¿Para qué esa
duplicación
de las exageraciones?
Sloterdijk - Esferas - v3
Consideradas desde la distancia de un siglo, la «enmascara da religión del tráfico sexual» de Frank Wedekind y la oscurísima «religión de la vagina» de Otto Weininger710apenas son más que complicaciones ini ciales en la descodificación de la sexualidad.
En ellas llegó a su forma de finitiva la larga tradición de la miseria.
Mientras tanto se ha convertido en un asunto de formación poder desarrollar simpatía en relación con neu rosis fenecidas de ese tipo.
¿Habría que añadir que en tales posibilidades culmina una de las formas más sutiles del lujo: la de preocuparse de cosas que ya no se necesitan?
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Retrospectiva
De un diálogo sobre el oxímoron
El macrohistoriador. Mientras esperamos al autor, que pronto completará nuestra tertulia, podríamos intentar, quizá, ordenar un poco nuestras im presiones. Confieso, por mi parte, que mi materia me ayudó en lo funda mental a arrostrar la marea de proposiciones que me pasó por encima du rante la lectura. Mientras el autor me arrastraba por las longitudes y latitudes de sus observaciones -¿o he de hacerme un cumplido a mí mis mo, subrayando que fui yo, por mi propia fuerza, quien se aventuró en ellas? -, se iba reforzando la impresión de que, por lo que respecta a la construcción histórica de un marco, se trataba de un modelo narrativo con mucha capacidad de carga, análogo al que utilizamos en nuestros estudios macrohistóricos; de un modelo con el que la historia de la humanidad -y no se trata de menos aquí- se lleva a un denominador común triádico: la cesura neolítica separa la era paleolítica de cazadores y recolectores de la era de las civilizaciones agroculturales siguientes, junto con sus soberanías regias y administraciones imperativas; la cesura industrial, a su vez, separa desde hace más o menos doscientos a trescientos años la era de las sobe ranías locales indolentes de la época de las formas de vida aceleradas de la Modernidad. Si esta teoría de los tres imperios, si se me permite decirlo así, recuerda una cierta teoría procesual idealista, tañí pis para Hegel y los suyos. Definitivamente, nosotros ya no somos idealistas. En nuestros análi sis de la acumulación de invenciones casuales en grandes tendencias no perseguimos la huella del espíritu del mundo en su andadura por el tiem po, tampoco percibimos la voz de la historia del ser. Tanto peor para aque llos que, a causa de semejanzas superficiales entre los recientes modelos macrohistóricos y las ficciones de la filosofía de la historia, se dejan llevar a la conclusión de que uno se mueve en terreno conocido.
Con el fin de no despertar falsas esperanzas: no juraría que he enten dido lo que significan en definitiva las así llamadas esferas. Dudo que tra- bsye en el futuro con tales expresiones. No me ha quedado suficiente mente claro qué son diadas o espacios surreales multipolares, por no
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hablar ya de que supiera reproducir cómo viven los pueblos bajo sus así lla mados baldaquinos imaginarios, las culturas ciudadanas tras sus muros in munizantes y las poblaciones liberales en sus invernaderos del mimo. Bue no, los historiadores son conocidos por estar en pie de guerra con ideas más abstractas. De todos modos, estoy convencido de que esas vagas y en cumbradas especulaciones, en cuya solidez, a decir verdad, no puedo creer del todo, estén religadas de algún modo a la mencionada construcción en fases, que, tras una larga comprobación, nunca desmentida, considero bien asentada en la tierra.
Los macrohistoriadores nos consideramos descendientes escépticos de los historiadores universales progresivos, y creemos firmemente, por lo demás, que realizamos un trabajo útil, incluso imprescindible, puesto que proporcionamos orientaciones empíricas en el proceso de la civilización, convencidos, como estamos, de que ese proceso existe efectivamente y de que hasta ciertos límites es reproducible racionalmente. Nos precavemos, sin embargo, de exageraciones o, lo que es lo mismo, de enunciados nor mativos sobre finalidades últimas de la historia. Como todos los contem poráneos que han pasado por la escuela de la duda, nos hacemos partíci pes de la recomendación de que los muertos han de enterrar a sus muertos y los ideólogos a los ideólogos. Ante todo, son los servidores de los ídolos de la historia quienes han de poner bajo tierra a sus compañe ros de servidumbre idolátrica, allí donde reposan ya sus desventurados prosélitos: lo que produce, en correspondencia con las circunstancias del tiempo, un campo sepulcral gigantesco, un cementerio de héroes de la fal sa obediencia, en el que, en lugar de superficies monótonas llenas de cru ces, se elevan desde el suelo manos y dedos índices estirados: no se sabe si pertenecen a víctimas que señalan a sus seductores, o son los seductores mismos, que siguen sentando cátedra desde el más aliá
is/ crítico literaria Perdone que le interrumpa. Me parece que con esas imágenes se ha acercado bastante al núcleo retórico del proyecto-Es/mw, en caso de que fuera apropiada al caso una metáfora centrista como la del núcleo. ¿En qué consiste, según la forma lingüística, el experimento in tentado con estos libros? Yo diría que se trata de hacer que el impulso poé tico se ponga en cooperación con el escepticismo. O de otro modo: se po ne en marcha un tipo de crítica de la prosa que se extiende a la crítica del siglo XX. ¿No prepararon los heresiarcas del siglo, con sus prosaicos dis cursos sobre las masas, las luchas definitivas y los objetivos finales de la his-
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Piotr Kowalski, Sculpture flottante, Orléans-la-Source, 1974.
tona aquel exterminismo real-político que fue la característica fundamen tal de la época? Que nosotros, tras ese trayecto histérico, prefiramos el es tilo frío, tiene también motivos externos. A cada gran palabra de la prosa política corresponden millones de asesinados, a cada exageración llegada al poder, un holocausto de gran estilo, a cada fallo de lógica dirigente, un pueblo extinguido. Si se busca una caracterización mínima para el siglo XX habría que comenzar, quizá, con la constatación: no fue una época com placiente con los fallos.
El macrohistoriador. Estoy de acuerdo, presuponiendo que no nos aban donemos ante el terror a una moderación dictada por el resentimiento. Cuando, tras 1945, nos encontramos con un espíritu del tiempo que su gería que no se había de tratar ningún tema mayor porque antes de noso tros ya lo habían intentado los ideólogos, con nuestro raquítico y suave comportamiento correcto desperdiciamos decenios de un tiempo precio so, que hubiera podido utilizarse en impulsar investigaciones reales sobre las estructuras de la historia de la civilización. ¿No ha dicho el gran etnó logo Marcel Mauss que todo día que pasa sin que vayamos reuniendo los fragmentos de humanidad es un día perdido para la ciencia y para la his toria del ser humano?
El teóloga. ¡Vaya, el pathos nos posee otra vez! ¡Un poco de cuidado, por favor, querido colega! Sería igualmente falso afirmar sumariamente que la era de posguerra sólo significa tiempo perdido. No es ninguna bagatela dejar tras de sí un paso en falso como el nacionalsocialismo en Alemania
junto con sus primos y cuñados en las naciones europeas. Si los alemanes y muchos otros europeos han dedicado mucho tiempo desde 1945 a medi tar ese extravío, como lo que fue, hasta asegurar su irrepetibilidad -ase gurada, sin duda, desde hace mucho tiempo-, no habría que ver en ello dispendios innecesarios. Perdone que le importune con trivialidades.
Desde el punto de vista de la historia del espíritu, la situación postotali taria se puede determinar desde la hybris como retomo del espíritu moder no. Este es un acontecimiento que tiene su propia importancia. Entiendan, por lo demás, señores míos, que cuando utilizo una palabra como historia del espíritu o una como acontecimiento, debido a mi especialidad tengo también algo más en la cabeza que los colegas de la facultad de Filosofía.
Desde ese trasfondo, leo la teoría de las Esferas como una empresa es trictamente fechada. A mis ojos, constituye un ensayo criptoteológico, co mo sólo era posible hacerlo tras el desplome de los modernos sistemas de
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Louise Bourgeois, Celda (bolas de cristal y manos), 1993.
mistificación. Sé que el autor protestaría contra esta interpretación: se considera un antropólogo no identificado como tal, más exactamente, co mo un antropo-monstruólogo, llega hasta considerar la teología misma co mo una especialidad monstruológica. Lo menos que se puede decir es, ciertamente, que con el giro a la ciencia de las atmósferas como Ciencia Primera se saca la consecuencia del desenmascaramiento de los realismos extremos. La fecha de ese intento está fijada: desptiés de la hybris de la Mo dernidad.
El crítico literario: No estoy seguro. ¿No es una forma híbrida, a su vez, una macroteoría de ese formato? ¿No contiene, además, una defensa exa cerbada del modernismo, por cuanto se contempla, con el autor, que el criterio de modernidad consiste en que lo implícito se transforma en explícito y el trasfondo pasa a primer plano? Yo diría qtie el autor se reco noce partidario de una hybris especial, de una hybris metódica, digamos; y bajo dos aspectos: por un lado, porque la obra posee una nota estilística, y, como usted sabe, no se puede negar: el estilo no es algo colegial; por otro, porque un proyecto como éste surge del espíritu del mercadillo de
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libros (ésta es, con su permiso, la expresión teórico-específica para la in- terdisciplinariedad). Con ella se convierte en programa la hibridación del saber. No habría que olvidar que, por el momento, tal saber sólo encuen tra un lugar plausible en el mundo: el autor. Un autor es el único colo quio, en el que diferentes voces penetran unas en otras y crean nuevos efectos de resonancia; los llamados coloquios de los especialistas sólo pro ducen discursos paralelos que no se cruzan en ninguna parte.
Por lo que respecta a la situación postotalitaria, estimado colega, pue de que tenga usted razón. Sólo que creo que esa prueba, porque es de masiado general, tiene escaso valor explicativo para esta empresa; en el mejor de los casos, proporciona la idea de incorporar a toda teoría con ambiciones un cierto número de dispositivos de seguridad frente al abuso, como corresponde al texto postideológico. No hay por qué demostrar de talladamente que éste es el caso: ya en su superficie terminológica la esfe- rología es una medida de intimidación frente a todo lo que se oriente a la seriedad, poder y cuota. Las personas poderosas de cualquier rama se guardarán bien de hablar de espumas, no digamos ya de burbujas: los ma cabros sondeos del primer volumen en el ámbito íntimo ya están excluidos en principio de lo citable, con ginecología negativa no se puede hacer pro paganda. En los textos va instalada una barrera contra la imitación, barre ra que funciona con fiabilidad bajo las condiciones sociopsicológicas da das. Ya el citar es un riesgo para el citador, y así habría de seguir. En el caso del tratado sobre los sistemas actuales de mimo, con los que acaba aviesa mente el tercer libro, es de prever algo semejante. No captará a las masas, e incluso los académicos sentirían un cierto malestar, los jóvenes serios apretarían los labios, los sindicalistas propondrían objeciones, si se ente raran de algo.
Para entrar en materia hay que analizar las figuras retóricas en las que se muestra la hybris-me quedo por ahora con esa expresión- inmanente a , la obra. Usted podría considerarla una hybris modesta, en caso de que le sa tisfaga el oxímoron. Me parece que la clave de su modo de trabajo la es condió el autor en la introducción al volumen Globos, donde deduce la me tafísica europea clásica de la utilización sistemática del superlativo: dado que el mundo, a causa de su supuesta procedencia del intelecto divino, po see una forma redonda, se puede decir de él que se encuentra en el opti- mum morfológico. Con el principio de lo óptimo comienza el pensar. Que ha de intentar a continuación mantener el nivel; lo que significa que en to
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dos sus pasos sigue obligado al superlativo. Decir qué hay significa siempre en este régimen: expresar en el lenguaje lo que representa lo supremo, lo mejor, lo perfecto, al menos mientras se trate de los dos super-objetos, Dios y mundo, junto con sus apéndices políticos, la ciudad organizada óptima mente y la buena vida en ella (como es sabido, esto es lo que más les gusta a los filósofos clásicos). Juzgada desde su parte media, la obra de las Esferas no es otra cosa que un ensayo sobre el superlativo: describe sus comienzos íntimos, su triunfo monológico, su transformación pluralista y por eso. . .
El macrohistoriador. Si puedo interrumpirle, a mi vez, querido colega, esa perspectiva me parece demasiado rebuscada. También resulta demasiado formalista. ¿No me toma a mal que exprese con tanta franqueza mis repa ros a sus consideraciones? Puede ser que me juegue una mala pasada mi falta de comprensión para la esencia de lo esférico, pero afirmo que esto no tiene aquí nada que ver con el asunto. Hago constatar: la trilogía tiene un tema objetivo que se extiende por las tres partes, suponiendo que se la lea como lo que sí es incontestablemente, a saber, como un libro de his toria, una gran narración de los modos de ser-en-el-mundo en los tres es tadios o estructuras de la civilización: en la era de los cazadores y recolec tores, en la era de los agroimperios y en la era técnica. Respecto a estas modalizaciones del ser-en-el-mundo se muestra que, y por qué, se diferen cian radicalmente. Puesto que si los seres humanos se reúnen en su cam pana lingüística autogenerada en torno a un hogar paleolítico, o si du rante la época agrícola se ponen bajo la protección de murallas comunes, de un protector principesco, con dominio sobre la escritura, y de su clero, con dominio sobre el sentido, o si habitan en el Estado social y massme- diático moderno, en el que el aseguramiento de la existencia fue desdo blado en servicios públicos y opciones privadas de creencia, todo eso arro
ja en cada caso diagnósticos totalmente peculiares de la conditio humana. Cada una de esas situaciones posee perfiles de riesgo propios y genera construcciones de seguridad correspondientes, de las que nos podemos hacer una idea gracias a la historia de la religión y a lajurisprudencia histó rica. Lo que quiero decir es que todo esto entra inequívocamente en el ámbito de cuestiones sustanciales; que pertenecen a la especialidad histo ria de las imágenes del mundo o, si usted quiere, a la ontología empírica. Espero que se me disculpe si afirmo una vez más que reconozco aquí in cesantemente el esquema de la macrohistoria, a pesar de que el autor ha ga uso de él desplazando acentos.
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Me parecen fructíferas las metáforas de la espuma, sobre todo porque presentan los estadios civilizatorios interpretándolos analítico-espacialmen- te: su carácter suelto y evasivo aparece con mayor fuerza que hasta ahora en las formas originarias de las pequeñas sociedades segmentarias; precisa mente como si en la época temprana de la humanidad no hubiera habido otra cosa que rogue States diminutos, grupos autónomos, narcodzados por sí mismos, que intentaban evitar en lo posible el encuentro con extraños. A esa época sigue la de las tribus, pueblos e imperios, cuyo distintivo, aparte de los ordenamientos estrictamentejerárquicos, consiste en su compacidad media: es posible que la guerra, como forma histórica de colisión perse, sea la señal caracterísdca de relaciones interétnicas semicompactas. Finalmen te, con el tránsito a la Modernidad, comienza un experimento con las con glomeraciones altamente compactas, del que hasta hoy sólo podemos decir que pone de relieve rasgos de la matrix antropológica completamente dife rentes de los de todas las formaciones anteriores. Por hablar con el autor, la Modernidad es la era de la cofragilidad creciente, que podría significar á la longueel tránsito al posbelicismo. En sistemas cofrágiles ya no puede ha cerse mucho con ideas como independencia y autonomía. Cuando se esta biliza una compacidad alta, toda la razón hasta ahora soberana, junto con sus conceptos estratégicos, podría reducirse a folclore. No es de excluir que se aproxime una era de la cooperación que disuelva la lógica imperial y de sencante los colectivos políticos tradicionales, los pueblos excitados. Dado que esto son fenómenos que se desarrollan durante largos períodos de dempo, habremos de esperar aljuicio de generaciones futuras. Se verá en tonces cómo les sientan los próximos doscientos años al Estado nacional y a la ficción del pueblo. Quiero dejar como una cuestión abierta la de si re sulta legítimo postular una ley macrohistórica de compacidades crecientes hasta llegar a un supercontexto que encame una espuma final estable; si esa ley se consolidara, sería una prueba de que entre la morfología y la cien cia de la historia están surgiendo relaciones heterodoxas. Piénsese de lejos en la definición de Newton, según la cual los cuerpos son más compactos mientras más intensa sea su inercia. Según ella, la civilización universal sería un estado de inercia altamente integrado, hiperactivo. Quizá haya que afirmar un día que la compacidad es el destino.
Si quisiera reconocer en la obra una cierta energía innovadora, la en contraría, sobre todo, en la circunstancia de que los estadios macrohistó- ricos se conciben bajo puntos de vista inusuales que trascienden las fases.
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Por mucha hondura que alcancen los dos grandes cortes, tanto el neolíti co como el técnico-industrial, a través de todas las metamorfosis siempre queda, como hemos visto expuesto aquí, una perplejidad incesantemente creciente del ser humano a la vista de su nacimiento prematuro, sujuve- nilización, su mimamiento, su necesidad crónica de ilusión. Permanente mente se hace ostensible esa inmadurez privilegiada, que en los círculos filosóficos se llama apertura del mundo o apertura al mundo (he de su poner que con ello se quiere significar ese desplazamiento de canalizacio nes a priori a canalizaciones a posteriori). Según ello, el ser humano sería un monstruo que se educa, es un engendro que aprende. En este contex to tiene sentido para mí la indicación de que el homo sapiens depende no sólo de sistemas de inmunidad biológicos, sino más aún de sistemas de in munidad culturales. Admito que es un desplazamiento sugestivo que en cuentre redefinidas como sistemas de inmunidad civilizatorios las viejas y buenas instituciones con las que nos las hemos de ver diariamente los teó ricos de la cultura. Ya veremos lo que hacen con ello los gremios.
El teólogo: Puedo constatar, efectivamente, que hemos vuelto a llegar a la monstruodicea, tal como la sugerí fugazmente al comienzo. En cuanto se habla de ser humano se introduce lo extrahumano. Hay que añadir que esto corresponde cum grano salís al estado actual de las cosas en mi espe cialidad. En el siglo XX hemos reorientado nuestro conocimiento sobre Dios. Creemos saber que ya sólo puede haber teoría indirecta y modesta de él; ya no se puede hablar de defenderlo del mal del mundo en un pro ceso pomposo. Lo que hacemos, más bien, es exculpar los sistemas ner viosos frente a la no-cerrazón del mundo. Esto no da lugar ni a teología po sitiva ni negativa, sino a una teología desalojada, desaposentada, si usted permite la expresión. Si queremos ser contemporáneos, estamos conde nados al anonimato. Lo que tenemos que decir se ha ocultado en el exilio neurológico, o en el ético-comunicativo e inmunológico. No me extraña ría que un día unjoven autor de nuestra facultad recogiera la pelota que aquí se ha lanzado: esa referencia a la relación entre inmunidad y comu nidad. Vistas las cosas en conjunto, admito que me siento bien con el libro, me provoca de un modo que no me resulta ingrato debido a mi especiali dad. Creo saber por qué: un lector de observancia cristiana-poscristiana no puede hacer otra cosa que sentirse interpelado por la reintroducción del espacio, puesto que el espacio -se había olvidado un tiempo- es la resi dencia de los dioses. Nos dedicamos a los signos del espacio como antes a
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los del tiempo. Tras un siglo de idolatría del tiempo, el recuerdo del es pacio inspirado suena como un retomo a nuestras mejores posibilidades. El crítico literaria Estoy en desacuerdo, asumiendo dos riesgos: por un
lado, el de privarme a mí mismo del inusitado placer de estar de acuerdo con un entendido en Dios; por otro, el de ser acusado de nuevo de for malismo. Si usted se adentra tan rápidamente -yo creo que demasiado rá pidamente- en los contenidos, igual si los asienta en la historia de la cul tura y de la imagen del mundo o si los atribuye a las metamorfosis de la teología, se le escapa lo que llamo el trabajo del texto, se pierde la infor mación almacenada en las construcciones retóricas. Supongamos que no estuviera demasiado equivocada mi tesis de que el autor, sobre todo en el volumen Globos, quiso repetir la forma superlativista y suprematística del discurso filosófico clásico -fui interrumpido en este punto-, entonces tendríamos que considerar la trilogía como una máquina de producción de sistemas de hipérbole, desarrollados paralelamente, que realizan su im pulso hacia múltiples lados, sin que nunca quede claro dónde acaba la in genuidad y comienza la parodia. Hace cien años se hubiera considerado tal cosa como un pensamiento peligroso. Si, entretanto, uno se las arregla también sin tales fórmulas páticas, sigue abierta la pregunta de cómo pre tende el texto impedir que salten excedentes de tipo ideológico de él al es pacio social: nuestro autor sabe perfectamente que hay que proteger más a la «sociedad» de la filosofía que a la filosofía de la «sociedad». La res puesta la encuentro en el proceder literario: si no tiene nada que ver ni con teología ni con una totalización cosmovisional -y esto lo afirmo con gran decisión-, entonces el texto ha de reducir inmanentemente sus pro pios arrebatos hiperbólicos, sus impulsos exaltados, sus grandes gestos, hasta alcanzar un equilibrio interno entre las tendencias maníacas y las escépticas. Esta maniobra hay que expresarla en una ecuación: impulso ha cia arriba menos impulso hacia abajo igual a cero (puede pensarse aquí en el dicho de Heráclito de que el camino hacia arriba y el camino hacia aba jo son el mismo). De modo natural, para impulso hacia arriba pueden uti lizarse también entusiasmo, o exageración y antigravitación; para impulso hacia abajo serían expresiones sustitutorias apropiadas escepticismo, pa rodia y gravedad.
El teóloga Curiosamente, a mí no me sale esa cuenta. Cuando en mis lec turas resto el hacia-abajo del hada-arriba no me da cero, sino que me que da un resto positivo. En caso de que usted tuviera razón, tendría que expli
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carme por qué en mi lectura aparece un excedente. ¿Por qué me siento edi ficado? ¿De dónde ese excedente? ¿Es la consecuencia de una proyección que yo levante los ojos, a veces, desde la página abierta en un estado de áni mo que conozco por las oraciones de mayo o la liturgia de Pentecostés?
El crítico literaria. Entre analíticos corresponde a las reglas del arte con seguir tumbar al lector junto con su libro en el sofá. Normalmente el su jeto proyecta sólo cuando el objeto ofrece un punto de apoyo. Podría ser que a usted le agrade la forma barroca de escritura de la obra: en ese caso sería un cómplice emocional del autor, que goza plenamente de un com plejo de cuerno de la abundancia. Personalmente, yo me inclino a supo ner que el tono festivo le sugiere una confusión agradable: ¿no podría ser que lo que de por sí es una nueva versión de la ciencia alegre llegara a us
ted como buena nueva?
El teóloga. Suponiendo, querido colega, que la buena nueva, a su vez, no
se permita la broma de aparecer como ciencia alegre. En serio: si el disfraz puede ser elegido por ambos lados, ¿quién puede decidir con qué hay que quedarse?
El crítico literario: Tal como está planteada, la cuestión es indecidible y, a causa de la querida liberalidad, tendríamos que saludar que lo sea. Pero usted dio la impresión, señor colega, de que quiere averiguar cómo se lle ga al resto positivo que cree tener en la mano. Si quisiéramos no entrar en más detalle, podríamos cerrar la investigación refiriéndonos a la simpatía. Esto sería un proceder aceptable, pues el hecho de la simpatía es el mejor entre los buenos motivos, equivale a una última fundamentación: cuando el sentimiento habla se termina la causa. Pero si estamos dispuestos a se guir con la investigación más allá del oráculo emocional, hay que acudir de nuevo a la descripción de la forma que antes yo he reclamado.
Comienzo otra vez con la afirmación de que el texto filosófico clásico fue una praxis de lo superlativo. Pronuncia un discurso elogioso, que dice lo mejor de los superobjetos Dios y mundo (el tercer tema de la filosofía, el alma, la pobrecita de en medio, que más tarde se llamará sujeto o ser- ahí, no tiene por qué interesarnos en este momento). En consecuencia, hay que definir el optimismo como forma retórica: de mundo Deoque nihil nisi bene, mejor aún: nihil nisi optime. La Primera Teoría es un decir-bien hi perbólico de todo lo que es, quiere ser el panegírico puro, la alabanza del ser, la alabanza de la perfección. La opinión popular malentiende el opti mismo, lamentablemente, como temple afectivo, como si bastara con te
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ner un ánimo radiante, como se dice, para ver todo a la luz más favorable, como un filósofo de la vieja escuela. En realidad, el optimismo afectivo produce kitsch, atajos necios y pretenciosos en el camino a la imagen re conciliada. Nunca se está más lejos del conocimiento que con las simula ciones de la paz ante los ojos. El optimismo filosófico es una dura discipli na, es humanamente improbable porque se dedica a la defensa de lo mejor desde situaciones prácticamente imposibles. No pretende nada me nos que, conociendo las circunstancias reales, certificar de Dios y del mun do la perfección.
Tomemos una situación clásica como la de Rusia tras octubre de 1917: el soldado de la armada roja dispara una bala que podría dar en mi cuer po burgués indolente si no me pusiera a cubierto. Pero por ideas me veo obligado a dar razón a la bala, puesto que ella pertenece a la historia, mientras que mi vida sólo es un sistema nervioso en holganza. La bala del fusil tiene la necesidad de su lado, yo, por el contrario, me cuento entre la materia superflua mientras no comprenda lo que sucede a gran escala. Es to es optimismo real, todo lo demás son charlas a la hora del té. Se admi tirá que una tesis así no posee gran plausibilidad inicial. Hay que contor sionarse mucho para admitirla. Por eso los antiguos filósofos se declararon partidarios de una vida en ejercicio constante. La contorsión -más tarde se la llamó trascendencia- necesita entrenamiento. Todo esto son cosas que el siglo XX ya no entiende, pues su contribución a la historia del espíritu consistió ante todo en la irrupción de los no-entrenados en la teoría. Da do que una vida en el entrenamiento, que se llamó áskesis, es asimismo hu manamente improbable, los primeros amigos de la sabiduría en Grecia, como sus contemporáneos, los primeros atletas, tuvieron que presentarse como amigos del esfuerzo. Algunos dormían en el nudo suelo, más de uno rehusaba incluso la almohada. Algo así produce gran impresión en el pue blo, al que le gustan los monstruos, que tienen un affaire con lo improba ble. En el punto álgido de la coyuntura, los pensadores se hacían admirar como acróbatas del optimismo y caminaban sin temor por la cuerda-me-
jor-de-todos-los-mundos-posibles.
El macrohistoriador. Aquí parece oportuno un comentario desde la pers
pectiva evolutiva. La improbabilidad de lo que usted llama el optimismo fi losófico se refleja, si lo entiendo bien, en la improbabilidad de las prime ras formas de vida agrario-monárquicas. Ciertamente, el sentido de las primeras grandes culturas fue encubrir en sus imágenes del mundo su pro
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pia improbabilidad: sólo así se presentan como manifestaciones de leyes eternas. Así como los primeros grandes reyes hubieron de convertirse en especialistas de un gobierno iluminado, así los primeros metafísicos, en peritos de una concepción iluminada del imperio. En ambos casos apare ce lo casi imposible como la disposición más cierta de todas. Propiamente, en su forma clásica, la ontología fue una cartografía universal; y está claro que no se dibujan mapas cuando no se quiere asegurar el territorio. Los conceptos de ser y reino se reflejan, pues, mutuamente. El ser es el com pendio esencial de los territorios y el imperio, su administración. Cuando los filósofos entonan las alabanzas de lo óptimo, bajo títulos como kósmos, ágathon, ón y semejantes, practican una alabanza indirecta del imperio: la contraposición objetiva a la alabanza del príncipe, de la que sabemos, por todas las culturas que produjeron condiciones regias, que fue una escuela de jactancias. El superlativo pertenece a la cibernética política. Gracias a él, el poder y su suerte se cuelgan de la cima del ser: a los mortales se les sugiere la subordinación al comando superior, se les convence de que tie nen suerte cuando se les permite servir. Sólo con el surgimiento de la ci vilización burguesa se desarrolla la praxis de hablar mal de los príncipes, y, en analogía, se comienza también a atribuir malos predicados a lo exis tente, regionalmente o en su totalidad. Apenas se ha tomado uno esa li bertad, la realidad se presenta como una única zona de estado de necesidad. El resto es conocido: al despertar, el espíritu de la Modernidad sustituye la ontología del optimismo, que antes llevaba coordinada una ética de la obe diencia, por una ontología de la imperfección, a la que se añade, com prensiblemente, una ética de la reforma o de la revolución.
El crítico literaria Los superlativos no caen, pues, en desuso, emprenden otra dirección. Los modernos no sacan otras consecuencias, exageran de otro modo. Y ya hemos experimentado nosotros mismos adonde conduce eso. La teoría del siglo XX invierte en hipérboles pesimistas, inventa una retórica del mundo peor y del Dios peor. La consecuencia es una era de criticones. Bien entendido que lo peor que se puede afirmar de un Dios es que no lo haya, y que lo peor que se podría decir del mundo es que sólo los realistas tienen una oportunidad en él. Se olvida añadir esta aclaración: el auténtico nombre de un lugar en el que no se puede hacer nada con trario a la realidad es infierno. Dramatúrgicamente, los realistas y el de monio son el mismo personal.
El teóloga. Ahora, de grado o por fuerza, me cae en suerte la tarea de 659
completar mi declaración con respecto a la datación de la teoría de las es feras. Esa teoría es posthíbrida en tanto que es pospesimista. El resto posi tivo, que me da que pensar, se originó probablemente del abandono ines perado de las exageraciones pesimistas, de las que era de temer que ya nunca nos liberaríamos. Una teoría que no rezongue sigue pareciendo aún algo así como una importación de otro planeta.
El historiador de la literatura: Me parece que, efectivamente, llego al pla cer prohibido de estar de acuerdo con un representante de su facultad, y además en el punto más sensible. La descripción de la forma nos conduce al punto donde se hace visible el trabajo de la hipérbole. El autor hace que aparezcan exageraciones, una frente a otra, hasta que llegan a neutrali zarse mutuamente; sin que pueda confundirse esto con una superación.
¿Para qué esa duplicación de las exageraciones? Veo en ella un procedi miento para presentar la complejidad. Pues la complejidad -eso está cla ro- no se puede captar en un primer intento. Los lenguajes de lo comple
jo surgen de la renuncia a una simplificación previa.
En la retórica las figuras de la renuncia a la simplificación se conocen
como correctio y oxímoron. En la primera, el orador se corta la palabra a sí mismo, sustituyendo una primera expresión inapropiada por una segunda más apropiada. Se podría afirmar que toda la historia de las ideas sigue es te procedimiento, sólo que las correcciones se reparten entre varias gene raciones. La otra figura surgió de la observación de que algunos oradores se sienten incapaces de decidir si describen un gusto concreto como dul ce o más bien como algo agrio, como agrio pero también como algo dul ce; con el resultado de que inician la huida hacia delante con el fin de ha cer de la indecisión un valor propio, lo agridulce, el doble sabor, el predicado doble. Literalmente, el oxímoron significa lo agudo-romo o lo ar diente-templado. Cuando Safo canta al eros ambiguo utiliza el predicado glykypikros, compuesto de glykos, dulce, y píkros, picante, para expresar que el amor en Lesbos, como presumiblemente en cualquier otra parte, es una miseria feliz, una tortura extasiada. De la unión de cualidades opuestas en un mismo grupo de enunciados se desarrolla un primer discurso sobre lo compuesto, sobre lo no-simple y no-monocolor. Sólo cuando se tienen a disposición expresiones así, se puede hablar de salsa china y situaciones englobantes. Eso es exactamente lo que los libros de Esferas hacen ver des de su posición. En su caso, se tiene en la lengua el gusto de la compleji dad. Este modo de proceder produce, ontológicamente, un discurso sobre
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el mejor-peor de todos los mundos posibles; moralmente pone sobre el ta pete lo bueno-malo, psicológicamente lo entusiasmado-desentusiasmado, en lo que toca a la ergonomía de la vida, lo fácil-difícil, y así sucesivamen te. Es innecesario advertir que la empresa realiza la conversión de la cien cia monotono-pesimista en ciencia alegre-triste: esa forma contemporánea de la docta ignorantia. La forma oximórica aparece continuamente: lo que había que demostrar.
Recuerdo una observación que hace Gabriel Tarde en su libro sobre la imitación, de la que pienso que se adecúa muy bien mutatis mutandis al texto de la trilogía: en el teatro del presente, dice el sociólogo, la tragedia retrocede cada vez más ante la comedia; la comedia, sin embargo, gana incesantemente en envergadura y se vuelve continuamente más triste y afligida. No se puede formular mejor el imperativo de hacer concesiones a la complejidad incluso después de acabar lajornada de trabajo. El epí grafe pospesimismo, que ha suministrado usted mismo, implica la renun cia a las hipérboles negativistas unidimensionales.
El macrohistoriador. Eso lo admito. Lamentablemente sigo sin estar en disposición de aceptar plenamente su visión de las cosas. Prefiero volver una vez más a lo que considero el núcleo del asunto, y recalcar que desde mi punto de vista se trata menos de formas enunciativas de hechos com plejos que de los estados de cosas mismos, o mejor: de las condiciones complejas de vida y su desarrollo histórico. Está claro que el libro es tam bién de esa opinión, si no, resultaría incomprensible cómo uno podría en tretenerse en explicaciones sobre la construcción de estaciones espaciales, invernaderos, estadios y apartamentos urbanos, incluso de centros de con gresos; explicaciones que se completan con un recorrido arriesgado, a mi gusto muy precario, por los paisajes psicosociales de formas de vida de lu
jo contemporáneas. Para mí, de todo esto se siguen consecuencias no tan to retóricas como morales y político-civilizatorias.
Creo poder entender que el autor intenta efectuar hasta sus extremas consecuencias el experimento de la Modernidad, la disolución de las for mas de vida y pensamiento agro-imperiales y la liquidación de las éticas ho- listas tradicionales de la obediencia y la renuncia en el moderno culto in dividualista a la ambición y hedonismo de masas. Parece querer responder a una pregunta que hasta ahora apenas se ha planteado explícitamente: ¿qué cuesta presentar una descripción compacta de los riesgos inherentes a modos modernos de producción del mundo sin hacer concesión a teo
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rías de la decadencia ni a teorías del progreso? Aquí reconozco algo de lo que llamo el ethos del macrohistoriador.
Déjeme explicar qué significa eso. Gracias a nuestras exploraciones, que se retrotraen hasta la época de los cazadores y recolectores, contamos con un ejemplo, y literalmente sólo con uno, de que la gran mayoría de la humanidad ha llevado a cabo una ruptura con su modus vivendi más anti- guo: un corte histórico, del que la mayor parte de los contemporáneos, ex ceptuando algunos escépdcos románticos y naturalistas utópicos, admite que, a pesar de sus amargas consecuencias de opresión, explotación y gue rra crónica, ha significado un salto evolutivo para la especie. No hay rastro de ninguna prueba de que hubiera un necesario lazo de unión interior en tre la naturaleza del ser humano y el improbabilísimo modo de vida agro- cultural-imperial; y, sin embargo, se han desarrollado muchas culturas en el este y el oeste durante esa era de un modo tal que no se puede por me nos que admitir que ciertos estratos o dimensiones del potencial humano se han desarrollado convincentemente. No se podrá prescindir del concep to de realización: es un elemento del credo macrohistórico, expresa el res peto del historiador ante modos de vida temporal y espacialmente lejanos.
Desde hace poco estamos confrontados con el hecho de que se va ha ciendo reconocible una segunda gran cesura que cambia radicalmente el curso de la historia; me refiero a la irrupción cultural-industrial o tecnoló- gico-capitalista, que para nosotros es perceptible simplemente como fac tura brutum, dado que somos sus actores, testigos y productos. Pero por lo que respecta a su enjuiciamiento, estamos en una situación casi imposible. Todo lo que podemos decir sobre el nuevo modus vivendi está teñido de ambigüedad, en tanto que, en correspondencia con nuestra situación en proceso, nosotros mismos somos enteramente seres ambiguos. Hasta en la médula de nuestros conceptos y sensaciones somos agentes dobles, que penden entre las estructuras agro-imperiales y tecno-capitalistas. Somos, a la vez, viandantes fronterizos entre mundos conceptuales profundos y pla nos, de los que los primeros están constituidos metafórica y especulativa mente, los segundos exacta y operacionalmente. Me parece interesante có mo correlaciona el autor la profundidad con lo implícito, la planura con lo explícito: ahí hay una interpretación de la transición, centrada más en características lógicas que materiales. Por esojamás puede expresarse con suficiente insistencia que somos seres de transición y seguiremos siéndolo por el momento. Todavía tenemos en nosotros la vieja era de modo más o
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menos consciente, aún pensamos en nuestras categorías de trasfondo co mo campesinos, guerreros, reyes, sacerdotes y profesores (por nombrar só lo a estos componentes del personal agro-imperial, que representan sin ex cepción encarnaciones del homo hierarchicus) . Es sólo una fábula que los sociólogos del presente nos quieran tratar ya plenamente como criaturas del nuevo comienzo igualitario; ni siquiera para los fellah industriales del medio oeste de Estados Unidos sería aceptable esta interpretación. Los lenguajes desarrollados son todos lenguajes de ayer, nos mantienen en el continuum de la costumbre, y lo mismo sirve para las religiones históricas. Sólo muy pocas veces se nos ocurre una frase que pertenezca ya al presen te, nadie está maduro para la cultura universal del futuro. También nues tros llamados revolucionarios fueron sólo sonámbulos agresivos entre las épocas. No obstante, también somos ya indiscutiblemente los hijos de la transformación, que nos impele a nuevas cimas de lo improbable. Climbing Mount Improbable sería un buen título para aquello a que nos dedicamos desde la Revolución Industrial: escalamos la cima de montañas de espuma, que se elevan a alturas sin par. Desde hace cien años elegimos a nuestros gobernantes según las costumbres muy recientes de la igualdad, desde ha ce pocos decenios vivimos como seminómadas ciudadanos, apoyados en un parque de vehículos sobre cuya dimensión nunca puede sorprenderse uno lo suficiente. Nuestra relación con el mundo es sólo desde ayer o an teayer la de poseedores de poder adquisitivo y teleobservadores. Si usted da valor a la caracterización nietzscheana del individuo moderno somos exactamente los últimos seres humanos que han inventado la felicidad y pestañean.
Entre las eras no resulta fácil la teoría equitativa. Estoy convencido de que tal teoría sería el contraveneno frente a las dos tentaciones de nuestro tiempo: la reaccionaria y la revolucionaria. Lo que más me ha gustado del proyecto-Esferas es su épica neutralidad, su decidida indecisión, su resis tencia hacia ambos lados. Supongo que su fluctuación entre las épocas, su incansable ir y venir entre perspectivas actuales e históricas, remite a un principio metódico: aunque se mantiene vivo el recuerdo de las casas del tesoro psico-cósmicas del pasado, el autor participa a la vez del vaciamien to moderno del mundo interior. Es evidente que su exposición ha surgido de la decisión de conceder una pausa a la polémica sobre el curso de la ci vilización hasta que se cuente con una descripción convincente de lo nue vo en su propio derecho y en su relación con lo viejo.
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Por supuesto que tampoco en la cesura moderna hay siquiera el rastro de una prueba de que exista un lazo de unión interior necesario entre la naturaleza elástica del ser humano y el arsenal emergente de formas de vi da del mundo técnico, pero de nuevo habla mucho en favor de que en las condiciones venideras, como en las predecentes, se desarrollará felizmen te una plétora de rasgos del plasma humano. Con la irrupción tecnológi ca se ha puesto en marcha algo que también puede llamarse realización. Ya hay clásicos de la Modernidad, ya hay logros de esta era. Los siglos ve nideros ampliarán ambas listas.
El teóloga. Pero también el concepto de realización hace pensar en su contrario. Es verdad, ciertamente, que tras la cesura técnica hay innume rables vidas humanas que se realizan en los invernaderos del bienestar, co mo usted dice, aun cuando ahí queda mucho más hueco y fragmentario de lo que dicen los anuarios estadísticos. Pero dejemos que valga el su puesto de que las sociedades ricas de Occidente y las capas altas del resto de las naciones que se están modernizando se distingan, efectivamente, por ahora y para el futuro, como los lugares más plausibles de la buena vi da; tanto más salta a la vista, entonces, que fuera del gran invernadero do minan a menudo condiciones que sólo pueden describirse como total ne gación del potencial humano. No se puede excluir que esto quizá ya fuera siempre así y que el archipiélago homo sapiens tuviera desde siempre sus zo nas malditas. Sólo que las condiciones de la llamatividad de la miseria han cambiado. Tenemos la espina de la información en la carne. Por lo que sa bemos hoy, tres tercios de la humanidad están excluidos por ahora de las oportunidades del clima del bienestar. A la vista de la brevedad de la vida, «por ahora» significa para siempre.
Las implicaciones morales de esta constatación no se aprecian fácil mente. También ellas representan una especie de oxímoron, pero uno en el que lo amargo prepondera fuertemente. Si la humanidad fuera un suje to de rango superior, en expresión de los idealistas, podría afirmarse de ella que es en su totalidad una humanidad lograda-fracasada. Pero esto sería demasiado edificante. La forma oximórica fracasa aquí porque mien tras no se desarrolle una cultura universal del equilibrio la humanidad no encarna actor alguno al que algo le pudiera salir bien en parte y en parte mal. Lo monstruoso es la escisión misma: aquí algo sale bien casi del todo y allí algo fracasa casi del todo. El éxito y el fracaso se reparten sobre si tuaciones que apenas tienen comunicación unas con otras. Ellas constitu
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yen la diferencia más rigurosa que podemos pensar, quizá incluso más ri gurosa que la de vida y muerte. Algo de esto perciben, ciertamente, esos contemporáneos que han hecho del éxito el último Dios. No hay un pun to medio. ¿Quién aventuraría ahí una síntesis que no fuera una mentira ba rata? Estamos ante una escisión que genera mitades desiguales. Para un tiempo imprevisible las oportunidades de una vida dichosa quedan tan asi métricamente repartidas entre las zonas de riqueza y las zonas de pobreza que la tensión ha de subir hasta lo insoportable. No obstante, la forma oximórica se nos cruza internamente en el camino una vez más, pues quien vive a nuestro lado del limes puede encontrar muy soportable lo insopor table. Los desdichados al otro lado de la pared sienten a menudo como in soportables no sólo sus propias condiciones de vida, sino también la idea de que en otra parte, para ellos inaccesible, sería posible una vida soporta ble. Así como el siglo XIX tuvo su cuestión social, nosotros tenemos la cues tión de la exclusión. Ella es la forma posmoderna de la conciencia infeliz.
Con este cuadro inhumano ante los ojos se reconoce en qué consistió en tiempos de firmes creencias el valor de uso de Dios (por esta vez permí taseme expresarme fríamente como un funcionalista). En el escrito De la miseria de la existencia humana, salido de la pluma de Lotario de Segnis, más tarde Inocencio III, se encuentra una consideración esclarecedora sobre las condiciones metafísicas del equilibrio entre los destinos del ser huma no. El gran señor, se dice ahí, no está en mejor posición para nada que el siervo más pobre, porque, como éste, no sólo está expuesto a los agobios de su situación en este mundo, sino también a los horrores de la eterni dad. Aquí arroja su sombra el argumento escolástico de que diferentes magnitudes finitas son lo mismo en relación con lo infinito. Hay que ad mitir que esa matemática del buen Dios tenía un cierto valor edificante. En tanto que exhortaba a todos a considerarse como una casi-nadería frente a lo inconmensurable, contribuyó lo suyo a impedir el desmorona miento de la humanidad cristiana, al menos en el plano simbólico. Actual mente nos falta un tipo de cálculo superior como ése. Ni siquiera sabemos si Dios, que fue una emergencia del primer corte histórico, sobrevivirá al segundo.
El macrohistoriador. Señores míos, parece que el autor, por motivos que nos resultan desconocidos en este momento, no puede llevar a cabo su propósito de participar en nuestro diálogo. Por eso creo que deberíamos ir acabando sin él. A riesgo de repetirme, quiero constatar, por mi parte,
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que leo el libro como ético empírico e investigador del comportamiento simbólico: es decir, precisamente como historiador. Desde esta condición veo que aquí se ha hecho el intento de narrar la historia del ser humano como historia espacial, más exactamente, como una historia de la creación y organización de espacio. Esto manifiesta la convicción de que los gestos del dar-espacio y tomar-espacio sean los primeros actos éticos. Durante el estudio del libro he desarrollado la sospecha de que el autor ha querido escribir, propiamente, una historia universal de la generosidad y la ha pre sentado bajo la máscara de una fenomenología de las ampliaciones de es pacio. A veces me parecía como si leyese una larga paráfrasis sobre el im perativo categórico según Marcel Mauss que cito con tanto gusto como uno de los padrinos más remotos de nuestra especialidad: hemos de salir de nosotros y realizamos en regalos, tanto en voluntarios como en obliga torios, pues en ello no hay riesgo alguno.
El crítico literaria El mismo autor ha distinguido también, casi en la tra dición clásica, entre felicidad y riqueza, al subrayar que si es verdad que los pueblos, las clases, las familias, los individuos, se pueden enriquecer cada uno para sí mismo, sólo consiguen ser felices, sin embargo, cuando apren den a agruparse en torno a su riqueza común. Como buen francés y so cialista lírico, Mauss cita después el mito de los Caballeros de la Mesa Re donda y lo recomienda encarecidamente a los modernos como si fuera tan actual como en los tiempos de Chrétien de Troyes. Ojalá la humanidad se vuelva una comuna artúrica, que lleve el arte del reparto a la altura del tiempo. Presumiblemente el autor del proyecto-Esferas no tiene tanto tem ple caballeresco, incluso podría ser de la opinión de que no basta con me sas redondas.
Pero, al menos, la redondez de la mesa del rey Arturo significó un co mienzo, puesto que indica cómo pueden coexistir el derecho de cada in dividuo a su propia aventura y el honor compartido. Lo esférico se añadi rá con suficiente antelación, y con ello todo lo demás que pertenece a estos fragmentos de un lenguaje de la participación.
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Notas
IMartin Heidegger, Einführung in die Metaphysik, curso de 1935, Tubinga 1953, Frankfurt 1983, pág. 138.
2No todos admiten esto. Un autor contemporáneo reconoce: «Un chamán mongol me dijo que una piedra desenterrada del suelo no encuentra paz durante años por ello. Lo con sidero probable». Martin Mosebach, «Eterna edad de piedra», en: Kursbuch 149, Berlín, sep tiembre 2002, pág. 13.
sCfr. Dietrich Mahnke, Unendliche Spháre und Allmittelpunk, Halle 1937; Georges Poulet, MetamorpkosendesKreisesinderDirhtung,Frankfurt/Berlín/Viena 1985, págs. 11-124.
4Jean Paul, «Los pensamientos nocturnos del comadrón Walther Vierneissel sobre sus perdidos ideales de feto, porque no se había convertido más que en un ser humano», en: Mu- seum(1814), sección II, segundo volumen, Darmstadt 2000, págs. 1005 y 1010.
5EsferasII, Globos, Siruela, Madrid 2004, págs. 695-871; este texto ha aparecido mientras tan to como publicación independiente en traducción italiana con el título L ultimasfera. Brevesto- riafilosóficadellaglobalizzazione, Roma 2002; versión alemana muy ampliada, con el título Im Wel- tinnenraum desKapitals, Frankfurt 2005 [que próximamente publicará Siruela en castellano].
6Albert Speer, Erinnerungen, Berlín 1969, pág. 175. [Memorias, Círculo de Lectores, Barce lona 2002. ]
7Emmanuel Joseph Sieyés, «¿Qué es el tercer estado? », en: Politische Schriften 1788-1790, Múnich/Oldenburg 1981, págs. 188-189.
8Denis Diderot, artículo de la Enciclopedia editada por Diderot y D ’Alembert, Frankfurt 1985, selección de Manfred Naumann, entrada «Enzyklopádie», pág. 359.
9Marshall McLuhan, Wohin steuert die Welt? , Toronto/Viena 1978, pág. 81. En el mismo contexto habla McLuhan de la confusión del centralismo católico por el «espacio oscilante de la Iglesia oral»; ibidem, pág. 79.
10«Deu$ est sphaera cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam» [«Dios es una esfera, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna»]. La frase se con- textualizaycomenta en Esferasii,Globos,capítulo 5: «Deussivesphaerao: El Uno-Todo que es talla», págs. 404-416, especialmente págs. 412-ss.
IIMarshall McLuhan, «Órgano sexual de las máquinas», entrevista en Playboycon Eric Norden (marzo 1969), citado en: AbsoluteMarshallMcLuhan, Martin Baltes y Rainer Hóltschl, Friburgo 2002, pág. 37.
12Bruno Latour, DasParlament derDinge. FüreinepolitischeÓkologie, Frankfurt 2001.
nCfr. Roberto Esposito, Immunitas. Protezioneenegazionedellavita, Turín 2002, y Communi- tas. Origineedestinodellacommunitá, Turín 1999; Philippe Caspar, Vindividuation desetres. Ans ióte, LeibnizetVimmunologiecontemporaine, París/Namur 1985.
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14Cfr. Homi K. Bhabha, Die VerortungderKultur, Tubinga 2000; Volker Demuth, Topische Asthetik. KórperweltenKunstweltenCyberspaee,Würzburg 2002; Hermann Schmitz, AdolfHitlerin derGeschichte, Bonn 1999.
l5Cfr. Bruno Latour, «Gabriel Tarde y el final de lo social», en: SozialeWelt52 (2001), págs. 361-375.
16Bruno Latour, DasParlamení derDirige, o. c.
l7Heinrich Heine, BuchderLieder, LyrischesIntermezzoxun, «Los viejos cuentos advierten», línea final.
18Cfr. Die Vorsokratiker, griego-alemán, Jaap Mansfeld, Stuttgart 1987, págs. 244-245, fr. 3.
19De modo totalmente convencional aún, Wittgenstein dijo de la critica del lenguaje: «Lo que destruimos son sólo castillos en el aire»; cfr. Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersu- chungen, Frankfurt 1967, pág. 68. En el mismo espíritu, y sin miedo ante cuadros torcidos, Ri chard Saúl Wurman habla (en: Information Architects, Nueva York 1997) de una «gigantesca pleamar de datos», que, como anincoherentcacophonyoffoam,rompe sobre los seres humanos de la era de la información.
20G. W. F. Hegel, VoriesungenzurPhilosophiederReligión, Werkein20Bandea,Frankfurt 1970, volumen 17, pág. 320.
21Aristóteles, Problemata physica, xxx, i, Darmstadt 1962, pág. 252.
2Ibidem.
23Aquí seguimos la teoría de lo decorumque Heiner Mühlmann ha desarrollado en su
libro fundamental Die Natur der Kulturen. Eine kulturgenetische Theorie, Viena/Nueva York 1996, págs. 50-97. Para más detalles al respecto véase infra, «El ergotopo - Comunidades de esfuerzo e imperios beligerantes», capítulo 1, C, apartado 6, págs. 316-327. Para una versión corta del planteamiento de Brock/Mühlmann cfr. Heiner Mühlmann, «La ecología de las culturas», en: Bazon Brock/Gerlinde Koschik (eds. ), Krieg und Kunst, Munich 2002, págs. 39-54.
24Sobre todo en la obra del fundador de la neo-fenomenología Hermann Schmitz. Cfr. , entre otros, Hermann Schmitz, LeibundGefühl. MaterialienzueitierphilosophischenTherapeutik, Paderborn 1992, págs. 135-s.
Cfr. Bart Kosko, Die Zukunfl istfuzzy. UnscharfeÍMgik verándert die Welt, Munich 2001. 26Cfr. Gilíes Deleuze/Félix Guattari, Milplateaux. Capitalismeetschizophrénie2, París 1980, capítulo 14: «1440 - le lisse et le strié», págs. 592-625. [Aft7 Mesetas, Pre-Textos, Valencia 1988,
capítulo 14: « 1440- Lo liso y lo estriado». ]
27Cfr. Emst Bloch, Spuren, Berlín 1930, nueva edición ampliada Frankfurt 1969.
28Cfr. Günther Gamm, Nicht nichts. Studien zu einer Semantik des Unbestimmten, Frankfurt
2000, y Flucht aus der Kategorie.
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Retrospectiva
De un diálogo sobre el oxímoron
El macrohistoriador. Mientras esperamos al autor, que pronto completará nuestra tertulia, podríamos intentar, quizá, ordenar un poco nuestras im presiones. Confieso, por mi parte, que mi materia me ayudó en lo funda mental a arrostrar la marea de proposiciones que me pasó por encima du rante la lectura. Mientras el autor me arrastraba por las longitudes y latitudes de sus observaciones -¿o he de hacerme un cumplido a mí mis mo, subrayando que fui yo, por mi propia fuerza, quien se aventuró en ellas? -, se iba reforzando la impresión de que, por lo que respecta a la construcción histórica de un marco, se trataba de un modelo narrativo con mucha capacidad de carga, análogo al que utilizamos en nuestros estudios macrohistóricos; de un modelo con el que la historia de la humanidad -y no se trata de menos aquí- se lleva a un denominador común triádico: la cesura neolítica separa la era paleolítica de cazadores y recolectores de la era de las civilizaciones agroculturales siguientes, junto con sus soberanías regias y administraciones imperativas; la cesura industrial, a su vez, separa desde hace más o menos doscientos a trescientos años la era de las sobe ranías locales indolentes de la época de las formas de vida aceleradas de la Modernidad. Si esta teoría de los tres imperios, si se me permite decirlo así, recuerda una cierta teoría procesual idealista, tañí pis para Hegel y los suyos. Definitivamente, nosotros ya no somos idealistas. En nuestros análi sis de la acumulación de invenciones casuales en grandes tendencias no perseguimos la huella del espíritu del mundo en su andadura por el tiem po, tampoco percibimos la voz de la historia del ser. Tanto peor para aque llos que, a causa de semejanzas superficiales entre los recientes modelos macrohistóricos y las ficciones de la filosofía de la historia, se dejan llevar a la conclusión de que uno se mueve en terreno conocido.
Con el fin de no despertar falsas esperanzas: no juraría que he enten dido lo que significan en definitiva las así llamadas esferas. Dudo que tra- bsye en el futuro con tales expresiones. No me ha quedado suficiente mente claro qué son diadas o espacios surreales multipolares, por no
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hablar ya de que supiera reproducir cómo viven los pueblos bajo sus así lla mados baldaquinos imaginarios, las culturas ciudadanas tras sus muros in munizantes y las poblaciones liberales en sus invernaderos del mimo. Bue no, los historiadores son conocidos por estar en pie de guerra con ideas más abstractas. De todos modos, estoy convencido de que esas vagas y en cumbradas especulaciones, en cuya solidez, a decir verdad, no puedo creer del todo, estén religadas de algún modo a la mencionada construcción en fases, que, tras una larga comprobación, nunca desmentida, considero bien asentada en la tierra.
Los macrohistoriadores nos consideramos descendientes escépticos de los historiadores universales progresivos, y creemos firmemente, por lo demás, que realizamos un trabajo útil, incluso imprescindible, puesto que proporcionamos orientaciones empíricas en el proceso de la civilización, convencidos, como estamos, de que ese proceso existe efectivamente y de que hasta ciertos límites es reproducible racionalmente. Nos precavemos, sin embargo, de exageraciones o, lo que es lo mismo, de enunciados nor mativos sobre finalidades últimas de la historia. Como todos los contem poráneos que han pasado por la escuela de la duda, nos hacemos partíci pes de la recomendación de que los muertos han de enterrar a sus muertos y los ideólogos a los ideólogos. Ante todo, son los servidores de los ídolos de la historia quienes han de poner bajo tierra a sus compañe ros de servidumbre idolátrica, allí donde reposan ya sus desventurados prosélitos: lo que produce, en correspondencia con las circunstancias del tiempo, un campo sepulcral gigantesco, un cementerio de héroes de la fal sa obediencia, en el que, en lugar de superficies monótonas llenas de cru ces, se elevan desde el suelo manos y dedos índices estirados: no se sabe si pertenecen a víctimas que señalan a sus seductores, o son los seductores mismos, que siguen sentando cátedra desde el más aliá
is/ crítico literaria Perdone que le interrumpa. Me parece que con esas imágenes se ha acercado bastante al núcleo retórico del proyecto-Es/mw, en caso de que fuera apropiada al caso una metáfora centrista como la del núcleo. ¿En qué consiste, según la forma lingüística, el experimento in tentado con estos libros? Yo diría que se trata de hacer que el impulso poé tico se ponga en cooperación con el escepticismo. O de otro modo: se po ne en marcha un tipo de crítica de la prosa que se extiende a la crítica del siglo XX. ¿No prepararon los heresiarcas del siglo, con sus prosaicos dis cursos sobre las masas, las luchas definitivas y los objetivos finales de la his-
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Piotr Kowalski, Sculpture flottante, Orléans-la-Source, 1974.
tona aquel exterminismo real-político que fue la característica fundamen tal de la época? Que nosotros, tras ese trayecto histérico, prefiramos el es tilo frío, tiene también motivos externos. A cada gran palabra de la prosa política corresponden millones de asesinados, a cada exageración llegada al poder, un holocausto de gran estilo, a cada fallo de lógica dirigente, un pueblo extinguido. Si se busca una caracterización mínima para el siglo XX habría que comenzar, quizá, con la constatación: no fue una época com placiente con los fallos.
El macrohistoriador. Estoy de acuerdo, presuponiendo que no nos aban donemos ante el terror a una moderación dictada por el resentimiento. Cuando, tras 1945, nos encontramos con un espíritu del tiempo que su gería que no se había de tratar ningún tema mayor porque antes de noso tros ya lo habían intentado los ideólogos, con nuestro raquítico y suave comportamiento correcto desperdiciamos decenios de un tiempo precio so, que hubiera podido utilizarse en impulsar investigaciones reales sobre las estructuras de la historia de la civilización. ¿No ha dicho el gran etnó logo Marcel Mauss que todo día que pasa sin que vayamos reuniendo los fragmentos de humanidad es un día perdido para la ciencia y para la his toria del ser humano?
El teóloga. ¡Vaya, el pathos nos posee otra vez! ¡Un poco de cuidado, por favor, querido colega! Sería igualmente falso afirmar sumariamente que la era de posguerra sólo significa tiempo perdido. No es ninguna bagatela dejar tras de sí un paso en falso como el nacionalsocialismo en Alemania
junto con sus primos y cuñados en las naciones europeas. Si los alemanes y muchos otros europeos han dedicado mucho tiempo desde 1945 a medi tar ese extravío, como lo que fue, hasta asegurar su irrepetibilidad -ase gurada, sin duda, desde hace mucho tiempo-, no habría que ver en ello dispendios innecesarios. Perdone que le importune con trivialidades.
Desde el punto de vista de la historia del espíritu, la situación postotali taria se puede determinar desde la hybris como retomo del espíritu moder no. Este es un acontecimiento que tiene su propia importancia. Entiendan, por lo demás, señores míos, que cuando utilizo una palabra como historia del espíritu o una como acontecimiento, debido a mi especialidad tengo también algo más en la cabeza que los colegas de la facultad de Filosofía.
Desde ese trasfondo, leo la teoría de las Esferas como una empresa es trictamente fechada. A mis ojos, constituye un ensayo criptoteológico, co mo sólo era posible hacerlo tras el desplome de los modernos sistemas de
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Louise Bourgeois, Celda (bolas de cristal y manos), 1993.
mistificación. Sé que el autor protestaría contra esta interpretación: se considera un antropólogo no identificado como tal, más exactamente, co mo un antropo-monstruólogo, llega hasta considerar la teología misma co mo una especialidad monstruológica. Lo menos que se puede decir es, ciertamente, que con el giro a la ciencia de las atmósferas como Ciencia Primera se saca la consecuencia del desenmascaramiento de los realismos extremos. La fecha de ese intento está fijada: desptiés de la hybris de la Mo dernidad.
El crítico literario: No estoy seguro. ¿No es una forma híbrida, a su vez, una macroteoría de ese formato? ¿No contiene, además, una defensa exa cerbada del modernismo, por cuanto se contempla, con el autor, que el criterio de modernidad consiste en que lo implícito se transforma en explícito y el trasfondo pasa a primer plano? Yo diría qtie el autor se reco noce partidario de una hybris especial, de una hybris metódica, digamos; y bajo dos aspectos: por un lado, porque la obra posee una nota estilística, y, como usted sabe, no se puede negar: el estilo no es algo colegial; por otro, porque un proyecto como éste surge del espíritu del mercadillo de
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libros (ésta es, con su permiso, la expresión teórico-específica para la in- terdisciplinariedad). Con ella se convierte en programa la hibridación del saber. No habría que olvidar que, por el momento, tal saber sólo encuen tra un lugar plausible en el mundo: el autor. Un autor es el único colo quio, en el que diferentes voces penetran unas en otras y crean nuevos efectos de resonancia; los llamados coloquios de los especialistas sólo pro ducen discursos paralelos que no se cruzan en ninguna parte.
Por lo que respecta a la situación postotalitaria, estimado colega, pue de que tenga usted razón. Sólo que creo que esa prueba, porque es de masiado general, tiene escaso valor explicativo para esta empresa; en el mejor de los casos, proporciona la idea de incorporar a toda teoría con ambiciones un cierto número de dispositivos de seguridad frente al abuso, como corresponde al texto postideológico. No hay por qué demostrar de talladamente que éste es el caso: ya en su superficie terminológica la esfe- rología es una medida de intimidación frente a todo lo que se oriente a la seriedad, poder y cuota. Las personas poderosas de cualquier rama se guardarán bien de hablar de espumas, no digamos ya de burbujas: los ma cabros sondeos del primer volumen en el ámbito íntimo ya están excluidos en principio de lo citable, con ginecología negativa no se puede hacer pro paganda. En los textos va instalada una barrera contra la imitación, barre ra que funciona con fiabilidad bajo las condiciones sociopsicológicas da das. Ya el citar es un riesgo para el citador, y así habría de seguir. En el caso del tratado sobre los sistemas actuales de mimo, con los que acaba aviesa mente el tercer libro, es de prever algo semejante. No captará a las masas, e incluso los académicos sentirían un cierto malestar, los jóvenes serios apretarían los labios, los sindicalistas propondrían objeciones, si se ente raran de algo.
Para entrar en materia hay que analizar las figuras retóricas en las que se muestra la hybris-me quedo por ahora con esa expresión- inmanente a , la obra. Usted podría considerarla una hybris modesta, en caso de que le sa tisfaga el oxímoron. Me parece que la clave de su modo de trabajo la es condió el autor en la introducción al volumen Globos, donde deduce la me tafísica europea clásica de la utilización sistemática del superlativo: dado que el mundo, a causa de su supuesta procedencia del intelecto divino, po see una forma redonda, se puede decir de él que se encuentra en el opti- mum morfológico. Con el principio de lo óptimo comienza el pensar. Que ha de intentar a continuación mantener el nivel; lo que significa que en to
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dos sus pasos sigue obligado al superlativo. Decir qué hay significa siempre en este régimen: expresar en el lenguaje lo que representa lo supremo, lo mejor, lo perfecto, al menos mientras se trate de los dos super-objetos, Dios y mundo, junto con sus apéndices políticos, la ciudad organizada óptima mente y la buena vida en ella (como es sabido, esto es lo que más les gusta a los filósofos clásicos). Juzgada desde su parte media, la obra de las Esferas no es otra cosa que un ensayo sobre el superlativo: describe sus comienzos íntimos, su triunfo monológico, su transformación pluralista y por eso. . .
El macrohistoriador. Si puedo interrumpirle, a mi vez, querido colega, esa perspectiva me parece demasiado rebuscada. También resulta demasiado formalista. ¿No me toma a mal que exprese con tanta franqueza mis repa ros a sus consideraciones? Puede ser que me juegue una mala pasada mi falta de comprensión para la esencia de lo esférico, pero afirmo que esto no tiene aquí nada que ver con el asunto. Hago constatar: la trilogía tiene un tema objetivo que se extiende por las tres partes, suponiendo que se la lea como lo que sí es incontestablemente, a saber, como un libro de his toria, una gran narración de los modos de ser-en-el-mundo en los tres es tadios o estructuras de la civilización: en la era de los cazadores y recolec tores, en la era de los agroimperios y en la era técnica. Respecto a estas modalizaciones del ser-en-el-mundo se muestra que, y por qué, se diferen cian radicalmente. Puesto que si los seres humanos se reúnen en su cam pana lingüística autogenerada en torno a un hogar paleolítico, o si du rante la época agrícola se ponen bajo la protección de murallas comunes, de un protector principesco, con dominio sobre la escritura, y de su clero, con dominio sobre el sentido, o si habitan en el Estado social y massme- diático moderno, en el que el aseguramiento de la existencia fue desdo blado en servicios públicos y opciones privadas de creencia, todo eso arro
ja en cada caso diagnósticos totalmente peculiares de la conditio humana. Cada una de esas situaciones posee perfiles de riesgo propios y genera construcciones de seguridad correspondientes, de las que nos podemos hacer una idea gracias a la historia de la religión y a lajurisprudencia histó rica. Lo que quiero decir es que todo esto entra inequívocamente en el ámbito de cuestiones sustanciales; que pertenecen a la especialidad histo ria de las imágenes del mundo o, si usted quiere, a la ontología empírica. Espero que se me disculpe si afirmo una vez más que reconozco aquí in cesantemente el esquema de la macrohistoria, a pesar de que el autor ha ga uso de él desplazando acentos.
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Me parecen fructíferas las metáforas de la espuma, sobre todo porque presentan los estadios civilizatorios interpretándolos analítico-espacialmen- te: su carácter suelto y evasivo aparece con mayor fuerza que hasta ahora en las formas originarias de las pequeñas sociedades segmentarias; precisa mente como si en la época temprana de la humanidad no hubiera habido otra cosa que rogue States diminutos, grupos autónomos, narcodzados por sí mismos, que intentaban evitar en lo posible el encuentro con extraños. A esa época sigue la de las tribus, pueblos e imperios, cuyo distintivo, aparte de los ordenamientos estrictamentejerárquicos, consiste en su compacidad media: es posible que la guerra, como forma histórica de colisión perse, sea la señal caracterísdca de relaciones interétnicas semicompactas. Finalmen te, con el tránsito a la Modernidad, comienza un experimento con las con glomeraciones altamente compactas, del que hasta hoy sólo podemos decir que pone de relieve rasgos de la matrix antropológica completamente dife rentes de los de todas las formaciones anteriores. Por hablar con el autor, la Modernidad es la era de la cofragilidad creciente, que podría significar á la longueel tránsito al posbelicismo. En sistemas cofrágiles ya no puede ha cerse mucho con ideas como independencia y autonomía. Cuando se esta biliza una compacidad alta, toda la razón hasta ahora soberana, junto con sus conceptos estratégicos, podría reducirse a folclore. No es de excluir que se aproxime una era de la cooperación que disuelva la lógica imperial y de sencante los colectivos políticos tradicionales, los pueblos excitados. Dado que esto son fenómenos que se desarrollan durante largos períodos de dempo, habremos de esperar aljuicio de generaciones futuras. Se verá en tonces cómo les sientan los próximos doscientos años al Estado nacional y a la ficción del pueblo. Quiero dejar como una cuestión abierta la de si re sulta legítimo postular una ley macrohistórica de compacidades crecientes hasta llegar a un supercontexto que encame una espuma final estable; si esa ley se consolidara, sería una prueba de que entre la morfología y la cien cia de la historia están surgiendo relaciones heterodoxas. Piénsese de lejos en la definición de Newton, según la cual los cuerpos son más compactos mientras más intensa sea su inercia. Según ella, la civilización universal sería un estado de inercia altamente integrado, hiperactivo. Quizá haya que afirmar un día que la compacidad es el destino.
Si quisiera reconocer en la obra una cierta energía innovadora, la en contraría, sobre todo, en la circunstancia de que los estadios macrohistó- ricos se conciben bajo puntos de vista inusuales que trascienden las fases.
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Por mucha hondura que alcancen los dos grandes cortes, tanto el neolíti co como el técnico-industrial, a través de todas las metamorfosis siempre queda, como hemos visto expuesto aquí, una perplejidad incesantemente creciente del ser humano a la vista de su nacimiento prematuro, sujuve- nilización, su mimamiento, su necesidad crónica de ilusión. Permanente mente se hace ostensible esa inmadurez privilegiada, que en los círculos filosóficos se llama apertura del mundo o apertura al mundo (he de su poner que con ello se quiere significar ese desplazamiento de canalizacio nes a priori a canalizaciones a posteriori). Según ello, el ser humano sería un monstruo que se educa, es un engendro que aprende. En este contex to tiene sentido para mí la indicación de que el homo sapiens depende no sólo de sistemas de inmunidad biológicos, sino más aún de sistemas de in munidad culturales. Admito que es un desplazamiento sugestivo que en cuentre redefinidas como sistemas de inmunidad civilizatorios las viejas y buenas instituciones con las que nos las hemos de ver diariamente los teó ricos de la cultura. Ya veremos lo que hacen con ello los gremios.
El teólogo: Puedo constatar, efectivamente, que hemos vuelto a llegar a la monstruodicea, tal como la sugerí fugazmente al comienzo. En cuanto se habla de ser humano se introduce lo extrahumano. Hay que añadir que esto corresponde cum grano salís al estado actual de las cosas en mi espe cialidad. En el siglo XX hemos reorientado nuestro conocimiento sobre Dios. Creemos saber que ya sólo puede haber teoría indirecta y modesta de él; ya no se puede hablar de defenderlo del mal del mundo en un pro ceso pomposo. Lo que hacemos, más bien, es exculpar los sistemas ner viosos frente a la no-cerrazón del mundo. Esto no da lugar ni a teología po sitiva ni negativa, sino a una teología desalojada, desaposentada, si usted permite la expresión. Si queremos ser contemporáneos, estamos conde nados al anonimato. Lo que tenemos que decir se ha ocultado en el exilio neurológico, o en el ético-comunicativo e inmunológico. No me extraña ría que un día unjoven autor de nuestra facultad recogiera la pelota que aquí se ha lanzado: esa referencia a la relación entre inmunidad y comu nidad. Vistas las cosas en conjunto, admito que me siento bien con el libro, me provoca de un modo que no me resulta ingrato debido a mi especiali dad. Creo saber por qué: un lector de observancia cristiana-poscristiana no puede hacer otra cosa que sentirse interpelado por la reintroducción del espacio, puesto que el espacio -se había olvidado un tiempo- es la resi dencia de los dioses. Nos dedicamos a los signos del espacio como antes a
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los del tiempo. Tras un siglo de idolatría del tiempo, el recuerdo del es pacio inspirado suena como un retomo a nuestras mejores posibilidades. El crítico literaria Estoy en desacuerdo, asumiendo dos riesgos: por un
lado, el de privarme a mí mismo del inusitado placer de estar de acuerdo con un entendido en Dios; por otro, el de ser acusado de nuevo de for malismo. Si usted se adentra tan rápidamente -yo creo que demasiado rá pidamente- en los contenidos, igual si los asienta en la historia de la cul tura y de la imagen del mundo o si los atribuye a las metamorfosis de la teología, se le escapa lo que llamo el trabajo del texto, se pierde la infor mación almacenada en las construcciones retóricas. Supongamos que no estuviera demasiado equivocada mi tesis de que el autor, sobre todo en el volumen Globos, quiso repetir la forma superlativista y suprematística del discurso filosófico clásico -fui interrumpido en este punto-, entonces tendríamos que considerar la trilogía como una máquina de producción de sistemas de hipérbole, desarrollados paralelamente, que realizan su im pulso hacia múltiples lados, sin que nunca quede claro dónde acaba la in genuidad y comienza la parodia. Hace cien años se hubiera considerado tal cosa como un pensamiento peligroso. Si, entretanto, uno se las arregla también sin tales fórmulas páticas, sigue abierta la pregunta de cómo pre tende el texto impedir que salten excedentes de tipo ideológico de él al es pacio social: nuestro autor sabe perfectamente que hay que proteger más a la «sociedad» de la filosofía que a la filosofía de la «sociedad». La res puesta la encuentro en el proceder literario: si no tiene nada que ver ni con teología ni con una totalización cosmovisional -y esto lo afirmo con gran decisión-, entonces el texto ha de reducir inmanentemente sus pro pios arrebatos hiperbólicos, sus impulsos exaltados, sus grandes gestos, hasta alcanzar un equilibrio interno entre las tendencias maníacas y las escépticas. Esta maniobra hay que expresarla en una ecuación: impulso ha cia arriba menos impulso hacia abajo igual a cero (puede pensarse aquí en el dicho de Heráclito de que el camino hacia arriba y el camino hacia aba jo son el mismo). De modo natural, para impulso hacia arriba pueden uti lizarse también entusiasmo, o exageración y antigravitación; para impulso hacia abajo serían expresiones sustitutorias apropiadas escepticismo, pa rodia y gravedad.
El teóloga Curiosamente, a mí no me sale esa cuenta. Cuando en mis lec turas resto el hacia-abajo del hada-arriba no me da cero, sino que me que da un resto positivo. En caso de que usted tuviera razón, tendría que expli
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carme por qué en mi lectura aparece un excedente. ¿Por qué me siento edi ficado? ¿De dónde ese excedente? ¿Es la consecuencia de una proyección que yo levante los ojos, a veces, desde la página abierta en un estado de áni mo que conozco por las oraciones de mayo o la liturgia de Pentecostés?
El crítico literaria. Entre analíticos corresponde a las reglas del arte con seguir tumbar al lector junto con su libro en el sofá. Normalmente el su jeto proyecta sólo cuando el objeto ofrece un punto de apoyo. Podría ser que a usted le agrade la forma barroca de escritura de la obra: en ese caso sería un cómplice emocional del autor, que goza plenamente de un com plejo de cuerno de la abundancia. Personalmente, yo me inclino a supo ner que el tono festivo le sugiere una confusión agradable: ¿no podría ser que lo que de por sí es una nueva versión de la ciencia alegre llegara a us
ted como buena nueva?
El teóloga. Suponiendo, querido colega, que la buena nueva, a su vez, no
se permita la broma de aparecer como ciencia alegre. En serio: si el disfraz puede ser elegido por ambos lados, ¿quién puede decidir con qué hay que quedarse?
El crítico literario: Tal como está planteada, la cuestión es indecidible y, a causa de la querida liberalidad, tendríamos que saludar que lo sea. Pero usted dio la impresión, señor colega, de que quiere averiguar cómo se lle ga al resto positivo que cree tener en la mano. Si quisiéramos no entrar en más detalle, podríamos cerrar la investigación refiriéndonos a la simpatía. Esto sería un proceder aceptable, pues el hecho de la simpatía es el mejor entre los buenos motivos, equivale a una última fundamentación: cuando el sentimiento habla se termina la causa. Pero si estamos dispuestos a se guir con la investigación más allá del oráculo emocional, hay que acudir de nuevo a la descripción de la forma que antes yo he reclamado.
Comienzo otra vez con la afirmación de que el texto filosófico clásico fue una praxis de lo superlativo. Pronuncia un discurso elogioso, que dice lo mejor de los superobjetos Dios y mundo (el tercer tema de la filosofía, el alma, la pobrecita de en medio, que más tarde se llamará sujeto o ser- ahí, no tiene por qué interesarnos en este momento). En consecuencia, hay que definir el optimismo como forma retórica: de mundo Deoque nihil nisi bene, mejor aún: nihil nisi optime. La Primera Teoría es un decir-bien hi perbólico de todo lo que es, quiere ser el panegírico puro, la alabanza del ser, la alabanza de la perfección. La opinión popular malentiende el opti mismo, lamentablemente, como temple afectivo, como si bastara con te
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ner un ánimo radiante, como se dice, para ver todo a la luz más favorable, como un filósofo de la vieja escuela. En realidad, el optimismo afectivo produce kitsch, atajos necios y pretenciosos en el camino a la imagen re conciliada. Nunca se está más lejos del conocimiento que con las simula ciones de la paz ante los ojos. El optimismo filosófico es una dura discipli na, es humanamente improbable porque se dedica a la defensa de lo mejor desde situaciones prácticamente imposibles. No pretende nada me nos que, conociendo las circunstancias reales, certificar de Dios y del mun do la perfección.
Tomemos una situación clásica como la de Rusia tras octubre de 1917: el soldado de la armada roja dispara una bala que podría dar en mi cuer po burgués indolente si no me pusiera a cubierto. Pero por ideas me veo obligado a dar razón a la bala, puesto que ella pertenece a la historia, mientras que mi vida sólo es un sistema nervioso en holganza. La bala del fusil tiene la necesidad de su lado, yo, por el contrario, me cuento entre la materia superflua mientras no comprenda lo que sucede a gran escala. Es to es optimismo real, todo lo demás son charlas a la hora del té. Se admi tirá que una tesis así no posee gran plausibilidad inicial. Hay que contor sionarse mucho para admitirla. Por eso los antiguos filósofos se declararon partidarios de una vida en ejercicio constante. La contorsión -más tarde se la llamó trascendencia- necesita entrenamiento. Todo esto son cosas que el siglo XX ya no entiende, pues su contribución a la historia del espíritu consistió ante todo en la irrupción de los no-entrenados en la teoría. Da do que una vida en el entrenamiento, que se llamó áskesis, es asimismo hu manamente improbable, los primeros amigos de la sabiduría en Grecia, como sus contemporáneos, los primeros atletas, tuvieron que presentarse como amigos del esfuerzo. Algunos dormían en el nudo suelo, más de uno rehusaba incluso la almohada. Algo así produce gran impresión en el pue blo, al que le gustan los monstruos, que tienen un affaire con lo improba ble. En el punto álgido de la coyuntura, los pensadores se hacían admirar como acróbatas del optimismo y caminaban sin temor por la cuerda-me-
jor-de-todos-los-mundos-posibles.
El macrohistoriador. Aquí parece oportuno un comentario desde la pers
pectiva evolutiva. La improbabilidad de lo que usted llama el optimismo fi losófico se refleja, si lo entiendo bien, en la improbabilidad de las prime ras formas de vida agrario-monárquicas. Ciertamente, el sentido de las primeras grandes culturas fue encubrir en sus imágenes del mundo su pro
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pia improbabilidad: sólo así se presentan como manifestaciones de leyes eternas. Así como los primeros grandes reyes hubieron de convertirse en especialistas de un gobierno iluminado, así los primeros metafísicos, en peritos de una concepción iluminada del imperio. En ambos casos apare ce lo casi imposible como la disposición más cierta de todas. Propiamente, en su forma clásica, la ontología fue una cartografía universal; y está claro que no se dibujan mapas cuando no se quiere asegurar el territorio. Los conceptos de ser y reino se reflejan, pues, mutuamente. El ser es el com pendio esencial de los territorios y el imperio, su administración. Cuando los filósofos entonan las alabanzas de lo óptimo, bajo títulos como kósmos, ágathon, ón y semejantes, practican una alabanza indirecta del imperio: la contraposición objetiva a la alabanza del príncipe, de la que sabemos, por todas las culturas que produjeron condiciones regias, que fue una escuela de jactancias. El superlativo pertenece a la cibernética política. Gracias a él, el poder y su suerte se cuelgan de la cima del ser: a los mortales se les sugiere la subordinación al comando superior, se les convence de que tie nen suerte cuando se les permite servir. Sólo con el surgimiento de la ci vilización burguesa se desarrolla la praxis de hablar mal de los príncipes, y, en analogía, se comienza también a atribuir malos predicados a lo exis tente, regionalmente o en su totalidad. Apenas se ha tomado uno esa li bertad, la realidad se presenta como una única zona de estado de necesidad. El resto es conocido: al despertar, el espíritu de la Modernidad sustituye la ontología del optimismo, que antes llevaba coordinada una ética de la obe diencia, por una ontología de la imperfección, a la que se añade, com prensiblemente, una ética de la reforma o de la revolución.
El crítico literaria Los superlativos no caen, pues, en desuso, emprenden otra dirección. Los modernos no sacan otras consecuencias, exageran de otro modo. Y ya hemos experimentado nosotros mismos adonde conduce eso. La teoría del siglo XX invierte en hipérboles pesimistas, inventa una retórica del mundo peor y del Dios peor. La consecuencia es una era de criticones. Bien entendido que lo peor que se puede afirmar de un Dios es que no lo haya, y que lo peor que se podría decir del mundo es que sólo los realistas tienen una oportunidad en él. Se olvida añadir esta aclaración: el auténtico nombre de un lugar en el que no se puede hacer nada con trario a la realidad es infierno. Dramatúrgicamente, los realistas y el de monio son el mismo personal.
El teóloga. Ahora, de grado o por fuerza, me cae en suerte la tarea de 659
completar mi declaración con respecto a la datación de la teoría de las es feras. Esa teoría es posthíbrida en tanto que es pospesimista. El resto posi tivo, que me da que pensar, se originó probablemente del abandono ines perado de las exageraciones pesimistas, de las que era de temer que ya nunca nos liberaríamos. Una teoría que no rezongue sigue pareciendo aún algo así como una importación de otro planeta.
El historiador de la literatura: Me parece que, efectivamente, llego al pla cer prohibido de estar de acuerdo con un representante de su facultad, y además en el punto más sensible. La descripción de la forma nos conduce al punto donde se hace visible el trabajo de la hipérbole. El autor hace que aparezcan exageraciones, una frente a otra, hasta que llegan a neutrali zarse mutuamente; sin que pueda confundirse esto con una superación.
¿Para qué esa duplicación de las exageraciones? Veo en ella un procedi miento para presentar la complejidad. Pues la complejidad -eso está cla ro- no se puede captar en un primer intento. Los lenguajes de lo comple
jo surgen de la renuncia a una simplificación previa.
En la retórica las figuras de la renuncia a la simplificación se conocen
como correctio y oxímoron. En la primera, el orador se corta la palabra a sí mismo, sustituyendo una primera expresión inapropiada por una segunda más apropiada. Se podría afirmar que toda la historia de las ideas sigue es te procedimiento, sólo que las correcciones se reparten entre varias gene raciones. La otra figura surgió de la observación de que algunos oradores se sienten incapaces de decidir si describen un gusto concreto como dul ce o más bien como algo agrio, como agrio pero también como algo dul ce; con el resultado de que inician la huida hacia delante con el fin de ha cer de la indecisión un valor propio, lo agridulce, el doble sabor, el predicado doble. Literalmente, el oxímoron significa lo agudo-romo o lo ar diente-templado. Cuando Safo canta al eros ambiguo utiliza el predicado glykypikros, compuesto de glykos, dulce, y píkros, picante, para expresar que el amor en Lesbos, como presumiblemente en cualquier otra parte, es una miseria feliz, una tortura extasiada. De la unión de cualidades opuestas en un mismo grupo de enunciados se desarrolla un primer discurso sobre lo compuesto, sobre lo no-simple y no-monocolor. Sólo cuando se tienen a disposición expresiones así, se puede hablar de salsa china y situaciones englobantes. Eso es exactamente lo que los libros de Esferas hacen ver des de su posición. En su caso, se tiene en la lengua el gusto de la compleji dad. Este modo de proceder produce, ontológicamente, un discurso sobre
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el mejor-peor de todos los mundos posibles; moralmente pone sobre el ta pete lo bueno-malo, psicológicamente lo entusiasmado-desentusiasmado, en lo que toca a la ergonomía de la vida, lo fácil-difícil, y así sucesivamen te. Es innecesario advertir que la empresa realiza la conversión de la cien cia monotono-pesimista en ciencia alegre-triste: esa forma contemporánea de la docta ignorantia. La forma oximórica aparece continuamente: lo que había que demostrar.
Recuerdo una observación que hace Gabriel Tarde en su libro sobre la imitación, de la que pienso que se adecúa muy bien mutatis mutandis al texto de la trilogía: en el teatro del presente, dice el sociólogo, la tragedia retrocede cada vez más ante la comedia; la comedia, sin embargo, gana incesantemente en envergadura y se vuelve continuamente más triste y afligida. No se puede formular mejor el imperativo de hacer concesiones a la complejidad incluso después de acabar lajornada de trabajo. El epí grafe pospesimismo, que ha suministrado usted mismo, implica la renun cia a las hipérboles negativistas unidimensionales.
El macrohistoriador. Eso lo admito. Lamentablemente sigo sin estar en disposición de aceptar plenamente su visión de las cosas. Prefiero volver una vez más a lo que considero el núcleo del asunto, y recalcar que desde mi punto de vista se trata menos de formas enunciativas de hechos com plejos que de los estados de cosas mismos, o mejor: de las condiciones complejas de vida y su desarrollo histórico. Está claro que el libro es tam bién de esa opinión, si no, resultaría incomprensible cómo uno podría en tretenerse en explicaciones sobre la construcción de estaciones espaciales, invernaderos, estadios y apartamentos urbanos, incluso de centros de con gresos; explicaciones que se completan con un recorrido arriesgado, a mi gusto muy precario, por los paisajes psicosociales de formas de vida de lu
jo contemporáneas. Para mí, de todo esto se siguen consecuencias no tan to retóricas como morales y político-civilizatorias.
Creo poder entender que el autor intenta efectuar hasta sus extremas consecuencias el experimento de la Modernidad, la disolución de las for mas de vida y pensamiento agro-imperiales y la liquidación de las éticas ho- listas tradicionales de la obediencia y la renuncia en el moderno culto in dividualista a la ambición y hedonismo de masas. Parece querer responder a una pregunta que hasta ahora apenas se ha planteado explícitamente: ¿qué cuesta presentar una descripción compacta de los riesgos inherentes a modos modernos de producción del mundo sin hacer concesión a teo
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rías de la decadencia ni a teorías del progreso? Aquí reconozco algo de lo que llamo el ethos del macrohistoriador.
Déjeme explicar qué significa eso. Gracias a nuestras exploraciones, que se retrotraen hasta la época de los cazadores y recolectores, contamos con un ejemplo, y literalmente sólo con uno, de que la gran mayoría de la humanidad ha llevado a cabo una ruptura con su modus vivendi más anti- guo: un corte histórico, del que la mayor parte de los contemporáneos, ex ceptuando algunos escépdcos románticos y naturalistas utópicos, admite que, a pesar de sus amargas consecuencias de opresión, explotación y gue rra crónica, ha significado un salto evolutivo para la especie. No hay rastro de ninguna prueba de que hubiera un necesario lazo de unión interior en tre la naturaleza del ser humano y el improbabilísimo modo de vida agro- cultural-imperial; y, sin embargo, se han desarrollado muchas culturas en el este y el oeste durante esa era de un modo tal que no se puede por me nos que admitir que ciertos estratos o dimensiones del potencial humano se han desarrollado convincentemente. No se podrá prescindir del concep to de realización: es un elemento del credo macrohistórico, expresa el res peto del historiador ante modos de vida temporal y espacialmente lejanos.
Desde hace poco estamos confrontados con el hecho de que se va ha ciendo reconocible una segunda gran cesura que cambia radicalmente el curso de la historia; me refiero a la irrupción cultural-industrial o tecnoló- gico-capitalista, que para nosotros es perceptible simplemente como fac tura brutum, dado que somos sus actores, testigos y productos. Pero por lo que respecta a su enjuiciamiento, estamos en una situación casi imposible. Todo lo que podemos decir sobre el nuevo modus vivendi está teñido de ambigüedad, en tanto que, en correspondencia con nuestra situación en proceso, nosotros mismos somos enteramente seres ambiguos. Hasta en la médula de nuestros conceptos y sensaciones somos agentes dobles, que penden entre las estructuras agro-imperiales y tecno-capitalistas. Somos, a la vez, viandantes fronterizos entre mundos conceptuales profundos y pla nos, de los que los primeros están constituidos metafórica y especulativa mente, los segundos exacta y operacionalmente. Me parece interesante có mo correlaciona el autor la profundidad con lo implícito, la planura con lo explícito: ahí hay una interpretación de la transición, centrada más en características lógicas que materiales. Por esojamás puede expresarse con suficiente insistencia que somos seres de transición y seguiremos siéndolo por el momento. Todavía tenemos en nosotros la vieja era de modo más o
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menos consciente, aún pensamos en nuestras categorías de trasfondo co mo campesinos, guerreros, reyes, sacerdotes y profesores (por nombrar só lo a estos componentes del personal agro-imperial, que representan sin ex cepción encarnaciones del homo hierarchicus) . Es sólo una fábula que los sociólogos del presente nos quieran tratar ya plenamente como criaturas del nuevo comienzo igualitario; ni siquiera para los fellah industriales del medio oeste de Estados Unidos sería aceptable esta interpretación. Los lenguajes desarrollados son todos lenguajes de ayer, nos mantienen en el continuum de la costumbre, y lo mismo sirve para las religiones históricas. Sólo muy pocas veces se nos ocurre una frase que pertenezca ya al presen te, nadie está maduro para la cultura universal del futuro. También nues tros llamados revolucionarios fueron sólo sonámbulos agresivos entre las épocas. No obstante, también somos ya indiscutiblemente los hijos de la transformación, que nos impele a nuevas cimas de lo improbable. Climbing Mount Improbable sería un buen título para aquello a que nos dedicamos desde la Revolución Industrial: escalamos la cima de montañas de espuma, que se elevan a alturas sin par. Desde hace cien años elegimos a nuestros gobernantes según las costumbres muy recientes de la igualdad, desde ha ce pocos decenios vivimos como seminómadas ciudadanos, apoyados en un parque de vehículos sobre cuya dimensión nunca puede sorprenderse uno lo suficiente. Nuestra relación con el mundo es sólo desde ayer o an teayer la de poseedores de poder adquisitivo y teleobservadores. Si usted da valor a la caracterización nietzscheana del individuo moderno somos exactamente los últimos seres humanos que han inventado la felicidad y pestañean.
Entre las eras no resulta fácil la teoría equitativa. Estoy convencido de que tal teoría sería el contraveneno frente a las dos tentaciones de nuestro tiempo: la reaccionaria y la revolucionaria. Lo que más me ha gustado del proyecto-Esferas es su épica neutralidad, su decidida indecisión, su resis tencia hacia ambos lados. Supongo que su fluctuación entre las épocas, su incansable ir y venir entre perspectivas actuales e históricas, remite a un principio metódico: aunque se mantiene vivo el recuerdo de las casas del tesoro psico-cósmicas del pasado, el autor participa a la vez del vaciamien to moderno del mundo interior. Es evidente que su exposición ha surgido de la decisión de conceder una pausa a la polémica sobre el curso de la ci vilización hasta que se cuente con una descripción convincente de lo nue vo en su propio derecho y en su relación con lo viejo.
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Por supuesto que tampoco en la cesura moderna hay siquiera el rastro de una prueba de que exista un lazo de unión interior necesario entre la naturaleza elástica del ser humano y el arsenal emergente de formas de vi da del mundo técnico, pero de nuevo habla mucho en favor de que en las condiciones venideras, como en las predecentes, se desarrollará felizmen te una plétora de rasgos del plasma humano. Con la irrupción tecnológi ca se ha puesto en marcha algo que también puede llamarse realización. Ya hay clásicos de la Modernidad, ya hay logros de esta era. Los siglos ve nideros ampliarán ambas listas.
El teóloga. Pero también el concepto de realización hace pensar en su contrario. Es verdad, ciertamente, que tras la cesura técnica hay innume rables vidas humanas que se realizan en los invernaderos del bienestar, co mo usted dice, aun cuando ahí queda mucho más hueco y fragmentario de lo que dicen los anuarios estadísticos. Pero dejemos que valga el su puesto de que las sociedades ricas de Occidente y las capas altas del resto de las naciones que se están modernizando se distingan, efectivamente, por ahora y para el futuro, como los lugares más plausibles de la buena vi da; tanto más salta a la vista, entonces, que fuera del gran invernadero do minan a menudo condiciones que sólo pueden describirse como total ne gación del potencial humano. No se puede excluir que esto quizá ya fuera siempre así y que el archipiélago homo sapiens tuviera desde siempre sus zo nas malditas. Sólo que las condiciones de la llamatividad de la miseria han cambiado. Tenemos la espina de la información en la carne. Por lo que sa bemos hoy, tres tercios de la humanidad están excluidos por ahora de las oportunidades del clima del bienestar. A la vista de la brevedad de la vida, «por ahora» significa para siempre.
Las implicaciones morales de esta constatación no se aprecian fácil mente. También ellas representan una especie de oxímoron, pero uno en el que lo amargo prepondera fuertemente. Si la humanidad fuera un suje to de rango superior, en expresión de los idealistas, podría afirmarse de ella que es en su totalidad una humanidad lograda-fracasada. Pero esto sería demasiado edificante. La forma oximórica fracasa aquí porque mien tras no se desarrolle una cultura universal del equilibrio la humanidad no encarna actor alguno al que algo le pudiera salir bien en parte y en parte mal. Lo monstruoso es la escisión misma: aquí algo sale bien casi del todo y allí algo fracasa casi del todo. El éxito y el fracaso se reparten sobre si tuaciones que apenas tienen comunicación unas con otras. Ellas constitu
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yen la diferencia más rigurosa que podemos pensar, quizá incluso más ri gurosa que la de vida y muerte. Algo de esto perciben, ciertamente, esos contemporáneos que han hecho del éxito el último Dios. No hay un pun to medio. ¿Quién aventuraría ahí una síntesis que no fuera una mentira ba rata? Estamos ante una escisión que genera mitades desiguales. Para un tiempo imprevisible las oportunidades de una vida dichosa quedan tan asi métricamente repartidas entre las zonas de riqueza y las zonas de pobreza que la tensión ha de subir hasta lo insoportable. No obstante, la forma oximórica se nos cruza internamente en el camino una vez más, pues quien vive a nuestro lado del limes puede encontrar muy soportable lo insopor table. Los desdichados al otro lado de la pared sienten a menudo como in soportables no sólo sus propias condiciones de vida, sino también la idea de que en otra parte, para ellos inaccesible, sería posible una vida soporta ble. Así como el siglo XIX tuvo su cuestión social, nosotros tenemos la cues tión de la exclusión. Ella es la forma posmoderna de la conciencia infeliz.
Con este cuadro inhumano ante los ojos se reconoce en qué consistió en tiempos de firmes creencias el valor de uso de Dios (por esta vez permí taseme expresarme fríamente como un funcionalista). En el escrito De la miseria de la existencia humana, salido de la pluma de Lotario de Segnis, más tarde Inocencio III, se encuentra una consideración esclarecedora sobre las condiciones metafísicas del equilibrio entre los destinos del ser huma no. El gran señor, se dice ahí, no está en mejor posición para nada que el siervo más pobre, porque, como éste, no sólo está expuesto a los agobios de su situación en este mundo, sino también a los horrores de la eterni dad. Aquí arroja su sombra el argumento escolástico de que diferentes magnitudes finitas son lo mismo en relación con lo infinito. Hay que ad mitir que esa matemática del buen Dios tenía un cierto valor edificante. En tanto que exhortaba a todos a considerarse como una casi-nadería frente a lo inconmensurable, contribuyó lo suyo a impedir el desmorona miento de la humanidad cristiana, al menos en el plano simbólico. Actual mente nos falta un tipo de cálculo superior como ése. Ni siquiera sabemos si Dios, que fue una emergencia del primer corte histórico, sobrevivirá al segundo.
El macrohistoriador. Señores míos, parece que el autor, por motivos que nos resultan desconocidos en este momento, no puede llevar a cabo su propósito de participar en nuestro diálogo. Por eso creo que deberíamos ir acabando sin él. A riesgo de repetirme, quiero constatar, por mi parte,
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que leo el libro como ético empírico e investigador del comportamiento simbólico: es decir, precisamente como historiador. Desde esta condición veo que aquí se ha hecho el intento de narrar la historia del ser humano como historia espacial, más exactamente, como una historia de la creación y organización de espacio. Esto manifiesta la convicción de que los gestos del dar-espacio y tomar-espacio sean los primeros actos éticos. Durante el estudio del libro he desarrollado la sospecha de que el autor ha querido escribir, propiamente, una historia universal de la generosidad y la ha pre sentado bajo la máscara de una fenomenología de las ampliaciones de es pacio. A veces me parecía como si leyese una larga paráfrasis sobre el im perativo categórico según Marcel Mauss que cito con tanto gusto como uno de los padrinos más remotos de nuestra especialidad: hemos de salir de nosotros y realizamos en regalos, tanto en voluntarios como en obliga torios, pues en ello no hay riesgo alguno.
El crítico literaria El mismo autor ha distinguido también, casi en la tra dición clásica, entre felicidad y riqueza, al subrayar que si es verdad que los pueblos, las clases, las familias, los individuos, se pueden enriquecer cada uno para sí mismo, sólo consiguen ser felices, sin embargo, cuando apren den a agruparse en torno a su riqueza común. Como buen francés y so cialista lírico, Mauss cita después el mito de los Caballeros de la Mesa Re donda y lo recomienda encarecidamente a los modernos como si fuera tan actual como en los tiempos de Chrétien de Troyes. Ojalá la humanidad se vuelva una comuna artúrica, que lleve el arte del reparto a la altura del tiempo. Presumiblemente el autor del proyecto-Esferas no tiene tanto tem ple caballeresco, incluso podría ser de la opinión de que no basta con me sas redondas.
Pero, al menos, la redondez de la mesa del rey Arturo significó un co mienzo, puesto que indica cómo pueden coexistir el derecho de cada in dividuo a su propia aventura y el honor compartido. Lo esférico se añadi rá con suficiente antelación, y con ello todo lo demás que pertenece a estos fragmentos de un lenguaje de la participación.
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Notas
IMartin Heidegger, Einführung in die Metaphysik, curso de 1935, Tubinga 1953, Frankfurt 1983, pág. 138.
2No todos admiten esto. Un autor contemporáneo reconoce: «Un chamán mongol me dijo que una piedra desenterrada del suelo no encuentra paz durante años por ello. Lo con sidero probable». Martin Mosebach, «Eterna edad de piedra», en: Kursbuch 149, Berlín, sep tiembre 2002, pág. 13.
sCfr. Dietrich Mahnke, Unendliche Spháre und Allmittelpunk, Halle 1937; Georges Poulet, MetamorpkosendesKreisesinderDirhtung,Frankfurt/Berlín/Viena 1985, págs. 11-124.
4Jean Paul, «Los pensamientos nocturnos del comadrón Walther Vierneissel sobre sus perdidos ideales de feto, porque no se había convertido más que en un ser humano», en: Mu- seum(1814), sección II, segundo volumen, Darmstadt 2000, págs. 1005 y 1010.
5EsferasII, Globos, Siruela, Madrid 2004, págs. 695-871; este texto ha aparecido mientras tan to como publicación independiente en traducción italiana con el título L ultimasfera. Brevesto- riafilosóficadellaglobalizzazione, Roma 2002; versión alemana muy ampliada, con el título Im Wel- tinnenraum desKapitals, Frankfurt 2005 [que próximamente publicará Siruela en castellano].
6Albert Speer, Erinnerungen, Berlín 1969, pág. 175. [Memorias, Círculo de Lectores, Barce lona 2002. ]
7Emmanuel Joseph Sieyés, «¿Qué es el tercer estado? », en: Politische Schriften 1788-1790, Múnich/Oldenburg 1981, págs. 188-189.
8Denis Diderot, artículo de la Enciclopedia editada por Diderot y D ’Alembert, Frankfurt 1985, selección de Manfred Naumann, entrada «Enzyklopádie», pág. 359.
9Marshall McLuhan, Wohin steuert die Welt? , Toronto/Viena 1978, pág. 81. En el mismo contexto habla McLuhan de la confusión del centralismo católico por el «espacio oscilante de la Iglesia oral»; ibidem, pág. 79.
10«Deu$ est sphaera cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam» [«Dios es una esfera, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna»]. La frase se con- textualizaycomenta en Esferasii,Globos,capítulo 5: «Deussivesphaerao: El Uno-Todo que es talla», págs. 404-416, especialmente págs. 412-ss.
IIMarshall McLuhan, «Órgano sexual de las máquinas», entrevista en Playboycon Eric Norden (marzo 1969), citado en: AbsoluteMarshallMcLuhan, Martin Baltes y Rainer Hóltschl, Friburgo 2002, pág. 37.
12Bruno Latour, DasParlament derDinge. FüreinepolitischeÓkologie, Frankfurt 2001.
nCfr. Roberto Esposito, Immunitas. Protezioneenegazionedellavita, Turín 2002, y Communi- tas. Origineedestinodellacommunitá, Turín 1999; Philippe Caspar, Vindividuation desetres. Ans ióte, LeibnizetVimmunologiecontemporaine, París/Namur 1985.
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14Cfr. Homi K. Bhabha, Die VerortungderKultur, Tubinga 2000; Volker Demuth, Topische Asthetik. KórperweltenKunstweltenCyberspaee,Würzburg 2002; Hermann Schmitz, AdolfHitlerin derGeschichte, Bonn 1999.
l5Cfr. Bruno Latour, «Gabriel Tarde y el final de lo social», en: SozialeWelt52 (2001), págs. 361-375.
16Bruno Latour, DasParlamení derDirige, o. c.
l7Heinrich Heine, BuchderLieder, LyrischesIntermezzoxun, «Los viejos cuentos advierten», línea final.
18Cfr. Die Vorsokratiker, griego-alemán, Jaap Mansfeld, Stuttgart 1987, págs. 244-245, fr. 3.
19De modo totalmente convencional aún, Wittgenstein dijo de la critica del lenguaje: «Lo que destruimos son sólo castillos en el aire»; cfr. Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersu- chungen, Frankfurt 1967, pág. 68. En el mismo espíritu, y sin miedo ante cuadros torcidos, Ri chard Saúl Wurman habla (en: Information Architects, Nueva York 1997) de una «gigantesca pleamar de datos», que, como anincoherentcacophonyoffoam,rompe sobre los seres humanos de la era de la información.
20G. W. F. Hegel, VoriesungenzurPhilosophiederReligión, Werkein20Bandea,Frankfurt 1970, volumen 17, pág. 320.
21Aristóteles, Problemata physica, xxx, i, Darmstadt 1962, pág. 252.
2Ibidem.
23Aquí seguimos la teoría de lo decorumque Heiner Mühlmann ha desarrollado en su
libro fundamental Die Natur der Kulturen. Eine kulturgenetische Theorie, Viena/Nueva York 1996, págs. 50-97. Para más detalles al respecto véase infra, «El ergotopo - Comunidades de esfuerzo e imperios beligerantes», capítulo 1, C, apartado 6, págs. 316-327. Para una versión corta del planteamiento de Brock/Mühlmann cfr. Heiner Mühlmann, «La ecología de las culturas», en: Bazon Brock/Gerlinde Koschik (eds. ), Krieg und Kunst, Munich 2002, págs. 39-54.
24Sobre todo en la obra del fundador de la neo-fenomenología Hermann Schmitz. Cfr. , entre otros, Hermann Schmitz, LeibundGefühl. MaterialienzueitierphilosophischenTherapeutik, Paderborn 1992, págs. 135-s.
Cfr. Bart Kosko, Die Zukunfl istfuzzy. UnscharfeÍMgik verándert die Welt, Munich 2001. 26Cfr. Gilíes Deleuze/Félix Guattari, Milplateaux. Capitalismeetschizophrénie2, París 1980, capítulo 14: «1440 - le lisse et le strié», págs. 592-625. [Aft7 Mesetas, Pre-Textos, Valencia 1988,
capítulo 14: « 1440- Lo liso y lo estriado». ]
27Cfr. Emst Bloch, Spuren, Berlín 1930, nueva edición ampliada Frankfurt 1969.
28Cfr. Günther Gamm, Nicht nichts. Studien zu einer Semantik des Unbestimmten, Frankfurt
2000, y Flucht aus der Kategorie.
