta yace lo universal dominante oculto en el principio monadolo? gico. La observacio? n de Proust de que las i? otogran? as de los abuelos de un duque y de un judi? o resultan a cierta dis- rancia tan parecidas que nadie piensa ya en una jerarqui? a de rangos sociales toca un hecho de un orden mucho ma? s general: objetivamente desaparecen tras la unidad de una e? poca todas aque- llas diferencias que determinan la suerte e incluso la sustancia moral de la existencia individual. Reconocemos la decadencia de la cultura, y sin embargo nuestra prosa, cuyo modelo fue la de jacob Grimm o Bachofen, se asemeja a la de la Industria cultural en giros de los que no sospechamos. Por otra parte hace ya tiem- po que no conocemos el lati? n y el griego como Wolf o Kirchhoff. Sen? alamos el encaminamiento de la civilizacio? n hacia el enali? abe- tismo y desconocemos co? mo escribir cartas o leer un texto de Jean Paul como debio? leerse en su tiempo. Nos produce horror el embrutecimiento de la vida, mas la ausencia de toda moral ob-
jetivamente vinculante nos arrastra progresivamente a formas de conducta, lenguajes y valoraciones quc en la medida de lo humano resultan ba? rbaras y, aun para el cri? tico de la buena sociedad, carentes de tacto. Con la disolucio? n del liberalismo, el principio propiamente burgue? s, el de la competencia, no ha quedado supe- rado, sino que de la objetividad del proceso social constituida por los a? tomos semovientes en choque unos con otros ha pasado en cierto modo a la antropologi? a. El encadenamiento de la vida al proceso de la produccio? n impone a cada cual de forma humillante
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? ? un aislamiento y una soledad que nos inclinamos a tener por cosa de nuestra independiente eleccio? n. Es una vieja nota de la ideolo- gi? a burguesa el que cada individuo se tenga dentro de su intere? s particular por mejor que todos los dema? s al tiempo que, como comunidad de todos los clientes, sienta por ellos mayor estima que por si? mismo. Desde la abdicacio? n dl~ la vieja clase burguesa, su supervivencia en el espi? ritu de los intelectuales - los u? ltimos enemigos de los burgueses- y los u? ltimos burgueses marchan juntos. Al permitirse au? n la meditacio? n ante la nuda reproduc- cio? n de la existencia se comportan como privilegiados; mas al que- darse so? lo en la meditacio? n declaran la nulidad de su privilegio. La existencia privada que anhela parecerse a una existencia digna del hombre delata esa nulidad al negarle todo parecido a una realizacio? n universal, cosa necesitada hoy . rna? s que antes de la reflexio? n independiente. No hay salida de esta trampa. Lo u? nico que responsablement e puede hacerse es proh ibirse la utilizacio? n ideolo? gica de la propia existencia y, por lo dema? s, conformarse en lo privado con un comportamiento no aparente ni pretencioso, porque como desde hace tiempo reclama ya no la buena educacio? n, pero si? la vergu? enza, en el infierno debe dcj e? rsele al otro por lo menos el aire para respirar .
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They, tbc people. --El hecho de que los intelectuales tengan generalmente trato con intelectuales no deberi? a inducirlos a tener a sus conge? neres por ma? s vulgares que el resto de la humanidad. Porque es el caso que, por lo comu? n, se sientan unos con otros en la situacio? n ma? s vergonzosa e indigna, la situacio? n de los postu- lantes en competencia, volvie? ndose mutuamente, casi por obliga- cio? n, sus partes ma? s abominables. El resto de las personas, especial- mente las sencillas, cuyas perfecciones tiende tanto a realzar el in- telectual, encuentran a e? ste por lo comu? n en el papel del que desea vender algo a alguien sin el temor de que el clinte puda invadir su coto. El meca? nico de automo? viles o la chica del bar quedan fa? cilmente libres de la acusacio? n de vergu? enza: de todos mo- dos, a ellos el ser cord iales les viene impues to desde arriba . Y a la inversa: cuando los analfabetos acuden a los intelectuales para que les resuelvan sus papeletas, suelen tener de ellos impresiones aceptablemente buenas. Mas tan pronto como la gente sencilla tie-
IIC que luchar por su parte en el producto social, aventaja en en- vidia y rencor a todo lo que puede observarse entre literatos y maestros de capilla. La glorificacio? n de los esple? ndidos underdogs redunda en la del esple? ndido sistema que los convierte en tales, Los justificados sentimientos de culpa de los que esta? n exceptua- dos del trabajo fi? sico no deberi? an valer como disculpa ante los <<idiotas campesinos>>. Los intelectuales que escriben exclusivamen- te sobre intelectuales convirtiendo su pe? simo nombre en el nom- bre de la autenticidad no hacen sino reforzar la mentira. Gran parte del anti-intelectualisrno y del irracionalismo dominantes has- ta Huxley proviene de que los que escriben acusan al mecanismo de la competencia sin calar en e? l, con lo que sucumben al mismo.
