4
Abandono del este,
ingreso en el espacio homogéneo
Para establecer la primacía del exterior no bastaba el mero hecho
de las primeras circunnavegaciones terrestres llevadas a cabo por Ma
gallanes y Elcano (1519-1522) y Francis Drake (1577-1580).
Abandono del este,
ingreso en el espacio homogéneo
Para establecer la primacía del exterior no bastaba el mero hecho
de las primeras circunnavegaciones terrestres llevadas a cabo por Ma
gallanes y Elcano (1519-1522) y Francis Drake (1577-1580).
Sloterdijk - Esferas - v2
A esa aurora o despliegue de la forma en general sobre la mate ria en general sólo podía contribuir una estética de la perfección. Si tanto el todo sutil como el compacto habían de integrarse algún día en una única intuición, sólo podía ser bajo la forma de representa
695
ción de la esfera perfecta. Estaba en la naturaleza de ese sublime hi-
perobjeto que permaneciera irreconocible para ojos normales. Pero
desde que la filosofía comenzó su guerra contra las opiniones popu
lares, sensiblemente atrapadas, la invisibilidad pasa siempre por ser
la característica fuerte del todo real*54. Da igual si más acá o más allá
de la apariencia: ningún objeto volvió a conseguir satisfacer tanto y
humillar tanto a sus contempladores como la esfera-todo, que bsyo
su doble nombre de cosmos y uranós todavía brilla desde lejos, inclu
so tras su hundimiento en el archivo de las ideas acabadas, que ya
han cumplido su misión.
Cuando, por el contrario, de lo que se trató fue de llevar a con
cepto e imagen la globalización terrestre, fue la estética de lo feo la
que hizo valer su competencia. Lo decisivo en este proceso no es
que se hubiera reconocido definitivamente la forma esférica de la
tierra y que se pudiera hablar públicamente, incluso en presencia
de eclesiásticos, de las curvaturas de la tierra, sino que las particula
ridades de la forma de la tierra, los ángulos y aristas, por decirlo así,
hubieran de aparecer en primer plano. Pues sólo lo no-perfecto
-dado que no se puede construir geométricamente- posibilita y exi
ge investigación empírica; lo bello puro puede dejarse tranquila
mente en manos de los idealistas, lo bello a medias y lo feo da que
hacer a los empiristas. Mientras que las perfecciones redondas pue
den ser concebidas sin recurso a la experiencia, los hechos e im
perfecciones hay que determinarlos inductivamente. Por eso la glo
balización urania o cósmica había sido, en lo esencial, asunto de
filósofos y geómetras; la globalización terrestre, por el contrario, se
rá asunto de cartógrafos y aventura de marineros, más tarde tam
bién preocupación de los climatólogos, de los políticos de la eco
nomía, de los ecólogos y de otros expertos en lo irregular y confuso.
Es fácil de aclarar por qué no podía ser de otro modo: en la era
metafísica el cuerpo de la tierra no podía presentarse con mayor dis
tinción de lo que permitía su situación en el cosmos, y en el plan
aristotélico-católico de esferas la tierra poseía el estatus más humil
de, más alejado del firmamento envolvente. Por muy paradójico
que suene, su colocación en el centro del todo implicaba una posi
ción en el extremo inferior de la jerarquía cósmica. Su envoltura
696
Antes de Copérnico la tierra sólo
podía ser el centro del universo.
Andreas Cellarius, Harmonía macrocosmica
seu atlas universalis el novus, 1708.
por un sistema de cubiertas de éter le procuraba cobijo en una to
talidad compacta, pero le bloqueaba el acceso a las regiones supe
riores de la completud y la perfección. Por eso, desde el principio,
el objeto del discurso metafísico de lo «terreno» es lo no-perfecto
aquí abajo, aparte y fuera del cielo. Lo que vive bajo la luna tiene
que estar marcado por el malogro y la decadencia; aquí dominan
los movimientos lineales, finitos, fatigables, en los que la Antigüe
dad no consigue percibir corrección alguna. También a través de
cada conciencia individual humana discurren las líneas de rotura de
viejos seísmos separadores. El desposeimiento de la perfección ha
697
dejado tras de sí desgarros, cicatrices, irregularidades en cualquier
objeto sublunar. Con todo, lo que contribuyó al atractivo del régi
men metafísico fue la circunstancia de que en él estaban claramen
te separados el arriba y el abajo. Mientras que lo de abajo no en
contraba el camino hacia arriba por fuerza propia, era privilegio de
lo superior penetrar a voluntad lo de absyo. Los versos de Eichen-
dorff: «Era como si el cielo hubiera/ besado quedamente a la tie
rra» se leen como el canto de cisne a un esquema que durante toda
una era había conformado el hábito del ser-en-el-mundo de los eu
ropeos. Pero también el poeta vivía ya en un tiempo en el que el cie
lo sólo tenía besos-como-si para la tierra, y en el que el alma volaba
por una región tranquila, como si todavía fuera posible encontrar el
camino a casa en una hermosa lejanía. En realidad, el supramundo
desencantado hacía ya mucho tiempo que no utilizaba su derecho
de pernada con la tierra. Habían pasado siglos desde que la nueva
física hubiera descubierto el espacio vacío y hecho desaparecer el
majestuoso cielo envolvente. No a todos les fue fácil prescindir del
complemento de arriba. Hasta Heidegger mismo resuena el duelo
por una tierra sin cielo: una tierra de la que se dice que «histórico-
ontológicamente es la estrella errante». Recuérdese que esta pala
bra, que hoy suena refinada y sombría, no se refiere a un planeta
cualquiera, sino exclusivamente a uno en el que surgió la pregunta
por la verdad del todo. La errancia en la que se mueve la tierra de
Heidegger es la última huella de la posibilidad sustraída de ser be
sada por un cielo.
Pero también cuando la tierra residía aún dentro de las cubier
tas, antes de su circunnavegación y de su desmantelamiento cósmi
co, se presentaba como la estrella en la que se muere a sabiendas.
Su redondez no era ninguna barrera de inmunidad que repeliera la
muerte. Cercaba el escenario en el que había sucedido la caída en
el tiempo, por la cual todo lo que nace adeuda una muerte a sus orí
genes. Por eso acaba sobre la tierra, sin excepción, todo lo que fue
realizado; aquí se paran los relojes, irreversiblemente, aquí se apa
gan las mechas en sus puntos de encendido (lo que resulta de im
portancia para la conciencia histórica, en cuanto se entiende que la
figura teórica del [bigjbang pertenece más a los finales que a los co
698
mienzos). Quien entiende su situación sobre la tierra ha de meditar que no sale vivo de este globo. Sobre esta superficie sombría hay que ejercitar lo que en lajerga de la filosofía reciente se llama el avance hacia la muerte: porque hoy los seres humanos no merecen ya, como en la Antigüedad, que se les llame los mortales, sino los provisionales. Si, desde un fin virtual de la historia, un historiador hubiera de decir, en una panorámica general, lo que los seres hu manos en sus colectivos han hecho con sus tiempos, podría respon der que han organizado carreras populares hacia la muerte en for ma de procesiones disimuladas, batidas dionisíacas, proyectos de progreso, pruebas eliminatorias cínico-naturalistas, ejercicios ecoló gicos de reconciliación. La superficie de un cuerpo en el universo, donde los seres humanos pasan sus días en preparativos frente a lo ineludible, no puede ser, ciertamente, una superficie regular, uni forme. Lo liso perfecto sólo es posible en la idealización geométri ca. Pero lo rugoso y lo real coinciden.
Quizá no sea casual que en la primera manifestación sistemática
sobre una estética de lo feo -en el libro de 1853 del mismo nombre
del discípulo de Hegel, Karl Rosenkranz-, ya al comienzo, se hable
de la tierra real como una superficie irregular. En esa nueva, no-
idealista, teoría de la percepción, la patria del ser humano gozaba
del privilegio de servir como ejemplo introductor a una doctrina de
lo feo natural.
En tanto sólo se conduce por la ley de la gravedad, la simple y tosca ma
sa nos ofrece estéticamente, por decirlo así, un estado neutro. No es nece
sariamente bella, pero tampoco necesariamente fea; es casual. Tomemos,
por ejemplo, nuestra tierra: tendría que ser una esfera perfecta para ser be
lla como masa. Pero no lo es. Está achatada en los polos y henchida en el
ecuador, amén de la máxima irregularidad de su superficie debida a la ele
vación del terreno. Un perfil de la corteza terrestre nos muestra, desde el
punto de vista puramente estereométrico, el revuelto más azaroso de eleva
ciones y profundidades en los contornos más imprevisibles35.
Si se sacan las consecuencias de esta consideración, puede for mularse el principio fundamental de una estética postidealista de la
699
El delta del Sittang, Birmania, fotografía tomada
desde el transbordador espacial Discovery.
tierra: como cuerpo real, el globo circundado no es bello, sino in
teresante. A la vista de sus irregularidades aparece de nuevo la de
sazón de siempre por la conditio humana y por la existencia en la
humillación sublunar. Las modernas estéticas de lo feo y de lo inte
resante asesoran no sólo a la investigación empírica que per se ha de
habérselas con lo irregular, rugoso, singular, casualmente conglo
merado (concrete)', proporcionan, también, las premisas para una
estética de la decepción o del desengaño. A quien interioriza las
desventajas debidas al lugar de la existencia en la superficie de la tie-
700
Turbulencia en un flujo de nubes detrás de la isla Guadalupe,
fotografía tomada desde el transbordador espacial Discovery.
rra se le quita toda inhibición para mostrar su cólera frente al todo.
Por eso en la Modernidad se libera la indignación y la rebeldía co
mo actitud fundamental: on a raison de se révolter. Ahora que pierden
rápidamente su sostén en un supramundo cosas muy aconsejables
en el régimen metafísico, como prescindir de lo casual, abstraer de
lo gravoso yjustificar lo desagradable, se trata de permanecer tam
bién en lo no-bello y resistir en lo grotesco, amorfo, inferior, adver
so, cuya representación vuelve lo representado contra sí mismo.
Una nueva estética fría admite desgarros, turbulencias, irregulari
701
dades en la imagen, sí, rivaliza con lo real por efectos más chocantes.
Desde el punto de vista estético, la globalización terrestre es la
victoria de lo interesante sobre lo ideal. Su resultado, la tierra dada
a conocer, es la esfera no lisa, que decepciona como forma, pero
atrae nuestra atención como cuerpo interesante. Esperar todo de él
-y de cuerpos sobre ese cuerpo-: esto constituirá la sabiduría de
nuestra era. Por lo que respecta a la historia de la estética, la expe
riencia moderna del arte va unida al intento de abrir a los estímu
los perceptivos de lo irregular el ojo demasiado tiempo obnubilado
por simplificaciones geométricas.
2 Regreso a la tierra
Consecuentemente, en la Modernidad ya no recae en los meta-
flsicos, sino en los geógrafos y en los marinos, la tarea de ofrecer
una imagen determinante del mundo: su misión es representar en
imagen la última esfera. De todos los grandes cuerpos redondos, a
la humanidad sin cubiertas sólo puede importarle algo todavía su
propio planeta. Los navegantes que dan la vuelta al mundo, los car
tógrafos, los conquistadores, los comerciantes que recorren el mun
do, incluso los misioneros cristianos, y su retaguardia de voluntarios
en países en vías de desarrollo y de turistas que gastan dinero en ex
periencias en escenarios lejanos: todos ellos, vistos en su conjunto,
se comportan como si hubieran comprendido que es la tierra mis
ma la que tras la destrucción del cielo tenía que asumir su función
como última gran redondez. Había que abarcar y dar la vuelta al to
do de la tierra físicamente real, como cuerpo irregularmente abom
bado, caprichosamente accidentado, caóticamente plegado y lleno
de arrecifes. Por eso, la nueva imagen de la tierra, el globo terres
tre, hubo de convertirse en el icono rector de la cosmovisión mo
derna. Desde el globo Behaim de Nuremberg de 1492 -el ejemplar
más antiguo de su tipo conservado- hasta los más actuales fotogra-
mas-NASA de la tierra, el proceso cosmológico de la Modernidad
está marcado por los cambios formales y precisiones en la imagen
de la tierra que posibilitan sus diversos medios técnicos. Pero en
702
Simulación por ordenador de la Antártida
que hace visibles las líneas de la corriente circumpolar.
ningún momento -ni siquiera en la era espacial- la empresa de vi
sualizar la tierra circundada pudo disimular su calidad semimetafí-
sica. Quien tras el hundimiento del cielo quería hacer un retrato
completo de la tierra estaba, sabiéndolo o no, en la tradición de la
antigua cosmografía metafísica de Occidente.
Es sintomático en este caso que todavía Alexander von Hum-
boldt pudiera atreverse a poner el título de Kosmos, claramente ana
crónico, a su opus magnum, aparecido en 1845 y 1862 en cinco volú
menes (los últimos de ellos postumos), que se convirtió en el best-seller
científico más prominente de su siglo. Considerándolo retrospecti
vamente, se ve que la oportunidad histórica de esa monumental y
holística «descripción física del mundo» fue la de compensar con
los medios de la formación o instrucción los efectos que la pérdida
del firmamento y de la clóture cósmica habían producido en los eu
ropeos modernos. Humboldt aceptó el reto de presentar la pérdida
metafísica como ganancia cultural, y parece que tuvo éxito en ello,
al menos entre el público de su tiempo. En su cuadro panorámico
de la naturaleza, la intuición estética del todo sin centro sustituía al
perdido cobijo dentro del todo de cubiertas. La bella física hizo
prescindible el marco de los círculos sagrados. Es significativo tam
bién que Humboldt, al que quizá con razón se ha llamado el último
cosmógrafo, en su fresco del mundo no partiera ya de la tierra para
mirar desde ella a la amplitud del espacio. Más bien lo que hace, en
consonancia con el espíritu de su y nuestro tiempo, es elegir un em
plazamiento discrecional en el espacio exterior, para acercarse des
de allí a la tierra, como si se tratara de un visitante de una estrella
lejana.
Comenzamos con las profundidades del universo y de la región de las
más alejadas manchas de niebla, descendiendo progresivamente a través de
la capa de estrellas, a la que pertenece nuestro sistema solar, hasta el esfe
roide tierra, rodeado de aire y mar, hasta su configuración, temperatura y
tensión magnética, hasta la plétora de vida que, estimulada por la luz, se des
pliega en su superficie [. . . ]. Aquí no se parte ya del emplazamiento subjeti
vo, de los intereses humanos. Lo terreno sólo puede aparecer como una par
te del todo, subordinada a él. La visión de la naturaleza ha de ser general,
704
ha de ser grande y libre, no constreñida por motivos de cercanía, de cómo
da familiaridad con ella [. . . ]. Por ello, una descripción física del mundo, un
cuadro del mundo, no comienza con lo telúrico, comienza con lo que llena
los espacios celestes. Pero en tanto se estrechan espacialmente las esferas de
la visión, se incrementa la profusión de lo discemible, la plétora de los fe
nómenos físicos [. . . ]. De las regiones en las que reconocemos el dominio de
las leyes de la gravitación descendemos después a nuestro planeta*56.
Lo que aquí cuenta es el movimiento descendente; desde él apa
rece claro que el conocedor del mundo, Alexander von Humboldt,
a pesar de su hábito totalizador-consolador, toma partido por la Mo
dernidad en el punto decisivo y se decide en contra del estado de
seguridad y cobijo que proporcionaban a los habitantes de la tierra
las envolturas de ilusión y su sensación de proximidad. Como todos
los constructores de globos y cosmógrafos desde Behaim, Schóner,
Waldseemüller, Apiano y Mercator sénior yjúnior357, exige de ellos
una visión de su planeta desde fuera y se niega a aceptar que los es
pacios exteriores sólo sean desarrollos de una imaginación regio
nalmente instalada, hogareño-doméstica, uterino-social. Esa apertura
a lo infinito exacerba el riesgo de descolocaciones y desorientacio
nes modernas. Los seres humanos saben, ahora, que están situados
o, lo que significa lo mismo, que están perdidos en alguna parte
dentro de lo ilimitado; comprenden con el tiempo que a nada pue
den confiarse tanto como a la homogénea indiferencia del espacio
infinito. En éste desaparece la «cómoda familiaridad». El exterior se
extiende en sí mismo, pasando por delante del emplazamiento de
los seres humanos, como una magnitud extraña de derecho propio;
parece que su primer y único principio es no tener nada que ver
con los seres humanos. Las fantasías de los mortales de tener que
buscar algo fuera -piénsese en las ideologías de los viajes espaciales
de los americanos y los rusos- siguen siendo necesariamente muy lá
biles, desmoralizabas, esencialmente proyectos autohipnóticos so
bre el trasfondo del absurdo. En cualquier caso, el espacio enajena
do es el dato primordial de las ciencias modernas de la naturaleza;
pero también a las ciencias del ser humano le proporciona su axio
ma el principio de la preeminencia del exterior.
705
Desde ahí se desarrolla un sentido radicalmente diferente de la
localización humana. La tierra se convierte ahora en el planeta al
que se vuelve; el exterior es el desde-donde general de todos los po
sibles regresos. Fue en el campo cosmológico donde por primera
vez el pensamiento de lo exterior se elevó a norma358. Sin embargo,
el espacio desde el que se produce el nuevo e irremediable en
cuentro desde-fuera con la tierra ya no es el ingenuo cielo de cu
biertas de la época de Thomas Digges y Giordano Bruno. Es el es
pacio eternamente silencioso de la infinitud de los físicos, del que
Pascal había dicho que aterrorizaba su ánimo. Si Dante, en su viaje
por las esferas del paraíso, al mirar desde el cielo de las estrellas fi
jas hacia abajo, a la tierra, hubo de sonreír involuntariamente por
su insignificante figura, vil semblante, esta emoción es de otro tipo
completamente diferente que el asombro que acompaña el descen
so de Humboldt desde los desnudos espacios exteriores hasta la tie
rra rebosante de vida. La edad moderna gana la vertical de otra ma
nera del todo diferente que la era metafísica. La mirada desde fuera
no se consigue por una trascendencia del alma a lo exterior y supe
rior a la tierra, sino por el despliegue de la imaginación físico-téc
nica, aero- y astronáutica (cuyas manifestaciones literarias y carto
gráficas, por lo demás, precedieron con mucho a las técnicas). Las
representaciones modernas del vuelo sustituyen a las antiguas y me
dievales del «ascenso»; la tierra de aeropuertos (en la que se despe
ga y aterriza) ha tomado el lugar de la tierra de ascensiones al cielo
(de la que uno se desprende, para no volver nunca).
Naturalmente, cuando aparece el Kosmos de Humboldt hace ya
siglos que no se habla de las cubiertas de los planetas, ni del cielo
omnienvolvente de las estrellas fijas. En los últimos años de Hum
boldt ya estaba también fuera de uso, desde hacía una generación,
el viejo instrumento de la uranología edificante, el globo uranio
-entre Alcuino y Hegel un medio escolar de uso corriente-, y la mi
rada a las estrellas se había convertido desde hacía tiempo en una
disciplina propia y autónoma dentro del espectro de las ciencias na
turales triunfantes. Con la consolidación de la astrofísica, de la cien
cia de los espacios extremos, decayó rápidamente el saber de las
706
Según las Nuevas hipótesis sobre
el universo, 1750, del físico inglés Thomas Wright,
el espacio infinito está lleno de universos
jerarquizados e intrincados mutuamente,
con estructura en forma de burbujas.
Lago volcánico de Guatavita, cerca de Bogotá,
donde se desarrolla la leyenda de Eldorado, del hombre
dorado y sus tesoros sumergidos; el dibujo de Alexander
von Humboldt muestra todavía el conducto de desagüe
excavado con cuya ayuda el buscador de tesoros
Sepúlveda intentó desecar el lago en 1581.
constelaciones míticas que desde la Antigüedad habían hecho legi
bles puntualmente las regiones siderales. Quien quisiera dedicarse
en adelante a la astronomía tendría que hacerlo con la conciencia
de mirar hacia una infinitud sin firmamento, hacia un espacio an-
tropófugo, en el que se pierden las esperanzas y las proyecciones sin
eco alguno.
Yasí como la tierra quedó caracterizada como la estrella a la que
se vuelve, la «humanidad» europea -precisamente tras sus ilustra
ciones cosmológicas, etnológicas y psicológicas- mantuvo su distin
tivo de célula inteligente en el universo, a la que habría que volver
bajo cualquier circunstancia. A Alexander von Humboldt le había
tocado la misión de formular ejemplarmente el regreso desde la ex
terioridad cósmica a la esencia humana autorreflexiva. Immanuel
Kant había caracterizado como sentido para lo sublime la capacidad
de regresar a sí mismo desde lo más exterior y extraño: dado que su
708
blime es la resistencia de la conciencia humana de la dignidad pro
pia a la tentación de abandonarse a lo imponente y avasallador359. Y
en tanto que el cuadro del mundo de Humboldt lleva a cabo con
edificante minuciosidad el regreso de la tremenda vastedad de la
naturaleza, de las dimensiones oceánicas y astrales, a los salones cul
tos, proporcionó a los contemporáneos una última iniciación en lo
sublime cosmológico. La cosmovisión al máximo se convierte aquí
en el caso crítico de la vida estética360; esto, de nuevo, es la prosecu
ción de la vita contemplativa con medios burgueses, y eso quiere de
cir en último término: consuntivos. Que el ser humano, «conmovi
do», sienta «profundamente lo inmenso» es algo que debe suceder
en su interior; éste «representa el universo para el hombre privado.
En él congrega la lejanía y el pasado. Su salón es un palco en el tea
tro del mundo»361. Cuando el cobijo cósmico se ha vuelto inaccesi
ble, a los seres humanos les queda la conciencia de su situación en
un espacio en el que pueden regresar desde cualquier distancia a sí
mismos. Puede que la trascendencia esencial y el sueño de una pa
tria verdadera en el sobremundo estén irremisiblemente perdidos
para los seres humanos modernos: lo trascendental, por el contra
rio, la autorrelación de los sujetos pensantes como condición del re
greso de lo exterior a lo propio, aparece con tanta mayor pregnan-
cia en el pensamiento del siglo XIX. El giro trascendental puede
abstraerse tan poco de la descripción del mundo de Humboldt co
mo de los proyectos de sistema de las generaciones postidealistas. El
es la figura que posibilita todo pensar antropológico posterior que
conecte con los hallazgos de la época fundacional de las ciencias del
ser humano en el tardío siglo XVIII. El concepto filosófico de la tie
rra también se le impone al investigador de la naturaleza: ella es el
astro trascendental que se ha convertido en el emplazamiento con
dicionante de toda autorreflexión. Como estrella donde surgió la
teoría de las estrellas, el cuerpo de la tierra reluce fosforescente-
mente desde sí mismo, y si los extraños sabios que están sobre él se
piensan fuera, en el vacío, siempre será para regresar a su lugar por
muy fuera que estén. Naturalmente, cuando Humboldt pone en
juego la expresión «esferas», no se trata ya de las imaginarias cubier
tas celestes del doble milenio aristotélico, sino de las trascendenta-
709
The Great Globe (corte), expuesto
por James Wyld de 1851 a 1862 en Leicester Square,
Londres; 12,5 metros de diámetro; cúpula exterior
pintada como la bóveda celeste.
les «esferas de la intuición», que no designan realidad cósmica al
guna, sino esquemas, conceptos auxiliares, radios de la razón que se
representa el espacio. Lo que en el siglo de Humboldt era una fi
gura teórica se habría de concretar en el siglo XXen un movimien
to físico: el astronauta Edwin Aldrin, que el 21 de julio de 1969 fue
el segundo ser humano que pisó la superficie de la luna poco des
pués de Neil Armstrong, hizo el resumen de su vida como astro
nauta en un libro titulado Retum toEarthw¿.
3 Tiempo de globo
Con ello, también para las dimensiones extraterrestres se esta
blece lo que había llegado a ser verdad para la tierra desde el viaje
de Colón: en el espacio redondo circundado todos los puntos valen
lo mismo. Por esa neutralización el pensamiento del espacio expe
rimenta un cambio radical de sentido en la edad moderna. El tra
dicional «vivir, tejer y ser» entre atracciones, anhelos y orientacio
nes regionales es superado por un sistema de localización de puntos
discrecionales en un espacio homogéneo de representación363. Cuan
do el pensamiento moderno, remitido al lugar espacial, domina la si
tuación con su acceso neutralizador y homogeneizante a puntos dis
crecionales de la superficie terrestre, los seres humanos ya no
pueden permanecer, como si estuvieran en casa, en sus tradiciona
les espacios interiores de mundo y en sus fantasmales dilataciones y
redondeos364. Ya no pueden vivir más tiempo exclusivamente bajo
sus cielos centrados en la patria. Han abandonado sus provincias
natales participando en la gran marcha, cooperando a pensar, des
cubrir, ganar; han dejado sus casas lingüísticas locales y sus tiendas
montadas y asentadas en el cielo para moverse, ya para todos los
tiempos venideros, en un exterior insuperable que ya les precedía.
Los nuevos empresarios de las naciones-piloto de la expansión
europea ya no echan raíces por más tiempo en la madre patria; ya
no se mueven entre sus viejas voces y olores; ya no obedecen, como
antes, a sus puntos de memoria históricos ni a sus polos de atracción
mágicos. Han olvidado lo que eran fuentes encantadas, lo que sig-
711
niñeaban santuarios, iglesias de peregrinación y otros lugares de
fuerza, y qué maldiciones había en rincones sospechosos. Para ellos
la poética del espacio natal ya no es determinante. Ya no viven en
los paisajes en los que nacieron, sino que operan en otro lugar, ex
terior, abstracto. Su emplazamiento más concreto es en el futuro el
mapa, en cuyos puntos y líneas se localizan sin reserva alguna. Es el
papel sabiamente pintado, el mappamundo, el que les dice dónde se
encuentran. El mapa absorbe el terreno, la imagen del globo terrá
queo hace desaparecer, para el pensamiento representante del es
pacio, las dimensiones reales.
Por eso, para el globo terrestre, ese prodigio tipográfico que in
forma a los seres humanos modernos, mejor que cualquier otra
imagen, de su localización en el mundo, comienza una historia de
éxitos que se alarga durante un período de tiempo de más de qui
nientos años; su monopolio, compartido con los grandes mapas, en
lo relativo a las vistas generales de la superficie terrestre, sólo se ha
roto en el último cuarto del siglo XX con las fotografías por satéli
te365. El globo terráqueo no sólo se convierte en el instrumento rec
tor de la nueva localización homogeneizadora; no sólo pasa a ser el
instrumento imprescindible de la cosmovisión, en manos de todos
los que en el Viejo Mundo y en sus dependencias llegaron al poder
y al conocimiento; protocoliza o consigna, también, mediante conti
nuas y progresivas enmiendas de las imágenes de los mapas, la per
manente ofensiva de los descubrimientos, conquistas, colonizaciones
y denominaciones con las que los europeos adelantados, marítima y
terrestremente, se establecen en el exterior universal. Decenio a de
cenio publican los globos europeos el estado de ese proceso del que
Martin Heidegger daría posteriormente la fórmula, cuando escribió:
La esencia de la edad moderna es la conquista del mundo como imagen.
La palabra imagen significa ahora: la figura del producir representante366.
Lo que al final del siglo XX -como si se tratara de una novedad-
se encomia, mitifica y desacredita en los medios de masas como «glo-
balización», considerado b¿yo estas perspectivas es un momento pos
terior y confuso de un acontecimiento general cuyas verdaderas di
712
mensiones sólo aparecen cuando se entiende la historia de la edad
moderna, con toda consecuencia, como el tránsito de la especula
ción meditativa sobre la esfera a la praxis real de su registro en un
globo. En este sentido hay que subrayar que entre los europeos con
tinentales sólo el siglo XX acaba con la agonía de la cosmovisión to
lemaica que se arrastraba, cuando han de recuperar, como en el úl
timo minuto, lo que en su gran mayoría se habían negado a
comprender medio milenio antes en bien propio: que cualquier lu
gar sobre una esfera circundable puede ser afectado, incluso desde
la mayor lejanía, por transacciones entre gentes interesadas en ellas.
Lo que realmente significa la globalización terrestre aparece
cuando se reconoce en ella la historia de una enajenación político-
espacial que parece ser indispensable para los vencedores, insopor
table para los perdedores e inevitable para todos. La información
metafísica latente del globo terráqueo concreto a sus usuarios era,
desde el principio, que todos los seres que pueblan su superficie es
tán fuera en un sentido absoluto, por más que, ahora como antes,
intenten cobijarse en apareamientos, viviendas y envolturas simbó
licas colectivas (sistémicamente diríamos: en comunicaciones).
Mientras los pensadores, meditando frente al cielo abierto, se ima
ginaban el cosmos como una bóveda sólida -todo lo inconmensu
rable que quisiera aparecer-, estaban protegidos frente al peligro
de resfriarse en una exterioridad absoluta. Su mundo era todavía la
casa, que no pierde nada. Pero desde que dieron la vuelta al plane
ta concreto, a la pequeña estrella errante, que soporta los climas,
faunas y culturas más diferentes, un abismo se abre ante ellos, a tra
vés del cual, cuando levantan los ojos, parpadean mirando a un ex
terior glacial. Un segundo abismo surge ante ellos en las culturas de
las lejanas partes de la tierra, que, tras la ilustración etnológica, de
muestran a cualquier interesado que todo lo que considerábamos,
entre nosotros, el orden eterno de las cosas puede ser tan bueno en
otro lugar cualquiera de modo completamente diferente. Ambos
abismos, el cosmológico y el etnológico, le reflejan al que mira ha
cia fuera la azarosidad de su propio ser-ahí y ser-así. Y ambos dan a
entender que no es la «pérdida del centro» la que constituye la ca
tástrofe inmunológica de la edad moderna, sino la pérdida de la
713
periferia. Las últimas fronteras no son las que parecían ser en otro
tiempo: esta notificación de pérdida (técnicamente: la des-ontolo-
gización de los márgenes firmes) es el disangelio de la edad mo
derna, que, junto con el evangelio del descubrimiento, anuncia
nuevos espacios-oportunidades. Pertenece a las características de la
época que la buena nueva cabalgue sobre la mala.
714
El globo de Behaim, 1492, partido en biángulos.
Los barcos con la peste del saber atracan primero en los puertos
ibéricos. De retomo de la India, de las antípodas, los primeros tes
tigos oculares de la redondez de la tierra miran de un modo nuevo
a un mundo que desde entonces se llama el viejo. Quien arriba a
puertos patrios después de una circunnavegación terrestre -como
aquellos dieciocho supervivientes extenuados del viaje de Magalla
715
nes de 1519 a 1522- regresa a tierra a una ciudad que no puede vol
ver a sublimarse como cavidad doméstico-patria en el mundo. En
este sentido fue Sevilla la primera ciudad-emplazamiento de la his
toria universal; su puerto, más exactamente el de Sanlúcar de Ba-
rrameda, fue el primero del Viejo Mundo que recibió a los testigos
de un periplo en tomo al globo cuando llegaban a la patria. Los em
plazamientos son antiguas patrias que se ofrecen a la mirada desen
cantada y sentimental de gentes que regresan del exterior. En ellos
se hace valer la ley espacial de la edad moderna: que ya no se pue
de interpretar durante más tiempo el lugar propio como centro y
ombligo de la existencia, ni el mundo como su entorno concéntri
camente ordenado. Tras Magallanes, quien vive en el hoy se ve for
zado a proyectar también su ciudad natal como un punto visto des
de fuera. La transformación del Viejo Mundo en un agregado de
emplazamientos refleja la nueva realidad-globo, tal como se pre
senta tras la circunvolución terrestre. El emplazamiento es aquel lu
gar en el mundo representado en el que los nativos se conciben a sí
mismos como concebidos desde fuera; en él vuelven a sí los circun-
volucionados.
En este proceso resulta curioso, sobre todo, cómo innumerables
nativos europeos han conseguido ignorarlo, negarlo y retardarlo
durante casi una era, de modo que sólo en el siglo X X
tardío actúan
como si tuvieran motivos completamente nuevos para ocuparse del
inaudito fenómeno de la globalización. Sin embargo, desde 1522,
no hay nada que discutir sobre el hecho de la circunvolución te
rrestre. Cierto es sólo: mientras más rutinaria y rápidamente se su
ceden las circunvoluciones, más se propaga la transformación de
mundos de vida en emplazamientos*; razón por la cual sólo en la
época del transporte rápido y de las transmisiones de información
superrápidas se hace sentir epidémica y masivamente el desencan
tamiento de las viejas estructuras locales de inmunidad. En su desa
rrollo, la globalización va explosionando capa a capa las envolturas
ilusas de la vida apegada al suelo patrio, enclaustrada, orientada ha
cia sí misma y pretendidamente salvadora de sí con medios propios:
‘Sloterdijk contrapone Lebensweltena Standarte. (N. delT. )
716
esa vida que hasta ahorajamás estuvo en otra parte que en ella mis ma y en sus paisajes natales (el Gegnet de Heidegger proporciona a esas espacialidades superredondeadas un nombre tardío y super- fluo) y que no conocía otra condición de mundo que la autocobi-
jante, vernacular, microsféricamente animada y macrosféricamente amurallada: el mundo como extensión sociocosmológica, de sólidas paredes, con una imaginación terrenalizada, autocentrada, unilin- güe, uterino-grupal. Pero, ahora, la globalización, que lleva la exte rioridad a todas partes, arranca de su lugar las ciudades abiertas al comercio, y al final también las aldeas introvertidas, introduciéndo las en el espacio de tráfico homogeneizante. Descerraja las endos- feras que crecen por sí mismas y las coloca en la red enajenadora. Presas en ella, las colonias de los mortales apegados al suelo autóc tono pierden su privilegio inmemorial de ser cada una para sí el centro del mundo.
En este sentido, como acabamos de afirmar, la historia de la edad moderna no es, en principio, otra cosa que la historia de una revolución espacial en el exterior. Consuma la catástrofe de las on- tologías locales. En su transcurso, todas las naciones antiguo-euro- peas se convierten en emplazamientos sobre una superficie esférica, y todas las ciudades, pueblos, paisajes se transforman en puntos de tránsito en la circulación ilimitada de los capitales bajo su quíntuple metamorfosis de mercancía, dinero, texto, imagen, prominencia367. Cualquier punto de la superficie terrestre se convierte en un po tencial destino del capital, que considera todo emplazamiento se gún su accesibilidad a medidas y cálculos estratégicos en vistas al be neficio. Mientras que en otro tiempo todavía la esfera-cosmos de los filósofos había representado percepdblemente una forma máxima de cobyo en lo envolvente, la nueva «manzana de la tierra» (Erdap-
fel) -como Behaim llama a su globo- anuncia a los europeos, inte resante, cruel y discretamente, la nueva topológica de la edad mo derna: que los seres humanos son seres vivos que han de existir en el margen extremo de un cuerpo redondo irregular en el universo; un cuerpo que, como todo, no es claustro materno ni receptáculo alguno, ni puede proporcionar ningún cobijo. Puede estar coloca do el globo sobre un bastidor precioso, con pies cincelados de palo
717
Vincenzo Coronelli, globo terráqueo, ca. 1688,
biblioteca del convento de la orden benedictina, Melk.
de rosa, sujeto por un anillo meridiano metálico, como se quiera,
puede dar la impresión al observador de la visión panorámica y de
la delimitación perfecta mismas: a pesar de ello, sólo reproducirá ya
la imagen de un cuerpo al que le falta el margen cobijante, la bóve-
718
Chronoglobium de Mathias Zibermayer,
con globo terráqueo interno, 1837, St. Florian.
da esférica exterior. Lo que aparece sobre él ya está también fuera.
Incluso la atmósfera de aire, que, por cierto, desaparece de todos
los globos terráqueos, es entendida por la mayoría más como parte
del exterior que como interior, y sólo en la época más reciente, por
el auge de la meteorología como ciencia madre del racionalismo
del caos, a la atmósfera de la tierra se la concibe, finalmente, como
el único equivalente que queda de las capas o cubiertas de éter.
¿Dónde estaría ahora el cielo que pudiera besar a esa tierra? En
719
Velázquez, Demócrito (o El Geógrafo), 1(528.
cualquier globo terrestre de los que adornaban las salas de audien
cia y bibliotecas, los gabinetes y salones de la Europa culta -hasta
1830 en compañía de su gemelo obligado, el globo celeste-, se ma
terializaba la nueva doctrina de la primacía de un exterior en el que
se adentraban decisivamente los europeos como descubridores, con
quistadores, misioneros, comerciantes, informadores y turistas, para,
al mismo tiempo, retirarse de él a sus espacios interiores, artística
mente revestidos, que ahora, con el colorido específico del siglo
XIX, se llaman interiores o esferas privadas. Es verdad que, mientras
sea posible de algún modo, los globos celestes, que se exponían pa
ralelamente, intentarán desmentir la verdad evidenciada por los
globos terráqueos368; siguen simulando cobijo cósmico de los morta
les bajo el firmamento, pero su función se va convirtiendo paulatina
mente en metafórica y decorativa, igual que el arte de los astrólogos,
que pasa de manos de peritos en estrellas y destino a manos de psi
cólogos edificantes y profetas de feria. Nada puede salvar al cielo físi
co de ser desencantado como una forma de ilusión trascendental. Lo
que parece una cúpula es un abismo visto a través de una envoltura
de aire. El resto es religiosidad arrastrada y lírica mala360.
4
Abandono del este,
ingreso en el espacio homogéneo
Para establecer la primacía del exterior no bastaba el mero hecho
de las primeras circunnavegaciones terrestres llevadas a cabo por Ma
gallanes y Elcano (1519-1522) y Francis Drake (1577-1580). Estas dos
heroicidades náuticas merecen entrar también en una historia filosó
fica de la globalización terrestre, dado que sus actores, con su deci
sión por el viaje hacia el oeste, llevan a cabo un cambio de dirección
de alcance histórico-universal y de inagotable contenido significativo
para las ciencias del espíritu. Magallanes, como Drake, siguió en ello
las intuiciones de Colón, para quien la idea de un camino occiden
tal hacia la India se había convertido en una obsesión profética. Y
aunque a Colón, incluso después de su cuarto viaje (1502-1504), no
había quien le convenciera de su error de haber encontrado el ca
721
mino marino a la India -él pensaba entonces, con toda seriedad, que
estaba sólo a diez días de navegación del Ganges, y que los habitan
tes del Caribe eran vasallos del Gran Kan de la India-, la tendencia
de la época estaba de su lado. Con su opción por la ruta del oeste ha
bía puesto en marcha la emancipación de «Occidente» de su inme
morial orientación mitológico-solar hacia el este; sí, con el descubri
miento del continente occidental había conseguido desmentir la
primacía mítico-metafísica del Oriente. Desde entonces ya no regre
samos al «origen» o al punto de salida del sol, sino que avanzamos,
sin nostalgia, con el sol. Con razón hizo observar Rosenstock-Huessy:
«ElocéanoqueatravesóColónhizodeOccidenteEuropa»370. Suceda
lo que suceda desde entonces en nombre de la globalización o del
registro universal de la tierra, siempre estará completamente bajo el
signo de la tendencia atlántica. Después de que los marinos portu
gueses desde mediados del siglo XV hubieran roto las inhibiciones
mágicas que mantenían parada la mirada hacia el oeste en las co
lumnas de Hércules, el viaje de Colón dio definitivamente la señal
para la «desorientación» de los intereses europeos. Sólo esta revolu
cionaria des-orientalización podía hacer emerger el doble continen
te índico nuevo, que habría de llamarse América, y sólo a ella hay
que adscribir que desde hace medio milenio los procesos de globali
zación, según su sentido cultural y topológico, signifiquen siempre,
a su vez, «occidentalización» y occidentalismo. La razón de que ello
no pudiera suceder de otro modo la conceptualiza, acentuándola fe
lizmente, el iniciador de la nueva fenomenología, Hermann Schmitz,
en las explicaciones filosófico-espaciales de su «Sistema de filosofía».
Sobre Colón se dice allí:
En el oeste descubrió para la humanidad América y, con ello, el espacio
como espacio local. Esta formulación, intencionadamente agudizada, pre
tende decir que Colón -y más tarde el circunnavegador del mundo, Maga
llanes, como ejecutor de su iniciativa- forzaron por sus éxitos en la ruta oc
cidental una revolución, semejante a un shock, en la representación humana
del espacio, que señala, con mayor profundidad que ningún otro aconteci
miento, el ingreso en el modo de conciencia específicamente moderno371.
722
Terra australis nuper inventa
nondum cognita, de Michael Mercator,
Atlas sive cosmographicae meditationes, 1595.
El giro hacia el oeste induce la geometrización del comporta
miento europeo en un espacio local globalizado. Por ello, incluso la
representación más sumaria de las zonas de la tierra todavía inex
ploradas sigue desde el principio el nuevo ideal metódico: el de un
registro uniforme de todos los puntos sobre la superficie del plane
ta, hecho bajo el aspecto de su accesibilidad a operaciones e intere
ses europeos (y esto significa, en principio, ibéricos), se produzcan
los accesos reales sólo siglos después, como sucede a menudo, o no
se produzcan nunca. También y precisamente las famosas manchas
blancas sobre los mapas, consignadas como terrae incognitae, ofician
desde el principio como regiones que hay que conocer en el futu
ro. Para ellas valía lo que en algunos mapamundi decisivos del siglo
XVI había impreso sobre el continente austral, que se imaginaba gi
gantesco: térra australis nuper inventa nondum cognita:descubierta re
cientemente,todavía noexplorada,peroyapredibujadacomoespa
cio de juego de exploración y explotación futuras. El espíritu del
todavía-no pide la palabra por primera vez como asunto de geógra
fos. La época moderna es época-nondum: la época de un devenir
muy prometedor, que se ha emancipado tanto del estatismo de la
eternidad como del tiempo circular del mito.
La importancia histórica del viaje de Colón estriba en sus efectos
723
revolucionarios para la transformación de movimientos espacio-di-
reccionales en movimientos espacio-situacionales. Al oeste, que ha
bía sido en circunstancias anteriores una dirección del cielo y del
viento, pero sobre todo la zona de la puesta del sol -una magnitud
determinada por completo espacio-direccionalmente-, le tocó el
decisivo papel histórico-civilizatorio de ayudar a que surgiera la re
presentación geométrico-espacio-situacional de la tierra y del espa
cio. Con las salidas hacia el oeste comienzan movimientos que aca
barán un día en un tráfico indiferente en todas las direcciones. Bien
el viaje de Colón de 1492 o bien la penetración del continente nor
teamericano en el siglo XIX: esas dos máximas escenificaciones del
imperativo «¡Adelante, hacia el oeste! » impulsan la apertura espa
cial, de la que más tarde habría de seguirse el tráfico pendular re
gular entre puntos discrecionales de las zonas exploradas. Lo que el
siglo XX designará con uno de sus conceptos más romos como «cir
culación» sólo fue posible por el pensamiento espacio-situacional.
Pues el dominio rutinario de la simetría de viajes de ida y viajes de
vuelta, constitutivo del concepto moderno de tráfico, sólo puede rea
lizarse en un espacio situacional generalizado, que reúna puntos de
igual valor geométrico en un campo liso, convirtiéndolos así en imá
genes de trayectos e itinerarios de viaje. No es casualidad que uno
de los sistemas de fuerza motriz más importantes del siglo XIX, las
máquinas de tren del ferrocarril, recibieran el nombre de locomo
toras: las que mueven de lugar; su uso determina una etapa en la va
loración comparativa del espacio local o situacional atravesado. Los
técnicos del siglo XIX sabían que la superación del espacio median
te la locomoción a vapor iba estrechamente unida a la «evapora
ción» del espacio mediante la telegrafía eléctrica, cuyos cables se
guían por regla general las vías férreas872.
Lo que llamamos tráfico universal presupone que el descubri
miento de las condiciones del mar y del terreno, bajo el aspecto geo
gráfico e hidrográfico, puede darse ya, en lo esencial, por cerrado.
Tráfico auténtico sólo puede surgir cuando exista un sistema de tra
yectos que abra una zona determinada, sea como térra cognita o co
mo mare cognitum, a travesías rutinarias. Como modelo de prácticas
de travesía, el tráfico constituye la segunda fase, la rutinizada, del
724
proceso que había comenzado con la historia de aventuras de los
descubrimientos globales, protagonizada por los europeos.
5 Julio Verne y Hegel
Seguramente nadie ha sabido ilustrar con mayor acierto y ame
nidad lo que significa y pretende el tráfico globalizado que Julio
Verne en su famosa novela satírica La vuelta al mundo en ochenta días,
del año 1874. Gracias a su galopante despreocupación y superficiali
dad ofrece una instantánea del proceso de la Modernidad como re
volución del tráfico. Ello ilustra la tesis cuasi-histórico-filosófica de
que el sentido de las condiciones modernas es trivializar el tráfico
en todo el mundo. Solamente en un espacio situacional globalizado
se pueden organizar las nuevas necesidades de movilidad, que colo
can sobre la base de rutinas tranquilas tanto el tráfico de mercancías
como el transporte de personas. Cuando del tráfico, como prototi
po de movimientos reversibles también para largos trayectos, se ha
ce una institución segura, resulta, en definitiva, indiferente en qué
dirección se emprenda una vuelta al mundo. Son más bien circuns
tancias externas las que mueven al héroe de la novela de Julio Ver
ne, el inglés Phileas Fogg, Esquire, y a su lamentable criado francés,
Passepartout, a llevar a cabo por la ruta del este su viaje alrededor
de la tierra en ochenta días. Detrás de ello no se oculta nada más
que una noticia de prensa que decía que, por la apertura del último
tramo del Great Indian Peninsular Railway entre Rothal y Alláhá-
bád, el subcontinente indio podía ahora atravesarse sólo en tres
días. Con ella construyó un periodista de un periódico londinense
el provocador artículo que habría de suscitar la apuesta de Phileas
Fogg con sus amigos y compañeros de whist del Reform-Club. En lo
que consistía la apuesta de Fogg con sus compañeros de club no era
en el fondo otra cosa que la cuestión de si la praxis turística estaba
en condiciones de verificar las promesas de la teoría turística. El de
cisivo artículo del Moming Chronicle no contenía más que una expo
sición de los lapsos de tiempo que había de estimar un viajero para
llegar de Londres a Londres dando mientras tanto la vuelta al mun
725
do. Que ese cálculo se basara en la hipótesis de un viaje hacia el es
te correspondía,junto con la gran añnidad británica con la parte in
dia de la Commonwealth, a una temática actual de la época: la aper
tura del canal de Suez el año 1869 había sensibilizado a toda Europa
con el tema de la aceleración del tráfico mundial y creado incenti
vos irreprimibles para elegir la ruta oriental, acortada dramática
mente. Como testimonia el desarrollo del viaje de Fogg, aquí ya se
trata de un este completamente occidentalizado hace mucho tiem
po, que con todos sus brahmanes y elefantes ya no significa más que
un trozo cualquiera de arco en la curvatura del planeta, represen
tado espacio-situacionalmente y hecho disponible técnico-circulato
riamente.
«Aquí está el cálculo publicado en el Moming Chronicle:
Londres-Suez por Mont-Cenis y Brindisi, en tren y vapor, 7 días;
Suez-Bombay, vapor, 13 días;
Bombay-Calcuta, tren, 3 días;
Calcuta-Hong Kong (China), vapor, 13 días;
Hong Kong-Yokohama (Japón), vapor, 6 días;
Yokohama-San Francisco, vapor, 22 días;
San Franciso-Nueva York, ferrocarril, 7 días;
Nueva York-Londres, vapor y ferrocarril, 9 días.
Total: 80 días. »
«¡Efectivamente, sólo ochenta días! », exclamó Andrew Stuart, «pero
también hay que contar con el mal tiempo, los vientos en contra, un posi
ble naufragio, descarrilamientos. . . ».
«Todo incluido», respondió Phileas Fogg.
«¿Aunque hindúes o indios arranquen los carriles, detengan los trenes,
asalten los vagones correo y arranquen la piel de la cabeza a los viajeros?
¿Incluso así? » decía, acalorado, Andrew Stuart.
«Todo incluido», repitió Phileas Fogg1”.
El mensaje de Julio Verne es que en una civilización técnica
mente saturada ya no existe aventura alguna, sino sólo retrasos. Por
eso el autor atribuye importancia a la observación de que su héroe
no tiene experiencia. La flema imperial del señor Fogg no puede
726
dejarse alterar por turbulencia alguna, porque, como viajero global,
no debe ya respeto alguno a lo local. Después de que asegurara la
posibilidad de darle la vuelta, la tierra, incluso en los escenarios más
lejanos, no es ya para el turista consumado sino un conjunto de si
tuaciones e imágenes, de las que los diarios, los escritores de viajes
y las enciclopedias han ofrecido ya un cuadro más completo. Se en
tiende, pues, por qué la llamada lejanía apenas es digna de una mi
rada para este indiferente señor. Suceda lo que suceda, sea una que
ma de viudas en la India o un ataque de los indios en el oeste
americano, en principio nunca puede tratarse más que de inciden
tes sobre los que se está mejor informado como miembro del Re-
form-Club londinense que como turista involucrado en ellos sobre
el terreno mismo. Quien viaja bajo estas condiciones no lo hace por
placer ni por razones de negocios, sino por gusto por el movimien
to mismo; ars gratia artis; motio gratia motionis.
Desde los días de Giovanni Francesco Gemelli Careri (1651-1725),
de Calabria, que, disgustado por disputas familiares, emprendió una
vuelta al mundo entre los años 1693 y 1697, el tipo del viajero uni
versal sin negocio, es decir, el turista, es una magnitud establecida en
el programa de la Modernidad; su Giro del Mondo pertenece a los do
cumentos fundacionales de una literatura de la globalización a gus
to privado. También Gemelli Careri se adhirió espontáneamente al
hábito del descubridor que creía poseer un mandato del espíritu de
informar en casa sobre sus experiencias de fuera; sus observaciones
mexicanas y su relato de la travesía del Pacífico se consideraban to
davía generaciones después como aportaciones etnogeográficamen-
te respetables. Aunque generaciones posteriores se aficionaran a un
estilo informativo más bien marcado subjetivamente, la liaison de via
je y escritura perm aneció intangida hasta el siglo XIX. Todavía en
1855 el Conversationslexicon de Brockhaus podía constatar que turista
se llama a «un viajero, al que no le une ningún objetivo determina
do, por ejemplo científico, con su vteye, sino que sólo viaja por hacer
el viaje y poder contarlo después».
En el caso de Julio Veme, en cambio, el viajero universal renun
cia a su profesión documentalista y se convierte en un puro pasaje
ro, es decir, en un cliente de servicios de transporte que paga para
727
que su viaje no se convierta en experiencia alguna, de la que además
tuviera que hablar después. La vuelta al mundo es un deporte y no
una lección filosófica, sí, ni siquiera parte ya de un programa edu
cativo. Incluso por lo que se refería al aspecto tecnológico, Julio
Verne no era un visionario en el horizonte del año 1874; teniendo
en cuenta los medios de transporte más importantes, ferrocarril y
vapor de hélice, los motores principales de la revolución del trans
porte en el siglo XIX medio y tardío, el viaje de su héroe correspon
día exactamente al estado de entonces del arte de llevar a ingleses
apáticos de A hasta B y vuelta. No obstante, la figura de Phileas Fogg
presenta rasgos proféticos, en tanto aparece como prototipo del pa
sajero literalmente clandestino, cuya única relación con los paisajes
que van pasando consiste en su interés de atravesarlos. El estoico tu
rista prefiere viajar con las ventanas cerradas; como gentleman, per
siste en su derecho de no tener que considerar nada como digno de
verse; como apático, rechaza hacer descubrimientos. Estas actitudes
anuncian un fenómeno de masas del siglo XX, el hermético viajero
a destajo, que transborda por doquier, sin haberse fijado en ningu
na parte en algo que no coincidiera con las imágenes de los folletos.
Fogg es el reverso perfecto de sus predecesores tipológicos, los geó
grafos y circunnavegadores del mundo de los siglos XVI, XVII y XVIII,
para quienes toda partida iba unida a la esperanza de descubri
mientos, conquistas y enriquecimientos. A estos viajeros experi
mentales siguieron desde el siglo XIX los turistas románticos, que
viajaban lejos para enriquecerse por medio de impresiones.
Entre los viajeros impresionistas de nuestro siglo ha conseguido
cierta fama por sus notas de viaje el filósofo de la cultura y conde
Hermánn Keyserling; realizó su gran ronda por las culturas del
mundo en trece meses como una especie de experimento hegelia-
no: iluminación por regreso demorado a la provincia alemana*74.
Phileas Fogg está en clara ventaja sobre Keyserling, porque ya no tie
ne que hacer como si de lo que se tratara en su viaje en torno al to
do fuera de aprender todavía algo esencial. Julio Verne es el mejor
hegeliano, puesto que había comprendido que en el mundo orga
nizado y amueblado ya no son posibles héroes substanciales, sino só
lo héroes de lo secundario: lo que le queda a Fogg es un heroísmo
728
de la puntualidad. Sólo con su ocurrencia de quemar las estructuras de madera del propio barco a falta de carbón durante la travesía del Atlántico, entre Nueva York e Inglaterra, rozó una vez más el estoi co inglés por un momento la heroicidad original y dio un giro a la idea de autoinmolación por un orden futuro, giro que correspon día al espíritu de la era industrial. Por lo demás, sport y spleen des criben el último horizonte en el mundo arreglado y adecentado. Keyserling, por el contrario, roza el ridículo cuando, como una tar día personificación del espíritu del mundo, da la vuelta a la tierra con el fin de volver «a sí»; su motto reza, correspondientemente, có mico: «El camino más corto hacia sí mismo conduce alrededor del mundo». Pero, como muestra su libro, no puede hacer experiencia necesaria alguna, sólo puede recoger impresiones.
6 Mundo de agua
Sobre el cambio del elemento rector de la edad moderna
En el punto decisivo, el itinerario de Julio Veme refleja perfec tamente la aventura originaria de la globalización terrestre: en él se manifiesta inequívocamente la gran preponderancia de los viajes por agua. En ello se percibe todavía, en una época en la que la cir cunvolución terrestre se había convertido hacía tiempo en un de porte de elite (globe trotting, algo así como: patearlo todo), la huella de la revolución magallánica de la imagen de mundo, a consecuen cia de la cual la imagen del planeta preponderantemente térrea fue sustituida por la del planeta oceánico. Haciendo campaña en favor de su proyecto, Colón pudo explicar todavía, ante Sus Majestades católicas de España, que la tierra era «pequeña» y preponderante- mente seca y que el elemento húmedo sólo constituía una séptima parte de ella. También los marinos de finales de la Edad Media creían en la preponderancia del espacio térreo, y por un motivo comprensible, dado que el mar es un elemento que por lo general no gusta a quien lo conoce más de cerca. No sin profundas razones de experiencia, el odio de los habitantes de la costa al mar abierto se había traducido en esta visión del Apocalipsis de sanJuan (21,1):
729
que tras la venida del Mesías el mar ya no existirá (una frase que, en
Titanic, de James Cameron, cita muy a propósito el clérigo de a bor
do, mientras la popa del barco se pone en vertical antes del hundi
miento. )
A los europeos del temprano siglo XVI se les exigía de repente
que comprendieran que, en vistas de la preponderancia en él de las
superficies acuosas, el planeta Tierra llevaba, en el fondo, un nom
bre injusto. Lo que se llamaba Tierra aparecía ahora como un wa-
terworld; tres cuartos de su superficie pertenecen al elemento hú
medo: ésta es la información fundamental globográfica de la edad
moderna, de la que nunca parece que quedara claro si se trata de
un evangelio o de un disangelio. No fue fácil despedirse de los pre
juicios térreos inmemoriales. El más antiguo de los globos posco
lombinos que se conservan, que ya contempla -en bosquejo- los
continentes americanos y el mundo de islas de las Indias occidenta
les, el pequeño y metálico globo Lenox, construido en 1510, hace
aparecer todavía -como muchos mapas y globos tras él- la legenda
ria isla de Cipango o Japón, mencionada por primera vez por Mar
co Polo, cerquísima de la costa noroccidental de América. En él se
refleja la dramática y persistente minusvaloración de las aguas al oc
cidente del Nuevo Mundo, como si el error maestro de Colón -la es
peranza de un camino corto occidental a un Asia supuestamente
cercana- hubiera de repetirse ahora desde la base de América. Algo
más de un decenio después, una carabela dibujada en el océano Pa
cífico, en el mar del sur; sobre el globo terráqueo de Brixen, de 1523
o 1524, alude a la vuelta al mundo de Magallanes; ya en el otoño de
1522, octavillas, que llegaron hasta la Europa del Este, habían infor
mado del regreso de la nave Victoria, y, sin embargo, el autor de es
te primer globo posmagallánico no pudo reproducir la revolución
oceánica. Pero ello no supone una limitación culpable: ningún eu
ropeo estaba en condiciones en esos días de calibrar realmente lo
que tenían que comunicar el capitán vascoJuan Sebastián Elcano y
el autor italiano del cuaderno de bitácora magallánico, Antonio Pi-
gafetta, cuando informaban de que después de dejar la punta su-
roccidental de Sudamérica hubieron de navegar hacia el oeste, «du
rante tres meses y veinte días» -desde el 28 de noviembre de 1520
730
Estelas de barcos en el mar del Japón,
fotografiadas desde el transbordador espacial Discovery.
hasta el 16 de marzo de 1521, con vientos favorables constantes-, a
través de un mar inconmensurable, desconocido, que llamaron ma-
repacifico «porque no sufrimos ninguna tempestad durante todo el
viaje»375. En esta corta anotación se esconde la revolución océano-
gráfica con la que la Antigüedad geográfica, la creencia tolemaica
en la preponderancia de las masas continentales, habría de llegar a
un final sensacional.
En qué medida estaba determinada terracéntricamente la ima
gen de mundo tolemaico-premagallánica lo muestra una descrip
ción del mundo, aparecida apenas algo más de la edad de un ser hu
mano antes del viaje de Colón, la más artística y grande entre las
tardomedievales: el monumental disco del mundo del monje ca-
maldulense veneciano Fra Mauro, del año 1459 (ver infra la página
798). En su tiempo no sólo pasaba por ser la representación de la
tierra más amplia, sino también la más detallada; presenta todavía
la tierra tardomedieval-antiguo-europea, contenida en el círculo in
munizante y en la que el elemento húmedo desempeña un papel
marginal, literalmente hablando. Aquí no se le concede al agua -ex
cepto a la mancha del Mediterráneo, algo apartada del centro, y a
los ríos- sino los márgenes más extremos. Lo empírico y lo fantásti
co se presentan en la imagen de Fra Mauro en un compromiso ex
traño, y, a pesar de la representación rica en conocimientos, consis
tente, acomodada al estado histórico del arte, de las condiciones
terrestres, la imagen, en su totalidad, se subordina, obediente, al im
perativo iluso antiguo-europeo de imaginarse un mundo redondo
con pocas superficies marinas.
Sin la traducción de las nuevas verdades magallánicas a los gra-
fismos de la siguiente y subsiguiente generación de globos, ningún
europeo habría podido conseguir una imagen apropiada de la in
flación revolucionaria de las superficies acuosas. En ella se basa el
cambio histórico-universal del pensar continental al pensar oceáni
co: un acontecimiento cuyo alcance será tan inmenso como el trán
sito colombino-magallánico de la imagen antigua de los tres conti
nentes (que aparece en los mapas como orbis tripartitus) al esquema
moderno de los cuatro continentes, ampliado con las dos Américas;
por lo que atañe al quinto continente, la mítica térra australis, con la
732
El cartel de la White Star Line
muestra el Olimpic, el buque gemelo del Titanic,
botado en 1910; litografía de 1911.
que comenzó a soñar el siglo XVI como el más grande y rico de los
espacios terrestres, la historia de su descubrimiento supone -si se
compara con las expectativas primeras- una larga historia de de
cepción y encogimiento. Los británicos fueron consecuentes con
ello al hacer del decepcionante Reino del Sur su colonia peniten
ciaria; en ella puede «deponerse», más o menos definitivamente, y
733
I
Kr
ti Great tastern, 1858.
a una distancia óptima de la madre patria, el «excedente incorregi
ble e indeseable de malhechores» que Inglaterra producía en abun
dancia’7".
Resulta especialmente extraño que a las masas de tierra com
pactas de la superficie terrestre se les dé pronto el nombre de aque
llo envolvente o continente, continens, que hasta los días de Copér-
nico yde Bruno había designado la envoltura-todo o la bóveda de
los límites últimos del mundo. Que el planeta húmedo, poblado por
seres humanos, se siga llamando obstinadamente Terra, y que las
masas de tierra firme sobre él se adornen con el absurdo título de
continente, delata cómo respondieron los europeos modernos a la
revolución húmeda: tras el shock de la circunvolución terrestre se re
fugian en falsas designaciones, que simulan lo conocido yfamiliar
de siempre en lo nuevo insólito ydesacostumbrado. Pues lo mismo
que el planeta circundado no merece ser denominado ya según la
escasa tierra firme que sobresale en él sobre los océanos, tampoco
734
tienen derecho los «continentes» de tierra a llevar ese nombre, pues
to que precisamente no son ellos los que contienen, sino los conte
nidos -por el mar-. Si se hicieran correctamente las cosas desde el
punto de vista lingüístico, sólo el océano podría llamarse continente,
Pero no sólo desde un punto de vista léxico o semántico la historia
de la edad moderna fue, por parte de la consideración térrea del es
pacio y de la substancia, un dilatado bordear y esquivar el mar y las
corrientes de mercancías que pasaban por encima. El titubeo fren
te a las verdades oceánicas marca toda la edad moderna por su lado
estatal y estático.
La arista agresiva del temprano saber de la globalización se mos
tró en las perspectivas magallánicas de la extensión real de los océa
nos y en su reconocimiento como los auténticos medios universales.
Que los océanos, los mares del mundo (Weltmeere), son los soportes de
los asuntos globales y, con ello, los medios naturales de los flujos sin
límites de capital: ése es el mensaje de todos los mensajes en la era
entre Colón, el héroe del medio marítimo, y Lindbergh, el pionero
de la era del medio aéreo; un mensaje contra el que, durante siglos,
los viejos europeos, apegados a la tierra, enfocaron su voluntad de
provincia. Era como si la vieja tierra fuera a anegarse de nuevo en
las aguas diluviánicas, pero en unas que no venían del cielo, sino
que fluían de extraños libros de viaje. En el siglo XIX, el gran poeta del mundo marítimo, Melville, pudo hacer exclamar a una de sus fi guras: «Sí, extravagantes hijos de la tierra, la avalancha de agua de Noé no ha pasado todavía»377. Tanto la unidad como la repartición del planeta Tierra se había convertido en un asunto del elemento marítimo y de las potencias marítimas, y la navegación europea, ci vil, militar, corsaria, había de acreditarse como el agente operativo de la globalización hasta el auge de la aeronáutica. Era más allá de los océanos donde querían erigirse los seabome empires de las nacio nes europeas mundialmente poderosas. Quien pretendiera enten der el mundo en ese tiempo tenía que pensar hidrográficamente. Incluso el itinerario de mofa del Moming Chronicle rendía tributo a esa verdad, en tanto para la vuelta al mundo calculaba,junto a sólo doce días de viaje en ferrocarril, sesenta y ocho en total en barco. Sólo el mar proporcionaba base y fundamento a los pensamientos
735
universales; sólo el océano podía conferir el birrete de doctor en
modernidad auténtica. Con razón pudo Melville hacer que la mis
ma figura de la novela explicara: «Un barco ballenero era mi Yale
College y mi Harvard»378.
Entre los primeros que supieron extraer consecuencias prácticas
de los conocimientos magallánico-elcánicos está el joven monarca
Carlos V, desde 1516 rey de España, desde 1519 emperador del Sa
cro Imperio Romano. A él hizo entrega Pigafetta, todavía en el oto
ño de 1522, en Valladolid, de su diario de navegación: el documen
to testimonial más secreto de la nueva situación del mundo379. Carlos
interpretó la información sobre el Pacífico y sobre los esfuerzos so
brehumanos de la circunnavegación por la ruta del oeste, con toda
justeza, como una novedad tan maravillosa como espantosa, tan lle
na de encantos como intimidadora. Tras sólo unos pocos intentos
vanos de repetir el viaje de Magallanes, le pareció aconsejable olvi
dar la idea de nuevos viajes por la ruta del oeste a las islas de las Es
pecias (Molucas). Así, por el Tratado de Zaragoza de 1529, vendió
los derechos adelantados españoles sobre las Molucas a la corona
portuguesa por un precio de 350. 000 ducados: lo que había de reve
larse como un negocio excelente, después de que, pocos años más
tarde, mediciones de longitud, perfeccionadas, al otro lado del glo
bo, probaran que, según el Tratado de Tordesillas del año 1494, por
el que España y Portugal se repartieron la tierra, las codiciadas islas
Molucas ya pertenecían, sin más, al hemisferio portugués. Carlos se
divertía todavía años después con los informes sobre los ataques de
rabia de su regio colega burlado.
En esta venta interdinástica de territorios extranjeros, de los que,
obviamente, ni sus vendedores ni sus compradores sabían con exac
titud dónde estaban, se refleja, posiblemente, con mayor claridad
que en ningún otro documento de aquel tiempo la naturaleza es
peculativa de los primeros procesos de globalización. Resulta ridí
culo que el periodismo de hoy pretenda identificar en los movi
mientos más recientes del capital especulativo el motivo real del
shock de la forma del mundo llamada globalización. El sistema uni
versal del capitalismo se estableció desde el primer momento bajo
los auspicios, mutuamente implicados, de globo y especulación380. El
736
Estereorama «Poesía del mar», Exposición Universal
de París de 1900, mecanismo para la simulación de olas.
imperio de ultramar de Carlos V se construyó con préstamos de
bancos de Flandes y de Augsburgo, después también de Génova, cu
yos dueños giraban los globos para hacerse una imagen de los ca
minos de ida de sus créditos y de los caminos de vuelta de sus inte
reses. La aventura oceánica implicó desde el comienzo a sus actores
en una carrera por oportunidades ocultas en lejanos mercados opa
cos. Ya para ellos era válida la sospechosa expresión de Cecil Rho-
de: «La expansión lo es todo»TM1. Ciertamente, como nuestro ejem
plo insinúa, lo que los ecónomos, siguiendo a Marx, han llamado la
acumulación originaria era más bien, a menudo, un acopio de títu
los de propiedad, opciones y derechos de explotación que una em
presa de instalaciones de producción sobre un capital base. El descu
brimiento y toma de posesión formal de territorios lejanos permitía
a los patrocinadores principescos y burgueses de la navegación ul
tramarina esperar ingresos futuros, fuera en forma de botín o tri
buto, fuera mediante transacciones comerciales regulares, respecto
a las que nunca estaba prohibido soñar con márgenes de beneficio
fabulosos.
La globalización de la tierra por los primeros marinos-comer
ciantes y cosmógrafos estuvo lejos, obviamente, de subordinarse a
intereses teóricos; desde su desencadenamiento por los portugue
ses, obedecía a un programa de conocimiento resueltamente anti
contemplativo y enemigo de la deducción. El experimentum maris
proporcionaba el criterio para el nuevo concepto de experiencia
del mundo. Sobre los mares se hizo claro por primera vez cómo la
edad moderna había de representarse eljuego conjunto de teoría y
praxis. Cien años antes de Francis Bacon, los patronos y actores de
la circunvolución del mundo sabían que el conocimiento de la su
perficie terrestre era poder, y, ciertamente, poder en su forma más
palpable y más productiva. La imagen de la tierra, que estaba cons
tantemente precisándose, adquiere ahora, de inmediato, la calidad
de saber de registro e intervención; nuevos conocimientos oceáni
cos son suministros de armas para la lucha con competidores en el
espacio abierto. Por eso las novedades geográficas e hidrográficas se
protegían como secretos de Estado o patentes industriales. La Co
rona portuguesa prohibió bajo pena de muerte la proliferación de
cartas marinas en las que se consignaran los descubrimientos y des
cripciones de costas de los capitanes lusos, razón por la cual apenas
se conserva ninguno de sus famosos portulanos, que servían como
itinerarios para viajes a lo largo de las costas navegables.
Podría decirse que el cálculo con las cifras arábigas encontró un
par en un cálculo con los mapas europeos. Después de que la intro
ducción del cero indoarábigo en el siglo XII hubiera permitido una
matemática elegante, el globo terráqueo de los europeos deparaba
una panorámica de los asuntos geopolíticos y de comercio interna
cional con la que se podía operar. Pero, así como -según una obser
vación de Alfred N. Whitehead- nadie sale de casa para comprar ce
ro peces, nadie navega desde Portugal hasta Calcuta o Malaca para
regresar con cero especias en las bodegas. Un grupo de islas de las
Especias en el mar del Sur, ambicionado y ocupado por deseos eu
ropeos, no es, desde ese punto de vista, una mera mancha sobre un
vago mapamundi, sino, ante todo, un símbolo de beneficios que se
738
Kart Haushofer, Weltmeere und Weltmáchte, 1937,
campo de tiro de la marina británica en Gibraltar.
esperan de la extraña lejanía. En manos de quienes saben utilizarlo,
el globo no sólo es el nuevo icono auténtico del cuerpo terrestre cir-
cunvolucionable, sino más bien una imagen de fuentes de dinero
que fluyen desde el futuro hacia el presente. Se podría entender, in
cluso, como un reloj oculto que, bajo las imágenes de mares, islas y
continentes en el espacio lejano, marca las horas del beneficio. El
globo moderno hizo su fortuna como reloj de oportunidades para
una nueva sociedad de empresarios a distancia y corredores de ries
gos que ya hoy divisaban en las costas de otros mundos su riqueza de
mañana. En ese reloj, que marcaba las horas de lo no-sucedido-to-
davía, los agentes con más presencia de ánimo de los nuevos tiem
pos, los conquistadores, los comerciantes de especias, los buscadores
de oro y tempranos políticos realistas, percibieron aquello para lo
que había llegado la hora en sus empresas y naciones.
Es fácil comprender por qué los mismos globógrafos servían
739
«Máquina del mundo de Gotha», 1780, Ph. M.
y Georg David Hahn; la maquinaria del reloj gestiona lo telúrico,
a la izquierda; el sistema copernicano del mundo, a la derecha,
y un globo de estrellas más el zodíaco, sobre el centro.
igual a los príncipes que a los grandes empresarios burgueses. Ante
lo nuevo, emperador y tendero son iguales, y la fortuna, que en el
futuro se cernirá menos sobre su vieja esfera del cosmos que sobre
el moderno globo del mundo, apenas diferencia entre favoritos
principescos y burgueses. Advertido por su canciller Maximilian
Transsylvanus sobre estos sabios, los más provechosos de todos, Car
los V gustaba de mantener trato amigable con Gerhard Mercator y
Philipp Apian, los más sobresalientes globógrafos del mundo, que
trabajaban a la vez para la elite entera de la empresa y de la ciencia;
Raymund Fugger, después de todo más que un tendero, encargó en
1535 a Furtenbach la construcción de un globo terráqueo para uso
propio, que se colocó en el palacio Fugger de Kirchbach; como el
740
globo Welser de Christoff Schiepp, una pizca más antiguo, el globo Fugger era también una pieza única de acabado artístico. Pero el fu turo pertenecía a los globos impresos, que llegaban al mercado en ediciones más grandes. Ellos proporcionaron a la globalización te rrestre la primera base massmediática. Pero, pieza única o produc to en serie, cualquier globo hablaba a sus observadores del placer y de la necesidad de conseguir beneficios en el espacio terrestre des limitado.
Después de volver la espalda al Portugal desagradecido, el 22 de
marzo de 1518 el héroe marino Magallanes y un representante de la
Corona española echaron juntos una ojeada a un globo alentador
así, sobre el que en algún lugar de las antípodas tenían que quedar
las islas de las Especias, las Molucas, y cerraron mutuamente un con
trato sobre el descubrimiento precisamente de esas islas (Capitula
ción sobre el descubrimiento de las Islas de la Especería); contrato en el
que también fue regulado minuciosamente el reparto de las virtua
les riquezas que hubieran de provenir de esas fuentes lejanas en el
espacio y el tiempo. Ello muestra, con una explicitud poco habitual,
que incluso el concepto de descubrimiento -la palabra rectora, tan
to epistemológica como políticamente, de la Modernidad- no de
signaba una magnitud teórica autónoma, sino sólo un caso especial
del fenómeno inversión. Invertir, a su vez, es un caso de negocio
arriesgado. Cuando los esquemas del negociar con riesgo se extien
den de modo general -invertir, planificar, ingeniárselas, apostar,
cubrirse las espaldas, repartir riesgos, hacer reservas-, entra en liza
una casta de seres humanos que quiere procurarse por sí misma su
felicidad y su futuro jugando con las oportunidades, y que no desea
ya ser conducida tan sólo por la mano de Dios. Se trata de un tipo
que en la nueva economía de la propiedad y del dinero se ha dado
cuenta de que si es verdad que las pérdidas espabilan, las deudas es
pabilan aún más. La figura clave de la nueva era es el «productor-
deudor» -más conocido por el nombre de empresario-, que flexi-
biliza permanentemente su modo de hacer negocios, sus opiniones
y a sí mismo, para, por todos los medios permitidos y no permitidos,
experimentados y no experimentados, hacer ganancias que le per
mitan amortizar a tiempo sus créditos. Estos productores-deudores
741
aportan un significado revolucionario, moderno, a la idea de deuda
culpable. Una falta moral se convierte en un estímulo económico
inteligente. Sin la positivización de las deudas, ningún capitalismo.
Los productores-deudores son quienes comienzan a girar la rueda
de la permanente revolución monetaria en la «época de la burgue
sía»382. El asunto primordial de la edad moderna no es que la tierra
gire en tomo al sol, sino que el dinero lo haga en tomo a la tierra.
7 Fortuna o: La metafísica de la suerte
En esta coyuntura económica y psicopolítica la diosa romana de
la Fortuna apareció de nuevo en el horizonte de intereses europeos
de entonces, dado que consiguió pactar con la nueva religiosidad
empresarial como ninguna otra figura del antiguo cielo de dioses.
El regreso de la Fortuna correspondía al sentimiento del mundo
que poseía la moderna ontología de la suerte, sentimiento que se
materializó clásicamente en el oportunismo de Maquiavelo, en el en
sayismo de Montaigne y en el empirismo-experimental de Bacon.
También el neofatalismo del Shakespeare tardío pertenece a los auto-
enunciados característicos de una época que, en sus momentos más
sombríos, percibe al ser humano como un corredor de riesgos in
fectado por la competencia, obcecado por la envidia, señalado por
el fracaso; aquí, los actores sobre el escenario del mundo aparecen
como pelotas con las que disponen sujuego las fuerzas de la ilusión.
La Fortuna aparece por doquier como la diosa de la globalización
par excellence. No sólo se presenta como la equilibrista eternamente
irónica balanceándose sobre su globo, sino que enseña a ver la vida
en su totalidad como un juego de azar en el que los vencedores no
tienen por qué enorgullecerse, ni los perdedores por qué quejarse.
Ya en el siglo VI Boecio, que en su libro Sobre los remediosfrente a la
buenay mala suerte había puesto las bases de las especulaciones me
dievales sobre la fortuna y que siguió siendo una fuente de inspira
ción para las filosofías de la suerte del Renacimiento, había coloca
do en boca de su diosa las premisas para la existencia en la rueda:
742
Fortunatus y la doncella de la suerte,
ilustración de un libro popular de 1509.
Ésta es mi virtud, este juego lo juego sin cesar: hago girar la rueda en
círculos cambiantes, y mi alegría consiste en volver lo superior abajo del to
do y lo inferior arriba del todo. Si tú quieres, súbete, pero bajo la condición
de que cuando, según las reglas de mi juego, vuelvas a hundirte, no debes
considerarlo como una injusticia cometida contigoTM.
La Edad Media, fanática de la estabilidad, lee esto, sobre todo,
como advertencia frente a la vanitas; ve, por ello, en la diosa del ca
pricho una diablesa de la volubilidad perversa, mientras que la edad
moderna naciente barrunta en la imagen de la rueda del destino,
dando vueltas, una metafísica de la suerte que se ajusta a sus más
propias y peculiares razones de movimiento. En las cuatro posicio
nes fundamentales de la rueda de la suerte: subir-ocupar el trono-
bajar-quedar tirado, el nuevo tiempo no sólo reconoce los riesgos
fundamentales de la vita activa, sino los emblemas específicos de la
743
La rueda de la fortuna del Hortus deliciarum
de Herrad von Landsberg, ca. 1190.
suerte del empresario. Pero a la Fortuna no sólo se la representa
con su rueda, sino también con emblemas marinos como la vela
hinchada y, sobre todo, con aquel timón quejunto con el globo fue
su atributo más antiguo. Ya la Antigüedad había asociado la suerte
con la navegación, y la edad moderna no puede hacer otra cosa que
reforzar esa conexión. En todo caso, al signo marítimo le añade el
de los dados, cuya caída -cadentiar- genera el concepto del negocio
de riesgo: la suerte. Se puede llegar a reconocer en las ideas sobre
la fortuna más renovadas o refrescadas en el Renacimiento, entre
una multiplicidad de significados y contextos385, la pujante filosofía
744
del éxito de un protoliberalismo para el que las posiciones de la rue
da de la suerte corresponderán, sin ambages, aljuicio de Dios que
supone el éxito en el mercado. En el éxito, antes de toda subjetivi
dad de control y métodos, es el azar predestinador el que llega al
poder. ¿Qué es liberalismo, desde el punto de vista filosófico, sino
la emancipación de lo accidental? , ¿y qué el nuevo empresariado, si
no una praxis para corregir eficazmente el azar y la fortuna?
Pertenece a las ideas profundas del siglo XVI la de promover,jun
to a la nobleza de nacimiento, apreciada desde tiempos míticos, y la
nobleza del cargo, que había comenzado recientemente a hacerse
imprescindible en los servicios del Estado, también la nobleza anár
quica del futuro, la nobleza de la suerte, que es la única que aban
dona el seno de la fortuna como hija legítima de la edad moderna.
Entre esta nobleza del azar se reclutarán los prominentes de la era
de la globalización: un círculo compuesto por gentes que se han he
cho ricas noctámbulamente, por famosos y protegidos que nunca
comprenderán bien qué es lo que les ha llevado arriba. Los hijos va
porosos de Wotan, desde Fortunatus hasta Félix Krull,junto con los
empresarios y los artistas, son los engendros específicos de la edad
moderna, grávida de fortuna. Esa no es sólo la era en la que, con éxi
to cambiante, los desdichados se esfuerzan por salir de la miseria; es
también la época de las naturalezas felices, que, ligeras de cabeza y
de manos, se sientan al lado de las Sibilas, de las reinas, y se entre
gan al consumo integral. ¿Yqué otra cosa habrían de hacer ellos, los
ganadores sin esfuerzo, que comer en la «table d ’hótedel azar»? 3*6. Se
rá Nietzsche quien acuñe la fórmula para esta liberación de lo acci
dental: «Por casualidad: ésa es la nobleza más vieja del mundo». Atri
buirse esa nobleza y poner el dado en el escudo: de ese gesto nace
una nuevajustificación de lavida, que Nietzsche, en su escrito sobre
la tragedia, denominó teodicea estética. En la edad moderna, la for
tuna emancipada mira hacia arriba, a un cielo del que no sabía na
da la antigua miseria.
