La única ventaja que ofrece ese lugar es que, con algo de suerte y
habilidad, podemos conseguir una demora ante el fracaso.
habilidad, podemos conseguir una demora ante el fracaso.
Sloterdijk - Esferas - v2
Tampoco las peculiaridades de la arquitectura de ladrillo, que acon
sejaba grandes espesores de muros debido al peligro de hundi
miento de las vigas de cubierta, proporcionan ninguna razón total
mente suficiente para el delirio de edificación y formato de los reyes
antiguos129.
En la historiografía se atribuyen estos excesos, la mayoría de las
veces, al delirio de grandeza temprano-imperial, y se considera que
éste es motivo suficientemente claro para explicar esos gestos des
proporcionados. Uniendo una idea exagerada de seguridad a un
anhelo hipertrofiado de prestigio y autoridad, habría de salir de la
suma de esos dos valores, exactamente, la paranoia protopolítica
que parece convincente a la posteridad como razón suficiente del
impulso monumental de las culturas ciudadanas de la antigua Me
sopotamia y de la antigua Persia. A la mayoría de los historiadores
que argumentan así se les escapa el hecho de que la explicación es
demasiado fácil como para poder ser verdadera. Introduce moder
nos conceptos psiquiátricos inmediatamente en la protohistoria y
hace que nociones como megalomanía y paranoia, sin un análisis
más detenido, desempeñen el papel de motivos decisivos de com
portamiento. Pero ¿de dónde habría de surgir de pronto, sin más,
el delirio de grandeza paranoide de los antiguos constructores de
ciudades, y de dónde habrían recibido los antiguos posesos de las
murallas ese decisivo excedente de miedo y ese provocador plus de
afán de reconocimiento, que parece imprescindible para la motiva
263
ción de sus monstruosas acciones arquitectónicas? Aunque conside ráramos como un hecho la paranoia de los soberanos de ciudad de la antigua Mesopotamia, seguiría pendiente la tarea psicohistórica de examinar con atención, expresamente, la génesis de esa razón ilusa. ¿Qué fue lo que llevó a los primeros señores de las ciudades a tomar esas rutas paranoógenas? ¿Qué aditamento de error y des mesura ofuscó sus empeños, conduciéndolos al plano resbaladizo de exageraciones insostenibles? ¿Qué motivos para su comporta miento tenían ellos mismos presentes, y qué imperativos divinos les proporcionaron la seguridad de hacer lo correcto en inmediatez con su situación?
Antes hemos sugerido una explicación de los fenómenos de la protoarquitectura monumental en la línea de consideraciones ma- crosferológicas y político-inmunológicas. Los muros gigantescos de la antigua Mesopotamia testimonian un cambio de formato de la imaginación, que se articuló tanto en la teología como en la cons trucción de ciudades, así como en la estructura demográfica de los protorreinos de Dios. El gigantismo mural es, según eso, un sínto ma ontológico de crisis: la característica, por decirlo así, de una pu bertad morfológica de sociedades en el umbral entre modos de ser de pequeño y de gran formato. Representa una primera reacción, inmunológicamente significante, de la imaginación espacial a la va cuna de lo grande. No es que el desenfreno de ideas privadas de me galomanía anteceda al proyecto monumental constructor; más bien sucede que la experiencia de que lo grande real se eleva en el hori zonte, y exige una respuesta, fuerza al reajuste de las almas y de sus lugares de asentamiento a medidas desacostumbradas: con el riesgo siempre presente de excesos megalomaníacos130. Por primera vez el exterior-grande real infecta la burbuja familiar del mundo, en la que hasta entonces los seres humanos, sin excepción, sabían desa rrollar su existencia, y provoca en ella una reacción de inmunidad, por la que lo hasta ahora exterior es incorporado dimensionalmen te a lo interior.
Las primeras ciudades serían, según eso, formas procesuales de una psicosis de formato: agonías amuralladas de un espacio interior de mundo, tribal, mágicamente hermetizado, en el que el existente
264
humano, desde tiempos inmemoriales, estaba acostumbrado a co bijarse. Las ciudades se amurallan de pronto con tanta solidez, no porque sus habitantes sintieran de repente mucho más miedo ante los enemigos reales e imaginarios en la lejanía, sino porque el exte rior ha entrado en ellos mismos como gran formaticidad, como pá nico divino, y exige en ellos dimensión y representación; las mura llas son respuestas psicopolíticas a la provocación dimensional del gran mundo emergente, al que pertenecen también dioses propios crecientes. Se trata de logros y autorrepresentaciones de una am plitud espacial interior reformateada, no de meros dictados del te mor ante el enemigo exterior. La ciudad de sólidas y múltiples mu rallas ayuda a sus habitantes, a los reyes-dioses y a su entorno, que coopera a idear, construir, erigir el reino de Dios, a soportar la in fección causada por el exterior. La gigantesca muralla ayuda a los habitantes de la ciudad en su intento de superar la inflamación aní mica que les ha causado la asimilación interior del gran espacio. El verdadero sentido de las murallas es que muestran constantemente cuál es el estado de las cosas a sus habitantes, obligados ahora a pen sar a lo grande. En tanto miran hacia absyo al interior de la pobla ción, las construcciones monumentales les informan de que, a par tir de ahora, las grandes ideas y peligros son realidades inmediatas. Sirven, a la vez, como ejercicio de memoria desacostumbrado: ya que facilitan a los habitantes la tarea de seguir viviendo interior mente «consigo mismos», a pesar de que ahora, y en adelante, eso sucede en el interior más bien como en un mundo exterior: exóti cas, complejas, inabarcables, polivalentes. Las murallas deparan cla ridad panorámica ante aquello que ya no puede abarcarse tan fácil mente con la vista. Son, en este sentido, las primeras agencias de una globalización relativa. Su cometido es defender la utopía de la comunidad compacta en una forma imperial de mundo; precisa mente en una época en la que los pueblos comienzan a tener expe riencias intranquilizantes con la vulnerabilidad de sus constructos marginadores.
Cuando losjudíos, a comienzos del siglo VI a. C. , fueron llevados prisioneros a Babilonia, se encontraron ante una ciudad en la que, en más de cincuenta templos y cerca de mil trescientos altares, se
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adoraban dioses extraños; parece que en Babilonia se hablaban vein te lenguas, también en las grandes obras en construcción y sin ma yores complicaciones. El tema de la antigua ciudad gigantesca no era tanto la seguridad frente a enemigos exteriores cuanto la auto- organización en vistas de la complejidad del mundo introyectada. Tenía que impresionarse a sí misma como algo que, por voluntad de los dioses, se edifica para la eternidad, a pesar de que es eviden te que no lo tiene nada fácil con su sustainability.
Lo que a cualquier observador que proceda realmente de con diciones modestas y de miras estrechas le parecen delirios de gran deza no es esencialmente otra cosa que la confrontación de los ha bitantes de ciudades con una tarea real grande. ¿Qué hacer cuando dimensiones realmente grandes, una diversidad real y complejida des provocativas obligan a dibujar de nuevo los mapas interiores? ¿Cómo comportarse cuando precisamente en este lugar nuestro se ha establecido una divinidad clarividente, que sólo se conforma con un mundo completo como residencia? ¿Cómo corresponder a esta exigencia de mundo del Dios, del gemelo interior del rey y de todos los que le siguen, sino mediante la erección con medios arquitectó nicos de un espacio interior de mundo encumbrado y ensanchado? En tanto la inteligencia llega como visión desde arriba, implanta vi siones sobrehumanas en ópticas humanas: los seres humanos parti cipan en la concepción del mundo de sus dioses y comparten con ellos la carga y la euforia de las grandes perspectivas. El formato es la embajada, la dimensión es el Dios. En aquel tiempo, la construc ción de muros es la piedad del pensar. Sin la toma del poder por parte de los grandes dioses en Mesopotamia, los seres humanos de esas culturas (y de sus culturas sucesivas en Israel, Grecia y Europa noroccidental) no habrían entrado jamás por sus propios caminos en la historicidad, ni lógica, ni psicológica, ni técnicamente. El pen sarse dentro de un Dios que porta en sí mismo la mzyestad de lo grande y siente la pasión cósmica hizo de los seres humanos de aquellos primeros tiempos ciudadanos del gran mundo: es decir, in dividuos aptos para la ecúmene, que consiguieron mudarse de ca vernas poco ¿cónicas a macrocosmos de altas bóvedas. No se habría gastado tanto esfuerzo en los grandes trabaos en la periferia si la
266
Uriel Birnbaum,
La aparición de la ciudad celeste, 1921-1922.
participación en el centro y en su proyecto de mundo no hubiera
cautivado y absorbido hasta el extremo a los seres humanos. Sólo
porque un Dios, gemelo resplandeciente del individuo conmovido,
fue creciendo hasta convertirse en un gran Dios, en un Dios urbano
267
e imperial, grávido de mundo, las mitades humanas de esa pareja de gemelos tienen que seguir a su íntimo otro en sus aventuras expan sivas.
Pero, incluso en vistas a lo grande desacostumbrado, el impera tivo morfológico para los habitantes de la ciudad-mundo sólo pue de ser éste, en principio: ¡Recuerda! Como todos los recuerdos que ayudan a entender el presente, los de los nuevos habitantes de la ciudad poderosa se nutren de almacenes en los que se guardan anti guas experiencias de inmunidad e ideas de forma. Por ello, las mo numentales murallas urbanas se convierten en las paredes de un re ceptáculo, que, incluso en lo gigantesco, remite al prototipo dé toda integridad. En ello, la forma concreta del amurallamiento, sea oval, redonda o cuadrada, desempeña un papel subordinado. A ese nivel, las correspondencias entre geometría y uterotécnica son todavía equívocas y variables; la forma circular, que rige en la geometriza- ción griega de lo existente, todavía no ha sobrepujado a todas las demás posibilidades arquitectónicas. Lo decisivo es que con la cons trucción de murallas comienza la gran introversión. El mundo ex terior va dejando de ser, poco a poco, el mundo-entorno ingober nable y se va manifestando paulatinamente como el mundo propio para los grandes señores que tienen contacto con él, lo recorren, describen, comprenden.
Desde el punto de vista morfológico, las antiguas ciudades gi gantescas son pompas dejabón amuralladas: petrificaciones de una gran conformación de fragilidad. En ellas los seres humanos tienen mucho en que fijarse: han de procesar una corriente, siempre en aumento, de datos de experiencias concretas y presentes en catego rías ancladas siempre a mayor profundidad y, al mismo dempo, ca da vez más generales131. En el horizonte aparecen grandes volúme nes de experiencias que hay que comprender y asimilar, hasta que un día, en el momento de madurez del pensamiento metafísico, ese proceso de interiorización pueda ser narrado o descrito, en su tota lidad, como fenomenología del espíritu y filosofía de la historia. En el momento de madurez narrativa de la era metafísica surge la epo peya hegeliana sobre el tema: cómo consigue el espíritu reabsorber absolutamente la exterioridad. Lo que había comenzado entre los
268
años 12000 y 8000 a. C. , en los poblados neolíticos, con la aparición de la forma de pensar y de comportamiento: «almacenaje», quiere acabar y consumarse ahora en un último texto-receptáculo autorre- flexivo. En las tablas de contabilidad de los antiguos sumerios, la idea «almacén de grano» se representa mediante un cuadrado con un símbolo de espigas; en la metafísica de Hegel, el espíritu, como almacén de todos los almacenes, se presentará bajo la imagen de un círculo de círculos. Este sistema de inmunidad y apercepción, que ha superado todas las pruebas, ha recolectado y reunido absoluta mente todo de lo que en cualquier momento puede y ha podido ar chivarse, y repartirse de nuevo, como provisión o espíritu objetivo: grano, derecho, religión, ciencia, técnica, arte.
Como hemos visto, la murallas de la antigua Mesopotamia per tenecen al preludio de esta historia; muestran que sus acogidos ha bían aprendido a resolver un problema de delimitación hasta en tonces desconocido: no se trata tanto de que consoliden su lugar de residencia, la mera suma de sus habitáculos, pues, como muestran innumerables pueblos y numerosas ciudades, los grupos de casas pueden integrarse morfológica y políticamente, incluso sin sólidos amurallamientos. Los espartanos, como es sabido, se preciaban de su carencia de murallas, remitiéndose completamente a la protec ción de sus leyes; y, en la época de esplendor romano, tanto la ciu dad de Roma como las demás ciudades itálicas estaban orgullosas también de su autoseguridad sin murallas. El fundamento de ser de las murallas gigantescas del antiguo Oriente es, más bien, el hecho de que la elite de los habitantes ha de trazar de nuevo la frontera ex terior en tomo a un espacio interior de mundo ampliado. Con un superderroche de ladrillos esa elite hace, en cierto modo, lo mismo que hará mucho más tarde en Homero el dios de la fragua, Hefais- tos, con el borde del escudo de Aquiles, y lo que, más tarde aún, conseguirán los filósofos, siguiendo a Aristóteles, cuando presenten el universo como un sistema de esferas sólidas de éter: construir un perfil explícito de la ciudad como imagen de la totalidad autocom- prehensiva, de modo que esa heroica opulencia aparezca nítida mente en los límites de su contorno132. Construye, pues, una idea de totalidad; opta por una gran inclusión de los seres humanos en un
269
cuerpo animado del mundo. Según parece, todas las energías de
esas culturas se invierten en la construcción del borde, del margen;
efectivamente, se impone la idea de que el objetivo estatal de los
Estados o protoimperios arcaicos fuera construir murallas margina-
doras para provocar al mundo exterior y rechazar la contraprovo
cación de los sistemas rivales. El espacio interior mayestático amu
rallado pretende afirmar mediante su existencia real la primacía de
lo interior: a partir de ahora ahí fuera sólo trasiegan quimeras, la
substancia verdadera vive dentro, en el espacio propio, sereno. Aquí
se incuban los seres humanos a sí mismos como en un útero artifi
cial del poder, que puede lo que quiere y quiere lo que puede.
Desde el punto de vista histórico-filosófico, en estas arquitectu
ras monumentales puede reconocerse un primer balbuceo de lo
que un día lejano se llamará el sujeto trascendental. La ciudad se re
coge en sí misma como condición autosuficiente de la posibilidad
de un mundo comprendido, autorregido, autosuficiente y autosus-
tentante. Para comprender el objetivo de todo esto hay que imagi
narse la envergadura de los esfuerzos físicos y mentales que han
confluido en este levantamiento de los espíritus urbanos. En esos es
fuerzos participaron en cada generación, durante milenios, arma
das de cientos de miles de trabajadores del ladrillo, que, una y otra
vez, no fueron empleados para otra cosa que para el trabajo en el
cerco del receptáculo de la totalidad. Su misión era consumir su vi
da en aras del perfil sagrado de la ciudad, que estaba destinado a
testimoniar que todo lo que es puede ser contenido en una forma.
Los Estados-muralla mesopotámicos tienen un significado de
tanta repercusión histórica porque en ellos se articula una ley de
forma político-social que habría de seguir en vigor por doquier has
ta entrado el siglo XX: detrás de las gigantescas murallas surgen en
el Eufrates y el Tigris aquellas macizas sociedades-container que ma
nifiestan su idea fundamental en la erección de fronteras de grue
sos muros en tomo a sí mismas. Pero, como hemos mostrado, de lo
que se trata fundamentalmente en esos receptáculos es de funcio
nes autorreceptivas, que resultan de la necesidad de animar, con
motivaciones comunes y representaciones espaciales solidarias, a
grandes cantidades de seres humanos en el interior de una esfera
270
Mandala de Kalachakra, Tíbet, siglo XVIII
de sentido. Esa relación fundamental se convertirá a lo largo de mi
lenios en algo tan evidente que, hasta entrado el siglo XX, bajo las unidades del mundo histórico, los pueblos, se entenderá, sin mayor análisis, como el grupo autorreceptivo de gruesas paredes; y sólo con la entrada en el horizonte posnacional, que las naciones del Pri mer Mundo apenas llevaron a cabo antes de 1945, aparece a la vista el novum histórico-universal de una sociedad definas paredes? *3. Hacia esta novedad tienden los discursos actuales de globalización de los sociólogos, que piensan hacerse cargo teóricamente de la nueva si tuación con los vocablos -no-deducidos- global y local y sus inge nuas combinaciones. En verdad, la revolución de la morfología po lítica en el siglo XX no se deja pensar con medios sociológicos, porque el movens del proceso, el reformateo del grosor de paredes a la finura de paredes de los sistemas de inmunidad políticos y exis- tenciales, no se puede percibir con las ópticas de la sociología.
Según nuestras consideraciones, las obras de amurallamiento de
la antigua Mesopotamia no representan, pues, ni instalaciones mili
tarmente necesarias, ni meras expresiones de una confusión mega-
lomaníaca; son experimentos morfológicos de la posibilidad de edi
ficar un gran mundo como mundo propio e interior autoincubante.
Desde este punto de vista, los exorbitantes calibres de los muros só
lo pueden entenderse como fenómenos inmunológicos y fantasmas
políticos de cavidades corporales; son, en su momento histórico,
exageraciones significativas y necesarias, quizá proféticas incluso.
Predicen que, a una escala hasta entonces desconocida, los seres hu
manos convivirán en una existencia asegurada. Que las murallas
mesopotámicas, con su exceso, hayan sido más bien configuracio
nes de sistemas de inmunidad que necesidades militares se mani
fiesta, no en último término, en que en grandes ciudades posteriores
las fortificaciones pudieron volver a ser prácticamente insignifican
tes, sólo con que la definición inmunológica de la ciudad estuviera
suficientemente clara por otros medios.
El ejemplo romano es el más ilustrativo para ello. Sólo después de
la tremenda devastación de su ciudad por los galos, en el año 386 a. C. ,
los antiguos romanos construyeron lo que se dice una auténtica mu
272
ralla defensiva. Esta muralla, llamada anacrónicamente serviana
(por el rey Servio Tulio, que había reinado en el siglo VI precris
tiano), fue haciéndose cada vez más obsoleta en la historia poste
rior del esplendor de Roma y no consiguió llegar a convertirse en
un distintivo morfológico de la ciudad; tras el final de las guerras
púnicas, el desarrollo arquitectónico de la ciudad universal cre
ciente superó con creces las antiguas líneas. Habrían de pasar más
de seiscientos años hasta que, iniciada por el emperador Aureliano
(muerto en el 275), desde el año 272 hasta el 279 se trazara una nue
va muralla en tomo al área agrandada de la ciudad; y de nuevo por
acuciantes motivos militares: como protección contra lo que los
historiadores llaman la amenazante invasión de los bárbaros.
El hecho de que para la ciudad de Roma, durante su álgido mo
mento de esplendor, la cuestión de la muralla siguiera siendo, si no
irrelevante, sí de importancia secundaria, no puede explicarse sim
plemente por la ausencia de amenazas militares reales. El trauma-
Aníbal estuvo suficientemente vivo durante siglos como para haber
ofrecido un motivo para costosos esfuerzos fortificatorios. La razón
de que ello no sucediera -aparte del pretexto histórico real de la to
ma y destrucción de Cartago por Escipión el Africano en el año 146
a. C. - hay que buscarla en la organización, única en su género desde
el punto de vista morfológico, del espacio urbano romano. La auto-
concepción de Roma como una ciudad en sí misma consistente, irra
diadora de poder, reposa en la idea del sacrosanto terreno libre de
edificios y cultivos en tomo a la ciudad, que los romanos llamaron po-
merium y que por sí mismo poseía todas las propiedades de un terre
no inmune, bien delimitado, dotado de privilegios numinosos. El
pornerium era un sistema territorial de inmunidad cargado mágica
mente, una conformación espacial cuya inviolabilidad estaba impresa
irrevocablemente en el imaginario de todo romano. El es la expre
sión más clara de la fascinación por los bordes y del fetichismo de
fronteras, general entre los romanos. Gracias a esa idea interiorizada
del límite que suponía el pornerium de la ciudad, el área urbana ro
mana en total era como una inscripción indeleble en el catastro de
los dioses celestiales, para cuya seguridad una muralla física sólo ha
bría significado una contribución suplementaria.
273
Pertenecía a las curiosidades de la cultura urbana romana el he
chodequelaslíneasdelimitadorasdelpomeriumfueranmuypocolla
mativas, y para un extranjero, apenas perceptibles; como una especie
de vasto terreno de nadie rodeaban los edificios de la ciudad como
franjas no construidas, sólo insinuadas por un antiguo surco de ara
do y señaladas por una estrecha fila de piedras del campo. No obs
tante, esa línea poseía para los romanos el rango de un ens realissi-
murm mostraba a los enterradores y a los generales la frontera donde
terminaban sus atribuciones. Proporcionaba a los ciudadanos de Ro
ma la conciencia de estar sobre un suelo elegido, sobre un terreno
matemalmente sacrosanto. El pomerium romano era demasiado santo
como para inhumar en él cadáveres, y por eso los cementerios tenían
que instalarse fuera; pero también se significaba demasiado en tanto
espacio del consenso civil como para que a los generales del ejército
romano les estuviera permitido hollarlo; por eso, los oficiales que se
iban tenían que recabar los auspicios en la frontera y los generales
que venían, por el contrario, antes de que se les admitiera en la ciu
dad, tenían que llevar a cabo en el pomerium un ritual de dimisión y
deponer su imperium, el poder de mando sobre tropas, antes de atra
vesar la línea. Por supuesto, no se podían detener unidades tácticas
regulares en el interior del recinto protegido de la ciudad: se consi
deraba que el campo de Marte quedaba fuera. En la primacía de lo
civil frente a lo militar, tan celosamente protegida por los romanos,
se manifestaba la preocupación, de motivación religiosa, por excluir
la violencia de las armas del interior de la ciudadanía.
Esta concepción de inmunidad tiene sus orígenes en los mitos
fundacionales romanos y en su conservación en el ritual sacro. En
períodos tempranos de la historia de la ciudad, había sido tarea de
los luperci, los ahuyentadores del lobo o sacerdotes del lobo, renovar
todos los años la consagración mágica de la zona urbana más anti
gua realizando una carrera en torno a la colina palatina, que se ce
lebraba cada año; revestidos con la piel de un macho cabrío recién
sacrificado, ahuyentaban los malos espíritus, colaborando, así, a
conjurar los daños a seres humanos y animales en el interior del
contorno ciudadano. Esta costumbre se repitió hasta la Antigüedad
tardía en las lupercales, el 15 de febrero, aun cuando la zona de in
274
munidad de la ciudad de Roma ya hacía mucho tiempo que definía
yjalonaba un área mucho más grande. La idea del surco fundacio
nal en torno al Palatino (aquel sulcus primigenius que en las funda
ciones posteriores de ciudades coloniales los romanos trazaban fes
tivamente con el arado, por regla general como círculo y de tal
modo que el primer terrón cayera limpiamente hacia dentro) va
unida al recuerdo del crimen fundacional romano: la muerte de Re
mo a manos de su hermano gemelo. Rómulo habría dado muerte al
hermano sólo después de que éste hubiera traspasado el primer sur
co de arado -la rudimentaria muralla urbana, según otras tradicio
nes- con el fin de burlarse del fundador de la ciudad; parece que
éste vaticinó tras el hecho que en el futuro sucedería lo mismo a to
do el que intentara vulnerar suelo romano. De este modo, en la con
cepción del pomerium confluyó también el tabú de un crimen fun
dacional. En vistas a estos fundamentos míticos del espacio político,
atentar en algún sentido contra el pomerium, aunque nada más fue
ra para ampliarlo y reforzarlo, sólo estaba permitido a personalida
des que pudieran presentarse como portadores de las cualidades
fundacionales de Rómulo, conseguidas ante todo por la ampliación
militar de las fronteras del imperio. En total fueron seis las veces
que en la historia del crecimiento de Roma se hicieron ampliacio
nes del pomerium, primero por Sula, en último lugar por Adriano; de
ellas, la ampliación de Claudio, que integró en la ciudad la colina
aventina, fue aún más importante para la historia de la «ciudad en
tera» que las rectificaciones de las líneas exteriores llevadas a cabo
bajo César, Augusto o Vespasiano.
El hecho de que el sentido inmunológico de delimitaciones ur
banas tenga a menudo mucha mayor importancia que las funciones
militares a que pudieran servir puede corroborarse también, en
multitud de casos, en los constructos imperiales de culturas extra
europeas. Sobre todo en la historia de China, murallas y bastiones
adquirieron una importancia psicopolítica imposible de exagerar134;
algunas de las instalaciones urbanas con mayores pretensiones del
imperio, como la del tártaro Pekín o la de Linhao (hoy Fengyang),
la capital designada por la dinastía Ming, surgieron como orgías de
275
autoencerramiento en un sistema de murallas dispuesto gradual
mente, como si a la definición de la vida china perteneciera enton
ces la idea de que sólo podía asegurar su integridad dentro de cajas
y patios interiores, sustraídos al exterior por numerosos sellos. El
ejemplo de Linhao es significativo porque su complejo permaneció
como una ciudad espectral, de la que sólo se construyeron las mura
llas exteriores, sin que jamás se erigiera la ciudad como tal. El funda
dor de la dinastía Ming decidió en el año 1369 elevar esa irrelevan
te ciudad provinciana a la categoría de capital central del imperio y
dotarla para ello de una pomposa arquitectura representativa. En
sólo siete años, un ejército gigantesco de trabajadores, movilizado a
corto plazo, construyó una muralla exterior urbana envolvente de
7,7 por 7,1 kilómetros de larga; ésta cercaba una ciudad prohibida,
cuyo muro, a su vez, era de una longitud aproximada de dos veces
2 kilómetros; en este último recinto, de nuevo, se encontraba la ciu
dad-palacio, cuyos muros medían 960 por 890 metros. En este plano
aletea, obviamente, el modelo de la ciudad de Pekín, fundada en el
siglo XIII por Kublai Kan, que estaba dispuesta, a su vez, como una
ciudad-caja, afectada de fiebre de grandeza, compuesta por la ciu
dad tártara, la ciudad imperial y la ciudad prohibida: una capitula
ción del príncipe nómada, todavía enemigo de la ciudad al princi
pio, ante la fascinación inmunológica de las ciudades acopladas,
encerradas en sí mismas varias veces.
Estas orgías de aprieto y encajonamiento de las capitales reales o
virtuales chinas sólo son superadas aún por las de las tumbas de sus
emperadores, por ejemplo por el mausoleo (famoso por su ejército
de terracota) de Qin Shihuangdi, el primer emperador, que en el
año 210 a. C. fue «sepultado» en un complejo monumental subterrá
neo, en el que parece que trabajaron hasta 700. 000 operarios duran
te treinta años. (El número de 700. 000 trabajadores aparece también
en los informes sobre el mausoleo de Mao Tse-tung, en el que parti
ciparon gentes de todas las provincias del imperio para conjurar el
peligro de desintegración política tras la muerte del Gran Dirigen
te135. ) El cadáver del monarca reposa bajo una colina artificial, ence
rrado en un cuadrado de más de una docena de encajonamientos só
lidos, de los que el mayor mide 2. 500 por 1. 000 metros, y cada uno de
276
los cuales podía valer como una fortificación por sí mismo. Hasta
ahora los arqueólogos chinos no han descubierto físicamente el com
plejo total de ese hermético mundo interior (se han remitido a ex
plorarlo con procedimientos ecométricos y con otros métodos de la
arqueología suave, excavándolo sólo puntualmente), como si recela
ran aún en remover el sistema de legitimación cosmológico-imperial
de su cultura, que, a pesar de modernizaciones superficiales llevadas
a cabo por el comunismo y el poscomunismo, continúa, ahora como
antes, vigente. Por lo que respecta a la ciudad de Linhao, nunca se
acabó de construir y nunca fue habitada, de modo que de ella sólo
han quedado las líneas vacías de una decisión imperial. Su poderosa
gestualidad habla un lenguaje esferológicamente claro; da a enten
der que la vida interior había de surgir en adelante desde un princi
pio como mera función de su cercado exterior. Dado que la vida no
quiso seguir, sólo quedó del proyecto imperial el cascarón: una
monstruosa ruina de especulación inmunotécnica.
Que también el clasicismo chino se daba cuenta ya de los riesgos
y fragilidades de una ideología de autoemparedamiento lo demues
tra la visión de Confucio de un futuro en el que se diluyera entre sus
compatriotas el complejo de xenofobia y claustrofilia:
Cuando venza la gran mayoría, la tierra se convertirá en propiedad de to dos. Se elegirá a los más sabios y capaces para mantener la paz y la concordia. Entonces los seres humanos ya no amarán sólo a sus prójimos, ya no se preo cuparán sólo de sus hijos [. . . ]. Por eso, no se necesita ninguna obstrucción y ninguna cerradura, pues no aparecen salteadores ni ladrones. Se dejan, pues, sin cerrar las puertas exteriores: esto significa la gran comunidad136.
^\quí, como en todas las éticas de grandes culturas, de lo que se
trata es del intento de hacer plausible la transferencia de solidari
dades y acopios de simpatía desde las pequeñas unidades sociales de
la época de las hordas y las tribus a las estructuras imperiales alta
mente inclusivas. Esto sólo puede expresarse por fantasías adelan
tadas sobre la comuna universal sin enemigos y sin entorno: en imá
genes de una sociedad universal sin no-miembros.
277
En cuanto queda claro que una ciudad de estilo antiguo es ante
todo un sistema de inmunidad espacializado y, por ello, un cons-
tructo social-uterotécnico, aparece la pregunta por los procedimien
tos de la «construcción psíquica de la ciudad». Con ello llegamos al
tercer grupo de consideraciones sobre la posibilidad psicopolítica
de comunas de ciudadanos o «poblaciones» solidarias. Desde épo
cas arcaicas griegas está testificado el fenómeno de que el modo de
vivir «aldeano» ya no se consideraba apropiado y que por doquier
comunidades rurales se reunían en un synoikismos, en una determi
nación de establecerse juntos, que les llevaba a construir ciudades.
Sólo consigue hacerse cargo con claridad de la fuerza de este im
pulso morfológico hacia la polis quien considera, con Jacob Burck-
hardt, que esto significó para la mayoría de los afectados un cambio
de lugar que hubo de suponer un sacrificio amargo para gentes con
un «sentido fortísimo de orientación» y una «devoción al lugar má
xima». La seguridad de tales nuevas-ciudades era tanto, al menos, un
asunto de compromiso con símbolos comunes como un asunto de
fortificaciones; la ciudad de Tegea se preciaba de ser inexpugnable
por la posesión de algunos cabellos de la Medusa; otras llevaban a
cabo matanzas rituales de chicas jóvenes y buscaban su inmunidad
mágica en el espectro del estrés sacrificial137.
Antiguas tradiciones romanas demuestran que, desde los días de
Rómulo, los fundadores de ciudades y constructores de murallas
eran conscientes de la primacía de las funciones inmunizadoras o
pararreligiosas de las murallas urbanas frente a su significado mili
tar práctico. Por eso pudieron comenzar a renunciar a los excesos
en los amurallamientos, excesos que en la antigua Mesopotamia, así
como en la época ciclópea micénica, se habían considerado como
autorrepresentaciones imprescindibles de conglomerados de poder
ligados a un lugar. Comprendieron que también una muralla ciu
dadana no-hipertrofiada estaba en situación de cumplir con su ta
rea, mientras fuera considerada como una forma-santuario política
y pudiera valer como una suerte deparada por los dioses de vivir co
mo intramuranus, vinculada a conciudadanos igualmente animados,
en la libertad de un territorio urbano así, cargado numinosamente.
En tomo a 1450, León Battista Alberti, en su gran escrito de arqui
278
tectura de re aedificatoria, recopiló concienzudamente las concepcio
nes antiguas al respecto.
De los antiguos informan Varrón, Plutarco y otros que los antepasados
acostumbraban a trazar las murallas de la ciudad según un rito determina
do y con prácticas religiosas. Con una yunta de un toro y una vaca tiraban
de una reja de arado de bronce, después de haber realizado minuciosa
mente el augurio de las aves. Así se hacía el primer surco, con el que seña
laban el perímetro de las murallas de la ciudad. La vaca iba por dentro, el
toro por fuera de la reja del arado. Mientras tanto, los colonos volvían a
arrojar los terrones, sacados y esparcidos, en el surco abierto y los apilaban,
colocándolos de modo que nada quedara disperso. Cuando se llegaba al lu
gar de la puerta principal se levantaba con las manos el arado para que el
umbral de la puerta quedara intacto. Por eso se consideraba sagrado todo
el contorno y todo el edificio de las murallas, excepto las puertas [. . . ]. Se
gún leo, en otra parte se acostumbraba a señalar el trazado de las futuras
murallas con polvo de tierra blanca, la que se denomina pura. Cuando fun
daba Pharos y no encontraba tierra de ese tipo, parece que Alejandro utili
zó harina en su lugar (libro IV, capítulo 3),38.
Estos rituales de fundación, cuyo sentido tanto político-configu-
rador como inmunotécnico es evidente, quedarían incompletos si,
además del afianzamiento de la periferia, no se activara desde el
centro común el principio de animación. Sólo ambos gestosjuntos,
el defensivo y el inspirador, producen un acto de fundación de una
ciudad macrosferológicamente completo. Sólo cuando las dos ven
tajas psicológicas se transfieren de la dimensión microsférica a la
gran forma, puede llegar a configurarse una macrosfera como es
pacio suficientemente animado. También esto lo percibió Alberti
inicialmente, cuando en el libro vil de su «cosa edificatoria» evoca
la necesidad de colocar a la ciudadanía bajo una asistencia de espí
ritus protectores o una tutela divina común.
Los antiguos levantaban las murallas de la ciudad entre ceremonias re
ligiosas festivas y las consagraban a la divinidad bajo cuya protección que
rían ponerse. Pensaban que ningún poder humano era capaz de proteger
279
suficientemente el bien de los mortales, que entre los seres humanos do
minaba la ignominia y la deslealtad incluso, y que, sea por propia negli
gencia, sea por la envidia de los vecinos, la ciudad siempre está expuesta a
peligros y abandonada al azar como una nave en el mar.
Por eso creo que surgió la fábula de que Saturno, para proteger a los se
res humanos, colocó a la cabeza de las ciudades héroes y semidioses cuya sa
biduría los protegiera, ya que no sólo necesitamos murallas para nuestra
protección, sino también, y mucho, la ayuda de los dioses [. . . ]. Otros afir
man que la providencia del (más grande y poderoso) Dios asigna tanto al
alma humana como a los pueblos genios que dirijan su desuno. Por eso, sin
duda alguna, las murallas de la ciudad, que unen y protegen a los ciudada
nos, se consideran sagradas159.
Aunque un tanto esquemáticamente, el informe de Alberti inci
de aquí en el punto sensible en el que se decide la cuestión de la
animación necesaria y suficiente de la ciudad. Si, como sucede en
la antigua Mesopotamia, un rey presente encama el centro metafí-
sico de la ciudad, es evidente qué relación tiene cada uno de los ciu
dadanos con su foco animador; el rey mismo figura aquí en el papel
del segundo íntimo, del otro íntimo, para todos los que le son cer
canos espacial y psíquicamente (en todo ello, el milagro psicopolí-
tico de esta estructura consiste en la aleación de intimidad y majes
tad, de la que resulta la figura del Gran Otro140). La coherencia de
la ciudad arcaica se funda principalmente en la competencia mutua
de los habitantes por la compenetración con el Dios vigente, el que
habita en su centro y que apenas consiguen ver en alguna ocasión.
Mientras la emanación regia funciona, tales ciudades disponen de
fuerzas centrípetas suficientes, porque en ellas lo común es a la vez
lo cercano-y-difícil-de-asir; viven de la inclinación de los funciona
rios a dejarse cargar por el maná del polo superior. Como se sabe,
precisamente las sociedades arcaicas de clases se mantienen unidas
no tanto por represión sino por un reparto suficientemente amplio
de oportunidades de participación en el privilegio mayestático. To
dos los imperios, tanto los antiguos como los modernos, se basan en
la proliferación de oportunidades de satisfacción del deseo de poder.
Como hizo notar agudamente Jacob Burckhardt, las polis griegas
280
ya tenían en sí mismas la estructura de religiones locales, dado que el auténtico símbolo característico de cada una de las ciudades es taba en sus dioses y cultos correspondientes. La arquitectura psí quica de la ciudad se consiguió por doquier sólo por obsesiones más o menos discretas de configurar polis, cuya expresión más visible era la del servicio militar obligatorio durante toda la vida de los ciuda danos masculinos. Así, Grecia, antes de que la nivelación macedo- nia abriera las ciudades, era un tapiz de manchas de rigurosas orto doxias locales, que se concentraban en tomo a sus rituales para permanecer mágicamente en forma. Con frecuencia los ciudadanos se sabían unidos hasta el máximo a la buena o mala suerte de sus ciudades. Por eso no extraña que en la época de decadencia de las polis y de la antigua creencia en los dioses aparezca un nuevo cliché de divinidad ciudadana: la tyché (que corresponde más o menos a la
fortuna romana), que se simboliza por la corona mural, y en la que los ciudadanos, como sucedía en Alejandría y Antioquía, veneran el principio de su eventual modo de estar a la altura de las circuns tancias. En tales momentos el deseo de poder se experimenta en tanto en cuanto uno hace esfuerzos por contar entre los favoritos del azar o la fortuna.
A pesar de, o quizá a causa de, la pérdida del poder político de los reyes, restos de esta psicodinámica han permanecido virulentos hasta el presente, como se puede deducir de los efectos magneti zantes e histerizantes del s t a r s y s t e m y de la clase prominente en la so ciedad de masas. De hecho, el dios que está en el poder siempre es tá cerca y siempre es difícil acercarse a él, a la vez; puede que su carisma se base en algo imaginario, pero hace dócil a la gente. Da do que las ciudades griegas, así como Roma más tarde, se definie ron -excepto en sus períodos más tempranos- por el hecho de que no soportaban de buen grado el dominio de príncipes o incluso de reyes-dioses (para los griegos isonomia era, aproximadamente: igual dad de derechos, e isocracia, aproximadamente: reparto equitativo de las fuerzas; no eran ambas simples «valores», sino ideas estructu rales y regulativas de la vida de la polis), hubieron de recurrir a otro principio de unificación que había de cumplir dos requisitos a la vez: estar fundado cósmicamente y ser localmente eficiente141. Co
281
mo insinúa Alberti, este principio pudo construirse, entre otras ra
zones, porque los genios de las almas individuales se sintetizaron
hasta formar un genio colectivo. El genius personal, como hemos ex
puesto, era un prototipo del genio complementario que conforma
junto con el individuo una atmósfera íntegra142. Si se coordinaba to
da una ciudadanía en tomo a un genio común, cada uno de los
múltiples individuos de la ciudad podía sentirse él mismo como el
hermano anímico de su espíritu ciudadano y sentir a éste como el
íntimo otro de cada uno. Un puenteamiento psicopolítico así entre
las estructuras de la formación microsférica y macrosférica de espa
cio posibilitó aquello que en el Estado republicano acostumbra a
considerarse elogiosamente y a promoverse hasta hoy como espíritu
colectivo o concordia: la profunda solidaridad de los ciudadanos, que
parecen tener una motivación vital común, íntima y pública a la vez.
Crea confusiones malignas, sin embargo, el hecho de que los
que hoy buscan el espíritu de solidaridad perdido vuelvan a evocar
los fantasmas del holismo político de la antigua Europa para terapi-
zar a las sociedades actuales, individualistamente centrifugadas: pues
los genios colectivos, que en los viejos tiempos hubieron de repre
sentar el fundamento metafísico de la conexión de los habitantes en
las ciudades, han desaparecido irremisiblementejunto con la cultu
ra ciudadana e imperial del antiguo Oriente y de la antigua Europa,
y nadie sabe hoy cómo sería posible llevar a cabo un renacimiento
no-fascista de modalidades totalizadoras de dominación o gobier
no143. En asuntos políticos no hay paso atrás que valga hacia el «sen
timiento euclidiano»: una expresión con la que Oswald Spengler ca
racterizó con gran precisión la absorción total del ser humano
antiguo por sus espíritus raciales y ciudadanos. Cuando, como su
cede en la sociedad moderna, el holismo político ya no representa
esperanza fundada alguna, y el individualismo abandona el espacio
público y comunitario, también en cuestiones de síntesis social sólo
queda abierto el camino esferológico.
282
Excurso 1
Morir más tarde,en el anfiteatro
Sobre la demora, a la romana
sine missione nascimur
Séneca, Epistulae morales 3714
Lugarcerrado. Todoloquehayquesaberparadecirsabido.
Samuel Beckett, Verse
Si el circo romano ha conseguido convertirse en una metáfora
del mundo es porque en su construcción se concretó el lema fun
damental del fatalismo antiguo: nadie escapa vivo del cerco de este
mundo. Dentro de ese cerco tiene que cumplir su destino cada uno.
La única ventaja que ofrece ese lugar es que, con algo de suerte y
habilidad, podemos conseguir una demora ante el fracaso.
El teatro de la crueldad al estilo romano funcionaba como un
generador de destino, en el que las masas contemplaban la última
diferencia relevante entre los seres humanos -la distinción entre los
que mueren más pronto y los que mueren más tarde- bajo la forma
de un juicio de Dios deportivo. Las luchas de gladiadores crearon
una forma popular de teoría filosófica, por la que se representaba
de qué manera llega al mundo la diferencia decisiva. En el drama
deportivo podía observarse con ánimo impersonal la separación de
los vivos de los muertos.
El espectador no se queda huérfano cuando el perdedor queda
tendido en la arena; está eximido de cualquier obligación de duelo
cuando los vencidos son arrastrados fuera; excitado, pero indiferen
te, ve cómo entra en vigor la diferencia decisiva: unos mueren aho
ra, los otros no-ahora, pero sí pronto, un torneo después, una esta
ción después, un par de años de anfiteatro después. Sólo raras veces
sucede que a un gladiador veterano se le pueda regalar la espada de
283
Constatación permanente de la diferencia
entre quedar tendido y permanecer en pie.
madera para su retiro. Todo es simplemente demora. La muerte de
los vencedores queda postergada, en función de su propia habilidad,
hasta un momento indeterminado del futuro. Ciertamente éste les
sobrevendrá no demasiado tarde, pero las circunstancias de su apa
rición quedan encubiertas hasta nuevo aviso. Este encubrimiento in
determinado es lo único que puede gozarse como vida de vencedor.
Quien por la tarde sigue aún con vida en el anfiteatro goza del pri
vilegio de poder dejar en lo indeterminado la fecha de su propia
muerte, mientras que para los vencidos ha sonado ya la hora y el día.
Con ello, la lección del anfiteatro reza: la vida humana no pue
de ser ni entenderse como una dilación de la muerte, como un de
jar para más tarde lo inevitable. Ésta es la situación, romano, date
cuenta. Si sigues entre los vivos sólo es porque has sabido permane
cer invicto hasta ahora; pero sigues estando sujeto a la ley de la are
na, sigues ligado hasta el final al juramento de los gladiadores.
Cuando los luchadores, antes del comienzo de losjuegos, se eufori-
zaban prometiéndose no resistirse al destino de la arena, por más
que fueran despedazados en el transcurso de las luchas o quemados
vivos, terminaban esa promesa solemne ante una situación sin esca-
284
Vic(tor): ¡mago et victoria convertuntur.
Mosaico de suelo de una villa en Tusculum
(siglo ni d. C. ).
patona alguna con la fórmula: «¿Qué diferencia hay en ganar unos
pocos días o años? Nacemos en un mundo donde no existe gracia
alguna»145.
Y sin embargo esa diferencia, y sólo ella, es la que da color y vo
lumen a la vida tal como la entiende un romano. No en vano pudo
decir Séneca en su famosa epístola 37 a Lucilio que ni siquiera el sa
bio consigue ya sino repetir el ignominioso y chantajistajuramento
de los gladiadores en forma de una promesa solemne, libre y, por
tanto, honorable: pues incluso la mejor vida no puede ser otra cosa
que la aceptación cabal del destino que ha de caer sobre nosotros
en la arena del mundo. Aunque Augusto prohibiera durante un
tiempo las luchas a muerte entre gladiadores, ese hábito sanguina
rio acabó por imponerse con el tiempo. Sabiduría es conformidad
con una vida que hay que llevar sirte missione. no se puede solicitar
la dimisión de la obligación de existir.
Lo que Jacques Derrida ha llamado la différancé\ una diferencia*
*Se suele traducir en castellano por «diferencia». Se entiende su sentido si se piensa
en «diferir», que significa a la vez diferencia o distinción y demora o retraso. (TV. del T. )
285
que es también una demora, pudo ya observarse, teórico-ateórica-
mente, en el anfiteatro romano como el simple resultado de tor
neos eliminatorios. Los juegos romanos simplificaron la Filosofía
Primera y la sustituyeron por una burda fórmula faustica. Quien iba
al anfiteatro a losjuegos de gladiadores podía aprender las verdades
fundamentales romanas como en un seminario filosófico elemen
tal, financiado por emperadores y magnates, tras el cual no hacía
falta ya ningún seminario avanzado. La Ilustración romana consistía
en esclarecer cómo la vida del vencedor se prolonga a costa de la vi
da del vencido. La atracción de este proceder reposaba en su audaz
agudizamiento de simples observaciones naturales en selecciones
biológicas. Por ellas todos los mortales llevan consigo una intuición
oscura de la fragilidad de la conditio humanasaben, la mayor parte
de las veces sin querer experimentar nada más próximo, de la dife
rencia entre aquellos que perecen más pronto y aquellos que lo
hacen más tarde; comprenden también que su propio lugar en el
proceso de la vida tiene que ver, en principio y ante todo, con los
papeles que dependen de su edad: los que ofrecen el bosquejo ge
neral de su relación con el final. Con los juegos romanos se esta
blece por primera vez metódicamente un nexo causal entre la
muerte temprana de unos y la muerte posterior de otros: desde aho
ra, el vencedor en el juego más serio se impone al perdedor como
su causa de muerte.
Con ello, la tanatología imperial entra en su estadio crítico. Los
juegos, como la política imperial en general, se organizan como so
brepasamiento y aceleración de la selección natural por medio del
combate deportivo, organizado como duelo de eliminación o ex
terminio. Cuando se instaura este hábito infiltra en el público una
dependencia de dramas de eliminación yjuegos finales, ya que el fi
nal visiblemente ejecutado de uno eleva el sentimiento de pervi-
vencia del otro. El motivo de la fascinación de los torneos está ahí:
en ellos, de modo análogo a como sucede en la cría de animales, el
proceso de eliminación se convierte en una selección hecha por se
res humanos. El o yo, nosotros o ellos: esto es lo que se ejercita en
la arena como en un ensayo organizado de selecciones artificiales.
Por ello resulta palmario que con losjuegos romanos de gladiado-
286
Giovanni Battista Piranesi,
El Coliseo, siglo xvm.
res se inventó el efecto fascismo, en tanto definamos éste como
escenificación política de la selección o como teatralización de la
différance.
En el anfiteatro salió a la luz la verdad sobre la biopolítica ro
mana: así como la ciudad de Roma, como gladiador del cosmos, ha
bía derrotado a todos sus enemigos en derredor, en definitiva para
hacer que el mundo entero en torno al more nostrum, como si se tra
tara de un graderío universal de espectadores, contemplara la Roma
victoriosa, así miran las masas en los anfiteatros de Roma y sus de
pendencias a los luchadores, que en la olla decisiva ensangrentada
esclarecen la pregunta: ¿quién quedará? , ¿quién domina el foso de
arena? , ¿quién sigue con vida para afirmarla, acortarla, frente a nue
vos intentos? La figura fundamental teórica del anfiteatro es la nu
da diferenciación dilatoria: el no-morir-ahora de uno es, por sí mis
mo, la razón actualmente necesaria y suficiente del morir-ahora del
otro. Ciertamente, esta diferencia es más o menos conocida por to-
287
Feto de cuatro meses,
foto de Lennart Nilsson.
das partes, y desde siempre, como ley general de la mortalidad más
temprana o más tardía, dado que los vivos se reconocen siempre va
gamente como seres que han de morir no-tan-pronto. En la arena
se explícita esta diferencia y se agudiza hasta convertirse en un apo
calipsis producido artificialmente. Esa diferencia escenifica una se
paración, semejante al juicio de Dios, entre los que caen hoy y los
que permanecen en pie. A la vista de este drama decisivo, los que vi
ven con una conciencia difusa de sí tienen la oportunidad de sentir
con rabiosa actualidad su pertenencia al grupo de los que mueren
no-ahora. Cuando claman los estadios es porque las masas celebran
su propio éxito ante la demora de la muerte. En el culto a los ven
cedores va implicado el hecho de que la multitud se transfiere del
288
Jean Léon Géróme, Pollice verso, ca. 1859,
Phoenix Art Museum, detalle.
ejército de los que han quedado tendidos a aquellos que tras la lu
cha quedan aún en pie.
Quien pretenda entender losjuegos romanos (y sus derivaciones
modernas) tiene que darse cuenta de que en la forma redonda del
anfiteatro se ofrece toda una lección cosmovisional. La redondez de
ese teatro-en-derredor no es sólo un símbolo del mundo en sentido
corriente, no sólo la réplica romana de la esferofilia y filociclia de
los griegos; es, sobre todo, un distintivo característico de la imposi
bilidad de evadirse del todo hacia parte alguna. Quien quiere abso
luta inmanencia ha de dar un sí también al teatro romano de la
muerte. Su forma arquitectónica era la de un óvalo o círculo cerra
289
do, «como si se hubieran unido dos teatros semicirculares grie
gos»146. En el anfiteatro el espectador pierde la visión de un escena
rio que estuviera frente a él; aquí no se presentan dioses que aparez
can por el otro lado. Todas las acciones se orientan al centro y a una
medida regular, y se llevan a cabo en la inmanencia del estadio. La
acción trágica se reduce a la carnicería: el pragmatismo romano
quiere siempre the real thing y sólo admite la escenificación y el ador
no metafórico en tanto sean posibles sin menoscabo de la pura ma
sacre. Los actores sólo pueden actuar como encerrados. Si a alguno
de los torturados, como último recurso, se le ocurriera la idea de sa
lir de su papel, gentes armadas al borde de la arena se encargarían
de hacer que el que huye retomara a su posición en esejuego de
degüello. Lo que el espectador tiene ante sus ojos en ese foso no es
sólo la totalidad cerrada de la escena: tiene, a la vez, una vista fatal
mente delimitada de los luchadores, sobre todo de la desespera
ción, hecha realidad presente, de los perdedores. El observador go
za del privilegio de ver que la muerte del otro tiene una fecha
actualísima: ahora. Pero ve también que la perspectiva de los ven
cedores no llega más allá de la próxima lucha: en ello son solidarios
con los espectadores que los celebran. «El anillo de caras fascinadas,
unas sobre otras, tiene algo extrañamente homogéneo. Rodea y
contiene todo lo que sucede abajo. Nadie se desentiende, nadie
quiere irse»147.
Por eso la teoría romana no es una filosofía de vistas panorámi
casjoviales; no conoce epojéalguna, ninguna mirada desahogada, li
berada de consideraciones prácticas, sino sólo la meditación en la
arena, la consideración profunda de la situación en las pausas que
deja la lucha. Si el lema griego rezaba: conócete a ti mismo, el ro
mano dice: conoce la situación. Cuál sea la situación es lo que com
prende el gladiador cuando desde la arena mira hacia arriba a las
gradas. Sabe que de allí proviene el juicio de Dios en forma de un
movimiento del dedo pulgar, en la dirección que elija el estado de
ánimo de la plebe.
Los anfiteatros romanos ejercitan el axioma de que lo que im
porta en seres humanos con sentido de la autoconservación es con
tar entre los vencedores. Como teatro de selección, los juegos ro-
290
En el centro, la estrecha puerta de la sabiduría
como punto de luz flameante, en Heinrich Khunrath,
Amphitheatrum sapientiae aeternae, 1602.
manos apelan metódicamente a la necesidad de comprender que la
crueldad siempre tiene razón. En ellos, la empatia con los resulta
dos de los combates se convirtió en una inclinación pararreligiosa
ante la máscara pétrea de la violencia. ¿No son también, por eso, los
triunfos y éxitos de estilo romano tan sólo otras formas de desespe
ración? Con buenas razones habían explicado análogamente los es
toicos que la sabiduría consiste en la imitación de las piedras. Los
mismos dioses están condenados al oportunismo; sus creyentes han
de aprender a someterse a los resultados de losjuegos, tanto en lo
pequeño como en lo grande, como si se tratara de revelaciones di
vinas. No otra cosa es lo que significa fatalismo en tanto religión: la
291
Bartholomeus Dolendo, Theatrum anatomicum
de la Universidad de Leyden, 1610; prefiguración
científica de la literatura del horror.
predisposición a ver envuelta la voluntad de Dios en los imprevistos
más vulgares.
Sin duda, en los excesos de diversión de los teatros romanos es
tán los orígenes de la cultura de masas: con ellos surgió una forma
temprana y completa de industria de la fascinación, que atrae con
hechizos y procura emociones a sociedades irritadas o decadentes.
El antiguo fascismo del divertimento (cuyo último derivado directo
es la corrida de toros española) anticipa funcionalmente numerosas
características de la moderna dirección de masas por medios emo
cionales. Ahora como entonces, la cultura de masas organiza el im
pulso a mirar: su elemento es la síntesis social por medio de la fas
cinación de la violencia. De hecho, ¿quién hubiera podido mostrar
292
a los espectadores enardecidos, en el momento álgido de losjue
gos, otro objeto que hubiera sido suficientemente fuerte como pa
ra hacer que los ojos se apartaran del espectáculo de la decisión
fundamental? En vano polemizaron intelectuales humanistas y des
pués autores cristianos contra losjuegos embriagantes, fatalizantes
y endurecedores. La razón fundamental del anatema cristiano con
tra la curiositas esclavizante, centrífuga, devoradora de almas es la
lucha contra esa afición a los espectáculos de muerte que suponen
losjuegos romanos. Durante setecientos años fue ese teatro de las
fascinaciones el que transmitió a los contemporáneos la instruc
ción romana: mata hoy, muere más tarde, y obliga a la masa a con
templar todo ello.
Ahora es posible entender por qué los primeros cristianos fija
ron su mirada en el complejo romano; pues a la vista del culto ro
mano a la vida y a la muerte se comprende cómo Roma había de
convertirse en el destino fatal de sus disidentes cristianos. Si Roma
bien valía una misa es porque los cristianos sólo pudieron experi
mentar de los romanos contra qué se rebelaba en última instancia
la vera religio. El cristianismo llegó a entenderse históricamente a sí
mismo como la inversión del fatalismo romano de la supervivencia.
Había que enfrentarse a la doctrina del anfiteatro y a la religión de
la victoria en su propio terreno, porque sólo en la capital de la bio
logía política y de losjuegos de selección podía establecerse la con
tratesis: el mero sobrevivir no es todavía la verdad; la victoria exter
na no es todavía el signo del éxito ante Dios. Por la crítica cristiana
el éxito adquiere un segundo rostro, independiente del juicio hu
mano, y sólo por ese descubrimiento fue posible la emancipación
del espíritu europeo del fatalismo. El símbolo arquitectónico de ese
cambio sólo adquirió forma por primera vez entre los siglos XV y
XVII, cuando fue proyectada la plaza de San Pedro como el verda
dero anticirco, la contraarena evangélica.
Que los romanos fueran por doquier, no sólo en los teatros sino
también en el corazón del culto del poder político, admiradores del
éxito se manifiesta entre otras cosas por el hecho de que el Senado
romano, durante toda la época imperial, abriera regularmente sus
sesiones con una ofrenda ante el altar de la Victoria; sólo Constan-
293
El circo romano flotando sobre
la bola del mundo; medalla de Guillermo V
de Baviera, 1715; su lema: Agnosce. Dole. Emenda
(Conoce, sufre, enmienda).
ció, el sucesor de Constantino, hizo quitar del edificio del Senado el
altar de la victoria erigido por Augusto. En él había venerado la cla
se política de Roma durante toda una era el principio de su estabi
lidad y consistencia. (Hizo falta esencialmente más tiempo para que
la Iglesia venciera el ansia de sangre en los anfiteatros: en el Coli
seo, losjuegos de gladiadores -a pesar de prohibiciones tempora
les- siguieron celebrándose hasta el año 405, la caza de fieras hasta
el 526. )
Por consiguiente: tras su implantación en el ámbito del mundo
romano, el dogma cristiano ya no enseña sólo la superación de la
muerte a través de una vida superior. Sólo con esa tesis el cristianis
mo también habría podido seguir siendo la religión periférica que
fue al principio. Proclamándolo desde la Roma de los teatros, el
Evangelio dice, por contra: no siempre los que mueren más pronto
294
La ciudad medieval de Arles en
el contorno del antiguo anfiteatro.
son los perdedores; la mera supervivencia no puede sustituir la sal
vación. Contra la selección fatalista de los más fuertes en el teatro,
la teología cristiana establece la selección de Dios. De hecho, tam
bién Dios hace una diferencia por la que separa a los suyos de la ma
sa perdida; pero la diferencia de Dios no tiene la estructura de la dif-
férance nihilista. El resplandece como tribunal escatológico, que
determina el único resultado decisivo de la vida humana: la perte
nencia o no-pertenencia a la esfera divina de amor. En esa diferen
cia se basa la distinción, determinante para el destino de Europa,
entre Imperio e Iglesia. Si el Imperio era el mando que enraíza en
la creencia en la vocación de victoria, la Iglesia, dicho ideal-típica
mente, era la llave que había de vigilar los accesos a la comunidad
de amor.
Desde el trasfondo de esas determinaciones se puede decir con
mayor claridad dónde, en cuestiones salvíficas, se funda la Moder
nidad: comienza con la intuición de que para el individuo siempre
295
resultará imposible decidir con seguridad si él mismo está más cer
ca que otros de la (ommuniode los amados por Dios. ¿Dónde estaría,
pues, la comunidad de amor que pudiera decir objetivamente que
ha sido distinguida frente a los no-amados, los faltos de amor, los se
res humanos con extrañas aficiones? La diferenciación de las co
munidades y de los egoísmos es cosa hoy de juicio personal; y la au-
toalahanza de los escogidos es sólo un voto entre muchos. Incluso el
mismo concepto de comunidad de amor se ha tambaleado, como si,
sin explícita discusión, se hubiera extendido la idea de que de lo
inalcanzable se está igual de lejos desde cualquier parte.
296
Excurso 2
Merdocracia
De la inmunoparadoja
de culturas sedentarias
Y tapándome la nariz hepasado con disgusto a través de todo ayery to
do hoy. . .
FriedrichNietzsche,AsíhablóZaratustraII, «Delachusma»
El fenómeno de los juegos romanos pone en claro los riesgos
que van unidos a la regulación del afecto en los grandes cuerpos im
periales: el acostumbrarse a excitaciones crea una dependencia de
las masas de estimulantes inducidos por la violencia, cuya supresión
sólo es posible por una destrucción revolucionario-cultural del pa
radigma entero. Con las masacres romanas de entretenimiento se
había puesto en ejercicio un estándar de estimulación de masas que
ya no pudo sublimarse o moderarse inmanentemente, sino que só
lo consiguió superarse por una ruptura radical con el sistema domi
nante de ventilaciones afectivas. Efectivamente, el tránsito al cristia
nismo impuso a las poblaciones del Imperio romano y a sus culturas
subsecuentes una ecología de afectos de índole completamente di
ferente, hasta que la industria de la cultura del siglo X X surgió de
nuevos fenómenos que pueden interpretarse como reincorpora
ción al antiguo nivel de consumo de bestialidades.
Los ludí y venationes romanos pertenecen a un complejo de com
portamiento para el que utilizamos la expresión «autoclimatización
activa». Con ello se designan técnicas culturales por las que una po
blación dada ajusta, según opciones propias, las constantes atmos
féricas de su espacio existencial; en el caso romano se trataba de un
clima paradójico, que puede parafrasearse como «halago mediante
bestialización»: se halaga al pueblo bestializándolo. Obviamente, una
tonificación y climatización del «mundo de la vida» no puede al
canzarse en grandes cuerpos políticos del tipo de la gran ciudad an
297
tigua sin un alto grado de autointoxicación. En ese sentido, las so
ciedades siempre serían también comunidades de embriaguez, ha
lago e intoxicación. Efectos funcionales de tales mecanismos sobre
la reducción de la criminalidad metropolitana ya no son demostra
bles directamente ahora, con posterioridad, pero, después de todo
lo que se sabe sobre esos contextos, han de ser postulados por ra
zones sistémicas. También el hecho de que la obligada asociación
de sexualidad y violencia en la moderna cultura del entretenimien
to prácticamente no exista en la provisión normal de afectos entre
los romanos hay que atribuirlo, sin duda, al consumo intensivo en los
teatros de escenas de violencia pura, sin subterfugios.
Pero la síntesis social de grupos sedentarios antiguos es más de
pendiente aún de autoclimatizaciones pasivas y no-dramáticas que de
tales técnicas activas de autoestimulación o dopaje. Desde que los se
res humanos se plantean la cuestión de la permanencia en un lugar,
entran en consideración, como determinantes culturales, excreciones
y transpiraciones propias que hacen de conformadores endógenos de
clima. Desde el punto de vista climatológico-cultural, una unidad ét
nica sedentaria es ante todo un grupo que se huele, y que en su pro
pio olor encuentra un criterio de identidad esféricamente difundido.
La historiografía de la cultura se ha preocupado poco hasta ahora del
hecho de que el paso al sedentarismo no sólo ha deparado a los seres
humanos los logros y fatigas de la era agrícola -arado, espadá y libro,
por citar la fórmula de Gellner-: el modo de vida sedentario ha ori
ginado un problema endoclimático de dimensiones epocales, para el
que -tras las instalaciones de canales en las metrópolis antiguas- sólo
la política de higiene del siglo X IX
y X X
en los Estados industriales pa
rece haber encontrado una solución sistemática148.
El dilema atmosférico del sedentarismo se muestra en el hecho
de que grupos humanos que se han reunido en casas y solares no
pueden ya deshacerse de sus propias materias fecales y evitar sus
efluvios olfativo-espaciales en la medida que resultaba natural a las
tribus nómadas prehistóricas. La cultura sedentaria está sometida a
una difícil carga fundamental sanitaria, que se ha creado ella misma
al contrarrestar la ventaja de vivir en la proximidad de los campos
de cultivo y almacenes de grano con el inconveniente de tener que
298
permanecer también en la cercanía de sus propias letrinas. Por lo
que respecta a sus prácticas de evacuación, los nómadas tienen to
davía el camino abierto para proceder diseminadoramente -decir
esto resulta incluso algo anacrónico, pues aquellos diseminadores
despreocupados no habían descubierto aún seriamente el principio
siembra-, y sólo ocasionalmente llegan a una relación obligada con
el suelo, los bienes inmuebles y las letrinas.
Así pues, mientras los nómadas conservan la movilidad fecófuga,
los agricultores, y más aún los ciudadanos, están condenados fatal
mente a un estilo de existencia letrinocéntrico. Para ellos, el espíri
tu del lugar y la ley de la letrina convergen. Se podría dar crédito al
supuesto de que el ser humano sedentario sólo estuvo preparado pa
ra la idea de la causalidad retributiva y del retomo del hecho al ha
cedor después de que la evidencia casi universal de las emanaciones
de las letrinas hubiera mostrado la imposibilidad de una acción se
creta sin consecuencias. El infame olor lo pone en evidencia, y el re
tomo de los olores a sus causantes impone a los seres humanos, que
no quieren eludirlo, la idea de un karma miasmático o de una né-
mesis olorosa. Lo que los fenomenólogos, siguiendo al último Hus-
serl, acostumbran a caracterizar con la expresión Lebenswelt [mundo
de la vida], antes de la revolución desodorante de los últimos dos si
glos hay que concebirlo en primera línea como fenómeno odorante;
y, además, en una medida para cuya «comprensión» a los sujetos mo
dernos les faltan los criterios. El estar-cabe-sí de los grupos primitivos
en unidades de aposentamiento no puede describirse fácticamente
sin remisión a una presencia incesante de autoemanaciones omino
sas. Dicho bonito: el mundo de la vida es el mundo del aliento, pero
¿cuál es el sentido del aliento mientras entre los sedentarios el aire
compartido está bsyo la maldición de las cloacas?
El pueblo realmente existente, la ciudad realmente existente:
entendidos según estándares premodernos, en la era histórica son
también, siempre y ante todo, arquitecturas de olores de base at
mosférica, que se levantan en tomo a los centros de emanación ol
fatorios de las comunas, esencialmente en torno a las letrinas, cloa
cas y establos de los grandes animales domésticos, y, en segunda
línea, en torno a los puntos de fuego hogareños, al desolladero y
299
a los basureros. Hay numerosos documentos literarios que testimo
nian que las ciudades europeas de la Edad Media, por lo que res
pecta a sus estándares de sanidad y olor, eran poco más que cloacas
habitadas, y que hasta la época de Goethe y Beethoven las medidas
policiales sanitarias de la estatalidad territorial consiguieron amino
rar la situación olorosa, pero no neutralizarla. En el siglo XVI, Mi-
chel de Montaigne escribía: «Las dos bellas ciudades de Venecia y
París menguan la simpatía que les tengo a causa de su olor pe
netrante, que en Venecia proviene de los pantanos y en París de los
excrementos» (Ensayos, libro I, capítulo 55). El aliento de las letrinas
domina la urbanidad de la vieja Europa como un infame dios ciu
dadano. En el caso de fuentes de olor de este tipo se trata de siste
mas reales de emanación, porque también aquí todo el ímpetu
proviene de la substancia central, que, esféricamente emanante, se
prodiga en su entorno al modo de una automanifestación. Pero
mientras el contenido de las nobles emanaciones, que conceptuali-
zó el neoplatonismo, es el derrame de la luz en la apertura y publi
cidad del ser, las sospechosas emanaciones de las letrinas se produ
cen siempre en una especie de efecto-caverna olfativo, excluyendo
de la totalidad olorosa habitual a quienes están lejos: un hecho en
el que algunos etnógrafos han intentado que se repare lo más dis
cretamente posible, haciendo notar que precisamente pueblos de
olor muy intenso no acostumbran a darse cuenta de su propio olor
y del de su hábitat en general. Lo que en tales casos llama más que
nada la atención a los visitantes es la circunstancia de que a los lu
gareños no les llame la atención. Sin duda, la emanación de las cloa
cas representa también un caso de dominio de la substancia -es de
cir, de autopropagación de una fuerza presente en una zona
acotada-, pero mientras la determinación de lo dominante se orien
te sólo a la manifestación, sublime o violenta, del poder, y ésta es la
regla en una cultura teórica creadora de atmósfera (y, por ello, tan
to más fijada en la cosa y en el acontecimiento) como la europea, es
difícil que lo dominante, que se presenta como campana de olor ex
tensiva o, con mayor exactitud, como volumen de hedor habitado,
llegue nunca explícitamente al lenguaje, excluyendo algunos giros
astutos de la escatología popular («todo es una mierda»).
300
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111
Bombardoni, Nueva brújula para narices sensibles,
Archivo Roger Viollet, París.
Vcñc J »|ito¿ir.
Ante estos hechos divergen los espíritus y las narices, y en el um
bral en el que las ciencias del espíritu habrían de convertirse en
ciencias del gas, nos abandonan todos los métodos fiables y seguros.
Seguro es sólo que todos los modernismos y cosmopolitismos con
ducen en este caso a equívocos. Pues mientras que el concepto mo
derno de sociedad implica interacciones de desodorados en un es
pacio olfatoriamente neutro (a los derechos humanos precede la
hipótesis del olor-cero), toda ocupación con formas premodemas
de asociación tiene que abordar modos muy obsesivos y muy invasi
vos de un «ser-ahí como ser-con»149.
Hemos hablado antes150, quizá con demasiada indulgencia frente
a urgencias sentimentales, de los rasgos básicos de un socialismo tér
mico, es decir, de la participación en las ventajas caloríficas de la pro
pia fuente de irradiación; mientras tanto hemos topado con motivos
que traen a colación un socialismo de las letrinas casi tan originario
como el otro. Si entendemos por el poder inmediatamente manco
munado una presencia de estructura esférica, actualmente ineludi
ble -un microclima, un espíritu del lugar, una atmósfera doméstica,
un elemento halitoso-, queda claro por qué la aromasfera de un gru
po representa el primero de los principios de coherencia efectivos,
sensiblemente compartidos, de un colectivo dado. Pueblos diferen
tes se experimentan unos a otros, en principio, como olores dife
rentes. Por su lejano parentesco genealógico las palabras latinas odor,;
olor, y odium, odio, llaman la atención sobre el clash ofcivilisations na
sal, que, de todos modos, sólo se refiere al encuentro de grupos ma
lolientes o de sus representantes, nunca a un choque entre dos paí
ses miasmáticos, ya que las fuentes de hedor realmente dominantes
quedan naturalmente fijadas al lugar y poseen casi la estabilidad de
santuarios. También las cloacas, como los templos, tienen un poder
específico, habilitador de espacio; sólo la stabilitas loci de ambos ma
nifiesta, en definitiva, la plenitud efectiva de una colonización de te
rreno o de un maridsye entre pueblo y suelo. En este sentido, en to
das las culturas sedentarias anteriores a la revolución higiénica del
siglo XVIII tardío domina un sistema bifocal en la consagración del lu
gar y en la definición del suelo: percibible por la doble aura patria de
buenos olores y miasmas, que confluyen desde el principio.
302
Todo espacio merdocrático, todo aquí, todo lo nuestro, es un
imperio por sí mismo; conforma una mónada aurática que atrapa a
sus habitantes en un sentimiento específico fundamental y los im
pregna con el hálito del paisaje oloroso (smellscape). Lo que desde el
siglo XVIII europeo, un poco petulante, especulativa y tendenciosa
mente, se denomina los espíritus del pueblo son, pues, en principio
y la mayoría de las veces, los olores del pueblo o los gases del pue
blo (a los que manifiestamente se considera dignos de aparecer en
los versos y folclores de los pueblos: un pendant mental hacia pro
ductos alimenticios ahumados). Sólo un esquema teórico xenófobo
posterior sustrae esos aromas de sus espacios endoclimáticos, para
recriminarlos en las exhalaciones corporales de los individuos como
algo repulsivo de aura extraña. En torno al año 1900 fueron escritos
libros en Japón sobre el olor repugnante de los europeos y euro
peas, ante cuyas transpiraciones uno se abochornaba, mientras que
en Alemania aparecían implacablemente exactas disertaciones so
bre los olores de judíos y negroides.
En estos ejercicios oloroso-xenófobos se ignoró regularmente
que, para todos, vengan de donde vengan, en ninguna parte puede
oler tan penetrantemente mal como en casa de cada uno. Como
hemos mostrado, el dilema olfativo de la existencia sedentaria no se
hace ostensible tanto a través de lo extraño como a través de lo pro
pio, a lo que contribuye uno constantemente y constantemente reab
sorbe. Lo que se llama patria es el lugar al que uno atribuye su he
dor como si se tratara de un privilegio. El patriota es el ser humano
que perdona a lo nuestro ciertos olores. Patrio es sólo y siempre el
miasma que desarma. A él orientan sus vínculos atmosféricos con el
mundo los sedentarios, los que respiran juntos. Cuando Heidegger
insiste en que «en el ser-ahí hay una tendencia esencial a la cerca
nía», al intérprete conformista sólo le queda añadir que ello nolens
volens tiene que referirse también a la cercanía a las letrinas consti
tutivas. La vecindad con las heces propias, con su colecta y recolec
ta, es la primera ley de la proxémica. Si hay un sentido de proximi
dad fisiológicamente privilegiado esjustamente el que se actualiza
por el odorato. No es la noche, sobre la que Heidegger reflexionó
en elogios objetiva y lingüísticamente problemáticos, la costurera
303
del ser; la costurera del ser es la cloaca general, que, por autoinclu-
sión, constituye y conforma el pueblo o el barrio ciudadano en tor
no a sí como «totalidad indivisa de mundo» automaloliente. Desde
ella adquirió un día la vida local la determinación y tonalidad de
una primaria seguridad en el mundo.
Pero también es comprensible por qué en el proceso de la Mo
dernidad desodorante tuvieron que ser progresivamente privatiza-
das, marginadas y neutralizadas las características auráticas de fami-
liarización en el mundo en general. Si uno se imagina la importancia
de momentos oloroso-auráticos tanto para la síntesis social primaria
como para la instalación doméstica en el mundo de los individuos
-aunque ¿qué puede significar imaginar en el caso de olores perdi
dos? -, aparece claro por qué algunos pueblos hubieron de atravesar
crisis especialmente graves en su camino a la Modernidad, es decir,
a la transodorización y desodorización del mundo de la vida; no en
último término sucedió esto a los alemanes, que han expresado con
mayor intensidad que otros pueblos su anhelo de evidencia sensible
de patria, sin reparar en que mediante manifestaciones patrióticas y
forzados nacionalismos la existencia no puede recuperar la seguri
dad originaria de sus letrinas.
Si, antes de la era de la política de desodorización, el vínculo de
la vida sedentaria con el mundo estaba caracterizado inevitable
mente por el letrinocentrismo de las atmósferas de la casa, del pue
blo y de la ciudad, es fácil comprender por qué con el inicio de la
Modernidad tomó forma una nueva ecología de identidades oloro
sas. No sólo fueron la industrialización y motorización las que cam
biaron radicalmente los factores aurático-olorosos del mundo de la
vida, también la permanente revolución de la higiene desde el siglo
XVIII tardío liquidó casi completamente el viejo sistema de los espí
ritus olorosos del lugar, en las ciudades igual que en el campo -ac
tualmente en Baviera una comisión de expertos del Ministerio de
Justicia y de Medio Ambiente tiene que examinar si los fundamen
tos legales para el asentamiento de estercoleros al aire libre bastan
todavía-. Pero, dado que la equivalencia de anclaje aurático-oloro-
so y determinación patria de la existencia en poblaciones sedenta
rias mantiene un resto de validez en el mundo moderno, a los con
304
formadores de clima en sociedades nacionales se les plantea el serio
problema de cómo sumergir con un sistema de odoratos metafóri
cos nacionales a grandes masas de población en miasmas manco-
munizadores.
Éste es el lugar sistémico de los modernos medios de masas
mientras actúen como transporte de olores secundarios, simbólica
mente codificados, o de emanaciones metafóricas de grandes gru
pos. Aquí se presenta la oportunidad de recordar el parentesco, no
sólo etimológico*, de olores y rumores. El rumor es el olor hablado:
no es casual que se representen los rumores como seres alados que
con celeridad demoníaca atraviesan biotipos sociales151. El rumor es
tan infeccioso y rápido como la mala voluntad. Con la implementa-
ción de un sistema para la ampliación por escrito de rumores, la
prensa de masas, triunfante desde el siglo XIX, realiza una contri
bución incalculable e inolfateable a la síntesis social actual: esto lo
hace mediante autoinfestaciones transmisoras de signos, macrocli-
máticamente efectivas y duraderas, que se producen a nivel nacio
nal. Lo que se consiguió localmente en cada caso a través de la po
lítica higiénica de las instalaciones municipales y del servicio de
aguas corrientes, la amplia neutralización de las emanaciones feca
les -de cuyos riesgos microbianos tiene noticia ya, por primera vez,
el siglo X IX , manifestándolo también en discursos científicos-, fun
cionalmente es compensado con creces por la llamada misión in
formativa de la prensa de masas, asimismo con fundamentos locales
y, sin embargo, con efectos nacionales. El descolorido sentimiento
aurático-oloroso local se sustituye por la instalación de una climati
zación informática nacional, que ha de preocuparse de la autoven-
tilación afectiva, temática, tóxica y, en ese sentido, político-interior
de la sociedad de masas. (Por lo demás está claro que los ministros
del Interior cubren el lado constitucional de la merdocracia, mien
tras que los medios, como fuerzas merdocráticas indirectas, se apro
vechan de sus márgenes de maniobra. )
Se podría mostrar fácilmente que las imágenes del clima nacio
nal, apoyadas primero en la prensa y más tarde en la radio, en mu
*En alemán: Gerüchen (olores) y Gerüchten (rumores). (N. del T. )
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chos sentidos no procuran más que una transposición del letrino-
centrismo comunal al formato de confederación y regiones. El sis
tema de los olores secundarios nacionalizantes se instaura en pri
mera línea a través de comunicaciones infecciosas denigrantes e
instigadoras: sus temas privilegiados son catástrofes, casos crimina
les, intrigas políticas y la vida privada de los prominentes, sus meca
nismos más importantes son la provocación de olas de indignación
y la atracción de la curiosidad por medio de escándalos. Para hablar
con Nietzsche, la letrina m^ísmediática organiza el contexto de olor
del resentimiento general. El autor de La gaya ciencia y La genealogía
de la moral fue quien, con oído sutil y nariz penetrante como nadie
antes de él, dio cuenta de en qué medida las modernas sociedades
de masas están organizadas como colectivos de autoinstigación y au-
toapestamiento: de por qué la Ilustración habría de ser para él, has
ta en sus más sutiles cuestiones, un asunto de nariz ante todo. Lo
que sin ninguna razón se ha llamado su «hermenéutica de la sospe
cha» era en realidad una hipersensibilidad precisa contra las ema
naciones infames que se extienden en la sociedad moderna bajo el
encubrimiento oloroso de la filantropía, del igualitarismo y de la
obligación de recuerdo. En su hermenéutica nasal no se trata prác
ticamente nunca de presunción de motivo, sino sólo de olfateo de
motivo. Nietzsche atestigua que el proyecto desodorización está
condenado al fracaso mientras el proceso macroclimático de base
de la democracia, la producción wassmediática (verbal, pictórica,
folclórico-musical) de miasmas autoestresantes, inductores del sen
timiento del «nosotros», se pueda llevar a cabo sin control.
