rica, muchos de noso- tros nos
consolamos
produciendo entornos histo?
Hans-Ulrich-Gumbrecht
n generalizada de que la existencia humana podri?
a en algu?
n momento alcanzar una situacio?
n similar pare- cen haber activado una nueva conciencia de deter- minadas necesidades ba?
sicas para la humanidad.
Aqui?
reside el potencial para una antropologi?
a nega- tiva desencadenada por la globalizacio?
n.
Pero tambie?
n quiero mencionar que el deseo actual de recuperar las dimensiones del cuerpo y el espacio puede expli- carse muy bien con un argumento diferente, uno que
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht 235
238 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
no tiene que ver con la globalizacio? n. Desde un punto de vista filoso? fico y epistemolo? gico, tiene sentido afirmar que la concepcio? n cartesiana, y por lo tanto incorpo? rea, del ser humano soli? a asociarse a la di- mensio? n especi? fica del presente en una construccio? n historicista del tiempo, es decir, del presente como algo meramente de transicio? n, tal y como daba por hecho el historicismo. Al adaptar la experiencia del pasado a las condiciones presentes y futuras el su- jeto soli? a escoger, dentro del marco del presente inmediato, de entre las muchas oportunidades que el futuro pareci? a brindar. Esto, escoger entre mu? lti- ples posibilidades futuras basa? ndose en la experien- cia pasada, es lo que soli? amos llamar accio? n.
Hoy tenemos la creciente sensacio? n de que nues- tro presente se ha ampliado y esta? cercado por un fu- turo que no alcanzamos a ver, y cuyo acceso nos esta? negado, y un pasado que no somos capaces de dejar atra? s. Sin embargo, si el sujeto cartesiano depen- diera del presente (historicista) en cuanto presente de mera transicio? n, entonces el presente --nuevo y en constante expansio? n-- no podri? a ser ya el del sujeto cartesiano. Esta visio? n parece explicar, en contra de la esencia de la tradicio? n cartesiana, nues- tra renovada preocupacio? n por los aspectos fi? sicos de la existencia humana y el espacio en cuanto di- mensio? n en la que e? stos aparecen, aunque no entra necesariamente en contradiccio? n con una visio? n de los propios efectos de incorporeidad que son conse- cuencia de la globalizacio? n, es decir, con el enfoque que hasta ahora hemos adoptado. Porque se podri? a afirmar, entre otras cosas, que la nueva y poshisto- ricista construccio? n del tiempo es tambie? n una rea- ccio? n al feno? meno y los efectos de la globalizacio? n.
Sin lugar a dudas, el si? ntoma ma? s visible y ubi- cuo del deseo y la necesidad de recuperar la di- mensio? n corpo? rea de la existencia humana es la institucio? n del deporte tal y como se ha desarrollado, de forma masiva y al mismo tiempo compleja, desde principios del siglo xix. Nunca antes los deportes habi? an penetrado en todos los grupos y enclaves so- ciales, nunca habi? an tenido la dimensio? n econo? mica ni, sobre todo, la importancia existencial que tienen hoy. El deporte en la Antigua Grecia era privilegio de una pequen? a elite, mientras que entre los siglos v y xix su presencia resulta asombrosamente dis- continua. Durante las de? cadas posteriores a 1800, sin embargo, se convirtio? por primera vez en una actividad noble que teni? a la virtud de fortalecer la mente y, por lo tanto, estaba presente en todos los sistemas educativos de las sociedades occidentales, mientras que los equipos deportivos integrados por atletas profesionales empezaron a atraer a grandes multitudes de una forma sin precedentes. Si la ten- sio? n entre el deporte de aficionados (noble) y profe-
sional (mercenario) se convirtio? en una estructura estable durante la primera mitad del siglo xx, el descubrimiento de la actividad atle? tica como me- canismo favorable para la salud desde la de? cada de los cincuenta hasta hoy ha generado una simbiosis entre, por un lado, los mejores atletas de todas las disciplinas, que pueden ganar grandes cantidades de dinero con la cobertura informativa de los even- tos deportivos y la publicidad (en especial la ropa y los arti? culos deportivos), y, por otro, una entidad plural participativa que probablemente se cuenta por miles de millones: un colectivo de personas que practican deporte y dedican gran parte de su tiempo libre a presenciar especta? culos deportivos. Y, con equipos y atletas que subrayan pu? blicamente sus afiliaciones nacionales, regionales o locales, el de- porte no so? lo da la impresio? n de estar recuperando el aspecto fi? sico de la existencia humana, sino que tambie? n cin? e nuestra imaginacio? n y nuestra expe- riencia a lugares especi? ficos, y a menudo lo hace, parado? jicamente, mediante los medios de comu- nicacio? n globales. Junto con los deportes y ciertas pra? cticas autolesivas tales como el pirsin, los tatua- jes y la escarificacio? n, que parecen responder a un vago deseo de encadenarse fi? sicamente al mundo material, el ge? nero es otra dimensio? n en la que la cultura globalizada ha empezado a reclamar para si? rasgos de existencia fi? sica, para compensar de esta manera algunas pe? rdidas pasadas. El proceso coincide con una neutralizacio? n progresiva (aunque no siempre idealmente satisfactoria) del ge? nero en la esfera profesional, basada en valores ba? sicos y derechos de igualdad. Porque, si bien las mujeres han podido, a lo largo de los u? ltimos cien an? os, so- bresalir en los a? mbitos acade? mico, poli? tico, te? cnico y deportivo, y si bien la presio? n social que reciben los hombres para ser triunfadores y dominantes ha disminuido, estos cambios han venido acompan? ados de un nuevo anhelo de experimentar la esencia y las consecuencias esenciales del ge? nero en cuanto diferenciacio? n fi? sica. La asuncio? n de que las mu- jeres y los hombres sienten, experimentan y tal vez incluso piensan de maneras diferentes ha pasado a estar presente en nuestra vida cotidiana, y se ha convertido en tema de conversacio? n frecuente y premisa de muchas clases de interaccio? n. Y ahora estamos dando el siguiente paso: la concepcio? n del ge? nero como una distincio? n no so? lo binaria.
La u? nica reaccio? n a la globalizacio? n y sus efec- tos que siempre se ha identificado como tal es la tendencia poli? tica a la regionalizacio? n. El mejor ejemplo de este feno? meno es la Unio? n Europea y, dentro de ella, Espan? a. Este proceso resulta ma? s llamativo y sorprendente en el contexto del innega- ble e? xito poli? tico y econo? mico de la Unio? n Europea,
y en el de la ascensio? n de Espan? a a una presencia internacional que hace so? lo cuarenta an? os nadie habri? a sido capaz de predecir. Por supuesto, cada regio? n de Espan? a que defiende su identidad cul- tural y reivindica su independencia poli? tica y cada estado-nacio? n europeo que, como el Reino Unido, Dinamarca o Francia en an? os recientes, ha tratado de ralentizar el proceso de integracio? n europea teni? a sus razones va? lidas, tanto histo? ricas y sociales como legales. Pero el hecho de que las costumbres, los estilos, la gastronomi? a. . . en suma, todo lo regional haya cobrado tanta importancia incluso en aquellos pai? ses, dentro y fuera de Europa, cuyos habitan- tes parecen estar satisfechos con su constitucio? n y su identidad vigentes, como Alemania o Francia, ese hecho, el nuevo anhelo de lo regional, da fe de que hay una necesidad existencial. Se trata de la necesidad de pertenecer a un espacio que no sea demasiado grande como para no poder llenarlo de experiencias personales o, al menos, de un imagi- nario personal. Parte de este nuevo anhelo de lo especi? fico es la creciente fascinacio? n que suscitan las lenguas nacionales y sus variantes dialectales como mecanismos de apropiacio? n del mundo que se han ido conformando a lo largo del devenir de su historia. En comparacio? n, los circuitos de tra? fico global en los cuales nos perdemos tan fa? cilmente, como los protagonistas de Lost in Translation, e in- cluso los conceptos y emblemas que representan a la Unio? n Europea o a otras federaciones poli? ticas, son demasiado abstractos para generar sentimien- tos de pertenencia equiparables.
La experiencia de la interferencia entre diferen- tes zonas horarias y, sobre todo, la yuxtaposicio? n de tiempos histo? ricos distintos en nuestro presente, cada vez ma? s complejo, ha producido una necesidad similar de lo que llamari? a escala temporal. Si cada vez nos resulta ma? s difi? cil dejar atra? s cualquier pa- sado, en parte debido a nuestras nuevas y poderosas tecnologi? as de registro y preservacio? n de la memoria, y en parte por la ya mencionada transformacio? n de nuestra construccio? n social del tiempo, todavi? a nos cuesta ma? s definir las que seri? an la arquitectura, la literatura o la mu? sica de nuestro tiempo. Aunque es improbable que exista una solucio? n fa? cil a esta situacio? n de entropi? a histo?
rica, muchos de noso- tros nos consolamos produciendo entornos histo? ri- camente coherentes. Esta? , por ejemplo, el caso de una aeroli? nea regional de Brasil cuyos uniformes y cabinas tratan de emular, en la medida de lo posi- ble, el estilo de PanAm en los an? os cincuenta. Lo mismo ocurre con los estadios de be? isbol construi- dos en Estados Unidos durante los u? ltimos veinte an? os, que intentan evocar la atmo? sfera de los gran- des eventos deportivos de principios del siglo xx.
Pero todos estos feno? menos de compensacio? n se antojan bastante marginales en relacio? n con las dos tendencias finales que quiero describir. Junto con la desaparicio? n de nuestros suen? os de conquis- tar el espacio, el proceso de globalizacio? n ha desen- cadenado un movimiento poderoso y visible de reivindicacio? n del planeta Tierra como ha? bitat de la humanidad. Y es que nos hemos dado cuenta, en primer lugar, de que puede que no exista en todo el Universo otro lugar habitable, y, en segundo, de que nuestra cultura y nuestras tecnologi? as pueden poner en peligro aquellas propiedades del planeta de las que depende nuestra supervivencia. Este movimiento puede ser la dimensio? n en la que el deseo de con- trarrestar los efectos de la globalizacio? n y la globa- lizacio? n en si? misma converjan: la conciencia ecolo? gica puede, en cuanto voluntad de minimizar determinados efectos de la globalizacio? n, benefi- ciarse de la eficiencia de las comunicaciones glo- bales y sus tecnologi? as con el fin de promover actitudes de solidaridad mundial.
La u? ltima tendencia de la que quiero hablar es igualmente poderosa, pero --al menos hasta ahora--, menos visible. Me refiero a la intuicio? n central del libro Du musst dein Leben aendern [Debes cambiar tu vida], que el filo? sofo alema? n Peter Sloterdijk acaba de publicar. Sin entrar en demasiadas especulaciones acerca de las posibles razones histo? ricas o sociales que han hecho posible este feno? meno, los individuos de las culturas occidentales han estado obsesionados con ejercer (la palabra alemana es u? ben), es decir, con la adquisicio? n individual de destrezas y el es- fuerzo por lograr la autotransformacio? n individual, cada vez en un nivel ma? s alto y sin ninguna clase de li? mite. A primera vista ya advertimos un interesante paralelismo --o una convergencia-- con una de las tres condiciones elementales de la vida humana ac- tual que hemos identificado al principio de este en- sayo. En lugar de delegar el trabajo manual en robots, es decir, en ma? quinas con un estatus de sirvientes o incluso esclavos, tal y como siglos de imaginacio? n uto? pica habi? an preconizado, hemos entrado en una dina? mica de transformacio? n de nosotros mismos, in- dividual y colectivamente, en nuestra fusio? n proste? - tica con los ordenadores. Autorreflexio? n ma? s autotransformacio? n parece ser la fo? rmula de nuestro presente, antes que la dominacio? n o la delegacio? n. Es aqui? donde el diagno? stico de Sloterdijk coincide con mis reflexiones. Y me gustari? a completar su des- cripcio? n con la tesis histo? rica de que este ejercicio de autorreflexio? n y autotransformacio? n puede respon- der a y contrarrestar una situacio? n determinada, a saber, un mundo globalizado en el que se han desdi- bujado los contornos institucionales, y donde los pa- trones de interaccio? n obligatorios son difi? ciles de
Junto con la desaparicio? n de nuestros suen? os
de conquistar el espacio, el proceso de globalizacio? n ha desencadenado un movimiento poderoso y visible de reivindicacio? n del planeta Tierra como ha? bitat de
la humanidad.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht
239
240 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
identificar. Al confrontarnos a nosotros mismos esta- blecemos el marco existencial que nuestro entorno cultural no es capaz de proporcionarnos. Si, por ejem- plo, la estructura organizativa de la mayori? a de la compan? i? as de Silicon Valley es horizontal, en el sen- tido de que no es jera? rquica, y si los diferentes em- pleados de una empresa casi nunca trabajan juntos en un espacio compartido, entonces sus e? xitos so? lo pueden provenir de un nivel sobresaliente de auto- motivacio? n y transformacio? n auto? noma. La autorre- ferencia ha venido a sustituir a las estructuras institucionales. Para formular la misma idea em- pleando el lenguaje de la antiutopi? a: el mundo feliz de nuestro presente globalizado nos condena a ser nuestro propio Gran Hermano. O, dicho de otra ma- nera, en el mundo neoliberal de la globalizacio? n so- mos libres de reinventarnos a nosotros mismos constantemente.
[7]
Antes de tratar de emitir un juicio --o una afirma- cio? n sinte? tica-- sobre la perspectiva antropolo? gica que plantea la multitud de reacciones al proceso de la globalizacio? n, quisiera mencionar brevemente dos feno? menos que considero emblema? ticos --de maneras complementarias-- de dos aspectos estruc- turales ba? sicos en los que la informacio? n se esta? desvinculando de los espacios fi? sicos concretos. El primero de ellos es la nueva clase de famosos sin ningu? n me? rito para serlo (Paris Hilton es, inevitable- mente, el primer nombre que viene a la cabeza, pero tambie? n lo hacen los de David y Victoria Beckham, cuyas respectivas carreras en el fu? tbol y la mu? sica en ningu? n momento han justificado su ubicua pre- sencia en los medios de comunicacio? n y anuncios publicitarios). Aunque, por supuesto, no es un de- ber de estos protagonistas de los medios de comu- nicacio? n encarnar o representar nada en absoluto (antes bien, sus vidas suelen estar caracterizadas por la total ausencia de deberes o cometidos), si? pueden formar parte de ese agitado movimiento in- transitivo que caracteriza nuestra condicio? n de seres desvinculados de un espacio concreto. Desde esta perspectiva, los predecesores histo? ricos de Paris Hilton o los Beckham son aquellos cosmopolitas privilegiados y aquellos esforzados playboys que acompan? aron la emergencia del ferrocarril y las li? - neas ae? reas en los siglos xix y xx, respectivamente. El segundo feno? meno emblema? tico de la separacio? n entre la informacio? n y el espacio es incomparable- mente ma? s penetrante y peligroso. Me refiero a los productos financieros llamados derivados, que se han identificado como los verdaderos causantes de la drama? tica crisis econo? mica que golpeo? al mundo
en 2008. Los derivados son, en teori? a, instrumen- tos que producen beneficios independientemente del arti? culo o negocio de referencia que represen- ten. Estamos ante la clase de desvinculacio? n que entran? a un riesgo de implosio? n econo? mica en si- tuaciones en las que surge la necesidad colectiva de cobrar en derivados.
Aqui? tampoco voy a entrar en una cri? tica apo- cali? ptica de la globalizacio? n como culpable de este reciente desastre financiero de dimensiones pla- netarias, aunque so? lo sea para evitar caer en un optimismo infundado respecto a la posibilidad de controlar procesos de este tipo. La globalizacio? n y sus consecuencias pueden muy bien ser parte de una etapa especi? fica de la evolucio? n de la humani- dad en la que la cultura y la tecnologi? a han reem- plazado a la biologi? a como fuente de energi? a que impulsa cualquier clase de cambio. Pero, aunque no seamos capaces de cambiarlos, hemos visto co? mo los efectos de la globalizacio? n provocan determi- nadas reacciones, que en ocasiones son fruto de la inercia, y, con ellas, la impresio? n de que las di- na? micas de la globalizacio? n han dejado de estar en sincroni? a con las necesidades ba? sicas y los li? mites del ser humano. Necesitamos recuperar el cuerpo humano como dimensio? n ba? sica de la existencia in- dividual; necesitamos reclamar lugares especi? ficos, regiones concretas y el planeta Tierra como esferas del hogar al que pertenecemos; necesitamos estar arropados por contextos histo? ricos coherentes (aun- que hayan sido creados artificialmente); anhelamos lenguajes que sean producto de lugares especi? fi- cos que llamamos nuestros, y necesitamos dotar a nuestra existencia de una orientacio? n y un propo? sito mediante el ejercicio de la autorreflexio? n.
Esta relacio? n de situaciones y necesidades que, en el sentido ma? s literal de la expresio? n, nos pro- porcionan un lugar en la Tierra y nos vinculan a ella, recuerda a la cuaterna (das Geviert) de Heidegger, motivo central en la u? ltima etapa de su pensamiento filoso? fico. Los cuatro elementos que enmarcan nues- tra existencia individual segu? n Heidegger (la Tierra, el cielo, los dioses y los mortales, e? stos u? ltimos tanto en el sentido de nuestros semejantes como en el de nuestra mortalidad) se antojan ma? s sime? tricos, y tambie? n ma? s mitolo? gicos, que la antropologi? a que hemos extrai? do de nuestras propias reflexiones sobre la globalizacio? n y sus efectos. Pero ambas relaciones son muy similares, por no decir sino? nimas, en cuanto describen, en palabras de Heidegger, habitar como
<<la manera que tienen los mortales de estar en la Tierra>>, y en cuanto implican tambie? n la intuicio? n de que <<la caracteri? stica ba? sica de habitar es proteger, preservar>>.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht 235
238 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
no tiene que ver con la globalizacio? n. Desde un punto de vista filoso? fico y epistemolo? gico, tiene sentido afirmar que la concepcio? n cartesiana, y por lo tanto incorpo? rea, del ser humano soli? a asociarse a la di- mensio? n especi? fica del presente en una construccio? n historicista del tiempo, es decir, del presente como algo meramente de transicio? n, tal y como daba por hecho el historicismo. Al adaptar la experiencia del pasado a las condiciones presentes y futuras el su- jeto soli? a escoger, dentro del marco del presente inmediato, de entre las muchas oportunidades que el futuro pareci? a brindar. Esto, escoger entre mu? lti- ples posibilidades futuras basa? ndose en la experien- cia pasada, es lo que soli? amos llamar accio? n.
Hoy tenemos la creciente sensacio? n de que nues- tro presente se ha ampliado y esta? cercado por un fu- turo que no alcanzamos a ver, y cuyo acceso nos esta? negado, y un pasado que no somos capaces de dejar atra? s. Sin embargo, si el sujeto cartesiano depen- diera del presente (historicista) en cuanto presente de mera transicio? n, entonces el presente --nuevo y en constante expansio? n-- no podri? a ser ya el del sujeto cartesiano. Esta visio? n parece explicar, en contra de la esencia de la tradicio? n cartesiana, nues- tra renovada preocupacio? n por los aspectos fi? sicos de la existencia humana y el espacio en cuanto di- mensio? n en la que e? stos aparecen, aunque no entra necesariamente en contradiccio? n con una visio? n de los propios efectos de incorporeidad que son conse- cuencia de la globalizacio? n, es decir, con el enfoque que hasta ahora hemos adoptado. Porque se podri? a afirmar, entre otras cosas, que la nueva y poshisto- ricista construccio? n del tiempo es tambie? n una rea- ccio? n al feno? meno y los efectos de la globalizacio? n.
Sin lugar a dudas, el si? ntoma ma? s visible y ubi- cuo del deseo y la necesidad de recuperar la di- mensio? n corpo? rea de la existencia humana es la institucio? n del deporte tal y como se ha desarrollado, de forma masiva y al mismo tiempo compleja, desde principios del siglo xix. Nunca antes los deportes habi? an penetrado en todos los grupos y enclaves so- ciales, nunca habi? an tenido la dimensio? n econo? mica ni, sobre todo, la importancia existencial que tienen hoy. El deporte en la Antigua Grecia era privilegio de una pequen? a elite, mientras que entre los siglos v y xix su presencia resulta asombrosamente dis- continua. Durante las de? cadas posteriores a 1800, sin embargo, se convirtio? por primera vez en una actividad noble que teni? a la virtud de fortalecer la mente y, por lo tanto, estaba presente en todos los sistemas educativos de las sociedades occidentales, mientras que los equipos deportivos integrados por atletas profesionales empezaron a atraer a grandes multitudes de una forma sin precedentes. Si la ten- sio? n entre el deporte de aficionados (noble) y profe-
sional (mercenario) se convirtio? en una estructura estable durante la primera mitad del siglo xx, el descubrimiento de la actividad atle? tica como me- canismo favorable para la salud desde la de? cada de los cincuenta hasta hoy ha generado una simbiosis entre, por un lado, los mejores atletas de todas las disciplinas, que pueden ganar grandes cantidades de dinero con la cobertura informativa de los even- tos deportivos y la publicidad (en especial la ropa y los arti? culos deportivos), y, por otro, una entidad plural participativa que probablemente se cuenta por miles de millones: un colectivo de personas que practican deporte y dedican gran parte de su tiempo libre a presenciar especta? culos deportivos. Y, con equipos y atletas que subrayan pu? blicamente sus afiliaciones nacionales, regionales o locales, el de- porte no so? lo da la impresio? n de estar recuperando el aspecto fi? sico de la existencia humana, sino que tambie? n cin? e nuestra imaginacio? n y nuestra expe- riencia a lugares especi? ficos, y a menudo lo hace, parado? jicamente, mediante los medios de comu- nicacio? n globales. Junto con los deportes y ciertas pra? cticas autolesivas tales como el pirsin, los tatua- jes y la escarificacio? n, que parecen responder a un vago deseo de encadenarse fi? sicamente al mundo material, el ge? nero es otra dimensio? n en la que la cultura globalizada ha empezado a reclamar para si? rasgos de existencia fi? sica, para compensar de esta manera algunas pe? rdidas pasadas. El proceso coincide con una neutralizacio? n progresiva (aunque no siempre idealmente satisfactoria) del ge? nero en la esfera profesional, basada en valores ba? sicos y derechos de igualdad. Porque, si bien las mujeres han podido, a lo largo de los u? ltimos cien an? os, so- bresalir en los a? mbitos acade? mico, poli? tico, te? cnico y deportivo, y si bien la presio? n social que reciben los hombres para ser triunfadores y dominantes ha disminuido, estos cambios han venido acompan? ados de un nuevo anhelo de experimentar la esencia y las consecuencias esenciales del ge? nero en cuanto diferenciacio? n fi? sica. La asuncio? n de que las mu- jeres y los hombres sienten, experimentan y tal vez incluso piensan de maneras diferentes ha pasado a estar presente en nuestra vida cotidiana, y se ha convertido en tema de conversacio? n frecuente y premisa de muchas clases de interaccio? n. Y ahora estamos dando el siguiente paso: la concepcio? n del ge? nero como una distincio? n no so? lo binaria.
La u? nica reaccio? n a la globalizacio? n y sus efec- tos que siempre se ha identificado como tal es la tendencia poli? tica a la regionalizacio? n. El mejor ejemplo de este feno? meno es la Unio? n Europea y, dentro de ella, Espan? a. Este proceso resulta ma? s llamativo y sorprendente en el contexto del innega- ble e? xito poli? tico y econo? mico de la Unio? n Europea,
y en el de la ascensio? n de Espan? a a una presencia internacional que hace so? lo cuarenta an? os nadie habri? a sido capaz de predecir. Por supuesto, cada regio? n de Espan? a que defiende su identidad cul- tural y reivindica su independencia poli? tica y cada estado-nacio? n europeo que, como el Reino Unido, Dinamarca o Francia en an? os recientes, ha tratado de ralentizar el proceso de integracio? n europea teni? a sus razones va? lidas, tanto histo? ricas y sociales como legales. Pero el hecho de que las costumbres, los estilos, la gastronomi? a. . . en suma, todo lo regional haya cobrado tanta importancia incluso en aquellos pai? ses, dentro y fuera de Europa, cuyos habitan- tes parecen estar satisfechos con su constitucio? n y su identidad vigentes, como Alemania o Francia, ese hecho, el nuevo anhelo de lo regional, da fe de que hay una necesidad existencial. Se trata de la necesidad de pertenecer a un espacio que no sea demasiado grande como para no poder llenarlo de experiencias personales o, al menos, de un imagi- nario personal. Parte de este nuevo anhelo de lo especi? fico es la creciente fascinacio? n que suscitan las lenguas nacionales y sus variantes dialectales como mecanismos de apropiacio? n del mundo que se han ido conformando a lo largo del devenir de su historia. En comparacio? n, los circuitos de tra? fico global en los cuales nos perdemos tan fa? cilmente, como los protagonistas de Lost in Translation, e in- cluso los conceptos y emblemas que representan a la Unio? n Europea o a otras federaciones poli? ticas, son demasiado abstractos para generar sentimien- tos de pertenencia equiparables.
La experiencia de la interferencia entre diferen- tes zonas horarias y, sobre todo, la yuxtaposicio? n de tiempos histo? ricos distintos en nuestro presente, cada vez ma? s complejo, ha producido una necesidad similar de lo que llamari? a escala temporal. Si cada vez nos resulta ma? s difi? cil dejar atra? s cualquier pa- sado, en parte debido a nuestras nuevas y poderosas tecnologi? as de registro y preservacio? n de la memoria, y en parte por la ya mencionada transformacio? n de nuestra construccio? n social del tiempo, todavi? a nos cuesta ma? s definir las que seri? an la arquitectura, la literatura o la mu? sica de nuestro tiempo. Aunque es improbable que exista una solucio? n fa? cil a esta situacio? n de entropi? a histo?
rica, muchos de noso- tros nos consolamos produciendo entornos histo? ri- camente coherentes. Esta? , por ejemplo, el caso de una aeroli? nea regional de Brasil cuyos uniformes y cabinas tratan de emular, en la medida de lo posi- ble, el estilo de PanAm en los an? os cincuenta. Lo mismo ocurre con los estadios de be? isbol construi- dos en Estados Unidos durante los u? ltimos veinte an? os, que intentan evocar la atmo? sfera de los gran- des eventos deportivos de principios del siglo xx.
Pero todos estos feno? menos de compensacio? n se antojan bastante marginales en relacio? n con las dos tendencias finales que quiero describir. Junto con la desaparicio? n de nuestros suen? os de conquis- tar el espacio, el proceso de globalizacio? n ha desen- cadenado un movimiento poderoso y visible de reivindicacio? n del planeta Tierra como ha? bitat de la humanidad. Y es que nos hemos dado cuenta, en primer lugar, de que puede que no exista en todo el Universo otro lugar habitable, y, en segundo, de que nuestra cultura y nuestras tecnologi? as pueden poner en peligro aquellas propiedades del planeta de las que depende nuestra supervivencia. Este movimiento puede ser la dimensio? n en la que el deseo de con- trarrestar los efectos de la globalizacio? n y la globa- lizacio? n en si? misma converjan: la conciencia ecolo? gica puede, en cuanto voluntad de minimizar determinados efectos de la globalizacio? n, benefi- ciarse de la eficiencia de las comunicaciones glo- bales y sus tecnologi? as con el fin de promover actitudes de solidaridad mundial.
La u? ltima tendencia de la que quiero hablar es igualmente poderosa, pero --al menos hasta ahora--, menos visible. Me refiero a la intuicio? n central del libro Du musst dein Leben aendern [Debes cambiar tu vida], que el filo? sofo alema? n Peter Sloterdijk acaba de publicar. Sin entrar en demasiadas especulaciones acerca de las posibles razones histo? ricas o sociales que han hecho posible este feno? meno, los individuos de las culturas occidentales han estado obsesionados con ejercer (la palabra alemana es u? ben), es decir, con la adquisicio? n individual de destrezas y el es- fuerzo por lograr la autotransformacio? n individual, cada vez en un nivel ma? s alto y sin ninguna clase de li? mite. A primera vista ya advertimos un interesante paralelismo --o una convergencia-- con una de las tres condiciones elementales de la vida humana ac- tual que hemos identificado al principio de este en- sayo. En lugar de delegar el trabajo manual en robots, es decir, en ma? quinas con un estatus de sirvientes o incluso esclavos, tal y como siglos de imaginacio? n uto? pica habi? an preconizado, hemos entrado en una dina? mica de transformacio? n de nosotros mismos, in- dividual y colectivamente, en nuestra fusio? n proste? - tica con los ordenadores. Autorreflexio? n ma? s autotransformacio? n parece ser la fo? rmula de nuestro presente, antes que la dominacio? n o la delegacio? n. Es aqui? donde el diagno? stico de Sloterdijk coincide con mis reflexiones. Y me gustari? a completar su des- cripcio? n con la tesis histo? rica de que este ejercicio de autorreflexio? n y autotransformacio? n puede respon- der a y contrarrestar una situacio? n determinada, a saber, un mundo globalizado en el que se han desdi- bujado los contornos institucionales, y donde los pa- trones de interaccio? n obligatorios son difi? ciles de
Junto con la desaparicio? n de nuestros suen? os
de conquistar el espacio, el proceso de globalizacio? n ha desencadenado un movimiento poderoso y visible de reivindicacio? n del planeta Tierra como ha? bitat de
la humanidad.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht
239
240 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
identificar. Al confrontarnos a nosotros mismos esta- blecemos el marco existencial que nuestro entorno cultural no es capaz de proporcionarnos. Si, por ejem- plo, la estructura organizativa de la mayori? a de la compan? i? as de Silicon Valley es horizontal, en el sen- tido de que no es jera? rquica, y si los diferentes em- pleados de una empresa casi nunca trabajan juntos en un espacio compartido, entonces sus e? xitos so? lo pueden provenir de un nivel sobresaliente de auto- motivacio? n y transformacio? n auto? noma. La autorre- ferencia ha venido a sustituir a las estructuras institucionales. Para formular la misma idea em- pleando el lenguaje de la antiutopi? a: el mundo feliz de nuestro presente globalizado nos condena a ser nuestro propio Gran Hermano. O, dicho de otra ma- nera, en el mundo neoliberal de la globalizacio? n so- mos libres de reinventarnos a nosotros mismos constantemente.
[7]
Antes de tratar de emitir un juicio --o una afirma- cio? n sinte? tica-- sobre la perspectiva antropolo? gica que plantea la multitud de reacciones al proceso de la globalizacio? n, quisiera mencionar brevemente dos feno? menos que considero emblema? ticos --de maneras complementarias-- de dos aspectos estruc- turales ba? sicos en los que la informacio? n se esta? desvinculando de los espacios fi? sicos concretos. El primero de ellos es la nueva clase de famosos sin ningu? n me? rito para serlo (Paris Hilton es, inevitable- mente, el primer nombre que viene a la cabeza, pero tambie? n lo hacen los de David y Victoria Beckham, cuyas respectivas carreras en el fu? tbol y la mu? sica en ningu? n momento han justificado su ubicua pre- sencia en los medios de comunicacio? n y anuncios publicitarios). Aunque, por supuesto, no es un de- ber de estos protagonistas de los medios de comu- nicacio? n encarnar o representar nada en absoluto (antes bien, sus vidas suelen estar caracterizadas por la total ausencia de deberes o cometidos), si? pueden formar parte de ese agitado movimiento in- transitivo que caracteriza nuestra condicio? n de seres desvinculados de un espacio concreto. Desde esta perspectiva, los predecesores histo? ricos de Paris Hilton o los Beckham son aquellos cosmopolitas privilegiados y aquellos esforzados playboys que acompan? aron la emergencia del ferrocarril y las li? - neas ae? reas en los siglos xix y xx, respectivamente. El segundo feno? meno emblema? tico de la separacio? n entre la informacio? n y el espacio es incomparable- mente ma? s penetrante y peligroso. Me refiero a los productos financieros llamados derivados, que se han identificado como los verdaderos causantes de la drama? tica crisis econo? mica que golpeo? al mundo
en 2008. Los derivados son, en teori? a, instrumen- tos que producen beneficios independientemente del arti? culo o negocio de referencia que represen- ten. Estamos ante la clase de desvinculacio? n que entran? a un riesgo de implosio? n econo? mica en si- tuaciones en las que surge la necesidad colectiva de cobrar en derivados.
Aqui? tampoco voy a entrar en una cri? tica apo- cali? ptica de la globalizacio? n como culpable de este reciente desastre financiero de dimensiones pla- netarias, aunque so? lo sea para evitar caer en un optimismo infundado respecto a la posibilidad de controlar procesos de este tipo. La globalizacio? n y sus consecuencias pueden muy bien ser parte de una etapa especi? fica de la evolucio? n de la humani- dad en la que la cultura y la tecnologi? a han reem- plazado a la biologi? a como fuente de energi? a que impulsa cualquier clase de cambio. Pero, aunque no seamos capaces de cambiarlos, hemos visto co? mo los efectos de la globalizacio? n provocan determi- nadas reacciones, que en ocasiones son fruto de la inercia, y, con ellas, la impresio? n de que las di- na? micas de la globalizacio? n han dejado de estar en sincroni? a con las necesidades ba? sicas y los li? mites del ser humano. Necesitamos recuperar el cuerpo humano como dimensio? n ba? sica de la existencia in- dividual; necesitamos reclamar lugares especi? ficos, regiones concretas y el planeta Tierra como esferas del hogar al que pertenecemos; necesitamos estar arropados por contextos histo? ricos coherentes (aun- que hayan sido creados artificialmente); anhelamos lenguajes que sean producto de lugares especi? fi- cos que llamamos nuestros, y necesitamos dotar a nuestra existencia de una orientacio? n y un propo? sito mediante el ejercicio de la autorreflexio? n.
Esta relacio? n de situaciones y necesidades que, en el sentido ma? s literal de la expresio? n, nos pro- porcionan un lugar en la Tierra y nos vinculan a ella, recuerda a la cuaterna (das Geviert) de Heidegger, motivo central en la u? ltima etapa de su pensamiento filoso? fico. Los cuatro elementos que enmarcan nues- tra existencia individual segu? n Heidegger (la Tierra, el cielo, los dioses y los mortales, e? stos u? ltimos tanto en el sentido de nuestros semejantes como en el de nuestra mortalidad) se antojan ma? s sime? tricos, y tambie? n ma? s mitolo? gicos, que la antropologi? a que hemos extrai? do de nuestras propias reflexiones sobre la globalizacio? n y sus efectos. Pero ambas relaciones son muy similares, por no decir sino? nimas, en cuanto describen, en palabras de Heidegger, habitar como
<<la manera que tienen los mortales de estar en la Tierra>>, y en cuanto implican tambie? n la intuicio? n de que <<la caracteri? stica ba? sica de habitar es proteger, preservar>>.
